Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—¿Hola? —dije, pero estaba muerto, así que lo puse en el cargador, debajo del espejo de la entrada. Cuando volví al salón, cada uno había cogido su salchicha.

—Hay más si queréis —les dije—. Sólo tenéis que decírmelo. Estamos en la cocina.

Fui para allá, saqué el bote de la mostaza, era una mostaza en grano de Escania que durante algún tiempo utilizaba para todo. Cogí una de las salchichas reventadas, la metí en un panecillo y me senté a la mesa, donde Geir ya estaba disfrutando de la comida.

—Muy buenas, estas salchichas danesas —dijo.

—Mm. Prueba la mostaza, también es muy buena.

—Me la pondré en la siguiente. Por cierto, ¿recuerdas aquella campaña de publicidad de las salchichas Gilde de hace unos años?

—No.

—Ya sabes, las salchichas Gilde son un poco curvas. Tenían un lema que decía que las salchichas Gilde te proporcionan una subida. Algunas feministas reaccionaron y afirmaron que era sexista o machista. Dirigieron incluso la protesta al director de Gilde. Pero él no entendía lo que querían decir. ¡Si sólo son salchichas!, dijo. ¡Ja, ja, ja!

Por el este, el cielo se había oscurecido ya del todo, y por donde estaba más claro, a las afueras de la ciudad, se veían rayas como de lluvia. Noté que me pesaba la cabeza.

—Está bien lo que has dicho sobre Marx —dijo Geir al cabo de un rato—. Lo de que ahora también se trabaja mucho, pero con la idea de que uno está realizándose. La verdad es que en aquella época había algunos que se hacían riquísimos con el trabajo de otros, y también ahora hay algunos que se hacen riquísimos con el trabajo de los demás. No hay ninguna diferencia, todo es igual, excepto nuestras ideas al respecto.

—Mm. Creo que lo que pasa es que hemos tenido que aceptarlo. Es una respuesta adecuada a un planteamiento real. Mientras no podamos dejar de trabajar, tenemos que cambiar la razón por la que lo hacemos. Es decir, la motivación.

—Curioso —dijo Geir, levantándose—. Para mi padre, el trabajo era trabajo. Tenía un valor intrínseco. Trataba de hacer un trabajo en sí. Iba al trabajo porque tenía que ir. Intentaba hacer un buen trabajo, a la vez que no quería destacar. Supongo que lo de realizarse a sí mismo era algo muy ajeno a él.

Sacó una salchicha de la cacerola, la metió en un panecillo y se sentó. Le acerqué el bote de mostaza.

—Pero ese argumento tuyo de que hacemos todo para compensar no es correcto —dije—. Lo normal ha sido siempre reproducir el modelo, repetir lo que se ha vivido de niño. Su padre pegaba a mi padre, y él nos pegaba a nosotros. Bueno, no a menudo, sólo lo hizo alguna que otra vez, pero era algo que existía en su mundo y por eso recurría a ello de vez en cuando. Él nunca intentaba compensar nada. No era su papel. Te educaban de una determinada manera que luego repetías con tus hijos. Somos nosotros los que de repente nos hemos puesto a compensar. ¿Te acuerdas de lo que dije aquella vez sobre Rudbeck? ¿Lo de su biografía? ¿Que su padre le pegaba y le humillaba, pero que él no lo interiorizaba, no lo veía como parte de su psicología, de su yo interior, sino como algo objetivo, un suceso externo? Eso era en el siglo XVII.

—Lo recuerdo. Fue un profesor mío de la universidad el que escribió aquel libro.

—Así que por un lado podemos preguntarnos por qué hacemos tanto hincapié en lo traumático, o por qué lo hacemos traumático, y por otro, por qué queremos educar a los niños de una manera nueva y diferente.

—¿Crees que tenemos elección?

—No, no lo creo. Pero ha habido un cambio. De eso no cabe duda. Y todo el mundo se encuentra inmerso en ese cambio. Creo que es la respuesta a algo. Creo que precisamente porque llevamos a nuestros hijos a la guardería desde que tienen un año y porque nos rodeamos de toda clase de mierda alienante como televisión, videojuegos y todo eso, necesitamos estar cerca de ellos. Antes los niños estaban en casa, un lugar al que pertenecían, rodeados de mucha gente adulta, quizá no todos de la familia, pero sí la mayoría. Cuando este espacio desaparece, hay que compensarlo. Nadie lo ha planificado. Ni siquiera pensado, tal vez. Sale a presión. Es necesario. Creo que eso es lo que ocurre.

John entró en la cocina y miró fijamente a Geir.

—¿Quieres otra salchicha? —le pregunté, en noruego.

Contestó que no.

—Quiero korv —dijo, usando la palabra sueca.

—Ah, sí —dije con una sonrisa—. Korv. Claro que sí.

Se la preparé. Fui a la nevera a por la mostaza suave y apreté el tubo hasta que cayó un chorrito color ocre a lo largo de la salchicha. Se la alcancé. Empezó a comérsela mientras atravesaba la habitación.

—Y tampoco existe ninguna alternativa —dije—. En nuestra época, la única alternativa al capitalismo ha sido el nazismo. Los nazis pretendían cambiar la sociedad desde el fondo, crear algo radicalmente distinto. Ya sabemos cómo les fue.

—Suelo decir que fue una pena que los alemanes perdieran la guerra, pero bueno que los nazis no la ganaran —dijo Geir. Tenía una raya roja de kétchup en la mejilla.

—Papá —gritó Heidi desde el salón.

—¿Sí? —contesté.

—¡Quiero otra salchicha!

—¡Ven aquí y te la daré!

—¡No, ven tú!

—¡Ni hablar!

—¿Qué?

—¡Ni hablar, he dicho!

Se hizo el silencio.

—¿Y qué es en realidad lo que crea esa idea de seguridad? —se cuestionó Geir—. ¿Qué ocurre al estar tan concienciados de todo lo que puede ir mal, y qué podemos hacer al respecto? Crea más angustia, más miedo, nada más. Nosotros íbamos andando al colegio. Nadie se murió. Ahora a todos se les lleva en coche. Tampoco se muere nadie.

—¡Papá! —gritó Heidi.

—¿Sí?

—¡Ven!

—No, tienes que venir tú.

—Vale —oí que decía, y me levanté para preparar una salchicha que estaba lista justo cuando ella entró.

—¿También quieres un vaso de agua? —le pregunté.

Asintió.

—¿Crees que Njaal quiere otra salchicha?

Heidi se encogió de hombros y salió de la cocina.

Llené cuatro vasos de agua, los llevé al salón y les di uno a cada uno.

—¿Quieres otra salchicha, Njaal? —le pregunté.

Asintió con la cabeza, sin apartar los ojos de la pantalla de la televisión.

—¿Y tú, Vanja?

Dijo que no.

—¿Cuándo viene mamá? —preguntó Heidi.

—Mañana —contesté—. ¿La echáis de menos?

Heidi asintió con la cabeza. Vanja miraba fijamente al frente. John me miró sonriente.

—¡Mamá! —exclamó.

El que yo hubiera tenido un niño tan alegre era un misterio.

—¿Quieres una cerveza? —me preguntó Geir cuando entré en la cocina.

—¿Por qué no?

—Así que estructuramos el espacio social —dijo, abriendo la puerta de la nevera. Me senté y me alcanzó una cerveza—. Diseñamos una y otra vez el espacio físico. Estamos muy concienciados de todo. Sabemos quién ha diseñado un tenedor. Eliminamos todos los peligros y tomamos medidas contra todo. Lo que desaparece entonces es la espontaneidad. ¿Por qué queremos que desaparezca la espontaneidad? ¿Qué ganamos con ello? La espontaneidad no es previsible, no puede repetirse, y la repetición es la clave del control. Ahí estamos ahora.

—En cierto modo el círculo se cierra —dije.

—¿En qué estás pensando?

—En los neandertales —contesté.

—Ah, sí, tu tema preferido. ¿Qué conocimientos has obtenido de esta triste vida de hoy?

—¿Crees que ellos eran espontáneos?

—Dicho así, supongo que la respuesta es no.

—En el transcurso de los doscientos mil años que vivieron en Europa, no evolucionaron absolutamente nada. Hacían exactamente lo mismo cuando llegaron que cuando desaparecieron. Incluso vivían en los mismos lugares. En Francia, una tribu vivió en la misma cueva durante cuarenta mil años. No desaparecieron hasta que la cueva se derrumbó. Es como si la misma familia viviera durante cuarenta mil años en la misma granja. Resulta completamente impensable. Pero a ellos no. Fabricaban las mismas herramientas, cazaban de la misma manera, comían la misma comida, no cambió en ellos una sola cosa. ¿No te parece fascinante que nuestros parientes más próximos no fueran capaces de cambiar? ¿Que el progreso fuera para ellos un concepto completamente ajeno? Nada de improvisación, nada de espontaneidad. Los primeros seres humanos representaron una revolución inconcebible cuando llegaron. Lo que nos distinguía de ellos era precisamente eso que ahora intentamos hacer desaparecer.

—¿Es ahora cuando vas a decir que no hace tanto que llegaron los primeros seres humanos?

—¡Exactamente! Y entonces había muchas clases distintas de personas que vivían una al lado de la otra. Tendrá que volver a ocurrir. Imaginémonos trescientos mil años adelante en el tiempo. Para entonces habrá por aquí otros tipos humanos. Quizá ya dentro de sesenta mil años.

—Bueno, salúdalos de mi parte.

—Ja, ja. Pero ¿sabes cuántos neandertales hubo en realidad?

—No.

—Un número exagerado podría ser veinte mil. Uno muy bajo sería diez mil. Pero digamos que está entre esas dos cifras. ¡No había más! Imagínate el aspecto de Europa de entonces. Vacía de personas, sólo animales, pájaros, bosques, llanuras, y quince mil neandertales inquebrantables diseminados en cuevas por el continente. Eso era todo.

—Tu utopía.

—Casi. Pero ¿sabes cuál era la diferencia más grande entre los primeros seres humanos y los neandertales?

—No tenían salchichas rojas.

—Los seres humanos tenían joyas. Llevaban colgados del cuello dientes de muertos, lo que significa que pensaban en símbolos. Hay algo más en eso, algo que era impensable para los neandertales.

—Uno se pregunta para qué sirven todas esas cosas —dijo Geir—. Dientes colgados del cuello.

—Significa que hay algo más.

—Sí, eso es precisamente lo que me hace preguntar. Los dientes no son más que dientes. La existencia de los neandertales en el mundo me parece más adecuada.

—Seguramente hay genes de neandertales en nuestro ADN. No en el de los africanos, ya que no había seres humanos cuando los neandertales emigraron de allí. Pero en el de los europeos sí que lo hay. No creo que los neandertales se extinguieran. Lo más probable es que se mezclaran con los seres humanos, desapareciendo dentro de ellos.

—¿Eso crees?

—Sí. No es tan raro. Y por ahora los neandertales estuvieron más tiempo aquí del que llevamos nosotros. Pero no sabían nada de eso.

—No, supongo que no.

—Es decir, que hemos ido de un mundo carente de misterios a un mundo lleno de ellos, para luego volver otra vez a un mundo sin misterios.

—Resulta increíble que el Estado pague a gente como tú para que esté cavilando por el día y luego escriba libros sobre lo que ha estado cavilando.

—Hubo una pequeña especie de seres humanos en Flores, una isla de Indonesia. Vivían en una cueva. Seguramente en total fueran entre cincuenta y cien, no más. Medían alrededor de un metro.

—¿Enanos?

—No, simplemente eran otra especie. Vivieron allí hasta muy entrada la época de los seres humanos. Y entre los que viven ahora en ese lugar circulan unas historias rarísimas sobre unos seres humanos minúsculos que les robaban las verduras. Oí contar una de ellas. El que me la contó decía que las mujeres se echaban los pechos a los hombros cuando corrían. ¿De dónde coño salía ese detalle? Tal como hablaba de ellos, sonaba como si se tratara de una especie de pequeños trolls o quizá criaturas de la mitología. Pero sí que encontraron esqueletos en aquella cueva. Seres diminutos.

—¿De dónde sacas todas esas cosas?

—De los documentales que ponen en la televisión por las noches. Suelo verlos. No sé lo que es verdad y lo que son chorradas. Pero aun así me fascinan.

—Eso es obvio.

—También tiene que ver con lo utópico, creo yo. De verdad que todo era diferente en aquella época. No sólo el medioambiente, también lo propiamente humano. Yo lo que quiero son alternativas. Cualquiera, a decir verdad.

—¿Quieres convertirte en neandertal? ¿Te refieres a eso?

—¡No! Pero el hecho de que la historia haya terminado y ya no quede más futuro que la repetición de lo que tenemos ahora a veces casi me vuelve loco de claustrofobia. No necesito hacer algo distinto o ser una persona distinta, no me refiero a eso, sólo quiero que exista la posibilidad de una vida completamente diferente.

—Vivimos en la época de la visión cero. Lo que significa que tenemos cero visiones.

—Esa frase te ha quedado muy bien.

—Ya.

Me levanté y fui al salón. Geir me siguió. Bolibompa ya había acabado, ahora estaban viendo un programa juvenil. Apagué la televisión y miré a Geir.

—¿Les damos un baño?

—¿Por qué no?

—¿Alguien quiere bañarse?

—¡Vamos, Njaal! —dijo Vanja, deslizándose del sofá al suelo. Njaal la siguió y también Heidi. Cogí en brazos a John y fui tras ellos. Al llegar al baño, dejé al niño en el suelo, cogí el detergente, que estaba encima del espejo, y esparcí los polvos blancos de Ajax por el fondo de la bañera, luego mojé la esponja que había debajo del lavabo y fregué el esmalte blanco. Al contacto con el agua, los polvos blancos no sólo se convirtieron en una masa flotante, también se volvieron amarillos. A mí me gustaba el amarillo. Amarillo en contraste con lo blanco, amarillo en contraste con lo verde, amarillo en contraste con lo azul. Me gustaban los limones, tanto su forma como su color, y me gustaban los grandes campos de colza que esparcían su intensa tonalidad amarilla por el paisaje de Escania en primavera y verano, bajo el alto cielo azul, entre los verdes prados. También me gustaban los polvos blancos de Ajax, que se volvían amarillos al mezclarse con el agua.

Mientras fregaba, los niños se quitaban la ropa, y detrás de mí había un montón de brazos levantados y cuerpos inclinados hacia delante. Abrí el grifo y quité el jabón y los pelos que quedaban de la última vez, coloqué el tapón y puse el dedo debajo del grueso chorro que empezó a salir del grifo como una pequeña cascada.

—Vamos, adentro —dije.

Vanja y Heidi se metieron en la bañera, Njaal parecía un poco inseguro y miraba a su padre, que había estado todo el tiempo callado, observándolos, y John levantaba los brazos hacia mí. Le quité la camiseta, los pantalones, que le llegaban hasta las rodillas, y los calcetines, y cuando le había quitado el pañal y lo había tirado al cubo de la basura que había debajo del lavabo, lo levanté de las manos y lo dejé colgando como un pequeño mono encima de la bañera.

—Métete, Njaal —dijo Geir.

—¡Puedes sentarte aquí! —le indicó Vanja, señalando un hueco entre ella y Heidi.

Njaal vaciló. Luego puso las manos en el borde, metió una pierna en la bañera, y a continuación levantó la otra. Era de constitución fina y también eran finos sus rasgos, tenía los ojos marrones, el pelo rubio y la piel rojiza. Era sensato, observador, pero también rebosaba energía, y era como si esas dos facetas chocaran en él. Tenía mucho de Christina, no tanto de Geir, al menos no a primera vista. Geir se había cerrado a muchas cosas, pero eso no significaba necesariamente que ya no estuvieran dentro de él, sólo que estaban escondidas. A veces me preguntaba si también estaban ocultas para él mismo y, en ese caso, de qué manera existían entonces. Geir tuvo una madre que siempre ansiaba tenerlo pegado a ella, y que le hacía sentir culpable cuando no estaba, es decir, una madre que lo necesitaba. Según tenía entendido, ella vivía siempre angustiada, y era obvio que él había hecho muchos esfuerzos por librarse de esa situación. Le inspiraban poco respeto los sentimientos y todo lo que estuviera movido por ellos, odiaba todo lo que era irracional, todo lo que decía una cosa y significaba lo contrario, era racional casi hasta lo extremo, y como estaba siempre alerta, siempre buscando la razón de las razones detrás de cualquier emoción, era un cínico puro y duro. No le importaba lo que la gente pensara de él. Se había enemistado con más de un amigo porque no ocultaba lo que opinaba. Yo estuve a punto de enfadarme con él en una ocasión. De alguna manera le había insultado sin saberlo, porque la siguiente vez que nos vimos me atacó. Buscó directamente mi punto más débil, que eran los niños, en ese caso Vanja. Al principio no entendía lo que estaba pasando, él se reía y bromeaba con la sensibilidad de la niña y los problemas que le ocasionaría en la vida el hecho de que justamente Linda y yo fuéramos sus padres. Él fue concreto, pero yo no entendía qué era eso, ni siquiera cuando habíamos colgado, lo único que pensé es que no quería volver a hablar con él. Sólo unos minutos después llamó pidiendo disculpas. Dijo que se había sentido ofendido y que no quería decir lo que dijo. Las acepté, pero a pesar de ello no volví a llamarlo en unos días, porque lo que dijo fue tremendamente hiriente. Para decir algo así tenía que haberlo pensado y sentido, pensé, por muy irracional que hubiera sido su conducta. Pero se me pasó, seguimos siendo amigos y yo me había hecho un poco más sabio. Lo curioso era que me había dicho eso justo a los pocos días de conocernos en Estocolmo. Si me ofendes, no lo vas a saber, me dijo. Era orgulloso y honrado, tal vez ésas fueran sus cualidades más destacadas. Y así fue, le ofendí sin saberlo, es decir, sabía que lo había hecho, pero desconocía cómo. Hacia finales de mi primer año en Estocolmo simplemente desapareció. Christina me llamó unos días después y me dijo que Geir se había ido a Turquía. Era una verdad a medias, porque había seguido hasta Irak, según me enteré por casualidad unas semanas después.

¿Geir en Irak?

¿Como escudo humano?

¿Sin decírmelo?

Eso no me impidió aprovecharlo para hacerme el interesante en reuniones sociales. Todo el mundo hablaba de la esperada invasión de Irak, y yo podía decir que conocía a alguien que se encontraba en Bagdad justo entonces, y no sólo eso, sino que además ejercía de escudo humano.

Me llamó a los tres meses más o menos. Estaba en Estocolmo, ¿quería que nos viéramos? Lo encontré cargado de energía cuando quedamos en un restaurante de Gamla Stan, sonriente y alegre, era una persona completamente diferente a ese hombre desilusionado y afligido que se había marchado de la ciudad unos meses antes. Era como si hubiese estado en el espacio, con una perspectiva ante la vida completamente distinta a la que tenía aquí; lo que le atormentaba había dejado de atormentarle. Se trajo una cantidad increíble de documentación sobre la guerra, que constituiría el material que emplearía en su trabajo de investigación durante los seis años siguientes y que ahora, es decir, estando en el cuarto de baño del piso de Malmö una tarde de agosto de 2009, se había materializado en un libro documental ya terminado. Según pude entender, no se había tomado un solo día de descanso. Había trabajado todos los fines de semana, todas las vacaciones. Cuando yo empecé a escribir mi novela autobiográfica, nuestras existencias se volvieron casi paródicamente iguales; todo trataba de lo que hacíamos cada uno en nuestro reducido espacio, casi incomunicado con el resto del mundo, excepto con nuestras familias. Yo leía lo que él escribía, él me escuchaba leer lo que yo escribía, pero la relación no era simétrica, porque yo había vivido mi vida en medio del rebaño, leído los mismos libros que habían leído todos los demás, pensado lo mismo que habían pensado todos los demás, mientras él había abandonado el rebaño con sólo veinte años, y yo me aprovechaba de lo que había adquirido por su cuenta en tal medida que lo que estaba escribiendo entonces habría sido impensable sin él. Y eso que se trataba de una novela autobiográfica. Resultaba incómodo, porque mi ego aparecía como débil y maleable, y ese ego que tenía que tomar prestado de él para que el mío se fortaleciera y mejorara lo socavaba aún más. Al mismo tiempo, no me sentía inferior a él cuando nos veíamos o cuando hablábamos por teléfono. En ese caso no hubiéramos podido ser amigos. Al contrario, lo fundamental era precisamente que no necesitaba ajustarme a él, que no tenía que tener en cuenta lo que él opinara o pensara de lo que yo decía. Yo sentía culpabilidad ante todo el mundo, y con esto quiero decir todo el mundo, en mayor o menor grado, siempre había algo con lo que no cumplía, algo que no hacía lo suficientemente bien, o un límite que había sobrepasado, aunque sólo fuera en mis pensamientos. Haber empezado a escribir sobre ello, sobre cómo yo realmente consideraba las cosas era una locura, una gran locura, porque así me ponía en evidencia ante lo que realmente temía, el desagrado de los demás. Sin nuestras constantes conversaciones telefónicas no habría podido hacerlo, en ellas me construía una especie de defensa, era como si mis excesos perdiesen fuerza. Pues sí, lo que encontré fue libertad, independencia de una extraña manera desesperante, estrechamente relacionada con lo contrario, falta de libertad y dependencia, en el hecho de que su influencia fuera tan grande.

¿Pero qué es influencia en realidad? ¿Los padres que muestran a sus hijos el mundo y les cuentan cómo está organizado? ¿Un Yago que susurra al oído de un Otelo? ¿Cuándo una influencia pasa de ser afortunada a ser desafortunada? O, expresado de otro modo, ¿qué es la independencia?

Para un escritor, lo más vergonzoso de todo es que lo pillen plagiando a otro. Lo segundo más vergonzoso es parecerse a otro escritor. Carecer de originalidad no es igual de vergonzoso, pero sí es denigrante; que una novela carezca de originalidad se encuentra entre lo peor que un crítico puede decir sobre ella. El que se considere vergonzoso escribir algo que se parezca a la obra de otro escritor, pero no escribir algo que carezca de originalidad, que sólo sería denigrante, es una distinción decisiva que dice algo sobre la importancia del culto a la personalidad en nuestra época, de lo importante que es poder referirse a ese determinado individuo absolutamente independiente, que de alguna manera es intocable, en el sentido de que lo que él o ella ha elaborado de originalidad no debe aparecer en ningún otro lugar. Lo más importante no es lo que esa voz diga, sino que lo diga de una forma que sea característica sólo de ella.

El lector, en cambio, no exige ni independencia ni individualidad, al contrario, todo el sistema literario está basado en que el lector se subordine a la obra y desaparezca dentro de ella. La admiración y la sumisión ante un autor único no era un rasgo destacado en la literatura antes del romanticismo, y sólo se puede entender como el resultado de un cambio fundamental de lo social, en el que el yo aparecía de un modo muy distinto a como aparecía sólo unas generaciones antes. Pero ese yo romántico rebosante, cuya característica más destacada es ser único, no es un marcador unívoco del cambio del yo, precisamente porque supone que todos los demás yoes, es decir, los lectores, o, en nuestro lenguaje, los consumidores, se subordinan y aceptan su condición de no-únicos. El genio romántico o el político, Goethe o Napoleón, funcionaban del mismo modo que siempre había hecho la realeza, representaban el poder y el exceso, la voluptuosidad y el esplendor, viviendo en nombre de todo el mundo, y los famosos de nuestra época son una especie de continuación de aquéllos. Es un mecanismo social de seguridad, porque se nos educa en la fe de que somos únicos, de que realmente nos elevamos a nosotros mismos y lo nuestro cuando decimos o hacemos algo, pero la verdad es que somos casi iguales, incluso idénticos, y, para no quedar abatidos por esta verdad que pulveriza toda idea de quiénes somos, enaltecemos a todas las personas que destacan de alguna manera, es decir, que sobrepasan lo corriente, o porque corren muy deprisa, dan saltos muy largos, escriben muy bien, cantan de maravilla o tienen un aspecto estupendo.

Si se quiere bajar a alguien desde las alturas hasta la tierra, el mecanismo de regulación más eficaz es la parodia: él no es único, hay otro que habla como él, que tiene la misma pinta que él, que se comporta como él. Entonces nos reímos. Si no sólo queremos bajar a alguien de las alturas, sino también destrozarlo, revelamos que lo que él o ella ha hecho es una copia de lo que otra persona ha hecho o dicho. Lo idéntico es un tipo de tabú, porque se encuentra por todas partes en nuestro entorno, pero no es obvio que se pueda mencionar, porque se refiere a algo distinto, algo más grande y peligroso. De hecho, en algunas culturas primitivas lo idéntico era tabú, lo que quedaba patente mediante la prohibición de la imitación de los gestos y voces de otra persona, y los asesinatos de gemelos. El que el motivo del doble fuera tan común en la literatura de la segunda mitad del siglo XIX y relacionado con tanto horror expresa lo mismo, pero con una renovada intensidad, como si la amenaza de lo idéntico estuviera más cerca con la aparición de las masas en las grandes ciudades. En el siglo siguiente éste fue el gran problema, la relación entre el uno y todos, entre autenticidad e identidad. Resulta imposible entender la Primera Guerra Mundial sin tener en cuenta esto, y en realidad lo mismo ocurre con la Segunda Guerra Mundial, que fue un efecto directo de la Primera. La consecuencia de esa enorme catástrofe fue que se perdió para siempre lo único y lo local. Es decir, existe, pero escondido, y ya no se puede evocar. No existe como un valor, una meta o una utopía, es decir, como algo superior, sino sólo como algo inferior en la vida del individuo, como una magnitud paradójica; cualquier yo es único e imperdible, pero de la misma manera que el yo de todos los demás. Encumbramos a alguien, pero no podemos admitir que lo hacemos, y estamos impregnados de los demás, aunque no lo sepamos o no queramos saberlo. Pero justamente en la influencia todo se hace visible y aparece en la acusada diferencia entre una influencia aceptable, lo que para la cultura resulta deseable reproducir, y una influencia inaceptable, es decir, lo que no puede o no debe ser reproducido. La influencia no peligrosa rige para lo que pertenece a todo el mundo y que impregna el campo social e intelectual; si leo a Foucault y me entusiasmo con él, tanto que lo absorbo por completo, lo hago mío y empiezo a pensar y escribir como Foucault, no me he excedido en nada, ni tampoco he perdido nada, porque Foucault es ya de tal magnitud que sus pensamientos pertenecen a todo el mundo, al igual que ocurre con los de Kant, Hegel o, por qué no, Platón o Aristóteles, y constituye una especie de fundamento intelectual, un lugar desde el que pensamos, poco a poco sin personas, aunque sí está relacionado con nombres concretos. Todo nuestro ideario consta de lugares como éste, esto es la cultura. Desaparecemos dentro de ella, pero no por eso perdemos nuestra identidad, ya que es la cultura la que la establece, por ejemplo, a través de las ideas generales sobre lo que es el sujeto, lo que es el átomo, lo que es el aire, o lo que es el hogar, que se expresan en todos los niveles del idioma y de la cultura. El principio básico de la identidad, que constituye nuestro nosotros y que también es el lugar de lo que llamamos moral, es la falta de originalidad, la facilidad de dejarse influir y la subordinación. La identidad es sincrónica, es decir, en cada momento completa, y no obstante alterable. Sus límites son temporales: lo que hace dos generaciones era una verdad común —por ejemplo, que los niños podían ser castigados físicamente o que la homosexualidad era algo vergonzoso— ya no lo es, y si hoy en día alguien defendiera tales posturas, se le condenaría o se le silenciaría. Lo mismo rige para la ciencia: el modelo de enfoque estructuralista que estaba omnipresente en las humanidades en la década de los sesenta, por ejemplo, ya no es válido ni aplicable. Esa identidad de nosotros es no-individual, lo que se percibe en que las mismas personas que en los sesenta opinaban que era aceptable castigar físicamente a los niños, que pensaban que la homosexualidad era algo vergonzoso, o que consideraban que el método analítico estructuralista era una herramienta adecuada para entender las distintas expresiones de la cultura, hoy ya no piensan así o, si lo hacen, no hablan de ello. No obstante, el que concibamos todas nuestras actitudes y opiniones como personales e individuales, resultado de nuestras propias reflexiones maduras, ignorando por completo el papel que desempeña el tiempo, es uno de los mecanismos sociales más importantes de hoy, porque sin él, la aparente relatividad de la moral y de la ciencia anularía todo tipo de necesidad, y nos hundiríamos en el caos de la falta de ataduras. Por esa razón cultivamos la expresión independiente en el arte, lo que para una persona es especial y único, sólo en ese caso empleamos un mecanismo sancionador tan fuerte como el concepto de plagio; eso mantiene la idea de nuestra individualidad. Si no hubiera sido así, no habría existido ninguna diferencia de significado entre socialización y plagio. Todo aprendizaje se adquiere mediante imitación; de niños imitamos el lenguaje y la conducta de nuestros padres, durante toda la infancia y adolescencia imitamos el lenguaje y la conducta de nuestros amigos y nuestros profesores, y cuando ya somos adultos imitamos el lenguaje y la conducta que existen a nuestro alrededor en nuestra época. Casi todo el lenguaje empleado en lo público es poco autónomo y poco original, es decir, no tiene un remitente que le deje su sello personal. El lenguaje más extendido en lo público es el periodismo, que precisamente se caracteriza por su anonimidad, porque resulta imposible asociar el lenguaje de un artículo con el periodista que lo ha escrito, todos los asuntos se escriben de la misma manera, en el mismo estilo, todos escriben sobre los mismos sucesos, recogiendo información entre ellos, sin que nadie lo asocie jamás con plagio.

Se imitan los unos a los otros, el artículo de uno es una copia del de otro, y es así porque somos nosotros los que escribimos. Lo mismo rige para las instrucciones de uso y manuales, para tratados, tesis y libros de texto. Sólo en la literatura de ficción existe la expectativa de un yoúnico, cuya limitación más grande y más importante es no poder imitar, no poder copiar a otros ni decir lo mismo que ellos, o al menos no de la misma manera. Cuanto más singular es un autor, más grande se le considera. Muchos parecen creer que la literatura tiene que ver con la producción de conocimientos, o con la creación de conceptos, pero eso no es más que una especie de subproducto, algo que puede acompañar a la literatura o no; lo esencial es lo individual que hay en ella, lo que hay en la expresión de lo singular que no se deja imitar. Pero esa individualidad no es ilimitada, sólo se puede desenvolver dentro del marco de nosotros; si se excede y expresa algo inaudito para el nosotros, será condenado o silenciado. Por ejemplo, un escritor que hoy en día habla a favor del castigo corporal al niño o que condena la homosexualidad, cincuenta años después de que sean posturas generalmente aceptadas, tiene que ser un estilista excepcional para que pueda ser aceptado, es decir, perdonado, mientras que un autor que por ejemplo niega la exterminación de los judíos, jamás será aceptado o considerado grande, aunque se encuentre a un nivel literario extraordinario. Estas dos premisas para la literatura, que por un lado ha de ser lo más individual posible, es decir, expresar lo inimitable de ese yo, y por otro, que este yo ha de mantenerse dentro de los marcos de lo común, es decir, expresar el nosotros, no concuerdan, porque cuanto más único sea un yo, más alejado se encuentra del nosotros. Que Knut Hamsun pudiera escribir la necrológica de Adolf Hitler con la frase más inaudita e inimitable de la literatura noruega, inclinemos la cabeza, y que Peter Handke, tal vez uno de los tres mejores escritores vivos hoy, si no el mejor, pudiera hablar en el entierro de Milos˘evic´, y de esa manera descalificarse por completo ante la llamada mayoría cultural, constituyen dos expresiones obvias del antagonismo inherente entre el yo único y el nosotros social, es decir, la moral que contiene la literatura. Sólo un escritor podría haber creado la ley de Jante.1 Resulta irónico que esta «ley» tuviera impacto en todo el mundo, ya que lo que expresa es la tiranía de todos, pero no tan irónico como que el culto de los lectores a lo individual suceda rindiéndose a uno. Pero precisamente al estar tan unida a un determinado individuo, la voz de la mejor literatura no sólo concierne al colectivo, como un ejemplo de una posibilidad del yo que consumen todos los yoes, sino de hecho también al único, es decir, ese ser humano concreto, en ese lugar concreto, en ese tiempo concreto, y esa identidad lleva en sí un conocimiento que no se encuentra en ninguna otra parte. Por esa razón la literatura es inalienable. Por muy repletos que estemos los unos de los otros, por muy colectivistas que sean nuestros yoes, también ellos están solos, y esa experiencia, la de ser persona, la experiencia de la existencia en el mundo, no puede expresarse de un modo general o común dentro del horizonte del nosotros, porque para esa experiencia no existe ningún nosotros. Un artículo de un periódico o un reportaje televisivo trata siempre de una o más personas en otro lugar, y es una experiencia que ninguno de nosotros conoce. También una novela o un poema tratan siempre de una o varias personas en otro lugar, pero en un lenguaje que hace que la experiencia sea única, y la experiencia única incide de una manera muy distinta en nuestra existencia única. No se trata de reconocer o afirmar, sino de la verdad.

Pero ¿cuál es la verdad sobre lo social? Una cosa es escribir sobre socialización y plagio, otra muy distinta es dar fe de que alguien te está parodiando, acercándose mucho a tu voz, a tus gestos, a tus posturas, el fuerte malestar que produce, o estar escribiendo y muy en el fondo saber que lo que estás escribiendo no es algo que tú mismo has pensado, que ha salido de ti, sino algo que has tomado de otra persona, y no de cualquier persona, no de alguien perteneciente al gran nosotros, sino de alguien cercano a ti y a quien tendrás que poder mirar a los ojos. Toda la fuerza de lo social reside en este punto. No en las estructuras superiores, la gran comunidad, el nuestro de todos, eso son abstracciones, sino en el encuentro directo, el uno ante el otro. La fuerza está en Sandemose, y descrita en su libro En flyktkning krysser sitt spor (Un refugiado sobre sus límites), de 1933, trata de lo mal visto que está en los países nórdicos creerse mejor o más listo que los demás. (N. de las T.)

la mirada. Ésa es la verdad sobre lo social. Lo social es local, es ahí donde estás, y es único, porque la mirada en la que se encuentra la fuerza es propia de esa persona, en esa situación. Cada mirada es única, propia de esa persona, y de eso, y de nada más, somos responsables. Ésa es la verdad sobre lo social, y, por consiguiente, también la verdad sobre la moral. Una moral que sale de un todos, que sale de un nosotros es peligrosa, quizá lo más peligroso de todo, porque comprometerse con todo el mundo equivale a comprometerse con una abstracción, es decir, algo que existe dentro del lenguaje o en la imaginación, pero no en la realidad, en la que las personas sólo existen una a una. En ese sentido la moral de Knut Hamsun y de Peter Handke se encuentra muy por encima de la de sus críticos.

El yo de la literatura se parece al yo de la realidad en el sentido de que lo único de uno sólo puede expresarse mediante aquello que es común para todos, lo que en la literatura es el lenguaje. Todos los yoes literarios emplean las mismas palabras, la única diferencia, es decir, lo que distingue un yo literario de otro, es la manera en que se ordenan estas palabras, y la posibilidad de que en el desigual reparto, que visto a cierta distancia es muy marginal, pueda surgir un yo tan grande, vivo e importante como por ejemplo Emily Dickinson es bastante extraña. Y no resulta menos extraña al recordar que casi nadie leía sus poemas mientras ella vivía. La gran soledad y anhelo que la poetisa aparentemente sentía al escribirlos están ya muertos y enterrados cuando los leemos, sólo queda la expresión a la que despertamos en el instante en que dejamos caer la mirada sobre las palabras que la poetisa escribió hace mucho tiempo, y nos sometemos a ellas. Entonces ella canta dentro de nosotros. Pero podemos preguntarnos qué era eso para la autora, ya que no podía prever que sus poemas se difundirían por el mundo entero, considerados entre los mejores de la época a la que pertenecía, y que seguirían leyéndose mucho tiempo después, cuando lo normal habría sido que tanto ella como su vida hubiesen caído en el olvido. Pero seguramente los escribió sin pensar en absoluto en posibles lectores. ¿Por qué expresar el sentimiento vital y no sólo sentirlo o pensarlo?

Bueno, ¿por qué escribir?

Estoy completamente solo cuando escribo esto. Es el 12 de junio de 2011, son las 06.17, en la habitación de encima de la mía duermen los niños, y en la otra punta de la casa duerme Linda; al otro lado de la ventana, unos metros dentro del jardín, brilla el sol inclinado sobre un manzano. Las hojas están llenas de luces y sombras. Hace un momento un pajarillo estaba posado en una rama, tenía en el pico algo que parecía un gusano o una larva, y estuvo un rato sacudiendo la cabeza hasta que consiguió tragárselo. Ya ha desaparecido. Detrás de la rama donde estaba posado, cuelgan los diminutos bikinis de las niñas; durante todo el día de ayer se estuvieron bañando en la piscina de plástico que está por ahí, oculta detrás de un sauce. La hierba, que en gran parte permanece a la sombra, está todavía húmeda del rocío. El aire suena a canto de pájaros. Hace medio año estaba sentado en este mismo lugar, temprano por las mañanas, con los niños durmiendo arriba y Linda en la otra punta de la casa. Entonces había fuego en la estufa, era noche cerrada y la nieve se arremolinaba en el aire. Durante más de tres años he pasado las mañanas de la misma manera, sentado solo aquí o en el piso de Malmö, inclinado sobre el teclado, escribiendo esta novela que ya se acerca a su fin. Mientras tanto, mi editorial ha ido publicando lo que he escrito, hasta ahora cinco tomos, y sé que se ha hablado de ellos por ahí, se ha escrito y se ha comentado, en periódicos, blogs, en la radio y en revistas. No me he interesado por esas conversaciones, y en la medida en que me ha sido posible me he mantenido al margen, es algo que no me aporta nada. Todo está aquí, en lo que estoy haciendo ahora. Pero ¿qué es esto?

¿Qué es escribir?

Es ante todo perderse uno mismo, o el ego de uno mismo. En eso recuerda a leer, pero mientras que en la lectura la pérdida del ego va al yo desconocido, que por ser claramente definido como algo ajeno no amenaza en serio la integridad del yo propio, la pérdida del yo en la escritura es completa de un modo muy distinto, como cuando la nieve desaparece en la nieve, podría pensarse, o cualquier otro monocronismo, donde no existe ningún punto privilegiado, ningún primer plano o trasfondo, ningún punto más alto o más bajo, sólo lo mismo por todas partes. Así es la naturaleza del yo en la escritura. Pero ¿qué es eso que es lo mismo por todas partes, que a la vez es aquello en lo que consiste y el espacio en el que se mueve? Es el propio lenguaje. El yo surge en el lenguaje y es el lenguaje. Pero el lenguaje no es del yo, es de todos. La identidad del yo literario está en que se elija una palabra en lugar de otra, ¡pero entonces qué poco unificadora y centrada es esa identidad! En cierto modo esa identidad se parece a la que tenemos cuando soñamos, cuando la conciencia distingue igual de poco entre lo que es nosotros y lo que son nuestro entorno y nuestras vivencias, y cuando nuestro yo está como colocado en un espacio donde el banco verde de la izquierda es igual de importante para el que somos que el pez coleando a la derecha, o esa figura que recuerda a Neptuno surgiendo del agua que justo en ese momento inunda el suelo, bajo ese cielo por el que vuela un avión rojo de alas dobles. La diferencia entre el sueño y la escritura tendría que ser que el primero sucede incontrolada e inconscientemente, mientras que la escritura sucede de un modo controlado y resuelto. Esto es así, y sin embargo no, porque lo esencial del parecido tiene que ver con la falta de localización del yo, que se desliza y deja de estar en el centro, y entonces uno se pregunta si no es en el fondo la centralización lo que en realidad constituye el yo. ¿Y el propio acto de unificar? Sí, pero la verdad del yo no es la verdad de la existencia en sí. Lo que aparece entre los distintos fragmentos, muy lejos en lo no unificado, también es su propio sonido, ese sonido del yo que dura toda la vida, lo que hay en nosotros y a lo que nos despertamos, más allá de los pensamientos que pensamos y aquello que nos hace sentir la situación, y que es lo último que soltamos antes de dormirnos. ¿Y acaso no es ese sonido del ego, ese lejano tono de lo propio lo que impregna toda música, todo arte, toda literatura y no sólo eso, sino que también atraviesa todo lo que vive y es capaz de sentir? No tiene nada que ver con el yo, y aún menos con el nosotros, sólo tiene que ver con la propia existencia en el mundo. Cuando miro ese pequeño gorrión de ahí fuera, cuando lo veo en la rama bajo el sol, echando la cabeza hacia atrás para comerse el gusano o la larva, resulta impensable que carezca por completo de conciencia de existir. Quizá incluso sea más fuerte que la nuestra, ya que lo imposible puede estar ensombrecido por pensamientos. Esos pensamientos que unifican el yo son los que pueden ser diluidos por la lectura y la escritura, pero de dos modos distintos, en el primer caso entrando en lo desconocido que ha venido de fuera, y en el segundo, entrando en lo desconocido de lo propio, que es el lenguaje que uno mismo domina, en otras palabras, ese lenguaje con el que uno dice yo. Cuando se escribe, se pierde el control del yo, se vuelve imprevisible, y la cuestión es si lo incontrolable e imprevisible del propio yo en realidad no es una representación de su estado real, o, en todo caso, lo más cerca que se llega de una representación del yo real.

¿Qué decimos cuando decimos yo?

Un famoso diario de 1953 empieza de esta manera:

Lunes

Yo

 

Martes

Yo

 

Miércoles

Yo

 

Jueves

Yo

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