Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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El nazismo fue el último gran movimiento político utópico que ha existido, y el que resultara destructivo en casi todos los sentidos ha hecho que todo pensamiento utópico posterior sea problemático, por no decir imposible, no sólo en la política, sino también en el arte, y como el arte en su esencia es utópico, desde entonces está en crisis, es decir, siempre está haciendo examen de conciencia, siempre resulta sospechoso, algo que muestra la novela de Handke y casi todas las novelas escritas por autores de su generación. ¿Cómo representar la realidad sin conferirle algo que no tiene? ¿Qué es lo que «tiene» y no «tiene»? ¿Qué es real, qué es no-real? ¿Dónde está el límite entre lo escenificado y lo no escenificado? ¿Existe tal límite? ¿El mundo es algo más que las ideas que tenemos de él? La lengua no tiene vida en sí, no está viva por sí misma, la evoca, y la verdadera escena original, la base de la literatura creadora, se encuentra en la Odisea, cuando Odiseo y su tripulación atracan en el río Océano, después de haber estado visitando a Circe, y Odiseo invoca a los muertos en la playa. La sangre corre oscura dentro del agujero y las almas muertas empiezan a reunirse alrededor. Odiseo ve chicas jóvenes vestidas de novia, jóvenes guerreros con armaduras ensangrentadas y hombres viejos, sus gritos son aterradores, el miedo lo invade. El primero al que identifica es a Elpénor, que murió en el palacio de Circe y no fue enterrado. Cuenta su historia que se emborrachó, se cayó del tejado, se rompió el cuello y murió. El siguiente con quien habla Odiseo es Tiresias, el adivino que presagia el futuro, y luego está su propia madre, que bebe sangre y reconoce a su hijo y cuenta cómo murió. Odiseo quiere abrazarla, se acerca tres veces a ella, tres veces ella huye de él, como un sueño o una sombra. Cuenta que los tendones ya no mantienen unidos la carne y los huesos, la pira funeraria ha convertido su cuerpo en cenizas, lo único que queda es el alma, que ondea por todas partes. La literatura invoca al mundo como Odiseo invoca a los muertos, y sea cual sea la manera de hacerlo, la distancia es siempre insalvable y las historias son siempre las mismas. Un hijo pierde a su madre hace tres mil años, un hijo pierde a su madre hace cuarenta años. El que una historia sea ficción y la otra realidad no cambia el parecido fundamental, ambas surgen del lenguaje, y con esa perspectiva, todos los esfuerzos por parte de Handke de evitar lo literario son en vano, no hay nada en su descripción de la realidad que sea más real que la de Homero. Pero tampoco es eso lo que busca.

Handke desea escribir sobre un ser humano, su madre, sin invocarla, sin procurarle sangre para que pueda aparecer dentro de algo que recuerde a su anterior figura viva, en otras palabras, negarle la vida ficticia que pudiera crear una relación entre lo muerto, su existencia en el pasado, y lo vivo, es decir, la conciencia del lector. Lo que en cambio evoca el lenguaje es aquello de lo que ella estaba rodeada, las formas de su vida, y aunque su identidad, lo que era específico de ella, aparece en esto, no habla. Y lo que evoca el lenguaje tampoco se encuentra al otro lado de un abismo infranqueable, porque estas formas son, en cierto sentido, idiomáticas, aunque no del todo en un sentido literal. De esa manera Handke logró hacer lo que probablemente pretendía, es decir, representar la realidad de un modo verdadero. Otra forma de hacer lo mismo podría ser suprimiendo del todo al narrador y presentando sólo los documentos en los que su madre era mencionada, o que trataran de situaciones de las que ella formaba parte; así la relación entre la realidad y la descripción de la realidad sería más o menos congruente. Entonces el «como si» del arte, el precipicio que lo separa de la realidad, habría desaparecido por completo. O, mejor dicho, sólo se intuiría como esa voluntad que buscaba los documentos, los recogía y los ordenaba en un determinado orden. Es obvio que tal orden podría entenderse como manipulador, en realidad los documentos estaban ordenados horizontalmente, en distintos archivos de distintos lugares, e incluso un orden cronológico representaría una intervención, creando así un efecto: la última edición del historial médico es seguida por el informe de la autopsia, el lector se seca una lágrima.

Lo más importante para Handke era describir a su madre sin injuriarla, injuriar en el sentido de intervenir en lo que era algo propio de ella. Es decir, por respeto a su integridad. A mí esto no me resultaba nada agradable, porque yo había escrito sobre una historia parecida de mi vida, y lo había hecho de un modo casi diametralmente opuesto, buscando todo el tiempo los sentimientos, lo emocional, lo sentimental, entendido como contrario a lo racional, y dramatizando a mi padre, dejándolo aparecer como un personaje de un cuento, presentándolo de la misma manera que se presentan los personajes ficticios, mediante la ocultación del «como si» de toda clase de literatura, y, así, injuriándolo a él y su integridad de la manera más fundamental, diciendo que ése era él. Yo había dicho lo mismo de todos los personajes de la novela, pero sólo en el caso de mi padre lo había hecho sin tenerlo en consideración a él ni a su propia persona. Llevaba ya muerto casi diez años, pero eso sólo lo posibilitaba, no lo justificaba.

No pensaba en esas cosas mientras escribía, ni en la presentación de la realidad, ni en la integridad de mi padre, todo ocurría de un modo intuitivo, empecé con una página en blanco y la voluntad de escribir, y acabé con esa determinada novela. En ello hay una fe casi ciega en lo intuitivo, y de ello se puede deducir una poética, así como una ontología, supongo, porque para mí la novela significa una manera de pensar radicalmente distinta a la del ensayo, artículo o tesis, porque en la novela, la reflexión no está por encima como medio de conocimiento, sino que está equiparada a todos los demás elementos que ésta contiene. El espacio dentro del que se piensa es tan importante como el pensamiento. La nieve que cae en la oscuridad, los faros de los coches que se deslizan al otro lado del río. Tal vez eso fuera lo más importante que aprendí en la universidad, que se puede decir más o menos cualquier cosa de una novela o un poema y que puede ser probable y plausible, pero nunca exhaustivo, y quizá tampoco esencial, porque la novela y el poema siempre son algo en su propio derecho, algo único, y el que no se pueda decir de otra manera que no sea ésa lo hace en último término enigmático. El mundo es enigmático de ese mismo modo, pero eso es algo que olvidamos casi todo el tiempo, ya que siempre damos preferencia a la reflexión cuando lo contemplamos. ¿Qué es «andar»? ¿Es poner un pie delante del otro? Sí que lo es. Pero la descripción de lo motor, poner un pie delante del otro, no dice nada del sentimiento que uno tiene al andar, o sobre la diferencia entre subir y bajar, andar por un muelle de ladrillo o subir una escalera, pisar un césped o un sotobosque cubierto de musgo, descalzo o con botas, y en absoluto nada sobre lo que se siente al ver a otras personas andar: el ajetreo en la plaza un sábado a mediodía, el viejo solitario en un campo cubierto de nieve o una persona a la que conoces desde hace mucho tiempo, cómo en cierto modo todo su carácter se encuentra en su manera de andar cuando va hacia ti. Lo ves enseguida, es «él» o «ella». A esa manera única de moverse incorporas todo lo que sabes de esa persona, pero no como partes separadas o claramente separables, lo que ves es en cierto modo la suma de esa persona, lo que «es» para ti. La persona anda, tú lo ves, eso es todo. Luego se puede profundizar, por ejemplo, por vía científica, entonces serían todos los músculos y tendones que se mueven para hacer posible que ese pie se ponga delante del otro, la sangre que fluye por las venas y los gases que transporta, las células y las paredes celulares, las mitocondrias y las cadenas de ADN, por no hablar de los impulsos que pasan velozmente por el sistema nervioso, emitidos por una voluntad o un deseo de desplazamiento, en forma de química y descargas eléctricas en algún lugar del cerebro, y entonces surge la pregunta: ¿qué es voluntad, qué es deseo, qué es el impulso motor, qué forma tiene? ¿Es química? ¿Cuál es la relación entre las reacciones químicas y lo que tú sientes como voluntad o necesidad? Esos impulsos no pertenecen a la conciencia, sino a algunas partes subyacentes y bastante más antiguas del cerebro, inalteradas durante millones de años, de cuando nuestros primeros y más remotos parientes aparecieron en el mundo, idénticos en casi todo a los monos, salvo en las cavidades cotiloideas, la longitud del brazo y otro par de peculiaridades fisionómicas que les posibilitaban hacer cosas que ningún otro animal sabía hacer hasta entonces: andar sobre dos patas. Lo de andar sobre dos patas es lo que más nos diferencia como especie. No caracteriza sólo nuestra realidad física, sino también la mental, porque en el mundo del pensamiento nos orientamos como si fuera topográfico, un paisaje por el que pasamos desde las profundidades del subconsciente hasta el cielo del superyó, una utopía política en la extremidad izquierda, la otra en la extremidad derecha; algunos pensamientos se encuentran muy cerca y son fáciles de captar o difíciles de ver, ya que nos encontramos justo al lado de ellos, a unos los intentamos alcanzar, otros se encuentran más arriba y sólo pueden ser conquistados mediante enormes esfuerzos, y otros son bajos y sucios, están cerca de la tierra y lo terrenal.

Como escritor, uno puede ir un poco más lejos o, como explica Lawrence Durrell el proceso de escribir una novela, fijarse una meta e ir hacia ella dormido. «Andar» es inagotable, pero el agotamiento no es tarea de la literatura, al menos no en el caso del que pretende representar la realidad y nuestra siempre alterable y fluctuante reacción ante ella. Los árboles que están, como dice Rilke, y nosotros que siempre pasamos por delante de todo como una corriente de aire. El bosque habla por sí solo, escribe Handke, hay un abismo entre él y nosotros, pero si la falta de piedad de la naturaleza nos resulta amenazadora no es porque nos dé la espalda, como puede parecer cuando se la observa en su lejanía casi onírica, sino porque su mudez y su ceguera también existen en nosotros. Los latidos del corazón no tienen piedad. Odiseo intenta construir un puente sobre el abismo entre lo que era cultura y lo que era naturaleza en él cuando hablaba con su corazón pidiéndole que no latiera con tanta fuerza. El abismo está dentro de nosotros. Eso lo vi la primera vez que me encontré delante de una persona muerta. No lo entendí, pero lo vi y lo supe. La muerte no es el abismo, está en lo vivo, está entre los pensamientos y en esa carne por la que se mueve. En la carne los pensamientos son una especie de intruso, un pueblo que ha conquistado un paisaje desconocido, y que lo abandona de repente cuando se vuelve demasiado poco hospitalario, es decir, cuando cesa todo movimiento y desaparece todo calor, como ocurre en la muerte.

Pero no era sólo una muerte lo que vi entonces. Mi padre era el muerto. La idea de lo que era la muerte sólo constituía una parte irrisoria de la tormenta de pensamientos y sentimientos que me llenaban. Delante de mí yacía la persona que me había creado, su cuerpo había decidido el mío, y yo había crecido bajo su supervisión, él era la persona más importante y más influyente de mi vida. Que estuviera muerto no cambiaba nada. Nada acabó aquella tarde en la capilla de Kristiansand.

 

Cuando colgué después de hablar con Yngve, bajé en el ascensor al sótano y recorrí los húmedos pasillos que recordaban a búnkeres en los que la luz se encendía sola, como algo del futuro, conforme iba avanzando. Llegué a la lavandería justo en el instante en que el número de la pantalla de la lavadora cambió de un minuto a cero. Metí la ropa mojada en la secadora, luego la seca en la lavadora, eché detergente, y las dos máquinas se pusieron inmediatamente a zumbar. Me quedé unos instantes mirando cómo daba vueltas el tambor de la lavadora, y la ropa, que se mojaba cada vez más dando golpes contra el cristal, luego desapareció de mi vista y volvió a aparecer, mientras repasaba en la cabeza los escenarios más terribles e imaginables de un proceso judicial. Me imaginaba llegando a los juzgados en un taxi, todos los fotógrafos haciéndome fotos, los titulares de los periódicos: Knausgård miente, una chapuza, jamás debería haberse editado, reconoce haber mentido, Knausgård me violó, porque sabía que un juicio de esa clase sacaría a relucir todo tipo de asuntos y que un proyecto autobiográfico en el que también escribía sobre otras personas daría lugar a que cualquiera pudiera decir cualquier cosa sobre mí. No pensaba que la novela en sí despertara mucha atención, la editorial tampoco lo pensaba, la tirada inicial sería de diez mil ejemplares, eran muchos, aunque no más que la de mi novela anterior, pero si llegaba a celebrarse un juicio, no cabía duda de que la venta se elevaría a alturas celestiales. Sería un escándalo, se convertiría en algo inmundo y sensacionalista, y sacarían de mí toda clase imaginable de mierda. En mi mente me veía sentado en el banquillo de los acusados, que me imaginaba como una especie de pupitre, por alguna razón no muy diferente al que teníamos en el colegio, sobre una plataforma baja en medio de una sala atestada de gente, contestando a las preguntas más provocativas e insinuantes que me podía imaginar. La primera era por qué había escrito esa novela. ¿Por qué había utilizado nombres y apellidos y no los había cambiado todos, como se solía hacer cuando se trataba de novelas cercanas a la realidad, y como era habitual desde que existía este género? ¿Por qué tanta realidad? ¿Qué aportaba eso? Al principio no sabía responder, me retorcía en la silla, balbuceaba y tartamudeaba, más o menos como me comporté sobre el escenario la última vez en Múnich, cuando un gran número de los escasos asistentes se levantó y se marchó, algo que todavía me llenaba de vergüenza cuando lo recordaba. Pero ¿por qué fantasear sobre debilidades y miserias?, pensé, mirando hacia el ventanuco que había justo debajo del techo, a través de cuyo rugoso cristal se veía a duras penas el asfalto de fuera.

¿Por qué no dar una respuesta adecuada? Me enderezo en la silla, rodeado de periodistas y un público curioso, tal vez unas cien personas en total, y empiezo a hablar con entrega y conocimiento de la relación de la verdad con lo subjetivo, de la relación de la literatura con la realidad, y menciono el carácter de la estructura social, cómo una novela de ese tipo deja al descubierto los límites aceptados por la sociedad, pero que no están escritos en ninguna parte, ni tampoco se ven, porque se funden con nosotros mismos y la percepción que tenemos de nosotros mismos, y sólo pueden ser visibles a través de un exceso. ¿Por qué iba a hacerse visible?, pregunta el abogado defensor. Hay algo vivido por todo el mundo, digo, algo que es lo mismo para todas las personas, pero que no se remite a ninguna parte, salvo a espacios totalmente privados. Todo el mundo tiene dificultades en algún momento de su vida, todo el mundo conoce a algún alcohólico, a alguien que padece problemas psíquicos o que se hunde de una u otra manera, al menos ésa es mi experiencia; cada vez que conozco a una persona, antes o después aparece una historia de esa clase sobre enfermedad, muerte, abandono. O una muerte repentina. Eso no se representa, y por eso es como si no existiera, o como un peso que cada uno de nosotros lleva en soledad. ¿Y qué pasa con los periódicos, con los medios?, pregunta el abogado defensor. En ellos hay muertes repentinas y enfermedad de sobra, ¿no? Claro que sí, respondo, pero en ellos se presentan como hechos reales, descritos desde fuera, como una especie de fenómeno objetivo. De las repercusiones que tiene un caso así en el individuo y en los seres cercanos no se dice nada, y si se dice, se refiere a ello como algo externo. Además, hace falta algo realmente espectacular para que se escriba sobre ellos. Yo hablo de lo cotidiano. La metáfora de eso es la muerte. Está presente en la vida de todo el mundo, primero como algo que recae sobre alguien que uno conoce, luego, al final, sobre uno mismo. La gente muere en gran número todos los días. Esa muerte no la vemos. Se esconde. Tampoco hablamos a menudo sobre ella. ¿Por qué? Toca el fondo existencial de todos. ¿Por qué se reprime? Lo mismo ocurre con el envejecimiento y el deterioro humanos. Si uno se hace tan mayor que ya no puede cuidar de sí mismo, lo recluyen en una institución, oculto para todo el mundo. ¿Qué clase de sociedad tenemos entonces, en la que todo lo enfermo, aberrante y muerto se mantiene fuera de la vista? Hace dos generaciones, tanto la enfermedad como la muerte estaban más cerca, era algo que formaba parte de la vida, aunque no natural, algo ineludible. Podría haber escrito un artículo de debate sobre este tema, pero no habría dicho gran cosa, porque los argumentos son racionales y esto trata de lo contrario, de lo irracional, de todos nuestros sentimientos en relación con lo que significa encontrarse con lo que está disuelto y muerto, bueno, con lo que realmente es. Me acuerdo de la primera vez que vi la enfermedad de mi abuela materna, tenía un párkinson muy avanzado, la debilidad física y la miseria humana eran notables, me asustaron porque no sabía que existían. Sabía que existían las enfermedades, pero no sabía que eran así. Tuve una vivencia parecida la primera vez que trabajé en una institución para discapacitados psíquicos, estaba estremecido por todo lo que veía allí, todos esos cuerpos deformes y mentes mutiladas. ¿Por qué no sabía que eso también formaba parte de lo humano? Se había mantenido fuera de la vista. ¿Por qué? Eso me ha hecho pensar en qué es lo corporal, en lo que quiere decir, lo animal o el material biológico del cuerpo y su presencia total en el mundo, al contrario que el concepto del mundo y la percepción de nosotros mismos que aparece en nuestras reflexiones sobre quiénes somos y en qué condiciones vivimos, no sólo en esa cantidad infinita de ciencia que se produce, sino también en esa cantidad infinita de artículos, noticias y programas que leemos y vemos, y en donde falta esa perspectiva. Lo que yo intenté hacer era reincorporar una presencia, hacer que el texto penetrara toda esa serie de conceptos, ideas e imágenes que yacen como un cielo sobre la realidad, o como una membrana sobre el ojo, llegar hasta la realidad del cuerpo y la fragilidad de la carne, pero no de un modo general, porque lo general está emparentado con lo ideal, en realidad no existe, sólo existe lo particular, y como lo particular en este caso soy yo, eso fue sobre lo que escribí. Así es. Era mi único objetivo. Algunos opinan que no tenía derecho a hacerlo, porque no me usé sólo a mí mismo. Eso es verdad. Mi pregunta es por qué mantenemos en secreto lo que mantenemos en secreto. ¿Qué es lo vergonzoso del deterioro? ¿La decadencia humana total? Vivir la decadencia humana total es algo terrible, pero ¿y hablar de ella? ¿Por qué esos sentimientos de vergüenza y ocultación ante aquello que tal vez en última instancia sea lo más humano de todo? ¿Qué es tan peligroso que no podamos decir en voz alta?

El abogado de Gunnar, que ha escuchado todo sin decir palabra, me mira con un aire que interpreto como irónico.

—Muy bien, Knausgård —dice—, pero lo que ocurre es que el fallecimiento de tu padre no ocurrió como tú lo describes. Tenemos testigos de ello. Él bebía y tenía problemas, es verdad, pero claudicó tranquilamente. Y tu abuela paterna no probaba el alcohol. Esos dos años durante los que, según tú, convivieron y bebieron sólo existen en tu imaginación. Él vivió con su madre tres meses. La casa no estaba llena de botellas. Tampoco la limpiaste tú, como escribes, sino tu tío. Y ahora te pregunto: ¿por qué mientes sobre esto? Tú, que pretendes escribir sobre el mundo tal y como es, ¿por qué describes precisamente un mundo que nunca ha existido? Éste es el asunto que tratamos hoy aquí. Puedes esconderte detrás de todo ese idealismo existencial, que, en mi opinión, no es más que una pretenciosa sandez, tan pomposa que casi me da náuseas tener que escucharla, pero eso no es asunto mío, al menos no ahora, porque según lo que se deduce de tu presuntuosa palabrería y de tanto autobombo, opinas que cuentas la verdad, que de hecho ésa era tu intención con esta asquerosa novela de Judas. Luego resulta que la verdad es otra. ¿Me lo puedes explicar?

Lo miro, tenso y frío, incapaz de moverme.

—Así es como lo recuerdo —digo por fin.

—¡Pero con eso no basta! —grita el abogado—. Has ofendido a esas personas, has violado la memoria de dos personas muertas. Has vendido a tu padre y a tu abuela paterna a cambio de dinero manchado de sangre. No puedes limitarte a decir: «Así es como lo recuerdo.» Ya bastante horrible es que hayas violado la privacidad de tu familia, eso en sí es un hecho delictivo, pero además has mentido sobre la madre y el hermano de tu tío, y eso es diez veces peor. Es difamación. Puede ser castigada con hasta tres años de cárcel.

Se seca con la mano el sudor de la frente, y en el mismo gesto se echa el pelo rubio hacia un lado. Me mira.

—Es verdad que limpié la casa —digo—. No es cierto que no sepa limpiar. Puede ser que exagerara el caos que reinaba allí dentro, pero estaba horrible. Además, he escrito sobre mi padre, es mi narración. Eso no puede ser ilegal, ¿no? ¿O sí?

Me cuido mucho de no mirar a Gunnar, que está sentado en primera fila, muy erguido, y que me había negado el saludo justo antes de empezar la audiencia, a pesar de mis heroicos intentos de perdonar y darle la mano, y vuelvo a mi sitio mirando al suelo, a esperar al primer testigo, que es el ensayista, profesor y académico sueco Horace Engdahl, el hombre que durante muchos años anunció el ganador del Premio Nobel, conocido por su elegancia literaria y su estilo magistral, compañero de colegio del hombre sospechoso de haber matado a Palme, Christer Pettersson, y amigo del desenfrenado y dotado escritor, Stieg Larsson. Había visto a Engdahl en un seminario en Bergen hacía muchos años; aunque no era el tema a tratar, en aquella ocasión mencionó a Carina Rydberg y su novela Den högsta kasten, fue mientras sus libros eran objeto de gran atención en Suecia —en la que había escrito sobre personas vivas con sus propios nombres— y Engdahl dijo que, ante todo y a pesar de tanto ruido, se trataba de una literatura iluminada. Supongo que yo esperaba que dijera lo mismo de mi novela. Por otro lado, pensé, mientras miraba fijamente la lavadora y el agua que llena de jabón golpeaba el cristal, había algo manifiestamente elitista y distinguido en él, era un aristócrata literario, y ¿qué impresión causaría en un juicio en el que Gunnar apareciera como el hombre normal y corriente, el hombre cualquiera a quien, sin tener culpa alguna, le había destrozado la vida un sobrino escritor? La gente pensaría que eso era algo que también podría pasarles a ellos, y se estremecerían. A mí se me presentaría como una persona horrible, una especie de vampiro literario, salvaje, desconsiderado y egoísta. Un aristócrata tal vez no sería el más adecuado para argumentar a favor de esa práctica.

La puerta del pasillo se abrió. Pensé que sería alguien que había reservado la lavadora y volví la cabeza, pero los débiles pasos se detuvieron delante de la puerta del otro cuarto, y también se abrió. Esperé uno o dos minutos, hasta que él o ella hubiesen entrado, y salí. El sonido de la lavandería se acalló de repente cuando la puerta del pasillo se cerró tras mis pasos. Era como estar en el fondo de una enorme instalación, pensé. Subí la escalera, atravesé la puerta y salí a la plaza, necesitaba un cigarrillo. El frutero de la esquina me saludó; yo era seguramente su mejor cliente. Sonreí y le devolví el saludo, me enrollé el llavero alrededor del dedo medio y seguí andando por la plaza, pasé por delante de la zapatería Nilson, donde, como siempre, eché un vistazo a los zapatos del escaparate. Lars Norén había escrito sobre una tienda Nilson en su compacto diario, del que había leído la mitad el verano anterior, y expresaba su asombro por que una mujer —no recordaba ya si era su hija o su nueva novia— comprara zapatos en una de esas tiendas, obviamente no lo bastante buena para él, que se compraba los zapatos en una tienda de más categoría, según pude entender. Yo pensaba hasta entonces que Nilson tenía cierto nivel. No había ni una sola vez que no pensara en eso cuando pasaba por delante de la tienda: el mundano asombro de Norén ante el provincialismo de algunas personas con respecto al calzado. Eché una mirada a la tienda del otro lado de la calle, como solía hacer, ya que vendía lencería y siempre tenía imágenes de mujeres ligeras de ropa en los escaparates, luego entré en Thomas Tobak, donde el propio Thomas me miró un instante con sus ojos de buena persona, antes de volverlos a clavar en el cheque que obviamente estaba comprobando.

—Buenos días —dijo.

—Buenos días —respondí—. Tres paquetes de Lucky.

Los cogió de la estantería que tenía detrás.

—¿Ningún periódico?

Negué con la cabeza.

—Ciento cuarenta y siete entonces —dijo.

Saqué la tarjeta del bolsillo de atrás.

—Usa éste —dijo, señalando el nuevo datáfono que había adquirido, que leía el chip, no la banda magnética, lo cual era bueno para ambos, ya que la banda estaba algo desgastada y más de una vez él había tenido que teclear el número manualmente. Pero no importaba, siempre tenía tiempo, incluso cuando había muchos clientes en la tienda.

—Muy bien —dije—. ¡Gracias!

—Gracias a ti —respondió.

Con los tres paquetes en una mano, salí, bajé por la calle peatonal que iba hasta el primer canal, y luego seguí hasta la plaza de Gustav Adolf, que los sábados por la mañana estaba atestada de gente, pero que ahora estaba algo más tranquila.

Los niños.

¿Dónde estaban?

Me detuve.

Estaban en la guardería. Los había dejado allí.

¿O no?

¿Qué había pasado esa mañana?

Intenté febrilmente recordar un solo suceso concreto que confirmara que los había llevado, y al cabo de un segundo recordé que habíamos vuelto a por las gafas de Vanja, y que todo estaba en orden.

Eché a andar de nuevo, doblé la esquina y pasé primero por el puesto de flores, luego por el de fruta, aún con el desasosiego metido en el cuerpo; no había pensado una sola vez en los niños en toda la mañana, y si hubieran estado en algún sitio que no fuera la guardería podría haber sido una negligencia gravísima. El verano anterior leí que un padre danés había olvidado llevar a su hijo a la guardería y lo dejó dormido solo en el coche cuando aparcó al llegar a su trabajo. El niño murió de calor. Después de eso pensaba a menudo que yo también podría haber hecho algo por el estilo, y las veces que salía sólo con dos de ellos podía asaltarme de repente el miedo, ¿dónde está John? ¿Lo he dejado olvidado en algún sitio? ¿Dónde está? ¿Dónde coño está? Entonces me acordaba, el niño estaba con Linda, todo en orden. Pero aun así el miedo volvía a veces, ¿está con Linda?, ¿cómo puedes saber que no era ayer cuando estaba con ella?, ¿recuerdas algo concreto?

Pasé la tarjeta por la placa y empujé la puerta. El cartero estaba frente a los buzones metiendo cartas en ellos. Lo saludé y me detuve. Cuando el hombre había metido un pequeño montón en el nuestro lo cogí, abrí la puerta del ascensor y lo hojeé mientras subía piso tras piso. Un sobre de la empresa de cobros, Svea Inkasso, tres facturas, una revista con el cómic Bamse y un folleto de Spirit. Abrí la puerta de casa y dejé el correo en el montón que había en la mesa de debajo del espejo, me quité los zapatos y los guardé en el armario, metí dos paquetes de cigarrillos en el cajón del escritorio, me llevé el tercero a la terraza, donde me senté, me serví café, abrí el paquete, saqué un cigarrillo y lo encendí.

Por encima de mí arrullaba una paloma, el sonido llegó de repente y desde muy cerca. Miré hacia arriba, sonaba como si estuviera dentrodel tejado.

Uuhh-huu-huuu, decía.

Uuhh-huu-huuu.

El pájaro escarbaba por allí arriba, lo que oía sería probablemente el sonido de las garras contra la hojalata, el pájaro quería moverse, pero no conseguía sujetarse bien. Ah, esas garras, que tenían algo de los tiempos primitivos, ¿qué demonios querían hacer en ese metal moderno?

Me serví más café.

Entonces la paloma salió volando justo por encima de mí, planeó por el aire y luego bajó hacia el tejado del otro lado, quizá dos plantas más abajo, donde se posó sobre una antena.

Débilmente, como si procediera del fondo del piso de abajo, sonó un timbre. Tardé unos segundos en asociarlo con Geir, que estaba a punto de llegar. Entonces me levanté y me metí en el piso, donde volvió a sonar el timbre.

Descolgué el telefonillo.

—¿Sí? —dije.

—Soy Gunnar. ¿Estás ahí, cabrón? ¡Voy a por ti!

—Pasad —dije, apretando el botón hasta que oí que la puerta de abajo se abría, colgué, abrí la puerta de casa y esperé.

Geir llegaba con una gran maleta negra como contoneándola delante de él. Njaal lo seguía, pegado a sus piernas; me echó una mirada entre desconfiada y curiosa. Geir me dio la mano sin sonreír, mirándome apenas.

—Hola —dijo deprisa y casi jadeando, dejando ya atrás el saludo.

—No habéis tenido problemas para encontrarlo, ¿no? —le pregunté.

—Ya había estado antes aquí —contestó, avanzando delante de mí hasta la entrada, donde dejó la maleta y se agachó a quitarle los zapatos a Njaal.

—Sí, claro —dije.

Me miró sonriendo.

—Tranquilízate, se arreglará.

—¿Qué es lo que se arreglará? —le pregunté.

—Lo que te está atormentando.

Se agachó para quitarse las sandalias.

—¿Dónde están Vanja y Heidi? —preguntó Njaal.

—En la guardería —contesté—. Enseguida estarán en casa. Puedes jugar con sus cosas mientras tanto.

Entró vacilante en el piso.

—Me alegro de veros —dije cuando Geir se incorporó.

—Me lo imagino —dijo—. Nos vamos a ahorrar bastante dinero en teléfono.

—Opinas que llamo demasiado a menudo, ¿a que sí?

—¿A menudo? ¡Pero si es lo único que hago! Me levanto, me cepillo los dientes, hablo contigo, desayuno, hablo contigo, engullo la comida, hablo contigo, me cepillo los dientes y me acuesto. ¿Qué pasará mañana?, pienso. Tal vez llame Karl Ove.

—¿Quieres un café? —le pregunté.

—Sí.

—Vamos a la cocina entonces.

Me siguió, con la cabeza ligeramente inclinada hacia arriba, como solía hacer cuando llevábamos mucho tiempo sin vernos, con una sonrisa amplia y sarcástica en los labios, como queriendo decir: lo sé todo sobre ti.

Lo cual era verdad hasta cierto punto.

 

Al mudarnos a Malmö tenía miedo de que perdiéramos el contacto. Porque eso es lo que hace la distancia; cuando aumenta el tiempo entre las conversaciones, se pierde la cercanía; lo cotidiano y lo pequeño ya no ocupan un lugar natural, resulta un poco raro hablar de una camisa que te acabas de comprar, o de que estás pensando en dejar el fregado de los platos para el día siguiente si llevas dos semanas o un mes sin hablar con alguien, eso exige generalidades, por así decirlo, y si son las generalidades las que dirigen la conversación, la relación está acabada, entonces somos dos diplomáticos intercambiando información sobre nuestros reinos, una conversación que hay que reiniciar cada vez, algo que con el tiempo no soportas y hace que prefieras no llamar, con lo que la siguiente vez cuesta aún más, y el silencio dura ya casi medio año. Pero en esta ocasión no fue así. Al contrario: el contacto se intensificó cuando me mudé, hablábamos por teléfono cada vez con más frecuencia y durante más tiempo, a veces tanto que pensaba que quizá no fuera normal, lo que me inquietaba un poco, no quería ser anormal. Un día cualquiera lo llamaba por primera vez a las nueve de la mañana, y hablábamos en total entre veinte minutos y hora y media, luego lo volvía a llamar por la tarde, entonces le leía en voz alta lo que había escrito en el transcurso del día, y él lo comentaba. Nunca lo criticaba, se limitaba a comentarlo, y lo hacía de un modo que lo enriquecía, ofreciendo otras perspectivas y posibilidades que yo utilizaba al proseguir con la escritura a la mañana siguiente. A veces también hablábamos por la noche, aunque intentaba evitarlo, ya que sospechaba que a Linda a veces le parecía excesiva tanta conversación con Geir. Pero yo no tenía en Malmö amigos ni colegas con los que me viera regularmente, el único lugar que tenía para hablar de lo que me interesaba y de lo que me ocupaba era ese espacio, y como existía desde hacía varios años, no necesitaba fingir, intentar ser más listo de lo que era o decir algo diferente de lo que realmente quería decir. Muchas de las ideas y pensamientos que trataba directa o indirectamente en el libro provenían de Geir, y la dirección en la que me llevaban también la discutía con él. Tenía influencia sobre mí, mi ideario se parecía cada vez más al suyo, y lo único que me salvaba, ya que sentía que mi integridad estaba en peligro, era que esos pensamientos que tan desvergonzadamente tomaba de él se desarrollaban dentro de mí, en mi propia historia y biografía, y que yo también desempeñaba cierto papel en su trabajo y desarrollo, aunque no tan grande y de otra manera, menos amenazadora para su integridad. Seis años antes él se había ido a Bagdad, donde había estado en otras ocasiones, durante y después de la invasión americana de Irak. Quería escribir un libro sobre la guerra, y entró en el país como escudo humano, una tapadera que le proporcionó una enorme libertad y la posibilidad de entrevistar a toda clase de gente que de alguna manera se veía afectada por la guerra. Los seis años transcurridos desde su vuelta los había empleado en escribir el libro que de forma lenta pero segura estaba acabando.

El título provisional era A pesar de lo que sé. También podía ser un lema de su vida.

 

Serví café en dos tazas y le alcancé una a él. Fuera de la ventana era como si todos los tejados y vigas, rojizos en contraste con el azul del cielo, cayeran hacia dentro, era algo de la perspectiva, se veían inclinados. Eso mismo me llamó la atención la primera vez que estuve allí contemplando las vistas. Estábamos viendo el piso, y esa suave sensación de mareo que noté me convenció de que era aquí donde quería vivir. Ahora estaba acostumbrado, pero la presencia de Geir me hizo recordarlo.

—¿Sabes algo más? —me preguntó.

—¿De Gunnar?

Asintió con la cabeza y esbozó una sonrisa que yo habría interpretado como maliciosa si no lo hubiera conocido.

—No. ¿No te parece suficiente?

—Sí, sí —contestó sonriendo.

—¿A qué viene tanta sonrisa? —dije.

—Estoy de buen humor, ¿sabes? Ah, no, claro, de eso tú no sabes nada. Ja, ja.

—Mi problema no es el mal humor.

—No, ya lo sé. Tu problema es que eres una mala persona.

—Exactamente.

—Y uno de los pocos narcisistas auténticos, habría que añadir.

—Si tú lo dices…

—No me cabe ninguna duda. La única razón por la que te aguanto es porque soy un narcisista igual de grande que tú.

—Eso no acabo de entenderlo. ¿Tú aguantas mi egocentrismo enfermizo porque tú también eres egocéntrico hasta lo enfermizo? ¿Lo lógico no sería que lo odiaras porque le quita espacio a tu ego?

—Mi ego es tan grande que no me importa.

Me miró de nuevo, sonriendo por encima de la taza que se llevaba a la boca.

En el salón sonó un golpe seco.

—Njaal, ¿qué estás haciendo? —gritó.

La voz de niño de Njaal dijo algo allí dentro.

—¿Vienes a fumarte un cigarrillo? —le pregunté. Dijo que sí y salimos a la terraza. De camino, vimos a Njaal sentado en el suelo, rodeado de juguetes que había sacado del puf redondo cuya tapa era lo que habíamos oído dar contra el suelo. Nos sentamos uno a cada lado de la pequeña mesa de camping. Encendí un cigarrillo y puse las piernas sobre la barandilla.

—¿Quieres que hablemos de otra cosa? —me preguntó Geir.

—Con mucho gusto —respondí.

—El otro día fui a la ciudad a comprarme unos zuecos.

—No creo que eso baste para hacerme ver la luz —dije.

—Los compré para atormentar al vecino —prosiguió Geir—. Si no basta con eso, les compraré también unos a Christina y a Njaal.

—¿Has empezado a usar zuecos para estar en casa? —le pregunté mirándolo.

Asintió con la cabeza.

—Estamos en guerra. Cuando llegué a casa y me los puse, estuve saltando durante una hora.

—¿Como el pato Donald?

—No, Donald sólo se enfada, es completamente irracional. Esto mío es racional. Aprovecho las ventajas del terreno. Yo me encuentro más alto que él. Mi suelo es su techo.

—¿No has considerado la idea de apalearlo en lugar de eso? ¿Llevarlo al bosque y darle una buena paliza?

—Eso es demasiado brutal. Pero éste es un caso límite. Además, podríamos perder el contrato de alquiler. No puedo arriesgarme a eso. Pero llevar zuecos en casa no es ilegal. Nadie me lo puede impedir. Si él hubiera pegado a Christina o a Njaal sería distinto. Hay que medir la violencia. Es cuestión de violencia y violencia extrema. Podría haberle pegado un tiro. Pero eso sería demasiada violencia. Lo mismo habría sido darle una paliza. Hay que considerar el conflicto, ajustar la violencia a lo que es adecuado. Eso dice Clausewitz. La violencia es un medio para eliminar un problema. Una cosa práctica.

—¿Así que sí has pensado en darle una paliza?

—Claro que sí. Pero ésta es una solución mejor. Llevaré zuecos en casa hasta que se dé por vencido. Si tarda un año, llevaré zuecos durante un año. Si tarda diez años, llevaré zuecos durante diez años.

—Estás loco.

—¡Loco no! Tengo un conflicto de intereses con mi vecino. Él me ha atacado. Yo lo he intentado por las buenas. No ha funcionado. Así que tengo que defenderme. Es legal y pronto lo averiguará. La única manera que tiene de acabar con esto es cediendo. Él lo sabe. Tiene tres caminos para ello. Uno: mudarse. Dos: su mujer le pide perdón a Christina. Tres: acepta no volver a hablarnos nunca más, no volver a mirarnos cuando nos encontremos, es decir, mantenerse completamente alejado de nosotros. Si me preguntas, apuesto a que elegirá la tercera solución. Pero ya veremos. Por ahora está aguantando.

—Lo expones como si fuera una forma de actuar completamente normal —dije—. Pero no lo es. Nadie soluciona un conflicto comprándose unos zuecos para andar por casa. Basta con ver la manera en que hablas. Aprovechar las ventajas del terreno. Hablas como una unidad militar que acaba de conquistar una colina en Vietnam o algo así. Pero estamos hablando de un piso en Estocolmo.

—Un conflicto es un conflicto —sentenció Geir—. Sé que con esto conseguiré zanjarlo. Él no tiene forma de ganar. El ruido que hacen los zuecos es insoportable. Podrá aguantar un mes, quizá dos. Luego vendrá a preguntarme qué puede hacer para que lo deje. Espera y verás. Entonces el problema se habrá solucionado.

—El suyo no.

—No, pero el suyo no tiene solución. El mío, en cambio, sí la tiene.

Unos meses antes, Geir y Christina se habían mudado de su apartamento de una habitación en Västertorp a un piso de tres habitaciones en el mismo barrio. Ya cuando llegaron con la mudanza, el vecino se quejó del ruido que hicieron en el portal al subir los muebles y las cajas. Luego se quejó de los martillazos cuando colgaron los cuadros. Le dijeron que tendrían el máximo cuidado, pero que resultaba imposible mudarse sin hacer ningún ruido. Cuando llevaban viviendo en la casa unas semanas, el tipo se quejó de que daban portazos y de que Njaal corría. Geir puso burletes adicionales en todas las puertas, y más alfombras. El vecino escribió una carta al casero quejándose de ellos. Además del ruido dentro del piso, estaba el ruido en la escalera cuando entraban y salían, y el carrito del niño en el portal. Geir contestó a la queja con una carta en la que decía que ellos procuraban ser lo más considerados posible. Nunca ponían música, nunca celebraban fiestas, se acostaban a las diez todas las noches. El ruido del que el vecino se quejaba tenía que ver con que ellos eran una familia con un niño, y contra eso nada se podía hacer. La carta no hizo sino cabrear aún más al vecino, según pude entender. Una vez se había enfrentado con Geir abajo en el sótano. La situación recordaba a la que sufrimos Linda y yo cuando vivíamos en Estocolmo. Teníamos un vecino que se quejaba de todo lo que hacíamos, y que se comportaba de un modo amenazador. También nosotros intentamos cumplir con sus exigencias, pero eran demasiado irrazonables. Lo solucionamos mudándonos. Todavía me estremecía cuando los niños hacían ruido, dando patadas a los radiadores eléctricos, por ejemplo, o dando golpes contra el suelo con algo duro. Me quedaba helado, y corría hacia ellos para hacer que pararan. Los vecinos de aquí nunca se habían quejado, era el miedo al vecino de Estocolmo, que seguía vivo en mí tres años después de habernos marchado de aquel piso. Había hablado de eso con Christina, que reaccionaba de la misma manera que yo, siempre en guardia ante sonidos repentinos o altos, intentando eliminarlos, vivía constantemente alerta. Geir era de otro temple, no se desanimaba, intentaba arreglarlo. Me explicó que la razón por la que había comprado los zuecos justo ahora se debía a un episodio muy reciente. Christina estaba con Njaal en la terraza, entró en el piso unos minutos y oyó un grito en la terraza de abajo. ¿Qué estáis haciendo ahí arriba? Resultó que Njaal había abierto la tapa del pie del parasol lleno de agua, se había salido una poca, y estaba goteando abajo. Christina no había visto lo que había ocurrido y dijo a los vecinos que no habían hecho nada en particular. Entonces la mujer gritó al marido que esa bruja decía que no habían hecho nada. Cuando Geir se enteró, cogió el coche y se fue al centro a comprar los zuecos, con los que desde entonces pateaba el suelo desde que se levantaba por la mañana hasta que se acostaba por la noche.

—Da la impresión de que esa situación te produce cierto placer, ¿no? —dije.

—Andar con zuecos. Resulta un poco pesado. Pero pensar en que ese tipo echa humo por las orejas sin que pueda hacer nada sí que me produce placer. Es verdad.

—A mí me gustaría que no fuera así —dije.

Se rió.

—Dentro de unas semanas me los podré quitar.

—Así no solucionas nada. Él se buscará otra cosa.

—Si lo hace, yo subiré el nivel del agravio. Es una guerra. El secreto está en que él tiene que entender que tú siempre estás dispuesto a ir más lejos que él. Entonces ganas.

—¿No entiendes que hay una diferencia entre conflictos grandes y conflictos pequeños?

—No, en eso te equivocas. El principio es el mismo. En cuanto comprenda que conmigo no tiene nada que hacer, y que yo iré más lejos que él, se invente lo que se invente, acabará por resignarse. Espera y verás.

—Eso haré.

—Esa estrategia tuya de aguantar todo y esperar que el asunto se resuelva por sí solo no funciona con ese tipo de personas.

—Ya —dije—. Pero sigo sin estar seguro de que sepas lo que estás haciendo.

Njaal abrió la puerta y vino hacia nosotros.

—¡Qué alto! —dijo.

—Sí, esto está muy alto —contestó Geir.

Njaal se puso de rodillas y miró por el hueco entre el suelo de hormigón y la barandilla.

—¡Hay algo ahí abajo! —dijo

—¿Te refieres a la brocha? —le pregunté—. La tiró Vanja. También hay varios mecheros. Se me han caído a mí.

—¿Puedo tirar algo? —dijo el niño mirando a su padre.

—Creo que no es buena idea, Njaal —le contestó Geir.

—¿Damos una vuelta por el huerto urbano? —sugerí—. Así el niño podrá correr un poco al aire libre. Faltan un par de horas para ir a por los niños. Podemos coger tu coche.

 

Media hora después estábamos charlando sentados a la sombra del seto, rodeados de zumbidos de avispas y abejorros, mirando a Njaal, que corría por el césped. Había una piscina de plástico, pero no quiso bañarse. Se acercaba de vez en cuando a beber zumo, de esa manera exagerada y voraz que beben los niños, para luego encaminarse a toda prisa hacia otra cosa que le había llamado la atención. Cuando compramos la pequeña parcela, era una de las mejores del huerto. Habían pasado dos años y todo estaba muy deteriorado. Pero en verano, con todo creciendo salvaje, tal vez pudiera decirse que el huerto estaba frondoso, en lugar de calificarlo de deteriorado. En todo caso, ése no era el día para sentirse triste por ello.

En un par de sitios se oían los cortacéspedes, y dos parcelas más allá de la nuestra estaban charlando dos familias de la región de Escania. Por lo demás, todo estaba tranquilo y silencioso. Intenté explicarle a Geir esa sensación que me tenía atrapado, para que él la entendiera; acabé por definirla como miedo. Veía claramente lo fácil que parece todo cuando se está al margen. No era nada probable que Gunnar llamara o viniera; había roto todo contacto conmigo, toda la correspondencia tenía lugar entre él y la editorial, a mí sólo me enviaban la copia. ¿Me tenía miedo y por eso no se atrevía a enfrentarse directamente conmigo? A juzgar por lo que había escrito sobre mí, eso era del todo improbable. Para él, yo era un canalla de dieciséis años sin autocrítica, lleno de odio y avaricia. Lo más probable era que me evitara porque yo era indigno, así de claro. Una última posibilidad era que en su opinión no fuera responsable de mis actos, que al fin y al cabo pertenecía a la familia Knausgård y que ésa era una manera de protegerme. Durante algún tiempo estuve pensando eso, y la idea me llenaba de ternura, pero hacía ya mucho tiempo que había entendido que se trataba de pura ilusión por mi parte.

Geir y yo lo discutimos. Es decir, Geir hablaba y yo escuchaba. Había oído todo eso en otras ocasiones y creía que ya había pensado todo lo que se podía pensar al respecto, pero entonces Geir preguntó de repente:

—¿Qué edad tiene él?

—Unos cincuenta y cinco, creo.

—Y aquí estás tú. Pelo gris. Barba gris. Cuarenta años. Es decir, que tenéis más o menos la misma edad. No puedes aceptar que alguien de tu misma edad te trate así.

—No había pensado en eso.

—¿En qué no habías pensado?

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