Fin

Fin


OCTAVA PARTE

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—Los límites de lo social, los que lo regulan y hacen que seamos capaces de convivir no son abstractos. No son pensamientos. Son concretos, como tú dices. Si sobrepasas dichos límites, duele. Eso es lo que notas.

—¿Lo que noto? Joder, es como si hubiera matado a alguien. No sólo eso, sino como si hubiera matado a alguien cercano. Ese sentimiento. Ha sucedido algo completamente irreparable.

Miré a mi alrededor. Heidi había desaparecido.

—¿Frasco o tubo? ¿Auténtica o ligera? ¿Francesa o sueca?

—Coge una de cada —dijo Geir—. Un tubo de mayonesa ligera sueca y un frasco de mayonesa auténtica francesa.

—Eres genial. Jamás se me habría ocurrido.

—¿Dónde está Heidi? —preguntó Geir.

—Junto al mostrador de helados o con los animales de peluche.

Fuimos hacia el pasillo del fondo. En alguna parte gritaba un niño, pero era un bebé, no mayor de seis meses. Al doblar la esquina, miré hacia delante. Allí estaba Heidi, como me suponía, con un animal de peluche de esos que suenan cuando se les aprieta en la mano, como en ese momento hacía ella.

—Ven, Heidi —le dije—. Vamos a pagar.

Dejó el peluche y vino corriendo hacia nosotros.

—¿Podemos tener un conejo? —preguntó.

—Ya tuvimos uno —le contesté—. Y la cosa no salió muy bien.

—¿Y no podemos tener otro? ¿Uno más bueno?

Me reí.

—Le tenías miedo —dije.

—No. No es verdad.

—Un poco.

—No.

—Ya veremos —concluí.

El conejo nos lo había dado una de las monitoras de la guardería. Fue Linda la que lo organizó. La jaula y el conejo fueron llevados a casa y colocados al fondo de la cocina. El conejo tenía miedo y nosotros también. Nadie se atrevía a sacarlo de la jaula, en la que John iba metiendo cosas. A los dos días tuvimos que devolverlo. Esperábamos que no hubiera dejado huellas imborrables en Vanja y Heidi. Les habíamos dicho que era un préstamo y que veríamos cómo resultaba, así que cuando lo devolvimos la derrota no fue tan absoluta como con nuestros peces, que murieron uno tras otro en el transcurso de la primavera.

Dolía pensar en ello. Lo que nosotros hacíamos conformaría su infancia.

Me paré delante del mostrador de los helados, cogí un Carte d’Or con vainilla auténtica, es decir, unos pequeños trozos negros de vainilla en rama, y lo metí en la cesta. Miré a Heidi.

—Puedes elegir vuestros helados. Allí, donde los polos —dije—. Mira los carteles. ¿Cuál quieres?

Paseó la mirada por todas las clases que tenían.

—Ése —dijo, señalando un Piggelin—. No, mejor aquél —dijo, señalando un helado Daim.

—Es el más grande que tienen. ¿Estás segura de que quieres ése?

Asintió con la cabeza y metí en la cesta tres helados Daim y uno de Sandwich.

—Ya está todo —dije—. Ahora vamos a pagar.

—¿Y los fresones? —preguntó Geir.

—Los compramos al lado de casa. Allí son más baratos. Y mejores.

Nos pusimos en la cola, en la que habría unas diez personas. Dejé la cesta en el suelo.

—Esperadme aquí —dije—. Se me han olvidado las galletas.

Me apresuré hasta la otra punta de la tienda, eché una mirada a las filas de galletas, seguro que había cincuenta marcas distintas, pero no esas estriadas que yo quería. ¿Y al otro lado? Allí, más abajo, en un estante en el que jamás me había fijado, perpendicular al otro pero separado de él por un pasillo de dos metros de anchura, estaban las galletas belgas en sus paquetes blancos y azules, que hasta entonces sólo había visto en Estocolmo.

Perfecto.

Cogí dos y me apresuré de nuevo hasta la caja, donde Geir y Heidi eran ya los sextos.

—Te he salvado la noche —dije, metiendo los paquetes en la cesta—. Galletas gofres belgas.

—No sabes lo feliz que me haces —dijo Geir.

Cogí la cesta y la llevé en la mano mientras avanzábamos lentamente paso a paso; por nada del mundo quería acabar como esos que empujaban con el pie y mucha pereza la cesta por el suelo, mientras leían un periódico que no iban a comprar, sino que volvían a colocar en el soporte cuando les tocaba el turno. Cogí cuatro bombillas del estante que estaba más cerca de la caja, porque me acordé de que se había fundido la del pequeño pasillo de delante de la cocina, y la de encima del inodoro.

Heidi corrió hasta el final de la caja antes de que nos tocara, y trepó hasta el pequeño saliente donde se ponían las bolsas de la compra cuando ya se preparaba uno para salir. Me miró por si sacudía la cabeza. Como no lo hice, se quedó allí sentada mirando la compra del hombre desconocido, que navegaba lentamente por el río negro de la cinta, para luego salirse de ella y posarse en el inmóvil saliente de metal, empujada por los productos que iban llegando detrás, en un sistema no del todo distinto al que formaban palos y objetos de plástico en los remansos debajo del rápido de un río, sólo que más despacio.

El hombre puso el separador en la cinta, ésa era la señal de que el camino estaba despejado, así que empecé a colocar en ella las cosas, una por una: las botellas de pie para que el código de barras se viese mejor, pero el movimiento las hizo tambalearse y caer una contra la otra, como dos amigos borrachos. El dependiente era ese joven de extraña voz y bastón. Apenas levantó la cabeza para mirarme y emitir su mecánico «hola». Puse algo de ternura en mi «hola», y añadí otro «hola», con la vaga intención de proporcionar a su situación de tanta cinta magnética un toque humano, pero sin tener en cuenta que mi lenguaje corporal, por lo demás negativo y anodino, anulaba por completo cualquier señal de ternura que pudiera haber en mi voz.

—Hola, hola —dije, y saqué la tarjeta Visa.

—Ciento sesenta y cinco con noventa —dijo.

—Vale —dije, y vi la punta de mi tarjeta de Hemköp, que llevaba unos días sin usar, la saqué y la pasé por el lector. No sabía por qué, fue más bien un acto obsesivo, porque aunque hubiera gastado enormes sumas los últimos años y juntado así un montón de puntos de ahorro, de los que recibía información por correo cada mes, nunca los había usado, y como caducaban al cabo de cierto tiempo, lo de usar la tarjeta no tenía ningún sentido. Por otro lado, podía empezar a sacarle provecho.

Metí la otra tarjeta, tecleé el número secreto y di al OK.

—¿No sería práctico coger una bolsa? —sugirió Geir.

—Joder, es verdad —dije, intentando captar la mirada del dependiente, quien, por su parte, no tenía ningún interés en que nuestras miradas se cruzaran.

—Una bolsa también —dije.

¿Me diría que estaba bien, agitando la mano en un alarde de generosidad, o me la cobraría, haciéndome sacar la tarjeta otra vez?

—Son dos coronas —dijo.

Que te jodan, niñato de mierda.

Compraba allí todos los días.

—De acuerdo —dije, volví a pasar la tarjeta, volví a teclear el número secreto y volví a darle al OK. Cuando acabé, Geir y Heidi habían metido la compra en la bolsa y pudimos salir de nuevo a la cálida tarde de finales de verano.

 

Después de comprar fresones en el mercado, Heidi llevó con mucho cuidado uno de los cestillos hasta el ascensor, Geir y yo íbamos detrás con las bolsas de la compra. Subiendo, me acordé de que se me había olvidado comprar flores. Un ramo de rosas blancas habría quedado muy bien en la mesa, haciendo juego con el color rosa de las gambas y el amarillo de los limones. Pero ya daba igual. No tenía ganas de volver a salir, aunque la floristería estaba justo al otro lado de la plaza.

Cuando el ascensor se paró, empujé la puerta y la mantuve abierta para dejar salir a Geir y a Heidi, que seguía con el cestillo de fresones en las manos, cuidándolo como si fuera un animalito. En cuanto atravesé el umbral, dejé las bolsas al lado de la fila de zapatos y fui hacia el baño del fondo.

—Mamá, mamá, yo he traído los fresones —gritó Heidi.

Noté una momentánea punzada de felicidad en el pecho al oírlo, vi que Vanja y Njaal seguían en el dormitorio, y abrí la puerta del baño. Me bajé los pantalones y me senté en el asiento del váter. Al lado estaba la revista sueca de fútbol Offside. ¡Hablaba del equipo de Argentina, que iba a jugar en los Andes, donde el aire es de tan poca densidad que muchas veces los jugadores se desmayaban, y tenían botellas de oxígeno en el campo!

En la habitación de al lado sonó la voz de Vanja y luego la de Njaal. Vanja le estaba enseñando el videojuego que le habíamos regalado por su cumpleaños. Era de perros y había que conseguir que hicieran distintas cosas. La mayor parte de las pantallas seguían siendo demasiado difíciles para ella, pero dominaba ya algunas, como por ejemplo la del perro que bajaba y subía saltando un tronco de madera colocado en alto y cogía distintos objetos que llegaban volando por el aire. A Heidi le habíamos regalado el mismo juego sólo que con gatos, pero ella era demasiado pequeña para sacarle partido, y se contentaba con ver jugar a su hermana mayor.

En medio de uno de los baldosines del suelo del baño, a unos veinte centímetros de mis pies, había un pececillo de plata. Parecía un trilobites u otro de esos artrópodos fósiles del paleolítico, con esa forma tan simple. Había en él algo basto y material, como si fuera un pedazo de barro o un pez lobo con patas.

Me incliné hacia delante para aplastarlo con el dedo cuando se apresuró hacia la pared, donde desapareció por un hueco debajo del rodapié.

Habría un montón de bichos de ésos junto a la pared, debajo de la cesta de ropa sucia. Y seguro que también en el polvo acumulado en el rincón, debajo de la ventana. Una pequeña colonia de pececillos de plata.

Sonaron pasos por el pasillo, y como Vanja y Njaal seguían en el dormitorio, supuse que era Heidi. Los niños no usaban casi nunca este baño, así que aunque la puerta no estaba cerrada con llave, no temía que la abrieran. Podía ocurrir, porque no eran unos seres del todo previsibles, pero era raro. Con Linda era distinto, si oía sus pasos, agarraba el picaporte y lo apretaba hacia arriba, por si ella intentaba bajarlo. La primera vez que Yngve vino de visita pidió una llave, le resultaba impensable ir al servicio sin poder cerrar la puerta con llave. También me lo parecía a mí, o al menos muy extraño, y las primeras semanas me sentía desnudo y desprotegido, pero luego me fui acostumbrando. Por alguna razón sabía siempre dónde estaban los demás, y si se acercaban, los oía. El motivo por el que no teníamos llave era para evitar que Vanja y Heidi se quedaran encerradas. Era casi la única medida de prevención que habíamos tomado con respecto a ellas; todos los enchufes estaban a la vista, todos los estantes y cajones sin asegurar, al igual que la cocina eléctrica, y en uno de los cajones de más abajo estaban todos los cuchillos y tijeras a disposición de todo el mundo. Hasta ahora no había habido problemas y así seguiría, porque uno sabe más o menos dónde están los límites de sus hijos, lo que pueden llegar a hacer, y una de las cosas que yo sabía era que jamás vería a Vanja o Heidi con un enorme cuchillo de cocina en las manos, o a John colgando como un pequeño babuino de la cocina eléctrica. Además, sabía siempre dónde estaban y casi siempre lo que estaban haciendo. Obviamente, todo podía cambiar en el transcurso de un fatídico minuto, pero no lo creía, y en ese sentido estaba siempre tranquilo.

Heidi pasó por delante de la puerta y abrió la del dormitorio. Volví a coger la revista y seguí leyendo. De repente recordé que en una ocasión capturamos una maruca justo al lado del faro de Torungen. Soplaba el viento, pero el aire era cálido. Seguramente era verano. Estábamos en el barco que mi padre compró cuando yo tenía once o doce años, un modelo Rana Fisk con un motor fuera borda Yamaha, de veinticinco caballos. Yngve, con el pelo echado hacia un lado por el viento, y mi padre, con su figura oscura ante la que yo siempre estaba en alerta. Olas encrespadas golpeaban el casco amarillo de plástico. El sedal, casi invisible por el aire para caer al agua azul. Los primeros destellos de un pez que de repente aportaron al color azul algo profundo, más o menos como las primeras estrellas en un cielo todavía claro. Algo verdoso, que un momento estaba aquí, y al siguiente allá, y que se volvía más blanco por cada tirón que daba mi padre.

¿Qué era eso?

Un cuerpo largo y normal, gris amarillento y blanco, y una cara fea con ojos saltones.

—Es un pez de aguas profundas —dijo mi padre—. Una maruca, creo.

La miré lleno de preguntas y compasión. Se había reventado, dijo mi padre, tirándola al suelo del barco, donde quedó inánime, él volvió a lanzar el sedal y me acordé de que yo también tenía uno entre las manos, del que di un fuerte tirón.

La sensación de flotar en la superficie de una enorme profundidad.

Papá.

¿Qué le había hecho yo?

Me recorrió una punzada de desgracia y miedo. Cuando un momento después abrí el grifo y me encontré con mi mirada en el espejo, no se veía en ella nada de mi desgarrado interior. Si no hubiera visto ese rostro y esos ojos tantas veces relacionándolos siempre conmigo mismo, podrían haber pertenecido a otra persona.

Los ojos parecían tristes. Los rasgos rígidos y con esos profundos surcos en las mejillas y en la frente, como si fueran de una máscara.

Abrí la persiana girando la fina varilla con un bolita en la punta que colgaba de ella y miré hacia el hotel, sobre el que el sol se había posicionado en diagonal, a la gente sentada en la escalera que bajaba a la pequeña plaza, y al muro de algo más de medio metro en el que a mis hijos les gustaba hacer equilibrio cuando íbamos al parque que estaba justo detrás de nuestro barrio, a la vez que cogía la toalla del gancho para secarme las manos. Me resultaba imposible evitar el sentimiento de culpa, desde el primer momento había pasado de la realidad abstracta de la conciencia, donde podía ser combatido con medios abstractos, a la realidad concreta del cuerpo, donde no podía ser combatido, porque lo corporal no tenía con qué responder más que con el cuerpo, capaz de correr, andar, estar sentado, comer, dormir y poco más. Era como si yo fuera un espacio y conmigo en ese espacio hubiera algo terrible.

Entonces de nada servía correr, porque si corría, el espacio entero corría. No podía escapar de él, porque el espacio era. No importaba si tenía razón o no, si tenía derecho a hacerlo o no, porque era, incontestablemente, inevitablemente, y no podía sino esperar a que se convirtiera en algo que había sido.

Detrás de mí se abrió la puerta y me volví.

Era Heidi. Tenía lágrimas en los ojos.

—¿Qué le pasa a mi pequeña? —dije, colgando la toalla en su sitio.

Vino hacia mí y se abrazó a mis piernas. La cogí en brazos y le di un beso en la mejilla.

—No quieren jugar contigo, ¿es eso lo que te pasa? —le pregunté.

Asintió con la cabeza y miró al aire.

—Ven conmigo, vamos a hacer algo de comida.

—No quiero —dijo.

Salí con ella en brazos.

—¿Quieres ver una película entonces? ¿O Bolibompa? Va a empezar ahora.

Dijo que sí.

Fuimos al salón, donde la senté en el sofá, oí que Linda, Christina y Geir estaban en el otro salón, y busqué con la mirada el mando de la tele. Solía estar en la estantería de libros, en alto para que los niños no lo alcanzaran. Pero ahora no estaba allí.

Dónde diablos estaba.

En el dormitorio, John empezó a llorar. Oí a Linda levantarse y unos segundos después la vi pasar por la puerta abierta, mientras yo dejaba deslizar la mirada por el alféizar que corría a lo largo de toda esa pared. Tampoco estaba allí.

Heidi me miró.

—No encuentro el mando —dije.

Heidi miró la mesa. Allí estaba, medio oculto debajo del periódico que Linda habría leído durante nuestra ausencia, y luego dejado allí.

—Pero si está ahí —dije—. Veamos…

Entró Linda con John en brazos. Estaba encogido como un monito y apretaba la cabeza contra el cuello de su madre.

—¿Vas a poner Bolibompa?

—Estoy en ello —contesté.

Cuando llegó el sonido y la imagen apareció en la pantalla, John se volvió. Linda lo dejó en el sofá junto a Heidi, y él ni rechistó. La televisión era para ellos como una droga.

—¿A qué hora te parece que cenemos? —preguntó Linda.

—No lo sé —respondí—. ¿Sobre las siete?

—¿Y los niños? No les hará mucha gracia pelar gambas.

—En eso tienes razón —dije—. Pero no pensé en ello cuando hice la compra. ¿Tenemos algo? Voy a mirar.

Njaal y Vanja venían correteando por el pasillo.

—¿Es Bolibompa? —gritó Vanja.

—Enseguida empezará —contesté, fui a la cocina y abrí la puerta de la nevera. Había huevos, zanahorias, patatas, un brócoli amarillento. Media bolsa de albóndigas de pescado. Al lado, en el congelador, había sobre todo platos hechos por la madre de Linda, distintas clases de carne que había comprado, además de bolsas de guisantes, unas bolsas casi vacías de trozos de pollo, un par de panes que habíamos congelado y luego olvidado. ¡Pero, oh milagro, en el estante de más abajo había una pizza! Miré a Linda, que estaba justo detrás de mí.

—Seguro que ellos prefieren la pizza, ¿no?

Ella estaba de acuerdo.

—Entonces la meto en el horno —dije—. Así podrán cenar delante de la televisión.

Saqué la caja de la pizza y la dejé en la encimera, encendí el horno, encontré las tijeras en el cajón, rompí el envase de tal modo que la pizza, redonda y sorprendentemente pesada, saliera deslizándose despacio de mi mano, corté el plástico transparente, que era rígido y un poco crujiente, nada parecido a las bolsas en las que se metía la fruta, esas bolsas temblorosas, o ese fino y pegajoso plástico que venía en rollos y que se usaba para envolver alimentos y guardarlos en el frigorífico. Tampoco se parecía a ese plástico más grueso y un poco correoso en el que venían envasados de tres en tres los botes de maíz y los paquetes de seis latas de cerveza.

—Pero entonces será mejor que nosotros cenemos cuando los niños se hayan acostado, ¿no? —dijo Linda.

—Sí, eso suena bien —dije, y saqué la pizza por la abertura que había hecho con las tijeras, dejándola reposar en la palma de la mano como una fuente de servir, mientras con la otra mano tiré del cajón de metal de debajo del horno y saqué una bandeja marrón oscura, casi negra, sobre la que puse la pizza y empujé dentro del horno, luego arrugué la bolsa interior y la tiré al cubo de la basura, debajo del fregadero, que ya estaba lleno, de tal modo que tuve que aplastar las cosas con los puños para que cupiera todo. Justo cuando acabé y estaba a punto de cerrar la puerta, pensando que la basura estaría subiendo de nuevo lentamente, sonó el teléfono.

Salí sin prisa al pasillo. Alguien se había metido a la fuerza en nuestra casa, él o ella estaba aquí ahora, imponiendo su voluntad de chillar por la habitación. Me paré delante de la mesa de debajo del espejo y cogí el teléfono. Era un número que empezaba por 04. Es decir, una llamada de Malmö.

—¿Sí? ¿Hola? —dije.

—Hola, soy Stefan.

—¡Hola, Stefan!

—¿Cómo te va?

—Bien —contesté, y descubrí las dos bolsas de la compra que había dejado olvidadas al lado de los zapatos—. ¿Qué tal tú?

—Todo bien. Pensábamos ir a la playa mañana. ¿Os apetece venir? También nos podemos llevar a Vanja, si a vosotros os va mejor.

—Eso suena muy bien —dije—. Pero justo ahora tenemos visita, así que tendremos que hacer algo con ellos.

—Ah, entiendo. Y te he avisado con poco tiempo. Bueno, no te preocupes.

—Otro día.

—Vale. Hablamos.

—Sí. Hasta pronto.

—Lo mismo digo. Adiós.

—Adiós.

Colgué, llevé las dos bolsas de la compra a la cocina y las dejé sobre la mesa, metí las de papel con las gambas en el frigorífico, dejé los dos panes en la tabla grande, me incliné para mirar la pizza que estaba en el horno, iluminada en su pequeño cubículo, como si estuviera en la televisión, pero aún no estaba hecha, claro, sólo llevaba unos minutos.

En el salón sonaba el tintineo de Bolibompa. Me coloqué en el vano de la puerta. Christina estaba sentada en un sillón con Njaal sobre las rodillas, Linda en el sofá con John y Heidi pegados a ella, y Vanja en una silla en mitad del salón. Todas las persianas estaban bajadas, y sin embargo entraba tanta luz en la habitación que la imagen de la televisión no se veía del todo nítida.

Debería sentarme con Vanja sobre las rodillas. Pero no podía dejar solo a Geir en el otro salón. Nos vi con sus ojos, sentados cada uno con un niño encima viendo televisión infantil, y aquello no tenía buena pinta.

Me coloqué detrás de la silla, le puse a Vanja la mano en la tripa y le besé la cabeza. Ni siquiera me miró, estaba concentrada en la pantalla de la televisión. Pasé por delante de la mesa y entré en el otro salón, donde Geir estaba de pie delante de la librería.

—¿Vas a fumarte un cigarrillo? —me preguntó.

—Exactamente. ¿Vienes?

Asintió con la cabeza, se sirvió café y salió a la terraza. Yo llené mi taza con el café que quedaba y lo seguí. Él había vuelto a ocupar mi sitio, y para mis adentros volví a protestar por el ángulo en el que tuve que sentarme. Quizá fuera el estar sentado de espaldas a la puerta lo que me incomodaba. Puse las piernas en la barandilla y encendí un cigarrillo.

—Njaal y Vanja se entienden bien —dije.

—Ya. Eso está genial. Y Christina también está feliz.

—¿De verdad?

—Sí. Se alegra de estar aquí, en vuestra casa. Y de que Njaal esté tan a gusto.

—No lo entiendo —dije—. Que se alegre de estar aquí, quiero decir.

—Yo también me encuentro muy a gusto en vuestra casa.

—Tendrá algo que ver con tanto desorden.

—Sí, eso es verdad. Aquí puede uno relajarse. Hay libertad.

—Me alegro de que lo veas así —dije—. Yo estoy lo contrario a relajado.

—No estarás estresado porque estamos aquí, ¿no?

—No, no, al contrario. Es por lo de Gunnar.

—No puedes hacer nada contra eso. Déjalo ya. Pasará lo que tenga que pasar.

—Supongo que sí —dije.

Los vecinos del ático de la casa de al lado de la nuestra estaban cenando en la terraza. Estarían a unos veinte metros de nosotros, pero aquí arriba, entre los tejados, eso significaba estar dentro de la esfera íntima, porque cuando yo estaba solo y ellos estaban sentados fuera, podía oír lo que decían si me concentraba y ellos no habían bajado la voz, lo que seguramente hacían cuando sabían que me encontraba allí. Al otro lado, en el extremo del edificio en el que vivíamos, podía ver directamente la ventana de la cocina de un matrimonio mayor que solía estar allí fumando, y después de tres años conocía sus costumbres casi tan bien como las mías. Suponía que se sentirían más o menos como yo, al menos nuestras miradas se cruzaban de vez en cuando, y siempre las bajábamos. Esas relaciones entabladas por los ojos eran extrañas, porque nuestros pensamientos se complementaban, al menos los suyos con los míos, y de algún modo estábamos estrechamente unidos, en el sentido de que oscilábamos entre mirar y saber, y desviar la mirada y no querer saber. Enfrente, en el edificio de la pareja del ático, también podía asomarme a la vida interior de familias, parejas y solteros, por regla general sin curiosidad, sólo era algo que observaba, pero a veces sucedía algo que insistía en ocupar espacio, como por ejemplo cuando una de las parejas, de la que conocía únicamente la parte más exterior de su cocina, tenía de repente un hijo. Cuando el niño estaba allí, medio tumbado, medio sentado en una silla de bebé, era como si el pequeño fuera quien dirigiera las cosas a su alrededor, porque todo lo que hacían estaba de una u otra manera relacionado con él, y ésa era una característica totalmente nueva en ellos.

—No has hecho nada malo —dijo Geir.

—Claro que sí —dije—. Pero me estoy entrenando para vivir con ello.

—Tu padre está muerto. Tu abuela está muerta.

—Y tu empatía está muerta.

—Mira quién fue a hablar.

—Imagínate que hay una vida después de ésta —dije—. Pensándolo seriamente, que sólo se muere tu cuerpo, y que nuestra alma sigue viva en el más allá, de una u otra forma. Imagínate que realmente fuera así. Quiero decir de verdad. Se me ocurrió hace unos días. ¿Y si hay vida después de la muerte? Joder, en ese caso mi padre está en algún sitio esperándome. Y está iracundo.

Geir se rió.

—Relájate. Él es un pato muerto.

—Pero Gunnar no.

—¿Y qué puede hacer él? Puede querellarse contra ti. Pero ¿por qué? ¿Porque has profanado el nombre de tu padre? Tampoco es Jesucristo.

—Escribe que soy un Judas. En ese caso él tiene que ser Jesús. Porque es a él a quien traiciono.

—Si él fuera Jesús, tu abuela tendría que haber sido la Virgen María. Y tu abuelo paterno el carpintero José. Además, Jesús no tuvo ningún hijo que lo traicionara.

—Me pregunto si no era en Bruto en quien estaba pensando. Ése sí era una especie de hijo. Brutus el Imposibilitus.

—No hace falta que digas todo lo que piensas. Los niños lo hacen. Los adultos tienen la posibilidad de asegurar la calidad de sus declaraciones.

—Recuerdo que lloré al leer la vida de Julio César. Cuando murió. Lloraba con todas las biografías. Porque todos se morían. Thomas Alva Edison. Henry Ford. Benjamin Franklin. Marie Curie. Florence Nightingale. Winston Churchill. Louis Armstrong. Theodore Roosevelt.

—¿Leíste una biografía sobre Theodore Roosevelt cuando eras pequeño?

—Sí, en una de aquellas colecciones. Seguro que veinte libros. Uno dedicado a cada personaje. La mayoría eran americanos. Muchos presidentes. También recuerdo a Walt Disney. Robert Oppenheimer. No, estoy de guasa. Pero sí Abraham Lincoln. Y cuando se morían, de la manera que fuera, yo lloraba. Pero era un llanto agradable.

—¡Porque no eras tú el muerto!

—No, no era por eso. Pero todos aquellos personajes habían descubierto todas las injusticias en el transcurso de sus vidas y conseguido lo que se propusieron. Habría sido realmente triste que hubiesen muerto antes de haber logrado hacer lo que tenían que hacer. Como Scott. Eso fue terrible. Estuve deprimido varios días.

—También lo estaría él.

—Con la muerte de Amundsen hubo en mí más ambivalencia. Él consiguió hacer lo que tenía que hacer. Y había algo hermoso en eso de que desapareciera en un intento de salvar a otros.

Apagué el cigarrillo y me levanté.

—¿Pero qué hizo realmente Nansen? ¿En qué consistieron sus hazañas? ¿Descubrió algo? ¿Llegó el primero a algún sitio? Nunca he llegado a saberlo.

—Si tú me preguntas a mí, yo te pregunto a ti —dijo, y también se levantó—. Cruzó Groenlandia en esquís. Y un invierno se quedó bloqueado en el hielo en el barco Fram.

Abrí la puerta y entré en el piso.

—Yo también me quedé encerrado un invierno en el hielo —dije, por encima del hombro—. Nuestra casa estaba helada.

—También hizo lo del pasaporte de los refugiados, el pasaporte Nansen —dijo Geir a mis espaldas—. Y luego está la de Quisling, claro.

—Ya estamos otra vez. Gunnar también me dijo que era un Quisling.

—En ese caso, ¿quién es Nansen?

—Tiene que ser él —dije, y me senté en el sillón—. Porque no puede ser mi padre. Él apenas sabía esquiar.

 

Cuando acabó Bolibompa, llevé al cuarto de los niños la cama plegable de Ikea, en la que Njaal había dormido esa noche, para que pudiéramos estar en el salón sin miedo a despertarlo. Luego empecé a preparar la cena, mientras Linda y Christina acostaban a los niños. Geir se sentó en una silla en la cocina, ansioso por charlar. Coloqué las gambas en una fuente verde grande, partí los panes y los metí en una cesta, cogí cuatro platos y cuatro copas de vino del armario, saqué del frigorífico la margarina y la mayonesa, y llevé todo a la terraza, donde el sol aún brillaba de esa manera lejana y casi irreal que lo caracteriza en las noches de verano, cuando se alargan las sombras y el día se acerca a su fin, pero el aire sigue caliente. Cuando la gente acaba sus quehaceres y va hacia su casa y el sol sigue brillando sin más, hundiéndose lentamente en el gran azul.

Las voces de los niños salían a la terraza por la ventana entreabierta de su habitación. Se reían y gritaban, exaltados como sólo podían estar a esa hora, antes de irse a la cama. Puse la mesa y me quedé un rato con las manos apoyadas en la barandilla blanca mirando la plaza. Las sombras de los edificios de enfrente se extendían por casi toda ella. Pero la pared de debajo de mí estaba iluminada, y los cristales de las ventanas centelleaban.

De vuelta en la cocina limpié los fresones, los puse en un bol blanco y saqué del frigorífico las botellas de vino y agua mineral.

—Ya está todo —dije—. ¿Nos tomamos una copa de vino mientras esperamos?

Geir asintió. Cuando abrí la puerta y salí a la terraza, una jodida gaviota grande levantó el vuelo de la mesa, como retorciéndose a la vez que movía las alas, y en un segundo se encontraba ya en el aire fuera de la terraza. Llevaba una gamba en el pico, y otras habían caído a la mesa, al lado de la fuente, y sobre las tablas del suelo.

—¿Lo has visto? —pregunté a Geir.

—Claro que lo he visto.

—Joder, vaya caradura.

—¿Qué otra cosa podías esperar? Gambas en una terraza vacía en la séptima planta. Por supuesto que no ha tenido ningún escrúpulo.

Me senté, clavé el sacacorchos en el corcho, le di unas cuantas vueltas, tiré hacia mí y el corcho salió del cuello de la botella con un pequeño plof. El vidrio verde oscuro estaba empañado. Era un color bonito. Verde fresco, verde botella, verde fiordo. Y luego el amarillo pálido de la lustrosa copa.

—Salud —dijo Geir.

—Salud —dije, di un sorbo y encendí un cigarrillo. El sabor que me llenó el paladar al inclinarme hacia la llama del encendedor, que ardía inmóvil, me recordaba a las noches de verano en Kristiansand cuando era adolescente, y me llenó de un deseo de beber hasta caer de bruces.

—Está bueno —dije.

—Sí que lo está —corroboró Geir.

Una de las cosas de las que Gunnar me acusaba era de beber alcohol y fumar hachís cuando estaba en el instituto de Kristiansand. Supongo que pensaba que eso era señal de un carácter débil, lo que me hacía de poco fiar y quizá por consiguiente irresponsable de mis actos, al menos no una persona decente, y en parte explicaría el odio que sentía hacia mi abuela paterna para poder escribir seis novelas con el fin de difamarla. Yo entendía su discurso, se encontraba dentro de la lógica con la que estaba familiarizado, pero no me había escrito a mí, sino a la editorial. ¿Pensaría que dejarían de publicar una novela porque el autor había bebido cerveza en sus tiempos de instituto, e incluso fumado hachís, por lo que no era una persona decente? De todos modos así me sentía yo, no era una persona decente, pero eran los sentimientos y no la razón los que no habían evolucionado desde que tenía dieciséis años. La razón era otra cosa. Yo sabía quién era yo y el valor que tenía. También sabía que ser persona equivalía a ser insuficiente, a equivocarse, a no ser nunca lo suficientemente bueno. Cuando miraba a mi alrededor eso era lo que veía. Por todas partes debilidad, por todas partes faltas y defectos, que a menudo se habían coagulado en el carácter en forma de autojustificación. El rasgo que más veía repetirse en la gente era la autojustificación, el engreimiento y la autosatisfacción. El significado de humildad, esa palabra que en lo público se extendía por doquier, apenas lo conocía ya nadie. Sólo en los que tenían derecho a ser engreídos, en los que poseían algo significativo, no había ni rastro de engreimiento, sólo ellos eran humildes. El engreimiento y la autojustificación eran una defensa, sin la que uno sería aplastado bajo el peso de su propia debilidad, sus faltas y sus defectos, y ese hecho subyacía en casi todas las discusiones que presenciaba, orales y escritas, en los periódicos y en la televisión, pero también a mi alrededor, en mi vida privada. Esa debilidad no podía admitirse, se derrumbarían muchas cosas si se hiciera, y la propia forma de la discusión y la fuerza de los medios la anulaba, prestándole su fuerza. Por esa razón en la sociedad eran tan importantes las opiniones, a través de ellas adquirimos una fuerza y una soberanía que en realidad no teníamos. Ésa era la función de las formas: erradicar la debilidad de cada uno. Todas las asociaciones, ya fuera en torno a una moral, a una burocracia, a una ideología, disipaban la debilidad de cada uno de los partícipes. Yo lo sabía porque lo veía, pero cuando me encontraba ante esas magnitudes, la certeza era desbancada por completo por los sentimientos, que de un modo mecánico les daba la razón y me lanzaban dentro de esa pesadilla que era sentirme culpable o inferior. Cuando trataba con el fisco, la banca o las instituciones de recaudación, me llenaba de sentimientos de culpabilidad. Cuando andaba por el recinto del huerto urbano, me llenaba de sentimientos de culpabilidad. Cuando dejaba o iba a recoger a los niños a la guardería me llenaba de sentimientos de culpabilidad. Sabía que no era una persona peor, con mayores debilidades o faltas que las personas con las que me encontraba allí, pero ellas no se representaban a sí mismas, sino a un sistema que se regía por unas sencillas reglas: si las seguías eras una buena persona, si no las seguías eras una mala persona. Yo intentaba seguirlas, pero como era tan desordenado, las infringía a menudo. Sabía por qué sucedía eso, no es que fuera vago o indolente, pero ese «sabía» era infinitamente más débil de lo que captaba la mirada del sistema: alguien que no sigue las reglas, mirada que yo incorporaba a la mía. Cuando entonces veía una verdadera obra de arte o leía verdadera literatura, todo era brutalmente apartado, porque había otra dimensión en lo humano, algo completamente distinto, de otra magnitud, dignidad e importancia, lo que había hecho a las gentes de la Edad Media construir sus enormes catedrales, ante cuyo poderío se volvían lo que en realidad eran: unos bichitos pequeños, insignificantes y modestos. Sí, pequeñas cagarrutas. ¡Pero eran ellos los que las habían construido! Eran a la vez los creadores de la belleza más fantástica y divina, y pequeñas cagarrutas. Ésa era la verdad sobre lo humano. Había algo esencial y algo no esencial. La debilidad era esencial y la grandeza era esencial. Pero no lo que había entremedias. La debilidad que se ocultaba en la multitud y que se creía fuerza, y que no veía ni la debilidad ni la grandeza, era a la que yo, llevado de ventanilla en ventanilla, me sometía y por la que me dejaba subyugar. El deseo de beber hasta caer de bruces era el deseo de escapar de todo por unas horas; el deseo de escribir algo fantástico, algo de verdad único, algo celestial y hermoso formaba parte de lo mismo. No era una huida de lo trivial, porque lo trivial es la vida, sino una huida de la invasión de la vida trivial de mi yo, lo que constantemente me decía que no era una buena persona, que no era una persona decente, que era un bobo, un engreído y un corto, y lo decía desde que a los dieciséis años empecé a beber en Kristiansand, bajo la atenta mirada de mi tío, o así lo sentía yo. Lo que yo añoraba, y que entonces no sabía pero que identifiqué veinte años después y que era completamente irrealizable, era lo que Hölderlin había expresado al escribir la sencilla invitación: «Sal a lo abierto, amigo mío.»

¿Qué era «lo abierto»?

Era la libertad, la utopía.

Pero ¿qué significaba?

No que fuéramos a hablar de todo, explicarlo todo, derogar los límites entre nosotros mismos, los demás y el mundo, porque para eso simplemente había que poner los límites en otra parte y dejar que lo humano fuera todo, y lo que ocurría entonces y que estaba a punto de ocurrir era que la realidad desaparecía.

Nadie podía saber ya lo que Hölderlin quería decir. Como todos los románticos, este poeta era hijo de la Revolución Francesa, de la idea de la libertad, igualdad y fraternidad de ésta, y la transformación del viejo orden social tuvo que ser para ellos una abertura a través de la que algo distinto a lo existente aparecía como una posibilidad.

Lo existente se caracteriza por ser lo único, el orden social o mundial que existe con tanta naturalidad que todas las demás formas posibles de organizar la vida resultan peligrosas, amenazadoras o diluyentes, y por ello no alternativas reales, hasta que sus divergencias internas lo derriban y el nuevo orden se convierte en el existente, que no debe ser alterado por nada en el mundo. Pero si se lee a Hölderlin resulta difícil entender «lo abierto» como una categoría política, algo que tiene que ver con clases, condiciones de producción o condiciones materiales de la vida. No, lo abierto en Hölderlin era, me imaginaba yo, una categoría existencial. Hölderlin era poeta, y me imaginaba que para un poeta lo utópico era el mundo sin lenguaje. La poesía intentaba penetrar en el espacio entre el lenguaje y el mundo, con el fin de aparecer ante el mundo tal como éste era, pero cuando esa percepción, que tal vez fuera la más antigua de todas las percepciones, iba a ser consignada o transmitida, sólo era posible hacerlo con la ayuda del lenguaje, y lo que se había ganado se perdió en el mismo instante de un modo órfico. En el mundo fuera del lenguaje únicamente se podía estar solo.

Pero ¿qué clase de mundo era ése?

Un mundo sin lenguaje era un mundo sin categorías, en el que cada cosa, por muy insignificante que fuera, aparecía en su propio derecho. Era un mundo sin historia, en el que sólo existía el momento. En ese mundo un roble no era un roble, ni tampoco un árbol, sino un fenómeno sin nombre, algo que subía creciendo del suelo y que se movía con el viento cuando éste soplaba. Estando en lo alto de un brezal se podía ver cómo esas plantas vivas se movían cuando el viento recorría la llanura, y oír el susurro que producían. Esta visión y ese sonido no se dejaban transmitir. En consecuencia, era como si no existieran. Pero existían y existen. Basta con dar un paso a un lado y el mundo se transforma. Un paso a un lado, y te encuentras en el mundo sin nombre. Es ciego y ves la ceguera. Es caótico y ves el caos. Es hermoso y ves la hermosura. Está abierto, eso es lo abierto, y carece de sentido, eso es lo carente de sentido. También es divino, pues sí, eso es lo divino. Esa cajita azul con el sol rojo y los lados rugosos y negros, en cuyo interior reposan como en una cama las blancas cerillas con sus cabezas rojas de azufre, esa cajita, digo, es divina, reposando inmóvil en el estante de la cocina, rodeada de una fina capa de polvo, suavemente iluminada por el brillo del día, que se va oscureciendo poco a poco cuando una pared de nubes oscuras desciende sobre la ciudad, las primeras descargas eléctricas pasan volando por el aire en trayectorias imprevisibles, y los truenos retumban en el cielo. El viento que se levanta y la lluvia que empieza a caer, eso es divino. La mano que coge la cajita, presiona con el dedo índice la pequeña cama y saca una de las cerillas es una mano divina, y el destello que se produce cuando la mano pasa la roja cabeza de azufre por la superficie rugosa, y al instante arde con una llama constante, es la llama de lo divino. Pero arde a escondidas del lenguaje, arde a escondidas de las categorías, arde a escondidas de todas las conexiones y relaciones que éstas crean. La idea de que en un pasado hubiese un estado humano de inocencia, una especie de presencia inmediata del mundo, en lo que en la mitología se llama el jardín del Edén, ese lugar del que procedemos y que añoramos, porque allí estábamos en unión con nuestro entorno y con Dios, en una especie de estado natural original, es traidora porque implica tiempo, un antes, un después y un ahora, mientras que en la realidad sólo existe un ahora, en la realidad sólo existe un tiempo para todo: la llama de lo divino arde ahora, el jardín del Edén existe ahora, basta con dar un paso al lado, y estás allí. Pero nos resulta imposible dar ese paso, porque somos seres humanos, y ese paso nos conduce a lo inhumano.

Ser persona es ser varias personas. Es ser social. Lo social es comunidad. Los límites de la comunidad son los límites del lenguaje. Cuando Hölderlin entró por fin en lo abierto, desapareció para todo el mundo; se volvió loco. En sus poemas no está loco, pero tampoco sus poemas están en lo abierto, están en lo social mirando dentro de lo abierto. Eso es lo que siempre ha hecho la religión. Olav Nygard tituló su poemario Junto a lo divino. No en lo divino, sino en el límite de ello. Cuando la religión es tachada de superstición y la poesía es marginada y deja de creer en su importancia, lo abierto desaparece de lo humano, que se cierra alrededor de sí mismo, porque ya no hay nada fuera.

¿Es una pérdida? Mientras lo más allá de lo humano no se puede alcanzar, mientras el mundo en sí mismo nunca puede aparecer ante nosotros, sino sólo hacerse ver a través del lenguaje y las categorías, en otras palabras, como algo dentro de lo humano, y el mundo más allá de lo humano y sin lenguaje sea una utopía, en el verdadero sentido de la palabra, un no-lugar, ¿por qué entonces anhelarlo? ¿Por qué no simplemente darle la espalda?

Es porque venimos de allí y volveremos allí. Es porque el corazón es un pájaro que late sin cesar en el pecho, es porque los pulmones son dos focas por las que se desliza el aire, es porque la mano es un cangrejo y el pelo un almiar, las arterias son ríos y los nervios rayos. Es porque los dientes son una cerca de piedras y los ojos manzanas, las orejas almejas y las costillas una verja. Es porque en el cerebro todo está oscuro y silencioso. Es porque somos tierra. Es porque somos sangre. Es porque vamos a morir.

 

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