Fin

Fin


Nieves - Hugo - Cova - Amparo - Ibáñez - María - Ginés - Maribel

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Hugo empieza a separarse de ella muy lentamente, milímetro a milímetro; y entonces ocurre algo que les hace abandonar bruscamente su abrazo, y mirar hacia delante, hacia el grupo que se ha detenido de golpe, a un tiro de piedra de donde están ellos.

—¡Mirad! ¿Qué es eso? —ha dicho alguien.

Hugo aguza la mirada pero no ve nada; nada más que las paredes grises y el sexteto que forman sus compañeros ahora inmóviles, en actitud expectante. En cambio oye algo: oye una especie de crepitar que va en aumento, un entrechocar de piedras, como si una infinidad de guijarros estuviera cayendo al fondo del barranco, rebotando en las rocas como lo hizo hace un momento el pedrusco que lanzó Ibáñez. Entonces descubre las diminutas sombras grises, mimetizadas con la roca, numerosas, avanzando hacia ellos con una extraña cadencia, un fluir a saltos leves y acompasados.

—¡Son cabras! —dice una voz, probablemente la de María.

—Cabras monteses —añade Ibáñez, en el mismo tono de asombro.

A Hugo le llega todo con retraso. Ahora distingue a los animales. Lo que en la lejanía parecían pulgas, parásitos saltarines de la roca, o pedazos animados de la misma roca, piedras que avanzaban rebotando, como rebotan los guijarros planos en el agua, se revelan ahora como agilísimas cabras, dotadas de vistosas cornamentas, algunas —seguramente las de los machos— de desproporcionada grandeza.

Los animales vienen hacia ellos, ya están llegando a la altura del primer grupo; avanzan a enorme velocidad por el cauce del río, sin detenerse nunca, remontando a ratos por las paredes, encontrando apoyos, salientes de la roca que el ojo ni siquiera distingue. Su pelaje, el color mismo de cuernos y pezuñas, se confunde con el color mineral de la piedra; y las pezuñas son duras como piedras, como centenares de piedras golpeando la roca.

Pero ahora hay un momento de confusión. Hugo detecta un extraño movimiento en el sexteto que forman sus amigos, veinte metros más adelante: una agitación, un replegarse dubitativamente, intentando retroceder… Entonces se da cuenta de que un grupo de cabras, una ramificación de la corriente general, avanza por el pasadizo excavado en la roca, con evidente peligro de arrollar a los caminantes. Hugo echa a correr en dirección a ellos; pero no ha dado tres zancadas cuando el subgrupo de cabras, muy cerca ya de los caminantes, sufre una extraña contracción, como si todas ellas formasen un cuerpo que se ha estremecido ante el peligro, y a continuación —sin apenas refrenar su loca carrera— el caudal de patas y cabezas y cuernos salta por encima de la barandilla, la rebasa, la golpea con más de una pezuña, y se precipita en una inconcebible caída de veinte metros hacia el fondo de la garganta.

Pero las pezuñas encuentran apoyos donde parece increíble que los haya, y allí donde cualquier ser humano habría muerto aplastado contra las rocas, los animales fluyen improvisando la trayectoria con infalible instinto, y acaban uniéndose al rebaño fugitivo sin haber sufrido ningún daño más allá de algún amontonamiento, de algún resbalón corregido instantáneamente, como una corriente de agua habría saltado y fluido al encontrar un dique natural que frenara su trayectoria.

Incapaces de pronunciar una palabra, todos contemplan cómo el rebaño se pierde de nuevo en la lejanía, mientras va disminuyendo gradualmente el castañear de las pezuñas que hace tan sólo unos segundos llenaba de ecos la garganta. Por unos instantes todo queda en silencio. En el aire flota un olor penetrante y montaraz, con los matices almizclados propios de los machos cabríos.

—¡Joder! ¿Habéis visto…? —dice Hugo corriendo de nuevo hacia sus compañeros—. ¿Os han llegado a tocar? ¿Estáis bien?

—Huele a chotuno —dice Nieves por toda respuesta.

—Estamos bien —aclara Ginés—. Se han desviado antes.

—Ya lo sé —dice Hugo—, pero… ha faltado bien poco.

—Se han asustado tanto como nosotros —dice María.

—Pero ¿habéis visto cómo han saltado? —insiste Hugo.

—Yo pensaba que se mataban todas —dice Amparo—, ahí, en montón.

—Yo ya no aguanto más —dice Maribel con voz quejumbrosa—. ¿Por qué hay tantos animales por todas partes?

—Lo preocupante es que fueran así, corriendo —dice Ibáñez—, y tantas…

—¿Qué quieres decir? —pregunta Nieves.

Ibáñez mira en la dirección en la que han llegado las cabras, pero no dice nada. Es María la que responde por él:

—Que no vinieran huyendo de algo.

—¡Joder! —dice Hugo, resumiendo groseramente, pero con precisión, el sentir del grupo, la desazón y el pesimismo que la nueva posibilidad ha abierto en los que no la habían contemplado.

—De una crecida seguro que no escapaban —dice Amparo—. Van al revés…

—Da igual —dice Ginés—. No podemos dudar por cada nuevo detalle…

—Sí —dice Hugo—, un detallito de nada…

—Hay que seguir —insiste Ginés, sin ni siquiera mirar a Hugo—, tenemos que darle caña y salir cuanto antes del desfiladero.

—Sí —dice Amparo— y rezar porque no venga una de jabalís… o de osos.

—¡Ay, calla! —protesta Maribel.

—Oye —dice de pronto Nieves, mirando hacia atrás en el camino—. ¿Y tu mujer?

—¿Cova? —dice Hugo—. Está allí; se ha quedado…

Hugo ha enmudecido a la mitad de la frase, en el momento en que ha girado la cabeza para mirar atrás.

—Estaba… estaba ahí —dice señalando al camino. Sus palabras tienen un ritmo decreciente, su cara refleja una total estupefacción. Después, con movimientos rápidos, nerviosos, mira hacia el otro lado, hacia la parte del camino que aún no han recorrido, y por último pasa revista fugazmente a sus compañeros con la mirada alterada, con un brillo de pánico flotando en sus ojos. Incluso mira al suelo, por detrás de ellos, entre sus piernas.

—No está —dice alguien.

—Pero… ibais juntos, ¿no? —pregunta Ginés.

Hugo es incapaz de pronunciar palabra: con la mirada fija, alelado, parece haber perdido la noción de lo que le rodea.

—Yo los vi —dice Nieves— hace… hace muy poco, justo antes de que aparecieran las cabras.

Un silencio atónito, de desconcierto y confusión, pesa sobre el grupo. Durante unos instantes nadie sabe qué hacer. Las miradas viajan una y otra vez a un lado y otro del camino, y cada vez constatan que no se ve ningún movimiento, ninguna traza de la camisa blanca de Cova en los centenares de metros de galería que la amplia curva de la hoz permite ver en una y otra dirección. Son muchos metros, demasiados para que alguien —alguien cansado y con los pies llenos de ampollas, y con el impedimento de un pequeño equipaje— los haya recorrido en tan poco tiempo.

—¡Se puede haber caído! —dice Ginés, y en un instante están todos asomados a la barandilla, desplazándose lateralmente sin despegar de ella las manos, desplegándose en una amplia cenefa irregular, descompensada, de cuerpos alegremente vestidos.

—¡Cova! —grita Ginés con todas sus fuerzas, y el eco de su grito, rebotando en las paredes, se mezcla enseguida con otras llamadas que han surgido casi al mismo tiempo de las bocas de sus compañeros; y al poco tiempo el congosto entero se llena de ecos confusos y entremezclados.

—¡Silencio! ¡No la oiremos si nos llama!

Ahora los ecos se extinguen rápidamente, dejando paso a un silencio siniestro, pesado como una losa.

—¿Alguien ve algo? —dice Ginés.

—No, por aquí no está, pero… no se ve del todo —dice Ibáñez, sacando medio cuerpo por encima de la baranda—, habría que asomarse más.

—¡Tened cuidado! Por favor —dice Nieves—, no vayáis a caeros ahora vosotros.

—Hay que bajar —dice Ibáñez—, seguro que hay algún sitio por donde se puede bajar.

—Por favor… no bajéis —dice Maribel lloriqueando.

—¡Tenemos que asegurarnos, joder!… ¡Podría estar herida! —exclama Ibáñez.

—Desde luego, si se ha caído —dice María— estará aquí abajo, al pie de la pared. No puede haber ido más lejos.

—A lo mejor se marchó corriendo —dice Nieves—. ¿Habíais discutido? ¿Estabais discutiendo?

Las preguntas de Nieves van dirigidas a un Hugo en estado de shock, con la boca aflojada, entreabierta, y la mirada perdida que pasa lentamente de un objeto, de un rostro a otro sin verlos realmente.

—No… discutir… discutir… —acierta a decir al cabo de un rato, buscando entre los rostros que le rodean el que le ha hecho la pregunta.

—¡Rápido! —dice Ginés—, que vaya alguien a recorrer el camino.

—Pero… ¿hacia dónde? —pregunta Nieves.

—¿A dónde va a ser? —dice Ginés—. Para atrás. Para delante no puede haber ido. ¡Venga, rápido!

—Ya voy yo —dice Amparo.

—No te alejes mucho… —dice Maribel gimiendo como una niña—. No… no quiero que se aleje de nosotros.

—Vete tú con ella —dice Ginés—. No hace falta que os perdáis de vista: avanzad hasta donde todavía podáis vernos… de todas formas veréis mucho más de la galería de lo que se alcanza desde aquí.

—Vamos, Maribel —dice Amparo cogiendo de la mano a su amiga—, a ver si vemos a Cova.

Las dos mujeres echan a andar sin demasiadas prisas, mientras Ginés se asoma de nuevo a la barandilla y se queda inmóvil, con las dos manos muy separadas, apoyadas en el pasamano.

—Hay que buscar el punto flaco de esta pared —dice al cabo de un rato, como si hablara consigo mismo.

—¿Y quién baja? —dice Ibáñez mirando a María. Ella también le está mirando a la cara, aunque su mente parece estar en algún lugar que nada tiene que ver con las facciones del hombre que tiene delante.

—Yo he hecho escalada —dice María finalmente—, también escalada libre. Peso menos que cualquiera de vosotros. La relación peso potencia… Soy la más indicada, sobre todo para un descenso.

—Vamos a perder mucho tiempo… —dice Nieves. Por la entonación empleada, parece que se ha limitado a verbalizar el fluir de su pensamiento, sin ser demasiado consciente de lo que decía. Aun así Ginés le lanza una mirada rápida y severa, cargada de censura, y después mira a Hugo, aunque éste continúa en el mismo estado ausente y pensativo, sin asimilar, en realidad, nada de lo que ocurre a su alrededor.

Mientras tanto, María ha pasado ágilmente al otro lado de la valla, y ahora alarga el cuello hacia el fondo del barranco, colgándose de la barandilla con una sola mano. Ibáñez y Ginés siguen con aprensión todos sus movimientos, alargando los brazos hacia ella por si tienen que sujetarla en cualquier momento. Ginés incluso va más allá y rodea con su mano la delgada muñeca de María, no sin antes apartar una pulsera, de fina cadena de oro, que la rodea. María gira la cabeza y mira primero la mano de Hugo y después sus ojos.

—No hará falta ni que baje —dice, apartando su mirada de la de Ginés y dirigiéndola a Ibáñez—. No está, no está aquí; ya casi lo veo todo. Si se pasa uno de vosotros a este lado y me sujeta, podré descolgarme un poco más y ver hasta el último rincón. Así nos aseguraremos al cien por cien.

—Y los demás tiramos para este lado —dice Nieves— de la barandilla, quiero decir… me da miedo que se rompa con tanto peso.

La barandilla, en realidad, parece sólida y bien anclada a la roca. Aparte del pasamano tiene dos cables de acero, tensados, que corren a todo lo largo, sujetándose en cada montante y minimizando así el peligro de una hipotética caída.

Pero desde la lejanía no se ven estos cables. Parece que no existan. Desde la lejanía se ve a Ginés —una figura larga y desgarbada— pasando torpemente por encima del delgado pasamano, ayudado por otras figuras menos relevantes que hormiguean a su alrededor. La galería, el camino excavado en la roca, es una delgada línea de sombra trazada en la pared; y en esa línea descubrimos, a la izquierda, otra pequeña mancha de color, en realidad dos manchas muy juntas, que se aleja del grupo desplazándose muy lentamente, con constantes paradas. Eso es todo. No se ve ningún otro personaje, ningún otro síntoma de actividad, ninguna mancha blanca en la perezosa curva que traza el cauce del río, tapizado de rocas redondeadas y cantos rodados de todos los tamaños, como una espuma gorda y gris que hubiera quedado petrificada, detenida en un instante de su fluir pesado y grasiento.

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