Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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La cuestión que el poema no se plantea, pero que sí puede leerse como una respuesta a la misma, es cómo se puede representar la realidad cuando el lenguaje en su naturaleza hace generales todos los objetos y fenómenos, despojándolos del tiempo y oscureciendo así lo que es único en ellos, y que además está relacionado con una sociedad y la historia de una sociedad que los ha cargado y descargado de sentido en lentos movimientos, entendido como visión del mundo, y que no sólo concierne a lo existencial y lo social, sino que es lo que hace social lo existencial. Porque «sangre» no es sólo sangre, «tierra» no es sólo tierra. Una manera de escapar sería crear un lenguaje completamente propio, libre de historia, limitado a lo general, pero entonces no sería un lenguaje; lo que es completamente propio no puede ser comunicado, tiene que haber algo en común, un tú que cree un nosotros; ésa es la base del lenguaje. El propio poeta entendería el poema, nadie más, y entonces podemos preguntarnos qué entiende el poeta en un mundo de solipsismo.

Otra manera de librarse sería cambiar de lenguaje. Pero en primer lugar todos los lenguajes son generalizadores y están cargados de cultura e historia, y en segundo lugar este poema entra tan dentro de lo particular que resulta difícil leerlo como una expresión del lenguaje específico, en este caso la lengua alemana, o la cultura específica, la alemana; la crisis llega más abajo, hasta el fundamento mismo de nuestra comprensión de lo que es un ser humano, lo que es una lengua, lo que es una realidad, lo que es un recuerdo, lo que es la muerte, lo que es el tiempo. Tales preguntas no pueden hacerse ni responderse en esa lengua sobre la que reposa la idea general de estos conceptos sin perder su propio carácter o radicalidad. Pero tampoco puede salirse de esa lengua y fundirse con su propia naturaleza y su radicalidad, en ese caso no se muestra ante nadie. La realidad se muestra a través del lenguaje no como es, sino como es mostrada a través de él, y si ese lenguaje es verdadero, tiene que mostrar la propia realidad a través del propio lenguaje, pero sin que se rompa la relación con la realidad o con los que están dentro del lenguaje. El poema «Stretta» se encuentra justo en ese límite. Y si te encuentras en el límite del sentido, surge inevitablemente la pregunta de qué es el sentido, a la vez que cada palabra adquiere un peso inaudito. Este peso no viene del sentido, sino de la base del sentido. «Piedra» es una palabra de esa clase. Está ahí, reposa casi como una piedra sobre el poema, no relacionada con el entorno, y si intentas introducir aspectos de la relación de la piedra con lo humano para así darle sentido, ella no «contesta». Está en el lenguaje, y sin embargo fuera de los contextos del lenguaje.

En lo único se encuentra lo propio, en lo propio lo privado; el desvío de lo general va por este camino. Tal vez la piedra del poema esté cargada de algo que el lector desconoce, algo que ni siquiera consigue adivinar. En el epílogo de su traducción de Celan al noruego, Øyvind Berg escribe que los padres de Celan, Friederike y Leo, judíos de lengua alemana en la entonces Rumanía, murieron en un campo de trabajo alemán llamado La Cantera. Esto nos hace pensar en el poema «Stretta», escribe Berg, «a la vez que es importante mantener cierta distancia entre el fondo biográfico y los poemas que lo trascienden: lecturas que pretenden hacer historia hacen perder actualidad a los poemas». Lo que Berg señala es el planteamiento hermenéutico básico: ¿dónde se encuentran los límites entre lo que hay en el poema, lo que hay en el autor y lo que hay en el lector? Celan escribió «piedra». ¿Tendría en mente a sus padres al escribirlo? ¿Están ellos en la palabra «piedra»? Eso jamás llegaremos a saberlo. Ahora yo sé que los padres de Celan murieron en La Cantera de los alemanes, y en ese contexto puedo ver la palabra «piedra», pero ¿es correcto interpretar el poema en relación con ello, o estoy imputando al poema algo que no tiene? ¿Qué hay dentro y qué hay fuera de este poema?

 

Las palabras principales, aparte de «nadie» y «nada», son «noche», «palabra» y «ceniza».

Cuando Celan escribió «venía una palabra a través de la noche, quiso resplandecer», ¿lo relacionó con el principio del Evangelio de San Juan? En él se establece la clásica relación entre palabra y luz, allí la palabra es Dios, Dios es la vida y la vida es la luz de los seres humanos que resplandece en la oscuridad. Si Celan lo hizo, ¿«existe» entonces esa relación en el poema? Si no lo hizo, y no «existe» en el poema, sino sólo en mí como lector, ¿lo estoy interpretando «mal»?

 

Al principio era el Verbo, y el Verbo estaba en Dios, y el Verbo era Dios. Él estaba al principio en Dios. Todas las cosas fueron hechas por Él y sin Él no se hizo nada de cuanto ha sido hecho. En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz luce en las tinieblas, pero las tinieblas no la abrazaron.

Venía, venía,

venía, una palabra, venía,

venía a través de la noche,

quiso resplandecer, quiso resplandecer.

Si el tono del Evangelio de San Juan se oye en estos cuatro versos, también se oye el tono de Dios en esa palabra que se invoca, y que quiere pero no puede resplandecer. Pero Dios no sólo es la palabra, es la vida, y la vida era la luz de los seres humanos; entonces también ese tono llena las palabras; igual que la luz es una palabra incapaz de penetrar la ausencia de diferencias en la noche, puede haber personas incapaces de penetrar la ausencia de diferencias en la muerte. Pero el inicio del Evangelio de San Juan no sólo une las palabras con Dios y Dios con la luz de las personas, lo añade «en el principio» como si fuera un Génesis. Es un eco del Génesis del Antiguo Testamento, que también empieza con las palabras «En el principio». Pero mientras que en el Antiguo Testamento la creación es del mundo material, el cielo y la tierra, que al principio está vacía y desierta en un mar de oscuridad, para gradualmente ir ganando luz, tierra, vida, y que, como todas las historias del principio, va del caos al orden, el comienzo del Evangelio de San Juan no trata del día que amanece y la tierra que aparece de una hasta entonces infinita oscuridad, sino de la palabra. Empieza el mundo de los humanos y aparece en la palabra, que crea diferencias en aquello que carece de ellas, que pone orden en el caos. Si una persona se cae del lenguaje, se cae del mundo. Un mundo sin lenguaje es un mundo sin diferencias y un mundo sin diferencias es un mundo sin sentido. Es un caos, es la expansión y el derrumbamiento de todas las cosas. Pero el lenguaje no es algo que reposa sobre el mundo y las personas que lo habitan, una especie de sistema de anillas de diferencias, algo que existe dentro de cada ser humano, y en el que se entiende tanto a sí mismo como a los demás seres humanos y el mundo. El lenguaje es el ser humano. En el lenguaje estoy yo, pero sólo si también existe un tú con el que el yo se relaciona en el acto de lenguaje, porque si no fuera así, ¿cómo iba a poder distinguirse y tener una forma el yo? El tú sin el yo es nadie y todos.

¿Qué aspecto tiene un lenguaje sin el otro? No como los monólogos interiores de Joyce, porque aunque el lenguaje en ellos pretende venir de lo más personal, al mismo tiempo lo escucha, y es esa presencia en todo el silencioso flujo de recuerdos, pensamientos, fragmentos de una vida y un yo la que recorre una conciencia, como por ejemplo en el monólogo final de Molly Bloom en Ulises, que es el otro con quien se relaciona el secreto del interior, y con ello ya no está cerrado en torno a sí mismo. El mérito de Joyce fue precisamente mostrar hasta qué punto el yo interior estaba relacionado con el otro y la cultura mediante el lenguaje, y en su siguiente novela continuó por este camino, donde el lenguaje ya no se leía en el uno, él escribía sobre un «todos», o dentro de un todos, es decir, el lenguaje en sí mismo, sin remitente o destinatario, yo o tú, sólo un enorme nosotros que se extiende y se extiende por todas partes, porque cada palabra forma parte de otra, están abiertas las unas frente a las otras, y todo lo que contienen de historia, cultura y sentido de siglos fluye a través de ellas, encontrándose así en el otro límite del sentido; el primero está donde el yo desaparece en lo propio, lo que no se puede comunicar sin perder el carácter de lo propio y así convertirse en lo otro, y que por eso, en su última consecuencia, carece de lenguaje. El otro límite, junto al que se ha escrito Finnegans Wake, está donde el yo desaparece en el mismo lenguaje. Si se rebasa el primer límite, el tú cesa, y el yo se convierte en eso. Si se rebasa el segundo límite, cesa el tú y el yo desaparece en un «todos»; en ambos casos, el sentido desaparece del lenguaje, se vuelve enigmático.

Pero ¿qué es lo enigmático? Es aquello que no se deja entender. Pero ¿qué es entender? ¿«Entendemos» una piedra? ¿«Entendemos» una estrella? ¿«Entendemos» el agua? El concepto más importante del principio del Evangelio de San Juan es logos, la palabra. Es griega, y en la cultura griega, a partir de Platón, el lenguaje es más abstracto que el judío, en el que la palabra dabar se entiende de un modo más concreto, como más cercano a lo que representa, casi como cosas y actos en sí mismos, según Northrop Frey, si lo he entendido bien. Aunque el Evangelio de San Juan esté ausente en el poema de Celan, lo griego sí está presente, y no sólo a través de la alusión a Demócrito, que divide el mundo físico en sus componentes más pequeños, sino también a través del mundo abstracto relacional del lenguaje, que era la condición previa de ese nosotros que ya no es posible: la piedra está dentro del lenguaje, no conectada. ¿Qué significa la piedra? Es una pregunta al lenguaje, a «la piedra». Sabemos qué aspecto tiene, sabemos cómo está construida, y sabemos cuáles son sus propiedades. Pero de lo que es en sí misma no tenemos noción alguna. «Eso» podemos decir. «Eso es una piedra.» «Eso es una estrella.» «Eso es agua.» «Eso soy yo.» O, si se quiere, «yo soy eso». ¿Qué es eso?

Es lo que no tiene nombre.

Comprensión y sentido no son lo mismo. El sociólogo americanoisraelí Aaron Antonovsky define sentido como un sentimiento o vivencia de un contexto. La religión establece contextos de esa clase, incluye la piedra y el árbol en lo humano, donde a la vez son lo que son, concretamente en sí mismos, y representan aspectos de lo sagrado o lo divino, es decir, lo que está fuera de lo humano. También la ciencia, que llegó a ocupar el lugar de la religión, establece esa clase de contextos, colocando la piedra y el árbol dentro de un enorme sistema de diferencias e igualdades que los seres humanos han creado, a la vez que forman parte de él. Y lo social crea contextos, un complejo sistema de lo que se permite y no se permite hacer, lo que es deseable y lo que no lo es, lo que se puede decir y lo que no, en una jerarquía en la que cada uno puede ascender o descender, según la densidad que haya entre las diferencias de las distintas capas de la sociedad. El sentido no es nada en sí mismo, sino un sentimiento que se despierta, y el contexto que lo ocasiona es relativo, puede estar basado en malentendidos y diferencias de comprensión, superstición y fe verdadera, ilusión y realidad, moralidad e inmoralidad. Sentido es una sensación de contexto, y cuanto más grande el contexto, más grande el sentido. La interdependencia con el universo y lo divino, experimentado en el éxtasis, es el sentimiento más fuerte de contexto al que puede aspirar un ser humano. El amor es un sentimiento que crea contexto. Y el sentimiento de comunidad que surge cuando se comparte algo con otros también crea contexto y sentido. La gran comprensión del autor del Evangelio de San Juan fue que el mundo de los humanos no sólo surgió en la palabra, sino que también el propio ser humano y todo el sentido que hay en ese mundo proceden de la palabra. La palabra es luz, alumbra nuestro mundo, fuera de él hay oscuridad, y es así porque la palabra crea diferencias y la oscuridad todo lo iguala. En el poema de Paul Celan, la oscuridad y la ausencia de diferencias no es algo que esté fuera de lo humano, nuestro límite, donde estamos cuando nos encontramos con la muerte o lo sagrado, sino algo que ha penetrado en lo humano, que, basado en esta comprensión, es lo mismo que el lenguaje.

Si cae el lenguaje, la oscuridad irrumpe como un huracán en nuestro mundo, inundándolo como un mar.

¿Pero qué quiere decir que el lenguaje cae? ¿Cómo puede caer el lenguaje? O, formulado de otra manera: ¿por qué no llega la palabra a ser invocada? ¿Por qué no alumbra, sino que aparece en forma de negación, quiso resplandecer, quiso resplandecer? En el Evangelio de San Juan la palabra es Dios, lo que se puede entender como que Dios es el que o lo que da sentido a la palabra, aquello en lo que el sentido reposa y lo que irradia. En este poema no existe un contexto que proporcione un sentido. La palabra sobre el mundo destruye el mundo, la hierba dispersa, y la rueda gira por sí misma, inconexa con el entorno, un símbolo desintegrado, siendo tal vez lo más importante la propia desintegración, al menos subrayada, porque el cielo bajo el cual rueda no tiene estrellas. Las estrellas son luz en la oscuridad, la luz son palabras, la palabra es Dios. Cuando la palabra justo después es invocada como luz hay que entenderlo como la invocación de otra clase de palabra, el deseo de crear otro contexto diferente al de dispersa, y cuando esto no se cumple, el poema se desmorona en ceniza, ceniza, ceniza, noche, noche-y-noche y la invitación de acudir al ojo, no al que ve y separa, sino al que llora.

 

Ahora bien, el contexto o el sentido no consisten únicamente en encontrar de dónde viene la palabra, sino también hacia dónde se dirige, es decir, hacia un tú. Para este tú la ausencia de sentido también tiene sentido. Sin este tú, el poema habría enmudecido por completo. No se habría desmoronado en cenizas y noche, que es lo que casi carece por completo de lenguaje, sino en lo que carece de lenguaje. El tú es la esperanza del poema, su futuro, su utopía. Pero el tú del poema no se corresponde conmigo, que lo leo ahora, es una magnitud que yo puedo descifrar o no. Si la quiero descifrar, hay que hacerlo con mucha delicadeza, porque eso es leer, liberarse de lo propio y entregarse a la voz ajena, obedecerla, que en este caso fue creada por un ser humano, un Paul Celan muerto hace mucho tiempo, pero que aquí, en estas palabras y sus matices aparece con su yo, dirigido a un tú, que yo, más de cincuenta años después de que fueran escritas, intento descifrar. Si pongo demasiado de lo mío, transformo el tú del texto en mi yo, el poema se convierte en un espejo y sus posibilidades de conocimiento serán limitadas por mis propias limitaciones, porque yo sé lo que sé. Ese prejuicio no sólo funciona en relación con mi yo, sino también en relación con la cultura con mayúsculas, que también forma parte de mi yo lector, que es imprescindible y sin la que me encontraría perdido ante cada palabra. A ese tú que existe en el poema de Paul Celan, aquello a lo que se dirige el poema, se le niegan todas las palabras que crean esos prejuicios comunes, precisamente porque ese espacio de reconocimiento, dentro de cuyos límites se escribe, trata de la insuficiencia de estos prejuicios en relación con el mundo que intentan alcanzar, y por esa razón el poema resulta tan difícil de captar; se va alejando de los puntos comunes, y cuando a pesar de todo se acerca a ellos, están como libres de las asociaciones y resonancias comunes: una piedra es una piedra. Lo idiosincrático es el método del poema para escribir sobre algo que no sean palabras que despiertan palabras, y que obliga al lector a leer de un modo idiosincrático, es decir, que dificulta todas las relaciones entre la imagen del poema y lo que ésta «representa», lo que «realmente» es una expresión. El poema se expresa a sí mismo, pero lo hace con las palabras de la comunidad. Lo hace difícil de interpretar, pero no de entender, se niega espacio a las asociaciones que despiertan las palabras, es rechazado por las palabras colindantes, pero no existe ningún rechazo de lo que las palabras despiertan de ambientes y sentimientos. Lo que ocurre es más bien que estamos aquí ante el verdadero y último sentido del poema, más allá del lenguaje, en el corazón y el ojo que llora. Pues es allí adonde se invita a acudir al «tú», que muy bien podría ser una personificación del lector. No leas, no mires, pero acude al ojo, a lo húmedo. Por otra parte, el ojo que no ve, sino llora, es una especie de equivalencia de la luz que quiso resplandecer, es esta oscuridad la imagen de impotencia, la caída del lenguaje. El lenguaje ha caído porque ha caído ese «nosotros» del que surge, a la vez que forma parte del mismo, pero el poema no se escribe sólo para mostrar eso, es en sí un intento de buscar otra salida y de esa manera recrear un sentido, aunque sólo sea aquí, en este poema, y aunque sólo sea negativo, visibilizando la pérdida de sentido. La figura que representa la pérdida no es la noche, que oculta, ni la fuerza que le falta a la palabra, que no puede, sino la ceniza, dentro de la cual todo ha desaparecido. La ceniza es la forma de la ausencia. La religión, que mediante sus leyes y reglas convierte todo lo que hay en el mundo humano en algo relatado a Dios y por lo tanto significativo, también ha incorporado la ceniza en la acotación entre la realidad social, la realidad física y la realidad divina; la ceniza es mencionada en la ley de Moisés, tal y como fue transmitida por el Señor a los israelitas a través de aquél, y en ella es objeto de ciertas reglas. No la ceniza en sí, sino la ceniza después de un holocausto. El sacerdote debe ir vestido de lino cuando retira las cenizas y debe ponerlas junto al altar. Luego tiene que cambiarse de ropa antes de llevar las cenizas del campamento a un lugar limpio. Este rito de sacrificio consiste en transiciones, un animal en el mundo es sacrificado e introducido en lo sagrado, se vuelve sagrado, se convierte en algo de Dios. Las cenizas siguen dentro de lo sagrado y son por ello sagradas. El que el sacerdote se cambie de ropa señala una transición que culmina en el momento de sacar las cenizas del templo y del campamento; vuelve a formar parte del mundo. Pero incluso en la diferenciación de lo sagrado, las cenizas son un resto que, al contrario que la vida, no se puede finalizar —porque ya están muertas— y que se saca fuera, convirtiéndose con ello en algo no sagrado.

La cuestión es qué tiene que ver la dimensión de la ceniza con el poema de Paul Celan. Ceniza, ceniza, ceniza, pone, como si se insistiera en que sólo es ceniza y nada más. Al mismo tiempo esta ofrenda, de la que la ceniza son los restos, se llama holocausto en griego. Y en un poema escrito por un autor alemán judío en 1959 resulta difícil leer «ceniza» y «holocausto» como magnitudes neutras. ¿Pero una lectura así sería una lectura histórica? Invirtamos el problema y preguntemos: ¿con qué otra cosa podrían estar relacionadas la «ceniza» y la herida como «sutura» y «cicatrizada» sino con el Holocausto? ¿Sería reducirlo? En cierto modo sí, porque es precisamente la reducción de este nombre la que el poema con una tremenda fuerza negativa intenta evitar, por la sencilla razón de querer cerrar justo aquello que el poema desea mantener abierto. Pero es exactamente eso, y nada más, lo que ocurre en el poema. Se relaciona con algo muy específico que no puede nombrar, y así alcanza lo específico, lo que rige para el tiempo histórico, y se adentra en las categorías existenciales básicas, entre las que la más importante es la relación entre el lenguaje y la realidad. Sin esa catástrofe en lo humano que fue el Holocausto, el poema seguramente habría podido especular en torno a la diferencia entre palabras y piedras, y haberse movido en torno a la nada de la muerte, pero me resulta difícil creer que pudiera haber rogado en vano a la luz de lo más alto, la luz divina, que resplandeciera.

Claro está que «Stretta» no es un ejercicio lingüístico, un ejercicio académico sobre presencia y ausencia, es una elegía y un réquiem por los que murieron, y también por lo que se perdió con su muerte, es decir, el «nosotros». Fue en el propio lenguaje de Celan, su lengua materna, el alemán, en la que los judíos primero fueron separados de su «nosotros» para convertirse en su «ellos», y luego, en los campos de exterminio, en su «eso». A los judíos se les quitó el nombre, en el que no sólo se encontraba su identidad, sino su humanidad, se convirtieron en eso, cuerpos con miembros que se podían contar, pero no nombrar. Se convirtieron en nadie. Luego en nada. Lo único que quedó de ellos fue la ceniza.

Hace algún tiempo vi un documental sobre el exterminio de los judíos, Shoah, de Claude Lanzmann. Trataba exclusivamente de lo que quedó, exclusivamente de lo que existía ahora; no había imágenes antiguas, películas antiguas, sólo personas del presente que contaban, una tras otra, lo que habían visto o vivido entonces. Trenes, bosques, rostros. Algunos hablaban con facilidad de lo que habían visto, aunque sin haberlo comprendido, no sabían lo que decían, otros se quedaban completamente mudos, y otros se derrumbaban bajo el peso de un solo recuerdo que de repente resultaba insoportable. Yo podía entenderlo como observador, eso había sucedido, aquello había sucedido, yo podía evaluar los relatos de las distintas personas y relacionarlos con su propia psicología y tipo de carácter, pero sólo dos veces en el transcurso de las nueve horas que duró la película entendí lo que había sucedido en todo su horror, un destello de comprensión, es decir, que lo percibí con los sentimientos, no con el intelecto. Duró dos o tres segundos, y todo había pasado. El único destello de comprensión lo relacioné con el poema de Paul Celan.

Un funcionario ferroviario que había trabajado en la estación justo al lado de un campo alemán en Polonia en 1942 habló de una experiencia que había tenido una tarde en ese lugar. El campo llevaba ya algún tiempo en construcción, la gente especulaba sobre a qué sería destinado, tal vez el hombre también preguntara a algún alemán, no lo recuerdo, pero al menos dedujo que sería un campo de trabajo para judíos. Esa tarde estaba a punto de acabar la jornada cuando llegó un tren a la estación del campo. Tenía muchos vagones, todos estaban abarrotados de judíos que fueron llenando el campo cuando él volvía en bicicleta a su casa. La estación se encontraba justo al lado y todos los que trabajaban allí oyeron a los que llegaban, los sonidos de una gran multitud de gente que al atardecer se extendió por la zona: gritos, llantos de bebés, conversaciones, susurros. Cuando el hombre volvió a la mañana siguiente a empezar su jornada, reinaba por todas partes un silencio absoluto. Él no lo entendía. ¿Dónde estaba todo el mundo? Sabía que no los habían llevado a otro sitio, tenían que estar allí, en el recinto del campo, pero ¿cómo podían estar tan silenciosos si habían llegado en grandes cantidades?

Sobre ese silencio en el que quedan borradas todas las diferencias humanas escribió Paul Celan. Ese silencio es nada, pero en esa nada hay algo, todos los que han desaparecido en ella. Ese silencio y esa oscuridad en el silencio es lo que hace al yo del poema rogar a las palabras que resplandezcan, lo que le hace decir quiso resplandecer, quiso resplandecer, y luego ceniza, ceniza, ceniza, noche, ceniza-ynoche. Se han borrado todas las diferencias, todo se ha convertido en nada, y lo que fue no se puede revocar, está perdido para siempre, y tampoco se puede revocar en el lenguaje, porque en este imperio vacío de la nada sin diferencias, una palabra no puede establecer ninguna diferencia. Lo único que queda de ellas es el silencio, es decir, lo que no tiene palabras, lo que a su vez quiere decir la noche y la ceniza. Todo el mundo de diferencias del uno: ceniza. El pasado, el futuro: ceniza.

 

Tal vez se pueda decir, siendo cínico, que una vida es una vida y que no era más horrible cuando un niño moría en una cámara de gas que cuando un niño muere en un accidente de tráfico, el dolor de los familiares es el mismo; dolor es dolor, no aumenta al multiplicarse, el ser humano no son números, el dolor no es un cálculo aritmético. Eso es correcto. Perder a un hijo siempre es igual. Pero el número representa más que uno añadido a otro, ellos también constituían una comunidad, un colectivo. Cuando una persona muere en una sociedad, su recuerdo sigue vivo entre el resto, y sus pertenencias físicas se reparten entre sus más allegados. Un nosotros ha perdido un tú, que en la muerte se ha convertido en eso.

Con el Holocausto, sociedades enteras fueron exterminadas de una vez, de modo que no sólo lo que eran se convirtió en nada, sino también todo lo que habían sido. Todos sus recuerdos e historias fueron también exterminados. Lo que eran al morir, su propio «es» cesó, y también su «era», y esa nada que es absoluta, donde no queda nadie, ni tampoco nada, crea una distinción entre es y era que la muerte en sí no crea, porque el nosotros no muere nunca, sigue vivo, todas nuestras instituciones, todo lo que construimos y hacemos va dirigido a la continuidad de ese nosotros que es más resistente que cualquiera de sus partes individuales, porque ellas sí mueren, se conservan durante un tiempo en el recuerdo del cercano nosotros, que a su vez también muere, hasta que el nosotros, que en el fondo es lo mismo, lo forman individuos completamente nuevos.

Eso es cultura.

La cultura no sólo aguanta la muerte del tú y del yo, está ahí para servir de superestructura. Y el elemento más importante de esa construcción es el lenguaje. El lenguaje es del nosotros, es nuestro, pero lo que expresamos con él es nuestra individualidad. Esa individualidad que el lenguaje expresa una y otra vez a lo largo de los siglos es la cacofonía del nosotros. En el lenguaje y en la cultura vencemos a la muerte, tal vez ésa sea la función fundamental de uno y de otra. Cuando el poeta francés Mallarmé escribió poemas sobre la muerte de su hijo, su escritura se deslizaba hacia el borde de la nada, la oscuridad que contemplaba, pero el hecho de que fuera allí donde el lenguaje se disolvía tenía que ver con que él se encontraba en el límite del lenguaje, era justo allí donde se rompía, ante eso era impotente, no en sí mismo, porque si el lenguaje se alejaba de allí para acercarse al centro, a la vida y a la esfera social, volvería a tener significado y a ser completo. Mallarmé recordaba a su hijo. En el Holocausto murieron tanto el niño como los que recordaban al niño.

Pero no es esto lo que separa el poema de la muerte de Celan del poema de la muerte de Mallarmé, aunque la ausencia del recuerdo aumente la ausencia de diferencias de la nada. No, lo que los separa es que la disolución del sentido en el poema de la muerte de Celan no rige para la zona más exterior del lenguaje, aquello que el lenguaje no es capaz de asir, es decir, la negación de la problemática del nombre divino, sino que la disolución del lenguaje rige para el lenguaje como tal, el lenguaje en sí mismo. No las palabras individuales, como piedra o hierba, sino la base de contextos de sentido que crea el «nosotros» del lenguaje, ya que era este «nosotros» el que había separado los «tús», convirtiéndolos en «ellos» y luego en «eso», expulsándolos del lenguaje y de lo humano.

¿Un yo que ha visto esto puede luego decir «nosotros»? Y si no puede, ¿cómo escribir y hablar?

 

El lenguaje es una actividad social, todo lenguaje exige un yo y un tú que juntos constituyen un nosotros.

La realidad del lenguaje es por tanto una realidad social, es la realidad del yo, del tú y del nosotros. Pero el lenguaje no es una magnitud neutra que expresa algo que ya existe, tanto el yo, como el tú y el nosotros lo tiñen y son teñidos por el lenguaje que ellos crean y en el que son creados. Identidad es cultura, cultura es lenguaje, lenguaje es moral. Lo que posibilitó los crímenes del Tercer Reich fue un refuerzo extremo del nosotros, y, en consecuencia, la debilitación del yo, que redujo la resistencia a la creciente deshumanización y a la expulsión del «nonosotros», es decir, los judíos, que a su vez reforzó aún más el nosotros. La deshumanización tuvo lugar en el lenguaje en nombre del nosotros, donde también se encuentra la moral, y la voz de la conciencia en Alemania pasó en sólo unos años de decir no matarás a decir matarás, como señala Hannah Arendt.

En este lenguaje, en el que la moral, la ética y también la estética estaban pervertidas, Paul Celan dijo «yo». Cuando él decía «muerte» en ese lenguaje decía algo más que ausencia de vida, decía algo distinto a nada, porque el nazismo, que había penetrado todas las partes de la cultura, era un culto a la muerte, de modo que al decir «muerte», Celan no decía «nada», sino víctima, patria, grandeza, fervor, orgullo, coraje. Cuando decía «tierra», decía historia, pertenencia, linaje. Cuando decía «sangre», decía raza, pureza, sacrificio, muerte. La muerte en las cámaras de gas era otra muerte, su nada era otra cosa, mencionado como se menciona la extinción de insectos o animales dañinos, la eliminación de algo no deseado, de algo no-humano, y ¿cómo denominar esa muerte que carecía de identidad, sin despertar ni la bandera sonora ni las ratas hormigueantes que reposaban en la palabra «muerte»?

 

Siete años antes, en 1952, Paul Celan publicó otro poema que se refería al Holocausto, tal vez el más famoso, «Fuga de la muerte». El tema es el mismo, pero el mundo que describe es muy diferente, en parte porque contiene nombres. Alemania es mencionada dos veces, Margarete, con su pelo de oro, cuatro, Sulamit, con su pelo de ceniza, tres. La muerte se personifica, es un Maestro Alemán, la violencia se ejemplifica, «agarra el hierro del cinto lo blande», «él te alcanza con bala de plomo su blanco eres tú», «azuza sus mastines a nosotros», la violencia se relaciona con los judíos y se une con la música, «silba a sus mastines silba a sus judíos hace cavar una fosa en la tierra nos ordena tocad a danzar», y por encima de él, del Maestro Alemán, brillan las estrellas. «Fuga de la muerte» es un poema sugestivo e hipnótico, su belleza es salvaje, comparable con los poemas de Hölderlin. Y no es mentira, el nazismo era salvaje y bárbaro y completamente grotesco de un modo carnavalesco, buscaba lo sublime en sus banderas, uniformes, desfiles y carteles, invocaba la historia y las profundidades de la historia, exhibiendo la cultura alemana, también a Hölderlin, su yo fue disuelto en el nosotros de las masas, y era una buena disolución, trataba de fundirse con lo que era más grande que uno mismo, por encima de la estrechez de la clase para entrar en lo orgulloso «de todos», la sangre, la nación, Alemania, y era una noche que descendía de un modo rápido y brutal, pervertida, iluminada por un incendio de violencia y destrucción.

Este mal tan estridente como solemne llena «Fuga de la muerte». La identidad no está rota, se agrupa en Alemania y Margarete, su pelo dorado en contraste con el pelo de ceniza de Sulamit, lo ario frente a lo judío. La muerte no es una nada, el pasado no está ausente, no es imposible de representar, el lenguaje no se ha destruido, sigue teniendo sentido. Todo esto ha desaparecido en «Stretta». Ha caído. En «Stretta» hay un silencio absoluto. No queda ni un nombre. El poema se introduce entre el nombre del mundo y el mundo, pero no busca el mero ser, entendido como una liberación de la civilización y la cultura, es decir, lo que se suele llamar lo real, porque la ausencia del nombre es una pérdida en el poema, del mismo modo que lo es la ausencia de la fuerza del nombre que crea diferencias, algo que se ruega, pero que no se puede cumplir. Incluso la naturaleza tal y como es, real y auténtica, como si estuviera detrás del lenguaje, está impregnada de la ideología del nosotros y su proyecto para crear opiniones, también el de los nazis, para los que constituía una de las ideas fundamentales, como se aprecia en Mi lucha, de Hitler, donde la idea de la naturaleza en sí tal vez sea la magnitud más importante, pero también en la filosofía de Heidegger, por quien Celan, por cierto, mostraba un gran interés, hasta tal punto que incluso se vio con él, lo que no resultó fácil, ya que Heidegger había sido nazi y miembro del partido, de modo que tampoco la idea del mundo tal y como «es», fuera del lenguaje, era del todo ajena a la ideología y el concepto del mundo, estaba entretejida en todas las cosas, y esa falta de inocencia, o este descubrimiento de la pérdida de inocencia, es, a mi entender, el punto de partida del poema de Celan.

La gran diferencia entre «Fuga de la muerte» y «Stretta» se debe, claro está, a los años que los separan, pero no necesariamente es sólo un resultado del desarrollo de la obra poética de Celan, o de su maduración y profundización, porque también ocurrió algo con la cultura, es decir, la percepción del nosotros del nazismo y del Holocausto, porque mientras que en 1952 todo seguiría abierto como una crueldad inconcebible en una sociedad en ruinas, en 1959 estaba cerrado de otra manera, un suceso al que se remitía, algo de la historia, en la que todos los sucesos individuales, toda vida individual, todos los momentos individuales estaban encerrados en el símbolo del nombre, por ejemplo, Auschwitz.

«¿Quién las cubrió?», se pregunta en el poema. La denominación es otra forma de desaparición, razón por la que el poema no puede describir la deportación de judíos, los transportes en vagones de ganado a través del paisaje polaco, las órdenes dentro de los campos, el desnudamiento, las corridas de baquetas hasta la cámara de gas, la muerte en la cámara de gas, donde se congregaban llenos de pánico ante las puertas, por las cuales, cuando se abrían, caían muertos, la quema en los hornos o sobre parrillas encima de las fosas, las cenizas. Esta descripción, que se podría decir que consta de hechos y que asociamos con la palabra «Auschwitz», no tiene nada que ver con la realidad, en parte porque su perspectiva indica un desarrollo unificado, que es una ficción por la sencilla razón de que ningún ser humano vio los sucesos por ese orden, sino sólo fragmentos de ellos, y porque los que formaron parte de todo el proceso murieron sin haber relatado nunca lo que vivieron o, si sobrevivieron, lo vivieron desde dentro, mientras que la descripción ve el suceso siempre desde fuera.

La perspectiva no ha existido nunca, pertenece a la escritura y sólo es posible en ella. Auschwitz, como nosotros nos lo imaginamos, no existe, pertenece al pasado, que se ha perdido, ni tampoco existió entonces, porque lo que nosotros nos imaginamos que ocurrió allí de la manera en que se nos ha dicho no ocurrió así, el relato miente, porque oculta una de las partes, cuya perspectiva es la única posible y verdadera, y justamente la ocultación de esa parte fue lo que posibilitó el exterminio.

 

Cuando a los diez años jugaba en el búnker de los alemanes junto al colegio de Tromøya, o me sentaba en sus cañones con las piernas colgando mirando el mar, sólo hacía treinta y pocos años que se habían usado. Pero el mundo en el que yo jugaba era pacífico y ordenado, y cuando a los nueve años estuve por primera vez en Flensburgo, trotando detrás de mi padre, que andaba muy deprisa y que tenía una extraña expresión en la cara cuando pasamos por una calle estrecha en la que a ambos lados había mujeres ligeras de ropa sentadas en cabinas, y que seguramente sean la razón por la que me acuerdo de esa ciudad, reinaba allí la misma paz y el mismo orden. Cuando cruzábamos las montañas para ir a visitar a mis abuelos en la parte oeste, la mayor parte de los turistas con los que nos encontrábamos era alemana. Muchos de ellos habrían estado allí antes, durante la guerra. De ella nos hablaban en el colegio, casi todo tenía que ver con lo que había pasado en Noruega, pero poco a poco también sobre los sucesos del resto del mundo. En los periódicos, la guerra estaba presente en el sentido de que se iban encontrando por el mundo cada vez más criminales de la guerra que eran acusados. En las revistas, tal vez sobre todo en Vi menn, abundaban las historias sobre los tesoros de la guerra, o el llamado oro nazi, y sobre criminales alemanes de guerra que se ocultaban en Argentina o Brasil. Pero la mayor fuente de conocimientos sobre el nazismo fueron para mí los cómics, como Pa vingene y Vi vant, en los que los alemanes, o los Fritz, como solían llamarse, eran malos y crueles, y los amarillos o los «japoneses» tal vez aún peores. Era como si todo esto, tanto los libros, cómics, artículos de periódicos y revistas, como la enseñanza de historia en el colegio, ocurriera en un tiempo radicalmente distinto, en un lugar radicalmente distinto, más cerca del bosque en el que desaparecieron Hansel y Gretel que aquel que se volvía cada vez más ralo cuanto más se acercaba a la playa de cantos rodados para por fin terminar en Hove, donde los alemanes sin duda habían tenido posiciones.

En la primavera en que cursaba séptimo, cuando tenía trece años, vi por primera vez fotos de un campo de exterminio. Estaba en la biblioteca, que se encontraba en el sótano del colegio. Fue para mí un shock, me quedé helado por dentro, pero no fue el número de muertos o su sufrimiento ante lo que reaccioné, porque ya había estudiado el Holocausto y sabía lo que era, sino ante la imagen de una mujer tan famélica que ya no parecía un ser humano, estaba desnuda, pero no había en ella nada sexual, y luego una foto de un montón de cadáveres amontonados como troncos de madera, la foto se había tomado a distancia, y se mezclaban miembros y cuerpos, pero se veía con toda claridad que eran seres humanos. El helamiento que esta foto me produjo, el terror que me recorrió el cuerpo y que me dejó en un estado de enajenación durante varias horas no tenía nada que ver con su sufrimiento o lo horrible de la acción en sí, sólo tenía que ver con los cuerpos, la manera en que estaban colocados y lo que expresaban, que era algo que yo no había visto jamás y cuya existencia ignoraba.

En la universidad me encontré con la guerra y el Holocausto de una forma completamente distinta, por ejemplo, de como escriben sobre ellos Horkheimer y Adorno, en La dialéctica de la Ilustración, donde, para entender el derrumbamiento de la civilización que acabó en barbarie total, analizan la Odisea con el fin, a mi entender, de mostrar cómo están conectadas la luz y la oscuridad, que la luz intenta librarse de la oscuridad y que varias veces estuvo a punto de lograrlo, pero que al final siempre era succionada para volver a su sitio. Dicen que la Ilustración quedó ciega ante sí misma, aquello que empezó como un desencantamiento de la realidad, para que el ser humano se sintiera libre y amo de sí mismo, acabó en un reencantamiento de ella, al mismo tiempo que continuaban todas las tecnologías y conquistas del progreso, dejando al ser humano cautivo y esclavizado, para acabar por derrumbarse por completo.

Comprendí que la solución de Adorno era más ilustración. «La ilustración tiene que dar lugar a una autoconciencia para no fallar definitivamente al ser humano», dijo. Y: «No se trata de conservar algo trasnochado, sino de cumplir una antiquísima promesa.» Yo no sabía en qué consistían las relaciones entre oscuridad, luz, ilustración, mito, nazismo y Bergen —ciudad en la que yo vivía y en la que consistía todo mi mundo— porque no existía el planteamiento. En aquellos años todo tenía un lugar. Adorno era un lugar, la Odisea otro, mi vida un tercero, la guerra un cuarto. En las ocasiones en que todo se me mezclaba, como por ejemplo aquella noche en Sørbøvåg, cuando, viendo la televisión con mi abuelo, de repente señaló el televisor y dijo: «¿Qué hace ahí ese judío?» Al que estaba viendo era al político noruego Jo Benkow. Yo no sabía que todo se me mezclaba, no pensé en Ilustración, no pensé en mito, no pensé en Adorno, no pensé en Arendt, sino en mi abuelo, del que yo sabía que nunca había sido nazi, y que su prejuicio venía de tiempos pasados y no expresaba nada esencial de su interior.

El que en los años siguientes leyera muchos libros sobre el nazismo no tenía tanto que ver con el intento de entenderlo como con esa enorme fascinación que ejercían sobre mí los sucesos de aquellos tiempos. Por aquel entonces se utilizaba el concepto «sin límites», era vago y teórico, usado en textos casi siempre modernistas, mientras que en realidad, igual que lo inaudito, otra palabra académica e intelectual de honor, no era nada que alguien quisiera conocer. Porque ¿dónde se encontraba en nuestra cultura lo ilimitado y lo inaudito? Los drogadictos no tenían límites, no escatimaban ningún esfuerzo para hacerse con la droga y lo pornográfico era inaudito, como esa tendencia política que no gustaba a nadie, el pseudoliberalismo pequeñoburgués del Partido del Progreso, así como el racismo y la glorificación de la violencia.

¿Qué era lo ilimitado en la literatura? ¿Qué era lo desbordante y lo inaudito en ella? En su mayor parte los géneros, es decir, que la expresión tradicionalmente baja apareciera en lo tradicionalmente alto, que la filosofía apareciera en textos creativos, o que el poema se acercara a la prosa. En mi opinión personal, lo excesivo estaba relacionado en parte con una enorme sensación de libertad y en parte con una enorme vergüenza, pero el terreno en el que se desarrollaba era algo tan poco sofisticado y pesado como dos cervezas de más, con un par de horas siguientes de actos no deseados, pero libres, como resultado. Era insignificante, escaso y pobre, aunque no lo sintiera necesariamente así, mientras que los crímenes cometidos en el Tercer Reich eran inauditos y excesivos en un sentido distinto y en el fondo incomprensible, pero sí claramente atrayente. Era como si traspasaran los límites de lo propiamente humano. ¿Cómo era posible? La fascinación por la muerte, la fascinación por la perdición, la fascinación por la destrucción total, ¿en qué consistía? El mundo ardía, ellos gritaban de alegría.

Sobre eso leía, sobre eso especulaba y jamás sin sentir yo mismo algo de esa fascinación, tan lejos de guerras y muertes, destrucción y genocidio, sentado en una silla en Bergen, rodeado de todos mis libros, generalmente con un cigarrillo en la mano y una taza de café a mi lado en la mesa, con el decreciente murmullo del tráfico de la noche al otro lado de la ventana, a veces con un gato calentito dormido en mi regazo. Leía sobre los últimos días de Hitler, ese ambiente completamente enloquecido allí abajo, muy dentro de la tierra, donde vivía junto a algunos de sus sirvientes y sus más allegados, y con la ciudad encima de ellos destrozada por las bombas de los rusos, llameante como el mismísimo infierno. Subió una vez a pasar revista a unos soldados de las Juventudes Hitlerianas, yo había visto el documental que se rodó en esa ocasión, está enfermo, intenta impedir que le tiemble una mano, mientras va de un joven a otro, seguramente tenía párkinson. Pero en sus ojos hay un destello, algo inesperadamente cálido.

No podría ser posible, ¿no?

Cuando murió mi padre, Yngve y yo encontramos un alfiler nazi entre sus cosas, es decir, un alfiler con un águila alemana para lucir en la solapa. ¿De dónde lo sacó? No era el tipo de persona que comprara esas cosas, alguien tenía que habérselo dado. Cuando la abuela murió, año y medio después que mi padre, y revisamos la casa con el fin de repartir la herencia, encontramos un ejemplar de Mi lucha en el arcón del salón. ¿Qué hacía allí? Debía de estar allí desde la guerra. En aquella época era un libro normal, se vendían de él miles de ejemplares, puede ser que alguien se lo hubiese regalado, sin que el libro en sí significara nada para ellos, pero de todos modos era extraño que no lo hubiesen tirado después de la guerra, porque tenían que saber que era algo que molestaba. Después de la primera sensación de gran sorpresa que despertó en mí la presencia de lo prohibido, apenas volví a pensar en ello. Yo conocía a mis abuelos paternos y sabía que eran de otros tiempos, en los que regían otras reglas. Tal vez un año después empecé a leer de un modo más sistemático sobre el nazismo, fue simplemente algo con lo que me topé, como antes me había topado con otros tiempos y lugares. Leí la obra de Shirer sobre el nazismo, el primer libro de Kershaw sobre Hitler, el libro de Gitta Sereny sobre Speer, los diarios de Spandau de Speer y sus Memorias. Eso era lo que estaba leyendo cuando Tonje y yo nos divorciamos, y yo me mudé a Estocolmo. Allí, en un apartamento de una habitación, decorado con un estilo femenino, en medio del barrio de Söder, leí el libro de Gitta Sereny sobre el campo de exterminio Treblinka, Desde aquella oscuridad. Me sentí mal durante dos semanas, y después no leí nada más sobre el tema, por ese camino ya no llegaría más lejos, ahí se cerró todo, se vació todo.

 

Siete años después, en la primavera del año pasado, yo mismo compré Mi lucha, o, mejor dicho, como ya tenía cierto nombre como autor, y como la atención en torno a ese título era tan grande, no me atreví a encargar Mi lucha en la librería de viejo, en mi paranoia pensaba que podría hacerse público, de modo que le pedí a mi mejor amigo, Geir A., que lo hiciera por mí. Pagó las dos mil coronas que costaron los libros y me los envió por correo. Desenvolverlos y encontrarme con ellos en las manos me produjo malestar, por no decir esa sensación casi de vómito que experimenté cuando empecé a leer el primer volumen, dejando que las palabras y los pensamientos de Hitler entraran en mi conciencia para, por algún tiempo, formar parte de ella. Me iba a Islandia para dos días y había pensado leer el libro en el avión, porque al volver a casa empezaría a escribir el primer volumen de esta novela, y como también se llamaría Mi lucha, y tanto el libro de Hitler como el alfiler pertenecían a los misterios no resueltos de esa historia, o tal vez no misterios, sino más exactamente partes del pasado que aparecían en el presente y que yo no podía remitir a nada de lo que yo conocía de él, había decidido escribir unas páginas sobre el libro de Hitler.

Siempre suelo empezar por oler los libros que compro, tanto los nuevos como los de segunda mano, inclinar la cabeza sobre las páginas y husmearlas, ya que asocio el olor, sobre todo el de libros antiguos, con algo bueno, con aquello que fue decididamente bueno en la infancia. El cuento de hadas, la entrada en otros mundos. Pero con Mi lucha no pude hacer eso. El libro era de alguna manera malvado. Tampoco podía tenerlo en mis estanterías o en el escritorio, sino que tuve que meterlo en el cajón de más abajo. Leerlo en el avión, como había pensado, resultaba impensable, me di cuenta en el momento en que ocupé mi asiento en medio de la cabina. Una de las azafatas me felicitó por mis libros, la otra me guiñó un ojo y dijo que sabía muy bien quién era yo, mientras dos pasajeros sentados delante de mí estaban leyendo el mismo artículo en Aftenposten, del que yo era protagonista. El que fuera un personaje tan notorio me imposibilitaba por completo leer el libro de Hitler, pero hubiera sido imposible aun siendo desconocido, porque el libro es en sí estigmatizante; si se hubiera descubierto que alguien estaba leyéndolo en el avión, el malestar se habría extendido y se habría pensado que algo tenía que pasarle. No lo saqué de la bolsa en todo el vuelo, ni tampoco lo toqué cuando me tumbé un rato a descansar en la habitación del hotel, antes de mi intervención. Preferí ver la televisión, pues la carga me resultaba demasiado grande. Pero ¿por qué? Había leído al marqués de Sade, otro autor estigmatizado, pero eso es literatura, su libro es vitoreado como trascendental y revolucionario por todos los grandes filósofos franceses de la posguerra, y utilizado como punto de partida para sus análisis del poder, sexo, lenguaje y muerte. Con el libro de Hitler es distinto. Y no es literatura lo que ocurrió después, lo que él hizo luego, cuyas condiciones previas están minuciosamente explicadas en el libro, que es de tal calibre que cambia la literatura, convirtiéndola en algo malvado. Mi lucha, de Hitler, es el único tabú absoluto que existe en la literatura. No se puede decir que eso lo haga interesante, aunque de hecho sí lo es, porque diciéndolo se faltaría al respeto de todos aquellos a los que el sistema, directamente derivado del libro, condujo a la muerte. Seis millones de judíos, hace sólo sesenta y cinco años. Casi toda literatura es sólo texto, pero Mi lucha no, es más que texto. Es un símbolo de la maldad humana. En él la puerta entre el texto y la realidad está abierta de par en par de un modo que no se da en ningún otro libro. En Alemania ha estado prohibido hasta hace poco. En Noruega no se ha reimprimido desde la guerra.

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