Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Algunos textos del Antiguo Testamento incluyen fragmentos de períodos anteriores, como por ejemplo ese suceso de fábula que relata cuando Jacob se encuentra con un desconocido en el crepúsculo y está luchando con él toda la noche, hasta que el desconocido le pide que lo deje porque ya está amaneciendo. Jacob se niega, sólo le dejará marchar si el desconocido lo bendice, y el desconocido lo hace y dice que a partir de ahora el nombre de Jacob es Israel, porque ha luchado contra Dios y ha vencido. Entonces, aunque el desconocido se haya presentado como Dios, Jacob le pregunta por su nombre. El otro contesta: ¿Por qué preguntas por mi nombre? A continuación lo bendice y desaparece. El que Dios sea algo con lo que te puedes encontrar y luchar, en un sentido totalmente concreto —lo concreto queda reforzado por el detalle de que a Jacob se le disloca la cadera durante la lucha—, hace pensar en ese mundo que los humanos compartían con los dioses, y sobre el que Scholem escribe, y el deseo de concluir la lucha porque está amaneciendo ubica el suceso dentro de la antiquísima realidad de la leyenda y los mitos, en los que el troll se convierte en piedra al llegar la luz del día. Northrop Frye escribe que ese mundo se caracteriza por lo que él llama un lenguaje metafórico, en el que también las palabras son algo en sí mismas y tienen una relación real con la cosa o el fenómeno que denominan, más o menos como jeroglíficos, y poseen fuerzas que se usan en conjuros e invocaciones, como aparecen, por ejemplo, en el Génesis, cuando la palabra de Dios se convierte en realidad. Hágase la luz, y la luz se hizo. Los nombres pueden crear y los nombres pueden dominar. En un mundo así se puede imaginar que el conocer el nombre de Dios puede tener poder sobre lo divino, porque no será casual que Jacob mida sus fuerzas con Dios e incluso lo venza justo antes de preguntarle su nombre. ¡Dime tu nombre!, dice Jacob, como con soberbia, por qué me preguntas mi nombre, dice Dios, y desaparece entre las sombras de la noche.

 

Según Scholem la mística surge en la tercera fase de la religión, cuando ésta ya ha adquirido su expresión clásica en una determinada vida de fe y sociedad, y cuando los nuevos impulsos religiosos que surgen no estallan para fundar algo nuevo, sino que se alzan dentro de la vieja religión, en la que el abismo entre lo divino y lo humano es considerado un misterio que la experiencia interior de lo divino puede resolver.

La mística queda libre de la parte práctica de la religión, de la moral, de las obligaciones y de los actos, y está dirigida únicamente hacia la vivencia de lo divino, hacia la verdadera esencia de lo divino. Las apariciones iniciales, como por ejemplo la zarza ardiente que vio Moisés o las criaturas con alas y cabezas de animal que vio Ezequiel, aparecen ante el místico como algo oscuro y no desarrollado, escribe Scholem.

La definición de la experiencia mística la circunscribe primero en una cita de Rufus Jones, como «esa clase de religión que descansa sobre una relación surgida espontáneamente con Dios, en una vivencia directa y casi tangible de la presencia divina», luego en Tomás de Aquino, que la definía como cognitio Dei experimentalis; un conocimiento experimental sobre Dios adquirido a través de una experiencia viva. Las apariciones grandes y canónicas se equiparan con la experiencia propia de lo mismo.

Dice Scholem:

Sin negar el hecho de la aparición histórica, el místico considera esa fuente de conocimiento y experiencia religiosos que surgen de su propio corazón una fuente de conocimiento igual de legítima.

El corazón es la imagen de lo más entrañable, lo más profundamente sentido, lo contrario al intelecto y a la razón, y lo contrario a lo exterior. Y es aquí, en el reconocimiento y meditación sobre la naturaleza de lo divino, presente en uno mismo a través de un éxtasis interior, donde el lenguaje se convierte en un problema en la religión. El éxtasis está lleno de inmensos sentimientos carentes de palabras, no se pueden representar, no se pueden describir, no se pueden repetir, están unidos consigo mismos, sólo en la determinada experiencia se encuentra la presencia de Dios. Y lo que aparece, lo que se vive, lo divino, está fuera de lo humano, donde el lenguaje sólo por ser lenguaje lo introduce. Por lo tanto, una fuerte tradición en la mística es la negativa, sólo diciendo lo que no es lo divino puede uno aproximarse a ello sin reducirlo. ¿Se puede decir que Dios está vivo?, le cita Scholem a Maimónides. ¿No es eso una limitación de la infinitud de su esencia? Por esa razón la frase «Dios está vivo» sólo puede significar «no está muerto», es decir, que es lo contrario a todo lo negativo, la negación de la negación. Pero ¿qué es Él? ¿Se puede decir que Dios es algo? A esta progresión pertenece la frase de los cabalistas de que Dios descansa en lo más profundo de su propio interior. Dios es nada. Esto no quiere decir que el poema de Celan investigue alguna forma de experiencia mística, sólo que el lenguaje del poema tiene rasgos comunes con el lenguaje de la mística, porque el planteamiento es el mismo: ¿cómo acercarse a lo que no es sin convertirlo en algo que es? Pero si el abismo en la religión es el que hay entre lo divino y lo humano, que sólo puede atravesar lo que no tiene lenguaje —el corazón, el éxtasis, el arrebato— y por ello el desafío de los textos de la mística está en poner palabras a una presencia sin palabras, el desafío del poema de Celan es acercarse a una presencia sin palabras. La palabra que el poema no puede pronunciar no es Dios, sino muerte, ya que la muerte es nada, mientras el nombre de nada es algo. La conciencia de la imposibilidad de la representación es fundamental en este poema, es como si la relación entre el mundo y su representación lingüística se hubiese roto, y el poema escribe a la vez dentro de la destrucción y sobre la destrucción. La desconfianza fundamental ante el lenguaje aparece primero en la imagen de la hierba dispersa al principio, luego en el antagonismo entre lo de ver y lo de hablar sobre algo: no veían, hablaban de palabras. Las palabras se encuentran entre ellos y la realidad, y no miran a través de ellas, las ven, y hablan de ello. Esto, a su vez, está relacionado con estar dormido.

El lugar donde estaban

tiene un nombre —no

tiene ninguno. No estaban allí. Algo

estaba entre ellos.

No veían, no

hablaron de

palabras. Ninguno

despertó, el sueño

se les vino encima

Pero el poema consta de palabras. El poema «habla». Esto difícilmente puede entenderse de otro modo que no sea el de que la imagen de la hierba dispersa desplazada y de los dormidos que hablan de palabras no sea una expresión de misología, la desconfianza no trata del lenguaje en sí como fenómeno, sino de las ideas que se asocian a él, que no sólo despierta a lo que se nombra, sino también a la idea de ello, que pertenece a la palabra, es decir, la comunidad lingüística, y no «la cosa» o «el fenómeno». Se hace especialmente notable cuando el lenguaje menciona lo que no es, el pasado, que el lenguaje hace presente, y la muerte, que el lenguaje convierte en «algo». Lo último favorece al poema, porque al no mencionar nada, aparece como algo y existe en el texto, para luego ser revocado, no existe, al fin y al cabo, y entonces está aquí y no está aquí al mismo tiempo. La primera vez que se emplea esta estrategia es en relación con el nombre, aquello que transforma lo abierto, lo indeciso, lo diversificado en una sola cosa, el símbolo del lugar, el nombre del lugar, que en cierto modo absorbe tanto el paisaje como la historia de éste, convirtiéndose de esa manera en una magnitud del lenguaje, es decir, de la cultura y no del mundo. «El lugar donde estaban tiene un nombre —no tiene ninguno.» El lugar tiene y no tiene un nombre. El que tenga o no tenga un nombre no es más esencial que el nombre en sí, pero no se puede mencionar. Si se menciona el nombre, tanto el lugar como los que estaban allí tumbados se convierten en algo que no son. Entonces también el poema hablará de palabras y de dormir.

 

Hasta ahora el poema ha tratado de un tú en un mundo en el que otras personas sólo son visibles como fuerzas sin pronombre, luego en el movimiento del tú «hacia casa», como «ellos». Esos «ellos» no están colocados en el espacio, primero estaban «allí», luego son revocados, «no estaban allí». Pero sí están colocados en el tiempo, porque mientras el tú del poema es descrito en presente, es decir, que tú rodeas ahora este paisaje, «ellos» están descritos en pasado. Estaban, no despertaban, dormían. Esto hace posible leer su presencia como un recuerdo, algo en lo que «tú» piensas de antes. Ellos se encuentran en un lugar diferente a «tú», pero el lugar donde «estaban, no estaban», se encuentra en el mismo tiempo, «tiene» un nombre.

El lugar donde estaban

tiene un nombre —no

tiene ninguno. No estaban allí.

Entonces tiene lugar el primer punto de inflexión del poema. Hasta ahora se ha movido de un modo constante, del paisaje con la huella, pasando por la invitación a no leer, no ver, sino andar, hasta un paisaje parecido a un reino de los muertos en el que se piensa en «ellos/ los» que estaban en el pasado. En el siguiente verso habla un yo en presente, sobre su «pasado».

Soy yo, yo

estaba entre ellos,

abierto,

audible, yo les di la alarma, su aliento

obedeció, soy el mismo, todavía;

sí, ellos duermen.

 

*

Soy el mismo, todavía.

Ich bins pone en alemán; es una contracción de Ich bin es, una palabra como de argot, así se puede responder al teléfono, Ich bins, «Soy yo». Tras las enigmáticas estrofas del principio, de las que apenas se puede extraer ningún significado, lo cotidiano de la introducción del yo es notable, y tiene un rasgo casi infantil. Luego pasa a una insistencia, «yo» es mencionado tres veces en el transcurso de cuatro palabras. Ich bins, ich, ich, a la vez que el tiempo cambia, ich bins, ich lag, ich war —yo soy, yo estaba, les di—, y luego vuelve a cambiar, ich bin, «yo soy», noch immer: todavía. Es decir, que el movimiento va desde «yo soy» a «yo estaba» y de vuelta a «yo soy». Presente, pasado, presente.

Péter Szondi, que ha ofrecido el análisis clásico y quizá más detallado de este poema, convirtiéndolo en una estandarización, opina que es el tiempo el que habla aquí y que se ha personalizado. Es posible, pero también puede ser que el que escribe sea el yo, y que la situación que se describe, «yo estaba entre ellos, abierto», sea un recuerdo. Tanto esta repentina presencia infantil en el texto como la expresión «estaba entre ellos» me hace pensar en un niño que está acostado entre sus padres. Está clarísimo que el tiempo es esencial en este verso, pero también lo es el yo, cuya presencia se subraya de un modo muy vehemente a través de la repetición del «yo», «yo», «yo». Se interprete como se interprete este «yo», los «ellos» entre los que estaba pueden ser los mismos que se mencionan en la estrofa anterior, de los que se dice «algo estaba entre ellos». Ellos dormían y del movimiento del yo, del soy al estaba y de vuelta al soy, están excluidos; también son todavía, pero dormidos, es decir, muertos. Lo que es se convierte en «era/estaba» a través del «yo», que lo convierte en un es mediante la evocación de la memoria —idéntica a la realidad, las dos magnitudes, el pasado y lo escrito, el recuerdo y la literatura coinciden aquí—, pero esa posibilidad no existe, porque aquellos con los que él estaba dormían entonces y duermen ahora, su «todavía» es de otro carácter, inalterable, sin diferencias, relacionado con la muerte y la atemporalidad de la nada. La muerte no es un estado o una cualidad, es una ausencia de estados y cualidades, y no tiene, por tanto, ningún tiempo, sólo un no-tiempo. Tampoco el no-tiempo es, no tiene ninguna existencia más que en el lenguaje, que abstrae al mundo, y en la abstracción también la nada puede adquirir forma. La mirada sólo puede existir en un es, un ahora, mientras que el lenguaje puede moverse hacia el «era/estaba» a través del recuerdo, en el que las diferencias entre lo tangible y lo intangible se han borrado: en el recuerdo el espacio es el mismo, y el mundo y las personas se han convertido en lo intangible, lo que era la definición de Joyce del fantasma.

 

Si excluimos al «yo» y al «ellos», la cuestión de quiénes son y la relación que hay entre ellos, o mejor dicho, quiénes son ellos para el yo, ya que el yo no es nada para ellos, lo más importante de esta estrofa es el tiempo que fluye entre los verbos, y con ello a través del yo. Uno nunca se mete dos veces en el mismo río, dice un fragmento de Heráclito, el número noventa y uno, sus palabras más conocidas, que se han convertido en un lugar común. Pero existe otra frase suya sobre el mismo tema, la número cuarenta y nueve, que lo expresa de otro modo y dice otra cosa:

Nos metemos y no nos metemos en los mismos ríos; somos y no somos.

El tiempo y la identidad se unen en «somos», entonces, ¿qué es el «nosotros»? En el poema de Celan el tiempo abre la misma distancia en el yo, que no dice soy, era, soy, sino que lo matiza y lo complica con pequeños recursos, imposibles de reproducir en una traducción, trata del juego entre Ich bin y es. Ich bins hay que reproducirlo como «Soy yo», ése es el significado idiomático, pero también hay un significado sintáctico, que se ve si no se tiene en cuenta la traducción. Si damos la vuelta al orden de las palabras sería «Yo soy eso», luego «yo soy eso todavía» y al final «soy eso todavía». Este último matiz es importante, porque convierte el cotidiano «soy yo» en algo sin sujeto, en es, atrayendo así la atención hacia esa parte de la construcción de sujeto. ¿Qué es «eso» que es? La pregunta se puede lanzar al principio, que ya no es cotidiano, hay un «eso» en el yo. En alemán el verso es como sigue:

Ich bins, ich

ich lag zwischen euch, ich war

offen, war

hörbar, ich tichte euch zu, euer

Atem gehorte, ich

bin es noch immer, ihr

schlaft ja.

 

*

Bin es noch immer—

Si el primer enunciado se traduce como «Soy yo», se conserva lo oral del original, lo evidente y lo sencillo, que mantiene al yo dentro de lo social, «Soy yo». Pero en este caso habría que traducir la última línea por «Es todavía». Así se subraya el «eso», y el enunciado se extiende más allá de lo social. «Yo soy eso» señala algo fuera de ese yo que se aferra a sí mismo. Rimbaud escribió «Yo soy otro», pero aunque eso disuelva la identidad, sigue estando dentro de lo social. «Yo soy eso» va más allá de lo social, fuera del nombre, para meterse dentro de lo que no tiene nombre; «eso» es la marca impersonal. «Eso duerme», «eso llora», «eso está de luto»; «eso» no se dice de ningún ser humano, «eso» está fuera de lo humano. A la vez no lo está, es un «yo» lo que es «eso». Visto de un modo positivo, el «eso» puede ser aquello por lo que se muestra la existencia, lo común para todos, relacionado con lo real, al contrario de aquello de la existencia humana relacionado con lo social, es decir, las jerarquías, las leyes, las normas y las reglas, lo que Heidegger llamaba das Man, el uno, lo dependiente y no real, justamente al contrario de lo real e independiente, que se encontraba en la pura existencia. Ese uno mismo puro de Heidegger, abierto hacia la existencia, está a su vez emparentado con el uno mismo de los místicos, aquello que se encuentra con lo divino en el olvido de uno mismo, es decir, el yo sin yo. No cabe duda de que el yo del poema tiene que ver con esto, pero no de un modo positivo; el yo es lo que queda del ser humano cuando el nombre ha desaparecido, el yo es lo que muere cuando el ser humano muere y el nombre sigue vivo. El yo no se borra en el éxtasis, lleno de sentido de la vida, sino en su contraste, se borra en la sombra de la muerte, llena de su falta de sentido.

Soy yo.

Soy.

(Yo) estaba.

Pero no es «eso» lo que se invoca en este poema, es el «yo». Tres veces muy seguidas, soy yo, soy, (yo) estaba. Y el que esto sea mientras ellos eran es otra manera de decir que yo estoy vivo y ellos están muertos. Las magnitudes son las más sencillas posibles: tú, ellos, yo, eso, es, estaba. Ser y no ser. Ser es una cuestión de existencia, entonces es ser en sí mismo. Ésa es la pregunta de Hamlet, to be or not to be, y trata del ser sin identidad. Entonces uno es algo. Entonces el límite va de ser algo a ser nada. Pero ser también es una cuestión de identidad. Entonces uno es alguien, y el límite va de ser alguien a nadie. Algo/alguien, nada/nadie. Lo primero, algo/nada, es lo que se encuentra fuera del nombre y de lo social, lo segundo, alguien/nadie, se encuentra dentro del nombre y de lo social. Se puede ser algo en relación con nada. Pero no se puede ser alguien en relación con nadie; sólo se puede ser alguien en relación con otros. Eres tú, son ellos, que en total suma un nosotros. Aquí no hay ningún nosotros, sólo un yo/tú y un ellos. El ellos está ausente, y nadie pregunta por el tú/el yo. Es eso lo que está en juego aquí; ¿quién es el tú cuando nadie pregunta por él, cuando nadie lo conoce ni sabe nada de él? Entonces no es alguien, sino nadie/nada.

¿Quién es el yo? ¿Forma parte de «vosotros», pertenece a ellos, es lo que está «en casa»? ¿Es ése el contexto que se ha perdido? Lo esencial del verso es lo que separa el yo de vosotros, lo que es el tiempo: una vez estábamos yo y vosotros en un «estamos», ahora sólo estoy yo, vosotros estáis ya en un «estaban». El siguiente verso ahonda en ese tiempo, esa separación, esa brecha.

Años,

Años, años, un dedo

palpa abajo, arriba

palpa alrededor:

suturas palpables, aquí

se abren, aquí

cicatrizan de nuevo — ¿quién

las cubrió?

 

*

¿Quién las recubrió?

La insistencia, la repetición de la palabra tres veces une «yo» y «años». El espacio entre es y era se ha abierto, dentro del yo o por el yo. Ahora es eso en lo que entra el yo. Años, años, años; aquí el tiempo es un espacio, algo más allá de lo mismo, el movimiento va hacia arriba, hacia abajo, alrededor. El dedo que palpa está relacionado con lo que dio la alarma en el verso anterior, escribe Aris Fioretos en su interpretación del poema: Ticken en alemán puede significar tanto «hacer tictac» como «tocar con el dedo». Ese dedo que toca relaciona el significado del yo como el que escribe con el significado del yo como la voz del tiempo. Se palpa y existe. ¿Qué existe? Suturas. ¿Qué son suturas? Lo que cose las heridas. La herida ha cicatrizado, lo que significa que está ausente, y sin embargo presente, no se menciona, pero está presente, está sin mencionar, pero sí presente, mediante la denominación de lo que la cubre. La herida no aparece en su forma real, casi nada en este poema lo hace, pero esto es, no obstante, distinto, porque aquí hay «alguien» que ha cubierto, lo de cubrir es algo activo, tiene una determinada causa, y la pregunta será quién ha cubierto las heridas, no qué.

«Cubrir» es meter algo entre lo uno y lo otro, y hasta aquí en el poema esto se ha expresado con la imagen de la hierba descrita, dispersa, y la mención de palabras y el tiempo que separa el yo del vosotros. La atención se ha fijado en el qué, la propia cobertura, pero aquí la atención se desvía no hacia qué, sino hacia quién.

¿Quién las cubrió? ¿Y por qué es tan importante ese «quién» que se pregunta por él?

Así, con cuidado y sin nombrar nada que pueda empujarlo hacia esa oscuridad de la que se saca fantasmalmente, el poema se acerca a su centro o a su punto cero.

Venía, venía,

venía, una palabra, venía,

venía a través de la noche,

quiso resplandecer, quiso resplandecer.

La invocación de la palabra es de la misma intensidad que la que regía para «yo» y «años»: tres veces suena la palabra «venía». Se refuerza al mencionarse otras dos veces. Venía, venía, venía, venía, venía. La palabra que va a venir representa lo contrario de cubrir, va a venir «a través» de la noche, es decir, lo que cubre, o lo que iguala, y con ello anula. La palabra es lo contrario de nada, la palabra puede aparecer como algo en contraste con la oscuridad de la nada, razón por la cual se invoca. Por eso es una palabra de una clase diferente a la clase de la que «ellos» hablaban, porque lo que la palabra les impedía ver era el propio impedimento. Había así un contraste entre ver y la palabra, una relación negativa: los que hablaban, hablaban de palabras y no veían. Aquí sí hay un parecido entre ver y la palabra, una relación positiva: la palabra quiso resplandecer en la noche. Y la luz hace visible. Pero de hecho la palabra no resplandece, quiso resplandecer, en ello está la luz como una posibilidad no aprovechada. La palabra puede resplandecer, pero no aquí, es lo que parece decirnos el poema.

¿Por qué no? ¿Qué es lo que impide a la palabra resplandecer?

Es la noche.

¿De qué clase de noche se trata? En las primeras líneas era descrita como una noche que no necesitaba estrellas. Es una noche diferente a la que termina al amanecer; resulta lógico interpretarlo como una imagen de la muerte: esa noche no necesita estrellas, no necesita resplandor, porque no hay nada a lo que resplandecer, no es nada. Esta noche es de otra naturaleza, hay algo en ella, algo que a las palabras les falta fuerza para iluminar. Noche es oscuridad, oscuridad significa ausencia de diferencias, lo contrario de palabra, que en su esencia es algo que crea diferencias. La primera noche no necesitaba estrellas o luz, ésta sí las necesita. ¿Por qué? El poema ha estado en constante movimiento, y en el movimiento se ha acercado a algo, y en el acercamiento, este algo —primero desde muy lejos— ha adquirido una forma cada vez más evidente, y en ello, en ese destape gradual de algo que aún no sabemos qué es, ha ido aumentando la intensidad, que es ya tan aguda que las palabras son invocadas con una fuerza casi de conjuro. Venía, venía, venía, venía, venía. La invocación llega justo después de la constatación de que la herida, que no se menciona ni se muestra, sino que sólo está presente en la palabra «cicatrizan», está cubierta. Las palabras que se invocan están en un tiempo distinto al de la invocación: venía una palabra, pone, eso está en el presente del poema, en el tiempo del tú y del yo, pero la voluntad de resplandecer de las luces sin capacidad para ello está en pasado: quiso resplandecer.

¿Es así porque la noche es la fuerza que convierte el ahora en pasado, que se trata aquí de la oscuridad de lo perdido, que entonces también abarcaría el resplandor las palabras, cambiando su «quiere» por «quiso», debido a que son palabras que fijan lo que hay, convirtiéndolo indefectiblemente en algo que fue? ¿O la noche está relacionada con el cubrir la herida y la hierba que se dispersa, es decir, que el lenguaje es parte de la noche, una parte de lo que cubre, algo que está en la descripción de aquellos que «hablaron de palabras» y «no veían»? ¿Que las palabras por esa razón no son capaces de resplandecer, es decir, hacer posible ver, porque ellas mismas oscurecen? El deseo inherente en «quiso resplandecer, quiso resplandecer» insinúa que no es el lenguaje en sí lo que oscurece, sino una determinada lengua que hablaban «ellos», y que existe otra, pero que ni siquiera esta otra es capaz de penetrar esta noche. Está relacionado con sucesos, con los que no se despertaron antes de que se les viniera encima el sueño y los que causaron una herida, y conciernen a ese yo que estaba entre ellos y que abre el espacio entre la ausencia de ahora de la herida y la presencia de entonces de la misma.

«Venía, una palabra, venía / venía a través de la noche», y aun así en vano, la palabra quiso resplandecer pero no pudo. La voluntad no tiene sujeto, el poema sólo dice «quiso resplandecer», dando peso a la voluntad, que es fuerte y aun así fútil.

Quiso resplandecer, quiso resplandecer.

¿Por qué no pueden resplandecer las palabras? ¿Qué es lo que hace a la noche tan indiferenciada que ninguna palabra puede arrancar una diferencia en su oscuridad?

Ceniza.

Ceniza, ceniza.

Noche.

Noche-y-noche.

—Acude al ojo, al húmedo.

Pone ceniza tres veces, noche tres veces, pero sin verbo, ningún «venía», no es una invocación, tampoco un movimiento, ningún «a través».

Ceniza, ceniza, ceniza.

La ceniza es la forma de lo quemado, sin que tenga ninguna semejanza con lo que se ha quemado, la ceniza no es nada, sólo lo que queda de la cosa cuando ésta ha desaparecido, al mismo tiempo es algo en sí mismo, una especie de polvo grisáceo, igual para todo lo que se ha quemado. En un poema en el que la nada se invoca desde el límite de la nada, la ceniza puede interpretarse como la concreción de lo que no es, la forma física de la ausencia. Y puede interpretarse como la expresión material de lo que carece de diferencias. Ceniza no es nada, pero es algo, y es igual para todo.

Tras la ceniza, noche y noche que siguen a la noche. En esa noche la propia ausencia de diferencias de la ceniza se vuelve ausente de diferencias.

Ceniza.

Ceniza, ceniza. Noche.

Noche-y-noche.

¿Por qué «y» noche? Separado por una coma puede ser lo mismo que se nombra, noche, noche, noche, una insistencia, una invocación, pero con «y» se introduce en una relación, es decir, una diferencia, y con ello un desarrollo, se añade algo. Noche-y-noche. Una nueva noche sigue a la noche, pero tan estrechamente relacionada, los guiones la convierten en una sola palabra, «noche-y-noche», que no hay nada entre medias, ninguna luz, ningún amanecer, ningún día.

Entonces se vuelve al «acude», la invitación del principio, cuando era abierto, general, simplemente «acude», en lugar de «lee» y «mira». Ahora el «acude» es algo determinado, como «al ojo». Pero no se detiene ahí, se determina aún más, pone «al húmedo».

Lo pone al final de la quinta estrofa del poema, y como el poema consta de diez estrofas, se encuentra justo en la mitad y centro del mismo.

Venía, venía, venía una palabra, venía, venía, quiso resplandecer, quiso resplandecer, ceniza, ceniza, ceniza, noche, noche-y-noche, acude al ojo, al húmedo. Desde la palabra, desde lo general y su luz que no es posible, hasta la ceniza y la noche y el ojo, pero no al ojo que ve, continúa, al húmedo.

No leer, ver, no ver, acudir, acudir al ojo que llora.

 

«Ceniza» y «noche» se incluyen en la serie de palabras que adquieren peso al repetirse tres veces, y que crean lugares especiales en el poema, en los que se condensa el significado. Yo (la identidad), años (tiempo), ceniza (ausencia, extinción), noche (indistinción). Estas palabras constituyen un eje de significado del poema. Otro eje lo constituyen los pronombres, tú-yo-ellos-quien. Un tercero es el de los imperativos: no leas, no mires, acude, lo que primero lleva a ese paisaje mortecino, vacío de personas y de estrellas, bajando dentro de un pasado y subiendo de nuevo hasta aquí, donde por primera vez se señala una dirección determinada. El ojo que llora es el centro del poema, aquello alrededor de lo cual gira todo el texto, porque después del ojo y el largo camino que conduce hasta él, el poema cambia radicalmente de carácter.

Hasta ahora lo humano ha sido un «tú», un «yo» y un «ellos». Lo esencial de la relación entre «yo» y «ellos» ha sido que han estado separados. Por el tiempo, por el sueño, por la muerte, por la oscuridad. Separadas del mundo han estado también la mirada y la palabra. De la ceniza y la noche no se puede separar nada, nada más que ceniza y noche. No hay nada que leer, no hay nada que ver. Pero hay algo que sentir. Este ojo no separa, no clasifica, no está ante todo relacionado con lo externo y con ver, sino con lo interno y con sentir, de otra manera sería difícil de entender «al ojo, al húmedo».

La fuente de la mística de la verdad más íntima es el corazón, como el lugar extático de la interdependencia del universo. El ojo de Celan se puede entender como el lugar del éxtasis inverso, donde lo que se condensa sin palabras no es alegría y expansión de percepción, sino tristeza e implosión de percepción. Ambos lugares se encuentran fuera de lo social y fuera del nombre.

El corazón está lleno del todo, el ojo de la nada. El corazón, lleno de lo que es, es ciego y no ve nada, el ojo, lleno de lo que no es, ve y no ve nada.

 

Aquí, en el lugar del dolor y del ojo que llora, el poema da la espalda a su «ahora» para dirigirse a un «entonces», no lo que ha cicatrizado y que fue una herida, sino lo que había antes de ello. El tiempo antes de «nosotros».

Huracanes.

Huracanes de siempre.

torbellinos de átomos; lo otro,

tú lo sabes,

lo leímos en el libro,

era, era sólo apariencia.

Era, era

sólo apariencia. ¿Cómo

nos asimos —con estas manos?

Aquí los huracanes se determinan de dos maneras diferentes. Primero como algo de siempre, es decir, arcaicos, inalterables, iguales entonces que ahora. Luego como torbellinos de átomos, algo que sabe un «tú», porque «nosotros» lo leímos en «el libro»: era sólo apariencia. Era, era sólo apariencia.

¿Qué es un huracán? Vientos fuertes, fuerzas de la naturaleza, arbitrarias, violentas, destructivas, caóticas, algo de lo que mencionamos cuando decimos «hace viento». Pero también «lo otro», torbellinos de átomos, la explicación en ello, «átomos», que suena a ciencias, algo descompuesto en su elemento más pequeño, y con ello, el concepto, pero no incondicionalmente; «torbellino» es algo arremolinado que se ha convertido en algo más allá de los conceptos. La palabra átomo remite a algo no visible, pero que de todos modos sabemos que está ahí. Esta manera de pensar viene de Demócrito y de la teoría atómica de los griegos, continuada por Lucrecio en su poema De la naturaleza, en el que la poesía se encuentra con la ciencia, explica un fenómeno y contiene su dominio y sus limitaciones, mientras que la palabra huracán remite a un fenómeno. Esta distinción es importante, lo que se aprecia en lo siguiente: «Torbellinos de átomos» lo leímos en «el libro», era «apariencia». Lo de saber se relaciona con leer, que a su vez se relaciona con apariencia. Pero se insinúa que esa apariencia ya no existe mediante lo destacado del pasado en la repetición: Era, era, apariencia, apariencia. La invitación a no leer más se puede dirigir hacia ese tiempo; aquella vez en que lo que estaba escrito era apariencia. Sobrentendido, esa apariencia se ha perdido. Pero el énfasis no se refiere tanto a la lectura como a lo que «tú» y «nosotros» leemos. Hay en eso algo en común y el que la apariencia sea algo pasado y que tal vez ya no rija es seguido por una pregunta que tiene que ver con la relación entre los que constituían el «nosotros», y resulta difícil no entenderlo como si lo que está en juego fuera lo socialmente vinculante de la apariencia, la base común que comparten las personas de una misma cultura: «leímos», «nos asimos».

¿Quiénes son «nosotros»?

Se refiere sin duda a algo del pasado, una comunidad que ya no existe, y que ahora resulta difícil de entender. ¿Cómo nos asimos?, suena la pregunta, pero no se detiene ahí, sino que continúa con una concreción: con estas manos. Estas manos existen ahora; aquello que asieron, que constituía el «nosotros», existe en el pasado, pone «asimos», en pasado, y sobre este abismo se hace la pregunta. Tanto «tú» como «vosotros», «ellos», «nosotros» y «nuestros» son pasado, sólo el yo es presente, lo que significa que lo que ocurre es que se separa algo de lo que se ha perdido. La diferencia entre ser un «yo» y mirar hacia otros yoes que eran en un pasado, y ser un yo que mira hacia ese «nosotros» que los vivos y los muertos constituían en un pasado es muy grande. No sólo se ha perdido en el tiempo lo común con esos seres determinados, también aquello que entonces lo hizo posible, las condiciones de lo común se han perdido. El poema se escribe dentro de esa pérdida. Es como si lo que esto conlleva, lo que representa el «nosotros», no se pudiera pronunciar antes de la invitación de «acudir al ojo», al húmedo, entonces por fin se puede mencionar el «nosotros» perdido; eso es lo más doloroso de todo.

 

Otro de los fragmentos de Heráclito, el número veintiséis, trata de la relación entre lo vivo, lo dormido y lo muerto, unido en el verbo «tocar».

En la noche, el hombre para sí mismo enciende su lámpara, y muere. Vivo, toca la muerte cuando duerme, y cuando sus ojos se apagan y despierta, toca su ser que duerme.

Las situaciones se excluyen las unas a las otras —cuando se duerme no se puede estar muerto, cuando se está despierto no se puede dormiry sin embargo están relacionadas mediante el toque y a través de la ambivalencia de los estados, la zona límite entre ellos. El ser humano está en la noche, es decir, en la oscuridad, donde nada es visible o distinguible. Enciende su lámpara, pero la luz no puede hacer visible al que la enciende, se le apagan los ojos, no puede ver, es la propia oscuridad. El ser humano está muerto ante sí mismo, incapaz de verse a sí mismo, ignorante de su propia existencia, pero por ese «para sí mismo» se entiende que no está muerto para otros; en otras palabras: está dormido. Dormido toca al muerto. ¿El muerto es la luz? La luz de la muerte, vista por los ojos apagados del dormido. Al dormido le toca el despierto, que se encuentra fuera del sueño, y aún más lejos de la muerte, pero la frontera no es absoluta, como el texto, nos movemos a través de los distintos estados mentales, la conciencia sube y baja dentro de nosotros, y cuando baja aparece otra cosa, algo desconocido para el despierto; la playa de los muertos.

Pero el movimiento sólo va en una dirección, del vivo al dormido al muerto; el muerto no mira hacia atrás.

Existe otro fragmento de Heráclito que también trata de muerte y sueño, el número veintiuno.

Lo que vemos despiertos es muerte, lo que vemos dormidos es sueño.

En ambos fragmentos lo más importante es ver; en el primero, sobrentendido, como lo opuesto a encender, que es ver con los ojos apagados, en el segundo como claridad, ambos lugares están relacionados con sueño y estar despierto, vida y muerte. Los dos fragmentos son oscuros, y a primera vista cada una señala en una dirección. En el primero el que está despierto puede encender al que duerme, pero no al muerto. En el otro todo lo que el despierto ve es muerte, mientras que el dormido sólo ve sueño, es decir, lo suyo propio, no lo demás. Pero también se pueden entender como expresiones de lo mismo. Cuando estamos despiertos vemos muerte, entendido como ausencia y nada, cuando dormimos no lo vemos, en el sueño también la muerte es sueño. Por otra parte, puede tratarse de una diferencia cualitativa en lo de ver, que estar despierto equivale a ver con claridad, ver la verdad, entonces vemos que la muerte está por todas partes y que es nuestra condición básica, y que dormir es no ver con claridad, sólo vemos lo nuestro propio, el sueño, lo que nos arrulla. La vida de verdad, la que reconoce la muerte, y la vida no real, que vive como si la muerte no existiera.

En el poema de Paul Celan están presentes todos estos niveles, tanto los que diferencian entre lo despierto, lo dormido y lo muerto como los que diferencian entre lo real y no lo real. Del principio:

El lugar donde estaban

tiene un nombre —no

tiene ninguno. No estaban allí. Algo

estaba entre ellos.

No veían al través.

No veían, no

hablaron de

palabras. Ninguno

despertó, el sueño

se les vino encima.

Ellos no están agarrados. Ellos se desvanecen. Lo que primero se desvanece es el lugar donde estaban, tiene un nombre, luego no tiene ninguno y entonces ellos no estaban allí. Eso es lo que son para el que escribe, que en estado despierto intenta agarrarlos. Luego pone lo que ellos eran en sí mismos, invidentes. No veían por hablar de palabras, el sueño se les vino encima. El que escribe está despierto, y si los va a agarrar no puede hablar de palabras. El nombre del lugar es una palabra así, algo que se pone en medio. Existe y existía, pero no para ellos, y por eso tampoco para el poema, que al mencionarlo los habría incluido. El mundo del nombre es el mundo del sentido, pertenece a ese «nosotros» que había, pero que ya no hay. Aquí se ha omitido el mundo del nombre, ha sido desactivado, porque su razón, el «nosotros», ya no es posible o ha de ser creado de nuevo. El silencio del nombre existe a dos niveles diferentes. En ningún lugar se pregunta por ti, entonces tú eres algo que se oculta, algo fuera del lenguaje. La herida está cubierta, también en este caso por alguien desconocido del yo, se mantiene cubierta por fuerzas que se encuentran fuera del paisaje abierto por el poema. Lo primero, el que en ningún lugar se pregunte por ti, también puede deberse a que «tú» estés muerto o a que todos los demás que se mueven en ese paisaje por el que tú te mueves estén muertos y ya no pregunten por ti, ya no sepan que existes. Pero lo de estar cubierto no es ambivalente, sólo inseguro. El otro nivel está en la relación entre el que escribe y lo descrito, entre «tú» y «ellos», «yo» y «nosotros». «Ellos» no veían, hablaban de palabras. «Tú» lo sabes, lo leímos en el libro. Era, era, apariencia, apariencia. Y luego:

Habló, habló, era, era.

Hablar es estar en el lenguaje, y esa constante desconfianza ante lo que el poema presenta a todos los niveles se asocia con lo de ser. ¿Se refiere al lenguaje de la existencia? ¿O ambos están separados?

Sí.

Huracanes, torbellinos

de átomos: quedó

el tiempo, quedó,

de intentarlo en la piedra,

ella fue hospitalaria,

no cercenó la palabra.

Qué holgadamente vivíamos:

 

Granulada,

granulada y fibrosa; cualiforme,

compacta;

uviforme, irradiada, reniforme,

aplanada,

aglomerada, esponjosa, ramificada:

no cercenó la palabra, habló,

habló suavemente a los ojos secos,

antes de cerrarlos.

 

Habló, habló. Era, era.

Huracanes, torbellinos de átomos, eso ya está establecido como una opinión común de la sociedad y del libro; ésta es la época en que «nosotros» le dimos sentido. Eso es antes de que se perdiera y antes del dolor producido por ello, pero se ha escrito después, y se ha convertido no en el momento del yo, sino en el del poema. Está en el límite del sentido, no porque no tenga sentido en sí mismo, una piedra no tiene sentido, sólo existencia, sino porque no tiene sentido para otros que no sean yo.

¿Pero probar qué de la piedra? ¿Cómo puede ser hospitalaria la piedra? ¿Qué significa que no cercenó? Piedras es de lo que más hay y lo que menos cargado de significado está; una piedra es una piedra, es neutra y también por regla general no especificada, una piedra se parece a otra piedra. En sí misma es inalterable, o sólo cambia infinitamente despacio, sin llevar marca de su edad más que para los geólogos, y así se encuentra fuera de la cultura, la historia y el tiempo, o está en un tiempo distinto al nuestro histórico, pero eso, que cuando vemos una piedra nos encontramos ante algo infinitamente más viejo que la humanidad, que estaba aquí antes del principio de la vida, es algo en lo que casi nunca pensamos, una piedra no es más que una especie de fenómeno cotidiano de la naturaleza, no, ni siquiera fenómeno, una especie de utensilio de la naturaleza, algo que sin pensar lanzamos a la superficie del agua para hacerla saltar ante la vista de nuestros hijos, por ejemplo, o en lo que nos sentamos cuando nos disponemos a bebernos un café durante una excursión por el bosque.

En las religiones antiguas, las piedras se usaban como símbolo de lo constante; levantadas en círculos en determinados lugares limitaban con lo sagrado y se relacionaban a menudo con los cuerpos celestes. La ley que Moisés recibió del Señor estaba escrita en dos tablas de piedra, lo que transformó lo fugaz de la escritura y los mandamientos en lo humanamente eterno e inalterable. En la vida religiosa, la piedra era lo contrario al árbol: allí donde el árbol simbolizaba la vida y la renovación de la vida, la piedra era la imagen de lo imperecedero. No queda mucho de ese mundo en nuestro tiempo, el árbol y la piedra ya no constituyen antípodas que nos ayudan a entender la vida, pero existen reminiscencias de ese pensamiento concreto, por ejemplo, en el rito funerario, por el que seguimos levantando una piedra sobre el muerto, y el ataúd es de madera. En la piedra talamos el nombre del muerto. Mientras el cuerpo se pudre en la tierra, el nombre en la piedra queda ahí para siempre, ya no es sólo una parte de lo social, sino también una parte de la materia.

No hay rastro en este poema de lo ritual y religioso, al contrario, la piedra está envuelta en cotidianidad, vamos a «intentarlo en la piedra», fue «hospitalaria». Esta manera de expresarlo convierte el lugar de la piedra en lo más importante, trata de la proximidad que se siente con ella. «Hospitalaria» es un antropomorfismo radical, hospitalidad es una cualidad humana, ni siquiera los animales la tienen, pero sí la tiene la piedra de este poema. Ser hospitalario significa estar abierto a los demás. En este caso a nosotros. Lo que la hizo hospitalaria fue que no cercenó, es decir, estaba abierta a nosotros. ¿Pero lo que no cercenó fue la conversación que tuvo lugar fuera de ella, es decir, en la lógica de este poema, que no se veía a través de las palabras? ¿Que con su cualidad de duración absoluta se encuentra fuera de lo efímero de lo humano? Una manera de ser diferente en la que también participa el «nosotros», porque en nuestro interior no sólo late el corazón, también está el esqueleto, lo que queda de nosotros cuando morimos, junto con el nombre en la piedra. La piedra forma parte de «eso», de lo no humano del mundo, ¿es eso lo que no cercena? ¿Por estar entretejida en el velo del lenguaje? El enigma se ahonda al repetirse, pone:

no cercenó la palabra, habló,

habló suavemente a los ojos secos,

antes de cerrarlos.

Aquí hablar es lo contrario a cercenar. Y la piedra no sólo habla, también es llevada hacia dentro de «eso», que ha de ser todo lo que se menciona después, grano, fibra, riñones. Eso es lo que «habla».

Lo de hablar se ha equiparado antes en el poema con no ver y con dormir, que también es no ver, pero más intenso, ya que el dormido está completamente de espaldas a ese mundo en el que yace. Pero dormir y no ver rige para los seres humanos; no cercenar, es decir, hablar, está relacionado aquí con cosas. Aquello a lo que las cosas hablan son los ojos. Hablar a los ojos significa ser visto. Pero no como ven los despiertos, porque no cercenaron la palabra. Son vistos mientras duermen. Los ojos que ven están secos, al contrario que el ojo del centro del poema, que estaba húmedo. Eso era antes del dolor del nosotros del poema. Pero acudir al ojo, a lo húmedo, también puede leerse de un modo menos sentimental, claro está, lo húmedo puede aludir a una cualidad de lo húmedo, que chorrea, que no es algo sólido, que fluye, que nunca es lo mismo. El contraste entre lo seco y lo húmedo o mojado se encuentra en otras partes del poema, por ejemplo en «la huella infalible» del principio y «las aguas subterráneas» del final. Una huella es algo que remite a otra cosa, un cuño, y ese cuño debe ser duradero para tener sentido. El agua no tiene esa duración, se forma según el momento, de modo que una huella de agua subterránea contiene a la vez la huella y la disolución de la misma. El poema entero se encuentra aquí, entre las huellas del tiempo y la ausencia total de ellas. Las huellas en sí no son lo que ha habido, sino señales de lo que ha habido, a la vez que también son algo en sí mismas. Cuando la huella es agua, el carácter efímero de éstas aumenta drásticamente, no su invariabilidad. Pero la huella no es sólo agua, es agua subterránea, es decir, algo que está debajo y que se llena con lo que ha estado encima, con todo lo que se infiltra en la tierra. Lo mojado, lo fluido pertenece al ojo, aquello que ve el momento, pero lo que se fija y conforma pertenece a la escritura. El ojo nunca ve lo mismo, lo visto siempre cambia, algo con lo que el poema se relaciona a muchos niveles, no sólo a través de las huellas y las huellas del agua, sino también, por ejemplo, mediante la manera en que los sustantivos pasan de cosas a ser cualidades de las cosas: no grano, sino granulado; no fibra, sino fibrosa; no riñón, sino reniforme. Son descritos como algo en sí mismos, no como algo a lo que pertenecen, una clase, una categoría. En total suman un «eso» que, junto con el eso de la piedra, no cercena, sino que habla a los ojos secos antes de cerrarlos.

¿Por qué están secos los ojos? ¿Es porque no tienen dolor, o porque sólo ven lo inalterable? ¿Es ésa la razón por la que el grano, la fibra y la piedra no cercenan? Ellos no cercenan, «eso» habló, antes en el poema el hablar de palabras se identifica con sueño, y el que luego cierren los ojos secos también puede significar sueño, o muerte, o sólo dormitar, en todo caso tiene que ver con no ver. El «eso» es activo, «cierra» los ojos secos; lo no visto cierra los ojos del que no ve, ¿que se convierte en muerto? Pero aunque los ojos secos se encuentran fuera del «eso», no así el poema. El poema lo invoca, en un tiempo y una forma que son los propios del poema. El poema ve. El poema ve la mirada dormida, que está seca pero es buena, en la piedra, el grano, la fibra, pero también ve la piedra, el grano, la fibra.

Eso es bueno, pero ¿es verdad?

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