Fin

Fin


NOVENA PARTE

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La madre de Linda, que en aquella época pasaba en nuestra casa temporadas más largas, encontró una especie de jardinero o ayudante que era de los Balcanes y trabajaba por la zona del huerto, él se encargó de allanar el jardín y de sembrar hierba nueva, y un fontanero del norte de África se ofreció para hacer el trabajo por una suma relativamente pequeña. No sé cómo consiguió los contactos, pero era una persona que hablaba con todo el mundo, a nuestros vecinos de la ciudad, por ejemplo, en un par de días los conocía mejor que yo en dos años. De manera que en la primavera el jardín volvió a tener un aspecto decente, y ya teníamos cuarto de baño con ducha. El que la ducha no se pudiera cerrar cuando encendíamos el termo de agua caliente y por ello en la práctica resultara inutilizable, y el que las tuberías no estuvieran discretamente colocadas a lo largo de la pared, sino exhibiéndose en todo su cromático esplendor y por algunas partes recordando a enigmáticos instrumentos de una película de Cronenberg, no me importaba. Simplemente teníamos que reconocerlo: no éramos capaces de ocuparnos de la cabaña del huerto, no podíamos realizar el sueño, no era lo nuestro. ¿Cuándo iba yo a sembrar zanahorias con los niños? ¿Cuándo iba yo a quitar la mala hierba de los parterres? Empezaba a sentir claustrofobia en el momento en que nos sentábamos en el autobús para ir allí. Íbamos cada vez menos. Cuando en el mes de mayo de 2010, con el cable rojo enrollado al cuello, estuve cortando la hierba bajo un primaveral cielo seco y gris, no habíamos estado desde el otoño anterior, e incluso entonces sólo esporádicamente, tal vez unas horas un domingo de sol, porque aquello era un círculo vicioso: cuanto más descuidado, menos tiempo queríamos pasar allí, y cuanto menos estábamos allí, más descuidado estaba.

Me dolía el corazón. Habíamos fracasado.

Habíamos fracasado como familia.

¿O no? ¿Por qué no verlo desde un punto de vista práctico? Nos equivocamos, compramos un lugar del que no teníamos tiempo de ocuparnos, y cuando nos dimos cuenta, lo pusimos en venta. ¿Por qué iba a producirme eso dolor de corazón?

El corazón no argumenta. Es el cerebro el que se dedica a eso. Y si algo había aprendido en la vida, era que el corazón era todo, el cerebro nada.

Era por eso por lo que todo en la vida producía siempre tanto dolor.

Paré el cortacésped y me puse a mover el banco, la mesa y las sillas, que estaban medio escondidos debajo del manzano. Parecían de madera, pero eran de algún material sintético y no habían sufrido las inclemencias del tiempo. Hecho eso, volví a poner en marcha el cortacésped y lo pasé lentamente por la irregular, casi bamboleante hierba, tan ahogada por el musgo que casi todas las hojas volaban por el aire. Por fin, ya junto al seto, donde las baldosas cubiertas de vegetación, volvían a posarse.

El problema de los seres humanos es que son demasiado sensibles. Casi todos a los que conocía, con los que me topaba o veía eran demasiado sensibles. Algo les había sucedido una vez y no lo habían superado. ¿Qué importaba ahora que tu padre hubiera estado furioso contigo cuando eras niño, y quizá te pegara? Si los otros niños te dejaban encerrado en el gimnasio, ¿qué tenía eso que ver con tu vida presente? ¿O si te meabas por la noche o eras un cobarde de la mierda? ¿O si tu madre bebía y tu padre se quitó la vida o si tus padres sólo te ignoraban? Tú no eres ellos, joder, tú eres tú, un ser humano, y tú tienes tu tiempo propio, que es ahora, entonces, ¿por qué diablos vas a permitir que lo que fue ponga su sello en él? ¿Por qué el papel de los padres tiene que pesar tanto en una vida? ¿Por qué no acabábamos sin más con las cosas de una vez por todas?

¿De qué servía tanto sentimiento y tanta reflexión?

Lo veía en mis propios hijos, cómo cosas pequeñas podían crecer y adquirir en ellos proporciones enormes. Primero eran como animales, en el sentido de que el conocimiento estaba estrechamente relacionado con el momento, del que salía el llanto o la risa, el miedo o el bienestar, y al momento siguiente se había olvidado. Al convertirse en seres humanos, las cosas empezaban a durar y a adquirir dimensión. Últimamente Vanja, por ejemplo, había empezado a atormentarse por no saber pronunciar bien la «r». Cuando era más pequeña, no le importaba, decía «j» en lugar de «r» y no pasaba nada, aunque yo de vez en cuando sentía punzadas en el corazón, porque yo tampoco sabía pronunciar la «r» cuando era pequeño y recordaba el infierno que eso supuso, pero por regla general no reparaba en ello, era algo propio de Vanja y todo el mundo la entendía. Pero entonces ella se dio cuenta. Papá, no sé decir la «j», dijo un día, mirándome camino de la guardería. ¿Por qué no sé decir la «j», papá? Todos los demás saben. Contesté que todos teníamos una «r» diferente. Katinka, que era de Escania, tenía una; mamá, que hablaba como los de Estocolmo, tenía otra. Y tú tienes la tuya.

Se conformó con eso, pero no por mucho tiempo. La semilla se había sembrado y empezó a crecer. Había algo que era correcto y algo que no lo era, había algo que estaba como debía estar y algo que no. Una tarde que se puso a cantar una canción con todas las letras del abecedario, se paró justo antes de llegar a la «r», se enfureció y se puso a tirar cosas al suelo. Empezó a hablar mucho de ello, de que no le salía esa letra. Yo veía que para ella era horrible, pero no podía hacer nada, más que decirle que su «r» era completamente válida. Pero daba la casualidad de que Heidi tenía la «r» más cristalina del mundo, su lengua aleteaba contra el paladar y pronunciaba cualquier palabra con facilidad y claridad. ¿Por qué Heidi puede y yo no?, preguntaba Vanja. Empezaba a evitar palabras que empezaran por «r». Recordaba que yo soñaba con mudarme a Inglaterra cuando fuera mayor, porque allí tenían una «r» que sabía pronunciar. El no saber pronunciar la «r» fue decisivo, como si me determinara como persona. Ahora lo veía desde fuera y me gustaría ser capaz de transmitir a Vanja que yo la quería sin importarme lo que ella supiera o no supiera, hiciera o no hiciera, pero era una tarea imposible, claro está, era algo que ella tenía que solucionar por su cuenta. Hacía unos años que llevaba gafas y siempre lo había aceptado, pero ahora había empezado a preguntar por qué tan pocos niños llevaban gafas, y cuando se enfadaba, los atacaba siempre a ellos en primer lugar. Al suelo con ellos. Un día le dio un repentino mareo en la guardería, una repentina necesidad de dormir, el personal llamó para decir que la niña estaba enferma, nosotros sabíamos que no era para tanto, pero de todos modos fuimos a buscarla, y ya en casa, tumbada en el sofá, tapada con una manta frente a unos dibujos animados de la televisión, conseguimos sonsacárselo. Esa mañana su mejor amiga no había querido jugar con ella. Había decidido no comer azúcar y rechazaba las chuches, aunque en realidad le apetecían. Toda esa libertad que había en los primeros cuatro o cinco años de la infancia, y que yo había contribuido a reducir, se había acabado, una nueva conciencia había ocupado su lugar, y con eso aumentaba la complejidad de todas las relaciones. Yo sabía que nada de aquello era importante en sí mismo, que todo era aleatorio, pero ella no lo sabía, para ella lo era todo. Estaba entrando en un sistema que no conocía.

Ahora tenía seis años. Dentro de tres meses empezaría el colegio. Por primera vez desde que ella nació fui capaz de recordar cómo era todo cuando yo tenía su edad. Ya no de un modo vago y en forma de pequeños recuerdos individuales, sino clara y nítidamente, con toda esa intensidad del mundo que me había metido en los pulmones con cada respiración mientras corría por Tybakken, donde todo, cada pequeño objeto y suceso, de repente venía hacia mí como visto a través de una lente de aumento, y donde se invertían grandes emociones en todas las personas que me rodeaban. Ahora lo siento como si fuera un asunto de vida o muerte, la vida estaba tensada hasta el punto de estallar, y cuando me enamoré de una de las niñas de la clase me llenó de una manera que no soy capaz de entender, sobre todo cuando miro a Vanja. ¿Siente ella el mundo con tanta intensidad? La miro y veo a una niña ocupada en sus cosas, dentro del marco que nosotros hemos fijado al vivir aquí, en un piso del centro, y enviarla todos los días a una guardería que es una cooperativa de padres. Dibuja y juega con sus innumerables figuras de animales y personas, a veces sola, a veces con Heidi y John. Trepa a los árboles del parque, se queda mirando a todos los perros con los que se cruza. Lee su libro sobre perros, alguno de sus amigos de la guardería viene a casa, o ella va a casa de ellos. Nada en la piscina, se baña en la bañera, empuja el carrito de la compra cuando vamos a comprar. Yo me intereso por lo que dice y por lo que hace, es «Vanja», mi hija, a la que he visto casi todos los días de su vida. Sé que todo tiene un aspecto distinto para ella, que en su interior rigen sus propias leyes, las de un ser humano que ve el mundo y se llena de intensos sentimientos ante él, pero que apenas piensa en ello, en qué significa. Me aterran tanto todas esas rutinas que seguimos, el sistema de coordenadas que se ha posado en mi vida, que inconscientemente creo que todo el mundo a mi alrededor lo siente de la misma manera, y sobre todo esos tres pequeños seres con los que comparto casa. Incluso sus desahogos casi volcánicos los veo desde mí mismo como irritantes interrupciones, pesadas irregularidades, obstáculos, y no como señas de una determinada vida en su interior.

Creo que existe una finalidad y un sentido en esto como en todo lo demás; una vida que se vive metiéndose continuamente en la de los demás tiene que ser insoportable, y quizá también perjudicial si se trata de niños, que necesitan algo de distancia del mundo adulto para poder verlo y desarrollarse en relación con él. Supongo que es así, pero eso no me impide pensar que la empatía con otras personas es en mi caso demasiado escasa. Aún mucho más notable o escasa es en relación con Linda. Una de las muchas cosas de las que ella me acusa es de no verla. No es del todo verdad, la veo muy bien; el problema es que la veo más o menos como uno ve y mira una habitación con la que está muy familiarizado; todo está ahí, la lámpara, la alfombra y la librería, el sofá, la ventana y el suelo, pero de un modo casi transparente, ya que no te deja ninguna huella en la mente.

¿Por qué organizo mi vida de esta manera? ¿Qué busco con esa neutralidad? Se trata obviamente de eliminar la mayor cantidad de resistencia posible, conseguir que los días se deslicen del modo más simple posible, y sin impedimentos. Pero ¿por qué? ¿No equivale eso a desear vivir lo menos posible? Decirle a la vida que me deje en paz para que pueda…, sí, ¿qué? ¿Leer? ¿Pero sobre qué coño leo si no es sobre la vida? ¿Escribir? Lo mismo. Así que leo y escribo sobre la vida. Lo único que no quiero de la vida es vivirla.

 

Metí el cortacésped en el cobertizo, que estaba vacío, ya que tuve que despejarlo cuando se iba a hacer el cuarto de baño, y nunca conseguí volver a meter en él todo lo que había antes. Me acerqué al seto y miré los dos cubos de mierda. Uno tenía una tapadera, el otro no, estaba cubierto con una bolsa de plástico. Había pensado en llevarlos al vertedero, pero por un lado tenía miedo de que el cubo sin tapadera se volcara o el contenido se saliera con el movimiento del coche, porque estaba lleno hasta arriba, y aunque la empresa de alquiler de coches tal vez admitiera astillas, restos de yeso y polvo en el Mercedes, sospeché que podía ser distinto con excrementos flotando. Por otra parte, el vertedero estaba siempre lleno de la gente que acudía de toda la zona con sus remolques y de la gente que trabajaba allí, ¿y en qué sección debía tirar la mierda? ¿Residuos de jardín? No me imaginaba a mí mismo llevando los cubos y a un empleado acercándose a preguntarme qué era lo que quería tirar, porque sí que preguntaban, era importante que todo acabara en la sección correcta. No podía ser. Tenía que deshacerme de aquello allí mismo. Lo natural sería enterrarlo. Había ya un gran hoyo por el que iba la tubería hasta debajo del cuarto de baño. Si cavaba más, también podría echar en él los residuos del jardín. Había guardado algunas de las baldosas que arrancó el fontanero, con ellas podría nivelarlo, pensé. Y luego podría taparlo todo con tierra.

Me puse a cavar. Cuando el hoyo me pareció lo bastante profundo, eché dentro ramas, maleza y hojas podridas. Luego había que tirar la mierda. Primero cogí el cubo con tapadera. Pesaba mucho, tuve que llevarlo con las dos manos. Respiraba por la boca. El hedor que desprendía cuando quité la tapa era tan penetrante que estuve a punto de vomitar. El contenido era líquido y marrón oscuro. ¡Ah, joder! ¡Joder! Lo eché y casi vomité otra vez. ¡Joder! No tenía guantes, y las manos y la parte de abajo de los pantalones se me mancharon de mierda. Abrí la manguera e intenté limpiar el cubo, me lavé las manos, lo dejé junto al seto, seguía respirando por la boca y las náuseas me oprimían el pecho. Tenía la sensación de encontrarme en medio de un infierno, la cabeza me ardía, todo estaba bañado por una luz enloquecida, y tenía un miedo constante de que alguien apareciera y viera lo que estaba haciendo. Pero quedaba lo peor, porque el cubo sin tapadera ni asa tuve que llevarlo contra el pecho. Me manché aún más, pero con eso ya estaba todo hecho. Los cubos vaciados y enjuagados, el hoyo brillante. Fui a por más residuos de jardín y los eché dentro. Y luego más tierra encima, pero había puesto demasiadas ramas, eran flexibles y la tierra no pesaba lo bastante como para empujarlas hacia abajo. El hedor era insoportable. La cabeza me ardía. Puse las baldosas encima, las ramas se encogieron un poco bajo su peso, y eché el resto de la tierra. Las ramas dejaron de verse y la tierra formaba una capa uniforme, no se veía nada de lo que había debajo. Pero el hedor subía del suelo y se notaba a muchos metros de allí, y si pisaba la tierra que había echado, todo se mecía bajo mis pies.

Sólo quedaba esperar que el hedor desapareciera por su cuenta y que nadie de los que fuera a verlo al día siguiente pisara justo ahí.

 

Aparqué el coche en el aparcamiento, metí las llaves en la ranura de la puerta de la empresa de alquiler de coches y me fui a casa por las callejuelas. Con los pantalones manchados de mierda y el resto de la ropa sucia de tierra y restos de yeso no quería pasar por la calle peatonal, donde de vez en cuando me encontraba con alguna de las pocas personas que conocía en Malmö, o me paraba algún desconocido que quería decirme algo sobre mis libros. Al llegar a casa me fui directo al baño, me quité la ropa, la metí en la lavadora, la puse en marcha, llené la bañera de agua y me metí en ella. Lentamente ese sonido a histeria que me había llenado la cabeza las últimas horas fue desapareciendo. Me pase allí dentro una media hora mirando al techo sin pensar en nada en especial, mientras el vapor se pegaba como cinta adhesiva a la ventana y al espejo, transformando el baño en un tanque en mi mundo imaginario, un espacio desprendido de todo lo demás.

Con la piel enrojecida y las puntas de los dedos arrugadas como uvas pasas, salí de la bañera, me sequé y con la toalla atada a la cintura fui al dormitorio, donde rebusqué en un montón de ropa hasta encontrar una camisa, unos vaqueros y un par de calcetines iguales. Por fin pude reunirme con los demás, que estaban en el salón, los niños en el sofá delante de la tele y Linda tumbada en la cama junto a la otra pared.

—¿Qué tal? —me preguntó.

—Bien —contesté—. Ha sido una pesadilla vaciar esos cubos llenos de mierda, pero ya está hecho.

—¿Qué cubos de mierda? —preguntó Vanja.

—En la cabaña del huerto —contesté—. ¿Recuerdas cómo era antes de tener el cuarto de baño?

—¿Los vaciaste? ¿Dónde los vaciaste?

—Donde había que vaciarlos —contesté—. ¿Habéis comido ya?

—Sí —contestó Linda—. Ha quedado para ti.

Después de comer, empecé a preparar todo lo del viaje. Sólo iba a estar fuera una noche, así que no necesitaba gran cosa. Pero me llevé el ordenador, por si tenía tiempo de escribir en el avión, y el primer tomo de Mi lucha, de Hitler, que hubiera querido acabar de leer antes de volver a la cabaña del huerto a terminar la novela. Al menos tendría que haberlo hojeado un poco para saber de qué iba.

—¿Acuestas tú a los niños? —me preguntó Linda cuando acabé de hacer el equipaje y me senté en el sofá—. Yo llevo con ellos todo el día.

—¿Tú te ocupas entonces de la cabaña del huerto mientras yo los acuesto? ¿O cómo va esto?

No contestó, se limitó a mirarme unos segundos. A continuación, se volvió hacia la pared.

—Claro, yo lo hago —dije.

—¿Nos podemos bañar, papá? —preguntó Vanja.

—¿Os apañáis solos?

—Sí.

—Vale entonces.

Se levantaron y corrieron hacia el baño.

—¿De verdad tienes que ir? —preguntó Linda—. No sé si seré capaz de estar sola con ellos.

—Claro que serás capaz —dije—. Ya verás, todo irá bien.

—¿No puedes cancelarlo?

Negué con la cabeza. Había cancelado ya un viaje a Luleå ese año, y el acto de Islandia también lo había cancelado una vez, éste era el segundo intento, me resultaba impensable volver a cancelarlo, a no ser que ocurriera una catástrofe. También había cancelado una intervención en el festival de literatura de Lillehammer, los niños se iban de campamento con la guardería y Linda no era capaz de llevarlos sola en tren y autobús, así que envié un correo a los organizadores cancelándola, a los niños les hacía muchísima ilusión, era el momento estelar del semestre. Pero yo era ya tan conocido que la cancelación no pasó inadvertida, como ocurría antes, qué va, mi madre me llamó y me dijo que salía en todos los periódicos y que fue uno de los temas de las noticias culturales de la televisión noruega.

—Un acuerdo es un acuerdo —dije—. Y sólo son veinticuatro horas. Estaré de vuelta pasado mañana. Al fin y al cabo, se trata de mi trabajo. Eso tienes que respetarlo.

 

En Islandia no me vi con fuerzas para llamar a casa, estaba seguro de que Linda no haría más que quejarse y decir que todo era muy complicado y que iba muy mal. Y así fue, es decir, no se quejó; lo que dijo fue que no funcionaba. No funciona, Karl Ove, dijo. No funciona. Tiene que funcionar, dije. Aguanta.

Volví a casa al día siguiente por la tarde. Los niños vinieron corriendo al oír la puerta. Les di los regalos que les había comprado en el aeropuerto, tres peluches. Linda estaba en el otro extremo del pasillo mirándome de reojo, con cara de susto.

Deshice el equipaje y coloqué la maleta en el estante de arriba del armario del pasillo. Vanja se me acercó con una cinta de regalo en una mano y unas tijeras en la otra.

—¿Puedes hacerme un collar? —me preguntó.

—Otro para mí —dijo Heidi, que la había seguido.

Corté dos trozos largos, uno se lo até al cuello del perro de Vanja, y otro al del de Heidi.

—¡Un lazo también! —dijo Vanja.

Hice un lazo al final de la tira para su mano, y lo mismo hice en la de Heidi. Luego salí a la terraza. Al menos los niños parecían estar bien, pensé, así que tan horrible no habría sido. La vivencia de un suceso y el suceso en sí no era lo mismo.

Linda abrió la puerta.

—¿Por qué no entras? —dijo—. Yo llevo sola con ellos mucho tiempo.

—Me acabo el cigarrillo y voy —dije.

—¿Los acuestas tú?

—Claro.

El viaje me había llenado de energía, de modo que cepillarles los dientes, sacarles el pijama, darles agua, leerles y solucionar toda clase de pequeños conflictos que surgieron no me costó nada. Además, me hacía ilusión pensar que al día siguiente iría a la cabaña del huerto a escribir. Lo que me resultaba más tentador era la idea de poder estar completamente solo trabajando; si lograba sentarme, mi resistencia era casi invencible.

Cuando por fin se habían metido en la cama, resignados con el hecho de que el día había acabado, fui a ver a Linda, que estaba sentada a oscuras en la terraza fumando, envuelta en la parka verde que le regalé un año para su cumpleaños.

No dijo nada. Miraba los tejados con un brazo apretado contra el cuerpo, como si se abrazara a sí misma o intentara mantenerse quieta, y el otro señalando hacia delante, con el cigarrillo humeando entre los dedos.

—¿Qué tal? —le pregunté.

—¿Sigues con la idea de ir a la cabaña del huerto mañana? —me preguntó.

Asentí con la cabeza.

—No puede ser —dijo—. ¿No lo entiendes? No puedo.

—Escucha —dije—. Tengo tres semanas para acabar la novela. Eso es poquísimo tiempo. No puedo, y repito, no puedo perder otros dos días.

—Tengo miedo, Karl Ove —dijo mirándome—. No puedo estar aquí sola con ellos, no sé lo que puede pasar. No puede ser. Es peligroso.

—Sólo es algo dentro de ti —dije—. Todo está bien. Todo es como antes. Es dentro de ti donde está la oscuridad. No podemos dejar que eso dirija nuestra vida. Y yo tengo que escribir.

—No te vayas —me pidió—. Por favor, no te vayas.

No dije nada. Noté que me estaba enfadando.

Cuando al cabo de un rato volví a mirarla, vi que las lágrimas le caían por las mejillas.

—¿Por qué lloras? —le pregunté.

—Tengo mucho miedo —contestó.

—No hay razón para tener miedo —dije.

—A veces cuando estaba arriba no tenía ningún control de nada. No sabía dónde estaban los niños. Vanja en casa de una amiga. Heidi en casa de otra. John dormido. Podrían haber estado en cualquier sitio, ¿entiendes?

—Sí, estabas muy arriba. Pero todo ha ido bien. No ha pasado nada. Te las has apañado estupendamente.

—¿Y todas las cosas que compré?

No paraba de llorar.

—Déjalo ya, Linda —dije—. Haz un esfuerzo. Somos personas adultas. No podemos dejar de trabajar porque nos sintamos tristes. Yo me iré allí mañana, tú te quedarás aquí con los niños el fin de semana, y la semana que viene vendrán Ingrid y Sissel. Entonces podrás dejarlo todo en sus manos. Pero dos días claro que vas a poder. Lo sé.

—Pero ahora no —sollozó—. Ahora no.

—Claro que sí —dije—. Eres fuerte, todo irá bien. Yo me las apaño bien con los tres, tú también puedes hacerlo. Lo que pasa es que se te ha metido en la cabeza la idea de que no puedes. Te das por vencida. Y entonces no funciona.

Me miró con los ojos llenos de desesperación.

—Tiene que funcionar —dije—. Porque yo me voy sea como sea. Y tanto tu madre como la mía vendrán a ayudar.

—Mañana no —dijo—. Mañana estaré sola con ellos.

—Es verdad —dije—. Y te las arreglarás muy bien. Pero tienes que quererlo. Y cuando acabe, nos iremos a Córcega. Todo irá bien. Pero para entonces tengo que haber acabado la novela.

Apagué el cigarrillo y entré. Ella se quedó fuera. Saqué la maleta grande, metí el ordenador, el teclado, los auriculares, un montón de CD, otro de libros y un poco de ropa. Oí que la puerta de la terraza se abría y se cerraba. Linda se detuvo delante de mí.

—No me dejes sola —me pidió.

Levanté la vista y la miré, luego miré hacia abajo, a la cremallera, que deslicé por la maleta mientras empujaba la parte de arriba con la rodilla.

—Tengo que irme —dije—. No tengo elección.

Pasó por delante de mí y continuó hasta el dormitorio. Dejé la maleta en la entrada, me senté en el sofá y estuve una hora haciendo zapping. Cuando fui a acostarme, ella seguía despierta, estaba inmóvil en la cama mirando al techo. Me desnudé y me tumbé a su lado.

—Te las arreglarás perfectamente —dije—. No puedo quedarme en casa. Lo he hecho demasiadas veces y ahora estoy con el agua al cuello.

—Vale —dijo ella.

—Buenas noches.

—Buenas noches.

—Que duermas bien.

—Tú también.

 

Me desperté una vez en el transcurso de la noche, ella estaba despierta, mirando al techo, igual que cuando me acosté. Me di la vuelta y seguí durmiendo. La siguiente vez que me desperté ya era de día. Linda me estaba observando. Cuando nuestras miradas se cruzaron, su boca se abría y se cerraba como buscando aliento. Tenía los ojos llenos de lágrimas.

—No puedes irte —dijo.

—Supongo que no —dije, incorporándome. Luego me puse los pantalones—. Pero en el momento en que Ingrid asome por la puerta, me largo. Que lo sepas.

Cerré la puerta dando un portazo y fui a la cocina. Curioso que los niños siguieran dormidos. Cogí los periódicos del descansillo, puse la cafetera y me comí dos rebanadas de pan mientras leía, primero las secciones de cultura, luego las de deportes. Llovía a cántaros, una fría lluvia primaveral. Los niños se levantaron por el orden de siempre, primero John, luego Heidi y por último Vanja.

—¿Dónde está mamá? —preguntó.

—Hoy tiene que descansar un poco —dije—. Está malita.

—Yo también —dijo Vanja—. Yo también quiero descansar hoy.

—Deja de decir tonterías —dije—. Ella necesita paz y tranquilidad. Así que nosotros podemos ver la tele aquí dentro. ¿De acuerdo?

—Vale —dijo, y se fue con los otros dos. Estuvieron sentados en el sofá viendo la televisión toda la mañana, como hacían todos los sábados. Cerré la puerta del pasillo donde estaba el dormitorio y les prohibí entrar. Estaban acostumbrados a eso, pero si no los vigilaba, se metían a escondidas. A veces me sentía como el pastor de la película Fanny y Alexander, de Bergman, ese hombre malvado que mantiene a sus hijos alejados de su madre.

Sobre las diez sonó la voz del predicador que todos los sábados por la mañana se colocaba en la acera de abajo con un micrófono en la mano. Abrí la puerta de la terraza y eché un vistazo. El árbol de Navidad sin los adornos estaba junto a la puerta, debajo había un montón de ramas amarillas. Todas las flores de las jardineras colgadas de la barandilla se habían marchitado, y también las que estaban en macetas en el suelo junto a la pared. La mesa y las sillas, que llevaban tres inviernos seguidos al aire libre, estaban grisáceas y estropeadas. Había tiradas varias bolsas de plástico vacías y dos hamacas grandes y dos pequeñas apoyadas contra la pared, descoloridas. Un poste se había caído ese invierno durante una tormenta, y junto a él se había acumulado todo tipo de basura.

Decidí limpiar la terraza, tirar todo y comprar unas plantas nuevas y tal vez una mesa y dos sillas. En parte porque hacía falta, en parte porque quería mostrar a Linda lo fácil que era ocuparse de los niños y hacer algo constructivo a la vez. Que el fallo estaba en ella, no en el mundo.

—¡Poneos botas y ropa de lluvia! —dije.

—¿Por qué? —preguntó Heidi.

—¿Adónde vamos? —quiso saber Vanja.

El pequeño John era el único que tenía ganas de aventuras, corrió hacia la entrada y me esperaba para que lo ayudara.

—Vamos a comprar unas plantas —dije.

—Qué aburrido —exclamó Vanja.

—Puede ser —contesté—. Pero eso es lo que vamos a hacer.

—¿No viene mamá? —preguntó Vanja.

Negué con la cabeza.

—Yo no quiero ir —dijo Heidi.

—Quiero quedarme con mamá —dijo Vanja.

—Vamos, niños. Yo decido sobre vosotros. Y ahora quiero que os pongáis esa ropa.

—Nadie decide sobre nadie —replicó Vanja.

¿De dónde sacaban todo eso?

Cogí el mando y apagué el televisor. Me miraron enfurecidos.

—También vamos a comprar las chuches de los sábados —dije.

—Vale —dijo Vanja.

—Vale —dijo Heidi.

Un cuarto de hora después estábamos caminando por la calle peatonal bajo la lluvia, Vanja con su ropa de lluvia azul, Heidi con la suya color lila y John sentado en su carrito todo de verde como un sapo.

Delante de la floristería había una mesa y dos sillas de metal, pensé en ello como «hierro forjado», una palabra con la que sólo tenía una relación literaria, más o menos como «picado de viruela», algo que tampoco sabía lo que era. La idea era que los muebles parecieran del siglo XIX, aunque eran más bien kitsch, pero me gustaron y los compré. Además, me llevé seis plantas verdes. Puse la mesa sobre el carrito de John, cogí las sillas y las bolsas, e iba cambiando de mano para empujar el carrito. Las niñas caminaban a mi lado con sus botas de goma. Cuando se percataron de que estábamos volviendo directamente a casa, protestaron.

—¡Íbamos a comprar chuches! —gritó Vanja.

—¡Pero no podemos entrar en ninguna tienda con todo esto! —dije.

—Deberías haberlo pensado antes —dijo ella.

—Lo dejamos en casa y volvemos a salir, ¿vale?

Asintió. Llevé la mesa y las sillas a la terraza, ellas me esperaban en la entrada, pero cuando salí, no estaban allí. Las pisadas mojadas conducían al dormitorio. Las seguí, estaban los tres alrededor de la cama, Linda los miraba. Dijo algo, pero su voz no tenía fuerza. Era como si casi no pudiera hablar.

Su cara era inexpresiva.

—¡Venid aquí ahora mismo!

Vanja y Heidi me obedecieron, pero John se dejó caer en la cama. Lo cogí por la parte de arriba del jersey, lo llevé de la mano hasta el descansillo y lo dejé con fuerza delante del ascensor. Se rió y me miró.

—¡Otra vez, papá!

Le sonreí.

 

En la tienda de muebles baratos que había justo al lado de la floristería encontré una lámpara de techo blanca, con forma circular, tendría que servir. Luego nos fuimos al centro comercial de Triangeln, donde había un quiosco con buen surtido de chucherías. Después de que llenaran sus bolsitas con lo que quisieron, les compré un bollo de chocolate a cada uno en el café de al lado y yo me tomé un café.

Nunca había visto así a Linda. Era como si se encontrara en una gran profundidad y tuviera que usar todas sus fuerzas para emerger a la superficie, donde estaban los niños. Apenas había vida en sus ojos.

Ay, ay. Vaya.

Eché un vistazo a Paparazzi, una pequeña tienda de ropa que a veces tenía cosas bonitas, trajes de Tiger y Boss, una marca danesa cuyo nombre nunca recordaba, pero de la que había comprado unas bufandas, las camisas que tenían también eran bonitas.

—¿Podéis quedaros aquí sentados un ratito? —les pregunté.

Asintieron con la cabeza.

—Sólo voy a entrar un momento en esa tienda.

Me levanté y entré. Desde el ventanal podía verlos, sentados con las piernas colgando, cada uno en su silla. Miré los cinturones y elegí uno marrón claro, luego eché un vistazo a un montón de vaqueros negros. Encontré unos de mi talla, que dejé en el mostrador, junto con el cinturón.

—Puedes probártelos si quieres —dijo la dependienta, una mujer de unos cincuenta años.

—No tengo tiempo —dije—. He dejado a mis hijos ahí fuera.

Al señalar hacia el café, descubrí que John se estaba alejando a toda prisa de la mesa. Salí apresuradamente, lo alcancé, y volví a la tienda con el niño en brazos.

—Quédate aquí —dije—. Sólo voy a pagar.

Metí la tarjeta en el datáfono y tecleé el número secreto. La dependienta metió el recibo en la bolsa con los pantalones y el cinturón, y me la dio.

—Lo siento, pero también tenemos que hacer la compra —les dije al salir de la tienda.

—Yo no quiero —se quejó Vanja.

—Yo quiero irme a casa con mamá —dijo Heidi.

—Tenemos que comprar algo de comida, ¿sabéis? Venga, vamos. Podemos comprar una película para cada uno por el camino.

Había una tienda de películas y música al otro lado del centro comercial. Los niños corrieron hasta la sección de películas infantiles, mientras yo ojeaba una de las filas de CD. Me compré un álbum de Thåström, el primer disco de Anna Järvinen y luego, completamente al tuntún, otro de una banda sueca llamada The Radio Dept. y otro de un sueco llamado Christian Kjellvander. Los niños vinieron cada uno con su película, pagué, cruzamos la calle y entramos en Hemkjöp, donde compré unas pizzas para comer, y pan, leche y fiambre para el día siguiente. En el camino de vuelta, entre grandes protestas entramos en Thomas Tobak, donde compré Politiken, Weekendavisen, Expresseny Aftonbladet. Cuando llegamos a casa, los niños empezaron a discutir sobre qué película iban a ver primero. Les prometí que podían ver las tres y dije que lo más justo sería que empezaran con la de Vanja, ya que era la mayor. Estuvieron de acuerdo. Después de ponerles la película fui a ver a Linda, que estaba tumbada de lado con la cabeza casi totalmente cubierta por el edredón.

—¿Qué tal? —le pregunté.

Se dio la vuelta y me miró. Sus ojos estaban como antes, miraban desde muy lejos.

—Bien —susurró.

—¿Has comido algo?

—He comi… —dijo, luego vino algo que no pude entender.

—¿Qué has dicho?

—Comí algo mientras estabais fuera —dijo.

—¿No quieres nada ahora entonces?

Negó débilmente con la cabeza.

—Los niños —dijo.

—¿Qué pasa con ellos? —dije—. Están perfectamente. Les he comprado unas películas. Las están viendo ahora. Y he comprado una mesa, sillas y plantas para la terraza. Y una lámpara de techo para el salón.

Ella no decía nada, se limitaba a mirarme.

—Pensaba ponerme a limpiar la terraza. Y a tirar un montón de cosas. ¿Te parece bien? Les diré a los niños que no entren aquí, pero puede ser que de todos modos lo hagan.

—Está bien —dijo.

—Hay pizza para comer. Te levantarás, ¿no?

Asintió con un gesto débil.

—¡Bien! —dije, cerré la puerta, me llevé los zapatos hasta la puerta de la terraza, me los puse y salí. Me quedé un momento mirando el árbol de Navidad, preguntándome si debía bajarlo tal cual, seguramente no cabría en el contenedor de abajo, y dejarlo al lado no era una alternativa, conduciría a toda una investigación. Entré en el piso, cogí el serrucho y una bolsa de basura negra, partí el árbol en cuatro trozos, los metí en la bolsa y la bajé al sótano. Volví arriba, metí todas las plantas marchitas en otra bolsa y la bajé también. Cuando subí, el sofá estaba vacío. Fui a la habitación. Linda se había incorporado en la cama, Vanja y Heidi tiraban de ella, John estaba dando saltos en el colchón. Linda parecía desorientada, como si no supiera qué hacer, y sin fuerzas.

—¿Qué te dije?

—No pasa nada —susurró Linda.

—Vamos —dije—. Mamá necesita tranquilidad.

—¿Estás enferma? —le preguntó Heidi—. ¿Tienes fiebre?

—No, no está enferma, sólo un poco cansada —contesté yo—. ¿A que sí?

—Dentro de un rato me levanto —dijo Linda.

—¡Síiiii! —exclamó John.

Linda se incorporó, y buscaba algo a tientas por la cama.

—¿Qué buscas?

—Mi camiseta.

Me agaché y tiré del edredón.

—Ahí está —dije—. Vamos al salón. Luego viene mamá.

Hicieron lo que les dije. Me detuve en el vano de la puerta y la miré. Sus movimientos eran tan lentos que daba la impresión de que no iba a poder ponerse la camiseta.

—Sabes que no necesitas levantarte —dije—. Lo mejor sería que te quedaras en la cama descansando.

Me miró.

—Pero como ya se lo has dicho… —añadí.

Salí de nuevo a la terraza bajo la lluvia que caía a cántaros, envuelta por los sonidos de la ciudad, siete plantas más abajo. Recogí todo lo que estaba tirado por el suelo, lo metí en una bolsa de basura y coloqué las nuevas plantas en las viejas macetas. Cuando entré con la bolsa a la espalda, Linda estaba sentada en el sofá con John sobre las rodillas. Descubrí que no miraba a ninguna parte, tenía la mirada perdida.

—Me bajo con esto —dije—. Ya he puesto un poco de orden ahí fuera.

Cuando subí y me senté en el sillón del otro salón a leer los periódicos, oí que Linda se levantaba, sus pasos sonaban por el pasillo, la puerta del cuarto del baño se abrió. Entonces era allí adonde se dirigía.

Al cabo de unos minutos la puerta volvió a abrirse.

Me levanté y fui hasta la entrada. Estaba inmóvil, de pie, mirándome. Lloraba.

—No puedo —dijo.

—Vuelve a la cama —dije.

—Tengo que hacerlo —dijo ella.

—Pues hazlo —dije.

 

Monté la lámpara del techo, no sin esfuerzo, porque los tornillos eran muy pequeños y mis dedos grandes e inexpertos, calenté las pizzas e hice además una ensalada, que nos comimos todos delante del televisor. Después les di las chuches y Linda se fue a acostar. Les cepillé los dientes, ellos se pusieron solos el pijama, pero no querían irse a la cama sin decirle buenas noches a su madre, de modo que entraron como un huracán y Linda se incorporó y los abrazó. Su mirada, clavada en la pared, estaba como vacía mientras les acariciaba la espalda y los abrazaba.

Yo me quedé unas horas levantado después de que los niños se durmieran, estuve hojeando los periódicos a la vez que echaba un vistazo a la televisión y me fumé varios cigarrillos en la terraza. Linda ya estaba dormida cuando entré en la habitación, o al menos tenía los ojos cerrados, me tumbé con cuidado a su lado y me dormí enseguida.

 

Al día siguiente era el Día de la Madre. Seguía lloviendo con insistencia sobre todas las casas y calles de la ciudad. Me llevé a los niños un rato al parque. La hierba relucía verde con la gris luz primaveral. Los colores de su ropa de lluvia se veían tan nítidos cuando se movían entre los aparatos que casi resultaban obscenos. A la media hora me los llevé a rastras a una tienda de muebles, donde estuve mirando sofás, porque el que teníamos estaba tan sucio y raído tras cinco años de vida infantil que sólo se podía usar cuando lo cubríamos por completo de mantas. Luego nos fuimos a Åhlen. Les dije que era el Día de la Madre y que podían comprarle un regalo cada uno a mamá.

—¿Puede envolverlos? —pregunté a la dependienta.

—¿Cómo dice? —preguntó ella, no había entendido mi palabra noruega.

Se lo expliqué.

—Claro que sí —contestó.

Las niñas habían elegido una toalla grande y un par de calcetines en los que ponía «la mejor mamá del mundo», y yo le había cogido dos DVD. John quiso comprarle un avión. Se quedaron mirando unos instantes cómo envolvían los regalos y desaparecieron de camino a la sección de juguetes. Pagué, y estaba cogiendo la bolsa cuando sonó el móvil. Era la agente inmobiliaria. Dijo que llevaba dos días intentando ponerse en contacto con Linda.

Le conté que estaba enferma y que tendrían que hablar conmigo a partir de entonces. La cara me ardía, estaba seguro de que me preguntaría por qué el jardín apestaba y el suelo de fuera, junto a la pared, se mecía. Pero no comentó nada de eso, sólo que había ido bastante gente a ver la casa, y que uno estuvo criticando todo y burlándose del precio. Dijo que no habían recibido ninguna oferta. Iba a enseñarla otra vez esa misma tarde, y luego el siguiente fin de semana. Colgamos, fui a buscar a los niños. Estaban muy contentos porque íbamos a darle los regalos a Linda. También habíamos comprado bollos y zumo.

—¡Mamá, mamá, te hemos comprado regalos! —gritaron nada más entrar.

—Esperad un momento —dije—. Primero tenemos que hacer café.

Puse los bollos en una cesta, saqué cinco platos, tres vasos, dos tazas, preparé el zumo e hice café. Heidi y Vanja pusieron la mesa.

—Ahora podéis llamar a mamá —dije.

Ella vino lentamente detrás de ellos por el pasillo. Se sentó en el borde de la silla que había junto a la pared. Ellos se colocaron delante de ella, cada uno con su regalo en las manos. Luego se los entregaron uno por uno. Ella los desenvolvió lentamente. La toalla, los calcetines con «la mejor mamá del mundo». La miraban con gran expectación mientras los desenvolvía.

—Gracias —dijo Linda.

Su cara era completamente inexpresiva. No se apreciaba ni un sentimiento en ella.

Ay, ay.

Ay, ay, ay.

—Heidi eligió la toalla y Vanja los calcetines, y John ha querido comprarte un avión, pero creo que ha sido porque lo quiere para jugar él —dije—. Y luego hemos comprado bollos y zumo, ¿verdad, niños? Heidi y Vanja han puesto la mesa. ¡Venga! ¡Venid los tres!

Hablaba alto y rápido para que hubiera tanto movimiento a su alrededor que no se dieran cuenta de que algo iba mal.

Cuando luego estábamos solos en el dormitorio, Linda se echó a llorar.

—No soy capaz de hacer nada —dijo.

—Ya —dije—. Pero se te pasará.

—Tengo cita con el médico mañana —dijo—. ¿Crees que podrás venir conmigo?

—Claro que sí —contesté.

—Esto no funciona —susurró ella.

—Claro que funciona —dije—. Ya verás. Pronto estarás mejor. Los niños están perfectamente.

Ella no estaba de acuerdo.

—De verdad que están bien. Y luego vendrán las dos abuelas.

—Tú tienes que escribir —susurró.

—Ya se solucionará —dije.

 

Linda estuvo mucho tiempo de bajón desde que acabó el programa de radio. Poco después todo resplandecía, de repente no había una sola preocupación en el mundo. A mí me benefició, ya que su energía se incrementó y yo tenía más tiempo para escribir. Compraba muchas cosas, y aunque no me lo ocultaba directamente, tampoco era del todo sincera. De repente aparecieron, por ejemplo, dos grandes y feísimos perros de porcelana en la habitación de los niños que ella había comprado, y el alféizar de nuestro dormitorio se llenó de pequeños objetos. Yo sabía que su abuela era aficionada a esas figuritas, quizá le proporcionara cierta sensación de seguridad. No tenía nada en contra de que ella las comprara, pero que implicara también a los niños no me gustaba tanto. No era propio de Linda, por regla general tenía buen gusto, ahora se trataba de algo diferente. Un día que vio a una joven pidiendo delante de la tienda Hemköp decidió hacer algo y llamó a la Oficina de Protección del Menor para informar sobre ella. Tal vez fuera una buena acción, pero en circunstancias normales Linda no lo hubiera hecho. Si yo le decía que últimamente compraba muchas cosas, ella no le daba ninguna importancia, pero si era muy barato…, casi todo lo que compraba lo compraba en tiendas de segunda mano. Una tarde llamaron a la puerta, era un anticuario al que Linda había comprado una lámpara de ese estilo recargado y sentimental propio de las señoras mayores, no porque fuera barata, que no lo era, sino porque era muy bonita. Hablaba mucho con desconocidos, personas de las mesas vecinas en los cafés, dependientes de las tiendas, y en la guardería era amiga íntima de casi todo el mundo. Resplandecía, hablaba sin cuidar mucho los detalles de lo que decía. No había nada malo en todo eso, excepto que yo nunca lograba mantener un verdadero contacto con ella, no era capaz de centrarse en nada. Cuando se lo comentaba, me miraba y me decía que entendía lo que quería decir. Claro que sí, lo entendía todo, y todo estaba bien. Ella estaba contenta, eso era todo, todo funcionaba bien, era creativa con los niños, a ellos les gustaba el estado de ánimo que irradiaba su madre, de repente ocurrían muchas cosas a su alrededor. El que a mí no me gustara era algo que dejaba de lado, porque no había nada malo en nada, al menos que pudiera decirle a ella. ¿Qué podría ser? ¿Que no comprara esas cosas tan horrorosas a los niños? Una tarde me encontré a las niñas jugando cada una con una muñeca Barbie de segunda mano, y a John con un soldado. ¿Linda les había comprado algo así?

Tiré las muñecas a la basura en cuanto los niños se durmieron.

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