Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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Entré en casa, puse el teléfono a cargar, abrí la puerta de la habitación de los niños, estaban dormidos y respiraban pesadamente. Fui al salón, había ropa, toallas y juguetes por todas partes; la alfombra estaba hecha un ovillo, los sillones pegados al televisor, y las fundas blancas con las que los habíamos tapado, porque la tela estaba llena de manchas, estaban tiradas por el suelo. Lo mismo ocurría con el sofá, más manchado aún si cabía. Lo dejé estar, fui al baño y metí la ropa sucia en las bolsas de Ikea; al día siguiente tenía que acordarme de poner la lavadora, pronto los niños no tendrían nada que ponerse. Dejé las bolsas encima de las cestas de ropa sucia y me fui al dormitorio a mirar el correo electrónico. Nada, ni de Tonje, ni de Jan Vidar. Apagué el ordenador y salí al pasillo, llevándome de paso el teléfono, con una mano apagué el lavavajillas y abrí la puerta; el vapor salió a chorros. Fui al despacho, en el escritorio había una nota con el probable número de teléfono de Hanne, la cogí y salí a la terraza. El número pertenecía a una persona que se llamaba Hanne, pero el apellido era bastante común, así que no podía estar del todo seguro de que se tratara de ella.

Dejé el teléfono en la mesa, me senté, eché café en la taza, encendí un cigarrillo y contemplé inquieto los tejados.

Durante todo el día la luz y el calor se habían unido en una especie de pesadez, algo estático que imperceptiblemente se había añadido a la levedad de los días de junio y julio, porque el verano estaba a punto de acabar, el mundo se retiraba a las sombras, crecía la oscuridad. Yo lo anhelaba. Quería tener oscuridad. Quería desaparecer, tanto ante mí mismo como ante los demás. Quería que mis sentimientos se sumergieran como la savia de un árbol que se estaba enfriando, y que los pensamientos, en consecuencia, cayesen como hojas entre todas esas pequeñas ramificaciones de las que salían.

Llevaba casi veinte años sin hablar con Hanne. Pensaba en ella de vez en cuando, pero cada vez con menos frecuencia, hasta que me puse a escribir la novela, entonces empezó de repente a ocupar gran parte de mis pensamientos cuando estaba trabajando. Al abrir la puerta y entrar en casa, donde tal vez se encontraba Linda, los pensamientos desaparecían porque estaban relacionados con una época que ya se había perdido, mientras que el tiempo que me rodeaba estaba vivo y existía en todas las cosas, que mediante su concretización y su presencia física hacían que el pasado se quedara donde estaba, fantasmal y vago. Y sin embargo tenía mala conciencia. Con el fin de aliviarla, le hablaba de vez en cuando a Linda de lo que estaba escribiendo, intentando quitarle importancia. No parecía que a ella le molestara, hasta que una mañana me confesó que cuando le contó a una amiga sobre lo que yo estaba escribiendo, ésta le dijo: «¿Escribe sobre antiguas novias? No entiendo cómo lo consientes.»

Ahora me tocaba dar un paso más. Sería imposible publicar la novela sin que Hanne la leyera primero y lo aceptara.

Marqué el número.

Nadie cogió el teléfono.

Lo mismo había ocurrido todas las veces que lo había intentado. Estaba a punto de colgar cuando sonó una voz.

—Hola, soy Hanne.

—Soy Karl Ove —dije—. ¿Eres la Hanne con la que iba al instituto?

Se hizo el silencio.

Luego se echó a reír, esa maravillosa risa, como espumante, que llevaba veinte años sin oír.

—¿Karl Ove? —dijo—. ¿El Karl Ove que me enviaba notas en clase?

—Sí —contesté—. ¿Qué tal te va?

Volvió a reírse de la misma manera. Siempre había sido de risa fácil, siempre había desbordado alegría, un don que no había perdido.

—Siempre he pensado que algún día me llamarías —dijo—. O que nos encontraríamos en un aeropuerto o algo así. ¿A que es curioso? Siempre he estado segura de que volveríamos a vernos. ¿Qué tal estás? Tengo entendido que vives en Malmö, ¿no? He leído sobre ti en los periódicos. Menos mal que no hiciste caso a mi consejo de prepararte para profesor.

—Bueno —dije—. Aquí tengo mujer y tres hijos. ¿Cuántos hijos tienes tú? Porque tienes hijos, ¿verdad?

Durante un rato estuvimos intercambiando información sobre nuestras vidas. Ella vivía en la zona de Mandal, seguía con el mismo hombre que en aquella época, había tenido una guardería, ahora trabajaba en un colegio.

—Pero no te llamo por los viejos tiempos —dije al cabo de un rato—. Te llamo por algo en concreto.

—Lo sospechaba —dijo.

—Lo que ocurre es que he escrito una novela sobre mi vida. Parte de ella trata de cuando tenía dieciséis años. Y como tú eras tan importante para mí en aquella época, también he escrito sobre ti. Todos los nombres y lugares son auténticos. Naturalmente entiendo que eso puede resultar complicado. Así que creo que debes leer el manuscrito antes de que se publique.

Ella guardó silencio.

—Si no te parece bien, cosa que entendería, porque lo que te pido es mucho, cambiaré tu nombre y no se te reconocerá, evidentemente.

—¿Es verdad? ¿Has escrito sobre mí?

—Sí.

—Vaya.

Volvió a guardar silencio.

—Pero no trata tanto de ti como de mí —expliqué—. A decir verdad, estuve muy enamorado de ti. Sobre eso he escrito. Si no quieres aparecer de esa manera, con tu nombre, me refiero, lo cambio y ya está. No es ningún problema. ¿Te has quedado sorprendida?

—La verdad es que sí.

Se rió.

—¿Te acuerdas de algo de aquella época? —me preguntó.

—Sí, un poco —contesté—. Quizá no muy detalladamente de lo que pasó, más bien del ambiente y todo eso. Esas sensaciones siguen vivas.

—Yo me acuerdo bastante. A veces pienso en ello. Siempre he pensado que nos veríamos en alguna ocasión para hablar de aquella época.

—No es demasiado tarde —dije—. Espero no haberlo estropeado todo escribiendo sobre ello.

—Lo dudo —dijo Hanne.

—¿Te parece bien entonces que te envíe el manuscrito y que te pongas en contacto conmigo cuando lo hayas leído para decirme si te parece bien o no?

—Sí. Me hace ilusión. ¡Pero también me dejas un poco intranquila!

Se hizo el silencio.

—Me ha gustado volver a escuchar tu voz —dijo.

—Lo mismo digo —contesté—. Tienes la misma risa, ¿lo sabes?

—No —dijo riéndose.

—¿Quedamos entonces en eso? ¿Te envío el manuscrito y luego volvemos a hablar?

—Sí.

—Hasta pronto, entonces.

—Hasta pronto.

 

Colgué y encendí un cigarrillo. Había ido mejor de lo que me temía. Pero no obstante me sentía sobrecogido. Había iniciado algo incontrolable. Hanne había dicho que recordaba aquella época bastante bien. Yo no. Es decir, recordaba extremadamente bien un par de episodios. Luego había otros de los que sólo tenía vagos recuerdos, y a ésos les había dado forma escribiendo. Había inventado diálogos, por ejemplo, tal vez fueran probables, pero no auténticos. ¿Qué sentiría Hanne al leerlos? Ella estuvo allí.

Apagué el cigarrillo y entré en el piso, me detuve en el cuarto de los niños. John yacía encogido boca abajo, sin edredón, como de costumbre. Vanja dormía boca arriba con una pierna estirada hacia cada lado y los brazos abiertos, como estilizada, como un ángel en la nieve. Heidi yacía de lado, con la cabeza apoyada en un brazo. Se le veía algo oscuro en la mejilla y debajo de la nariz. Encendí la luz.

Era sangre. Se la había restregado por toda la parte inferior de la cara, y la almohada estaba teñida de rojo. El corazón empezó a latirme como si me encontrara al borde de un precipicio. Corrí hacia el baño, mojé un trapo con agua caliente, volví al cuarto y se lo pasé por la cara. La niña abrió los ojos y me miró.

—Te ha salido sangre de la nariz —dije en voz baja—. No pasa nada. Procura no moverte y te limpiaré.

Cuando terminé de asearla, cambié la almohada ensangrentada por una que cogí de nuestro dormitorio. Apoyó la cabeza en ella, cerró los ojos, y yo le acaricié la espalda antes de apagar la luz y salir de la habitación. Primero fui al baño, enjuagué el trapo, lo escurrí y lo colgué en el radiador caliente, luego salí a la terraza y marqué el número de Linda. El teléfono sonó un buen rato, y cuando por fin lo cogió, tenía voz de sueño.

—Hola, soy Karl Ove. ¿Estabas durmiendo?

—Sí, creo que me he quedado dormida.

—Vaya, lo siento. No era mi intención despertarte.

—No importa. ¿Qué tal va todo por casa?

—Todo bien. Están dormidos los tres. No ha habido nada especial. Después de la guardería hemos estado en el parque, luego han visto un rato la tele y se han ido a la cama. Lo único que pasa es que esto está muy desordenado. Pensaba recoger mañana.

—Qué bueno eres —dijo ella.

—No creo que bueno sea la palabra —dije—. ¿Qué tal te va a ti?

—Bien —contestó con un bostezo.

—¿Os habéis bañado?

—Sí. Ha estado muy bien.

—Geir viene mañana —dije.

—¿Mañana ya? Creía que iría el viernes.

—Está solo con Njaal, y dice que igual le da estar aquí que allí.

—Tú y Geir solos con cuatro niños. ¡Quién lo hubiera dicho!

—Pues ya ves. Creo que es una señal de que el mundo se está acabando.

—Pero te irá bien.

—Sí, seguro. Había pensado que podíamos comer gambas el viernes, cuando llegue Cristina. ¿Qué te parece?

—Suena bien —dijo, y bostezó de nuevo.

—Vete a dormir ya —dije—. No te molesto más. Creo que yo también voy a acostarme. Para poder aguantar a John si se levanta a las cuatro y media.

—Dales un beso de mi parte. Os echo de menos.

—Y yo te echo de menos a ti. Buenas noches.

—Buenas noches.

Entré en casa, puse a cargar el teléfono, miré a Heidi, no había sangre en su almohada, abrí el correo electrónico, nada, navegué un poco antes de enviarle el manuscrito a Hanne, mezclé un vaso de agua con zumo en la cocina y me lo llevé a la terraza, me fumé un último cigarrillo, me cepillé los dientes y me fui a dormir.

 

Eran casi las cinco cuando me desperté y vi a John al lado de mi cama con su almohada en la mano. Me incorporé. También él había sangrado por la nariz. ¿Qué estaba pasando? Había un reguero de sangre coagulada debajo de sus fosas nasales y unas manchitas en una mejilla. Me fui preocupado al baño y humedecí otro trapo. Sangrar por la nariz no era peligroso, pero cuando les pasaba a dos niños en el transcurso de una noche no podía ser algo casual, ¿no? Tendría que haber una causa. Bastante escalofriante era ya de por sí que les saliera sangre, aunque no fuera síntoma de nada. ¿Tal vez el aire demasiado seco?, pensé, pasándole el trapo por la cara un par de veces, mientras él intentaba escabullirse.

—Ya está —dije—. ¿Vamos a desayunar?

—Sí —contestó el niño, y echó a andar de esa manera suya relajada y despreocupada. Me puse la ropa del día anterior y lo seguí. El pañal pesaba y le colgaba, se lo quité, fui a por otro y se lo puse mientras él esperaba, como un coche en boxes, se me ocurrió pensar. Acto seguido lo metí en la trona, saqué el muesli del armario, e iba a coger crema agria con sabor a arándanos cuando descubrí que no quedaba.

—No queda más leche de arándanos —le dije—. ¿Quieres leche normal?

—No.

—¿Qué hacemos entonces?

—No lo sé.

Se abrió la puerta, era Heidi, entró y se sentó en su sitio.

—Hola, Heidi —dije.

No contestó, pero por la pequeña sonrisa que intentaba esconder bajando la cabeza entendí que estaba de bastante buen humor. Desayunamos, el sol entraba a raudales en la cocina, desperté a Vanja, los peiné y les cepillé los dientes a los tres, los vestí, cogí la bolsa de basura y bajamos los cuatro en el ascensor.

 

Cuando volví a casa, puse una lavadora en el lavadero del sótano, luego llamé a Geir Angell para preguntarle si ya estaban de camino; sí, lo estaban, y esperaban llegar sobre la una.

A continuación miré el correo electrónico. Había llegado uno nuevo de Gunnar, dirigido a la editorial, con copia para mí. El asunto era «Autor y editorial difamatorios». Empezaba diciendo que ya había manifestado que los episodios y descripciones que quería eliminar del manuscrito eran mentiras, medias verdades y graves distorsiones y omisiones, y que, además, su naturaleza era tal que sin duda estarían comprendidas en el artículo 23 sobre la difamación. Escribía que tenía ya preparados los testigos. Su mujer llevaba un diario que podía presentarse como prueba en un juicio. Sus hijos podían testificar. Aparte de eso, había una gran cantidad de personas que en virtud de su profesión habían mantenido un estrecho contacto con su madre en el tiempo que abarcaba la novela. Eran una enfermera a domicilio, una asistenta, y también amigos y vecinos. Todos podrían testificar que lo que yo escribía en el libro era mentira. Ponía un ejemplo: yo había escrito que mi padre había vivido dos años en casa de mi abuela antes de morir, y había hecho una detallada descripción de lo horribles que eran las condiciones. Nada de eso era verdad, sino pura mentira. Mi padre no había vivido en Kristiansand, sino en Moss, todo ese tiempo. A juzgar por la descripción de Gunnar, su existencia en esa ciudad era completamente normal. Tenía su propio piso, tenía coche, trabajaba de profesor en un instituto, incluso tenía una novia. En Kristiansand, con su madre, sólo estuvo los últimos tres meses aquella primavera y verano. Murió allí de un fallo cardiaco, escribía Gunnar, y lo planteaba como si hubiese ocurrido en unas circunstancias completamente normales. Mi versión era por lo tanto errónea y taimada. Yo me describía como un héroe que llegaba a poner orden en toda esa miseria originada por mi padre. Pero según Gunnar no había tal miseria. Él llegó a la casa muy poco tiempo después de que su hermano fuera recogido por el personal de la ambulancia de la silla en la que murió. Todo ese día y todo el día siguiente él permaneció en la casa para ayudar a su madre y hacerle compañía. Durante esos dos días limpió y fregó lo que hizo falta. Lo que yo escribía, que por todas partes, desde la entrada hasta arriba, había botellas vacías, era un gran disparate. Simplemente, era falso. Cuando Yngve y yo llegamos a la casa unos días después, él ya se había ocupado de limpiar y fregar, sólo quedaban unas pocas cosas por hacer, como mover algunos objetos que pesaban demasiado para hacerlo él solo. La única estancia que no había limpiado era el dormitorio de mi padre, donde estaban su ropa y sus pertenencias, y era obvio que no debía tocar nada, ya que se trataba de nuestro padre.

Los días siguientes, Yngve y yo fuimos con la abuela a comer a su casa, decía, resultaba curioso, porque era algo que yo no era capaz de recordar. Mi intervención en la casa la reducía a nada. La que fregó todo fue su mujer, ella cambió las cortinas y bañó a la abuela. Yo, el escritor trastornado, no hacía más que dar vueltas con un cubo en la mano, incapaz de fregar, ésa era una capacidad de la que yo carecía por completo, algo que tenía en común con mi madre, ella tampoco sabía nada de limpieza. Yngve apenas estuvo, se largó al cabo de un día. Y, para colmo, yo no sólo tenía el descaro de exponer el caso como si fuera yo quien fregó la casa, sino también de presentar a mi propia abuela, su madre, como una anciana bebedora y borracha. Pero Gunnar sabía por qué: en una ocasión, cuando yo iba al instituto en Kristiansand, ella me pilló con las manos en la masa en un engaño. Es decir, le había robado dinero, ella me descubrió y desde entonces yo la odiaba. La abuela también expresó a mi madre su preocupación por mi vida disipada, yo gastaba mucho dinero, estaba metido en drogas, de manera que la acusación se basaba en hechos, ¿y cómo había reaccionado mi madre? Con rabia. ¿Por qué? Porque mi padre nos había dejado.

A continuación pasaba a enumerar varios errores concretos del manuscrito. Yo nunca había tenido una bisabuela por parte de padre que llegara a cumplir más de cien años y que muriera al caer por una escalera, eso era pura invención. Mi padre tampoco había tenido nunca una prima que ganara un concurso de belleza. Yo había escrito que solíamos ir a un determinado local de fiestas para eventos familiares, Elevine. Eso era una tontería, no había ocurrido nunca. En cuanto a mi abuelo y sus hermanos, se habían llevado bien toda su vida, nunca perdieron el contacto, como yo escribía. La abuela nunca había robado dinero a la mujer para la que trabajaba, la historia real era muy distinta, y humorística. También el propio Gunnar era objeto de mis mentiras; nunca había dicho que podíamos coger el dinero que había debajo de la cama y no decir nada a las autoridades fiscales, como yo escribía.

Hacia el final de ese largo repaso decía que él y su mujer se habían preocupado por mis abuelos en el otoño de su existencia, lo que les hizo posible seguir viviendo en su propia casa y tener una calidad de vida relativamente buena los últimos años de su vida. Ese hecho era ninguneado en mi novela, porque si sólo se leía el libro podía pensarse que ellos no se habían preocupado por su madre, dejando que se las arreglara por sí sola. Nada más lejos de la realidad. Si se supiera toda la labor que ellos habían realizado en esa casa y lo bien que habían estado sus padres, mi descripción de la situación sería insostenible. Pero eso era algo típico de mí, comprendí al leerlo, porque en la siguiente frase alertaba a la editorial sobre mí y mi naturaleza traidora, que se veía en la manera de sentarme, echado hacia delante, y en cómo colocaba la cara, alejada de la persona con quien hablaba y con una mirada pesada y desconfiada, llena de culpabilidad y cavilaciones. Que no se dejaran engañar. Lo que yo representaba no era ni lo bueno ni la verdad, aunque pudiera dar esa impresión, sino todo lo contrario. Era un mentiroso notorio y un Quisling, vendía a mi abuela y a mi padre por dinero manchado de sangre y deseos de hacerme famoso, y era capaz de cualquier cosa para conseguirlo, por muy vil que fuera. Si la editorial no paraba ese proyecto, él iniciaría un pleito. Para que esto no sucediera, quería acabar haciendo una propuesta. En mi anterior libro yo escribía con mucha elegancia sobre los ángeles. Mi tío Kjartan escribió con mucha elegancia sobre las cornejas. La editorial debería sugerirme que escribiera un libro sobre cabrones. Eso estaría acorde con el nivel en el que yo me sentía a gusto. Y así podría usar ese talento literario que había heredado de mi padre.

 

Todo tenía otro aspecto bajo la mirada de Gunnar. Con su mujer y sus hijos había llenado de sentido los últimos años de mis abuelos. Los ayudaron con las cosas prácticas, pero también les hacían compañía, yendo a verlos varias veces por semana, Gunnar y la abuela se reían y bromeaban como tenían por costumbre, los llevaron a la cabaña y a ver al hermano del abuelo, celebraron varias navidades con ellos. Una familia normal y corriente, una familia que funcionaba bien, sin grandes secretos, ningún escollo, ningún nubarrón en el cielo. Excepto uno, que su hermano era alcohólico. Pero no hasta el punto de que le impidiera hacer su vida, trabajaba en el instituto y tenía una novia en Moss, una profesora competente y apreciada. Tuvo problemas en su vida, más tal vez en su primer matrimonio, que, según Gunnar, fue frío y sin amor, y ese frío había perjudicado a sus hijos, que, al hacerse mayores, se distanciaron no sólo del padre, sino de toda la familia paterna. El peor era el pequeño, Karl Ove, pero también Yngve se había distanciado. Ellos vivían en Bergen, en el oeste, de donde provenía la familia de su madre. En Kristiansand todo iba muy bien hasta que el hermano de Gunnar se mudó a casa de su madre.

Pero eso fue sólo durante un corto período, ocho semanas, y murió en su salón de un paro cardiaco. La abuela tenía una asistenta y una enfermera que le enviaba el ayuntamiento, Gunnar y su mujer también acudían a ayudar, y aunque mi padre bebía un poco, no le impidió llevar a la abuela a Hvaler a casa de su otro hermano el verano antes de su muerte. Fue entonces cuando vendió su piso en Moss. Los dos se las arreglaban bien, pero no era de extrañar que ella se llevara un duro golpe cuando murió su hijo mayor. La casa estaba algo desordenada, había unas cuantas botellas, él era, al fin y al cabo, alcohólico, pero no estaba de ninguna manera hecha un desastre, se podría ordenar y limpiar en una o dos mañanas.

Gunnar era el único hijo que se había quedado a vivir en Kristiansand, el que se había ocupado de sus padres, el que había organizado la ayuda que necesitaban, él y nadie más. Gunnar nunca había hecho daño a nadie, no había nada criticable en él o en su conducta, al contrario, era alegre, dispuesto a ayudar, estable, un soporte tanto de la sociedad como de la familia. Un buen hijo, un buen hermano, un buen padre, un buen ciudadano.

Los hijos de su hermano acuden para enterrar a su padre. Él les deja a ellos la escena. Ellos friegan un poco, organizan el entierro, luego se vuelven a marchar. Pasan diez años y recibe una novela escrita por el más pequeño. No da crédito a sus ojos. Todo lo bueno y bonito está convertido en un infierno. Escribe que su padre llevaba dos años viviendo allí, que había echado a la asistenta y a la enfermera, convirtiendo esa casa burguesa en una pocilga y a su madre en una borracha senil. No se menciona nada de todo aquello que Gunnar había empleado gran parte de su vida de adulto en conseguir, todo es una miseria. ¿Qué impresión les causaría a sus amigos y vecinos? ¿Cómo iba él, Gunnar, a permitir que eso sucediera con su madre y su hermano? La verdad es que no ocurrió. Pero ¿cómo transmitirlo? Está allí escrito, en la novela. ¿El autor está mintiendo? Sí, obviamente. Entonces se encuentra ante dos problemas: ¿por qué miente el autor, y cómo detener ese libro engañoso? El autor miente porque su madre, esa fría y egocéntrica mujer, lo ha trastornado, consiguiendo que interprete negativamente todo lo que tenga que ver con la familia de su padre, y porque cuando era joven y estaba metido en drogas fue rechazado por su abuela, algo que jamás ha olvidado. Cuando su padre y su abuela murieron, él se tomó la revancha. Odiaba a su abuela, odiaba a su padre, a la vez que era lo suficientemente inteligente como para dar a ese odio una expresión literaria y con ello ganar dinero. Además, era lo bastante descarado para adjudicarse a sí mismo el papel de héroe, presentarse como el que limpió y recogió las cosas de su padre, mientras que la verdad era que apenas había nada que limpiar o recoger, fue Gunnar quien se ocupó de lo poco que había que hacer. El autor había conseguido que la editorial aceptara esa larga retahíla de mentiras, ese odioso proyecto. Lo haría sólo porque ignoraban la verdad. Habían creído sin más al autor, habían comprado su descripción de las cosas sin más. Para detenerlo, había que alertar sobre eso a la editorial. En consecuencia, les escribió una carta, a ellos y a la madre y al hermano del autor, pero no al propio autor, su traición era tan grande que no quería tener ningún contacto con él, no quería volver a verlo jamás, porque, a sabiendas, había tergiversado la realidad con el fin de destrozar a su familia. Pero también había otra razón: el autor había adjuntado una carta en la que explicaba por qué había escrito lo que había escrito, y de esa carta se desprende claramente que de hecho no sabía lo que hacía. Y como no lo sabía, Gunnar tenía que dirigirse a la persona que sí sabía y que desde siempre había tergiversado la visión de la realidad del autor, hasta el extremo de que él no distinguía ya lo que era real de lo que había surgido de su cabeza. Era un Judas y un Quisling, pero dirigido por su madre. Gunnar había visto los orígenes de la frialdad de esa mujer, porque la madre de ella, la abuela materna del autor, parecía autista y llena de complejos aquel verano que Gunnar, con doce años, fue a visitarlos a aquella granjita de colono al pie de las montañas. El hijo de la abuela materna, el hermano de su madre, se volvió loco, y estuvo ingresado en un manicomio en varias ocasiones. Escribía poemas, su último poemario trataba de cornejas. Esta realidad crispante y helada, con su locura, autismo, cornejas y frío, fue aceptada por el autor, quien la había convertido en suya, y basándose en ella había escrito sobre su padre, un hombre bueno en el fondo, que tal vez por la frustración que había vivido con esa mujer fría del oeste no siempre trató a sus hijos como debía, no de la manera en que Gunnar trataba a los suyos, pero no con maldad, al menos no de una manera que pudiera justificar la imagen que el autor había dibujado de su padre. Él miraba con la mirada de su madre, pero no era consciente de ello.

 

Para Gunnar, el problema principal de la novela no era que yo escribiera la verdad sobre mi padre y sobre lo que le ocurrió durante los últimos años de vida, sino que mintiera sobre mi padre y aquella época, y que esa mentira inculpara a Gunnar a los ojos de los demás, algo sumamente erróneo y, sobre todo, inmerecido.

No cabía duda de que realmente expresaba lo que sentía, que en su opinión los acontecimientos eran muy distintos. Eso me asustaba. Lo que más temía de mí mismo era mi falta de rigidez. Había escrito que mi padre vivió en casa de la abuela los dos últimos años de su vida, y que eso los hundió a los dos. Había escrito que echó a la enfermera y a la asistenta que iban a la casa. Gunnar negó las dos cosas, y escribía que tenía testigos de lo contrario.

¿De dónde lo había sacado yo?

¿Cómo sabía yo que fueron dos años?

No lo sabía. Lo había escrito, tendría que provenir de algún sitio, pero ¿de dónde?

Me encontraba en Kristiansand cuando empecé a escribir Fuera del tiempo, es decir, en enero de 1996, para entonces mi padre estaba ya muy alcoholizado y viviendo con la abuela. Es cierto que seguía teniendo su piso en Moss, pero me constaba que pasaba mucho tiempo con ella, y por alguna razón se había mudado a su casa ya permanentemente ese verano, es decir, dos años antes de morir. Pero no sabía cómo o de dónde me había llegado esa información.

¿Podía haberlo supuesto y permitido que esa idea no confirmada se presentara como una verdad absoluta diez años después? Eso no sólo era posible, sino probable. Si Gunnar afirmaba que mi padre había vivido con la abuela tres meses y que tenía testigos de ello, sería verdad. También escribí que mi padre había echado a la asistenta y a la enfermera, ¿de dónde había sacado esa información? Tampoco lo sabía. Muy atrás en mi cabeza tenía una vaga idea de que lo sabía por el propio Gunnar, que dijo por teléfono a Yngve que nuestro padre había echado a la asistenta y que no había manera de hablar con él, porque de eso trató la conversación telefónica, ¿no? Que mi padre había levantado barricadas en casa de la abuela, y que Gunnar ya no podía hacer nada, que había intentado intervenir apelando a la sensatez de mi padre, pero sin resultado. Por esa misma conversación supe que mi padre se había fracturado una pierna y estuvo durante horas tirado en el suelo en casa de la abuela sin poder moverse, hasta que Gunnar lo encontró y lo llevó al hospital. Ese suceso se me quedó grabado, así que tuvo que ser horrible, pero las circunstancias relacionadas con él estaban poco claras, no era capaz ni de fecharlo ni de saber cómo me enteré. También era posible que la información sobre el despido de la enfermera me llegara estando allí tras la muerte de mi padre, cuando Gunnar describió cómo había sido todo. No lo sabía. Podía ser que él exagerara, que fuera una manera de decir que mi padre había imposibilitado cualquier intento de intervención, que la enfermera no acudiera tan a menudo. Tal vez sólo se tratara de la asistenta, es decir, de la persona que limpiaba la casa de la abuela, y no de la enfermera. Pero yo no había escrito nada sobre ellas, ¿no? Una tercera posibilidad era que nadie hubiese dicho nada por el estilo, que sólo fuera algo que yo suponía, basándome en las terribles condiciones en que se encontraba la casa. Allí nadie había puesto orden o limpiado en mucho tiempo, debían de haber echado a la asistenta, y tendría que haberlo hecho mi padre. Eso pude pensar en el verano de 1998, y así lo que inicialmente había sido una vaga teoría podría haberse convertido en una dura verdad diez años después.

No lo sabía.

Pero estaba seguro de que Gunnar sí lo sabía, y si él escribía con tanta seguridad que era así, lo sería.

Eso significaba que yo realmente no era de fiar. Era algo avasallador. ¿Entonces yo no era de fiar en nada? ¿Alteraba las verdades básicas el que mi padre no hubiese vivido con la abuela dos años, sino tres meses, y que no se hubiese echado a la asistenta, sino que ella hubiese seguido con las rutinas de costumbre?

Sí que las alteraba. En ese caso se trataría de unos días de desgracias y sustos en medio de un mundo de paz y tranquilidad, no de una catástrofe de años. Lo único que sabía era que Yngve y yo nos encontramos con un horrible espectáculo cuando entramos aquel día en la casa. Gunnar escribía que no era verdad que hubiera botellas diseminadas desde la entrada hasta el interior de la casa, que durante los dos días transcurridos desde la muerte hasta nuestra llegada había retirado la mayor parte, y que sólo quedaban por limpiar la habitación de mi padre y mover algunas cosas pesadas.

¿No había allí botellas? Yo recordaba que la escalera que llevaba del salón a la buhardilla estaba llena de ellas, que había bolsas con botellas debajo y encima del piano, y que también la cocina estaba llena. ¿Y en la escalera que llevaba de la entrada al salón? Eso no lo recordaba. Habría exagerado. No era de fiar, otra vez quedaba patente. Según Gunnar fue él quien puso orden en todo ese caos, no nosotros. Yo recordaba con nitidez que habíamos fregado y limpiado la casa ese día y el siguiente, él, por otra parte, describía a un autor turbado dando vueltas con un cubo, sin los conocimientos más elementales de limpieza. Tampoco recordaba haber comido en casa de ellos, estaba seguro de que no fue así. Y sin embargo no podía excluir la posibilidad, pues había muchas cosas en mi vida que no recordaba. Era verdad que íbamos a la cabaña con mi padre y que yo me tiraba al agua desde el muelle, como escribía él, pero era algo que sucedió fuera del tiempo abarcado por la novela, es decir, después de haberla terminado. Lo de bañar a la abuela, lavar las cortinas, el esfuerzo de Gunnar y Tove por limpiar la casa, todo eso sucedió después de esos dos días y medio que yo había descrito. Al contrario que Gunnar, yo consideraba lo referente a la limpieza de la casa algo positivo, un detalle por su parte que él se retirase esos días, dejándonos a Yngve y a mí la responsabilidad, era una manera de decir que se trataba de nuestro padre, de devolvérnoslo. Gunnar había ido y venido dándonos consejos, y llevó los muebles que sacamos a un punto limpio en un remolque que alquiló. No había faltado en ningún momento a sus obligaciones, al contrario, se había comportado de un modo irreprochable, y eso lo había escrito yo, ¿no?

Si él tenía razón en lo que se sobrentendía, en que lo que encontramos al llegar a la casa fue algo normal, y que mi imagen de aquello era tan exagerada que resultaba grotesca, entonces todo se desmoronaba. Afectaba a algo fundamental, sobre todo, claro está, a la base misma de la novela, el que describiera la realidad, el por qué había escrito sobre la muerte de mi padre y esos terribles días siguientes. Cuando Yngve, con el coche cargado de botellas, se dirigió hacia mí diciendo que si algún día escribía sobre aquello nadie me creería, era porque lo que acabábamos de ver parecía algo sacado de una novela o una película, y no de la realidad.

En los años siguientes me explayaba a menudo sobre la perdición de mi padre ante los que tenían ganas de escucharlo, me hacía parecer especial y quizá también interesante, me convertía en una persona que había tenido alguna que otra experiencia fuerte, proporcionándome una posible aura de locura y profundidad, algo que yo seguramente anhelaba, siempre había deseado ser alguien, y esa idea de enaltecimiento había formado parte desde siempre de mi motivación para escribir. Después de explayarme de esa manera sobre mi padre y su muerte, me quedaba un mal sabor de boca por aprovecharme así de él y de lo trágico de su vida. Eso era a pequeña escala. La novela inflaba todo aquello, convirtiéndolo en algo grande. Yo me aprovechaba de él, pisaba su cadáver. Lo hacía escribiendo sobre él. Al mismo tiempo, era la historia más importante de mi vida. Si eso no era verdad, había exagerado para que el destino de mi padre causara la mayor impresión posible, y con ello me confiriera algo de ese salvajismo y fuerza destructiva, para que pudiera convertirme en un verdadero escritor, no en alguien que fingía serlo. En ese caso no sólo lo había traicionado a él, sino también a mí mismo. Contra esto iba dirigida la carta de Gunnar, y con mucha dureza: yo había mentido. No había botellas en la escalera. Mi padre no vivió allí durante dos años. Nadie había echado a la asistenta.

Si yo aceptara esa perspectiva, me anularía a mí mismo. Al escribir sobre los sucesos de la casa no pensé ni una sola vez que estaba exagerando, ni que estaba explotando a mi padre o a mi abuela, los sucesos que describía eran demasiado abrumadores y el espacio hacia el que me movía demasiado importante para eso.

Había escrito sobre mi padre. Había escrito sobre el miedo que le tenía, sobre mi dependencia de él, y sobre el enorme dolor que su muerte sembró en mí. Era una novela sobre él y sobre mí. Era una novela sobre un padre y un hijo. Aunque me ponía lívido de miedo al ver la palabra pleito, y me quedaba helado cuando mi tío escribía que tenía testigos de que yo mentía, no podía abandonar la historia sobre mi padre.

¿Ni siquiera si era falsa?

Sin saberlo, había removido algo peligroso, lo más peligroso de todo.

Pero ¿por qué era peligroso?

Gunnar tenía que atacar a mi madre porque pensaba que eso era lo que yo había hecho al escribir la novela, atacar a mi abuela y a mi padre. Era una revancha. Ojo por ojo, diente por diente. Se limitaba a hacer lo mismo que había hecho yo, con la diferencia de que la revancha era asimétrica: mi novela sería publicada y podría ser leída por todo el mundo, estaría en todas las librerías y en todas las bibliotecas. Su correo electrónico sólo sería leído por las personas a las que se lo había enviado, es decir, la editorial, mi madre, Yngve y yo. Como la correlación de fuerzas era tan desigual, él la ajustó golpeando con más fuerza a todos.

Me senté y encendí el ordenador, abrí el documento de la novela y empecé a leerlo. A la luz de lo ocurrido los últimos días, surgían disgustos casi en cada página, porque los viejos amigos y compañeros de clase que mencionaba podrían reaccionar de la misma manera que Gunnar.

Llamé a Geir Gulliksen para hablar de las implicaciones puramente prácticas de la carta de Gunnar, de que tendría que cambiar las fechas y los tiempos, los dos años que en la novela mi padre vivió con la abuela, tal vez no poner ningún tiempo determinado, y corregir los errores materiales. Le pregunté qué debíamos hacer con todos los demás nombres. Geir opinaba que las personas que formaban parte de mi infancia o juventud y estaban descritas de un modo relativamente neutro podían quedarse sin problemas con su nombre, que con eso no correríamos riesgo, pero en el caso de las personas sobre las que había escrito de una manera que pudiera interpretarse como comprometedora, por ejemplo cuando hablaba de sus familias, si había un padre que pegaba o hacía cualquier otra cosa que pudiera entenderse como dudosa, debería anonimizarlas. Las observaciones de Geir me tranquilizaron, hablaba basándose en la novela, que era lo que debíamos tener como punto de partida, corregir lo que hiciera falta.

Cuando colgué, llamé a Yngve. Hablamos detenidamente de lo que recordábamos sobre lo acontecido en torno a la muerte de nuestro padre, él no recordaba muchos detalles, pero no había reaccionado al leer mi descripción. En caso de juicio, él sería mi único testigo, pero no se lo dije. Un juicio era lo peor que podía suceder. Sabía que la editorial haría todo lo posible por evitarlo. Casi igual de malo sería que algo de esto llegara a los periódicos.

Todo tenía que ver con Gunnar y su visión de la novela, con consideraciones puramente humanas. Pero había en la novela otro punto crítico más literario, sobre el que medité mucho durante el tiempo transcurrido entre la finalización de ésta y la llegada de la carta de Gunnar. También tenía que ver con la verdad, pero más desde una perspectiva formal, y lo que me hizo pensar en ello fue una pequeña novela que leí de Peter Handke, titulada Desgracia impeorable, que trata del suicidio de su madre, y es autobiográfica. Al contrario que mi prosa, que buscaba todo el tiempo lo emocional y lo sentimental, la de Handke era seca y objetiva. Cuando empecé a escribir, buscaba un lenguaje parecido, si no seco, al menos crudo, en el sentido de no elaborado, directo, sin metáforas ni adornos. Esto último proporcionaría belleza al lenguaje, y en una descripción de la realidad, sobre todo de esa realidad que yo pretendía describir, resultaría falso. La belleza es un problema porque implica una especie de esperanza. La belleza, es decir, ese filtro literario por el que se ve el mundo, proporciona esperanza a la desesperación, valor a lo que no tiene valor, sentido a lo que no tiene sentido. Indefectiblemente es así. La soledad descrita de un modo hermoso eleva el alma hasta las grandes alturas. Y entonces ya no es verdad, porque la soledad no es hermosa, la desesperación no es hermosa, ni siquiera la añoranza es hermosa. No aunque no sea verdad, pero es buena. Es un consuelo, es un alivio, ¿acaso reside en ello parte de la justificación de la literatura? Pero en ese caso se trata de la literatura como algo distinto, algo propio y autónomo, valioso en sí mismo, no como una descripción de la realidad. Peter Handke trata de huir de eso en su novela. Escribió el libro unas semanas después del entierro, y en él intenta acercarse a su madre y a la vida de ésta de la manera más verdadera posible. No verdadera en el sentido de que realmente haya sucedido, de que ella fuera un ser real, sino verdadera en su percepción y en su transmisión de esa percepción. Él no representaba a su madre en ese texto, eso hubiera sido, sentí al leerlo, un agravio hacia ella como ser humano. Ella era su propio ser humano, vivió su propia vida, y en lugar de representarla, Handke se refería a ella como a algo que se encontraba fuera del texto, nunca dentro de él. Esto significaba que el autor escribía en general sobre los contextos que la incluían, sobre los papeles que ella asumía o no asumía, pero lo general también puede llegar a ser un problema, escribe en alguna parte, porque podría llegar a ser independiente de ella y adquirir su propia vida en el texto, a través de las formulaciones poéticas de su hijo, un agravio hacia ella esto también. Handke escribió: «En consecuencia, utilicé los hechos como punto de partida, y busqué maneras de expresarlos. Pero enseguida me di cuenta de que buscando expresiones me alejaba de los hechos. Entonces opté por otra manera de acercarme: ya no partía de los hechos, sino de las expresiones ya accesibles, de los almacenes lingüísticos de la experiencia social de las personas.» En ellos buscaba el autor, por así decirlo, la vida de su madre. Lo hizo para preservar su dignidad y su integridad, según pude entender, pero en ese caso también ocurría algo distinto en el texto; cuando un ser humano es dibujado a través de lo social, a través de la cultura, y de la mirada y la autocomprensión de la época contemporánea, a través de sus roles y sus límites, desaparece su esencia interior, su propia existencia individual y específica, lo que antiguamente se llamaba alma, y pensé que tal vez el libro de Handke fuera precisamente la historia de eso, la represión social de lo individual, el estrangulamiento del alma. Al fin y al cabo, la madre acabó por quitarse la vida. Handke evita toda clase de efectos, toda clase de sentimientos, todo lo anecdótico, todo lo que puede despertar vida en un texto, insiste constantemente en que lo que escribe es un texto, que esa vida que describe siempre está o estaba en otra parte, y cuando tras unas setenta y tantas páginas llega al momento de la muerte y el entierro, que tiene lugar junto a un bosque, escribe: «La gente abandonó rápidamente la tumba. Yo me quedé junto a ella mirando hacia arriba, a los árboles inmóviles: por primera vez se me antojó que la naturaleza era realmente despiadada. ¡Así que éstos eran los hechos! El bosque hablaba por sí solo. Aparte de esos innumerables árboles, no había nada que importara; en primer plano, un conjunto episódico de formas que gradualmente se movía hacia atrás en la imagen. Me sentí humillado y desamparado. De repente, en mi impotente ira, sentí la necesidad de escribir algo sobre mi madre.» Esta repentina percepción de lo que es la muerte era el verdadero punto de partida de la novela. Yo conocía esa percepción, también yo la tenía. No obstante, el libro que yo había escrito estaba en las antípodas del de Handke.

Escribí que yo tenía la misma percepción que Handke junto a la tumba, mirando los árboles y comprendiendo que la naturaleza no tenía piedad, y que el bosque hablaba por sí solo. Pero ¿era verdad? ¿Cómo podía ser verdad cuando esa percepción había hecho a Handke escribir un libro sobre su madre y la muerte de ésta en el que ella no estaba representada, sino que sólo se la mencionaba? Configurada a través de su época y las expresiones y conocimientos de la misma, vista como un individuo que tenía cierto número de tipos entre los que elegir, social e históricamente determinados, obviamente no sin una personalidad propia, pero sin que ésta fuera establecida, porque en ese caso sería «típico» de ella, y así, paradójicamente, mentiría, ya que ella siempre era otra cosa; la muerte en Handke era despiadada, y la vida que describía tampoco tenía piedad, con lo que resultaba obvio que su libro no podía tratar de la piedad. Literariamente, la piedad estaba en lo bello, es decir, en la frase bella, y en la forma, o sea, en la ficcionalización, esa secreta unión de sucesos que atravesaba cualquier novela, porque ese movimiento era en sí una confirmación de sentido y coherencia. ¿Cómo podía entonces la percepción de Handke ser la misma que la mía cuando yo escribía una novela sobre la muerte de mi padre dejando que el texto lo representara, como si él se encontrara allí, es decir, convirtiéndolo en objeto de los sentimientos propios del lector, con una prosa que todo el tiempo buscaba la creación, porque la propia prosa o su autor sabían que la creación despierta o manipula sentimientos en un mundo que no es despiadado, porque el sentido y la coherencia se establecen todo el tiempo por distintas vías, diga lo que diga de ello el texto?

Handke escribió: «La gente abandonó rápidamente la tumba. Yo me quedé junto a ella mirando hacia arriba, a los árboles inmóviles: por primera vez se me antojó que la naturaleza era realmente despiadada. ¡Así que éstos eran los hechos! El bosque hablaba por sí solo.» Yo escribí: «Y la muerte, que yo siempre había considerado la magnitud más importante de la vida, oscura, atrayente, no era más que una tubería a la que le sale una gotera, una rama que se rompe en el viento, una chaqueta que se desliza de una percha y cae al suelo.» Era hermoso, era algo, pero lo que señalaba no era nada, algo vacío, neutro, tan falto de esperanza como de piedad. Handke no mentía, se esforzaba mucho en ese sentido. Yo mentía. ¿Por qué?

Cuando veía un árbol, veía lo ciego y lo arbitrario en él, algo que había surgido y que perecería, y que mientras tanto crecía. Cuando veía una red con relucientes peces coleando, veía lo mismo, algo ciego y arbitrario que surgía, crecía y perecía. Cuando veía fotos de los campos nazis de exterminio, también veía a las personas de la misma manera. Miembros, cabezas, estómagos, pelo, sexo. No tenía nada que ver con mi mirada, lo que yo veía era la manera en que esas personas eran vistas en aquella época y que hizo posible que tanta gente se enterara de los infames actos e incluso participara en ellos sin mover un dedo. Resultaba aterrador que esa mirada fuera posible, pero no disminuía la verdad de lo que veía. Esto podía considerarse nada, y todos los pensamientos que buscaban sentido en el mundo tendrían que proceder de acuerdo con ese punto de partida. Veía un árbol y veía la falta de sentido. Pero también veía la vida, en su forma pura y ciega, aquello que no hacía sino crecer. Su fuerza y su belleza. Sí, la muerte no era nada, una simple ausencia. Pero de la misma manera que por un lado la vida ciega podía considerarse una fuerza, algo sagrado, y, por qué no, divino, por otro lado podía considerarse algo sin sentido y vacío, también la muerte podía considerarse así, también podía cantarse la canción de la muerte, también la muerte podía llenarse de sentido y belleza.

Fue eso lo que hizo que en el nacionalsocialismo alemán, tan tremendamente importante para nosotros, porque ellos ostentaron el poder hacía sólo dos generaciones, y en su régimen de terror, que a todas luces era moderno, estas tres perspectivas coexistieran: la vida como una fuerza divina, la muerte como algo hermoso y lleno de sentido, el ser humano como algo ciego, arbitrario y carente de valor. Esta perspectiva, que antes del nazismo pertenecía al arte y a lo sublime, se convirtió en parte de la estructura social. La madre de Handke era muy joven cuando ocurrió, y después de haber descrito su infancia en Austria entre las dos guerras, en medio de una relativa pobreza e ignorancia, en la que el deseo de la joven de aprender lo que fuera, cualquier cosa, era considerado algo totalmente irrealista e indeseable, Handke esboza ese nuevo ambiente que surge dentro y alrededor del nacionalsocialismo, con manifestaciones, desfiles con antorchas, edificios decorados con nuevos emblemas nacionales, y escribe: «Los sucesos históricos eran presentados a la población provinciana como un drama de la naturaleza.» De su madre dice que seguía sin interesarse por la política, porque «lo que ocurría ante sus ojos era algo completamente distinto a la política. “Política” era algo incoloro y abstracto, no un carnaval, no un baile, no una banda vestida con trajes regionales, en otras palabras, nada VISIBLE».

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