Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Pero tan imposible como nos resulta vivir en ausencia de diferencias en lo divino, nos resulta vivir en el perdón. Somos demasiado insignificantes, entramos y salimos reptando y gateando de nuestras casas y nuestras calles, por un momento asustados por la nada de la muerte, nos lo sacudimos, seguimos reptando, entrando y saliendo de nuestras casas, calle arriba, calle abajo, llenos de una fuerza vital que resulta imposible hacer brillar, como esa luz del bien que extingue todo lo demás, aunque quisiéramos, porque la fuerza vital choca allí contra un muro, se lanza en diagonal hacia un tejado, vuelve a bajar hacia el suelo y nos dirige un momento para allá y al siguiente para acá, con estos pequeños desplazamientos casi a sacudidas que no sólo caracterizan el cuerpo humano, sino también su alma y su mente.

Nos perdemos y nos perdemos los unos en los otros.

 

Al leer el poema de Rilke, pensé en mi padre, aquel día del verano de 1998, en que yacía muerto en una capilla de Kristiansand.

Se habían acostumbrado a él.

Mas cuando

la lámpara casera llegó, y ardía inquieta

en la oscura corriente de aire, el desconocido

lo era por completo.

Eso fue lo que vi, no que él fuera un desconocido, sino que siempre lo había sido. Si en ese momento yo hubiera pronunciado su nombre, él no habría reaccionado, habría rebotado en él, no era suyo. Él era un cuerpo, y ese cuerpo se encontraba fuera del nombre. Se había caído del nombre y yacía allí, sin nombre. Durante el resto de aquella semana veía en brevísimas visiones todo de la misma manera a mi alrededor, como algo fuera del nombre. Lo que veía era un mundo secreto, y aunque no lo entendía entonces, sí lo entiendo ahora, el parentesco entre la muerte y el arte y su función en la vida, que es impedir que la realidad, que es nuestra idea del mundo, se funda con el mundo.

 

En el nombre de mi padre se unían muchas cosas. Él lo escribía de otra manera cuando era joven, y cuando yacía muerto y sin nombre, el nombre que grabó el grabador en la lápida estaba mal escrito. La lápida está allí ahora, en el cementerio de Kristiansand, con el nombre mal escrito, sobre la urna enterrada con los restos de las cenizas de su cuerpo. Y cuando diez años después empecé a escribir sobre él, no se me permitió mencionarlo por su nombre. Hasta entonces no había pensado nunca en lo que era y lo que significaba un nombre. Pero entonces sí pensé en ello, bastante marcado por los sucesos acaecidos tras la primera novela, y empecé a escribir este capítulo, primero sobre el nombre en sí mismo, luego sobre distintos nombres literarios y su función en la literatura, partiendo de un razonamiento sobre la decadencia del nombre literario que encontré en un breve ensayo de Ingeborg Bachmann, en un libro que publicó la editorial noruega Pax hace unos años. El ensayo sobre el nombre empezaba en la página de la derecha. En la de la izquierda había impresas unas líneas de un poema por el que casualmente paseé la mirada un día de la última primavera que estaba sentado con el libro delante de mí para averiguar si algo de lo que había escrito lo había sacado inconscientemente de allí.

Así que hay templos todavía.

Una estrella tiene todavía luz. Nada,

nada está perdido.

Leí. Adiviné que el poema era de Paul Celan, porque sabía que Paul Celan e Ingeborg Bachmann fueron amigos, y también que se sentían emparentados literariamente. Son cosas que uno sabe, pero no significan nada, una vaga relación que está ahí sin más. Por ejemplo, que Paul Celan conocía a Nelly Sachs y que se escribía con ella, y que Nelly Sachs huyó a Estocolmo durante la guerra, y se quedó allí el resto de su vida. Sí, ambos eran judíos que escribían poemas relacionados con el holocausto. Los dos en el exilio, Celan en París, Sachs, como ya he dicho, en Estocolmo. No había leído ninguno de sus poemas, excepto «Fuga de la muerte», de Paul Celan, que me resultó chocantemente hermoso cuando lo oí a los diecinueve años en la Academia de Escritura de Hordaland. Esos versos «Negra leche del alba la bebemos al atardecer» y «La muerte es un Maestro Alemán», de este poema que luego me daría vergüenza haber encontrado tan hermoso, ya que su tema no era lo hermoso y lo sublime, sino su contrario: el exterminio de los judíos.

Hojeé el libro de Bachmann un poco hacia atrás. Sí, sí, era Paul Celan. Las seis líneas citadas al final del ensayo pertenecían a un poema llamado «Stretta». No había oído hablar de él, pero tenía en la estantería una colección de poemas de Paul Celan en traducción noruega, que no leía desde mediados de los noventa, y allí lo encontré. Había algo en esas seis líneas que me atraía. Tal vez fuera la expresión «nada, nada está perdido», que parecía tan positiva a primera vista, pero que luego era como si se deformara para significar lo contrario; «nada está perdido» puede significar que todo continúa como antes si se lee tal cual, es decir, en el sentido de que nada está perdido, pero si se lee en el sentido de que es «nada» lo que se ha perdido, el poema abre la puerta a algo muy distinto, porque «nada» no sólo es nada, también es el punto final del misticismo: los cabalistas escribieron que Dios reposa en la profundidad de su nada. La idea de que Dios es nada pertenece al misticismo negativo; sólo diciendo lo que no es lo divino, uno se puede acercar a ello sin reducirlo. Yo no sabía si el poema de Paul Celan tenía algo que ver con ello, pero en las líneas anteriores se mencionaban el templo, la casa de la religión, y la estrella, que sólo está donde hay oscuridad. «Una estrella tiene todavía luz», ponía. ¿Por qué «todavía»? También el templo estaba relacionado con «todavía». ¿Tenía algo que ver con el poema de Rilke, porque también él empleaba esa palabra de una manera poco corriente al escribir «las casas que habitamos permanecen todavía»? Todo esto hacía que el poema fuera potencialmente interesante, pero la razón más importante por la que lo busqué y lo leí a la ligera de nuevo fue que buscaba en él algo que pudiera usar en el ensayo sobre el nombre. Lo encontré:

El lugar donde estaban

tiene un nombre —no

tiene ninguno.

Leí.

Algo tenía un nombre, pero no se mencionaba cuál era ese nombre, con lo que se anulaba el hecho de que lo tuviera.

Con esto en mente registré que no había un solo nombre en todo el poema. Ni de personas ni de lugares ni tampoco de ninguna época.

¿A qué se debía?

Me sentí atraído por esa pregunta, porque ése no era un mundo en el que se evitara mencionar el nombre por no ser esencial, es decir, no esa realidad esencial sin nombre, el mundo fuera del lenguaje, el verdadero y el real; ése era un mundo en el que no se mencionaba el nombre porque no se podía mencionar. Era como si la base del nombre estuviera rota.

¿Cuál era la base del nombre?

¿De qué manera estaba rota?

Leí el poema, pero no entendí nada, me parecía un poema cerrado y casi mudo. Ésa no era una experiencia inusual para mí. No sabía leer poesía, nunca había sabido. Y sin embargo consideraba que la poesía era lo sublime desde que a los diecinueve fui introducido en los mejores poetas modernistas en la Academia de Escritura. La poesía estaba en contacto con algo con lo que yo no estaba, y mi respeto por los poetas no tenía límites. No es una exageración. También he escrito sobre esto antes en esta novela, cómo ciertos poemas, que yo sabía que eran sublimes, no se me abrían. Ya de mayor me familiaricé con todos los nombres de la poesía, sabía lo bastante de ellos para poder mencionarlos en lo que escribía o hablar de ellos, como por ejemplo Paul Celan, que ya hemos visto; él provenía de Rumanía, sus padres murieron en un campo de concentración alemán, vivió en París, escribió en alemán y se quitó la vida en algún momento de la década de los sesenta, ahogándose en el Sena. Sus poemas eran enigmáticos, en cierto modo se encontraban en la misma tradición que los de Hölderlin y Rilke, pero al final de ella, porque en Celan el lenguaje se había roto.

Yo sabía quiénes eran, pero no lo que escribían.

¿Acaso estos poetas y los lectores de poesía pertenecían a una secta esotérica? ¿Acaso sólo los iniciados podían leer poemas?

Por alguna razón era exactamente eso lo que yo creía. La sensación de que hay gente que tiene conocimientos de algo cuya naturaleza yo ignoro, de que hay gente capaz, gente que sabe, ha marcado toda mi vida de adulto en casi todos los temas que he tocado. Y aquí y ahora, con casi cuarenta y tres años, pienso que sin duda es así. Intuyo que hay enormes zonas dentro de la vida erótica de las que no sé nada y que relaciono con oscuridad y violencia, un refinamiento casi sin fin en el que algunas personas, aunque no todo el mundo, están iniciadas. Cuando conozco a alguien, pienso a menudo que a sus ojos debo de parecer ingenuo e inofensivo, un niño. La misma sensación he tenido en relación con la poesía, que expresa los secretos más íntimos de la vida y del mundo, que algunos tratan con frivolidad, y de los que otros están excluidos. El que no sacara nada de esos poemas que leía no hace sino confirmar este hecho. Estaban casi encriptados. También había muchos otros lenguajes de los que yo estaba excluido, por ejemplo, el de las matemáticas, pero el lenguaje de las matemáticas no tenía ningún aura para llevarte al grial, no estaba rodeado de oscuridad y niebla, caras medio vueltas, sonrisas sarcásticas, ojos ardientes. Esa sensación de estar fuera de lo esencial era humillante, porque a mí me hacía ingenuo y a mi vida superficial. Mi manera de solucionarlo era ignorarlo, es decir, hacer como si no me importara. Los secretos más profundos de la vida erótica y los conocimientos esotéricos de la poesía eran algo para ellos, mientras que yo, capturado en la estúpida levedad de mi vida, me esforzaba por aceptar que la vida era exactamente así, estúpida y ligera. Al mismo tiempo, cuando llegué a mitad de la treintena ocurrió algo, surgió otra seguridad en mi trato con la literatura difícil de señalar, más que nada una sensación de ver más allá, de pensar más allá, y que de repente me resultaba posible abrir lo que hasta entonces había estado cerrado. Pero no sin condiciones; era capaz de sacar provecho de la lectura de La muerte de Virgilio, de Broch, pero no de Los sonámbulos, del mismo autor, seguía sin entender de qué trataba ese libro. En esa época conseguí un trabajo como asesor estilístico relacionado con la revisión del Antiguo Testamento, y como no sabía nada de la lengua ni de la cultura ni de la religión, me vi obligado a trabajar duramente y con precisión, no me regalaron nada, y lo que descubrí cuando revisé palabra por palabra las primeras frases del Génesis, por ejemplo, fue cómo visiones enteras del mundo podían encontrarse en una coma, en una y, en un cómo, y esos conocimientos, lo distinto que se vuelve el mundo si la descripción de él está coordinada antes que subordinada a la metáfora, por ejemplo, o cómo una palabra no sólo tiene un significado lexical, sino que también se impregna del contexto en el que aparece, algo aprovechado al máximo por los autores de la Biblia, permitiendo, por ejemplo, que una palabra trate al principio de la relación del sol con la tierra, y luego, muchas páginas más adelante, dejar que la misma palabra trate de la relación del hombre con la mujer. La palabra sólo se encuentra ahí, en esos dos lugares, y la relación es casi invisible, pero sin embargo decisiva. La Biblia lleva leyéndose como escritura sagrada varios miles de años, lo que quiere decir que cada palabra ha sido considerada representativa, y ha dado lugar a una red tan vertiginosamente densa de distintos significados y matices de significado que ningún individuo es capaz de abarcar. Lo que ocurrió mientras estaba trabajando con estos textos fue que aprendí a leer. Entendí lo que era leer. Leer es ver las palabras como luces brillando en la oscuridad una tras otras, y la lectura es seguir las luces hacia dentro. Pero lo que ves nunca está desconectado de lo que eres, en la mente existen limitaciones personales, pero también culturales, de modo que siempre hay algo que uno no puede ver, siempre hay lugares adonde no puede ir. Si eres lo bastante paciente, si investigas una por una las palabras y su contexto, puedes descubrir estas limitaciones, y lo que entonces aparece es lo que se encuentra fuera de uno mismo. La meta de la lectura son esos lugares. Eso es aprender, ver lo que está fuera de los límites de uno mismo. Hacerse mayor no significa saber más, sino ser consciente de que hay más que saber. Pero los secretos del Antiguo Testamento eran en un principio tan lejanos que no resultaban amenazadores. Los secretos del erotismo y de la poesía eran amenazadores de un modo muy distinto, porque estaban relacionados con la identidad, y aquello de lo que me mantenían excluido no era la cultura desconocida, sino la profundidad de mi propia cultura, lo de esta cultura que concernía a las cosas más externas. Veo que esto suena casi histérico, y no sé cómo formularlo para que quede muy claro cuánto cohíbe ese sentimiento de exclusión de lo esencial. Pero era justo esa aura de la que estaban rodeados los poemas de Paul Celan. Anulaban lo que las palabras daban por hecho, y con ello también el mundo. Y así no era tanto la existencia, sino la identidad lo que estaba en juego. Me imaginaba que el nombre ha de hacerse visible en lo que carece de nombre, más o menos como el todo se hace visible en la nada, basándome en las cuatro palabras nada, nada está perdido, que había leído y sobre las que había meditado. Y así tendría que ser con todo el poema. No constaba de misterios, sino de palabras. Sólo hacía falta leerlas. Anotar todos los significados posibles de la primera palabra, y luego los de la siguiente. Y después estudiar las relaciones entre ellas.

La primera palabra era «Deportado»

Deportado al campo

de la huella infalible

Hierba escrita: dispersa.

«Deportado» significa llevar o meter algo, lo cual indica que existe algo fuera, un lugar del que procede lo que se mete. En alemán la palabra es verbracht y hay en ella un elemento de poder. Al inglés se ha traducido en un sitio como deported, es decir, llevado o deportado; otra traducción al inglés es driven, es decir, «expulsado» o «desterrado».

Se ha metido dentro algo de fuera, no de un modo cariñoso y suave, sino determinado, quizá incluso con algo de dureza y mecánica. Así se puede entender la palabra. Pero ¿deportado adónde? Al campo de la huella infalible. Éste podría haber sido el paisaje del poema, el lugar donde se crea al mencionarse, pero se menciona como algo ya existente, donde lo que se mete ya ha sido introducido, formando ahora parte del paisaje.

El paisaje, o el campo, es caracterizado mediante «huella infalible». Infalible tiene en sí, al igual que «deportado», algo no maleable, algo decidido y determinado. Lo infalible es ineludible, infranqueable. Si «deportado» e «infalible» son palabras que contienen elementos de falta de consideración, y con eso, algo que basta en sí mismo, también conllevan algo de violencia en sí, aunque sólo sea en el sentido más indirecto de la palabra, la palabra «dispersa» contiene una violencia obvia, porque algo se ha roto. Pero no es una violencia física, sino una violencia en el lenguaje. Lo que está roto es la manera en que se observa la hierba, no la hierba en sí.

Esa manera de observar se ha introducido en un paisaje ya existente, caracterizado por la huella infalible, y se supone que también es dispersa la manera de contemplar el paisaje; esa manera es la que se introduce.

 

Las tres primeras líneas no sólo carecen de nombre, sino también de pronombre. Sólo se describen las acciones como si ocurriesen por sí mismas, a la vez que ese elemento de poder o violencia que se asocia con las palabras «deportado» y «dispersa» las relaciona con una voluntad, un determinado origen, algo no arbitrario. Los sucesos sin pronombre suelen estar relacionados con el tiempo. «Llueve», decimos, «hace viento», «nieva». ¿Quién llueve, quién hace viento, quién nieva? Pero la lluvia, el viento, la nieve son su propia causa, el suceso y el sujeto son convergentes. Cuando los sucesos no tienen sujeto, es como si procediesen de un poder fuera de nosotros, que nosotros no podemos dirigir. Cuando sucesos en lo humano carecen de pronombre, como aquí, los sucesos forman parte del mismo significado, tienen su origen en un poder fuera de nosotros, que nosotros no podemos dirigir; lo impersonal y lo que carece de nombre. «Se lleva», «se escribe».

Hierba escrita: dispersa. Las piedras, blancas,

y las sombras de los tallos:

¡No leas más —mira!

¡No mires más —camina!

El siguiente objeto, las piedras blancas y las sombras de los tallos pertenece a aquello que ha sido deportado dentro de, o hasta el campo o al paisaje como era antes, más probablemente lo primero; existe una relación entre los dos, hierba y tallos son casi lo mismo, y la escritura y la sombra también están relacionadas, porque ¿qué es la sombra de los tallos sino la palabra «tallo»?

Las seis primeras líneas crean un espacio ambivalente, porque contienen elementos que a la vez crean y socavan aquello de lo que está hecho el espacio, es decir, el lenguaje.

¿En qué clase de paisaje puede encuadrarse la hierba escrita dispersa? No en un paisaje realmente concreto, tal y como es en el mundo, con sus objetos palpables y su materialidad física, pues en ello la hierba dispersa escrita también sería un objeto, letras en una hoja de papel. Pero sí puede encuadrarse en la contemplación del mismo paisaje, en lo que antecede a la mirada que lo ve e impregna su idea. La hierba se puede encuadrar en el paisaje como contemplado y en el paisaje como recuerdo. En el poema, el paisaje existe como un antes de la hierba escrita dispersa, y como un después de la hierba escrita dispersa. Al mismo tiempo, el poema en sí es escritura, el poema lleva en sí mismo lo que rompe. Pero sólo la hierba es escritura dispersa. Y sólo en este paisaje que el poema abre es válida la manera dispersa de contemplar. No se ha deportado a todos los paisajes, sino a éste, caracterizado por la huella infalible. Entonces, ¿qué clase de paisaje o campo es éste? ¿Dónde está el poema?

 

El principio dibuja un paisaje y una situación, y desemboca en una invitación. No leas más, pone. ¿Por qué? Porque lo que se lee, la escritura, dispersa el mundo, dice. En lugar de ello, mira. Pero luego prosigue la invitación, tampoco se debe mirar, ¿por qué? Quizá porque lo de mirar está muy relacionado con lo de leer. Tanto en la escritura como en la mirada aparece el mundo. Para la mirada el mundo sólo existe en el momento, que desaparece. Lo que la mirada ve es único, jamás se podrá repetir. El lenguaje fija el momento y lo convierte en algo distinto. El lenguaje no es en sí lo que nombra y nunca podrá serlo, sino que constituirá siempre un mundo aparente desde el que se señala hacia dentro, hacia el mundo, de tal modo que cuando leemos, lo que vemos es el lenguaje, no el mundo. La cuestión es si el lenguaje no impregna la mirada, y con ello el mundo. Entonces el que la hierba esté dispersa no significa necesariamente que la escritura sólo esté dispersa en la hierba, sino también cuando se levanta la mirada de la escritura y se ve el mundo. Por esa razón sigue la invitación. No leas, no mires, sino camina. Leer y mirar son en cierto sentido acciones pasivas, el mundo es recibido; caminar es algo activo, el mundo es penetrado. No debemos contemplar el mundo, sino actuar dentro de él. No debemos leer ni mirar, sino caminar. Hacia algo, algo que aún no sabemos qué es.

Camina, tu hora

no tiene hermanas, tú estás—

estás en tu casa y una rueda gira

lenta, desde sí misma; sus rayos

ascienden,

ascienden por el campo oscuro, la noche

no necesita estrellas, en ninguna parte ienden por el campo ospreguntan por ti.

Tu hora no tiene hermanas. ¿Qué significa eso? ¿Que cada momento es único o que sólo se refiere a esa hora, y es así la última? Pone «tu hora», no es la hora en general, no es el tiempo como tal, sino tu tiempo, que te pertenece a ti y no tiene hermanas. Está sola, es única, puede que sea la hora de la muerte, pero también puede estar marcada de otra manera.

«Tú estás—» dice a continuación, con el guión como un pequeño titubeo o incertidumbre, como si algo se mantuviera abierto. ¿«Estás» con el significado de existir? Sí, pero algo más va a venir. Si la hora que no tiene hermanas es la última, hay muerte en «estás», ésa es la conclusión, tu hora no tiene hermanas, tú estás muerto. Y esa posibilidad es la que el guión deja colgando en el aire. Pero no estás muerto, estás en tu casa. Es como si el enunciado se aplazara, tanto por el guión como por la repetición de «estás». Tú estás — estás en tu casa. ¿Lo de estás en casa es otra manera de decir estás muerto? ¿Que uno llega a casa cuando se muere, de vuelta a esa oscuridad de la que uno venía en un pasado? ¿Por qué no decirlo directamente, estás muerto, estás en casa? ¿El poema no puede decir «muerto», y en ese caso por qué? ¿Porque nadie sabe lo que es «muerto»? ¿Porque no «es» algo, sino nada, mientras que la denominación muerto lo convierte en «algo»? ¿O significa simplemente que estás en casa? Y, en ese caso, ¿dónde está eso? ¿En el recuerdo, su propio recuerdo, o en el lenguaje, este lenguaje?

Las líneas siguientes profundizan en el paisaje. Hay allí una rueda, gira lenta por sí misma, sus rayos ascienden por un campo oscuro. La noche no necesita estrellas, pone. ¿Significa eso que las estrellas están ahí, pero sobran, ya que la noche de la que aquí se habla es más profunda y de un carácter distinto a todo aquello en lo que es capaz de penetrar alguna luz, o significa que esta noche no hay estrellas, sino sólo oscuridad?

Después de la rueda y la noche, pone: en ninguna parte preguntan por ti. ¿Porque estás muerto? ¿Porque los que preguntan quieren olvidarte? ¿O porque están muertos?

En ninguna parte preguntan por ti.

Entonces, ¿quién eres si no existes en la conciencia de nadie? A tus ojos estás solo, a ojos de los demás no eres nadie. Pero ¿por qué «en ninguna parte preguntan por ti»? ¿Por qué no dicen simplemente «nadie pregunta por ti»? No se mencionan personas, ni nombres, sólo lugares donde no se pregunta por ti.

Hasta ahora no ha habido ni una persona en el poema, excepto tú que caminas —una huella, hierba escrita dispersa, piedras blancas y sombras de los tallos, una rueda que gira, un campo oscuro; una noche que no necesita estrellas, lugares donde no se pregunta por ti—, y sin embargo ahí están las personas como esa fuerza que está detrás de lo que introduce y lo que escribe disperso, lo que no pregunta. Así es el hogar del tú.

 

En un poema tan pobre en palabras, en el que apenas se menciona nada del mundo, cada palabra y cada elemento mencionados adquieren un peso inaudito. Una rueda mencionada en Ulises apenas significa nada. Una rueda mencionada en este poema insiste en tener un significado. Pero ¿cuál? La rueda es uno de los símbolos más antiguos que conocemos. Es el sol, es la repetición, es la serpiente que se muerde la cola, es el tiempo que se envuelve en sí mismo, es la eternidad. Aquí se menciona la rueda poco después de la hora, pero no están unidas, están colocadas una al lado de la otra, la rueda gira por su cuenta, es ella misma, asciende por el campo oscuro. Lo que hace notable la imagen de la rueda es que está siendo vista en movimiento, en un determinado paisaje, aunque difuso, porque se le confiere un determinado tiempo, se ve ahora, y un determinado espacio, se ve aquí. Como símbolo o alegoría la rueda representa otra cosa, y es esa otra cosa, a la que se refiere la rueda, lo que entonces es lo primario, esa rueda «es». Cuanto más concreta y específica es la rueda, más se debilita su fuerza simbólica, porque la concreción la individualiza, hasta que —en la culminación del realismo— no es más que esta rueda tal y como es aquí y ahora, sin otro significado que el suyo propio. La rueda de este poema se encuentra entre el todo de lo simbólico y lo uno de lo realista. No es ni una rueda puramente simbólica, porque gira sola por el campo en la noche, ni una rueda totalmente realista, porque ninguna rueda gira sola por el campo en la noche de la realidad.

¿Cómo se puede entender esto?

Obviamente la rueda es diferente a una rueda real, conlleva más significado que ella misma, y tal vez lo concreto en ella, que acerca más el significado de esta rueda en este poema, individualiza de alguna manera su significado simbólico, convirtiéndolo en un símbolo idiosincrático, algo que sólo rige aquí, en este poema, cuyo significado surge en relación con el contexto al que pertenece y por el que es regulado, para las demás palabras e imágenes.

Pero incluso el espacio abierto por la ambivalencia entre lo realista y lo simbólico ha sido abierto antes, a menudo en épocas de crisis, entre dos visiones del mundo distintas o dos paradigmas estéticos diferentes, que a menudo son dos caras del mismo asunto. Un ejemplo cercano en este contexto es el libro de Ezequiel del Antiguo Testamento, y la descripción de la visión divina que allí se relata.

Ezequiel descubre primero una nube ardiendo encima de él, y en la nube aparecen cuatro seres vivientes, cada uno de ellos tiene forma humana, cada uno de ellos tiene alas, cada uno de ellos tiene pezuñas de ternero y cada uno de ellos tiene cuatro caras: una de ser humano, una de león, una de buey y una de águila. En medio de ellos había fuego, y del fuego salían relámpagos. Miré a los seres vivientes, escribe, y he aquí, había una rueda en la tierra junto a cada uno de los seres vivientes de cuatro caras.

Estos seres han estado siempre en el cielo encima de él, ahora se encuentran junto a unas ruedas que están en la tierra. Las ruedas son altas, terribles y llenas de ojos. Tenían aspecto de estar hechas de algo parecido a crisólito, escribe él, se movían hacia los cuatro lados y no se volvían cuando andaban. Por encima de estas misteriosas ruedas hay una bóveda, sobre ella algo parecido a un trono de zafiro, y sentada en él, una figura parecida a un ser humano, rodeada de fuego y un aro de luz. Es Dios. Pero ¿qué son las ruedas? Obviamente son alegóricas, llenas de ojos, pero también están presentes de un modo concreto rodando por el suelo.

En los textos más antiguos del Antiguo Testamento las apariciones divinas son siempre fenómenos externos, Dios aparece en forma de una zarza en llamas, como una tromba, como una columna de fuego y como una persona que llega caminando por la llanura delante de la tienda de Abraham. La aparición presenciada por Ezequiel también está descrita como un fenómeno externo, algo en el cielo encima de él, pero en primer lugar en lo que ve no aparece lo divino, como es el caso de la zarza ardiente, sino lo divino en sí mismo, y en segundo lugar, otras apariciones siguen a ésta, las cuales son sin duda visiones internas: él tumbado en el suelo con los ojos cerrados es llevado al templo de Jerusalén, donde ve a los mismos cuatro seres y las mismas cuatro ruedas. Es eso lo que hace que las apariciones de Ezequiel sean tan extrañas y ambivalentes: lo que ve no es una magnitud únicamente interna ni únicamente externa y no únicamente simboliza lo divino, sino que a la vez también es lo divino. Ezequiel se encontraba entre dos maneras distintas de experimentar lo religioso, habiendo en lo anterior un abismo entre lo humano y lo divino, y en lo que iba a llegar había una relación entre ellas mediante la experiencia interior, es decir, la mística. Justo en medio de ellas se encuentran las ruedas con todos sus ojos, rodando por el suelo bajo el trono divino.

Pero ¿hay en el poema de Paul Celan algo que justifique una introducción de la antiquísima visión de Ezequiel en la lectura de dicho poema? ¿Qué es lo que en un poema decide si una asociación del lector es relevante o rebuscada?

La palabra central del poema es «no/ninguno». Ninguna hermana, ninguna estrella, ninguna parte. No o nada denota la ausencia de algo. En la ausencia, en aquello que no es, se encuentra lo que sí es. Tú, una rueda, rayos, campo, noche, caracterizados por la ausencia. La noche es caracterizada por la ausencia de estrellas. La rueda gira por su cuenta, eso queda subrayado; no entra en ningún contexto. Y ese cielo bajo el cual gira lentamente está vacío. Leído en positivo, como es el caso, no hay ninguna relación entre la rueda de este poema y las ruedas en la visión de Ezequiel. Pero leído en negativo, como aquello que le falta, la rueda es un símbolo sin cohesión, en el que lo carente de cohesión y el vacío celestial expresan algo completamente esencial, que se junta con la hora que no tiene hermanas, la noche que no necesita estrellas, en ninguna parte: algo que ya no está allí. Y en eso: algo ya no es posible.

La rueda que gira lentamente por sí misma y que está relacionada con la oscuridad de la noche y el vacío del cielo también tiene que venir de algún lugar, y ese lugar, se puede uno imaginar, era un sitio en el que sí había cohesión y donde sí se ofrecía sentido. En el aquí del poema, esté donde esté, el está solo, la rueda está sola, el cielo vacío, y si falta la cohesión no es porque está escrita dispersa, como la hierba deportada, ese paisaje estaba centrado alrededor de la escritura y la mirada, porque la hierba escrita dispersa se ha dejado atrás; el tú no leía para llegar hasta aquí, no miraba para llegar hasta aquí, sino que caminaba. Esto no es el campo con las huellas infalibles, esto es el hogar.

¿Qué es la casa? Es el lugar al que uno pertenece, el lugar con el que uno está familiarizado, a menudo el lugar de donde uno procede. Esta casa es algo a lo que ha llegado el tú. Es decir, que vuelve; ha pasado tiempo. Hay un antes y un ahora. Esta casa está vacía, allí no hay nadie que conozca al tú. En ninguna parte se pregunta por ti. ¿Dónde están los que deberían haber preguntado por ti y quiénes son? La manera en que se pregunta por ellos los relaciona con aquellos que los «deportaron» y los de la hierba escrita dispersa, en el sentido de que se encuentran a la misma distancia.

«En ninguna parte preguntan por ti.» Llueve, se deporta, hace viento, se pregunta. La presencia humana está tan lejos como puede estarlo sin desaparecer por completo. La propia pregunta por ti sólo aparece a través de su negación. No se pregunta por ti, pero aparecen los que no preguntan. Alguna vez han estado aquí, eso se lee entre líneas; en algún tiempo pasado preguntaron por ti. Ahora no hay aquí más que una rueda, un campo, una noche sin estrellas. El que el paisaje esté vacío de personas y que la ausencia lo confirme adquiere un peso inaudito. La rueda que gira sola.

 

En la Divina Comedia de Dante también hay una rueda, él se encuentra en el paraíso terrenal y ve una comitiva, es una alegoría. Ve a veinticuatro ancianos que representan a los libros del Antiguo Testamento, ve cuatro animales que representan a los evangelistas, un grifo que representa a Jesucristo, un carro que representa a la Iglesia universal y dos ruedas que representan a los dos testamentos o la vida activa y la vida contemplativa o la justicia y la devoción a Dios. Pero la alegoría no es una imagen abstracta, es un suceso concreto, ve la comitiva ir hacia él como una realidad física, tan física que deja huellas en el suelo. La imagen es una especie de monstruo poético, porque cuando la alegoría se concreta y adquiere un tiempo determinado en un lugar determinado, el grifo ya no es Jesucristo, sino un grifo, las ruedas no son los dos testamentos, sino ruedas. Lo que ocurre en Dante es que el retrato atemporal del mundo en la Edad Media, ese sistema inmóvil y esquemático en el que todas las cosas y todos los poderes están integrados, presente por ejemplo en la Divina Comedia en todos los círculos del infierno y todas las esferas del cielo, centrado en el número tres, se adentra en el tiempo y en el espacio, en el que el nivel simbólico es penetrado por lo concreto en una ecuación imposible.

El paisaje del principio del poema de Celan y el paisaje de la epopeya de Dante están relacionados con la muerte o lo no existente, pero sólo como insinuación, sin mencionarse, en la expresión «tu hora no tiene hermanas» y en la cesura entre «estás…» y «estás en casa». Pero si pensamos que este paisaje o campo oscuro y sin estrellas es el paisaje de la muerte por él que camina el «tú» del poema, la rueda es algo que aparece. En la poesía que trata del reino de los muertos es un topos el que camina por este reino, ve algo, y ese algo se enseña a este caminante para que pueda hablar de ello cuando vuelva al reino de los vivos. Lo que ve en calidad de caminante tiene sentido. En las primeras quince líneas del poema de Celan, el rasgo más llamativo tal vez sea lo arcaico, todo lo que se menciona son magnitudes atemporales: campo, huellas, hierba, piedra, sombra de tallos, rueda, estrellas. Ningún nombre puede fijar o determinar culturalmente el espacio, ni tampoco lo que se menciona está especificado por algún tiempo o cultura. Nos encontramos en lo que siempre es lo mismo. Quizá por ello resulta tan escalofriante o funesta esa rueda que gira por su cuenta en una noche sin personas. Una rueda que gira por sí sola no debería resultarnos tan extraña, porque estamos rodeados de ruedas que giran por sí solas, desde las ruedas dentadas de los relojes antiguos y máquinas, hasta las ruedas de los coches y trenes. Lo escalofriante aquí se debe a que sólo sea «una» rueda, y que sea el único movimiento, por no decir lo único que hay en este paisaje o campo, y a que en general todo sea tan arcaico. La rueda gira por su cuenta, lo que despierta asociaciones con la rueda de Dios contemplada por Ezequiel, que, al igual que esta rueda, también existía de un modo concreto en un paisaje concreto. Eso despierta asociaciones con cómo la cultura carga la rueda; la rueda de la vida, la rueda que gira ineludiblemente hacia delante, y con la rueda que ordena el caos y da forma a lo amorfo. Pero en ese caso es todo, aquí es algo, rodeado de todo. También despierta asociaciones con la rueda propulsada mecánicamente, que en ese caso no es sólo una imagen del tiempo, sino de nuestro propio tiempo. La rueda es arcaica y religiosa, pero no para nosotros, para nosotros lo arcaico de la rueda ha desaparecido dentro de la modernidad en la que la rueda se encuentra ahora, y aquí se unen los dos niveles, porque la rueda solitaria en el paisaje atemporal es la rueda arcaica, mientras el movimiento hacia delante, que no está relacionado con lo divino, porque el cielo por encima está vacío, hace extraño lo arcaico, y la ambivalencia lo hace escalofriante. Porque sí es escalofriante. No hay nadie que la dirija, nadie que la controle, gira lentamente «desde sí misma». Está fuera de lo humano. La hierba dispersa y lo que no pregunta por ti están fuera del nombre, no tienen rostro, son casi como poderes, pero no del todo, aún pertenecen a lo humano. La rueda no.

¿Deja huellas en el suelo, como las ruedas de Dante?

De eso no se dice nada. Pero la palabra «huella» se ha mencionado sólo unas líneas antes, «la huella infalible», pone. Una huella es a la vez algo en sí misma y la señal de otra cosa. Una huella es un lenguaje. La huella suele ser fugaz, pero lo que señala es algo duradero. Las huellas de animales en la nieve o en la arena se van con el viento y desaparecen. Esta huella es distinta, es infalible, infranqueable, como por ejemplo lo es una vía férrea. No pone huella del tren, tampoco dice nada de que la rueda que gira lo haga por su cuenta, como las ruedas del tren. No pone nada de máquinas, nada de mecánica. Sólo la palabra «infalible» y «desde sí misma». Y que la hierba está dispersa, es decir, que algo está roto. El movimiento va desde lo que está roto hasta lo que es el hogar, donde una sola rueda gira lentamente, reina la noche y nadie pregunta por la persona que ha llegado. Ése es el paisaje del poema, es el hogar del «tú», en el que se ahonda en los siguientes versos:

En ninguna parte

preguntan por ti.

El lugar donde estaban

tiene un nombre —no

tiene ninguno. No estaban allí. Algo

estaba entre ellos

No veían al través.

 

No veían, no

hablaron de

palabras. Ninguno

despertó, el sueño

se les vino encima.

Ésta es la primera vez que aparecen directamente en el poema otras personas además de «tú». Carecen de nombre, pero son ellos.

¿Y quiénes son «ellos»?

¿Y qué significa que «estaban allí»? ¿Estaban muertos, enterrados, o dormidos? En ese caso, ¿dónde? El lugar tiene un nombre, pero ese nombre no se menciona, y luego se revoca incluso el que el lugar tenga un nombre —no tiene ninguno, pone—. Tampoco a «ellos» se les da un nombre. Su ausencia de nombre, el que se mencionen como «ellos» resulta inquietante, porque lo que entró, dispersó la escritura y no preguntó se encuentra a tanta distancia que no se le puede relacionar con nada, a la vez que los pronombres ocultos en «veían», «hablaron», los «les» y los «ellos» lo acercan más, y la ausencia de nombres, que es la ausencia de rostro del lenguaje, se vuelve amenazadora de una manera muy distinta, más o menos como los ojos de un ciego, tal vez, la ausencia de lo humano en la mirada humana. Inquietante también porque están rodeados de negaciones: ninguno, ninguna, no, ninguno, no; es como si casi no existieran, como si se encontraran en el límite mismo de lo borrado, a la vez que lo neutro, la distancia en lo no personal, confiere a su presencia un aura de representación, algo casi solemne y ritual; como si fueran reyes o dioses. Pero ellos no son dioses, no ven, apenas son, porque se dice de ellos que «ninguno despertó», es decir, que estaban dormidos ya antes de que el sueño se les viniera encima. El sueño del sueño, eso es la muerte. Pero no pone muerte, y tampoco pone el sueño del sueño, sino: «Ninguno despertó», «el sueño se les vino encima». ¿Por qué?

Están estrechamente relacionados entre ellos, dormían en la vida, no veían, y de eso no se despertaron, porque el siguiente sueño se les vino encima. El que no vieran está en directa contradicción con que hablaran de palabras; no veían el mundo real, sino ese mundo que señala hacia el real, el de las palabras. Eso se puede entender existencialmente, como si viviesen no de verdad, que lo de verdad era lo que no veían, pero en el espacio entre «ninguno despertó» y «el sueño se les vino encima» es posible que se halle un enunciado no expreso como «antes de que fuera demasiado tarde». Eso y la falta de visión, «no veían al través», la repetición «no veían», el refuerzo «hablaron de palabras», todo implica un descuido, y la consecuencia de este descuido fue que se les vino encima el segundo sueño. Murieron, pero eso es algo que el poema no puede predecir, entonces la muerte se convierte en algo y los muertos en alguien. La muerte no es nada y los muertos no son nadie, y es lo absoluto de la pérdida, lo totalmente irreversible, lo que ha de ser cuidado por este lenguaje, ésa es la tarea que ha asumido, a la vez que también tiene que ser fiel con lo único y lo individual, es decir, separarlo de la falta de diferencias de la nada, sin que el lenguaje conserve a la vez esa identidad, convirtiéndolo en algo que «es». El poema se encuentra muy cerca del límite del lenguaje y de lo decible, pero no es a eso a lo que señala, esto no es un juego de palabras; el poema se encuentra ahí fuera, en la noche de la noche, para invocar lo no invocable, aquello que es tan frágil y esquivo, tan fantasmal y vago que un solo contacto de la mirada o del pensamiento lo hace desaparecer, pues sí, es ese movimiento en sí el que en cierto modo configura.

La pregunta del poema ahora es: ¿cómo poner nombre a lo que no es nada sin convertirlo en algo? Esta pregunta es una negación de la gran pregunta de la religión que decía: ¿cómo poner nombre a lo que es infinito sin hacerlo finito? Incluso «todo» es finito. ¿Cómo poner nombre a lo que está fuera de lo humano sin meterlo dentro de lo humano, ya que el lenguaje es lo humano per se? ¿Cómo nombrar a Dios?

 

En el judaísmo ortodoxo no se pronuncia el nombre de Dios, es decir, sólo puede ser pronunciado por el sumo sacerdote en el templo de Jerusalén, que ya no existe. Y si se escribe, ya no se puede ni borrar ni destruir. El nombre sigue vivo en el Tanaj, es decir, en los textos que para los no judíos conforman el Antiguo Testamento, en forma de cuatro letras, YHWH, llamado el tetragrama, las cuatro letras. En lugar de leer este nombre de Dios en la oración se lee Adonai, que significa «mi señor», y cuando se menciona el nombre de Dios se dice Hasham, que significa «el nombre». Así pues, Adonai y Hasham son el nombre del nombre. «¡El nombre tiene un nombre!», exclama el filósofo judío Emmanuel Lévinas en una reflexión sobre el nombre de Dios. El nombre ha sido revelado y está oculto. Es como si el nombre en sí fuera Dios. Un nombre normal es el nombre de algo, aquí el propio nombre es ese algo añadido. Dios en hebreo es Elohim; YHWH es el nombre del único Dios, el propio nombre de Dios. Nadie puede saber ya con seguridad cómo se pronuncia; el alfabeto hebreo más antiguo no tenía vocales, han sido introducidas en los textos con posterioridad, pero no en YHWH. No importa, no se va a pronunciar. Pero ¿qué dice ese nombre que no se puede decir?

En la traducción noruega de la Biblia se traduce por «yo soy quien soy» y «yo soy», también puede traducirse por «soy lo que soy». El crítico inglés Northrop Frye escribe que hay investigadores que opinan que una traducción más correcta sería algo así como «seré lo que llegaré a ser». Lo importante es que el nombre se deriva de una palabra hebrea para ser, es decir, un verbo. El nombre de lo que no se puede nombrar se lo da el propio Dios a Moisés en forma de un fuego llameante que sube de una zarza junto al monte Horeb. Pone: «Se le apareció el ángel de Yahvé en llama de fuego, de en medio de una zarza…, la zarza ardía y no se consumía.» Moisés se acerca a ella. Entonces ya no es el ángel de Dios el que aparece, sino el mismo Dios, porque Él es quien grita: ¡Moisés, Moisés! ¡No te acerques más!, le dice Dios a Moisés. Descálzate, porque el lugar en el que te encuentras es tierra sagrada. Yo soy el Dios de tu padre, el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. Entonces Moisés se oculta el rostro, no se atreve a mirar a Dios. Así, con los pies desnudos y los ojos bajos, Moisés recibe su encargo, debe sacar a los israelitas de Egipto. Moisés contesta: Pero ¿quién soy yo? ¿Puedo ir yo al faraón y sacar a los israelitas de Egipto? Sí, dice la voz de Dios, porque yo estaré contigo. Y luego añade que Moisés recibirá una señal de que Dios está con él; cuando haya sacado al pueblo de Egipto celebrarán un oficio divino en la misma montaña. Pero Moisés no necesita una señal después de la huida de Egipto, sino antes, porque Moisés no es nadie para ellos, ¿cómo va a conseguir que le sigan? Así que dice: Pero cuando llegue a los israelitas y les diga que el Dios de sus padres me ha enviado, y ellos pregunten por su nombre, ¿qué debo contestar? Entonces Dios le dice a Moisés: Yo soy quien soy. Así vas a contestar a los israelitas. El «yo soy» me ha enviado a vosotros.

 

El nombre que Dios da a Moisés no es un nombre, porque no delimita nada, no ubica nada y sin embargo es un nombre, es el nombre de aquello que no se deja delimitar ni ubicar ni determinar. Lo inagotable de este nombre que no es un nombre contrasta fuertemente con el entorno en el que se da a conocer. Como en tantas partes del Antiguo Testamento hay algo cómico en este suceso, y eso se debe a que lo más alto, lo sagrado y lo más allá de lo humano se acerca tanto a lo humano que casi queda atrapado por ello. El que Dios, o lo divino, aparezca en forma de un fenómeno celestial puede resultar sublime, pero no una zarza ardiente, en ello hay algo casi trivial, algo a lo que se puede mirar sorprendido, pero no ante lo cual se queda uno temblando. El que Dios le pida a Moisés que se descalce hace aún más trivial la aparición, pues se podría pensar que zapatos/no zapatos es un asunto humano. Y cuando Moisés habla con Dios surge un malentendido, Moisés le pide una señal que refuerce su credibilidad al encontrarse con los israelitas, Dios le contesta con la promesa de darle una señal cuando todo haya acabado, de modo que Moisés tiene que precisarlo y dice: Pero cuando me encuentre con los israelitas y les diga que me ha enviado el Dios de sus padres, y entonces ellos pregunten por su nombre, ¿qué debo contestar? El modo de proceder de Moisés hace pensar en una artimaña; intenta averiguar el nombre de Dios pidiendo la respuesta a una hipotética pregunta que tal vez le hagan los israelitas. La respuesta, el nombre, sale de lo trivial para entrar en la naturaleza de lo divino. Los dos niveles se entremezclan varias veces en el Antiguo Testamento, como cuando Dios cose ropa de piel en el jardín del Edén, o tiene un pequeño rifirrafe con Sara, la mujer de Abraham. El mismo fenómeno lo encontramos en otros textos antiguos, como por ejemplo la Ilíada, de Homero, en la que los dioses y lo divino entran y salen de lo humano, no en un sentido figurado, sino concreto, con cuerpos físicos en la realidad física.

Gershom Scholem escribe sobre las tres fases de la religión, señalando que la primera surge cuando el propio mundo es divino, lleno de dioses con los que te encuentras por todas partes, y cuyo favor puedes ganar para tu causa, sin temblar; lo humano y lo divino no está separado de ningún modo fundamental. Todo está relacionado; los seres humanos, la naturaleza, los dioses. Eso ocurre en Homero, en sus textos los nombres de los dioses tampoco son innombrables; al contrario, florecen. La segunda fase tiene lugar con la aparición de las grandes religiones. Abren ese abismo absoluto y enorme entre lo divino y lo humano, escribe Scholem, que sólo puede ser vencido por la voz. En parte la voz de Dios, orientadora y legislativa, en parte la voz de la oración.

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