Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—En que somos de la misma edad.

Era curioso que justo eso resultara ser un pensamiento liberador. Yo había pensado en casi todo lo que había dicho Geir, pero eso no se me había ocurrido.

Gunnar y yo éramos más o menos de la misma edad. Él no era superior a mí. Una cosa era saberlo y otra asimilarlo.

—Él te ha visto en pañales, ése es el problema. Siempre serás un niño para él. Pero eso no quiere decir que tú te consideres así ante él.

—Él es mi padre, ¿sabes?

—Lo sé. Pero no sólo eres emociones e irracionalidad. También eres pensamientos y racionalidad. Deja que esto último prevalezca un poco. Y todo se resolverá.

—Hablas como si fuera una elección.

—¿Y?

Le mostré la palma de la mano.

—Dejemos por ahora el tema. ¿Cómo van las cosas?

Se rió.

—No intentes…

—Bueno, tal vez el giro haya sido un poco brusco y te has dado cuenta, pero así es como hay que hacerlo, ¿no?

—¿El qué?

—Las relaciones sociales. La conversación debe ir variando de un tema a otro. Es el procedimiento normal, según tengo entendido.

—Nosotros nos encontramos un poco más allá de las convenciones de cortesía, ¿no?

—En absoluto. ¿Hay alguna novedad?

—Veamos —dijo—. Sentado en el despacho escribiendo…

Me miró.

—En otras palabras, ninguna novedad. Así es. ¿Seguimos entonces hablando de Gunnar?

 

Cuando una hora después llevé las dos sillas de camping al pequeño cobertizo que había junto a la casita, lo hice con una sensación de alivio. Tal vez todo esto no fuera tan grave. Tal vez no fuera el fin del mundo. Dejé las tazas y los vasos en la encimera, oí los pasos de Njaal corriendo por la gravilla al otro lado de la valla, cerré la puerta, salí de la parcela y apreté el paso para alcanzarlos. El coche estaba en el aparcamiento, unos cien metros más allá. Todos los huertos por los que pasaba estaban tan bien cuidados que rozaba la exageración, por todas partes había pequeños estanques y esculturas, los setos estaban rectísimos y los céspedes tan tupidos y bien cortados que parecían alfombras. Los dueños vivían allí desde mayo hasta septiembre, la mayor parte de ellos eran jubilados para quienes la horticultura era un estilo de vida. A mí el recinto me resultaba aterrador. Odiaba ese sitio, lo odiaba con todas mis fuerzas. Era un lugar en el que te veían. No como el que eras, fueras lo que fueras, sino como lo que parecías ser. El que reconociera allí las reglas de mi infancia no mejoraba mucho la situación, ¿cómo diablos se me había ocurrido comprar una pequeña propiedad en medio de ese infierno? ¿Cómo era posible conocerse tan poco a uno mismo?

Alcancé a Geir y Njaal justo antes de la barrera donde empezaba el aparcamiento.

—La siguiente novela que escriba la empezaré aquí —dije—. ¿Te lo he dicho ya? Nunca hubo una Segunda Guerra Mundial, y el nazismo se extendió pacíficamente por Europa. El protagonista creció aquí. Durante toda su infancia anhelaba África. Ésa será la primera frase. «Durante toda mi infancia leí sobre África. Eso me llenó de un anhelo tan grande que resultaba casi insoportable.» Algo así. En una ocasión leí un artículo en Dagens Nyheter sobre los planes de los nazis para el mundo. Habían dibujado un puerto gigantesco en las costas del norte de África. El resto del continente estaba oscuro, nada. Es un buen marco para una novela. Un mundo planificado y ordenado hasta el mínimo detalle, estetificado y controlado al máximo, y luego un mundo en el que todo es desconocido, imprevisible e improvisado, donde todo lo que ocurre simplemente desaparece. ¿Entiendes lo que quiero decir?

Geir asintió con la cabeza.

—Entiendo que necesites huir de la situación en la que estás metido ahora. Es un intento de escapar, simple y llanamente.

—Sí, supongo que tienes razón. Pero hablo en serio. En África es muy distinto. Lo vi cuando estuve allí, y lo he visto en un montón de documentales sobre ese continente. Lo que no entendemos es que África es nuestra utopía, no al revés.

Geir abrió la puerta del coche y Njaal se metió rápidamente en el asiento de atrás. Esperé hasta que Geir lo atara, luego me senté en el asiento del pasajero. Otras puertas de coches se abrían y se cerraban en el recinto, recordaba al ambiente de un muelle flotante o un puerto deportivo, gente que metía y sacaba neveras y sillas de camping, gente vestida con pantalón corto o falda, bronceada, con movimientos lentos, la desolación en el amplio cielo azul y el paisaje inmóvil, interrumpidos por esos pequeños sucesos triviales, cosas que se cogen y se llevan, puertas que se cierran con estallidos, voces que murmuran.

—Deberíamos abandonar toda la ayuda al desarrollo de África. Acabar con toda clase de comercio. Retirarnos por completo de allí y dejarles hacer lo que les dé la gana. Con la situación de ahora no hacemos más que mantener la relación colonial, que dice que somos mejores que ellos, mira cómo son, incapaces de gobernarse a sí mismos, ni siquiera consiguen construir colegios. Todo lo que hacen se va al carajo. Emprenden guerras. Niños soldados. Toda esa mierda. Mejor cortar todos los lazos, dejad en paz a los que viven allí. Cerrad el continente. Odio ese pensamiento subyacente que caracteriza todo lo que hacemos en el mundo, el que se vuelvan como nosotros. Eso es el infierno. Cuanto más distintos sean los otros, tanto mejor. Las culturas africanas son obviamente distintas a las nuestras. Ellas representan la utopía. No al revés.

—¿Estás contento con esa frase? —me preguntó Geir, que se había puesto sus horteras gafas de piloto y conducía lentamente por el polvoriento aparcamiento hacia el sombrío camino asfaltado del final.

—¿La de la utopía?

—Sí.

—Es mi opinión de verdad.

—Lo sé. Es esa añoranza tuya del siglo XVII, sólo que en otra dirección.

—Tal vez. Pero en todo caso será una novela distópica con un protagonista que se ha criado aquí, y que añora África, y que probablemente en un momento dado se marche allí. Cuando se narra la historia, él ya es viejo y vive en una isla del mar Báltico.

—Déjame adivinar: ¿dónde estuvisteis de vacaciones? ¿Cómo se llamaba? ¿Slite? ¿En Gotland?

—Sí, más o menos. El argumento no es gran cosa, pero es un principio.

—¿Y cómo se titulará?

El Tercer Reich.

—¿Otro título nazi?

—Sí, pero es un buen título.

—Ya lo creo. Se me ocurrió a mí, ¿no?

—¿Ah, sí?

—Creo que sí. Aunque tú no te acordarás.

Salimos del recinto, Geir se detuvo antes de la rotonda y esperó hasta que estuviera libre, se metió lentamente en ella y ya al otro lado aceleró. En la parada del autobús había uno con el motor en marcha, por lo demás, la calle estaba vacía. Eran las tres y media, aún faltaba una hora para la hora punta.

—Tu memoria funciona de una manera muy especial. Alguien te dice algo o lees algo, lo olvidas, y vuelve a aparecer de repente cuando estás escribiendo, pero entonces completamente disociado del contexto inicial, como si se te hubiera ocurrido a ti.

—¿Lo que se llama plagio? —pregunté, notando cómo se me encendía la cara.

Me echó una rápida mirada.

—No, es lo que se llama libertad. Es porque estás construido de tal manera que escribes una novela y yo escribo un libro documental. Yo estoy contaminado por lo académico. Necesito comprobar y volver a comprobarlo todo. Soy incapaz de escribir una frase sin una nota a pie de página con referencia. Estoy atado. Tú eres libre.

—Tú eres de fiar. Yo no.

—Vaya. No hace falta que te flageles. ¡Lo tuyo funciona!

—¿No me digas que también se te ocurrió a ti el título de Mi lucha?

—Creo que sí.

—¿En serio?

—Lo dijiste en una frase, mi lucha, y entonces dije yo: ahí tienes el título. Así fue.

—Joder.

—Así funcionas. Tu cabeza es como una olla, todo lo que se mete dentro se convierte en una sopa.

Seguimos por Bellevuevägen, donde había una fila de chalés bajos de ladrillo claro a cada lado. Se parecía a Dinamarca, como tantas otras cosas en Malmö y Escania en general. Geir se detuvo en el semáforo rojo, junto a la gasolinera de Statoil. Njaal se movía en el asiento de atrás para ver todo lo que ocurría en el exterior. Cuando el semáforo se puso verde, el coche aceleró rápidamente y pronto nos encontramos detrás de un autobús. Tenía un enorme cartel de publicidad pegado debajo de las ventanillas de atrás. Era de una inmobiliaria local y mostraba a cuatro mujeres sonrientes, vestidas con trajes oscuros, como de azafata. Había visto esa imagen muchas veces, estaba en todos los autobuses y marquesinas de las paradas de autobús de la ciudad, de modo que había tenido tiempo para pensar en ella antes de que apareciera en ese momento.

—¿Ves esa imagen? —pregunté a Geir.

—Claro que sí —respondió.

—Creo que sé cuál de estas mujeres te gustaría —dije—. Y si acierto no digas que no sólo para fastidiarme, ¿vale?

—Vale —dijo.

—A ti te gustaría la de la derecha.

Se rió.

—Tienes toda la razón —dijo—. Pero lo sabes porque a ti te gusta la misma.

—No. He visto esa foto muchas veces. A mí me gusta la segunda, empezando por la izquierda.

—¿De verdad?

Volvió a reírse.

—No me sorprendes a menudo. ¿Cómo sabías cuál me gustaría a mí?

—Te conozco. Estaba segurísimo.

—Yo no puedo decir lo mismo. Nunca habría pensado que prefirieras a la segunda. Para mí es la de la derecha y ninguna otra. ¡Impensable que alguien pueda pensar otra cosa!

—Métete a la derecha —dije. Puso el intermitente y cambió de carril, el autobús siguió de frente.

—Pasa como con los zuecos —dijo—. Antes de que me dijeras que estaba loco, ni se me había ocurrido pensar que eso no fuera algo normal. Para mí es una acción lógica y adecuada.

—¿Saltar en el suelo de madera con zuecos en los pies con el fin de vengarse del vecino?

—No para vengarme. Para resolver el conflicto. Para aplastar su voluntad. Pues sí, para mí es algo completamente natural. No tenía ni idea de que pudiera verse de otra manera.

—¿No eres sociólogo?

—Sí, sí. Pero también soy un ser humano.

Pasamos por delante de Kronprinsen, el bloque alto de los años sesenta que hasta la construcción del Hilton era el edificio más alto de la ciudad, por los tupidos y frondosos árboles del Slottsparken a la derecha, detrás de una larga fila de coches que brillaba al sol.

Geir se rió.

—Me ganas. ¿Quieres decir de verdad que lo sabías?

—Eso no tiene nada de raro, ¿no?

—Sí, porque ni yo mismo lo sabía.

 

Después de aparcar el coche, los acompañé a casa y luego fui a buscar a los niños. John se bajó del triciclo al verme y vino corriendo hacia mí. Las niñas estaban en el arenero y la casita, me vieron llegar, pero hicieron como si nada. Con John en brazos me acerqué a Karin a preguntarle qué tal había ido la mañana. Bien, dijo, los niños mayores habían ido a un parque, John se había quedado allí. Todos felices y contentos.

—John sigue sin pañales, Karl Ove —dijo Nadje, sentada en el banco a unos metros detrás de nosotros.

¡Joder, eso era lo que tenía que hacer!

—Lo siento —dije—. Se me ha olvidado. ¿Queréis que vaya a comprarlos ahora?

—No creo que sea necesario. Basta con que los tengamos para mañana.

—Sí, sí, mañana los traeré. Lo siento. ¿Os habéis apañado?

—Nos han prestado algunos.

—Vale. Muchas gracias. Qué bien que se haya podido resolver. Se me olvidó por completo.

Ella esbozó una leve sonrisa, yo le sonreí y metí a John en el carrito para que Vanja y Heidi vieran que nos íbamos y no sólo lo oyeran.

—¡Vamos, niñas! —grité.

Había pocos niños, muchos estaban todavía de vacaciones. De todos los padres éramos nosotros los que más aprovechábamos la guardería, creía yo, pero quizá lo pensara porque tenía mala conciencia por las veces que nuestros hijos eran casi los únicos porque yo quería escribir. Empujé el carrito hasta una silla en la sombra y me senté.

—¡Cinco minutos! —grité—. ¡Y nos vamos! ¿Vale?

Vanja echó una rápida mirada y asintió con la cabeza. Yo me recliné en la silla y miré al cielo, que estaba azul claro, con unas de esas nubes ligeras y extendidas que parecían sábanas, típicas del verano, volando en la lejanía. Soplaba un fresco viento por encima de los tejados de los edificios, que bajaba a los patios rozando todas las cosas, mi cuerpo incluido, la piel húmeda y pegajosa que se encogía ligeramente de deleite por ese enfriamiento inesperado pero suave. Me entraron ganas de un cigarrillo y me enderecé en la silla, miré a John, que llevaba una gorra vaquera en la cabeza y tenía la boca manchada de negro, y vi que irradiaba despreocupación, mientras miraba a dos niños que pasaban en bicicleta. Él o quería algo y se sentía terriblemente afligido cuando no lo conseguía, o no quería nada, sólo estar, contento con el mundo exactamente como era.

—¡Vanja y Heidi! —grité—. ¡Venid ya! ¡Nos vamos!

—¡Un ratito más! —contestó Vanja.

Me levanté y me acerqué a ella.

—Tenemos visita —dije—. Njaal y Geir están en nuestra casa. No podemos hacerles esperar más tiempo, ¿sabes?

—¿Tenemos visita ahora? —preguntó.

Asentí.

—Han llegado un poco antes de lo previsto. Vámonos ya. Si quieres te compro un plátano en la tienda.

—Un helado —dijo la niña.

—¿Un helado? ¿Qué te has creído? —le dije con una mirada severa.

—Sí —dijo sonriendo.

—Está bien.

—¡Nos va a comprar un helado, Heidi!

Miré al suelo. No era muy correcto que los otros niños oyeran que a los míos les iba a comprar un helado. O, mejor dicho, no era muy afortunado que los monitores me oyeran decirlo tan alto que todos pudieran oírlo.

—¡Nos va a comprar un helado, Karin! —dijo Heidi, ya con la mano agarrada al carrito.

—Qué bien —dijo Karin con una sonrisa.

—Bueno, como todavía estamos en verano… —dije.

—¡Que disfrutéis! —dijo ella.

—Gracias —contesté, apretando el botón de la puerta para salir—. Vanja, ¿abres tú?

Corrió como el viento, bajó el picaporte, dio tres largos pasos hacia atrás y puso la parte superior del cuerpo casi en horizontal, con el fin de tener fuerza suficiente para empujar el portón.

—¡Bien! —dije—. Decidles adiós a vuestros amigos.

Vanja y Heidi me ignoraron, pero John, al que nadie podía ver porque iba sentado en el carrito, movió el brazo diciendo adiós.

—Heidi y John, tenemos visita en casa —dije, mientras andábamos por la sombría acera. Una larga racha de viento hizo que la falda de Heidi se le pegara a las piernas.

—¿De verdad? ¿Quiénes son?

—Njaal y Geir. ¿Te acuerdas de Njaal?

—Sí, un poco.

—Él tiene un día menos que tú.

—¿Qué?

—Su cumpleaños es el día siguiente al tuyo.

Nos detuvimos delante del paso de cebra y cruzamos la calle. John gritó que quería ir por la otra acera. Se retorcía en el carrito y me miró rabioso y afligido.

—¿Tú también quieres un helado, John? —le pregunté.

—Sí —contestó, y se volvió a sentar.

Cuando llegamos a los dos buzones amarillos que había delante de la tienda Hemköp, dije:

—Escuchadme. Os daré el helado cuando hayamos pagado la compra. Antes no. ¿Os parece bien?

Los tres asintieron y entramos en el supermercado, que estaba casi helado. Vanja y Heidi desaparecieron, seguramente en dirección a los helados, y John intentó bajarse del carrito en marcha. Me detuve, lo saqué y corrió detrás de las niñas. Cogí dos paquetes de salchichas rojas, tenían el mayor porcentaje de carne, algo que de repente y de manera obsesiva había empezado a tener en cuenta, después de enterarme en la guardería de que había grandes diferencias entre los fabricantes de salchichas, luego metí en la cesta una bolsa de panecillos para salchichas, un pan normal, un paquete de café de ese francés, oscuro, por el que opté tras probar varios durante medio año, y por el que seguía apostando, un litro de leche, un litro de yogur, seis latas de cerveza, papel higiénico y un paquete de cuatro pastillas de jabón, pensando en los huéspedes, que seguramente se lavarían las manos mucho más a menudo que nosotros, y tres helados.

John quiso ir andando hasta casa, así que pude dejar las bolsas de la compra en el carrito.

¿Había refrescado un poco?

Pues sí, la temperatura había bajado en ese corto espacio de tiempo transcurrido desde que salí de casa.

—¡Veo Malmö! —gritó John, que tenía la idea de que era nuestro piso el que se llamaba Malmö.

Vanja me miró, riéndose entre dientes.

Yo le sonreí.

—¿Hay alguien en la terraza, John? —le pregunté.

—No —contestó.

—Hay un niño en casa, ¿sabes?

Me miró sorprendido.

El semáforo se puso verde justo cuando llegamos. Alargué la mano, John la cogió y las niñas se agarraron al carrito. En la acera de enfrente le di las llaves a Vanja, que corrió hacia la puerta y la abrió. Nos la sostuvo abierta, giré el carrito y tiré de él para subir los dos escalones, mientras Heidi y John tocaban y daban golpes a la puerta del ascensor, sin moverla siquiera.

La colada. Se me había olvidado.

Abrí la puerta, metí el carrito y lo levanté para que se quedara sobre dos ruedas y así cupiéramos los cuatro. Vanja apretó el botón de la séptima planta. Heidi, que quería hacerlo, se echó a llorar. Vanja la imitó. Heidi intentó pegarle, Vanja hizo lo mismo, y así abrí la puerta del piso, con las dos niñas llorando. Y las dos llamando a mamá. Pero cuando Geir y Njaal salieron del salón, se callaron. Los niños se observaron mutuamente durante unos segundos, más o menos como hacen los perros, antes de aceptar la nueva situación y deslizarse dentro de su cuarto, excepto John, que se quedó sentado en el suelo con su gorra azul en la cabeza, intentando quitarse los zapatos.

—Hay salchichas para comer —dije.

—¡Ah, qué ricas! —exclamó Geir.

Pasé por delante de él y entré en la cocina, donde dejé la bolsa de la compra en la mesa y me puse a colocarla.

—Me he olvidado de la colada en la lavandería del sótano —dije—. ¿Puedes empezar con las salchichas mientras bajo a por ella?

—Sí, se me dan bien las salchichas —dijo Geir—. Teníamos una empresa de salchichas en Upsala, ¿te acuerdas? Compañía de Salchichas Sueca. Dos bicis con olla y parrilla delante, con las que paseábamos por la ciudad. Estaban pintadas con los colores de la mostaza y el kétchup, amarillo y rojo. Y detrás había una gran salchicha de metal. Bueno, en realidad es el único verdadero trabajo que he tenido.

—Aquí tienes las salchichas —dije—. Coge una cacerola de ese armario.

—Ossie-Pete, ¿te he hablado de él? Regalaba una salchicha a las chicas que le enseñaban los pechos. Lo consiguió con bastantes.

Se rió.

—Fue casi lo primero que me contaste cuando llegué a Estocolmo —dije.

—¡Qué buena época aquélla! Estábamos bebiendo hasta que cerraban los bares y salían los estudiantes, sobre la una, entonces encendíamos la lámpara de petróleo y nos poníamos a vender. Largas colas. Se trataba de llegar los primeros a los mejores sitios los sábados. La plaza que había delante de la casa Celsius, el tipo ese de los grados, ya sabes. Está como atravesada en la calle, porque Upsala sufrió un incendio, y la ciudad se reconstruyó casi entera, pero no esa casa. Yo estudié estética allí. Fue donde conocí a Christina. Hizo una foto de nuestros carritos de salchichas. Tienes que verla. Eran unos carritos preciosos.

—Nunca confesaste cuánto dinero ganaste con aquello —dije, pasando por delante de él, camino de la entrada.

—Las ventas oscilaban —contestó siguiéndome—. No recuerdo cuánto ganamos. Aunque, espera un momento, un año, en la noche del Primero de Mayo ganamos veinte mil coronas. Fue a principios de los noventa. Estuvimos vendiendo durante veinticuatro horas seguidas. Luego ni siquiera teníamos fuerzas para repartir correctamente el dinero, simplemente empujamos un montón hacia cada uno.

—Eso es mucho —dije, parándome delante de John, que seguía sentado en el suelo luchando con una pelota.

—La vez que más dinero gané fue en un torneo de balón prisionero para economistas nacionales. Querían tener en el recinto a un vendedor de salchichas. Nadie compró ninguna, pero me habían garantizado una suma mínima. Dos mil por una hora. Además, podría revender las salchichas luego, claro. Sí, sí. Ocupábamos el nivel más bajo de la jerarquía. Upsala, ¿sabes?, con todas sus tradiciones y testarudez. En esa ciudad un vendedor de salchichas no gozaba de mucho respeto.

—John, ¿quieres bajar conmigo al sótano? —le pregunté.

El niño asintió con la cabeza.

Le puse los zapatos y luego me los puse yo, mientras Geir seguía hablando de su empresa de salchichas.

—Congelábamos las salchichas hervidas y luego las volvíamos a hervir. A veces teníamos que venderlas a oscuras, porque estaban casi verdes. Pero los estudiantes no sabían si vomitaban por haber bebido demasiado o por haber comido salchichas en mal estado. ¿Te acuerdas de la Cuba Cola?

—Sí —contesté con la mano en el picaporte.

—Lo intentamos. Todo el mundo hablaba de esa bebida. Ahora que lo pienso, no la he vuelto a ver desde los setenta, pero nadie la compraba. Durante algún tiempo también lo intentamos con Pommac. ¿Pero quién bebe Pommac con un perrito caliente? Obviamente fue una catástrofe. También teníamos mostaza francesa. Nadie la pedía. No debía de ser lo bastante sofisticada. ¿Sabemos cómo llaman los suecos a los perritos calientes?

—No —contesté, empujando hacia abajo el picaporte y abriendo la puerta.

—Polla empanada. Ja, ja, ja. No es verdad, joder. Uf, uf.

—Si en media hora no hemos vuelto, es probable que alguien nos haya dejado K.O. por no haber seguido las reglas de la lavandería —dije.

—También llevábamos un pequeño logo de metal en la parte delantera de la bici —prosiguió Geir.

—Hablas tanto que parece que llevas un montón de años sin ver a nadie —le dije.

—Alguien tiene que decir algo —se defendió Geir—. Cuando tú no dices nada, quiero decir. ¡Llévate el móvil al sótano!

Cerré la puerta, cogí en brazos a John y bajé en el ascensor. En el sótano echó a correr con sus pequeñas piernas. Cuando entramos en la lavandería, empezó enseguida a jugar con las escobas. Alguien había doblado decorosamente nuestra ropa seca y la había metido en las bolsas. Aunque habían actuado con amabilidad, sin ninguna nota desagradable diciendo que procurásemos respetar los horarios de la lavandería o que se había avisado al propietario, salí de allí rápidamente para no encontrarme con nadie, llevando a John en un brazo y las dos bolsas de Ikea en el otro. Había excrementos en el sofá de casa de la abuela, pensé de repente; quizá porque vi dos latas de cerveza y una bolsa de plástico junto a la pared por la que pasábamos. Y sí que había botellas en la escalera que llevaba a la buhardilla. Un montón. Bolsas de botellas vacías debajo del piano. Pero tal vez no en la escalera que iba de la planta baja a la primera. Eso no lo recordaba. Gunnar parecía muy seguro. Podría presentar pruebas de ello en una sala llena, había escrito.

¿Y si había juicio?

Mierda, mierda, mierda.

Acerqué a John para que pulsara el botón del ascensor, volví a dejarlo en el suelo, pero extendió los brazos de nuevo, tal vez quisiera ver cuándo llegaba el ascensor con su luz por la ventanilla ovalada. Volví a cogerlo en brazos. Me sentía débil de puro miedo. Estaba enfadado conmigo. Estaba terriblemente enfadado conmigo.

—¡Ahí! —exclamó John.

¡Sí, ahí llegaba una luz deslizante!

Abrí la puerta, levanté a John para que pudiera pulsar el botón de más arriba, volví a dejarlo en el suelo y me miré en el espejo.

No se veía ni rastro de mi agitación interior. Sólo una cara seria con ojos tristes.

John se había agachado, una cosa minúscula de plástico rojo había llamado su atención. Tenía pinta de ser un clip.

Por fin consiguió agarrarlo con sus pequeños dedos.

—¡Mira, papá! —dijo, enseñándomelo.

—Es muy bonito, John.

Estaba temblando por dentro, y nada de fuera era capaz de tranquilizarme, era como si también temblara.

El ascensor se detuvo, abrí la puerta. John salió con la cabeza agachada, mirando fijamente su trozo de plástico, yo eché una última mirada al espejo, recorrí los pocos pasos que había hasta nuestra puerta, que John intentó abrir, sin lograrlo, aparté un poco irritado sus manos y abrí.

Los niños estaban viendo la televisión y Geir, frente a la placa, miraba fijamente una cacerola grande de la que subía un fino, casi invisible velo de vapor.

—¿Qué tal? —le pregunté.

—Bien —contestó—. He puesto la televisión. Supongo que no te importa.

—Vale —dije—. Pero no me gusta.

—A ti no, pero a tus hijos sí.

Estaba empapado de sudor, no porque hubiera hecho grandes esfuerzos, sino porque había mucha humedad en el ambiente. Por la ventana vi que el cielo se había cubierto por el este, lucía un color entre gris y blanco donde sólo una hora antes era azul claro.

—Si fuera por ellos, estarían viendo la televisión desde que se levantan hasta que se acuestan —dije—. Por eso hemos puesto reglas.

—¿Quieres iniciar a toda costa un debate ético o qué? También puede ser que las salchichas no sean la mejor comida para los niños, pero están ricas y a ellos les gustan.

—Esas salchichas tienen más de un setenta por ciento de carne —dije con una sonrisa—. Son moralmente impecables. Voy a fumarme un cigarrillo. ¿Te vienes?

Asintió con la cabeza y me siguió.

—Pero sí tengo una máxima para las películas que ve Njaal —dijo detrás de mí—. Intento meterle algo nuevo de vez en cuando, algo que pueda enseñarle alguna cosa. Pero no es fácil. Él sólo quiere entretenimiento. Es como la pornografía.

Me senté, cogí el termo de café y eché una mirada interrogante a Geir. Negó con un gesto de la cabeza, estaba de espaldas a la barandilla de la terraza, yo me serví una taza y encendí un cigarrillo.

Era como si jirones de oscuridad llegaran deslizándose por la blanquecina capa de nubes.

—Está llegando una borrasca —dije, señalando el cielo.

—¿Ah, sí? —dijo Geir, moviéndose ligeramente. Me miró—. Tú juegas un montón con tus hijos. A lo mejor no siempre te apetece, pero lo haces de todos modos. Yo no hago nada. Me inclino más por la ternura y el humor.

—¡Así que opinas que yo juego mucho, pero con frialdad y sin humor!

Geir se rió.

—Yo tampoco juego mucho con ellos —dije—. Paso mucho tiempo con ellos, es verdad, pero no suelo sentarme en el suelo a hacer construcciones con Lego, ni a jugar con sus animalitos de plástico.

—Venga ya. Los llevas al parque acuático los fines de semana. Los llevas al parque a jugar. Juegas al fútbol con ellos.

—A veces sí. Pero bueno…

—Vale, sólo he querido decir que dedicas mucho más tiempo y esfuerzo a tus hijos que yo al mío. Eso no significa que yo no quiera a Njaal. En eso estoy con los chinos, que dicen que el hombre descubre que es padre cuando el niño tiene cinco años. Creo que hay algo de verdad en ello.

—¿Así que serás padre en otoño?

—Exactamente.

—Pero vosotros tenéis un hijo. Es distinto. Con tres, no tienes elección.

—Yo le digo a Njaal que lo quiero. Así, sin rodeos.

—Yo no. Creo que nunca se lo he dicho. Ahí está el límite.

—Eso. Como dice la canción, no te acerques demasiado. ¡Ja, ja, ja!

—No pises el césped, niño. Eso es del poeta Skjæraasen, ¿no?

—¡A los brotes frágiles hay que dejarlos crecer! No me acuerdo. Pero creo que tiene que ver con el talante, no sólo con los papeles. Hay personas a las que les gusta jugar. Mi padre tiene mucha mano con los niños, lo adoran. El hijo del vecino lo sigue invitando a sus fiestas de cumpleaños. El hombre está cerca de los ochenta. Tiene la postura de Goethe ante la vida: «Porque no hay nada que nos lleve tan cerca de la locura como cuando nos distinguimos de otros, y nada que conserve el sentido común mejor que vivir de un modo sencillo y natural en compañía de mucha gente.» Los años de aprendizaje de Wilhelm Meister.

—Algo así sólo puede decirlo una persona marginada y que no vive una vida sencilla, ¿sabes?

—Creo que ésa es la gran diferencia entre tú y yo. Casi toda la gente que conozco tiene un padre que les ha fallado de una u otra manera. Y casi todos intentan compensar esa traición con sus propios hijos.

—¿No es así como avanza el mundo?

—Y si lo logras, como es el caso de mi padre, que yo diría que fue un padre ideal, no quiere decir que lo ideal se herede. Lo que suele suceder entonces es que los hijos no tienen nada que compensar. Es decir, tú serás un padre mejor que el tuyo, pero yo seré un padre peor que el mío, lo que Njaal a su vez compensará con sus hijos, que a su vez serán tan inútiles como su abuelo, es decir, yo. Lo ideal no se hereda, that’s the point.

—¿Una especie de dialéctica de la desesperanza?

—Sí, exactamente. Tener un padre bueno no sirve de nada.

—Claro que sirve. Es algo bueno en sí mismo. Tener una vida estable y armoniosa, quiero decir.

—Pero ¿qué se saca de una infancia armoniosa? Conozco a un montón de gente que ha tenido una infancia fantástica, pero ¿qué les ha pasado luego? ¿Qué han hecho?

—Eso es ver la vida casi de un modo industrial. Teniendo que producir algo en ella. Y si ésa es la idea, entonces tienes razón. Una infancia armoniosa no produce nada. ¿Pero y si la armonía es el objetivo de todo? ¿Y si el objetivo es estar bien?

—¡No, no puedes creer eso! En ese sentido estoy completamente de acuerdo con Ayn Rand, que escribe que son sólo unas cuantas personas, muy pocas, las que mantienen el mundo en marcha. Son ellas las que crean el mundo, son ellas las que hacen algo en el mundo, no sólo usarlo o disfrutarlo.

—Pero en esas personas hay una inquietud. Ésa es la razón por la que crean algo o actúan, porque hay en ellos una inquietud, algo que no está completo. Pero el objetivo es siempre la armonía. A lo largo de los años veinte, treinta y cuarenta. El objetivo es poder estar sentado en un jardín mirando el agua del aspersor, rodeados de hijos, pensando esto me basta, ahora soy feliz. En el fondo todo impulso es un impulso hacia la armonía.

—Oye, Aristóteles, ¿no escribiste hace muy poco que no te interesa la felicidad?

—Sí. Pero no que no me interese la armonía.

—Son la misma cosa. Pero tienes razón en lo que dices sobre la inquietud y lo de no estar completo, que ésa es la fuerza motriz más poderosa. Lo que ha ocurrido en nuestra época es que esa inquietud ya no se transforma en acción. Que esa inquietud ya no produce nada. Vivimos en una sociedad de terapia. La inquietud es indeseable, y la eliminamos hablando de ella. Hemos desarrollado visiones cero. Intentamos vivir en familias absolutamente intachables, absolutamente felices, y tenemos como objetivo expreso acabar con los accidentes mortales de tráfico. Pero eso es una quimera, es una gran mentira. Es increíble que creamos en ello. Pero creemos. Armonía, felicidad, ningún muerto en accidentes de tráfico. ¡Dame un padre a quien todo le dé igual! ¡Dame una infancia verdaderamente jodida! De ahí sí que sale algo. Se crea algo. Es decir, en la desarmonía y la disonancia.

—Estoy de acuerdo en la teoría de lo que dices. Pero no en la práctica. Miro a mis hijos, y lo único que deseo es que sean felices. Que se sientan lo mejor posible.

—¡Menos mal que no lo consigues!

—Pienso bastante en ello, ¿sabes? Con qué impresiones de la infancia se quedarán cuando se hagan mayores. De qué trata todo esto en el fondo. No tengo ni idea de lo que es. De lo que reciben de mí. Ni idea.

—Además, también son muy distintos, entre ellos, quiero decir. Puede que des exactamente lo mismo a Vanja y a Heidi, pero es seguro que lo van a vivir de un modo diferente, y que luego también lo entenderán de un modo diferente.

—Pues sí, así es.

—La verdad es que no sabemos lo que hacemos. Ignoramos a qué conduce. Se sabe que los hijos de divorciados están sobrerrepresentados en las estadísticas de delincuentes: cuanto más pequeños eran cuando los padres se divorciaron, más grande es el riesgo de que se conviertan en delincuentes. Pero no queremos renunciar a nuestro derecho de divorciarnos, por eso decimos que es bueno para los hijos. Todos los sistemas producen efectos que resultan imprevisibles. Otra vez el ejemplo del coche: si se hubiera sabido que ese invento mataría a miles de seres humanos todos los años, ¿habríamos iniciado su fabricación, centrando nuestras vidas en torno a él? No. Por eso no lo decimos. Decimos que el coche proporciona libertad y posibilidades. Y cuando el capitalismo se consolidó y necesitábamos más mano de obra, ¿alguien dijo que la mujer tenía que dejar el hogar y empezar a producir para que la plantilla laboral se duplicara, como también el número de consumidores? No. Se trataba de que la mujer tuviera los mismos derechos que el hombre. El derecho a trabajar, ¿qué derecho es ése? ¿Se pretendía que fuera liberador? Pero si es al revés, es una cárcel. La consecuencia es que los niños tienen que pasarse la vida en instituciones antes de cumplir los dos años, ¿y qué ocurre entonces? Las madres y los padres están a punto de volverse locos de mala conciencia y pasan todo su tiempo libre con sus hijos, intentando estar lo más cerca posible de ellos. Compensación, compensación, compensación.

—El camino que va desde el análisis social hasta la paranoia es más corto de lo que podría pensarse —dije.

—¿No estás de acuerdo?

—Sí. Sobre todo en eso que llamas las quimeras. Si lees El capital, de Marx, ves que se habla mucho del abuso de que son objeto los obreros. Trabajaban dieciséis horas en unas condiciones completamente indignas. De modo que uno de los principales objetivos del movimiento obrero era limitar la cantidad de trabajo. Era visto entonces como algo que los empresarios, es decir, los capitalistas, imponían a los obreros. Como esclavitud. Pero ahora la gente trabaja voluntariamente hasta caer muerta. ¿Por qué? Porque ha surgido la idea de que se realizan por medio del trabajo. Es decir, el trabajo viene a ser lo contrario de alienante. Es autorrealizante. Así que ahora todos trabajan como locos porque es buenísimo para ellos. Lo mismo ocurre con el consumo. Encuentras tu identidad comprando cosas producidas en masa. Podría parecer un chiste, pero lo peor de todo es que eso no se puede decir. Si lo dices, eres un paranoico. No sólo eso, la crítica se ha convertido en una muletilla y ha dejado de tener validez, porque se ha repetido demasiadas veces. Recuerdo cuando era estudiante y leía toda esa crítica. Estaba totalmente de acuerdo con ella y al mismo tiempo vivía exactamente de la misma manera que criticaba. Ni siquiera se me ocurría que pudiera ser así. Y si se me hubiese ocurrido pensarlo, no habría hecho nada. Las dos esferas estaban separadas. Lo que sabes y lo que haces. No se encuentran nunca. Son como el este y el oeste. O, en el mejor de los casos, como la corbata y el chaleco.

—No te has podido aguantar, ¿verdad?

—No, pero lo que importa es que ya no es posible vivir de otra manera. No hay alternativas. Es algo universal.

—¿Te acuerdas de lo que dijiste en una ocasión? ¿Que el nazismo era la noche de los aficionados? Es verdad. Nosotros, en cambio, vivimos una vida profesional. ¿Y cómo podemos evitarlo? Yo no puedo elegir no pensar en la seguridad cuando se trata de Njaal, por ejemplo. No puedo dejarle ir en bici sin casco o correr libre y salvajemente por la vecindad, aunque yo sí lo hacía cuando era niño.

—¿Porque tendrías mala conciencia si se cayera y se hiciera una brecha en la cabeza?

—No, no es tan sencillo. Cuando el pensamiento ya existe, es decir, que deben llevar casco y que hay que acompañarlos a todas partes, uno no se libra de esa idea. Se convierte también en tu idea. No puedes hacer otra cosa que lo mejor para tus hijos. Cuando es lo mejor. Pero lo que lo dirige es la idea de qué es lo mejor. Porque no podemos saber si es lo mejor en realidad. Cuando Njaal iba a empezar en la guardería, yo quería que fuera a la que estaba más cerca de casa, porque era lo más práctico, pero Christina estuvo buscando y visitando todas las guarderías posibles, porque quería encontrar la mejor. Pero ¿cómo podía ella saber cuál era la mejor para Njaal? ¿Quién puede saber lo que pasará en un lugar, a quién conocerá y qué significará? No podemos dirigir la vida, sólo los pensamientos sobre la vida. De manera que todo lo que tiene que ver con nuestros hijos trata en realidad de nosotros mismos. Ésa es la maldición de la buena voluntad. Sólo sabemos lo de la buena voluntad, resulta imposible pensar otra cosa, y sin embargo no controlamos sus consecuencias.

—Nos estamos haciendo mayores, eso es lo que pasa —dije.

—Sí. ¿Qué edad tenía Voltaire cuando escribió que todo lo que uno necesita en la vida es un jardín y una biblioteca? No había cumplido los veinte, eso seguro.

—¿No fue Cicerón el que lo dijo?

—¿Ah, sí?

Me encogí de hombros.

—Da igual —dije—. Hace más o menos medio año recibí una carta en la que se mencionaba esa cita. Pero la leí mal. «Todo lo que uno necesita para ser feliz es una biblioteca y un balín.»

—¡Ja, ja, ja! Eso va más conmigo. ¡Vaya, vaya!

—Sí, es tu estilo.

—Ya, pero ¿por qué crees que los hombres se iban a la guerra, que lo dejaban todo atrás, incluso a sus propios hijos, para luchar y matar? Obviamente era por amor. Su amor no era menor que el de las mujeres, sólo diferente. Ahora creemos que lo tierno y lo íntimo son los sentimientos auténticos. No sé cuántas veces he leído a gente que ridiculiza la manera de los hombres de manejar los sentimientos. El que se den palmadas en la espalda y cosas así, por ejemplo. Pero una mujer no sabe lo que significa recibir una palmada en la espalda cuando se está deprimido. Los sentimientos de un hombre no valen menos, si es eso lo que se cree, sólo porque no los expresen de la misma manera que las mujeres. Lo que ocurre es que existen muchas formas de cuidar de alguien y la más entrañable no es necesariamente la correcta. No acepto ni loco que exista un monopolio de sentimientos o cuidados. Si estás siempre cerca de tus hijos, ¿entonces qué se crea? Nada.

—¡Armonía!

—No, no. No he conocido en mi vida a un ser menos armonioso que tú en aquella época en la que no escribías y vivías con tu familia. Y cuando todos esos hombres quieren enmendar su infancia, sobrecompensan, y con la sobrecompensación se produce el problema contrario. Se va al otro extremo, sobreprotegiéndolos o dándoles todo lo que piden, de tal modo que desarrollan ingratitud o falta de sentido, y así, de otra manera, tienen una infancia extrema. En suma, la compensación no crea armonía o equilibrio. Dicho esto, sé que soy un mal padre. A eso me enfrenté cuando nació Njaal. No fue nada agradable. Todos mis aspectos negativos empezaron de repente a significar algo. Intento ser bueno para él, pero seguramente no es suficiente. Cuando sea mayor, podrá juzgarme por ello. Estará en su derecho. Pero yo nunca podré juzgarlo a él. Nunca. No tengo derecho a ello. Y en eso es en lo que se equivoca tu tío. Nadie lo tiene. Sólo los hijos pueden juzgar a sus padres, nunca al revés.

—¿Por qué has tenido que mencionarlo?

—¿Mencionar qué?

—Lo de Gunnar. Llevaba varios minutos sin pensar en ello.

—No tiene importancia.

—Claro que la tiene —dije.

A nuestro lado se abrió la puerta y Heidi asomó la cabeza.

—¿Cuándo vuelve mamá? —preguntó.

—Mañana —contesté.

—Quiero que venga mamá —dijo.

—Ya lo sé. ¿Quieres hablar con ella por teléfono?

Asintió con la cabeza. Apagué el cigarrillo, me levanté, entré en el piso seguido por Heidi, cogí el teléfono y marqué el número de Linda.

—Hola, soy Karl Ove —dije cuando lo cogió—. Los niños te echan de menos. ¿Quieres hablar con ellos?

—Claro que sí —dijo Linda.

—Aquí tienes a Heidi —dije, alcanzándole el teléfono a la niña.

—¿Cuándo vas a volver a casa, mamá? —le preguntó.

Fui al salón.

—¿Quieres hablar con mamá por teléfono, Vanja? —le pregunté.

Asintió con la cabeza y se levantó.

—Yo también —dijo John.

—Esperad un momento —dije—. Ahora está hablando Heidi. Luego os tocará a vosotros.

Vanja volvió a sentarse, mirando fijamente la televisión. Reconocí ese lenguaje corporal cerrado, que indicaba que estaba conteniendo los sentimientos, ocurría siempre antes o después cuando yo estaba solo con ellos, y simplemente expresaba que echaba de menos a Linda. Si Linda hubiese entrado por la puerta en ese momento, Vanja habría corrido hacia ella para abrazarla, luego se habría puesto a hablar de todo lo que había vivido desde la última vez que se vieron, y no se habría alejado ni un milímetro de ella en toda la tarde. Aceptaba la distancia que yo mantenía como una necesidad, sin que ella lo pensara, claro está, y sin embargo eso conllevaba tener que aguantarme, lo que implicaba no dar rienda suelta a sus sentimientos.

Volví con Heidi, se estaba mirando en el espejo mientras escuchaba lo que le decía Linda al otro lado de la línea.

—¿Puedes despedirte ya de mamá para que Vanja y John también puedan hablar un poco con ella? —le dije.

—Adiós —se despidió, y me alcanzó el teléfono.

—¿Estás lista para los otros dos?

—Sí, claro que sí.

Me detuve en el vano de la puerta.

—¿Vanja? ¿Quieres hablar con mamá?

La niña negó con la cabeza.

—No quiere. Pero bueno, aquí tienes a John.

John cogió el teléfono y se lo apretó contra el oído. Sonrió con todo su cuerpo al oír la voz de su madre.

—Sí —decía, asintiendo con la cabeza—. Sí.

—Por desgracia, las salchichas no han salido muy bien —gritó Geir desde la cocina.

Fui a ver qué pasaba.

—Se han reventado. Hay dos reglas para las salchichas, una que dice que se debe poner en el agua una hoja de laurel, y otra que dice que no hay que dejarlas hervir.

—¿Crees que puedes enseñarme algo? —le pregunté, mirando dentro de la cacerola. La carne rosa se salía por entre la piel roja de las salchichas.

—Qué va.

—No importa —dije—. Saben igual de bien.

Saqué cinco panecillos, metí una salchicha en cada uno, les eché kétchup, los puse en una fuente y la llevé al salón.

El teléfono estaba en el sofá. Lo cogí.

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