Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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Asintió con la cabeza y me levanté. Tenía la sensación de que me temblaban las piernas, pero no era más que eso, una sensación. Tiré el cigarrillo a la gravilla, Njaal cogió la bici y se sentó en ella, y nos pusimos en marcha, yo con mi interior descompuesto, Geir presuntamente con el suyo lleno de alegría, porque otra vez daba vueltas al llavero y quería contarme lo estupenda que había sido la visita. Sin amigos, había dicho, y esa situación en la que me encontraba volvió. Esas horribles cartas. Los abogados leyendo mi manuscrito. El juicio que me esperaba, los titulares de los periódicos.

—Pareces un poco abatido —dijo.

—Sí, lo lamento. No soy muy buena compañía.

—¿También de eso te lamentas? Eso sería, en todo caso, problema mío. Y por mí puedes estar todo lo malhumorado que quieras. También eso tiene su valor.

—Es verdad, los estados de ánimo de otros no suelen dejar huella en ti —dije—. Tú eres quien eres, pase lo que pase.

—Lo que dices es que soy un tipo que lo aguanta todo. Eso también lo dijiste ayer.

—Y lo eres.

—¿Qué te parece? ¿Comemos ahí? —sugirió, señalando un restaurante a unos veinte metros, en una bocacalle por la que pasábamos.

—¿Podemos sentarnos fuera —dije— para que pueda fumar?

—Vale. ¿En la plaza? Hay algunas terrazas por allí.

Nos acercamos y nos sentamos en una mesa dentro de un espacio delimitado con cuerdas. Una joven de poco más de veinte años estaba sentada a unas mesas de distancia de la nuestra, junto con una mujer que supuse que sería su madre, de unos cincuenta; no había nadie más. La joven estaba ocupaba con su móvil, la madre fumaba y miraba la plaza.

—¿Quieres pizza o espaguetis? —le preguntó Geir a Njaal, que había sacado de alguna parte un cochecito con el que jugaba en el borde de la mesa, con la cabeza apoyada en una mano y el codo apoyado en el tablero.

—Espaguetis —contestó.

—Vale —dijo Geir—. ¿Y tú?

—No sé muy bien. Quizá espaguetis carbonara.

—No suena mal. Yo pediré lo mismo.

Dejó la carta en la mesa. Llegó la camarera y pedimos la comida. Mientras esperábamos a que la trajera, Geir profundizó en los conceptos sensibilidad e insensibilidad. Señaló lo curioso que era que yo, que quería escribir sobre lo auténtico, y que escribía sobre la muerte y el cuerpo, no escribiera sobre sexo. Opinaba que era demasiado delicado.

—Sólo soy discreto —dije—. Además, en mi opinión, lo sexual está desproporcionado en la cultura.

—¿Desproporcionado?

—Sí. ¿Recuerdas lo que contaste una vez de un tipo que fue alcanzado por un gran alud, y que quedó cubierto por varios metros de nieve?

—Claro que sí. Es un tema que sacas a menudo.

—Sí, porque lo que hizo bajo la nieve fue hacerse una paja. Ésa es una buena imagen del instinto sexual.

—¿El que se imponga en todas partes, bajo toda clase de condiciones?

—No, que sea tan poco. Tan increíblemente poco. Una minúscula eyaculación en un mar de nieve. Lo sexual se ha sacado por completo de sus proporciones, le concedemos un lugar enorme y nos llena de sentido, pero en el fondo no es nada. Decididamente en el límite de cero.

I may be a fool, but I’m not an idiot! Estamos hablando de cómo es algo, no de cómo queremos que sea. Tú quieres que la vida sea grande y llena de sentido. Quizá también noble. Sorry. Es pequeña y triste. No da para más que para aquel orgasmo en el montón de nieve. Sexo y muerte, eso es todo lo que hay.

—Entonces, ¿cómo es que te quedan ganas de charlar conmigo? ¿No deberías estar en tu casa haciéndote una paja? ¿O meter la cabeza en un cubo y pegarte un tiro?

—Pero yo a menudo me hago una paja mientras charlamos.

—Ah, ¿de ahí vienen todos esos sonidos? Creía que era tu perro comiendo.

—Bueno, no tenemos perro.

—Exactamente. La verdad siempre es otra.

—Justo —dijo, y sonrió de esa manera a punto de reventar con la que sonríen las personas que en el fondo están muy contentas con ellas mismas.

La camarera salió con un plato de pasta en cada mano. Miré la mesa, en ella había una cesta con pan y un frasquito con aceite de oliva: ¿lo había traído sin que me hubiese dado cuenta?

—Dos de espaguetis carbonara —dijo la joven, colocando los platos delante de nosotros—. Enseguida te traigo el tuyo —dijo, mirando a Njaal.

—Cómete una rebanada de pan mientras tanto —le dijo Geir, poniéndole una delante. El niño dio un mordisco, siguió con la mirada una paloma que se paseaba entre las mesas y luego me miró a mí.

—Se trata de la diferencia entre es y debe ser.

—¿Recuerdas lo que dice Pessoa? «¿Cómo iba a tomarme el ateísmo de Leopardi en serio y con dolor, cuando sé que este ateísmo se curaría con un coito?»

—Sí, es justo eso. Yo aceptaría renunciar a algo con el fin de llegar a alguna forma de verdad, pero no entiendo por qué esa renuncia siempre tiene que acabar en sexo.

—No lo entiendes porque eres un estético. No quieres saber nada de lo soez. No quieres acercarte al cuerpo. ¿Sabes lo que escribió Lutero?

—No.

—«Los sueños mienten. Cagarse en la cama, eso es lo único verdadero.»

 

Después de comer nos acercamos al jardín botánico. Al final del parque había un pequeño estanque lleno de nenúfares, y al lado un pequeño café en el que nos sentamos bajo las sombras titilantes de un árbol, con una taza de café cada uno. Había unos cuantos patos y sus crías —que la última vez que estuve allí con Linda ese mismo verano eran pequeñas y graciosas— ya habían crecido, conservando a la vez ese aspecto desmañado e infantil que tienen en común las crías de animales y humanos, de tal modo que ahora, debido al tamaño, había en ellas algo monstruoso. A Njaal eso no le preocupaba, claro, él las seguía, intentando acariciarlas, pero ellas huían cada vez que se acercaba, con las cabezas inmóviles sobre los cuellos relativamente finos, y al final perdió el interés y optó por tirar piedrecitas al agua, hasta que Geir le pidió que lo dejara, entonces se sentó en la gravilla, justo al lado de la mesa, y volvió a jugar con el cochecito.

Pensé en algo que Vanja preguntaba a menudo, por qué los mayores no jugábamos. No entendía cómo podíamos pensar que era aburrido, y sacó la conclusión de que ella nunca se haría mayor. La vida era correr por ahí riéndote, jugando con ponis de plástico y animalitos japoneses de ojos grandes, montarte en los columpios, dar vueltas en el tiovivo, trepar a los árboles, chapotear en la piscina y jugar a ser una ballena, un tiburón, un pez. No estar sentado en una silla leyendo el periódico con cara de pena. O, como ahora, estar sentado en una mesa hablando, con largas pausas en las que ni se dice ni se hace nada.

La gente de las otras mesas, en su mayoría gente mayor, hablaba en voz baja, a veces sonaba un ligero tintineo de un tenedor dando en una fuente o una cuchara contra una taza, para al instante agonizar en el aire estático, bajo las copas de los árboles.

Tenía la sensación de que nos encontrábamos en lo más profundo del verano. Como si estuviéramos en una pintura impresionista o algo así, porque nadie había captado esa sensación mejor que los impresionistas, y la cuestión era si no la habían creado ellos, si esa sensación no existía en el mundo hasta que ellos, con sus ideas sobre colores, luz y sombra, y sus intentos de reproducir ese determinado momento, la descubrieron. Hasta entonces, todo el arte pictórico era siempre geométrico, trataba siempre de lo sólido de objetos y personas y de sus límites. Esas pinturas investigan lo que hay aquí, cómo está relacionado lo que hay aquí con lo que hay allí, es decir, más allá de aquí. Pero en un mundo sumido en las sombras, lleno de luz titilante, en el que una cosa acaba mezclándose con otra, las preguntas son: ¿qué es visible y qué es invisible, qué está claro y qué está oscuro, qué podemos ver y qué no podemos ver, y, no menos importante, cuál es ese sentimiento que con tanta fuerza llena lo que vemos? Un escritor como Marcel Proust es impensable sin el impresionismo, porque toda su obra está creada en torno a la relación entre memoria y olvido, luz y sombra, lo visible y lo invisible, y esa poderosa sensación que en él despierta el mundo, sobre todo el perdido, pero también el presente, está formada, aunque no creada, por la mirada de los impresionistas. Contemplando un cuadro de Cézanne, me surge la pregunta de cómo es en realidad la experiencia de la visión. Por desgracia, su radicalidad ha desaparecido por completo de la conciencia de la cultura, ahora sólo quedan los bonitos colores y todas las flores, algo que Proust evitó, ya que sus bonitos colores y flores están al fin y al cabo escritos, y, por lo tanto, a él no se le puede acusar de comprar belleza reproduciendo un bonito motivo, lo cual es una posible definición de lo kitsch. El que el arte se haya vuelto tan cerebral que todo lo que tiene que ver con los sentimientos se haya dejado para los ingenuos tal vez sea el mejor argumento contra el progreso, simplemente porque esa actitud que se supone en primera línea de lo humano es limitada y estúpida.

Cuando se suprimió la exigencia de destreza artesanal en el arte, se hizo basándose en la idea de que antes había que reproducir el mundo del modo más preciso posible, algo que había quedado anticuado, por lo que ya no era necesario. Así que se suprimió. Pero no hace falta pensar mucho para entender que no era por eso por lo que los pintores y escultores se pasaban sus años de juventud, tan importantes para la formación del carácter, copiando a otros o reproduciendo mecánicamente modelos u objetos. No lo hacían con el fin de aprender a copiar la realidad, porque la reproducción de la realidad tiene un valor limitado que un alumno de talento medio alcanzará sin problema. Lo hacían para aprender a no pensar. En el arte y en la literatura eso es lo más importante de todo, y no hay casi nadie que sea capaz de hacerlo o ni siquiera lo sepa, porque ya no se divulga. Ahora se cree que el arte está relacionado con la razón y la crítica, y que trata de ideas, y en las escuelas de arte se estudia teoría. Eso es decadencia, no progreso.

Geir echó la silla hacia atrás en la gravilla y se levantó.

—¿Te traigo un vaso de agua a ti también? —me preguntó.

—Sí, por favor —dije—. ¿Y me llenas la taza si no te importa?

Levanté la taza y se la di. La parte exterior estaba llena de pequeñas manchas, la mayoría redondas, pero también algunas como rayas, por alguna razón mis tazas de café siempre tenían la misma pinta, sin que yo supiera por qué. Las tazas de café de los demás estaban casi siempre relucientes y limpias por fuera. Yo debía de poner los labios de una determinada manera que hacía que todo el rato se deslizara un poco de café entre ellos y la porcelana, y aunque lo sabía, era incapaz de remediarlo, por mucho que apretara la taza contra el labio inferior quedaba manchada por fuera cuando acababa de beber.

—¿Qué vas a hacer, papá? —dijo Njaal, levantando la vista.

—Sólo voy a por agua.

Njaal se puso de pie, fue tras su padre, y le dio la mano. Yo saqué el móvil del bolsillo y llamé a Linda. Cogió el teléfono al instante.

—Hola, soy Karl Ove —dije—. ¿Ya estás en casa?

—Sí. Acabo de entrar por la puerta. ¿Dónde estás tú?

—En Lund. Sentados en el jardín botánico.

—Qué bien.

—Sí, se está muy bien. Vas tú a por los niños, ¿verdad?

—Sí. Dentro de un rato.

—Sólo quería asegurarme. Nosotros iremos pronto para casa, así que luego nos vemos.

—¿Al final has comprado gambas y vino?

—Lo haré cuando llegue.

—Si quieres lo compro yo.

—No, no te preocupes, lo haré yo. Nos vemos luego.

—Vale. Hasta luego.

—Adiós —dije, apreté el botón rojo y volví a meterme el móvil en el bolsillo justo en el momento en que Njaal y Geir salían del pequeño edificio tipo pabellón donde se encontraba el café. Njaal llevaba un vaso con ambas manos y andaba con pasos cortos, ya que tenía encomendada una tarea importante, Geir iba tras él con una taza de café en una mano y un vaso de agua en la otra.

—Gracias —dije—. Yo pago el agua, ya que tú has pagado la comida.

—Ja, ja.

Se sentó, cogió el vaso que había llevado Njaal y se lo bebió de un trago. La cara le brillaba de sudor.

—Ya es casi hora de irnos, ¿verdad? —preguntó.

—Sí, he hablado con Linda. Acaba de llegar a casa.

Miró la hora en el móvil.

—También Christina estará a punto de llegar. Tómate el café y nos ponemos en marcha.

—Un cigarrillo más, y ya —dije.

Njaal levantó su bicicleta y se montó en ella. Yo saqué el último cigarrillo del paquete, lo encendí, arrugué la cajetilla y miré hacia el café para ver si había algún cubo de basura fuera. No vi ninguno.

—No puedes montar en bici aquí dentro —dijo Geir—. Espera a que nos vayamos.

—¿Por qué? —preguntó el niño.

—La gente está comiendo. A ti no te gustaría que la gente se metiera con su bici en tu comida, ¿no?

—No —contestó, riéndose un poco.

Geir me miró.

—¿Bueno? Te has quedado muy callado.

—Eso era lo que siempre solía decir Arvid. En Bergen. Lo recuerdo. Te has quedado muy callado. ¿Te has cagado encima o qué?

—Vaya, otra vez.

—Lo siento.

—Estaba pensando en lo que hablamos ayer. En lo de ser padre.

—¿Sí?

—Mi principio es que el que más ganas tiene de hacer algo es el que debe hacerlo. Y que el que lo hace lo decide todo. Cuando nació Njaal, Christina no dormía por las noches, porque no quería perderse nada. Tenía un trabajo estupendo en la Ópera, lo dejó para poder estar el mayor tiempo posible con Njaal. El que sea ella la que se ocupa de todo lo práctico no se debe a que sea mujer, sino a que realmente significa algo para ella. Si hubiera deseado ardientemente otra cosa, habría sido distinto.

—Ya —dije.

—No sólo se dedica más a fondo que yo, también saca mucho más provecho que yo. Es extremadamente importante para ella.

—Recuerdo que cuando Vanja acababa de nacer corrí por las calles para ir a devolver una película y volví a casa corriendo también. Tampoco quería perderme nada.

—¿Pero estarías dispuesto a estar en casa a tiempo completo durante tres años por ello?

—No.

—Resulta muy fácil ser absorbido por la ternura y la calidez, es muy fácil dejar que eso sea todo. Pero entonces no creamos nada más que ternura y calidez. Yo lo veo como una dejadez. Por eso sólo siento desprecio por esos hombres que sin pensarlo se meten en esto. Son elogiados por ello, pero lo que en realidad hacen es huir de una responsabilidad. Una responsabilidad mayor. Estoy de acuerdo con Karen Blixen cuando dice que no se puede buscar el grial con un carrito de bebé. You can’t have both. Sólo hay una masculinidad. Uno es más o menos hombre. That’s fucking it. No hay masculinidades. Ah, no soporto esta palabra. Me produce náuseas. Hay algunas palabras que absorben todo en una época que a uno no le gustan. Ésa es una de esas palabras. No puedo con ella. Lo mismo rige para las mujeres, claro. Sólo hay una feminidad. Pero dicho esto, puede que si hubiéramos vivido en la década de los sesenta, cuando todos los hombres trabajaban y todas las mujeres estaban en casa, yo me hubiera quedado en casa con Njaal. Lo que no soporto es que una ideología imperante, un pensamiento de consenso, tenga que dirigir mi vida.

—Pero en ese caso no es más que una protesta. Quiero decir, si se trata simplemente de hacer lo contrario que todos los demás. Entonces estás tan obsesionado como los otros.

—Bueno, en eso tienes razón, es verdad. Lo retiro. Pero lo que ocurre es que resulta completamente absurdo que algunos me digan cómo debo comportarme con mi propio hijo. ¿Sabes? Cuando estaba en Irak, durante la guerra, mientras caían las bombas fui entrevistado por un periodista del Aftonbladet. ¿Sabes lo que me preguntó?

Negué con la cabeza.

—¡Que quién fregaba los platos en nuestra casa! ¿Te imaginas?

—¿Qué contestaste?

—Evidentemente, me negué a contestar. Además, tenemos lavavajillas.

—¿Llamas lavavajillas a esa cajita?

—No debes subestimarla. No hemos discutido nunca tanto como por fregar los platos. Entonces compramos esa máquina y todo se resolvió.

—Problemas pequeños, lavavajillas pequeños.

—¿Por qué crees que me lo preguntó? Quería saber si yo era una buena o una mala persona. Si hacía el trabajo de casa, era una buena persona. Si no lo hacía, era una mala persona.

—Mm —dije—. ¿Nos vamos ya? Yo estoy listo.

Nos levantamos, salimos del recinto del café y atravesamos el parque. Me detuve delante de un árbol talado y leí el cartel que habían puesto al lado. Ponía que el árbol había muerto de una enfermedad que había afectado a casi todos los árboles de esa especie en Escania.

Mierda.

Seguí andando y los alcancé en la entrada. Fuimos por la acera a lo largo de la valla, luego cruzamos y nos metimos por una pintoresca calle de pequeñas casas bajas con las paredes llenas de flores. Conforme nos acercábamos al coche, mi desasosiego iba en aumento, porque en casa estaba la novela. Fumaba, porque eso era una acción, y la acción restaba atención a los pensamientos, aunque no mucho, al menos un poco, y eso era mejor que nada. Mientras fumaba, fijaba la mirada en lo que había a mi alrededor, intentando pensar en ello. Miré el móvil, al que nunca llamaba nadie.

—¿A qué hora iba Linda a por los niños? —me preguntó Geir, cuando vimos el aparcamiento unos cincuenta metros delante de nosotros.

—Creo que más o menos ahora —contesté—. ¿Por qué lo preguntas?

—Para que haya alguien en tu casa cuando llegue Christina.

—Pero ella tiene móvil, ¿no?

—Sí, es verdad.

—¿Viene en tren desde Båstad?

—No, tengo entendido que iba a venir en el coche de alguien que venía para acá.

Christina había hecho un cursillo para fotógrafos escolares, y durante todo el otoño iba a estar fotografiando a niños de la región de Estocolmo. Había hecho lo mismo el otoño anterior y vivieron todo el año con el dinero que ella ganó durante ese tiempo. Geir había dejado su puesto en la universidad, y el subsidio de desempleo que había recibido durante unos meses se le había acabado. El libro por el que había sacrificado todo eso, que aún no estaba terminado, pero que por consejo mío había enviado a una editorial y luego a otra, para que pudiera entrar en el proceso en una fase temprana, había sido rechazado por las dos. Yo no sabía cómo se las arreglaban, pero él decía que sólo era cuestión de disciplina. Sólo compraban en Willy productos de oferta en grandes cantidades, para todo lo demás que compraban, como libros, CD y DVD, se pasaba horas buscando las versiones más baratas en internet. No sabía cómo hacían con la ropa, pero Christina había estudiado diseño, y suponía que compraban cosas de segunda mano que ella arreglaba.

Geir apretó la llave y las luces del coche se encendieron, a la vez que sonó una breve señal. Abrí la puerta y me senté, mientras Geir abría el maletero para meter la bici de Njaal. Apoyé la cabeza en el asiento y cerré los ojos. Desde fuera el sonido del movimiento en el maletero era neutro, como cualquier ruido que subía y se dispersaba, pero desde dentro se oía de otra manera, en este caso el sonido era algo que pasaba dentro del coche, como si perteneciera a ese lugar. La diferencia era grande. De lo que ocurría fuera podías sentirte seguro, pero de lo que ocurría dentro era imposible defenderse.

 

Al otro lado de las ventanillas del coche empezó a aparecer Malmö. Podían verse los grandes bloques de viviendas de las afueras, que solían ser de ladrillo amarillento. Filas de ventanas, filas de balcones, y entre ellos aparcamientos y céspedes. Las zonas de mansiones donde vivían los más ricos se encontraban al otro lado de la ciudad, junto al mar. Eso es lo que proporcionaba el dinero: mucho espacio distanciado de los demás. Pero no demasiado espacio ni tampoco demasiada distancia: muy dentro del bosque se podía tener todo el espacio que se quisiera, con muchos kilómetros de distancia del vecino más próximo, pero nadie con dinero soñaría con vivir allí. Mucho espacio y distancia sólo era valioso si había alguien en las cercanías que tenía poco espacio y vivía amontonado.

Supermercados, concesionarios de coches, centros comerciales, gasolineras, y entre medias las filas de casas, a lo largo de escaparates que al principio exhibían cosas baratas y sencillas, y cuanto más nos acercábamos al centro, cosas más caras y exclusivas. Gente andando por las aceras junto a los escaparates, coches que circulaban a lo largo de las aceras con sus ventanillas, cruces con semáforos y pasos de cebra, plazas y terrazas, parques pequeños, un parque grande, un canal, una estación de ferrocarril. Hoteles con banderas delante de la entrada, tiendas de deportes, tiendas de ropa, tiendas de lámparas, zapaterías, tiendas de electricidad, tiendas de muebles, tiendas de alfombras, tiendas de gafas, librerías, tiendas de informática, casas de subastas, vendedores de cocinas. Tiendas de marcos, restaurantes chinos, restaurantes tailandeses, restaurantes vietnamitas, restaurantes mexicanos, iraquíes e iraníes, restaurantes turcos y griegos, restaurantes franceses e italianos, McDonald’s, Burger King, puestos de pizza. Cafés, cines, salas de conciertos, teatros, ópera, jardines de infancia, tiendas de música, estaciones de autobuses. Oficinas de empleo, tiendas de ropa de cama, hospitales, residencias de ancianos, centros médicos. Oftalmólogos, otorrinos, cardiólogos, neumólogos. Dentistas, ortopedas, psicólogos, psiquiatras, empresas de fontanería. Funerarias, tiendas de artículos de construcción, tiendas de decoración, tiendas de fotos, bancos, centros de yoga, antros de cerveza, floristerías, tiendas de productos dietéticos, locales de juego, estancos, tiendas de objetos de ocio, tiendas de ropa infantil, tiendas de equipamiento de bebés, centros de masaje, oficinas de alquiler de coches, tiendas de equipamiento para animales, tiendas de juguetes, iglesias, mezquitas, colegios, oficinas de información. Institutos de trasplante de pelo, bufetes de abogados, agencias de publicidad. Peluquerías, centros de manicura, farmacias, tiendas de ropa de tallas grandes, tiendas de calzado saludable, tiendas de ropa de trabajo, tiendas de jardinería, oficinas de cambio de moneda. Tiendas de instrumentos musicales, tiendas de videojuegos, quioscos de tarjetas de transporte, tiendas de aparatos de radio, televisión y estéreo, puestos de perritos calientes, puestos de falafel, tiendas de bolsos y maletas. Todo ese inmenso mundo que bullía de detalles estaba dividido en sistemas intrincados y muy ajustados que mantenían separadas unas cosas de otras, primero mediante la división en sectores, en los que las juntas de goma para grifos se encontraban en un lugar diferente al de las cuerdas de nailon para guitarra, y una novela de Danielle Steel en uno diferente al de una de Daniel Sjölin, como una especie de clasificación preliminar, y luego, dando un valor a los distintos productos o servicios, tasados de modos que no se enseñan en ninguna parte, conocimiento que por tanto había que adquirir por cuenta propia, al margen de cualquier escuela o institución, y que, además, era fluctuante. En qué consistía la diferencia entre unos vaqueros McGordon de Dressmann y unos vaqueros Acne, o entre unos vaqueros Tommy Hilfiger y unos vaqueros Cheap Monday, Ben Sherman o Levi’s, Lee o J. Lindeberg, Tiger o Boss, Sand o Peak Performance, Pour o Fcuk. Qué señales emite una novela de Anne Karin Elstad en relación con una de Kerstin Ekman, y, a su vez, qué relación tienen ambas con un poemario de, por ejemplo, Lars Mikael Raattamaa. Por qué era un poco más distinguido, pero no mucho, leer a Peter Englund que a Bill Bryson. A qué se debía que ya no se pudiera expresar fascinación y entusiasmo por Salman Rushdie sin parecer una persona culturalmente rezagada, estancada a finales de los ochenta, pero sí por V. S. Naipaul. El conocimiento que me posibilitaba acudir a la tienda de ropa que vendía los vaqueros o trajes que por el momento gozaban de más prestigio, aunque no entre todo el mundo, elegir en una librería los libros que me proporcionaban la mayor credibilidad cultural, comprar en una tienda de música la música que se consideraba sofisticada por encima de la media, aunque los especialistas en tradiciones y estilos de los que yo no tenía mucha idea, como jazz y música clásica, sabían mucho más, yo había aprendido lo bastante para manejarme, e incluso en un momento de suerte aparecer como un verdadero sibarita. Eso ocurría con casi todo. Sabía qué sofás emitían estas o aquellas señales, lo mismo ocurría con teteras y tostadores, zapatillas de deporte y mochilas escolares. Incluso debería saber evaluar más o menos bien las tiendas de campaña, en relación con la clase de señales que emitían. Estos conocimientos no estaban escritos en ninguna parte, y apenas eran aceptados como tales, eran más bien una constatación del estado de las cosas, y fluctuaban según las capas sociales, de manera que alguien que pertenecía a la clase alta podía reprobar mis conocimientos y preferencias en cuanto a sofás, de la misma manera que yo podía reprobar el gusto en sofás de personas que pertenecían a grupos sociales más bajos que el mío, no menospreciándolas a ellas como personas, porque eso jamás se me ocurriría, sino a sus sofás. A lo mejor ni siquiera lo diría, ya que no quiero parecer prejuicioso, pero lo pensaría, Dios mío, qué sofá tan horrible. Estos conocimientos de casi todas las marcas y su importancia práctica y social eran enormes, y alguna que otra vez pensaba que en la forma no diferían mucho de los conocimientos que tenían los llamados pueblos naturales en sus tiempos, que no sólo conocían el nombre de cada planta, árbol o arbusto de su entorno, sino también sus propiedades y qué uso podían darle, o esos conocimientos que poseían las personas de nuestra civilización hace sólo unas generaciones, por ejemplo en el siglo XVIII, cuando la mayoría también sabía el nombre de todas las plantas y árboles de su entorno, y el nombre de todas las personas que vivían en su mismo pueblo, tanto de los vivos de todas las familias como de los muertos de las últimas generaciones, y el nombre de todos los lugares pequeños y grandes de las cercanías. Y obviamente también conocían el nombre de las herramientas que empleaban, de las tareas que les concernían y de todos los animales y todas las partes y órganos de los animales. Estos conocimientos no eran nada sobre lo que pensaban, nada que exhibían, porque no sabían que existían, tan íntimamente relacionados con ellos estaban. Lo mismo ocurre con la enorme cantidad de conocimientos que poseemos, por ejemplo, de la diferencia entre una mostaza fuerte o una mostaza suave, una salchicha asada en la barbacoa o frita, una salchicha con queso dentro o con beicon alrededor, pan o torrija, cebolla cruda o frita en la gasolinera, o sobre la diferencia entre las distintas clases de mostaza de un supermercado, como mostaza francesa tipo Dijon, la Colman’s inglesa o la mostaza de Escania, por no mencionar los vinos, culturalmente tan expresivos y socialmente tan saturados de significado. Tampoco pensamos en los conocimientos necesarios para pasar un día, no los vemos, forman parte de nosotros, del ser que somos. Ése es nuestro mundo: Blaupunkt, no anémona azul. Rammstein, no rábano. Rover, no roble.

 

Una de las tres plazas de aparcamiento que había al final de Brogatan, justo detrás de la puerta trasera de nuestro edificio, estaba libre cuando llegamos, eso era algo que no ocurría casi nunca y le dije a Geir que era una gran suerte y que aparcara allí.

El sol, que cuando salimos estaba encima de la oficina de empleo, se encontraba ahora sobre el edificio del banco, y sus rayos, que caían inclinados sobre nosotros, se filtraban a través de las hojas del árbol que crecía en los metros cuadrados sin nombre entre las calles Brogatan y Föreningsgatan, de modo que el techo del coche y el capó centelleaban en el juego de luz y sombras, manifestándose en diferentes tonos de rojo, desde el más claro, intensamente brillante, hasta el más oscuro y mate.

Saqué la llave del bolsillo del pantalón y atravesé el espacio que había delante del edificio, al que le daba la sombra casi todo el día, por lo que se notaba una temperatura notablemente más baja que unos metros más allá, pasé la tarjeta naranja por la placa, tiré de la puerta hacia mí y la mantuve abierta hasta que Geir y Njaal hubieron entrado. Bajé la escalera detrás de ellos, se pararon delante de la puerta del pasillo y la abrí de la misma forma que la primera. El aire era fresco y olía a cemento, mezclado con algo húmedo y podrido, como todo lo que se encontraba debajo del suelo. Por la puerta del otro extremo salió la mujer polaca que vivía dos pisos debajo de nosotros, en una mano llevaba una bolsa azul de Ikea, y en la otra a su nieta. La saludé con un gesto de la cabeza, pero ella no nos vio, o hizo como si no nos viera, salimos a la escalera y pulsé el botón del ascensor, que se encontraba en la planta de encima de nosotros, y que por eso tardó sólo unos segundos en bajar.

—Vamos a ver si ha llegado mamá —dijo Geir.

—Y Vanja y Heidi —añadió Njaal.

El carrito de John estaba aparcado delante de la puerta del piso, y cuando la abrí, vi que había un montón de pequeños zapatos en el felpudo de la entrada.

—¡Hola! —dije.

—Hola —dijo Linda desde la cocina.

Di unos pasos hacia dentro para dejar sitio a Geir y Njaal. Cuando me agaché para quitarme los zapatos, salieron de la cocina primero Linda y luego Christina. Njaal me pasó corriendo. Me fijé en que Linda mostraba esa aura que tenía cuando estaba contenta, algo encendida y extravertida, sobre todo visible en el brillo de sus ojos, que era más fuerte que de costumbre, pero también en la piel de las mejillas, que tenía un suave tono rojizo. Sonreía con todo su ser. Me levanté y nos abrazamos.

—Te he echado de menos —dijo en voz baja.

—Qué bien tenerte en casa otra vez —dije yo, como dirigiéndome a su nuca, hacia la que incliné la cabeza.

—Hola, Karl Ove —me saludó Christina levantando la vista, se había puesto en cuclillas delante de Njaal para preguntarle qué había hecho durante el día.

—Hola —dije—. Me alegro de verte.

Se levantó del suelo y nos dimos un rápido abrazo. Detrás de nosotros, Linda y Geir hicieron lo mismo. Njaal tiraba de la blusa de su madre, al parecer quería llevársela al salón. Ella me sonrió como disculpándose y siguió al niño.

—¿Has podido traerlos sin problemas? —le pregunté a Linda.

Contestó que sí y me puso la mano en la cadera.

—¿Y cuándo habéis llegado?

—Hace media hora o así. Les he comprado un helado a cada uno.

—Has hecho bien —dije—. Aún no he ido a comprar las gambas. Pensaba acercarme luego.

Fui a la cocina, llevé la jarra y el portafiltros al fregadero, tiré a la pila los restos del café de la mañana, y el filtro usado al cubo de la basura, luego enjuagué la jarra un par de veces y la llené de agua limpia, aunque a través del cristal no lavado no parecía limpia, sino que tenía un tono ligeramente amarillento.

Linda se sentó junto a la mesa y cogió una manzana de la fuente azul y grande que nos había prestado su hermano en una ocasión y nunca le devolvimos. Era de cerámica, con un dibujo como árabe en negro, que hacía juego con las manzanas y los plátanos amarillos.

—Helena y Fredrik te mandan recuerdos —dijo, e hincó los dientes en la manzana.

—Gracias. ¿Lo habéis pasado bien?

Linda asintió con la cabeza, mientras masticaba.

Geir pasó por delante de la puerta abierta de la cocina, apenas nos miró y, a juzgar por el sonido, fue al salón y se sentó en el sofá.

—Pero me apetecía volver a casa —dijo—. Nunca había estado tanto tiempo separada de los niños.

—Qué exagerada —dije—. Han sido tres días, ¿no? Eso no es nada.

—Ha sido suficiente. Por cierto, estuve charlando con un hombre en el tren. Resultó que era director de un colegio. Quería que hiciera una sustitución. ¡Me dio su número de teléfono, así que ya tengo trabajo!

Eché el agua a la máquina, puse el filtro, medí seis cucharadas rebosantes de café y la encendí.

—¿Pero es eso lo que quieres? —le pregunté—. Creía que querías escribir. Y hacer programas de radio.

—Nunca consigo arrancar. Cuesta mucho esfuerzo poner en marcha un programa de radio una sola. Necesito algo sencillo. Algo con unos límites muy claros. Como ir al colegio, dar la clase y volver a casa.

—¿Y de qué vas a dar clase?

Se encogió de hombros.

—De lo que me ofrezcan. Sólo es cuestión de mirarse un poco el temario.

—Ya.

—No tienes mucha fe en ello, ¿a que no?

—Fe…, lo que se dice fe… Pero sería fantástico que consiguieras un puesto fijo.

Cogí una manzana y me senté al otro lado de la mesa.

—Tú no habrás podido pensar en mucho más que en esas cartas, claro —me dijo Linda.

—Así es.

—Intenta no preocuparte.

—Eso no es posible. Se me ha metido dentro. Es completamente irracional, ya lo sé. Pero es como si alguien hubiese muerto. Esa intensidad, ¿sabes? Es algo horrible que está ahí todo el tiempo, incluso cuando no pienso en ello.

—Tienes que salir de esta situación. No puedes escribir cuatro novelas en un año y encima estar obsesionado con esto.

—Ya te he dicho que no puedo.

—¿Quieres que las lea? Quizá así sea más fácil hablar de ello.

—Sí, puedes leerlas.

Me levanté y fui al dormitorio. El ordenador estaba encendido y abrí la bandeja de entrada. Linda entró justo cuando la primera carta apareció en la pantalla.

—Ésta es la primera —dije, y volví a coger la manzana—. Ves el estilo, ¿verdad?

Asintió con la cabeza y se sentó. Yo fui al salón, donde Vanja y Heidi estaban jugando con un Playmobil en esa especie de cama que había junto a la pared, cubierta con una manta con un dibujo de flores azul y blanco, que usábamos como diván, y Njaal agitaba una espada de plástico delante de Christina, que volvió la cabeza hacia mí con una sonrisa un poco forzada, pensé.

—¿Sabes dónde está John? —le pregunté.

—Creo que está durmiendo —contestó—. Al menos lo estaba hace un rato.

Njaal sólo se relacionaba con ella, seguramente como una defensa ante la complicación que le suponía la presencia de Vanja y Heidi. Ellas eran dos, él sólo se tenía a sí mismo, así que por el momento practicaba esgrima con su madre.

—Creo que hay un parche de pirata en ese puf —dije—. Y un gancho para ponerse en la mano. ¿Verdad, Vanja?

—No lo sé —contestó.

—¿Puedes mirar?

—¡Pero estamos jugando!

—Ya lo busca Njaal —dijo Christina—. ¿A que sí, Njaal?

—¡Pum! —dijo el niño, y le golpeó el muslo con la parte plana de la espada. No era ni de plástico ni de madera, sino de algún material parecido a la goma espuma, sólo que más tieso, y ya había empezado a deshacerse por el filo.

Me fui al otro salón, donde Geir estaba hojeando un libro.

—¿Te apetece un café? —le pregunté.

—Sí, muchas gracias.

—Estará en un momento —dije, y me senté en la silla, al otro lado de la mesa, masticando el último trozo de manzana. Solía comérmelas enteras, con rabo, corazón y todo, lo había hecho desde que era pequeño, y algo en ello, sobre todo ese sabor un poco ácido del rabo, las pepitas y la consistencia fibrosa, por alguna razón me recordaba siempre a la infancia, como si la anomalía, porque lo consideraba como tal, abriera más espacios de lo normal, que era el sabor a la carne blanca y jugosa de la manzana. Pero esos espacios que se abrían no eran grandes, sino más bien como pequeñas punzadas del pasado en la conciencia, la sensación de los dedos tocando la tela sintética de un plumas azul marino en la calle, fuera de mi casa, al atardecer, o la lluvia que empieza a caer un domingo por la mañana con manchas de nieve por algunas partes del arcén, y las ruedas de las bicicletas atravesando un charco de barro gris que se extiende por el camino de gravilla.

—¿Qué estás hojeando? —le pregunté, mirando por la ventana, ya que él no me miraba a mí, es decir, a lo que se veía de terraza y de los tejados de detrás a través de las rendijas de las persianas.

—Daniel Defoe. Sobre la peste de Londres. ¿Lo has leído?

Levantó la vista y yo desplacé la mía hacia él.

—¿Qué te piensas? La probabilidad de que encuentres aquí un libro que yo haya leído no es muy grande.

—Toma, Njaal —oí decir a Vanja en el otro salón.

—Gracias —dijo él.

Al instante apareció Heidi en la puerta corredera. Llevaba un vestido blanco de verano con dibujos rojos.

—¿Podemos ver una película, papá?

—Ahora no —le contesté—. Tenemos invitados. Juega con Njaal. Luego comeremos algo muy rico.

—¿El qué?

—Gambas.

—¿Gambas?

—Sí.

—¿Son ricas?

—Sí que lo son, ¿no?

Me miró con aire escéptico. Era un gesto que me encantaba.

—Njaal está jugando con Vanja —dijo.

—Hace dos segundos tú estabas jugando con Vanja, no pueden haber pasado tantas cosas en tan poco tiempo. Únete al evento.

—¿Qué?

—Vete a jugar con ellos.

Heidi se volvió y miró dentro del otro salón. Yo me levanté y fui a la cocina, donde me esperaba el café negro en la jarra. Cerré el portafiltros para que no cayera nada cuando la quitara, y eché el café en el termo rojo, modelo Stelton, que nos habían regalado Axel y Linn en una ocasión que no recordaba.

Linda venía por el pasillo.

—¿Quieres café? —le pregunté cuando entró.

Asintió con la cabeza. Su cara estaba mucho menos expresiva que hacía unos minutos. Era como si se hubiese drenado de sentimientos, y también había palidecido.

—La verdad que es horrible —dijo—. ¿Cómo puede decir eso? Tengo miedo por ti, Karl Ove. De que te peguen un tiro.

—¡Relájate! —dije—. Sólo está enfadado.

—No. Está loco. Ha perdido los estribos. Es peligroso. Tu tío es imprevisible.

—No, no. Todo esto es desagradable, eso sí. Pero no es peligroso. Te lo prometo. Todo irá bien. Has dicho que quieres café, ¿no?

Asintió y me acordé de que acababa de contestar que sí a la misma pregunta. Saqué cuatro tazas, eran marrones por fuera, y blancas y rojas por dentro, y los cuatro platitos correspondientes también eran marrones. Me parecía que en realidad eran tazas para algún tipo de café italiano, pero supuse que funcionarían igual con café de filtro, y si con ello dejaba al descubierto mi ignorancia, sólo sería ante Geir y Christina, a quienes no imaginaba riéndose de nosotros, siendo nuestros invitados. Aunque no se podía saber con toda seguridad.

Sí, estaba seguro.

Llevé el termo y las tazas al salón donde estaba Geir, lo dejé todo en la mesa y me senté. Me acordé de que Linda tomaba el café con leche y me volví a levantar, saqué el cartón de leche del frigorífico, que según el sello caducaba ese día, así que lo abrí para olerla en el momento en que oí que Geir preguntaba a Linda si ya había leído las cartas, y como la leche parecía estar buena me la llevé al salón y la dejé en la mesa al lado del termo, mientras Linda decía lo horribles que le parecían.

—¿Y si hay juicio? Entonces quizá tengas que estar viajando a Noruega durante todo el otoño. ¿Y qué voy a hacer yo? ¿Tendré que quedarme sola con los niños? Y tú, ¿cómo vas a aguantar toda esa presión?

Geir exhibió una de sus sonrisas más sarcásticas y no dejó de mirarme mientras ella hablaba. Obviamente Linda la captó, y le sobrevino un súbito ataque de ira que tuvo que reprimir ante nuestros invitados, me lanzó una oscura mirada, se levantó y desapareció por el pasillo. Yo miré con un gesto de reproche a Geir, pero pareció malinterpretarme, creyendo que iba destinado a Linda, al menos volvió a sonreír, o tal vez simplemente sonreía por todo.

—Sírvete café —dije, y fui detrás de Linda, que había llegado al dormitorio antes de que la alcanzara.

 

La primavera que Linda y yo empezamos a salir quedamos un par de veces con Geir y Christina, estábamos locos el uno por el otro, y no parábamos de besarnos y acariciarnos, incapaces de tener las manos alejadas el uno del otro. También cuando quedaba solo con Geir, por ejemplo en mi piso, ella me tenía completamente absorto, lo escuchaba ardiendo de felicidad, incapaz de retener nada de lo que contaba, porque tenía la sensación de que yo ya no era una persona, era otra cosa, un ser volando por el cielo, muy alto por encima del mundo y de lo profano. Yo era el hombre celestial, ella era la mujer celestial, y juntos queríamos tener hijos celestiales. Pero nos caímos al suelo. Lo celestial llegó a su fin y empezó otra cosa.

Linda escribió un cuento sobre esto: dos enamorados estaban tumbados en la cama charlando, ella había visto un extraño pájaro en su infancia y se lo describió a él, añadió que nunca en su vida había visto antes un pájaro así ni lo había vuelto a ver después; resultó que él había tenido la misma experiencia, porque así es ser hombre celestial y mujer celestial, todo está relacionado y todo tiene sentido. Pero en el cuento esto es el final de algo y ella lo compara con el último día en una casa de verano, cuando se recoge todo, se cierran las ventanas y se echa la llave. Y así fue. Habíamos estado en un lugar rebosante de luz, ahora nos íbamos a otro. A ella le dio miedo, ese nuevo lugar era más oscuro. Y debido a su miedo intentó atraparme. Era algo nuevo, algo que yo no había sentido antes, y a mí también me dio miedo. Empezamos a pelearnos, y su piso, al que me había mudado, se volvió cada vez más pequeño. Nuestras peleas la convirtieron en mi padre, porque yo tenía miedo de su voz alta y de sus enfados repentinos, era incapaz de responder, me subordinaba a ella, y cuando se le había pasado el enfado, siempre me mantenía alerta, esforzándome para que ella se sintiera bien, buscando señales de lo contrario, y era esa sumisión, el que siempre intentara apaciguar y contentar, lo que dificultaba nuestra relación cada vez más, porque al mismo tiempo intentaba alejarme, tenía que recuperar mi independencia, volver a ser yo, encontrar mi propio espacio, y empecé a enfurecerme igual que ella cuando discutíamos, tal vez aún más, porque era de mí del que tenía que librarme, de esa atadura en mi interior. Ella estudiaba, yo intentaba escribir, los fines de semana nos esforzábamos por estar como antes. Un domingo nos encontramos con Geir y Christina en un restaurante. Linda y yo íbamos a otro sitio después, yo los invité a acompañarnos y ellos aceptaron. Linda, furiosa, me sopló al oído que Geir lo había hecho con mala idea, ¿no me daba cuenta de que lo hacía a propósito? Quería estropear lo nuestro. No lo entendía, ella y yo pasábamos casi todo el tiempo juntos, ¿no le bastaba eso? ¿No podíamos estar con otras personas?

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