Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—Empezar con el equipaje. Y luego pensar en qué ponerme mañana. ¿Y tú?

—No sé. Estoy un poco cansada. Quizá me acueste pronto. No es mala idea, ya que tú no vas a estar aquí.

—Es verdad —dije—. Pero sólo son dos días. Y viene tu madre.

—Sí, no quería decir eso. Todo irá bien.

Fui a la habitación y saqué dos camisas, un par de jerséis, unas camisetas y dos trajes; me lo llevé todo al espejo de la entrada y empecé a probarme. Los niños se reían en voz baja en su cuarto, yo empezaba a cansarme, di un paso y encendí la luz del techo. Los tres estaban metidos en la cama de Vanja. Agarré a John de un brazo y un pie y tiré de él hacia mí. Luego lo levanté y lo metí en la cuna, hice lo mismo con Heidi, todo sin decir palabra, y con movimientos resueltos, casi duros.

—Ya basta —dije—. Vais a dormiros ya. ¿Entendido?

—Sí, papá —respondió Vanja—. Pero son ellos los que han venido a mi cama. No he podido decirles que no.

—Ya —dije, apagando la luz del techo.

—¡Papá tonto! —dijo John.

 

No dije nada, dejé la puerta entornada y empecé a probarme la ropa. Unos vaqueros negros Lindeberg, una camisa azul Ted Baker y la chaqueta gris Ted Baker. Luego los zapatos, un par de Fiorentini+Baker, comprados, como todas las demás prendas, en Edimburgo unas semanas antes. Había asistido a un festival de literatura. Yngve, Asbjørn y un par de compañeros suyos habían viajado hasta allí para verlo, pero cuando el día del evento estaba a punto de salir hacia el lugar donde iba a celebrarse, les pedí que no fueran. Debió de parecerles bastante raro, porque el festival era su pretexto para el viaje, pero se fueron a cenar por ahí. Probablemente estarían tan nerviosos como yo ante la posibilidad de que hiciera el ridículo. Al menos Yngve, que se identificaba conmigo. En el escenario fui entrevistado junto a un escritor neerlandés de unos cincuenta años que llevaba un excéntrico traje a cuadros, hablaba inglés con una pronunciación perfecta y había escrito una novela basada en la Divina Comedia, de Dante. Se llamaba Marcel Möring y cuidó de mí en el escenario, seguramente vería lo nervioso e incómodo que me sentía, y luego, cuando nos sentamos a firmar libros cada uno con una copa de vino delante y él tenía en su lado una fila de gente que lo elogiaba por su perfecto inglés y le decía que su libro parecía muy interesante, y mi lado estaba completamente vacío, me dijo en tono educado que él también había empezado así, y que la regla empírica era que en el extranjero no ocurría nada, pero que eso no importaba, lo importante era tener la posibilidad de viajar por el mundo y encontrarse con gente.

Me dio su tarjeta y desapareció en la oscuridad de la noche con su joven esposa, mientras yo bajaba titubeando a un pub donde había quedado con los otros noruegos. Al día siguiente, Yngve me acompañó a una sesión de compras, porque, al contrario que yo, tenía mucha seguridad en lo tocante a la ropa y cómo vestir. Cuando él asentía con la cabeza, yo compraba, cuando él decía que no, yo dejaba la prenda en la tienda.

Me movía incómodo de un lado para otro delante del espejo, los pantalones no pegaban mucho con la chaqueta, ¿y no era un maldito tópico lo del escritor y la americana? ¿Podía imaginarse algo más aburrido?

Abrí la puerta del armario y miré las otras americanas.

Una prenda parecida a un anorak, muy bonita, pero tal vez no lo más apropiado para una entrevista de lanzamiento.

En el cuarto de los niños se oyó de repente jaleo, uno de ellos lloraba, otro gritó. Abrí la puerta de golpe y encendí la luz.

—¡Ya está bien! ¡A la cama!

Era John el que lloraba y Heidi la que chillaba. Vanja estaba acostada en el medio y se tapaba los oídos. Saqué a John del grupo, esta vez con más mano dura y lo metí en la cuna. Él se agarró a los barrotes como si estuviera en la cárcel, sin parar de llorar y maldecirme.

—¡John me ha pegado! —gritó Heidi.

La levanté y la metí en su cama.

—John es muy pequeño. Por algo habrá sido. Ahora vas a dormirte. Y tú también, John —dije, volviéndome hacia él.

—Tonto, tonto —sollozó. Yo me acerqué y me agaché.

—No soy tonto —dije—. Pero tú tienes que dormir. No puedes estar paseándote por ahí, ya ves lo que pasa. Te haces daño. Venga, acuéstate.

Curiosamente, hizo lo que le dije. Apagué la luz, cerré la puerta, y empecé a probarme las demás prendas, una tras otra, combinándolas de todas las formas posibles. A Linda no le hacía mucha gracia, yo lo sabía, le disgustaba todo lo que tenía que ver con la vanidad. En vísperas de una presentación podía llevarme más tiempo ocuparme de mi aspecto que preparar lo que iba a decir. En cuanto me enteraba de que se me iba a ver, se convertía en una obsesión. No importaba si la ropa era cara o barata, nueva o vieja, era la acción en sí, quitarme camisas, ponerme camisas, y la constante autoevaluación, bien, nada bien, horrible, algo mejor, ¿quizá esto?

Media hora después, siempre con los pensamientos de Linda sobre lo que estaba haciendo en la mente, fui donde estaba ella.

—¿Puedo ir así? —le pregunté.

—Ya lo creo —contestó—. Estás muy guapo.

Siempre decía lo mismo, pero yo necesitaba oírlo.

En el cuarto de los niños se oyeron unos fuertes golpes en la pared.

—¿Qué les pasa esta noche? —preguntó Linda.

Esta vez bastó con abrir la puerta para que John atravesara la habitación corriendo y Heidi subiera a la litera en un pispás.

—Esto ya va en serio —dije—. Una vez más y me enfado de verdad.

Yacían muy quietos, mirándome con los ojos abiertos de par en par. Fui al cuarto de baño, cogí las tijeras de la repisa que había sobre el lavabo y empecé a cortarme la barba.

En el pasillo se oyeron pequeños pasos. Seguramente era John o Heidi.

—¡Vete a la cama! —grité.

—¡Es que estoy muy despierta! —dijo Heidi en el vano de la puerta.

—Vamos —dije, la cogí en brazos y la subí a la litera. Luego me quedé unos instantes delante de la puerta, volví a abrirla y la pillé bajando la escalera de la litera.

—Vuelve arriba —le dije—. ¡Métete en la cama ya!

—Estoy muy despierta —dijo—. ¡No puedo dormirme!

—Ya sé lo que podemos hacer —sugirió Vanja—. ¡Nos cogemos de las manos, cerramos los ojos y viajamos hasta el país del kétchup!

—De acuerdo —dije—. Con tal de que os durmáis…

Lo hicieron, se cogieron de las manos, cerraron los ojos y se quedaron completamente inmóviles. Me sonaba que el país del kétchup era algo de lo que habían oído hablar en la guardería, en realidad prefería no saberlo, porque me producía cierto desagrado, el kétchup es rojo, roja es la sangre, la sangre es muerte. Allí estaban, con los ojos cerrados.

Volví al cuarto de baño y seguí con el corte. De nuevo sonaron pies andando por el pasillo, alguien pasó corriendo por delante del cuarto de baño y se metió en nuestro dormitorio. Abrí de golpe la puerta, y Heidi, que estaba de pie en nuestra cama, se volvió hacia mí.

—¡Acuéstate de una vez! —le grité—. ¡Ahora mismo! ¡Has tenido muchas oportunidades! ¡Ya! ¡A la cama! NO puedes estar levantada más

tiempo! ¿COMPRENDES?

 

Me miró y se echó a llorar.

Ah, Heidi.

—¡Sólo he venido a buscar un libro! —sollozó—. ¡Los mayores no tienen derecho a estar enfadados con los niños!

Me dio tanta pena que casi me eché a llorar con ella. Por suerte, no cogió una rabieta, algo que hacía a veces, en esos casos resultaba imposible consolarla. No, ahora sólo lloraba. La cogí, apreté contra mí su pequeño cuerpo, la llevé en brazos a su cuarto, encendí la luz y dije que les leería un libro a todos. Heidi se acurrucó sobre mis rodillas, Vanja se incorporó en la cama y tapó con una mantita a uno de sus perros de peluche, mientras me escuchaba a medias. John andaba por la habitación jugando con lo que encontraba. El libro era sobre el Moomintroll, que se despierta en el invierno, sus padres están hibernando y él no los puede despertar, así que sale fuera al sol. Heidi se retorcía, haciendo muchas preguntas, ¿por qué se ríen de él? Es muy feo reírse de los demás. ¿Qué dice ése, papá?, mientras Vanja resoplaba ante tanta pregunta infantil, y John estaba enfrascado en sus quehaceres, ahora un artilugio que se apretaba y emitía un sonido como de sirena.

Cuando acabamos y una vez más apagué la luz, se habían tranquilizado un poco. Fui al salón, donde Linda estaba viendo las noticias, y comenté que era curioso que esa noche estuvieran tan agitados. Dijo que Heidi había dormido dos horas al volver de la guardería y que también John había dormido mucho durante el día. Yo me senté, puse las piernas sobre la mesa y miré fijamente hacia el televisor.

 

Nos acostamos una hora después, nos dimos un beso de buenas noches y apagamos la luz, yo estaba nervioso y enseguida supe que tardaría mucho en dormirme. Me preocupaba el día siguiente, esa ronda de entrevistas que me esperaba, pero no por la razón de antes, la de siempre, el miedo a tomar asiento, hablar y que luego citaran todo lo que dijera, el miedo a aparecer después como un idiota; esta vez tenía miedo de lo que había escrito. La novela que saldría en dos días y que llevaba el título de Mi lucha la había escrito en soledad. A excepción de Geir Gulliksen y Geir Angell nadie la había leído durante el proceso. Unos cuantos sabían de lo que escribía, entre ellos mi hermano Yngve, pero no lo que ponía. Tras un año así, en el que la única perspectiva era la mía, el manuscrito ya estaba listo para su publicación. Cuatrocientas cincuenta páginas, un cuento sobre mi vida centrado en dos sucesos, el primero cuando mis padres se divorciaron, el segundo cuando murió mi padre. Los tres primeros días después de que fuera encontrado. Todo con nombres, lugares y sucesos auténticos. Hasta ese momento, a punto de enviar el manuscrito a los que aparecían en el libro, no había sido consciente de las consecuencias de lo que había hecho. Eso fue a finales de junio. Yngve sería el primero. Sobre él había escrito cosas que había pensado y sentido, pero nunca dicho. Cuando me senté al ordenador y adjunté el documento al correo electrónico, me entraron ganas de dejarlo todo…, llamar a la editorial y decir que tampoco ese año habría novela.

Estuve allí sentado media hora. Luego pulsé «enviar», y estaba hecho.

Al día siguiente fuimos andando hasta la playa de Ribersborg, era domingo y estaba hasta arriba de gente por todas partes, encontramos un sitio junto al malecón que conducía a la caseta de baños, una construcción de la primera década del siglo XX, levantada sobre postes, a cien metros de la playa. John dormía en el carrito, Vanja y Heidi estuvieron vadeando un rato por la orilla cogiendo conchas, Linda y yo estábamos sentados en la playa mirando. Al cabo de hora y media John se despertó y fuimos con los tres al café de la caseta de baños. Encontramos una mesa fuera, muy cerca de la valla que daba al agua, que brillaba y centelleaba a nuestro alrededor. Nos comimos todos un helado, era más o menos como estar a bordo de un barco. A un lado estaba el puente que cruzaba hasta Dinamarca, al otro Turning Torso, con la central nuclear Barsebäck más arriba, visible a través de la neblina al noroeste.

Esto era lo que veía: gente moviéndose en la larga playa urbana, y a lo largo del sendero peatonal detrás, por donde la gente iba a toda prisa en bicicleta y en patines, pasando por delante de la fila de bloques de viviendas de los años cincuenta —o tal vez sesenta— que constituían el último reducto de la ciudad ante el mar, y el gran captador de luz que de ninguna manera resultaba dramático allí, en el estrecho que nos separaba de Dinamarca. Veía a las parejas y familias sentadas a nuestro alrededor, con ropa de verano y bronceadas, arriba, el cielo alto, cuyo color azul no tenía fin hasta por la noche, en que se pondría gris y las primeras estrellas llegarían como penetrándolo desde el espacio, haciendo visibles sus enormes distancias. Veía a mis hijos, que estaban sentados en las sillas con sus cortas piernas, ocupados en sus quehaceres: helados, papel del helado, zumo o nata goteando, a Linda, que de vez en cuando les limpiaba la boca con la servilleta, sus ojos casi escondidos en la oscuridad de las gafas de sol. Veía todo esto pero como en una película, algo de lo que yo mismo no formaba parte, porque tanto mis pensamientos como mis sentimientos estaban en otro lugar. Pensaba en Yngve, pero no como algo iniciado por mí, era más bien él el que se metía constantemente en mis pensamientos. Era mi hermano, nos habíamos criado juntos, y yo me había apoyado en él durante casi toda mi vida. Habíamos tenido una relación tan íntima que, en lugar de aceptar sus debilidades o insuficiencias como aceptaba las mías, me identificaba con ellas y me responsabilizaba de ellas, pero de una manera indirecta, a través de los sentimientos que me recorrían cuando le veía hacer o decir algo que yo no habría hecho o dicho. Nadie sabía nada de esto, y él menos aún, ¿cómo iba a contarle algo así? ¿Algo como que a veces no eres suficientemente bueno para mí?

¿De qué me serviría haber contado las cosas como eran? Es decir, ¿haber expresado mis sentimientos ante él? ¿En comparación con todo lo que perdería? Él podría decir: que te jodan, no quiero saber nada de ti.

¿Qué haría yo entonces? ¿Sacarlo del libro? ¿O dejarlo y perder a un hermano?

Quería dejarlo y perder a un hermano.

De eso no cabía duda.

¿Por qué?

¿Estaba loco?

Tanto Vanja como Heidi habían mordido la parte de abajo del cucurucho y tenían serias dificultades para chupar el helado que se estaba derritiendo y goteando por arriba y por abajo. John había elegido un polo, que en un principio era más sencillo de comer, pero él era tan pequeño que también se le resistía. Tenía los dedos y la barbilla rojos y pringosos de zumo. Pero al menos así estaban ocupados en algo.

—¿En qué piensas? —me preguntó Linda.

—En Yngve —contesté.

—Creo que irá bien —dijo ella.

—Para ti es fácil decirlo —respondí.

Lo que había escrito sobre Linda era mucho peor. Pero tendría que pensar en una cosa cada vez.

Me recorrió otra oleada de miedo y vergüenza.

 

De vuelta en casa miraba el correo electrónico un par de veces cada hora. Era domingo, y la bandeja de entrada estuvo vacía todo el día. Yngve había ido a Jølster a ver a mi madre, de lo que me alegraba, así podría hablar con ella, tal vez eso suavizara la reacción, pensé. Acostamos a los niños y nos sentamos un rato en la terraza, volví a mirar el correo por última vez antes de acostarnos: nada.

A la mañana siguiente, su correo estaba en la bandeja de entrada.

Tu jodida lucha, era el asunto.

Me levanté sin leerlo, salí a la terraza, y me quedé allí sentado, fumando y contemplando la ciudad, confuso y helado.

Pero tenía que leerlo.

Sus palabras estaban allí, las leyera o no.

Podría aplazarlo durante todo el día, pero no haría más que prolongar el sufrimiento, y el resultado sería de todos modos el mismo.

Apagué el cigarrillo y me levanté, entré en el salón, pasé por delante de la cocina, donde John estaba sentado en su silla con una cuchara en la mano y Linda leía el periódico, fui al dormitorio, me senté en la silla, llevé el cursor hasta la línea del texto, un clic, y allí estaba.

 

Sólo pretendía asustarte un poco, pero han sido unos días intensos en los que, llevado por tu texto, he pasado revista a mi vida hacia delante y hacia atrás, y rebuscado en viejos papeles y cartas mías y tuyas.

No sé muy bien si debo empezar por tu texto o por nuestras vidas y nuestra relación, porque lo último debería haber sido tratado de un modo muy distinto de como se ha tratado hasta ahora, ¿o tal vez no? En cuanto al texto, hay algunos pasajes que me resultan extremadamente incómodos de ver impresos, aunque entiendo por qué los has incluido.

El fragmento que trata de ti y de mí con Ingar y Hans me lo hizo ver todo muy negro. El que te avergonzaras de mí y que sigas avergonzándote en ciertas ocasiones es algo que he notado y noto todavía. Resulta muy doloroso, porque toca aspectos de mí mismo de los que soy muy consciente, como no estar siempre presente en mí mismo, hablar mal de cosas que en realidad no he pensado, gustarme más el papel de leer a Adorno que leer a Adorno. Mediocridad combinada con un pobre conocimiento de uno mismo y grandes ambiciones causan mala impresión. Pero cuando lo vuelvo a leer, se suaviza…, trata de ti y no de mí. ¡Y supongo que entonces no encajan todas esas veces que yo me he avergonzado de ti!

«Pocas veces nos mirábamos a los ojos»: ¿Es tan malo como suena aquí? ¿Nos miramos menos que otros?

¿Y el que Yngve y Espen se caían fatal el uno al otro? Eso no concuerda en absoluto con mis sentimientos. Creía que eran Tore y Espen los que no se podían ver.

Leeré las siguientes partes los próximos días. ¿Me llamarás? Yngve

 

Salí al pasillo y lo llamé por teléfono. El tono entre nosotros fue un poco inseguro. Volvió a contarme cómo se había sentido al leerlo, pero no estaba enfadado, era más bien como si estuviera haciendo autocrítica, lo que redujo la presión de la situación y a mí me resultó casi insoportable, porque él no tenía por qué hacérsela. El que nunca nos miráramos a los ojos, ni nos diéramos la mano, bueno, en suma, que nunca nos tocáramos, era algo de lo que no podíamos hablar, resultaba imposible, pero cuando unas semanas después de esa conversación nos hizo una visita con sus dos hijos, Ylva y Torje, me miró a los ojos y me tendió la mano cuando abrí la puerta. Nada de ironía, nada de sutilezas, él quería enderezar la situación. A mí se me humedecieron los ojos y tuve que bajar la vista.

 

Después de que Yngve leyera el libro, aplacé el envío al resto de las personas que aparecían en él. Estuve inquieto y preocupado todo el verano, hasta principios de agosto, a sólo un mes del lanzamiento; entonces me sobrepuse. Envié un correo a Vidar preguntándole qué tal estaba, y un par de horas después recibí respuesta, todos bien, su familia y él, al día siguiente se iba de pesca con unos amigos, solían ir a Finnmarksvidda los veranos. Hacía muchos años que no sabía nada de él, la última vez que lo vi fue cuando estuve en Kristiansand para empezar a trabajar en una nueva novela después de Fuera del mundo. De eso hacía casi diez años. En la novela que ahora se iba a publicar él era uno de los personajes más importantes. Fue mi mejor amigo desde los trece hasta los diecisiete años, más o menos, a partir de entonces nos fuimos distanciando. Fueron años importantes. Nos acabábamos de mudar a Tveit, yo iba a ir a un colegio nuevo en el que no conocía a nadie, y él me acogió, nos hicimos amigos, pasábamos todo el tiempo juntos, en gran parte con la banda que con el tiempo creamos. Cuando empecé a escribir sobre esa época, me resultaba mucho más cercana de lo que nunca me hubiera imaginado. Los ambientes de nuestra casa, el bosque detrás, el río abajo, todo lo que hacíamos juntos, que en el fondo no era nada, y sin embargo todo. Mientras escribía sobre eso en Malmö veinte años después, comprendí por primera vez lo que Jan Vidar fue realmente para mí.

Lo busqué en Google, y aparte de encontrar su nombre en relación con concursos de pesca, salió una banda de música en la que aparentemente tocaba. En la red había varias canciones suyas. Las escuché. Era una banda de blues, él tocaba la guitarra, sus solos eran fantásticos. ¿Qué había pasado? Cuando tocábamos juntos todo sonaba patético. Yo no había evolucionado nada en mi manera de tocar desde entonces, sonaba igual que cuando tenía quince años. Pero él, al parecer, se había convertido en un virtuoso. Como no lo había visto durante todo ese tiempo, me resultaba casi incomprensible. Para mí Jan Vidar seguía teniendo diecisiete años.

Le envié el manuscrito esperando lo mejor.

También se lo envié a otro viejo amigo, Bassen, que sólo aparecía fugazmente, pero que había sido importante para mí en aquella época, y habíamos seguido en contacto durante mucho tiempo, aún tenía su número de teléfono. Lo leyó enseguida, no tenía nada que oponer al uso de su personaje y nombre, pero mi conversación con él resultó sin embargo inquietante, me dijo que habría problemas y que no descartara la posibilidad de que me llevaran a juicio. Esa posibilidad jamás se me había ocurrido, y hablamos largamente sobre ello. Él era criminólogo, trabajaba en la Agencia Nacional de Estadística, y hablaba con conocimiento de causa. Pensé que tal vez exageraba, pero su seriedad me decía lo contrario. ¿Demandado? ¿Reclamación de indemnización? ¿Por escribir la historia de mi vida? Si alguien protestaba, les cambiaría los nombres, no sería tan grave.

Otro personaje importante era Hanne, mi primer amor verdadero, en un tiempo la luz de mi vida y mi todo. Nunca llegamos a salir, y aparte de un breve encuentro en Bergen no nos habíamos vuelto a ver desde entonces. También ella era vista con mi mirada inmadura, que además estaba coloreada de enamoramiento y vanidad.

Intenté encontrar su dirección, pero no aparecía en internet ni estaba en la guía telefónica. Volví a llamar a Bassen, los tres íbamos a la misma clase, él encontró un número de teléfono que seguramente fuera de ella, llamé, nadie contestó. Volví a llamar varias veces, nunca había nadie en casa.

Tonje, con quien estuve casado, apenas aparecía en la novela, sólo muy brevemente en los pasajes que trataban de la muerte de mi padre, pero también a ella le envié el manuscrito, explicando que seguirían otras cinco novelas y que en una de ellas desempeñaría un papel más importante que en ésa.

Al final le envié el texto a mi tío Gunnar. Tenía diez años menos que mi padre, lo que significaba que era sólo un chiquillo cuando su hermano mayor se casó y tuvo su primer hijo. Desde mi infancia lo recordaba como un joven veinteañero, muy distinto a mi padre. Gunnar llevaba el pelo largo, tocaba la guitarra, y tenía una barca con un motor Mercury de veinte caballos. En una ocasión consiguió para Yngve el autógrafo del jugador del Start Svein Mathiesen, fue algo grandioso, y no me extrañaría que Yngve lo conservara todavía. Gunnar era alguien a quien Yngve y yo admirábamos, siempre esperábamos que él estuviera cuando íbamos a casa de los abuelos en Kristiansand, o que los acompañara cuando ellos venían a vernos. Cuando yo era un adolescente, él ya se había casado y tenía su propia familia, vivía en un chalé adosado y se pasaba los días libres de los meses de verano en la cabaña que mis abuelos paternos habían comprado en los años cincuenta, y con la que se quedaría más adelante. Era chistoso, siempre tenía algún juego de palabras en mente, en ese sentido se parecía a Yngve, y era muy responsable, los últimos diez años de vida de los abuelos fueron él y su mujer los que los ayudaron en todo lo que necesitaban. Cuando mi padre empezó a perder el control sobre mí y todo lo demás, el papel de Gunnar en mi vida cambió. Supongo que seguiría siendo el mismo, pero mi actitud hacia él era otra. Él se convirtió en alguien que veía lo que ocurría. En esa época empecé a escribir en los periódicos locales, dándome a conocer de una manera que notaba que a él no le gustaba, a la vez que empezaba a descontrolar, hacía pellas en el instituto, bebía bastante, incluso fumaba hachís, un exceso inaudito del que —por alguna razón— tuve la sensación de que Gunnar se enteró, al contrario que todos los demás que estaban a mi alrededor, y mi relación con él se volvió tensa. Después de que me marchara de casa a los dieciocho, tuve poco contacto con mi tío, pero las veces que iba a verlo me daba cuenta de que sus hijos tenían plena fe en él, no había rastro de miedo en sus ojos cuando lo miraban, y por eso lo respetaba. Cuando yo ya tenía veintitantos, y mi padre estaba cada vez más alcoholizado, Gunnar se convirtió en el representante de todo lo que era decente y ordenado, algo que yo, al contrario que mi padre, anhelaba, y de esa manera situé a Gunnar en parte en una especie de papel de padre, y en parte como una especie de superyó. Cuando veía la encimera de la cocina llena de botellas de cerveza y vino, pensaba: ¿Qué diría Gunnar si entrara aquí ahora y viera todo esto? Si llevaba algunos meses sin asistir a clase en la universidad, pensaba: ¿Qué diría Gunnar? Cada vez que cometía algún exceso, Gunnar aparecía en mis pensamientos. No tenía que ver con su persona, era algo que me había inventado, pero tampoco carecía por completo de fundamento: el verano que estaba escribiendo mi primera novela y vivía con mi madre en Jølster, yo tenía veintiocho años y una tarde que había ido a casa de la hermana de mi abuela, Borghild, para hablar con ella de cómo era la vida en la granja en los tiempos antiguos, ya que pensaba usarlo en la novela, Gunnar pasó por casa de mi madre y la reprendió porque yo era un gandul y un perezoso que no llegaría a ser nada en la vida. Opinaba que como mi padre no era capaz de responsabilizarse de mí, tenía que hacerlo ella, y al menos no alimentar ese sueño nada realista mío de escribir. Pero en ello también había por su parte una preocupación por mí, pensé, dividido entre dos posturas: por un lado quería ser escritor y sacrificar lo que fuera por serlo, además, me atraía lo que transgredía límites, desde que era un adolescente odiaba todo lo aburguesado y lo establecido; por otro lado, lo que transgredía límites me llenaba de angustia, y la atracción hacia lo burgués, lo establecido y lo seguro era al menos igual de fuerte; una razón importante por la que me había casado y había optado por estudiar en la universidad. A mi padre yo le importaba un bledo, así que cuando Gunnar condenó mi estilo de vida, había en ello también algo bueno: al menos le importaba lo que yo hacía.

Tal vez también él se sentía dividido.

Cuando mi padre murió en casa de la abuela y yo fui a Kristiansand a limpiar y poner orden antes del entierro, él me invitó un día a la cabaña para que me tomara un respiro. Allí nos dimos un paseo por los prados y por entre los árboles, durante el que me habló de lo que había significado para él mi padre, y tuve la sensación de que se estaba acercando a mí y de que quería compartirlo conmigo. Más adelante ese verano pasó de nuevo por casa de mi madre, que veraneaba todos los años en un lugar que estaba a unas horas de distancia de su casa, y nos colmó de elogios a Yngve y a mí, lo bien que nos habíamos encargado de todo lo referente a la muerte de mi padre. Sólo unas semanas después salió la novela, y todo volvió a la situación de antes. Mi padre estaba presente en el libro, así como sus hermanos, no manifiestamente, pero lo suficiente como para que todos nuestros allegados supieran en quién me había inspirado para los personajes. Cuando le envié el libro a Gunnar, adjunté una carta en la que escribí unas líneas sobre mi relación con mi padre, y sobre mi respeto por Gunnar como padre. Supongo que lo hice en un intento de suavizar su reacción, porque sospechaba cuál iba a ser. Se puso furioso por el libro, pero en lugar de escribirme o llamarme a mí, llamó a mi madre para ponerme verde. Ella se negó a responder por lo que yo hiciera o escribiera, dijo que era un hombre adulto y que ella no podía meterse en lo que yo hacía. Gunnar me llamó medio año después, cuando la novela había recibido el Premio de la Crítica, acababan de dármelo y me alojaba en un hotel de Oslo, entonces llamó un hombre que se presentó con un nombre desconocido para mí. Pero la voz me sonaba familiar y al cabo de unos instantes supe que era Gunnar, se había presentado con el nombre que había puesto a uno de los hermanos de mi padre en el libro. Quería felicitarme, y, aparte de preguntarme si tal vez estábamos tomando una copa de vino para celebrarlo, fue una conversación agradable. Después de aquello nos vimos en el entierro de la abuela y en el reparto de la herencia, y un verano que estuve en casa de mi madre con Linda, Vanja y Heidi, él nos sorprendió llamando a la puerta, sólo quería saludar, dijo, queréis café, pregunté, no, no, vamos camino del sur, contestó, simplemente queríamos pasar un momento, no queréis sentaros, pregunté, no, no, tampoco, y nos quedamos fuera en el jardín intercambiando frases de cortesía durante tal vez tres o cuatro minutos, luego se volvieron a montar en el coche y se marcharon. Linda y los niños estaban durmiendo en el piso de arriba, les pregunté si querían que los despertara para que al menos conocieran a mis hijos, pero él no quiso, demasiado lío, dijo, así que cuando se marcharon nos reímos un poco de todo el episodio, ya que era evidente que habían ido por un sentido del deber y nada más.

Así estaba la situación cuando iba a enviarle la nueva novela. Sabía que no le gustaría, y cuando pensaba en ello, sentía mucho miedo, pero no había más remedio, razón por la que el último día de julio de 2009, mes y medio antes de que saliera el libro, me senté delante del ordenador y le escribí la siguiente carta.

Querido Gunnar:

Hace mucho que no nos vemos. Espero que estéis bien tú y los tuyos. Estuve en Kristiansand esta primavera, en un seminario de dramaturgos, y pensaba pasar a verte, pero tuve que coger un avión e irme a Ålesund, al entierro de Ingunn, la hermana de Sissel, que había muerto. Así que no hubo tiempo. También murió esta primavera su cuñado, el marido de Kjellaug, de modo que mamá ha tenido un año muy duro. Aquí en Malmö, en cambio, las cosas van bastante bien, tenemos a los tres niños ya en la guardería, y Vanja empieza el colegio el otoño que viene, así que pronto habremos pasado los peores años de niños pequeños.

Pero ése no es el motivo por el que te escribo ahora. Mi carta se debe a que he escrito seis novelas autobiográficas, de las cuales tres saldrán este otoño y tres en primavera. Tratan de distintas partes de mi vida, y en un principio todos los nombres y sucesos son auténticos, es decir, lo que se describe ha sucedido, aunque no hasta el último detalle. La primera novela saldrá a finales de septiembre y consta de dos partes: una tiene lugar en Tveit, durante el invierno y la primavera de 1985, es decir, en la época en que mis padres se separaron y mi padre empezó una nueva vida con Unni; la otra trata de los días en Kristiansand después de su muerte. Tú apenas apareces en la primera, me llevas a casa de un compañero en Nochevieja y poco más, y en la segunda intervienes un momento, cuando tú y Tove venís a casa de la abuela a ayudarnos a limpiar y poner orden. Obviamente se trata de una imagen afectuosa, porque es así como pienso en ti, lo difícil y doloroso no está ahí, sino en el hecho de que destapo la vida interior de nuestra familia, algo que ni tú ni ninguno de vosotros habéis pedido. Por otra parte, es un libro sobre mí y mi padre, de eso trata, de mi intento de entenderlo a él y lo que le ocurrió. Para poder hacerlo tengo que entrar en el núcleo, en ese infierno que él creó al final, en el que no sólo se destruyó a sí mismo y su hogar, sino también los últimos años de la abuela, además de perjudicar a todos los que lo rodeábamos. ¿Por qué lo hizo? ¿Qué fue lo que lo llevó hasta ahí? ¿Era algo que siempre estuvo presente en él, incluso cuando éramos niños? No sé si lo sabes, pero mi padre me ha tenido oprimido toda la vida, también después de morir, y para contar mi historia tengo que entrar hasta allí dentro. El que esta historia también afecte a más personas, entre otras, o tal vez especialmente a ti, me duele mucho, pero no he encontrado otra solución. Todo lo que se describe de decadencia y horror fue causado por mi padre, los demás no tuvieron ninguna culpa, pero no lo puedo describir sin incluir el contexto en el que ocurrió. Así es. Estos días estoy enviando el manuscrito a todos los que aparecen en él. Yngve ya lo ha leído, y mamá también. Ahora te lo envío a ti, adjunto a este correo. Si deseas que cambie tu nombre y que oculte tu identidad, lo haré, claro está. No es difícil, y el problema entonces es otro: el que algo que tú deseas dejar reposar en paz, fuera de la vista de todo el mundo, ahora se saque a la luz y se exhiba. Una vez más: lo siento, pero él era mi padre, es mi historia la que cuento, y por desgracia, éste es el aspecto que tiene.

Mis mejores deseos, Karl Ove

Los primeros días miraba el correo electrónico varias veces cada hora. Cuando sonaba el teléfono me estremecía de miedo. Pero no ocurría nada. Lo interpreté como una buena señal, él estaba leyendo la novela y pensando en qué diría y cómo reaccionaría. O eso, o estaba en su cabaña.

Hasta el quinto día no tuve noticias suyas. Cuando vi su nombre en la bandeja de entrada me levanté, salí a la terraza y me quedé allí un rato fumando y haciendo acopio de coraje. Los niños estaban en la guardería, el silencio invadía la casa, de la ciudad subían las corrientes de sonidos de siempre. Lo peor que podía pasar, pensé, era que Gunnar se enfadara conmigo porque yo escribía sobre lo que escribía. Pero ya se le pasaría. No quedaba más remedio que aceptarlo y luego se le pasaría.

Yo había hecho lo que había hecho. No sólo había tomado la decisión de hacerlo así, sino que además había trabajado bajo la bandera de esa decisión durante más de un año. La voluntad de una sola persona no podía cambiarla.

Eso pensaba. Pero no era lo que sentía. Mi sensación era como cuando era pequeño y había hecho algo malo. Lo que temía era que mi padre se enfadara conmigo. No había nada peor que aquello. Cuando me mudé de casa y me hice adulto, el miedo siempre estaba ahí, y yo hacía todo lo posible para que lo que tanto temía no se hiciera realidad. Mi padre ya no estaba cerca, mi miedo a su furia lo había trasladado a todos los demás: yo tenía veinte años y un miedo atroz de que la gente se enfadara conmigo. No desapareció nunca. Cuando rompí con todo y me fui a vivir a Estocolmo, a los treinta y tres años, ese miedo seguía dentro de mí. Linda, a la que conocí entonces, y con la que luego tuve a mis hijos, era temperamental y a menudo irrazonable en sus ataques de ira, por los que me dejaba dominar por completo, porque si ella elevaba la voz, incluso mínimamente, yo me llenaba de miedo, y lo único en lo que era capaz de pensar entonces era en procurar que se le pasara. Incluso con cuarenta años, sentado en la terraza una mañana de agosto de 2009 tenía miedo de que alguien se enfadara conmigo. Cuando daba motivos para ello a alguien, sentía tanto miedo, desesperación y dolor que no sabía cómo podría sobrevivir.

El miedo a que alguien se enfadara conmigo era el miedo de un niño, no pertenecía al mundo de los adultos, donde de hecho era inaudito, pero algo dentro de mí nunca se había atrevido a dar el salto, nunca se había curtido y hecho adulto, de manera que el sentimiento del niño continuaba vivo en la mente del adulto. El adulto, es decir, yo, estaba en poder del sentimiento del niño, lo que podía llegar a ser insoportable, a la vez que sabía que era un adulto y que ese sentimiento y todo lo que implicaba era profundamente indigno. Entonces, ¿cómo podía ser así? Si hubiera tenido un ego fuerte y firme podría haber dicho hago esto y me responsabilizo de ello, y si otros opinan otra cosa, no es mi problema. Si quieren una confrontación, yo la acepto. Pero yo no tenía un ego tan fuerte ni tan firme, mi ego no se asentaba en sí mismo, sino que estaba construido en torno a lo que los demás pudieran pensar y opinar. Lo que yo opinara era algo secundario. Yo seguía viviendo en ese mundo que mi padre me construyó, en el que todo, en última instancia, consistía en no hacer nada equivocado. Lo equivocado no estaba basado en ninguna regla, sino que era lo que él en cada momento señalara como tal. Estas circunstancias las trasladé a mi vida de adulto, en la que ya no existían, excepto dentro de mí. Pero mi padre había muerto, llevaba once años muerto. Yo sabía esto, pero de nada servía, encontraba su camino a través de la conciencia y hacía lo que le daba la gana. Lo único que podía hacer era encontrarme con ello y soportarlo.

Me levanté y fui al dormitorio, donde estaba el ordenador con conexión a internet. Abrí el correo electrónico. Era corto y nada de temer.

Hola, Karl Ove.

Envíame por favor el correo electrónico de tu(s) persona(s) de contacto en la editorial.

Gunnar

Lo leí varias veces, intentando interpretar lo que ponía. No había escrito «Querido», como hice yo, pero si hubiera estado furioso conmigo no habría empezado con «Hola, Karl Ove», ¿no? El punto después de mi nombre mostraba que no había ningún entusiasmo detrás, porque en ese caso habría puesto una exclamación —algo que yo estimaba poco típico de su carácter—, una coma o nada. Una coma o nada habría sido neutro e imparcial, un punto era una señal de que aquí no se regala nada. El uso de «por favor» era formal, más formal de lo que sería lógico en una relación tío/sobrino, de manera que entendí que desaprobaba el manuscrito, a la vez que pertenecía a las formas de cortesía, lo que mostraba que no estaba furioso, pensé, en ese caso se habría saltado las formas de cortesía, ¿no? El que no escribiera nada delante de su nombre, como «saludos», «que te vaya bien» o alguna otra cosa afectuosa, indicaba lo mismo que el principio, que lo que tenía delante de mí en la pantalla era una petición entre objetiva y formal. Sabía que yo nunca le había caído bien, que pensaba que yo siempre quería destacar, que quería ser diferente sólo por ser diferente, que creía ser más de lo que era, y que, además, carecía por completo de sentido de la responsabilidad y el orden, e interpreté la neutralidad en su breve correo más como la expresión de eso que de lo que opinaba de la novela. El que quisiera la dirección de mis contactos en la editorial también era una buena señal, significaba que quería tratar sus reparos con ellos y conmigo. Lo que más temía era un contacto directo con él. Si les escribía a ellos, seguramente no sería para insultarlos.

Escribí el correo electrónico y el teléfono del director de la editorial, Geir Berdahl, y del jefe de redacción, Geir Gulliksen, y se los envié a Gunnar. Luego entré en mi despacho. La cantidad de trabajo que me esperaba era enorme e incalculable. En el mes de abril había enviado mil doscientas páginas a la editorial, la idea había sido siempre que se trataba de una sola novela y que saldría en otoño, pero la obra empezó a alargarse, calculé que seguramente unas trescientas páginas más, y entonces surgió la cuestión de en qué forma se publicaría. Lo había discutido con Geir Gulliksen por teléfono. ¿Sería posible publicar una novela de mil quinientas páginas? Todo era posible, dijo él. También se podría pensar en la posibilidad de publicarla en dos tomos, y o bien publicarlos a la vez o con un intervalo de unos meses. Aunque eso era más racional, y también significaría que yo recibiría dos honorarios mínimos, lo que desempeñaba un papel no insignificante, pues nuestra economía venía siendo más bien delicada los últimos años, yo prefería publicarla en un solo tomo. Sería una declaración, algo inevitable, la novela más larga de Noruega. Geir dijo que lo hablaría con el resto de la gente de la editorial y que me volvería a llamar, lo que hizo unas horas después. Dijo que su siguiente propuesta, presentada por Geir Berdahl, seguramente no era realista y tal vez no me gustara, pero que al menos merecía la pena considerarla.

—¡Cuéntame! —dije.

—Podemos publicarla en doce volúmenes, sacando un libro al mes durante un año. Tendríamos que encontrar algún sistema para que la gente que quiera pueda abonarse. ¿Qué te parece?

—¡Es una idea fantástica! —exclamé—. ¡Muy, pero que muy buena!

—Sí, también a mí me ha gustado. Pero exigirá mucho esfuerzo por nuestra parte. Tendremos que financiarlo de una u otra manera. Voy a estudiarlo y veremos lo que se puede hacer.

—Esto va a ser como Dickens y Dostoievski —dije—. ¡Una novela por entregas! Me gusta la idea de que sea por entregas. Wedding Present publicó un single al mes durante un año, al final, recogieron todo en un álbum. Es un truco, pero ¿por qué no?

—Es una novela especial. Le pega que hagamos algo especial con ella. Imagínate cómo sería acogida. ¿Cómo harían las críticas? ¿Una de cada libro, conforme fueran saliendo, o de toda la obra al final del año?

—¡Joder, Geir, es genial! ¡Dale las gracias a Berdahl de mi parte!

—Es una buena idea, e intentaré ponerla en práctica si resulta factible. Llevará algo de tiempo. ¿Te parece bien que me ponga con ello y volvamos a hablar dentro de dos semanas?

En cuanto colgamos, me fui derecho al despacho y me puse a dividir la novela. Si tuviera mil quinientas páginas, cada parte tendría que ser de unas ciento veinticinco. Busqué lugares aptos para terminar una parte y que empezara otra. Era la primera vez en todo ese año que llevaba trabajando con la novela que sentía algo parecido a felicidad y entusiasmo. Me imaginaba un fascículo con una portada en la que sólo figuraría el título, tal y cómo se hacía en el siglo XIX. Cupones de abonado en periódicos y revistas que se podrían recortar y enviar a la editorial, como se hacía cuando yo era niño.

Pasaron casi tres semanas hasta que Geir volvió a llamar. Dijo que por razones prácticas no podrían ser doce publicaciones, al parecer no sería económicamente posible hacerlo. Sugería a cambio seis. Tres en otoño, tres la primavera siguiente. Vacilé, no quería renunciar a la idea de doce volúmenes a razón de uno mensual, casi le supliqué que lo volviera a estudiar, lo entendía, dijo, pero lo encontraban demasiado problemático, al parecer, podría arruinar a la editorial. También seis resultaba difícil, pero él había conseguido algo increíble, que las seis entregas fueran incluidas en el sistema de adquisición de cierto número de ejemplares por el Estado, de modo que el riesgo económico se minimizara.

—Es increíble —dije—. ¿Cómo lo has conseguido? ¿No es una regla clarísima que sólo puede adquirir una obra por escritor al año?

—Sí. Tuve que argumentar un poco. Pero es un proyecto muy especial y les interesó.

Cuando ya estaba decidido, tuve que dividir la novela de nuevo. En realidad sólo había que juntar las doce partes de dos en dos para que cada libro fuera de doscientas cincuenta páginas. Pero de esa forma el número de páginas sería más o menos el de una novela media noruega, y como se había abandonado la idea de abonados y entregas, quedaría un poco raro cortar la historia y retomarla en la siguiente novela. Seis novelas no independientes, eso no tenía buena pinta. Tendría que dividirlas de otra manera para que cada una de ellas fuera independiente, es decir, hacer seis novelas que también pudieran leerse como una historia larga y continua. De esa forma, la primera novela tendría cuatrocientas páginas, la segunda quinientas cincuenta y la tercera trescientas. Con eso, se habría empleado todo el material y tendría que escribir tres nuevas novelas en diez meses. Podía hacerlo, el último medio año había escrito unas diez páginas al día, lo que haría unas cincuenta páginas a la semana, porque tenía prohibido trabajar los fines de semana. Si quitaba unas diez páginas por desgana y otros impedimentos, podría escribir unas ciento sesenta páginas al mes. Redondeando a ciento cincuenta, podría tardar dos o tres meses en una novela, y sin problema conseguir escribir tres en ese tiempo, y encima contar con un mes más para posibles eventualidades.

Estaba casi ardiendo de impaciencia y expectación sentado delante del ordenador, yendo hacia delante y hacia atrás en el manuscrito. Era obvio que no se podía dividir y hacer novelas independientes así sin más, tendría que escribir principios y finales, puentes y transiciones, cambiar y borrar pasajes, pero no resultaría difícil, porque las partes ya eran diferentes en sí, siempre había intentado escribir centrándome en el tiempo en el que la acción tenía lugar, en especial, colocando las reflexiones tan cerca de la edad del yo como era posible. El niño de diez años reflexionaba sobre chuches, el de veintinueve sobre música pop, el de treinta y cinco sobre la paternidad. ¡Ah, estaría muy bien! ¡Seis novelas! ¡Joder, causaría furor con ellas!

Esa mañana de agosto, cuando me senté después de haber leído el breve correo electrónico de Gunnar, la primera novela ya estaba casi lista para maquetarse; lo último que había hecho después de recibir dos opiniones de los asesores de la editorial fue convertir la historia —en un principio fragmentaria e inconexa, sobre los doce meses que con dieciséis años viví con mi padre— en una historia seguida y consistente, y en mi opinión lo único que faltaba era cambiar los nombres, si alguna de las personas sobre las que había escrito lo deseaba. La segunda novela estaba más o menos acabada, sólo faltaba alguna cosa del final, luego Geir Gulliksen la leería por última vez, y después de estudiar sus propuestas e incorporarlas, si estaba de acuerdo, también estaría lista para maquetarse. De la tercera, en cambio, faltaba todavía mucho. No cuajaba, era demasiado anecdótica, le faltaba por completo épica y grandes líneas, no tenía ninguna coherencia interna más allá de la cronología.

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