Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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Giré a la derecha, hacia Hemköp, atravesé la puerta, que se deslizó automáticamente hacia un lado, cogí una cesta de delante de las dos barreras, que también se abrieron automáticamente, eché una rápida mirada al monitor colgado sobre el mostrador de la fruta, en el que aparecía mi imagen mirando hacia arriba a la derecha, algo que Heidi y Vanja no acababan de entender, ¿por qué miraban sus ojos hacia un lado cuando ellas miraban directamente a la pantalla? Vanja y Heidi solían ponerse a bailar por el supermercado, mientras John se saludaba a sí mismo desde el carrito, como si fuéramos una especie de grupo ambulante de circo equipado con enanos y todo. Metí unos tomates en una bolsa de plástico, que no era totalmente transparente, sino más bien grisácea, como si hubiera estado llena de humo. Los tomates venían de los Países Bajos y seguían colgando de sus pequeñas ramas verdes, al contrario que los tomates suecos, que estaban al lado, muy pegados los unos a los otros, redondos y con un brillante color rojo, sin tallos ni ramas, razón por la que seguramente costaban cinco coronas más el kilo. Metí la bolsa en la cesta y al lado unos pepinos empaquetados en plástico, luego me acerqué al mostrador de los quesos, donde dudé entre un gouda danés normal y corriente, barato, de la marca Grevé, que era la preferida de Linda, y un noruego, Norvegia, que sabía más o menos como el Grevé, pero que costaba casi el doble. Tenemos invitados, pensé, ¿para qué vamos a ahorrar en esto? Además, pronto llegaría el anticipo de la novela. ¿Qué importaban entonces unas cuarenta coronas más o menos?

Con el queso Norvegia en la cesta continué hacia el pan. Era una de las secciones más grandes de la tienda; en los estantes que se encontraban en un islote en el suelo había entre cincuenta y setenta clases diferentes de pan, tal vez incluso más. En Suecia, los panes venían ya cortados en rebanadas y empaquetados en plástico. Eran de larga duración, pero estaban blandos y carecían por completo de lo crujiente y especial del sabor a pan fresco. Pero por suerte, además de los panes de plástico, tenían también una fila de panes frescos, la mayor parte de ellos con nombres que indicaban una existencia más sencilla y natural, en casi todos ponía algo de «rústico», «campo» o «granjero», y también figuraban las clases de cereales, al contrario que en esos panes empaquetados en plástico y cortados ya en rebanadas, que hacían más hincapié en «deporte», «energía», «saludable». Cuando yo era pequeño, en una época que a mis hijos un día les parecería tan lejana como a mí me lo parecía la década de los cincuenta de mis padres, los panes venían en bolsa de papel y la consistencia y el sabor cambiaban de día en día, desde el sabor fresco y maravilloso de la primera tarde, con la corteza crujiente y la miga suave y esponjosa, hasta que dos o tres días después se comía la última corteza seca y dura, con todos los posibles grados de consistencia del pan entre medias. Muchas familias metían el pan en una bolsa de plástico especial en el momento en que llegaban a casa, para así conservar la humedad, a la vez que se perdía lo crujiente. Nosotros guardábamos el pan en la bolsa de papel, así la corteza seguía crujiente todo el tiempo, pero la esponjosidad desaparecía. Entonces no había tantas clases distintas de pan, me acordaba de cinco, pan integral, pan negro, pan Wittenberg, pan blanco y luego un pan que llegó cuando yo tenía unos ocho años, el pan Graham. Eso era todo.

Me había convertido en un hombre de los viejos tiempos, y había ido muy deprisa, pensé, dirigiéndome a los estantes de pan fresco. Vendían siete panecillos por diez coronas; cogí una bolsa de papel para panes pequeños y metí en ella siete panecillos, arrugué el extremo y la puse en la cesta, luego seguí hacia el mostrador de productos lácteos, cogiendo por el camino un paquete de café y una botella de litro y medio de Pepsi Max.

También me acordaba del supermercado donde en mi infancia se compraba el pan. Me acordaba de cómo era por dentro y por fuera. Me acordaba de cuando se construyó, cómo primero se fundió una enorme superficie de hormigón al lado de la carretera, a unos cien metros de nuestra casa, y luego la tienda, que poco a poco se fue levantando sobre esa base, ostentando orgullosamente su nombre a un lado, como si de un barco se tratara: B:MAX. Cuando lo decíamos, se convertía en «bemaks», un nombre como los demás lugares de las proximidades, como «la grieta de ube», «el monte», «el islote de Gjerstad», «la carretera grande», «el muelle flotante», «el puente». Incluso después de que la tienda cambiara de nombre, la gente seguía llamándola Bemaks. Fue mi primer supermercado, antes de eso no había nada. Ni un recuerdo de una sola tienda. Tendría unos cinco años cuando lo construyeron. Dios sabe dónde compraban mis padres antes de eso.

Además de Bemaks llegó Stoa, adonde íbamos tal vez un par de veces cada medio año para comprar en grandes cantidades. Sacos de diez kilos de azúcar cuando se iba a hacer mermelada o zumos de frutas en otoño, una caja de botellas de refrescos para Navidad o las vacaciones de verano, paquetes grandes de harina y cosas así. Creo que a mi padre le gustaba comprar comida no en la tienda de al lado, donde podían reconocerlo y sólo vendían cosas pequeñas, esos recados nos los dejaba a mí, a Yngve o a mi madre, sino en los supermercados de las afueras de la ciudad, donde se compraba en grandes cantidades. Allí se podía presumir un poco con dinero, era como ser un gran hombre, tenía que ser eso. O quizá buscaba lo contrario, la seguridad de acumular provisiones, de tener reservas.

Me detuve delante del mostrador de productos lácteos y cogí un cartón de leche, era para los niños, así que opté por una con un alto porcentaje de grasa, 3,5, luego cogí un paquete de seis huevos, ponía en el embalaje que provenían de «gallinas criadas en libertad», e inspeccioné rápidamente con la mirada los demás paquetes para ver si en alguno ponía de «gallinas inadaptadas en jaulas estrechas», pero no encontré ninguno, y seguí por los pasillos sin gente entre mostradores de congelados y estantes de champús, pasando por delante de una pequeña sección de «golosinas ecológicas» y atravesando un infierno de chucherías en relucientes envases, una sección que constituía una parte de la tienda tan grande como la de los panes.

Pero de las innumerables veces que estuve en Bemaks —desde allí salía el autobús para el colegio y allí iba corriendo con la lista de la compra hecha por mi padre dos veces a la semana durante muchos años— guardaba un solo recuerdo. De una vez que fui con mi madre. Había visto un cartel en el que ponía que los botes amarillos de Nesquick, es decir, los polvos de chocolate para mezclar con leche, sólo costaban una corona. Era tan barato que mi madre tal vez accedería a comprarlo. Sólo cuesta una corona, sólo cuesta una corona, dije, arrastrándola hasta donde colgaba el cartel de cartón. Pone menos una corona, dijo ella. ¿Qué?, dije. ¡Cuesta una corona! No, dijo ella, está rebajado una corona. Es distinto. Así que ese día me quedé sin bote amarillo de Nesquick. Pero el episodio quedó grabado en mi recuerdo.

¿Por qué precisamente ese episodio? Había miríadas, por no decir un cielo estrellado entero de sucesos de ese lugar.

Me paré delante de la caja del fondo a la izquierda. Sólo había dos personas delante de mí, las dos con tan pocos artículos que los llevaban en la mano, lo que era normal a esa hora del día. Por las tardes la tienda estaba llena de gente y todos arrastraban tras ellos las nuevas cestas con ruedas. Era uno de los espectáculos más tristes que conocía, porque toda clase de dignidad humana desaparecía en el momento en que uno se ponía a arrastrar esas cestas. Había algo débil, como falto de carácter en eso de arrastrar las cestas en lugar de llevarlas en la mano. Las minúsculas ruedas, las largas asas negras, las cestas que seguían a las personas como una especie de perros. El zumbido de las ruedas, que era ensordecedor cuando reparabas en él.

Me entristecía sólo de pensarlo.

La vida debería pasar sin que se notara, eso era lo que anhelábamos, pero ¿por qué? ¿Para poder escribir en la lápida: «Aquí descansa uno al que le gustaba dormir»?

 

Cuando entré en la casa reinaba el silencio. Por un instante me pregunté si habrían salido, pero en ese momento oí ruidos en el cuarto de los niños y supuse que Njaal estaba allí jugando, mientras Geir leía en alguna parte.

—¿Hola? —dije.

—Ah, ya estás aquí —dijo Geir desde el salón.

—Por si alguien quiere, he comprado panecillos —dije. Me quité los zapatos y los metí en el armario, cogí la bolsa de la compra y fui a la cocina. El lavavajillas había terminado, así que dejé la bolsa en la mesa, lo apagué y abrí la puerta, el vapor salió a chorros y me dio en la cara, por instinto, retrocedí un par de pasos.

Saqué la tabla grande de cortar y la puse en la mesa, encontré una cesta en el armario y eché en ella los panecillos. No había nada que me gustara más que unos panecillos recién hechos con un montón de mantequilla y queso gouda encima. Era muy simple en lo que a comida se refería. Pero el sabor salado del queso y la mantequilla, combinado con el suave sabor a trigo de los panecillos, y esa corteza fina pero dura y crujiente que se desprendía en el momento de morderla era algo de lo que nunca me cansaba. Se me hizo la boca agua cuando me puse a partir uno de ellos, luego lo unté de mantequilla y añadí tres lonchas gordas de queso.

—Njaal también quiere uno —dijo Geir, colocándose frente a la mesa.

—Toma.

—No se habla con la boca llena —dijo Geir.

—¿Te he contado cuál es el argumento de Vanja cuando ha hecho algo malo? —le pregunté.

Geir negó con la cabeza.

—Que es por nuestra culpa. Que la hemos educado mal. Y la cosa no acaba ahí, también dice que ya es demasiado tarde.

—Puede que tenga algo de razón en eso —dijo él, pasando el cuchillo por la superficie de la margarina, que se juntaba alrededor del filo como si fuera una morrena terminal.

—No te digo que no. Pero que fuera tan obvio para ella no me lo esperaba.

Geir untó la margarina en el panecillo, cogió el cortaquesos y cortó una loncha.

—¡No se toca el queso con los dedos! —dije.

—No me digas. ¿Hay reglas para eso?

—Supongo. Pero el sociólogo eres tú.

—¿A qué viene tanto sociólogo ahora?

—Tanto…, lo que se dice tanto, no sé. Sólo lo mencioné ayer una vez y ahora otra.

—Sobran las dos veces —dijo, y se llevó los dos medios panecillos al salón. Me metí en la boca el último trozo y lo seguí.

—Había pensado poner un poco de orden antes de irnos. ¿No te importa?

—Puedo ayudarte si quieres.

—Vale.

Njaal estaba sentado con los codos en la mesa y el panecillo en una mano, mirándome mientras masticaba.

—¿Cuándo vienen Vanja y Heidi? —me preguntó.

—Esta tarde. Sobre las tres, creo.

—¿Y qué vamos a hacer nosotros? —dijo, mirando a su padre.

—Vamos a ir a Lund —le contestó Geir.

Me puse a recoger todas las toallas, pantalones, jerséis y calcetines diseminados por el salón.

—¿Puedo llevarme la bici? —preguntó Njaal.

—Claro —contestó Geir, poniendo unos corazones de manzana en un plato y colocando los vasos de plástico uno dentro de otro. Fui al baño y metí a presión la ropa sucia en las cestas ya llenas. Me enderecé y pensé que tal vez debería averiguar si había algún turno libre en la lavandería del sótano.

No, sería demasiado complicado.

Salí del baño, recogí las muñecas tiradas por todas partes y las metí en la cuna de juguete del cuarto de los niños.

Una de ellas tenía pintadas unas rayas azules en la cara, parecían tatuajes tribales o algo así, y tenían un aspecto escalofriante, que contrastaba con el aspecto de bebé de la muñeca. La dejé boca abajo. A continuación junté todos los animales de peluche y los coloqué en un extremo de la cama de Heidi; ella era tan bajita que no usaba más que una tercera parte de su longitud. La mayoría eran perros, gatos y conejos, pero también había algún que otro lince, un panda, un león, un tigre, un loro, un cordero, una vaca, un elefante y un cocodrilo. Los coloqué todos juntos mirando hacia la habitación y también eso resultaba un poco escalofriante, tal vez porque la combinación mirada y silencio tenía algo de acusador, o porque me daba la sensación de que todas esas cosas muertas nos miraban desde el otro lado. Luego cogí los juguetes que estaban tirados por el suelo del salón y los coloqué, en parte en el puf rojo, que era redondo, hueco y tenía tapa, en parte en las tres cestas de mimbre que utilizábamos a tal fin. Geir juntó todos los libros y revistas infantiles que encontró.

—Yo también quiero ayudar —dijo Njaal.

—Puedes recoger los juguetes que hay en la entrada y meterlos en…, ¿dónde? —preguntó Geir, mirándome.

—En una cesta que te voy a dar ahora —contesté. Fui a por ella y la dejé en la entrada. Después de meter dentro un par de juguetes, Njaal optó por ponerse a jugar con ellos. Geir le acarició el pelo al pasar por delante de él con un par de zapatos de plástico lila en la mano. Al verlo, me aparté para dejarle pasar, después fui a la cocina y vacié el lavavajillas, el calor ya había abandonado casi por completo la porcelana, pero se notaba todavía en los cubiertos de metal.

—Siempre parece mucho peor de lo que es —le dije a Geir, que estaba en el vano de la puerta con pinta de ir a pedir más trabajo.

—A mí me parecen bastante congruentes la impresión del desorden y el desorden —dijo—. Pero eso tal vez sea porque nuestra casa nunca está desordenada. Yo vuelvo a dejar inmediatamente todas las cosas en su sitio. Nunca doy la posibilidad de que el desorden se desarrolle.

—A mí me habría gustado ser así —dije—. Pero hay algo que nos lo impide. Simplemente no es posible.

—Me gusta estar aquí —dijo Geir—. Hay algo relajante en el desorden.

—Mientras no sea el tuyo —dije.

—Exactamente. Christina suele decir que necesito estar rodeado de caos para poder hacer algo. Como en la guerra de Irak. Aquello fue lo más caótico que he visto en mi vida. Así luego puedo poner orden en el caos.

—No está mal esa teoría —dije, cerrando el armario de las tazas y los vasos; a continuación abrí el de los platos—. Tú careces por completo de caos interior, por eso lo necesitas fuera de ti. Yo tengo un caos total dentro de mí y necesito por tanto orden fuera. Pero no lo consigo.

—Tú recreas el caos, yo recreo el orden. Somos tanto geometría como psicología.

—Sí —dije—. ¿Pero significa eso que el salón y la entrada están ordenados?

—No del todo. No sé muy bien dónde colocar las cosas.

—Déjalo donde te parezca. Así podemos marcharnos.

Con todas las tazas, vasos y platos, cuchillos, tenedores y cucharas limpios y colocados en su sitio, volví a llenar el lavavajillas con lo que quedaba, eché el detergente en el cajetín, cerré la máquina y puse el programa de sesenta grados. Acto seguido fui al salón, cogí el aspirador de su sitio detrás de la puerta, saqué el cable y lo enchufé. La bolsa estaba tan llena que apenas aspiraba, tenía que colocar la boquilla justo encima de lo que pesaba más que el polvo y los pelos para que chupara algo. Perlas de juguete, migas de pan, trozos de papel, alguna que otra pastilla, bolitas y piezas inidentificables. Junto a la pared corría un bichito cuyo nombre conocía en sueco, pero no en noruego, pensé que no lo había visto nunca hasta que llegué a Suecia, pero no estaba seguro, sonaba un poco raro que hubiese un insecto que sólo existía allí. Era como una colita con minúsculos pies, y vivía en todo lo que lo podía ocultar; montones de ropa, somieres, alfombras, cestas de ropa sucia. Al entrar en el baño por la noche los veía a veces en el suelo, negros sobre el linóleo claro, y corrían hacia el escondite más próximo, por ejemplo los listones de la pared. Yo mataba a todos los que veía, pero los bichos debían de tener innumerables recursos, porque no veía que disminuyeran en número.

Aspiré un poco por debajo del sofá, luego por la zona de la mesa, que era mi objetivo inicial, ya que era el sitio donde comían los niños al menos una vez al día. Hecho esto, me ocupé de las motas junto al umbral de las puertas y del polvo acumulado detrás de ellas, luego apagué la aspiradora, la desenchufé y, llegado el momento estelar de la aspiración, apreté el botón que hizo que a una velocidad vertiginosa el cable fuera absorbido como por succión y desapareciera en el interior del aspirador.

—Ya está —grité, colocando el aparato donde lo había cogido.

Geir salió del cuarto de los niños.

—¿Ya estamos?

—Por ahora es suficiente. Podemos seguir un poco cuando volvamos.

—No hará falta. Esto tiene ya buena pinta. ¿Nos vamos?

Asentí con la cabeza.

—Sólo voy a mirar el correo electrónico antes de irnos.

Detrás de Geir asomó Njaal, dando puñetazos a su padre en el trasero. Geir se detuvo en seco.

—Bicho —dijo, volviéndose hacia él. Njaal se encogió, mientras se reía sin parar—. Ya te tengo —le dijo Geir, abrazándolo, cuando los pasé para ir hacia el pasillo del fondo, donde estaban todas las cosas de playa colocadas junto a la pared, una sombrilla verde, dos sillas de camping, una especie de hamaca, cestas con juguetes de baño, además de nuestras maletas grandes, una dura de plástico y otra blanda, de tela, gris y negra respectivamente, y nuestros dos tendederos doblados junto a la pared con toallas amarillas y verdes colgando desde nuestra última excursión a la playa el fin de semana anterior, y los trajes de baño de los niños. El dormitorio estaba casi a oscuras y el aire estaba tan cargado que tuve que dejar entreabierta la puerta de la terraza antes de sentarme y encender el ordenador. Oía risas y gritos en el salón, mientras esperaba a que la máquina se pusiera en marcha, mirando fijamente las persianas, sin verlas, pensando en Gunnar y en que Linda iba a volver a casa y tenía que acordarme de comprar vino blanco en algún sitio antes de volver.

Ya está.

Abrí la página del correo electrónico.

Gunnar.

¿Debía esperar? Podía esperar, ¿no? Así no me fastidiaría el día.

Pero si esperaba, no podría pensar en nada más.

Abrí el correo y empecé a leer.

Firmaba la carta como el hermano de mi padre.

Me quedé un rato sentado sin moverme.

—¿Vienes o qué? —gritó Geir desde la entrada.

—Enseguida —contesté. No tenía fuerzas ni para levantar la voz—. He recibido otro correo electrónico.

Sus pasos se acercaron.

—¿Qué has dicho?

—Nuevo correo electrónico.

—¿De Gunnar, supongo?

Asentí con la cabeza.

—¿Me dejas verlo?

—Sí, claro.

Se colocó detrás de mí y lo leyó.

—Vámonos. No te puedes dejar doblegar por esto. No hay nada nuevo.

—Es verdad. Pero escribe que ya ha puesto el asunto en manos de un abogado. Y usa la palabra vendetta —dije.

Me levanté.

—Veo que esto te afecta de verdad —dijo Geir.

—Evidentemente —respondí.

—Venga —dijo—. Nos vamos a Lund.

—Sólo voy a hablar con Yngve primero.

—Vale —dijo Geir, y me acompañó hasta la puerta, donde estaba Njaal con las dos manos en el picaporte mirándonos. Cogí el teléfono de la base, marqué el número de Yngve mientras iba hacia la terraza, y abrí la puerta en el instante en que empezó a dar la señal.

—Hola —dijo Yngve.

—¿Has recibido un correo electrónico? —le pregunté.

—Sí. En este momento estaba escribiendo la respuesta.

—¿Le vas a contestar?

—Sí.

—¿Estás seguro de que es una buena idea?

—Escucha: me lanza un montón de acusaciones. Lo que está haciendo es totalmente irrazonable. Y eso es lo que pienso decirle.

—¿Y qué crees que vas a conseguir con eso?

—No lo sé. Pero tengo que decirle que ha sobrepasado unos límites y que eso tendrá consecuencias. No puede decir lo que le plazca aunque esté enfadado. Y yo no soy tú. Ni mamá tampoco.

—Siento haberte metido en esto —dije.

—Tú tienes la culpa de su reacción, pero no de que lo pague con nosotros. Y tampoco tienes la culpa de lo desproporcionado de esa reacción.

—Lo siento de todos modos.

—Perdemos a un tío, eso sí.

Entré en el piso y volví a poner el teléfono en la base, miré a Geir, que se había sentado en el arcón o lo que fuera aquello que teníamos en la entrada.

—Sólo voy a leerlo una vez más —dije.

—No hace falta. Venga, vamos, no tengo ganas de pasarme todo el día aquí sentado. ¡Ya lo has leído, joder!

No contesté, fui al dormitorio y volví a sentarme frente al ordenador.

—¡Vámonos! —gritó Geir desde la entrada.

—Ya voy —dije, apagué el ordenador, me levanté y salí donde me estaban esperando ellos, delante del ascensor; me puse los zapatos, volví al despacho a por las gafas de sol, me acordé de que íbamos a salir por la parte de atrás y fui a la cocina.

—¿Adónde vas ahora? —gritó Geir detrás de mí. No contesté, saqué la bolsa de basura del cubo del armario de debajo del fregadero, la até, cogí con la otra mano la que ya estaba llena encima de un periódico junto a la pared y salí al descansillo. Njaal, que llevaba un pantalón corto color caqui y una camiseta blanca sin mangas, se tapó la nariz mientras bajábamos.

El ascensor se detuvo prudentemente en el sótano, cogí las dos bolsas con una mano y abrí la puerta con la otra. Mientras buscaba las llaves en el bolsillo, me acordé de que me había olvidado de cerrar la puerta de arriba. Pero ¿qué teníamos nosotros de valor? Tres ordenadores, eso era todo. El ladrón tendría que ser un tipo nostálgico para querer llevarse el televisor de los años ochenta.

—¿Nos vamos? —dijo Geir.

—Ya voy —dije.

Por fin conseguí agarrar una de las llaves del llavero para poder sacarlo del bolsillo del pantalón y pasar la tarjeta por la placa, que se puso verde e hizo un clic al abrirse la puerta. Apenas tenía fuerzas para andar los quince metros que había hasta la escalera y luego abrir la puerta del «cuarto medioambiental».

Me paré y puse la mano en la fría pared de hormigón, me entraron ganas de apretar la mejilla contra ella, y si hubiera estado solo, tal vez lo habría hecho. Opté por ponerme en la frente la mano, que había absorbido algo del frío de la pared. Geir y Njaal se detuvieron delante de la puerta y me miraron en el momento en que eché a andar de nuevo.

—¿No es aquí? —preguntó Geir.

—Sí —contesté—. Tardé varias semanas en aprenderme todas las puertas de aquí abajo.

—Son cuatro —dijo él—. ¿Tan difícil es?

No contesté, abrí la puerta y subí la escalera.

—Esperadme aquí —dije—. Sólo voy a tirar la basura.

La escalera del otro lado de la pesada puerta metálica era negra y estaba resbaladiza, seguramente por ese líquido que se forma en el fondo de los cubos de basura como resultado de pequeñas fugas durante meses o quizá años. El olor allí dentro era fuerte y suave a la vez. Las tuberías de ventilación colgaban a la vista bajo el techo, el resto era hormigón. Abrí la tapa del contenedor más próximo, que era lo bastante grande como para dar cabida a una familia entera descuartizada, y eché las bolsas dentro. Me sentía mareado y me dolía todo el cuerpo. No estaba relacionado con nada concreto —algo que yo hubiera hecho mal—, pero tenía que ver con todo, conmigo mismo, y por eso no se podía rectificar. Aunque retirara ese jodido libro, no serviría de nada. Sí, Gunnar se alegraría, pensaría que me había puesto en el lugar que merecía, incluso que me había destrozado, y que se había hecho justicia. Su reclamación era justa, su ira era justa, y la fuerza que eso representaba yo no era capaz de resistirla, me había dejado hecho polvo, en eso yo y lo mío no teníamos ningún valor. Ninguno. Incluso mis hijos desaparecían en esa ira, incluso ellos perdían su valor, porque yo era el único padre que tenían, y era una persona que no sabía cuál era su lugar, que se desbordaba y que carecía hasta tal punto de empatía que podía destrozar la vida de los demás sin saberlo siquiera.

Cuando salí del cuarto de la basura estaban esperándome a la luz de la puerta abierta. Es decir, Geir estaba sujetando la puerta, y Njaal había salido ya a la plaza, cubierta por la profunda sombra del alto edificio a cuyo pie se encontraba. Estaba mirando una pequeña furgoneta blanca que justo en ese momento daba marcha atrás. Seguramente traía cajas con mercancía para el restaurante chino de comida rápida, que tenía una puerta por ese lado; el proveedor la golpeó enérgicamente con un trozo de metal que había allí a tal efecto, y, si tenía suerte, al cabo de un par de minutos saldría uno de los empleados. Cajas con botes de refrescos, latas y fideos.

Njaal cruzó la plaza corriendo hasta la acera sobre la que la luz caía cálida y reluciente.

—¡Cuidado! —gritó Geir—. ¡No te bajes del bordillo!

Njaal nos miró como si se sintiera infravalorado.

—¡No iba a hacerlo! —exclamó.

—Vale, vale —dijo Geir—. Te creo. Es que parecía que sí.

Se puso a dar vueltas al llavero alrededor del dedo.

—¿Vas a ponerte también a silbar? —le pregunté.

—¿A qué te refieres?

—Como tu lenguaje corporal es tan alegre…

—Hace bueno. El sol brilla y estoy de vacaciones. ¡Claro que estoy alegre! Ni siquiera un pelmazo como tú puede cambiarlo.

Empezó a silbar.

Quince metros delante de nosotros, Njaal se había parado al lado del coche, un Saab rojo de los noventa, lo que significaba que podía tener entre diez y veinte años. Yo no sabía nada de coches y para mí los noventa podían ser ayer. El que hubieran transcurrido veinte años desde el comienzo de esa década me resultaba increíble.

—¡Ay! —exclamó Njaal, que acababa de poner la mano en la chapa.

—¿No se te ocurrió aparcar a la sombra? —le pregunté a Geir.

—Porque tú sí que lo hubieras hecho, ¿verdad que sí?

—Si hubiera sido tan anal como tú, sí que lo habría hecho.

Geir se rió, abrió el coche con la llave y se puso a atar a Njaal en la silla de niño, mientras yo me sentaba delante; allí dentro hacía un calor insoportable. Detrás de los tres coches aparcados, al final del callejón sin salida, el sol se reflejaba en las hojas de un árbol detrás del cual estaba Föreningsgatan, la calle por la que había pasado un par de horas antes con Vanja, Heidi y John.

Geir se metió en el coche, cerró la puerta dando un portazo y metió la llave en el contacto. Me até el cinturón, descubrí las gafas de sol que me había colgado del bolsillo del pantalón y me las puse. Eran unas gafas Polaroid corrientes que me había comprado en Lido cuando estuvimos en Venecia el verano anterior, pero me gustaban, tenían un ligero aire de los setenta. Vanja dijo un día que con esas gafas parecía un ladrón. Eso me gustó.

Geir tiró del cinturón de seguridad y se lo ató, soltó el freno de mano, metió la marcha y se incorporó lentamente a la circulación. Había algo temerario en su manera de conducir, no es que fuera muy deprisa o corriera riesgos, se trataba más bien de sus movimientos sentado al volante, la manera en que giraba en seco la cabeza hacia un lado cuando iba a cambiar de carril, como si de repente se acordara y pusiera el intermitente, o ese modo escrutador que tenía de mirar por el parabrisas en tramos completamente rectos. La mayor parte de la gente que conocía conducía como si formara parte del coche, como si los distintos aparatos e instrumentos fueran una prolongación de ellos mismos, mientras que Geir conducía como si estuviera manejando una máquina desconocida.

—¿Adónde vamos? —preguntó.

—No sé muy bien —contesté—. Yo suelo ir recto hasta que llego a un cartel a la salida de Malmö. Por lo general funciona; las autovías van por fuera de la ciudad, y todas están siempre conectadas de una u otra manera.

—¿Ah, sí? Yo prefiero saber adónde voy. Pero tendré que dar al César lo que es del César.

—Puedes darle al César arándanos —dije.

—Me niego a reírme. Ni siquiera te brindaré una sonrisa.

Pasamos por delante del Auditorio y continuamos por la ancha calle, que parecía una avenida, en dirección a la plaza de Värnhemstorget, llena de coches relucientes en los que se reflejaba la luz del sol en distintos puntos; una llanta o un parabrisas por aquí, un parachoques o una manija por allá.

Geir apretó un botón de la puerta y la ventanilla de mi lado se bajó. El aire entró a chorros como por una garganta.

—Así que tiene una tecnología bastante avanzada —dije—. ¿De qué año es?

—De 2001.

—¿De 2001? Pensaba que era de los noventa. ¿Sólo tiene ocho años?

Geir asintió con la cabeza. Yo levanté la vista y vi el cartel colgado sobre la calzada.

—Allí están las autovías —dije—. Coge cualquiera de ellas y ya está.

—¿Gotemburgo, Estocolmo, Ystad, Copenhague o Trelleborg?

—Cualquiera. En el peor de los casos tendríamos que dar la vuelta.

Geir suspiró.

—Coge la de Gotemburgo, si te empeñas en que me decida por una —dije.

—Así lo haré.

Nos estábamos acercando al gran cruce, donde confluían cuatro carreteras, todas ellas de varios carriles. Miré las caras de los coches de al lado, lo inmersas que estaban en su propio mundo, como ignorantes de encontrarse a sólo medio metro de otras personas, de las que no las separaba más que una ventanilla de cristal transparente.

La luz del semáforo cambió a verde, los primeros coches se pusieron en marcha, y unos segundos después el movimiento nos llegó a nosotros. Toda la fila de coches se incorporó a la autovía, en la que cada uno aumentó la velocidad según sus preferencias, y pronto estaban dispersos en una superficie de varios cientos de metros. Geir se metió en el carril de más adentro y respetaba el límite de velocidad, con lo que todos los coches nos adelantaban mientras avanzábamos metro tras metro, y el paisaje pasaba de lo densamente construido, casi sin vegetación, a los polígonos industriales y los terrenos abiertos y separados por alambradas.

—Bueno, ¿qué te había dicho? —pregunté a Geir, señalando con la cabeza el cartel que avisaba de que la salida hacia Lund estaba a mil metros.

—Nunca he dicho que no tengas suerte —contestó Geir—. ¿Qué tal, Njaal?

—Bien.

—¿Quieres que compremos un helado en Lund?

—Sí.

Estábamos ya pasando del campo a los primeros polígonos industriales, luego a las zonas de chalés y por fin al casco urbano, que era acusadamente más pequeño que el de Malmö; las casas eran más bajas, las calles más estrechas, la tranquilidad mayor. La cabeza de Geir se movía entre las ventanillas laterales y el parabrisas, estaba buscando un sitio donde aparcar a la vez que —como era de esperar— controlaba los movimientos a nuestro alrededor.

—Si no recuerdo mal, hay un aparcamiento muy grande justo en el centro —dije—. Si sigues recto por esta calle, seguro que llegamos.

En lugar de hacer lo que le dije, puso el intermitente a la derecha.

—¡Está allí! —exclamé—. ¿No lo ves? Justo detrás de esa esquina.

—Está prohibido entrar por ahí. ¿No ves ese cartel redondo?

—¿Es eso lo que significa?

Me miró.

—¿Estás de broma, o qué?

Cuando le dije que no, se echó a reír.

—Me quedé impresionado cuando me contaste que te habías estudiado la parte teórica del examen en una sola noche. Pero ahora lo entiendo.

—Llevo tiempo pensando en estudiar un poco más las señales de tráfico. Pero no tengo fuerzas. Al fin y al cabo ya tengo el carné.

—Mira —dijo, puso el intermitente de la izquierda, cruzó la carretera, subió por una pequeña cuesta y se metió en un aparcamiento.

Después del chorro de aire que nos venía constantemente durante el viaje, el que nos recibió al salir del coche resultó extrañamente estático. Justo por encima del asfalto vibraba de calor, por lo demás, estaba inmóvil como el agua de una cala.

Un día, a mediados del siglo XIX, en una de las poblaciones rurales de la costa del oeste de Noruega, durante la siega del heno, mientras el sol brillaba como ahora y todos estaban trabajando en el campo, ocurrió una catástrofe. Murieron todos, y así nadie pudo contar lo que había sucedido. Los encontraron al día siguiente. Los descubrió un joven que había ido a trabajar para su tío. Al llegar, la casa estaba en silencio, entró y encontró a su tía muerta en el suelo de la cocina, con la cara retorcida y casi irreconocible, y los ojos salidos, había sangrado por los oídos y por la nariz. El joven salió corriendo. Subió la empinada cuesta a medio segar y allí descubrió a un grupo de hombres tumbados en el suelo con aspecto de estar descansando, pero que resultaron estar muertos también, desplomados de repente, con los mismos síntomas que mostraba la mujer de la casa. Ojos salidos y sangre saliendo de los orificios del cuerpo.

Era el principio de una novela. Algo había sucedido, nadie sabía qué, y tras unas generaciones sólo quedaba como una historia que al final —es decir, en nuestros tiempos— casi había desaparecido.

Entonces volvió a ocurrir. Y alguien, quizá el protagonista de la novela, se topó con la vieja historia y descubrió la relación.

Sí. La inmensa profundidad del fiordo bajo la superficie verde azulada, las laderas de un verde tremendamente intenso, las cumbres de las montañas blancas bajo el cielo azul sin nubes. La hierba que picaba en la piel sudada, el zumbido de los insectos. La guadaña que cantaba entre la hierba, el tintineo de las piedras de afilar, la sensación de que muy dentro, detrás de todo esto, había un silencio que originaban en conjunto las montañas, el fiordo y el cielo. Y entonces, la catástrofe.

Me quedé mirando fijamente la carretera de más abajo mientras Geir abría el maletero, sacaba la bicicleta amarilla de equilibrio de Njaal y se la montaba. Los vaqueros negros se me pegaban a la piel, y los pies, empaquetados primero en ese material sintético negro, compacto y elástico de los calcetines y luego en el cuero negro de los zapatos, estaban tan recalentados y resbaladizos que era como si ya no formaran parte del cuerpo, sino que fueran algo que vivía allí abajo en su propio derecho. Dos hermanos fogoneros, rojizos y lustrosos de sudor.

Njaal se montó en la pequeña bicicleta, con las manos bien agarradas al manillar y los pies plantados en el suelo. La bici tenía forma de león, con una cara pintada delante y un pequeño rabo atrás.

—¡Tienes una bici muy chula, Njaal! —le dije.

El niño estaba tan orgulloso que no sabía dónde mirar.

—Sí —dijo por fin.

Y empezó a darse impulso con los pies, yendo cada vez más deprisa por el aparcamiento. Geir comprobó que la puerta del coche estaba cerrada, se metió el llavero en el bolsillo y echó a andar.

—¡No te alejes mucho de nosotros, Njaal! —gritó—. ¡Y no bajes de la acera!

Cuando Njaal llegaba al borde de la acera, se paraba en seco, poniendo los pies en el suelo con toda su fuerza.

—Una técnica impresionante —dije.

—Pues sí, eso sí que lo ha aprendido bien —dijo Geir.

—¿Adónde vamos? ¿Tienes hambre?

—¿Vemos primero la catedral y luego comemos?

—Por mí vale.

El aire había desaparecido, absorbido del suelo con una especie de estruendo, primero como un sonido parecido a truenos lejanos, luego cada vez más fuerte, a la vez que empezaba a soplar el viento, y entonces, mientras se miraban extrañados o aturdidos, todo quedó en silencio. No se oía ni un sonido. Se miraron, reinaba un silencio absoluto, y no podían respirar. Cayeron de rodillas. Se agarraron la garganta. La sangre latía cada vez más fuerte dentro de ellos. Se les encogió el estómago. Sus ojos se abrieron de par en par. Cayeron al suelo retorciéndose como gusanos. Todo ocurrió sin sonido. Y la vida desapareció de ellos, uno a uno, y todos yacían inmóviles en el suelo. Todos arriba en la cuesta y todos abajo en las casas. Todos los animales y todos los pájaros. Y luego, quizá siete o diez minutos después, volvió el aire, con un estruendo más o menos como cuando se abre un dique y el agua se precipita por el cauce seco del río.

¿Pero luego qué?

¿Qué ocurriría luego, y por qué?

Njaal iba unas veces delante y otras detrás de nosotros cuando caminábamos hacia la catedral, que se elevaba con gran naturalidad y claridad por encima de los tejados. La gente iba por ahí con bolsas de compras. Atravesamos una plaza cuyos bancos y cafés estaban muy concurridos. Muchos tenían la bicicleta delante, estudiantes seguramente, mientras los coches pasaban lentamente con las cubiertas repiqueteando sobre el adoquinado. El ambiente de la ciudad era tranquilo y silencioso, casi adormecedor. Resultaba difícil imaginarse que Malmö se encontraba a unos minutos de allí en tren, la vida en las dos ciudades era muy diferente. Malmö era una vieja ciudad obrera, no construida ni para el ojo ni para la mente, sino para el cuerpo, con esas largas filas de edificios de ladrillo idénticos, y el ambiente de las calles era como de agitación y contrastes. Lund era una ciudad completa, y probablemente lo había sido casi siempre, porque estaba construida alrededor de unas estructuras fijas, es decir, las que constituían la iglesia y la universidad, las instituciones que se ocupaban de salvaguardar y proteger, mientras Malmö estaba construida alrededor de la producción. En Lund era la ciudad la que formaba a las personas; en Malmö eran las personas las que formaban la ciudad. Probablemente no fuera una casualidad que Bergman, en su tal vez mejor película, Fresas salvajes, hiciera viajar al protagonista precisamente a Lund, porque el viaje es un viaje hacia la muerte, y mientras la vida es lo alterable, la muerte es lo inalterable e inmóvil, y de las ciudades suecas Lund sería la que más se acercaba a un estado así. Naturalmente, los habitantes de Lund estaban tan vivos como los de Malmö, lo mismo que la ciudad; la diferencia estaba en lo esperado, lo que está claro de antemano, con lo que las personas simplemente cumplen, y en lo que se crea en el instante. Era una cuestión de formas y papeles.

 

—Los que viven en tu huerto urbano han huido precisamente de eso en Malmö —dijo Geir, cuando cruzamos la plaza de la catedral—. Se han creado allí una pequeña Lund. Tienes razón en que es la muerte.

—La edad media debe ser de unos setenta años —dije.

—¡Puf! ¿Cómo diablos pudiste ser tan tonto de comprar una casa de muñecas en ese huerto? No lo entiendo. Es precisamente de eso de lo que he procurado huir toda mi vida.

—Y no lo has conseguido —dije.

Nos detuvimos y miramos a la parte de arriba de la pared de la iglesia, que con su solidez románica no daba la impresión de elevarse hacia el cielo, como ocurría con las grandes catedrales góticas, no parecía tener más pretensiones que sacar lo mejor del lugar. Aquí la distinción no era entre abajo y arriba, sino entre dentro y fuera.

—Es una iglesia magnífica —dijo Geir.

—¿Entramos?

—Sí. ¿Sabes dónde está la entrada? ¿Es por allí?

—Cuando estuvimos aquí entramos por el otro lado —dije.

Seguimos andando. Geir se volvió y llamó a Njaal, que estaba a unos cuarenta metros de nosotros, dándose impulso con su bici de león amarilla. Al otro lado había un parque. Los árboles verdes se elevaban de la hierba verde, inmóviles con su rebosante follaje, por el que no se paseaba ningún viento. Njaal nos seguía en su bici.

¿Dónde estaban los niños? ¿Me había olvidado de ellos? ¿Estaban solos en casa?

No, los había dejado en la guardería.

¿O eso fue ayer?

No. Nada de eso. Cuando llegué a casa estuvimos ordenando el piso. Entonces no estaban allí, sino en la guardería.

—Allí hay una entrada —señaló Geir—, pero no puede ser la entrada principal.

—No, antiguamente solían poner la entrada principal en la parte de delante —dije.

—¿Me tomas el pelo? —dijo Geir—. Tú eres el que ha estado aquí. ¡Njaal!

—Qué —contestó el niño, que ya estaba a un trecho de la calle, atravesando el parque.

—¡Ven! —gritó Geir—. ¡Vamos a entrar por aquí!

—Vale —dijo Njaal, y vino hacia nosotros dándose impulso. Yo miré los enormes edificios de hormigón, que en sus tiempos habrían sido claros pero ahora estaban casi negros por algunas partes. En la parte de más abajo también tenían musgo.

—Deja la bici aquí y entremos —dijo Geir.

—Quiero llevármela —dijo Njaal.

—Eso no puede ser, muchachito. Nada de bicicletas en la casa de Dios.

—Y sobre todo no una bicicleta de equilibrio —dije—. Si hubiera sido una bicicleta normal y corriente sería diferente.

—¿Qué? —dijo Njaal mirándome.

—Karl Ove está bromeando —dijo Geir—. ¡Deja la bici allí y ven!

El niño hizo lo que su padre le dijo y entramos en la iglesia, que daba la sensación de ser mucho más grande y espaciosa vista desde dentro que desde fuera. Había grandes anhelos en su interior.

Yo no estaba de humor eclesiástico, así que di una vuelta con poco entusiasmo y al cabo de un rato me senté en un banco, ni siquiera tenía fuerzas para intentar entregarme a lo que expresaba ese mundo de imágenes que nos rodeaba. Geir y Njaal desaparecieron de mi vista y cuando volvieron me contaron que habían estado en el infierno. Salí a fumarme un cigarrillo, Geir quería ver un poco más y yo me senté en los escalones mirando hacia el parque, con el cigarrillo como una pequeña nube alrededor de la cabeza, mientras pensaba en la idea para la nueva novela, de qué manera podría, si se daba el caso, relacionarse con lo que ya tenía escrito. La distopía. El mundo que nunca había sido. El hombre que se crió en un lugar donde el nazismo constituía el orden social. ¿Por qué el nazismo? Había visto una imagen hacía poco, era de un cartel propagandístico nazi, mostraba un puente que atravesaba un paisaje montañoso y era tan bello que me llenó de un extraño anhelo, tanto que quise investigarlo. Construir un mundo así. Enseguida supe que el horror pequeñoburgués del huerto urbano encajaría en esa imagen. Había leído otro artículo en Dagens Nyheter sobre la manipulación biológica de animales, de un experimento en la década de los sesenta en el que un equipo había implantado unos electrodos en el cerebro de un buey, mediante los que conseguían pararle y ponerle en marcha; una foto mostraba cómo el animal, que había ido a toda velocidad hacia el investigador, se detuvo en seco justo delante de él cuando éste apretó un botón de una caja que tenía en la mano, y de otro experimento en marcha con una mosca a la que se había implantado un gen sensible a la luz de una anguila, que hacía que los investigadores pudieran dirigirla, aunque no de un modo minucioso: cada vez que alguien dirigía una luz a la mosca, ésta salía volando. Lo que estos intentos representaban era repugnante, me estremecieron. El problema era que pertenecían a nuestra era, en el sentido estructural, político y social, lo que tenía que ver con la mentalidad, y que todos esos significados desaparecerían si yo los metía en otra realidad contrahistórica. Tal vez serían dos novelas diferentes, eso ya lo iría averiguando, pensé. El mundo era tan grande y polifacético que las fuerzas contrarias también estaban funcionando constantemente, nunca podía saberse cuál sería el resultado, el futuro era incierto y estaba abierto, y si el sol se ponía en él, era para nosotros, no para los que venían: para ellos salía.

 

—Aquí estás, pobre chico sin amigos —dijo Geir detrás de mí.

Me volví hacia él.

—¿Vamos a comer ya?

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