Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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Me tocó a mí llevarla hasta la línea de salida, junto con su mejor amiga de la guardería y la madre de ésta, mientras Linda cuidaba de Heidi en la zona de meta. Vanja estaba muy orgullosa de su número y cuando el juez de salida gritó ¡ya!, echó a correr lo más deprisa de que eran capaces sus cortas piernas. Yo trotaba a su lado bajo los árboles, en medio del tropel de niños y padres. Pero al cabo de unos cien metros, Vanja redujo la velocidad y luego se paró del todo. Estoy cansada, dijo. Su amiga y su madre estaban ya mucho más adelante, claro. Se pararon, se volvieron y esperaron. ¡Venga, Vanja!, le dije. ¡Nos están esperando! ¡Corramos! Y seguimos corriendo. Vanja, a su manera oscilante, yo trotando, un poco como un alce, las alcanzamos y seguimos un rato lado a lado, hasta que la amiga y su madre se alejaron y volvieron a dejarnos muy atrás. Aquella niña corría como el viento. Vanja respiraba con dificultad a mi lado y se paró. ¿Podemos ir andando ya, papá?, preguntó. Vale, dije, un poco. Ellas esperaron pacientemente a que las alcanzáramos, y continuamos unos cien metros hasta que la distancia entre ellas y nosotros era la de antes. Vamos, Vanja, dije. Ya no queda mucho. ¡Lo vas a conseguir! Vanja apretó los dientes y siguió corriendo, tal vez le diera nuevas fuerzas esa meta al fondo y el helado que sabía que le darían. Su amiga iba unos veinte metros por delante, corría con soltura, si no fuera por nosotros habría llegado a la meta hacía un buen rato. Se volvió y saludó a Vanja agitando la mano, pero al volverse de nuevo hacia delante se cayó al suelo. Se llevó la mano a la rodilla y se echó a llorar. Su madre se inclinó sobre ella. Nosotros nos estábamos acercando. Cuando las alcanzamos, Vanja hizo ademán de pararse. ¡Venga, Vanja!, dije. ¡Ya casi estás en la meta! ¡Corre todo lo que puedas! Vanja me hizo caso y corrió, conmigo al lado corrió todo lo que pudo, adelantó a su amiga, que tenía sangre en la rodilla, de hecho adelantamos a muchos niños, ¡como el viento y hasta la meta!

Detrás de nosotros, su amiga se levantó y empezó a andar hacia delante cojeando. Un funcionario le puso a Vanja una medalla al cuello, otro le alcanzó un helado. ¡He ganado, mamá!, gritó a Linda, que llegaba sonriente, empujando el carrito del niño delante de ella y con Heidi al lado. Por fin comprendí lo que había hecho, y me ruboricé como nunca me he ruborizado. ¡La habíamos adelantado a todo correr! ¡Con el fin de llegar los primeros a la meta! ¡Y esa niña, que durante todo el trayecto se había ido parando para esperarnos, tirada en el suelo sangrando!

Luego le tocó a ella recibir la medalla y el helado. Por suerte, estaba igual de sonriente que antes. Su padre se acercó a nosotros.

—¡Tenías cara de querer ganar! —dijo riéndose.

Volví a ruborizarme, pero me di cuenta de que él no sabía lo que había pasado. Era incapaz de imaginarse que un adulto pudiera comportarse como me había comportado yo. Lo convirtió en una broma porque le resultaba impensable que yo hubiese animado a mi hija a correr para ganar a la suya, incluso mediante métodos no deportivos. Las niñas no tenían ni cuatro años.

La madre se me acercó y dijo lo mismo que él, que yo tenía pinta de querer ganar. Los dos daban por sentado que era Vanja la que había insistido y que yo no había sido capaz de detenerla. Podían entender que una niña de cuatro años no hubiese mostrado empatía ante una amiga, pero que un hombre de casi cuarenta no lo hubiera hecho ni se les pasaba por la imaginación.

Yo ardía de vergüenza mientras reía cortésmente.

Camino de casa le conté a Linda lo ocurrido. Se rió como no lo había hecho en meses.

—¡Al menos ganamos! —exclamé.

 

Hacía ya dos años de ese episodio. Entonces John tenía sólo un mes, Heidi casi dos años y Vanja tres y medio. Me acordaba muy bien porque ese día hicimos un montón de fotos. John en el cochecito con su gran cabeza de bebé y sus estrechos ojos, pataleando con sus delgadas piernas desnudas y agitando los brazos. Heidi con sus grandes ojos, su pequeño cuerpo y su pelo rubio. Vanja con sus pequeños y nítidos rasgos y esa extraña mezcla de sensibilidad y tesón. Entonces, como ahora, era incapaz de relacionarlos conmigo, más que otra cosa los consideraba tres pequeños seres humanos con los que compartía casa y vida.

Lo que ellos tenían, y yo había perdido, era un gran lugar incuestionable y luminoso en la vida. Pensaba a menudo en ello, ellos se despertaban cada día a ellos mismos y a su mundo, y vivían siempre en él, aceptando lo que llegaba, sin cuestionarlo jamás. Cuando esperábamos a Vanja, tenía miedo de que de alguna manera mi funebridad se le contagiara, incluso se lo mencioné a Yngve, que dijo que los niños son alegres en principio, y así era. Los niños siempre buscaban alegría, y si no surgían complicaciones, estaban siempre contentos y llenos de luz. Incluso cuando no se encontraban muy bien o por alguna razón estaban tristes, desesperados o alborotados, no salían nunca de ellos mismos, las cosas eran como eran, y lo aceptaban. Algún día mirarían hacia atrás y se harían las mismas preguntas que yo me hacía: ¿por qué fue como fue entonces, por qué ahora es como es, cuál es, en el fondo, el sentido de mi vida?

¡Ah, mis niños, mis amados hijos, ojalá nunca pensarais en ello! ¡Ojalá siempre supierais que os bastáis a vosotros mismos!

Pero supongo que no será así. Todas las generaciones viven su vida como si fueran las primeras, adquieren sus experiencias, avanzan a través de las edades, y mientras la sabiduría aumenta por el camino, el sentido disminuye, o aunque no se haga visible, al menos pierde la obviedad. Así es. La cuestión es si siempre ha sido así. En el Antiguo Testamento, en el que todo se expresa mediante la acción, y las narraciones están estrechamente ligadas a la realidad física, y en las antiguas epopeyas griegas, en las que la vida se desenvuelve de manera parecida, concreta, la duda nunca surge de dentro, como una condición de la propia existencia, sino siempre de fuera, a través de un suceso, por ejemplo, una muerte repentina, es decir, relacionada con las condiciones del mundo exterior y temporal. Pero en el Nuevo Testamento es distinto. ¿Cómo si no explicar la oscuridad en el alma de Jesucristo, que al final le hizo marcharse a Jerusalén para cerrarse allí puerta tras puerta hasta que sólo quedaba la última y más sencilla? Sus últimos días pueden leerse como una manera de eliminar todas las elecciones posibles, de modo que él mismo no fuera responsable de lo que ocurrió, la lenta muerte en la cruz, sino que fuera conducido hasta allí por la voluntad de otros. El mismo proceso se observa en Hamlet, también su alma está ensombrecida, también él va hacia su perdición con los ojos abiertos de un modo que hace que parezca dirigido por el destino, ineludible. Para el rey Edipo es el destino, él no lo sabe, pero tanto para Hamlet como para Jesucristo se trata de una elección y un camino por el que optan. Hamlet y Jesucristo miran a la oscuridad con los ojos abiertos.

 

Me levanté, enjuagué el plato y lo metí en el lavavajillas. Nos lo había regalado esa pareja. Ellos se habían mudado y ya no lo necesitaban. Nos habían ayudado mucho en general. ¿Qué habíamos hecho nosotros a cambio?

No mucho. Yo los escuchaba pacientemente tanto a él como a ella, les hacía preguntas y me esforzaba por mostrar interés por lo que contaban. Lo introduje a él en el fútbol de los domingos. Y le regalé un ejemplar dedicado de mi anterior novela. Pero dos días después me contó que se lo había regalado a un tío suyo «que tenía interés por los libros». ¡Pero si era para ti, era algo personal!, pensé, aunque no dije nada; si él no lo había entendido, yo no podía explicárselo.

Así era tener niños, te relacionabas con personas que te eran completamente ajenas, a veces incluso imposibles de entender. Una vez contó que a él y a su mujer les gustaba charlar por las noches de un modo que daba a entender que para él era algo extraordinario y casi espectacular el que una pareja conversara. Después de aquello sugería bastante a menudo a Linda que charláramos. Se convirtió en una broma entre los dos. Seguramente ellos tendrían bromas parecidas sobre nosotros. Sin embargo, seguimos relacionándonos con ellos hasta que se mudaron, sobre todo yo: no fueron pocas las tardes que pasé con él en la zona de juegos del parque, escuchando sus muchas ideas sobre la conexión entre el mundo y las cosas, mientras nuestras hijas jugaban.

Un día, él llevaba un libro de un tal Wolfram. Parecía tratar de determinados patrones recurrentes en todo, desde las hojas de los árboles hasta los deltas de los ríos y distintas curvas estadísticas. Lo primero que me vino a la memoria fue Thomas Browne y su estudio del siglo XVI de la figura quincunce, es decir, el dibujo que forman los cinco puntos en un dado y su existencia en la naturaleza, luego algo que acababa de leer en ese libro que estaba escribiendo Geir Angell sobre que todos los sistemas complicados —la sociedad, los mercados bursátiles, los fenómenos meteorológicos o el tráfico— acaban por derrumbarse antes o después debido a la inestabilidad ocasionada por el propio sistema. Me acordé de esto último porque los patrones que forman estos derrumbamientos son los mismos en los sistemas creados por los seres humanos que en los que tienen lugar en la naturaleza. El cielo estaba azul y abierto como sólo puede estarlo al lado del mar, y aunque el sol había bajado, el aire seguía cálido. La zona de juegos del parque era de arena y tenía esas complicadas estructuras para trepar tan típicas de Suecia, estaba rodeada de un campo de gravilla apisonada, con un charco grande pero poco profundo en medio, en el que unos niños estaban echando montones de hojas secas. Más allá había un descampado de hierba, y a lo lejos, los barrios residenciales. La hierba verde brillaba al sol. Dije que resultaba interesante eso de que los patrones de distintos ámbitos fueran tan básicamente parecidos. Él asintió con la cabeza y empezó a hablar de la evolución. Dijo que los organismos complicados y los sistemas complejos que nos rodean son en realidad sencillos, y que eso es algo que hay que entender a la luz del enorme espacio de tiempo en el que se han desarrollado. Un millón de años, dijo, es tanto tiempo que no somos capaces de concebirlo. Imagínate entonces lo que significa veinte millones. O sesenta millones. Pero el tiempo en sí es sencillo. El principio de la evolución también lo es. Se trata de optimización, es decir, cómo hacer algo de la manera más eficaz posible. ¿La más eficaz? Eso es lo que busca todo lo que existe en la naturaleza. Cuando el hielo estalla, la grieta se abre por los puntos más débiles. Cuando el cristal se rompe, ocurre lo mismo. Las rajas se abren por los puntos más débiles.

—Pero ocurre sin que haya una voluntad —dije yo—. Es pura mecánica. Una ley de la naturaleza.

—¿Ley? No pienses en leyes. No hacen sino obstaculizar el pensamiento. Lo importante es que ocurra. Un cristal estalla por donde resulta más fácil que estalle. Una rama se parte por el punto por el que lo hace con más facilidad. Lo importante es la optimización. Las hojas necesitan sol, y buscan la manera óptima de conseguirlo. Si las ramas tienen que levantarlas, las levantan. Si pones obstáculos en un sendero de hormigas, primero surge la confusión, pero esta confusión es sólo aparente, porque si vuelves un poco más tarde, verás que el nuevo sendero sigue el camino más corto a través de los obstáculos. Ellas también optimizan. Ninguna hormiga sabe que está siguiendo el camino más corto, como el hielo tampoco sabe que estalla por los puntos más débiles.

El hombre se inclinó hacia delante, apoyó las manos en las rodillas, y movió ligeramente la cabeza para que el pelo le cayera por donde él quería. Su hija estaba en cuclillas delante de la valla de madera de veinte centímetros de altura que rodeaba la zona de juegos del parque, colocando pequeñas piedras encima. El sol se reflejaba en sus pantalones amarillos impermeables. Vanja estaba subiendo al trenecito de rodillas, se volvió hacia mí y me miró. El viento hizo que el pelo le tapara la cara, ella se lo retiró, pero el pelo se la volvió a tapar. Le hice un gesto con la mano, y me puse a buscar a Heidi con la mirada. Estaba sentada en el estrecho banco del tren. Tenía exactamente la misma postura que el padre de la amiga de Vanja, inclinada hacia delante, con una mano en cada rodilla. La personita, pensé, esa palabra que Linda empleaba tan a menudo para referirse a la niña. Entonces se levantó, asomó la cabeza por la ventanilla y se quedó mirando a los niños que seguían tirando hojas secas al charco.

Me recliné en el banco. Por la alameda que discurría cincuenta metros más allá del parque, venía una mujer robusta empujando su bicicleta. Por encima de ella, los árboles se mecían suavemente en el aire, llenando la calle de nuevos matices de luz y sombra. En una terraza de la fila de casas de detrás de la alameda, no más grande que una cajita o una jaula, había una mujer y un hombre, cada uno con una copa en la mano, mirando hacia fuera. Por la puerta de la calle salían dos hombres llevando una mesa entre los dos. Un tercero, que estaba esperando en la acera, tiró el cigarrillo al suelo, trepó hasta la cabina del camión aparcado justo al lado y volvió a bajar al instante con una manta gris en las manos. Por el cielo azul que reposaba sobre ellos subía a velocidad vertiginosa un avión, imposible de distinguir de la estela blanca que dejaba.

El mundo es viejo pero sencillo, pensé, y todo lo que hay en él está abierto.

Fue como si al pensarlo se me levantara el alma. Entonces oí a Heidi gritar, y miré hacia el trenecito. La niña yacía boca abajo delante de él, con la cabeza metida en la arena. Me apresuré hacia ella y la levanté, le miré la cara en busca de sangre, pero no había sido nada, apenas se había hecho daño. Había tenido tres malas caídas en el último mes, en dos de ellas se había golpeado la boca contra el canto y el tablero de la mesa respectivamente. Había sangre por todas partes, tuvimos que llevarla a Urgencias y luego a Urgencias dentales. Después de eso cada vez que se caía se llevaba la mano a la boca, sin importarle la parte del cuerpo en la que se había hecho daño. Pero esta vez no había sido nada. La apreté contra mí, ella apoyó la cabeza en mi pecho llorando, pero enseguida la levantó y empezó a mirar a su alrededor, así que pude dejarla en el suelo de nuevo. Cuando volví al banco y me senté al lado del otro padre, que ahora estaba absorbido por el libro, un movimiento en la parte superior de mi campo de visión me hizo levantar la vista. Era una hoja que caía. O más bien que no caía. No paraba de dar vueltas, como las hélices de un helicóptero, y desapareció lentamente por el aire.

 

Ese episodio me hizo recordar algo que había leído unos meses antes en un pasaje de Sobre la línea, un diálogo entre Heidegger y Jünger en el que este último escribió algo sobre los patrones que me causó una profunda impresión entonces, y que se unió a otras ideas mías que me llegaban con tanta intensidad y fiebre que anoté todo en una de las páginas en blanco del libro con el título El Tercer Reich, pensando que podía constituir la base de una nueva novela.

No recordaba lo que había escrito y me fui al salón a buscar el libro. Linda dejó el periódico cuando entré.

—¿A qué hora te vas mañana? —me preguntó.

—El avión sale a las siete —contesté—. Así que me iré sobre las cinco.

—¿Estás nervioso?

—Un poco. Pero mañana será peor.

Dejé que mi mirada se deslizara por los lomos de los libros de la librería. Los de más abajo estaban metidos hacia dentro, algunos tanto que habían desaparecido en la profundidad. Era John el autor de aquello, y hacía ya mucho que no me preocupaba de ponerlos bien tras los ataques del niño, ya que unas horas después volvía a empujarlos otra vez hacia dentro. Veamos. H H H… ¡Aquí está! Jünger/Heidegger, Sobre la línea.

—¡Bañarme! —dijo Vanja.

—Habla con frases enteras —le dije.

—¡Bañarme! —volvió a decir la niña, mirando a Linda.

—«Puedo» —dije.

—¿Puedo bañarme? —preguntó Vanja.

—¿Te encargas tú? —me preguntó Linda.

—Claro —dije—. Pero tú los acostarás, ¿verdad?

Ella asintió con la cabeza.

—En cinco minutos —le dije a Vanja, y empecé a hojear el libro que tenía en la mano. La cita no estaba en el texto de Jünger, como yo pensaba, sino que venía de una anotación de un diario citada por Anders Olsson en el epílogo.

 

En el camino de vuelta por la playa descubrimos un bajío lleno de conchas. Ninguna de las almejas y caracolas que habían llegado a la orilla con las olas era más grande que una judía, muchas eran más pequeñas que un guisante, pero era el universo en sí, con sus óvalos, círculos y espirales, a poco más de un pie de la orilla. Obeliscos, arcos góticos y románicos, puntas, lanzas, clavos, coronas de espinas, olivos, alas de pavo, mordeduras, ralladores, escaleras de caracol, rótulas… Y todo formado por olas.

 

—¡Bañar! —dijo Vanja.

—¿Esta noche eres un pequeño bebé o qué? —le pregunté.

—¡Bañar! —dijo Heidi.

—¡Bañar! —dijo John.

—Sólo voy a mirar este libro un momento, y luego nos vamos al baño —dije—. Cinco minutos.

Hojeé hasta las últimas páginas en blanco, y leí lo que había escrito.

 

Lucrecio — De la naturaleza de las cosas

Átomos

El nazismo

ciencias naturales

África

biología

Bomba atómica

especies

Hombre solo en Gotland

materialismo

Eugenesia

Título: El Tercer Reich

El cuerpo, la sangre

Aristócrata

lo biológico

Masa

lo claro, lo abierto

Hölderlin

lo sagrado

Heidegger

lo sombrío

Jünger

Mishima

Los patrones del universo

,

Lo grande y lo pequeño

Fausto

Animales que pueden ser controlados

Albertus Seba

América, que ha sido descubierta

,

pero dejada en paz

Eso era todo.

Lo recordaba como unas detalladas notas de ideas concretas, el universo en el que se desarrollaría la novela, pero en realidad no eran más que mis habituales afinidades con determinadas palabras, y las ideas que despertaban en mí. «Cuerpo, sangre», «biología», «bomba atómica». Y De la naturaleza de las cosas, de Lucrecio, figuraba en mis notas desde mediados de los noventa.

Pero sí que era una novela. Lo era. Un mundo descrito a través de lo material y lo mecánico, arena, piedra, concha, átomos, planetas. Nada de psicología, nada de sentimientos. Una historia que era distinta a la nuestra, pero parecida. Iba a ser una distopía, una novela sobre los últimos días, contada por un hombre que estaba solo en una casa, en mitad de un paisaje seco y cálido, a finales del verano. Y tenía preparado un final, ya se lo había contado a Linda y se le había iluminado la cara, dijo que era grandioso y fantástico. ¡Sí, lo era!

—¿Vamos ya a la bañera? —pregunté, y volví a colocar el libro en la estantería.

Las niñas se deslizaron del sillón al suelo y corretearon hacia el cuarto de baño.

—¡Sí! —dijo John, y fue titubeando tras ellas.

Cuando entré en el baño, ellas ya se habían quitado la ropa y estaban desnudas delante de la bañera. Cogí el bote amarillo de Cif de la repisa de debajo del espejo y eché un poco en el fondo de la bañera.

—¡Un tiburón! —exclamó Heidi, inclinada sobre el borde. Se refería a la forma de las rayas dibujadas por el líquido de fregar.

—¿Te lo parece? —le pregunté.

Ella asintió con la cabeza.

—Si viene un tiburón hay que pegarle en el hocico —intervino Vanja—. Entonces se asusta.

Con un movimiento de la mano mostró cómo había que pegarle. Humedecí una esponja bajo el grifo del lavabo y fregué la bañera. Luego la aclaré con la alcachofa de la ducha, mirando cómo el agua se llevaba el detergente, que en algunas partes se disolvía en pequeñas nubes, metí el tapón de metal recubierto de goma en el agujero del desagüe, giré el mando del termostato, tanteé con la mano el grueso chorro para ver si la temperatura era la correcta y me enderecé.

—Está bien —dije—. ¡Adentro!

Mientras Vanja y Heidi se metían en la bañera, desnudé a John. Levantó una mano, en la otra llevaba un pato de plástico. Cuando le saqué el brazo, se cambió el pato de mano.

—¡Bien, John! —dije; le acabé de quitar el jersey y lo tiré a la cesta, de la que la ropa sucia se desbordaba como coronas de flores, le desabroché los pantalones, se los saqué, le quité el pañal y metí al niño dentro de la bañera, en la que inmediatamente empezó a chapotear con las dos manos.

—Hoy he visto una bruja en la calle, papá —dijo Heidi.

—No era una bruja —objetó Vanja—. Era una señora vieja.

—¿Y si fuera una bruja? —dije, agachándome delante de ellos.

—Las brujas no existen —volvió a objetar Vanja.

—¿Estás segura? —le pregunté.

Me miró de reojo, sonriendo.

—Sí —contestó. Vi que había algo en ella que quería decir que no.

—¿Y si yo fuera un mago? —les pregunté.

—¡No eres más que un papá normal y corriente! —exclamó Heidi.

Me reí y me puse de pie. El agua les llegaba ya hasta la tripa. A los tres les encantaba el baño desde siempre. Me preguntaba por qué. ¿Acaso tenía algo que ver con la transformación, con encontrarse de repente en otro elemento? Heidi plantó las manos en el borde de un lado de la bañera, puso los pies en el otro y levantó el cuerpo haciendo el puente, mientras gritaba ¡mira papá, mira! Al final volvió a bajar con un chapoteo que hizo que una cascada de gotas me cayera encima.

—¡No hagas eso! —grité—. ¡Puede ser peligroso! ¡Mira cómo me has puesto!

Ella se rió. John también. Vanja se disponía a hacer lo mismo.

—No —repetí.

—¡Sólo una vez! —suplicó ella.

—Vale —dije, y retrocedí un par de pasos. El chapoteo fue aún mayor esta vez; el suelo de alrededor de la bañera se llenó de agua.

Se rieron los tres. Cuando John quiso imitar a su hermana, lo agarré del brazo y lo mantuve cogido. No, no, dije. Yo también quiero, dijo él. No, dije. Sí, dijo. No, dije yo, sí, dijo él, y la amenaza había desaparecido.

—Ahora os vais a lavar el pelo —les dije.

—John primero —replicó Vanja.

—De acuerdo —contesté—. ¿Lo has oído, John?

—No quiero —se quejó él.

—Sí quieres —dije, presionándole con cuidado los hombros para que se metiera de nuevo en el agua. Primero se resistió, y cuando seguí presionando, se puso a llorar y a dar golpes en el aire. Lo solté.

—Ya está —dije.

El niño seguía llorando. Cogí el frasco de champú con la foto de la película Cars, de Pixar, que él mismo había elegido, y me eché un poco del espeso líquido rojo en la palma de la mano. Cuando acabé de lavarles el pelo, les ordené a los tres que se pusieran de pie, cogí tres toallitas de la repisa, añadí un poco de jabón a cada una y lavé a los tres entre las piernas. Cada vez que lo hacía pensaba en ello como un abuso. ¿Y si alguien entraba y me sorprendía haciéndolo? ¿Qué pensaría? ¿Un padre perverso con una toallita entre las piernas de sus hijas? Era un pensamiento sólo posible en un hombre que había vivido la histeria del incesto en la década de los ochenta, lo sabía, pero no podía escapar de ese sentimiento, y cuando ellos se volvieron a sentar en la bañera y yo aclaré las toallitas, las escurrí y las colgué en el radiador eléctrico, sentí el mismo alivio de siempre porque tampoco esta vez había entrado nadie y nos había visto.

—Quita ya el tapón, Vanja —dije.

—¡Un poco más, papá! —exclamó ella.

Negué con la cabeza.

—Hace mucho que deberíais estar ya en la cama.

—Sé bueno, papá —dijo Vanja.

—Sé bueno, papá —intervino John.

—No —contesté—. ¡A la cama! Si no, os meteré yo.

Vanja suspiró y quitó el tapón. Alrededor de ellos el agua empezó a moverse. Cuando era más pequeña, Vanja tenía miedo del minúsculo torbellino que se formaba alrededor del desagüe, debía de pensar que era algo vivo, y en cuanto yo quitaba el tapón, ella salía de la bañera a toda prisa, como si un gran peligro la persiguiera. Ni Heidi ni John se habían preocupado jamás por ese torbellino.

Le di la mano a Vanja, ella la cogió y salió de la bañera. La sequé con una toalla grande, luego se la puse sobre los hombros y salió del cuarto de baño. Lo mismo hice con Heidi, disfrutaba con la sensación de frotarles la piel cuando se quedaban quietos esperando a que terminara, más o menos como un caballo que espera a que acaben de cepillarlo. John volvió a sentarse en la bañera y se puso a jugar con el tapón, poniéndolo y quitándolo una y otra vez. Cuando lo saqué, protestó pataleando como un gato terco, pero cuando le froté la piel también él se quedó completamente quieto.

Sequé el suelo con su toalla, la colgué en el tendedero que había sobre la bañera, y seguí a los niños al salón, donde Linda ya les había dado los pijamas a Heidi y Vanja. Las grandes toallas de baño formaban dos bultos en el suelo.

—Voy un momento a mirar el correo —dije—. ¿Vale?

A principios del verano la conexión a internet dejó de funcionar, podría ser que no hubiéramos pagado o podía deberse a un fallo técnico. Resolví el problema despachando toda mi correspondencia por internet en un cibercafé que había junto a la plaza.

—Vale —dijo Linda—. No sé si necesitamos algo para el desayuno, si es así puedes aprovechar y comprarlo. ¿Leche, quizá? ¿Pan?

—No pensaba ir a la tienda —objeté.

—Pues no vayas.

—Sí, iré —contesté—. Claro que iré. Leche y pan.

 

El aire de la plaza era frío y cortante, me subí la cremallera de la chaqueta y me encaminé al cibercafé, que se encontraba al otro lado de la calle, un poco más allá. Iba allí al menos un par de veces al día, últimamente ocurrían muchas cosas, la editorial y yo nos intercambiábamos manuscritos, había enviado una copia a todas las personas sobre las que había escrito, y ellas me contestaban a intervalos irregulares. La primera novela estaba completamente acabada, saldría de la imprenta en dos días. La segunda se encontraba en la fase final, ahora tenía que pasar por los correctores, y la gente sobre la que había escrito podría leerla. Cuando pensaba en ello, era como si ardiera por dentro. Desesperación, culpa y angustia eran los ardientes sentimientos, y la única manera de mantenerlos alejados era pensando que ellos aún no sabían nada, que aún no había sucedido nada, pero eso me ayudaba cada vez menos, porque pronto llegaría el día en que tendría que entregar el manuscrito a Linda y ella leería lo que yo había escrito sobre nuestra vida. Lo único que sabía era que había escrito sobre nosotros. Pero no tenía ni idea de qué o cómo. Me había dicho que tenía que contarlo todo, no ocultar nada, que lo peor que podía ocurrir era que la describiera como aburrida, gris y débil, y cada vez que yo decía que temía el momento en que lo leyera, ella me aseguraba que todo iría bien. No tienes nada que temer, decía. Aguantaré lo que sea mientras sea verdad. Pero Linda era una romántica, aceptaba los desalientos y broncas de la vida cotidiana mientras hubiera conciencia de otras cosas, como nuestro amor y nuestra felicidad. Era capaz de ponerme verde, fuera de sí de ira, y unos minutos después decir que nunca había amado a nadie como a mí, mientras que yo, de un modo muy distinto, almacenaba y acumulaba broncas, descontento y frustración, se iban posando como sedimentos en mi interior, como una especie de fosilización de los sentimientos, ensombreciendo mi mente de una manera cada vez más intensa, hasta que acabé volviéndome duro como una piedra, inmune a la reconciliación y al amor. Había escrito sobre eso y no sabía si me lo perdonaría. Porque ella era vista a través de esa mirada.

¿Por qué lo había escrito?

Estaba desesperado. Como encerrado en mí mismo, a solas con la frustración, ese mono negro que en un determinado momento era enorme, como si no hubiera salida. Es decir: círculos cada vez más pequeños. Una oscuridad cada vez mayor. No la oscuridad existencial, no la que trataba de vida y muerte, felicidad o tristeza desgarradoras, sino de esa pequeña sombra oscura en el alma, el pequeño infierno del hombre insignificante, tan insignificante que en realidad era innombrable, a la vez que lo llenaba todo.

Si iba a escribir sobre eso, tendría que decir la verdad. En eso Linda estaba de acuerdo. Pero ella no sabía en qué consistía la verdad. Suponer lo que el marido pensaba en sus momentos negros era muy distinto a leerlo en una novela. Porque era de nuestra vida de lo que se trataba. De la suya, la de Linda, y de la mía, la de Karl Ove. Eso era lo que teníamos; de hecho, era todo lo que teníamos.

A la mierda con todo. Tener que entregarle a ella el manuscrito y decir: toma, léelo, saldrá dentro de un mes.

Me paré delante del paso de cebra y esperé a que el semáforo se pusiera verde. El gran centro comercial que había al lado del hotel acababa de cerrar, entonces el flujo de gente en la zona disminuía, excepto a las puertas de McDonald’s y Burger King, donde siempre había pandillas de jóvenes, casi todos inmigrantes. Sabía que muchos de ellos habían venido a esta ciudad desde Irán, y que pertenecían por tanto al pueblo que antes se llamaba persa. Los que hacía justo dos mil quinientos años, bajo el mandato de Jerjes, salieron en campaña contra los griegos.

Sólo unas semanas antes había leído una novela del sueco Eyvind Johnson, Nubes sobre Metaponto, de 1957. Era una de las novelas más puramente modernistas con las que me había topado, al menos de la parte del modernismo interesado en la Antigüedad, como Cantos, de Ezra Pound, La muerte de Virgilio, de Hermann Broch, y Ulises, de James Joyce, y también Los remeros de Ítaca, de Paal Brekke. Como todos ellos, Johnson abría de par en par la puerta entre la literatura antigua de entonces y la moderna de ahora, pero él estaba interesado, tal vez en mayor grado que el resto, en el tiempo intermedio. La novela empieza en el sur de Italia justo después de la guerra, y los sucesos que allí tienen lugar, sucesos que en gran parte tratan del viaje de un escritor sueco siguiendo las huellas de un arqueólogo francés al que había conocido en un campo de concentración alemán, se alternan con sucesos del mismo paisaje, tal y como tuvieron lugar en el siglo Vantes de nuestra era. Una hacienda, el propietario de la hacienda, sus esclavos, uno de los cuales se escapa para acabar en una gran campaña en el interior de Asia, todo descrito hasta el mínimo detalle. Sobre todo, resultaba aguda y fascinante la descripción del viaje de una enorme cantidad de personas desde las costas del Mediterráneo hasta Babilonia, a través de paisajes cada vez más desconocidos. Pero lo más desconocido de ese libro no era para mí la campaña o los barrios de esclavos de la Antigüedad, que quedaban tan atrás en el tiempo que veías constantemente los esfuerzos del escritor por retratarlos, sino el campo italiano en 1947. El paisaje es desértico y vacío de sucesos, los eventos son pequeños y casi imperceptibles, y aunque yo sabía que un autor con otro temperamento, por ejemplo latino, como García Márquez, Vargas Llosa, Cela o, por qué no, Cervantes, habría podido escribir sobre ese mismo paisaje con una sensibilidad natural, personas vibrando de amor y deseo que nos habrían hecho sentirnos como en el centro del mundo, la distancia de Johnson de lo que describe resulta decisiva, la lejanía de los seres humanos, sus actividades y su vida sentimental, en relación con lo que él tal vez buscaba: ese abismo de tiempo que nos separa de la Antigüedad, y la sensación de falta de sentido que de él se desprende. Allí no ocurre nada, las personas no son sino huéspedes en el paisaje, que a su vez es el fondo de un mar de tiempo. De vez en cuando algo se condensa, como por ejemplo esa guerra dos años antes, pero la verdad sobre ella no es distinta, lo que se desprende de los párrafos sobre esa campaña de la Antigüedad, que no tiene nada grandioso, heroico o históricamente importante, sino que se reduce a los detalles, como el crujido de la rueda de roble, el polvo que se levanta alrededor de los cascos de los caballos, el sueño del individuo de hacerse rico, la degradación del individuo por la pérdida y la huida. Pero se trata de una novela, de un programa. Lo que no es un programa es la descripción de la Italia de la posguerra, porque en gran medida recoge un ambiente que nos resulta lejano, pero del que la novela, al contrario que la Antigüedad, se encuentra muy cerca, y con el que está muy familiarizada. Cuando la leí, la Italia de 1947 me resultó de hecho más desconocida que la Italia de los siglos anteriores a Cristo, seguramente porque lo último estaba basado en una literatura que ya conocía, mientras que lo primero no estaba basado más que en la vida tal y como se desarrollaba entonces y casi con seguridad no existe más que allí. Nos encontramos ya infinitamente alejados de esa época, a la vez que nuestros padres y nuestros abuelos vivieron en ella. Ninguna época ha sufrido cambios tan radicales como la nuestra, creo, la segunda parte del siglo XX apenas tiene que ver con la primera, es como si se desarrollaran en dos mundos diferentes.

Miré hacia los escalones del cibercafé. Otra oleada de angustia hizo que me estremeciera. Durante el último mes había recibido unos horribles correos electrónicos en relación con la novela que había escrito, y sabía que recibiría más, sólo que no sabía quién me los enviaría. Lo mismo ocurría con el teléfono. Cada vez que sonaba me quedaba petrificado. Así era desde aquella noche en que alguien llamó y pidió hablar con el violador Karl Ove Knausgård, pero de eso hacía siete años, y ese miedo había palidecido junto con el recuerdo; con el nuevo libro estaba volviendo con más fuerza aún, porque lo que yo escribía trataba de otras personas, no podía controlarlo, y lo que yo abría en ellos, ellos podían abrirlo en mí, lo sabía; todo, absolutamente todo lo que yo había hecho, podía usarse en mi contra. Mientras fuera algo privado, mientras ocurriera entre ellos y yo, podía manejarlo. Era horrible, la angustia me atormentaba cada vez más, era incapaz de moverme, me quedaba paralizado en una silla o en la cama durante varias horas, pero sabía que se me pasaría, que antes o después conseguiría salir de aquello y sería capaz de ver las dimensiones correctas del asunto. Pero si se hiciera público… Si alguien lo filtrara a la prensa… Eso sería algo que tal vez no llegara a superar.

El semáforo se puso verde, crucé la calle, el viento hizo que el pelo me tapara los ojos, me lo retiré y me lo coloqué detrás de las orejas con un gesto que sabía que era femenino, pero que sin embargo necesitaba hacer, apreté el paso, bajé los tres escalones del cibercafé, abrí la puerta y entré. Estaba casi a oscuras, excepto por las luces de las filas de pantallas a lo largo de la pared, donde había un montón de jóvenes jugando. Se gritaban los unos a los otros, seguramente varios de ellos estaban con el mismo juego, que casi siempre era de soldados cumpliendo una misión en algún mundo hostil en una ciudad, una zona industrial, un paisaje del desierto o un bosque.

El tipo del ordenador más cercano volvió la cabeza.

—¿Qué tal? —dijo—. ¿Dónde has estado todo el día, escritor?

—Hola —contesté—. ¿Tienes un ordenador para mí?

—Ponte en el número diecinueve.

—Gracias —dije, me acerqué al diecinueve, saqué la silla y me senté.

Abrí el buscador y escribí el nombre de la web donde se encontraba mi dirección de e-mail. Durante los dos o tres segundos que duró la búsqueda contuve la respiración. Luego apareció la lista de nombres, los correos sin abrir en negrita, y los capté todos de un solo vistazo.

Nada que temer.

Una petición de un programa de televisión, otra de una librería de un centro comercial del sur de Noruega, otra de una librería de Oslo y otra de una escuela superior del centro del país. Le pedí a Silje, de la editorial, que rechazara cortésmente estas peticiones. Ella también había anotado un cambio en el programa de entrevistas para el día siguiente. Aftenposten se daba de baja, y BT había cambiado de periodista. La lista quedaba así:

9.00 − 9.45: NTB (Agencia Noruega de Noticias)

Gitte Johannesen

En la editorial

 

9.45 − 10.20: Bergens Tidende (BT)

Finn Bjørn Tønder, por teléfono

En la editorial

 

10.30 − 11.15: Fædrelandsvennen

Tone Sandberg

Etoile

 

11.15 − 12.15: Morgenbladet

Håkon Gundersen

Etoile

 

12.15 − 12.45 almuerzo

 

12.45 − 13.30: Dagsavisen

Gerd Elin Stava Sandve

Etoile

 

14.30 − 15.15: El programa Søndagsavisa

Gry Veiby

Grabación en NRK (Radio Televisión Noruega)

 

15.15 − 15.45 NRK Radiofront

Siss Bik

Grabación en NRK

El plan era más o menos el mismo que cuando publiqué mi anterior novela, Un tiempo para todo, cinco años atrás. Concentrándolo de esa manera, un día sería suficiente para todos los medios. Dagbladet y Dagens Næringsliv me habían entrevistado unos días antes en Malmö. Aftenposten se había retirado y VG no estaba interesado, así que todo arreglado.

En un principio BT había comunicado que enviaría a Siri Økland, era una pena que al final no fuera ella, los dos habíamos estudiado ciencias de la literatura en la Universidad de Bergen veinte años atrás, no nos conocíamos entonces, pero nos saludábamos, y, además, el que perteneciéramos a la misma generación me daba cierta seguridad. Cuando me sentía inseguro en la posición de entrevistado apenas decía nada, los periodistas tenían que sacarme las palabras con tenazas, y el resultado era siempre igual de malo. Antes de salir mi anterior libro, Dagbladet me hizo una entrevista en Estocolmo. Hasta entonces no había hablado con nadie sobre el libro, no tenía muy claro de qué trataba, ni de si realmente era bueno, el fotógrafo estuvo presente durante toda la entrevista, que fue en Saturnos, dijo que conocía bien a Tore Renberg, y me miraba todo el rato con una media sonrisa que me dejó completamente abatido, todo lo que decía lo oía con sus oídos, todo me parecía una idiotez. El arca de Noé y Caín y Abel, ángeles y lo divino, de modo que al cabo de unos minutos me cerré por completo, me limité a contestar sí o no a las preguntas de la periodista, y si intentaba hacer algún razonamiento, me ruborizaba. Pensaba todo el tiempo que debía pedirle que echara de allí al fotógrafo para que pudiera hablar con un poco más de libertad, pero no me atreví, así que la cosa salió como salió.

Antes de la entrevista estuve leyendo uno de los diarios de Gombrowicz; intenté por quinta vez meterme en él, por quinta vez leí las diez primeras páginas sin avanzar nada, y esa misma tarde abandoné la tarea. Pero la periodista se había fijado en el libro que llevaba e hizo de ello una cuestión en sí. «Knausgård lee a Gombrowicz», rezaba el titular. Eso me persiguió luego durante unos cuantos años. Varios periódicos y revistas se pusieron en contacto conmigo para pedirme que escribiera para ellos algo sobre el autor polaco. Yo, que sólo había leído las diez primeras páginas de su diario, y ninguna de sus novelas u obras de teatro, era considerado un especialista en Gombrowicz. Aún peor fue cuando me encontré con el novelista Dag Solstad, él tenía en muy alta estima a Gombrowicz, lo consideraba uno de los escritores más importantes, y como la primera vez que me habló de él no le confesé que no había leído nada suyo, tuve que seguir fingiendo al respecto. Un día se me acercó y me dijo que había estado en un seminario sobre Gombrowicz en Estocolmo, y que esperaba verme allí. Ah, yo tenía tanto que hacer justo esos días, pero me habría encantado ir. ¿Fue interesante? Etc., etc.

Salí de internet, me acerqué al mostrador a dejar una moneda de diez coronas, abrí la puerta, subí los tres escalones y salí al creciente crepúsculo, por el que penetraban los bajos y oscuros coches con sus faros delanteros y el atenuado zumbido del motor.

 

Los tres niños estaban despiertos cuando llegué. Se pusieron a gritar papá, papá, en cuanto oyeron la puerta. Me quité los zapatos, colgué la chaqueta en su sitio y fui a su habitación.

—Tenéis que dormiros ya —les dije desde la puerta.

—Pero no podemos —contestó Vanja, su portavoz en casos así.

—¡Es muy aburrido! ¿No podemos quedarnos levantados un rato más? ¿Un poquito, sólo un poquito?

—No —dije—. Deberíais estar dormidos hace ya un buen rato.

Heidi, que estaba en la litera de arriba, se puso de rodillas.

—Abrazo —dijo.

Me acerqué a ella, me abrazó y apretó su mejilla contra la mía con todas sus fuerzas.

—¡Yo también abrazo! —dijo John.

Estaba tumbado boca arriba en su cuna, con la almohada entre las manos. Se la llevaba a todas partes. Era lo primero que pedía cuando llegaba a casa. ¡Cojín, quiero mi cojín!

—Si quieres un abrazo tendrás que levantarte —dije.

Lo hizo. Le di un beso en la oreja, él se rió. Era el único de los niños que tenía cosquillas.

—¿Y tú Vanja? —dije.

—¡Sólo si nos dejas quedarnos levantados! —dijo.

—No lo hago por mí —le dije—. ¡Es por ti!

—Vale —dijo ella; me incliné, la abracé y le acaricié la espalda.

—Preciosa —le dije—. ¡Y ahora a dormir! ¿Vale?

—Vale. ¡Pero no cierres la puerta!

—No la cierro.

Vanja tenía un poco de miedo a la oscuridad, no mucho, pero lo suficiente como para querer ver un poco de luz cuando se dormía. Una vez que fuimos a casa de la madre de Linda al campo —Vanja tendría año y medio— la niña tuvo una pesadilla. Se puso a llorar, y cuando Linda le preguntó qué había soñado, Vanja contestó que había soñado con el flotador. Sonó extraño, pero unos meses más tarde nos llegó la explicación. En un parque zoológico nos paramos delante de una jaula de cristal en la que había un enorme varano. Cuando Vanja lo vio, retrocedió unos pasos y gritó: «¡El flotador! ¡El flotador!»

Ahora me estaba mirando fijamente desde la cama.

—Buenas noches —dije.

—Buenas noches —dijo ella—. ¿Papá?

—¿Sí?

—¿Quién me va a acostar mañana?

—No pienses en eso ahora. Duérmete.

Vanja quería que Linda lo hiciera todo y yo lo menos posible. El colmo de la felicidad para ella era que Linda la acostara dos noches seguidas. Así era, en su jerarquía yo ostentaba el número dos y así sería siempre, si no aparecía alguien que me quitara el sitio. Pero no me importaba, Linda estaba más cerca de ellos, así de sencillo.

Fui al salón, donde ella estaba viendo la televisión. Se volvió hacia mí.

—Me olvidé de comprar eso —dije.

—No importa —contestó—. ¿Están despiertos?

—Sí.

—¿Qué vas a hacer ahora?

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