Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

Página 26 de 58

Es obvio que el texto oculta algo, ¿pero qué? ¿La propia derrota y las consecuencias que tendría en la relación con su padre? Pero hay algo extraño en toda esta descripción. No hay nada más natural que el que un padre tenga planes para la educación de su hijo, pero que el hijo sea tan previsor respecto a su futuro que a los once años dedique todo su esfuerzo a oponerse a la voluntad de su padre sobre algo tan lejano en el futuro como un puesto de funcionario público suena extraño.

¿Por qué era tan importante para Hitler escribir que fue enviado a la Realschule de Linz en contra de su voluntad? Era un instituto reconocido, allí estudiaba Ludwig Wittgenstein, que nació el mismo año que Adolf Hitler, y que provenía de una de las familias más ricas y cultas de Austria, por no decir de Europa. Tanto Wittgenstein como Hitler fueron malos en el instituto, el peor fue Hitler, que suspendió varias asignaturas el primer año, de modo que tuvo que repetir, también suspendió tercero, razón por la que no pudo continuar en la institución, y tuvo que mejorar sus notas en otro instituto menos prestigioso. ¿Puede simplemente deberse a que se inventara lo de que su padre le había obligado sólo para decir que habría sacado buenas notas si hubiese querido, pero que él quería otra cosa y por eso no se esforzaba? Suena como algo muy rebuscado.

En el texto, el conflicto de funcionario público se agudiza aún más. El chico va a la Realschule en contra de su voluntad, se resigna porque ha sido obligado a ello, pero es, como escribe, «terco y obstinado», y en lugar de insistir en «el bachillerato de latín» en contra del «bachillerato de ciencias» del padre, un año más tarde da un paso más, reforzando así las divergencias.

Todavía hoy no me explico cómo un buen día me di cuenta de que tenía vocación para la pintura. Mi talento para el dibujo estaba tan fuera de duda, que fue uno de los motivos que indujeron a mi padre a inscribirme en una Realschule, si bien jamás con el propósito de permitirme una preparación profesional en ese sentido. Muy por el contrario, cuando yo por vez primera, después de renovada oposición al pensamiento favorito de mi padre, fui interrogado sobre qué profesión deseaba seguir y, casi de repente, dejé escapar la firme decisión que había adoptado de ser pintor, mi padre se quedó mudo.

«¡Pintor! ¡Artista», exclamó.

Pensó que yo había perdido el juicio o tal vez que no hubiera oído bien su pregunta. Cuando comprendió, sin embargo, que no había entendido mal, y sobre todo cuando se dio cuenta de mi convencimiento, él se opuso a ello con toda su voluntad. Simplemente resolvió el caso. No se planteó ni siquiera si yo tenía talento para ello.

«¡Pintor! ¡Artista, jamás mientras yo viva.» Pero como su hijo, aparte de otras cualidades también habría heredado una terquedad parecida a la suya, se encontró con una respuesta parecida, sólo que en sentido contrario.

Y ahí estábamos cada uno con nuestra postura. Mi padre no abandonó su «jamás» y yo reforcé mi «a pesar de todo».

De ahí no salió nada agradable. El viejo caballero estaba disgustado y yo también, a pesar de lo mucho que lo quería. Mi padre me prohibió hacerme cualquier esperanza de poderme formar como pintor. Yo di otro paso más y dije que no quería estudiar nada. Como yo, claro está, me llevé la peor parte con esa clase de afirmaciones, y mi padre se disponía a llevar a cabo su voluntad con mano dura, a partir de entonces me callé, pero convertí mi amenaza en realidad.

Su hermano Edmund murió de sarampión en febrero de 1900. Hitler ingresó en la Realschule de Linz en el mes de septiembre del mismo año. Por lo que él escribe sobre esa época resulta imposible saber cómo le afectó la muerte de su hermano. En algunas biografías se describe como algo parecido a un cambio de personalidad, un chico que pasó de ser alegre y extrovertido a ser obstinado e introvertido, pero aunque así fuera, no podemos saber a qué se debía, sólo constatar que en esa época cambió de ambiente, pasó de un pequeño instituto en una pequeña ciudad a un instituto grande en una ciudad grande, donde no conocía a nadie ni llegó a conocer a nadie, y que su hermano murió unos meses antes. Es su hermano pequeño el que muere, lo que como es natural abre un vacío en su existencia, oscurece su mente y su vida. Porque lo que su hermano fuera en sí mismo, el que dejara de existir y ya no estuviera, tal vez sea más difícil de aceptar que de entender para un chico de once años. Y cuando muere un niño en una familia, el dolor de los padres no tiene fondo; es un dolor con el que tendrán que seguir viviendo los que no mueren. Los padres estarían unidos a él de un modo muy diferente al de los hijos que murieron al nacer, verían el futuro al mirarlo. Un hijo que muere supone una crisis mayor que ninguna otra, ¿y cómo no va a parecerle injusto a un chico de once años? Esos antecedentes también están en lo que le ocurre a Hitler durante sus años en la Realschule, esa aversión que muestra por aprender, su insolencia y alta autoestima, él es él, no tiene ningún motivo para mandarlo todo al carajo, excepto el que representa su padre cuando intenta inculcarle sentido común a golpes. Para el cambio de notas en el instituto esto no parece haber significado nada, ya había recibido palizas antes, formaban parte de sus condiciones de vida, como para tantos otros niños, tal vez la mayoría, al menos en ese ambiente. No escribe nada sobre su madre, nada sobre sus hermanos, nada sobre sus amigos, sólo sobre su padre. Si es verdad lo que dice, que saboteó su educación para mostrarle a su padre que se equivocaba, hay algo autodestructivo en ello. Sólo una oscura mente infantil piensa así, ya verá mi padre, no voy a aprender nada para que se dé cuenta de lo que ha hecho, cuando no hay ninguna otra manera de vengarse, ningún otro modo de llegar hasta el odiado. Aunque toda esta operación de funcionario público puede ser un invento para disculpar las malas notas y la deficiente educación de Hitler, también describe una distancia entre padre e hijo, que se encuentra en un callejón sin salida, y no hay razón alguna para creer que es un invento, ya que ocurre a varios niveles y es confirmada por otras fuentes. Llamarlo «viejo caballero» equivale a conferir mucha dignidad a un funcionario de aduanas testarudo, irascible y amargado que propina unas palizas a sus hijos que los dejan sin sentido, pero no se representa como el padre de Hitler, sino como «padre», una magnitud en la vida de todos, un hombre al que hay que admirar y honrar, de ahí el título de «viejo caballero».

 

Sobre Alois Hitler, nacido Schicklgruber, existen pocos elogios. En el libro Hitlers Wien su autora, Brigitte Hamann, cita a uno de los conocidos de Hitler, Josef Mayrhoefer, y lo describe de la siguiente manera: «En la taberna siempre quería llevar la razón y tenía un temperamento irascible… En casa era severo, no era un hombre amable; su mujer no tuvo una vida fácil.» Pero no es una imagen generalizada; en la necrológica de LinzerTagespost se subrayó que en un contexto social podía ser un hombre alegre, casi juvenil, escribe Hamann, y que era aficionado al canto. «Aunque de vez en cuando podía escapársele alguna palabra malsonante, escondía un buen corazón tras una ruda apariencia.» Alegre en la calle, un demonio en casa, así parece haber sido. Más tarde Hitler confesó a su secretaria que no había querido a su padre, pero que le había tenido muchísimo miedo. «Tenía accesos de rabia y en esos casos se ponía violento. Mi pobre madre siempre temía por mí entonces.» El hermano mayor de Hitler, Alois hijo, dibujó la misma imagen del padre, pero con el añadido de que Adolf era mimado por la madre, la madrastra de Alois hijo, que lo cuidaba desde por la mañana hasta por la noche. Pero Alois también cuenta que Adolf recibía palizas, en una ocasión una tan fuerte que pensó que estaba muerto.

 

Sin duda, la fuente más importante de los años de juventud de Hitler en Linz, y en parte también en Viena, es el libro Hitler, mi amigo de juventud, de August Kubizek, publicado en 1953. Kubizek le llevaba nueve meses a Hitler; se conocieron en el teatro de Linz cuando tenían dieciséis años, Kubizek no conoció nunca al padre de Hitler, pero se hizo amigo de la familia, y escribe que el padre seguía presente para ellos. Un gran retrato suyo colgaba en el mejor sitio del salón; las largas pipas que solía fumar seguían colocadas en el estante de la cocina, y Kubizek escribe que eran una especie de alegoría del padre: muchas veces, cuando la señora Hitler hablaba de su marido fallecido, señalaba las pipas, «como si fueran testigos de lo fielmente que ella seguía la tradición de marido».

Kubizek escribe que los colegas del padre lo describían como preciso, cumplidor y estricto, orgulloso de su rango, pero que no era un jefe popular. El rasgo más notable del padre de Hitler señalado por Kubizek es un enorme desasosiego. Se mudó doce veces mientras vivía en Braunau, dos veces mientras vivía en Passau y siete veces después de jubilarse. El propio Adolf recuerda siete domicilios diferentes, y cinco colegios diferentes. No tenía nada que ver con la calidad de las viviendas, en muchas ocasiones se mudaban a casas peores. La explicación de Kubizek es que su temperamento exigía cambios constantes, y como su trabajo le exigía estabilidad, tenía que buscarse otras salidas. De la misma manera interpreta Kubizek el hecho de que fundara tres familias en el transcurso de su vida; estando casado por primera vez con una mujer bastante mayor que él le fue infiel con la que sería su segunda mujer, y lo mismo ocurrió cuando inició la relación con la madre de Hitler.

Esa costumbre extraña y poco común del padre de cambiar siempre de entorno es tanto más espectacular en cuanto eran tiempos pacíficos y agradables que no motivaban esa clase de cambios.

Kubizek encuentra el mismo desasosiego e intranquilidad en el carácter de Hitler a los dieciséis años, y en ese contexto evalúa el conflicto de funcionario público que Hitler tanto subraya en Mi lucha. Lo difícilmente controlable de la naturaleza de su padre era frenado por las exigencias de su puesto, la disciplina aportaba a su inestable carácter dirección y sentido, el uniforme de funcionario del Estado actuaba como cobertura de su atormentada vida privada; la autoridad a la que así se subordinaba le hacía posible evitar los escollos más graves y peligrosos de su vida, que de otro modo podrían haberle destruido, escribe Kubizek. El padre tuvo que ver esos mismos rasgos en su hijo, razón por la que estaba inusualmente interesado en la futura profesión del chico. No es seguro que él mismo supiera la razón real de ello, escribe Kubizek, pero su insistencia en el tema muestra que tuvo que intuir cuánto estaba en juego con el futuro de su hijo.

«Así de bien lo conocía», escribe Kubizek.

Esa idea ofrece una imagen más benévola de lo habitual del padre de Hitler, y no resulta ni increíble ni improbable, al contrario, lo que más intransigente hace a un padre ante un hijo es a menudo aquello en lo que el hijo más se le parece, hay siempre un elemento de autodesprecio en la brutalidad de un padre hacia su hijo, y puede ejercerse aunque uno no sea consciente de ello, quizá sobre todo entonces, cuando esos sentimientos que brotan son tan fuertes y obsesivos que todo el sentido común desaparece. En una voluntad tan fuerte como en este caso, en el que el padre pone todo su empeño, también hay algo de preocupación y cuidado, pero eso es casi imposible de comprender o reconocer por parte de un niño, ya que, en primer lugar, se intenta hacer a la fuerza, sin escuchar las protestas o identificarse con la situación del niño, y, en segundo lugar, está totalmente desprovisto de ese lenguaje mediante el que se suele transmitir el amor. Nadie puede saber si un amor como ése existe o no. Los sentimientos del propio Hitler hacia su padre se encontraban en algún lugar entre odio, miedo y respeto por su autoridad. Todas esas mudanzas, las infidelidades, la gran diferencia de edad con sus esposas indican una mente atormentada y nerviosa, y es probable que la reconociera en ese modo de ser tan rebelde de su hijo. La idea de que supiera cómo era su hijo mejor que éste desplaza todo el conflicto desde el deber y la subordinación, o de lo mecánico del deber y la subordinación hasta algo necesario, desconocido por los involucrados, que se sentían desvalidos ante sus propios egos.

 

¿De dónde venía la idea de ser pintor? En la familia no había ningún artista, apenas ninguno en su entorno; lo más cerca que Hitler estaría del arte sería del que viera en las iglesias y leyera en los libros. No obstante, eso es lo que quiere ser de mayor. Ni soldado, ni sacerdote, ni profesor, ni funcionario del Estado, sino el polo opuesto a funcionario del Estado, artista. El que Ludwig Wittgenstein fuera filósofo no era ni extraño ni sorprendente, pues su mundo rebosaba de arte y cultura, lo mejor que su época podía ofrecer. Pero Hitler sabía dibujar, tal vez fuera animado a ello, y quería ser algo muy distinto a lo que le rodeaba, tal vez el arte podría sacarlo de aquello y elevarlo.

Su padre murió de repente de una apoplejía cuando él tenía trece años.

La cuestión de mi futura profesión debía resolverse más pronto de lo que yo esperaba. A la edad de trece años perdí repentinamente a mi padre. Un ataque de apoplejía truncó la existencia del hombre, todavía robusto, dejándonos sumidos en el más hondo dolor. Lo que más anhelaba, esto es, facilitar la existencia de su hijo, para ahorrarle en la vida las dificultades que él mismo experimentó, no había sido alcanzado en su opinión. Apenas sin saberlo, él sentó las bases de un futuro que no habíamos previsto ni él ni yo.

Aquí se vuelve a usar la palabra «robusto», lo que la convierte en una de las palabras esenciales del texto. La primera vez que se usa pone «chiquillos robustos», refiriéndose a los compañeros de juegos, usada en oposición tanto a la madre y su «invariable y cariñosa solicitud», como a una tranquila vida en casa en plan «poltrón». Cuando la palabra se usa para el padre, caracteriza su fuerza vital, es ese «hombre todavía robusto», de ninguna manera envejecido o débil.

En el texto el padre es lo contrario al arte, y entonces el esquema es como sigue: dentro de casa/leer/madre/poltrón versus fuera/vida al aire libre/compañeros/belicosidad, y resplandor eclesiástico/arte/libertad versus padre/coacción/fuerza vital. «Robusto» es una palabra de honor, aparece como algo positivo, pero por debajo fluye lo no robusto. El único lugar donde hay un puente entre los dos es en la descripción de la lectura sobre la guerra, allí se encuentra lo activo, lo enérgico y lo robusto de las vidas heroicas, y lo pasivo, soñador, lo dentro de casa, la vida de enmadrado poltrón asociado con la lectura y el arte.

El padre muere, pero Hitler no deja el colegio enseguida, su madre quiere que continúe hasta que, como él escribe, una enfermedad llega en su ayuda, una dolencia pulmonar que hace que el médico «aconsejase a mi madre con el mayor empeño, que no permitiera en absoluto que en el futuro me dedicara a trabajos de oficina». El que se lo pida «con el mayor empeño» parece indicar que hubo que convencerla y el que hubiera que convencerla significa que no era nada evidente. La enfermedad parece haber sido superada, y un pretexto al que la madre cedió. Que cediera ante su hijo no es extraño, había visto a su marido pegarle sin que ella tuviera suficiente fuerza para intervenir, él le doblaba la edad y era un hombre autoritario, y ella había perdido a cuatro hijos. Hitler es el que había sobrevivido, nada es lo suficientemente bueno para él.

Aquello que durante tanto tiempo deseaba y por lo que tanto luché, ahora por esa razón, de una vez por todas, se transformó en realidad. Mi madre, bajo la impresión de la dolencia que me aquejaba, acabó por resolver mi salida del colegio para hacer que ingresara en una academia.

Cuando Alemania invadió Austria en 1938, Hitler ordenó a la Gestapo eliminar todos los documentos referentes a él y su familia de los archivos oficiales. Al parecer, Hitler quería destruir todas las huellas de su pasado. No obstante, hay mucho material sobre esos años de su vida, apenas hay una persona de su entorno que no haya sido entrevistada. El pasado no se deja controlar, sigue vivo en recuerdos, historias, rumores, cartas, diarios, y donde en otras circunstancias jamás habrían sido reunidos, sino que habrían pertenecido a muchas personas diferentes, dispersas de la manera que el destino dispersa a la gente de una generación, la fama de un solo individuo puede reunirlos y mantenerlos unidos, como fue el caso de Adolf Hitler. Está claro que Mi lucha no es de fiar, pero ofrece la imagen de la vida de Hitler de 1924 como él quería que fuera, que en sí dice ya mucho. Describe su infancia como debería haber sido, pero con elementos de la infancia tal y como fue, intacta, en el sentido de que incluye algunos personajes y sucesos centrales, aunque no todos, y no necesariamente los más importantes. Despacha los cinco años que separan la muerte de su padre de la de su madre en unas cuantas líneas, y los dos que cohabitó en Linz con su madre y su hermana sin ir al colegio los resuelve en una sola frase:

¡Felices días aquellos que me parecían un bello sueño, porque dos años después la muerte de mi madre vino a poner un brusco final a mis acariciados planes!

De estos dos años felices, pero en Mi lucha mudos, trata el libro de Kubizek sobre Hitler. Es indudablemente la fuente más importante de la vida de Hitler desde los dieciséis hasta los veinte años, y es a la vez el documento que ofrece la mejor visión de la personalidad de Hitler, ya que Kubizek fue el único verdadero amigo que tuvo en toda su vida.

Al igual que a todos sus contemporáneos que se han pronunciado sobre él, hay que estudiar detenidamente los motivos y la veracidad de la imagen que ofrece Kubizek, y así se ha hecho. Después de señalar unos cuantos errores, Brigitte Hamann concluye como sigue:

Pero al fin y al cabo Kubizek resulta fidedigno. Su libro es una fuente rica y única de los primeros años de Hitler, salvo las cartas y postales que contiene del joven Hitler.

Ian Kershaw, que ha escrito la biografía sobre Hitler en dos tomos, Hubris y Nemesis, se muestra más crítico. Escribe:

No hay que poner demasiado énfasis en las memorias de la postguerra de Kubizek, tanto en lo que se refiere a los hechos como a la interpretación de éstos. Es una versión ampliada y detallada de unas memorias que en un principio le fueron encargadas por el partido nazi. Aunque estén escritas posteriormente, las apreciaciones de Kubizek están teñidas por la admiración que seguía profesando por su anterior amigo. Kubizek se inventó bastantes cosas, construyó algunas partes en torno a las propias narraciones de Hitler en Mi lucha, llegando a presentar algo muy cercano al plagio, con el fin de ayudar a su memoria. Pero, aun teniendo en cuenta todos estos defectos, sus memorias han resultado ser una fuente más fidedigna de lo que se había pensado al principio, sobre todo cuando tocan el interés del propio Kubizek por la música y el teatro. No cabe duda de que con todos sus defectos contienen importantes observaciones sobre la personalidad del joven Hitler y muestran en su embrión rasgos que años más tarde serían muy, por no decir demasiado, prominentes.

El razonamiento es típico de la obra de Kershaw, que tiene el defecto de describir todo, y quiero decir todo, como fuertemente negativo en Hitler, incluso lo que concierne a su infancia y su juventud, como si toda su vida estuviera teñida de lo que sería y haría veinte años después, encarnara una especie de maldad, o la maldad formara una especie de núcleo en él, algo inalterable e irremediable que explica que todo saliera como salió. Esa interpretación de Hitler es inmadura, y convierte su libro, conocido como la biografía definitiva de Hitler, casi en ilegible. ¿Es posible que todo lo que haga un ser humano, también cuando tiene dieciséis años, sea malo y horrible? Kershaw cosecha todo el tiempo palabras negativamente cargadas en torno a la persona de Hitler en la juventud. Escribe sobre la aversión del padre hacia la «pereza y vida ociosa» de su hijo, escribe que el padre había conseguido ascender en la sociedad mediante «diligencia, perseverancia y esfuerzo, desde unos humildes orígenes hasta la estima y el respeto al servicio del Estado», mientras que «su hijo tuvo unas condiciones sociales más privilegiadas y daba la impresión de no tener nada mejor que hacer que perder el tiempo dibujando y soñando». Dejar que el padre sea el héroe y el hijo el villano cuando existen fundamentos para saber que el padre molía a palos al hijo y fue un tirano en su casa es bastante fuerte.

Kershaw describe de la siguiente manera el cambio de carácter de Hitler que tuvo lugar entre la infancia y la juventud: «El chico alegre y juguetón de la infancia se había convertido en un adolescente vago, amargado, rebelde, malhumorado, terco e inútil.» Sobre el período de los dieciséis a los dieciocho, escribe: «Durante esos dos años Adolf llevó una vida de una pereza parasitaria, financiado, acomodado, cuidado y mimado por su madre.»

Se pasaba el tiempo dibujando, pintando, leyendo o escribiendo «poesía», por las noches iba al teatro o a la ópera y soñaba constantemente con un futuro de gran artista. Se acostaba tarde por las noches y se levantaba tarde por las mañanas. No tenía ninguna meta determinada. El perezoso estilo de vida, las fantasías fallidas, la falta de disciplina para trabajar sistemáticamente —todos rasgos del futuro Hitler— se pueden visualizar durante esos dos años en Linz.

¡Cuánto desprecio hay en las comillas de «poesía»! ¡Y qué burgués suena ese subrayado de que se acostaba tarde y se levantaba tarde! ¡Y las repeticiones de que era «vago» o «perezoso», que su vida era «ociosa» o «parasitaria», y el tono tan negativo que da a «fantasear», «soñar»! Todo lo cual, junto con que dibujar es algo con lo que uno «pierde el tiempo», todo esto expresa la mentalidad y actitud contra la cual la vida de Hitler en aquella época obviamente era una protesta. Si cambiamos Hitler por «Rilke», por ejemplo, imaginándonos que alguien escribiera así sobre él, diciendo que era vago, perezoso, parásito, lleno de fantasías y sueños sobre un futuro de gran artista, sin capacidad para trabajar sistemáticamente, que se quedaba despierto hasta las tantas y en la cama hasta muy entrada la mañana cuando tenía dieciséis años, si se hubieran leído estas frases tan negativas sobre Rilke, el lector se habría preguntado por el concepto del hombre y del arte del escritor. Kershaw considera negativo todo lo relacionado con el arte, por ser el polo opuesto al trabajo real. Ahora bien, sí que se puede decir que Hitler no era un verdadero artista, de modo que la condena está justificada, pero cuando un chico tiene dieciséis años nadie puede saber lo que va o no va a ser, y a lo mejor no era precisamente el talento artístico lo que separaba a Hitler y Rilke cuando tenían dieciséis años.

El retrato que Kubizek hace de Hitler es una imagen de la parte interior de esa realidad reprobada por Kershaw, y es la de un joven que arde. Hitler arde por la ópera, por el teatro, por la música, por la poesía, por la pintura, por la arquitectura. Escribe poemas, dibuja, pinta acuarelas, diseña edificios, tanto como los ve en el exterior como los ve en su interior. En lugar de preguntarse a qué se debe ese gran interés y qué expresa, tan notable en su vida, tan intensamente presente en sus primeros veinticinco años, Kershaw lo ve como una expresión de las cualidades personales y por tanto negativas de Hitler. Pero tiene dieciséis años, está claro que su poesía no es gran cosa, y que esos edificios que diseña en detalle no pueden compararse con el trabajo realizado por arquitectos formados, está claro que es un aficionado, pero ¿qué joven de dieciséis años no lo es?

La descripción de Kubizek de su amistad con Hitler, de la época y el ambiente en los que se desarrolló, cuando la música, el arte y la literatura son los temas alrededor de los que circulaba la vida de los jóvenes, recuerda la imagen que ofrece Stefan Zweig de su adolescencia en Viena en su libro de memorias El mundo de ayer. Zweig le llevaba diez años a Hitler, y lo que escribe sobre Austria de la época hasta el comienzo de la Primera Guerra Mundial, que era una edad de oro de libertad y seguridad, también tiene que haber sido el caso de la vida en Linz en 1905-1906.

 

En la descripción de su época de juventud en Viena, Zweig subraya esa fascinación casi obsesiva por todo lo que tenía que ver con la cultura. Hacen cola ante los teatros cuando hay estrenos, llevan poemas de Rilke en las tapas de sus libros de texto, leen a Nietzsche y Strindberg bajo el pupitre, siguen todos los debates literarios y leen las críticas, y si alguna noche alguno de ellos ve a Gustav Mahler por la calle, todos serán informados en el instituto al día siguiente.

Toda la clase estaba muy agitada ante el estreno de Gerhart Hauptman en el Burgtheater semanas antes de empezar los ensayos; intentamos sonsacarles el argumento y el elenco de actores y extras, con el fin de ser los primeros en enterarnos. Y —para mencionar nuestras estúpidas ocurrencias— nos cortamos el pelo en la peluquería del Burgtheater sólo para pescar pequeñas y picantes novedades sobre Wolter o Sonnenthal; un niño de unos cursos inferiores al nuestro, que era sobrino de un diseñador de luces en la Ópera, era idolatrado y cortejado por los que éramos algo mayores, porque a veces conseguía meternos a escondidas en el escenario durante los ensayos. Y nuestra profunda veneración al subir a ese escenario superaba a la de Dante cuando subía a los círculos sagrados del paraíso. Tan poderosa era para nosotros la luz de la fama que nos exigía respeto aunque tuviera que pasar por siete medios antes de llegar hasta nosotros; una pobre mujer vieja se convirtió en un ser celeste sólo porque Franz Schubert era su tío abuelo, y nos girábamos respetuosamente en la calle cuando pasaba el ayuda de cámara de Joseph Kainz, porque tenía la suerte de estar cerca del muy amado y más genial de los actores.

Stefan Zweig era judío, nacido en la alta burguesía de Viena. Escribió sus memorias a la sombra del brutal y demoledor gobierno del nazismo antes de suicidarse «en su desesperación por la destrucción de la cultura europea», como pone en la portada de la edición noruega de El mundo de ayer. Pocos autores han ofrecido un retrato mejor y más fascinante de la realidad perdida de la Europa de la preguerra que Zweig. Es una edad de oro de la burguesía, una época caracterizada por la opulencia, la continuidad, la prudencia, la armonía y la seguridad, tan sedentaria que el ideal de la juventud es el de la mediana edad; escribe Zweig que todos los que querían ascender y prosperar tenían que enmascarar su juventud de todas las maneras pensables. Los hombres de veinticinco años se dejaban barba y panza, andaban con bastón y llevaban abrigo, incluso usaban gafas aunque a su vista no le ocurriera nada.

 

La novela con la que debutó Thomas Mann, Los Buddenbrook, que fue publicada en 1901, ofrece la misma doble imagen de dicha época; por un lado esa opulencia sedentaria, basada en el comercio y la ordenada vida de la burguesía, y por otro, los hijos de esta burguesía y su atracción por el arte y la cultura de las grandes emociones que en el universo de Mann tenían siempre un carácter algo débil, casi destructivo. El burgués y el artista, ésas son las dos personalidades que presentan tanto Mann como Zweig. La Múnich de Mann y la Viena de Zweig se encontraban entre los centros culturales de Europa a principios del siglo XX, pero aunque Hitler viviera en ambas ciudades, incluso a la vez que Zweig en Viena y Mann en Múnich, una especie de abismo lo separaba de esa cultura de la que ambos formaban parte. La Viena de Hitler era un barrio bajo, y su Múnich no mucho mejor. Pero a pesar de las grandes diferencias sociales, había algo que relacionaba a Hitler con el mundo de ambos: en su época en Viena vio varias puestas en escena realizadas por Gustav Mahler de óperas de Wagner, al que admiraba y apreciaba, y cuando llegó a la ciudad llevaba una carta de recomendación para el famoso Alfred Roller, que no sólo era catedrático de la Escuela de Arte, sino también estrecho colaborador de Mahler, además de su escenógrafo: uno de esos que Zweig y sus amigos podrían haberse parado a mirar por la calle. La recomendación se había gestionado a través de la dueña del piso de la familia Hitler en Linz, que sentía simpatía por Hitler, conocía al hermano de Roller y escribió esta carta sobre el joven a una amiga suya en Viena, citada en el libro Hitlers Wien, de Brigitte Hamann:

El hijo de mi inquilino va a ser pintor, está estudiando aquí, en Viena, desde este otoño, deseaba ingresar en la Academia austrohúngara de Artes Plásticas, pero no consiguió entrar y empezó a estudiar en una institución privada (creo que Panholzer). Es un joven de diecinueve años serio y ambicioso, más maduro y más organizado de lo que podría corresponder a su edad, amable y sensible, y proviene de una familia muy decente. Su madre murió antes de Navidad de cáncer de pecho con sólo cuarenta y seis años, era viuda de un funcionario público de la oficina principal de aduanas, la mujer me caía muy bien, vivía en el piso contiguo al mío, en la segunda planta; ahora viven allí su hermana y la hija de ésta, que va al colegio. El apellido de la familia es Hitler, el hijo, para quien te pido ayuda, se llama Adolf Hitler. El otro día hablamos casualmente de arte, y dijo que el profesor Roller es un hombre famoso entre los artistas, no sólo aquí, en Viena, sino incluso a nivel mundial, y que sentía veneración por su trabajo. Hitler no tenía ni idea de que yo conocía al hermano del famoso Roller, y cuando le dije que quizá podía ayudarlo, proporcionándole una recomendación para el director de la Sección de Escenario de la Ópera de la Corte, los ojos del joven empezaron a arder, se sonrojó y contestó que consideraría la mejor suerte de su vida poder conocer a ese hombre. Me encantaría poder echar una mano a ese joven, pues no sabe de nadie que pueda ayudarlo; llegó a Viena sin conocer a un alma y tiene que ir a todas partes solo y sin que nadie lo oriente. ¡Tiene la firme intención de aprender algo concreto! Por lo que sé de él no es una persona que vaya a escatimar esfuerzos, porque se ha fijado una meta seria. ¡Espero que no pierdas el tiempo en algo que sea indigno!

Roller contestó con una carta de tres páginas. Entre otras cosas, escribió: «Dile al joven Hitler que puede venir a verme y pídele que se traiga alguno de sus trabajos para que vea lo que está haciendo, y le asesoraré lo mejor que pueda. Estoy todos los días en mi despacho de la Ópera, entrando por Kärntherstrasse, escalera principal, entre las 12.30 y las 18.30.»

Pero Hitler nunca apareció. Más adelante diría que le faltó valor. Se había acercado al edificio de la Ópera un par de días después de llegar a Viena, pero no se atrevió a entrar y se dio la vuelta. Tras grandes esfuerzos superó el miedo y regresó, pero con el mismo resultado, tampoco se atrevió. La tercera vez que se encontró delante de la puerta de Roller alguien le preguntó qué quería, y él murmuró una disculpa y se dio a la fuga. Después de eso rompió la carta de recomendación y nunca más intentó ver a Roller. Para entonces ya había sido rechazado por la Academia y se jugaba mucho; un contacto con Roller era sin duda inestimable para un adolescente de provincias que quería ser pintor. Al menos podría haber echado un vistazo a sus esbozos y decirle lo que debía hacer, lo que había de bueno y de malo en ellos, para poder ir mejor preparado a la prueba de ingreso en la Academia. El problema de Hitler residía en que era autodidacta y tenía poco o ningún contacto con otros pintores o ambientes artísticos. Ésa era seguramente la razón por la que no sabía lo que se pedía ni lo que estaba de moda, lo cual no era muy afortunado si quería entrar en una de las grandes instituciones, ya que en ellas lo importante era eso.

Y sin embargo no se atrevió. ¿Por qué? En parte porque era tímido y Roller era una persona a la que admiraba, había visto dos representaciones de Mahler de óperas de Wagner con la colaboración de Roller, Tristán y El holandés errante, hablar con él sería como hablar con un dios; en parte porque tenía miedo de ser rechazado. La identidad de artista era muy importante para él, se había enfrentado a muchas cosas con el fin de conservarla, primero oponiéndose a la voluntad de su padre, luego a la de su madre, y cuando ellos murieron, a la del mundo en general. Todos esperaban que se buscara un trabajo normal, que se hiciera mayor, que ganara su propio dinero y fundara su propia familia. Justo antes de irse a Viena, un pariente le ofreció trabajar en la oficina de correos. Lo rechazó, seguro que no sin desprecio, porque siempre había desprecio en su voz cuando hablaba del «trabajo para ganarse el pan», según Kubizek. Lo que Hitler oponía a la existencia burguesa normal era el arte, y tan grande era en él el sueño de ser artista que no podía correr el riesgo de que Roller le dijera que carecía de talento y que volviera a Linz a buscarse un trabajo normal y corriente. No podía arriesgarse a toparse con esa posibilidad, aunque fuera verdad, antes seguiría soñando con ello.

Ése es un rasgo típico de Hitler, que se muestra en muchos episodios descritos por Kubizek. Tiene una intensa vida interior, nutrida por fantasías que por todos los medios intenta no enfrentar a la realidad. Lo más señalado en este sentido tal vez sea su enamoramiento a distancia durante cuatro años de Stefanie, una joven de Linz que había visto varias veces en el centro, en las calles por las que los habitantes de Linz paseaban por las tardes y noches para ver y ser vistos, para pararse a charlar con conocidos, echar un vistazo a los escaparates, vivir la vida en la provincia tal y como se vivía por todas partes en esa época. Una tarde de 1905, mientras están dando un paseo como de costumbre, escribe Kubizek, Hitler le agarra alterado del brazo y le pregunta qué le parece esa esbelta y rubia joven que cogida del brazo de su madre se pasea por Landstrasse.

Estoy enamorado de ella, dice.

Resulta que no ha hablado nunca con ella. En los paseos vespertinos por la Landstrasse se coquetea, se intercambian sonrisas y miradas, pero las reglas son estrictas; para hablar con ella primero tendrían que ser presentados, y eso estaba fuera de su alcance, tal como explica Kubizek. Hitler le preguntó qué podía hacer, Kubizek le explicó que tendría que acercarse a la madre, presentarse y pedirle permiso para hablar con su hija y acompañarlas.

Adolf me miró con cara dubitativa y meditó un buen rato sobre mi sugerencia. Acabó por rechazarla. «¿Qué digo si la madre me pregunta por mi profesión? Lo cierto es que tendría que mencionar mi profesión enseguida, lo mejor sería añadirla a mi nombre, “Adolf Hitler, pintor académico”, o algo por el estilo. Pero aún no soy pintor académico y no puedo presentarme como tal hasta que lo sea. Para una madre la profesión es aún más importante que el nombre.»

Hitler no da nunca ese paso, no llega a presentarse a la madre, por lo que no intercambia una sola palabra con la joven durante los siguientes cuatro años, durante los que ella, según Kubizek, es el gran amor de Hitler. Se contenta con mirarla. A veces sus miradas se cruzan, a veces ella le dedica una sonrisa, lo que convence a Hitler de que los sentimientos de ella por él son tan intensos como los de él por ella. Planifica su futuro junto a la joven hasta en el más pequeño detalle, dibuja incluso la casa en la que vivirán algún día, durante un tiempo está completamente obsesionado por esa casa. Le escribe poemas, «Himno a la amada» era el título de uno de ellos, según Kubizek. Stefanie es una mujer casi onírica, perfectamente idealizada, quizá emparentada sobre todo con las heroínas mitológicas de Wagner, y cuando la realidad, que tiene una fuerza tan grande que no se puede apartar eternamente, interviene por fin, él reacciona con ira. Ha pedido a Kubizek que investigue el historial de la joven, y éste habla con un conocido que es amigo del hermano de ella. Stefanie pertenece a las capas altas de la burguesía, le cuenta, vive con su madre, que es viuda, y le gusta bailar; el invierno anterior había asistido a todos los bailes importantes de la ciudad, en compañía de su madre. No está comprometida, Hitler se muestra satisfecho con el informe, salvo por una cosa, el que la joven baile. En primer lugar no se ajusta a la imagen que tiene de ella, y en segundo lugar tampoco a la vida que él lleva.

Kubizek describe a Hitler como una persona inusualmente seria, dedicado a lo que le interesa, que en esa época es en su mayor parte el arte y la arquitectura. No bebe, no fuma, no le interesa el deporte ni el aspecto social de la vida en provincias. El baile es para él algo muy ajeno. El hecho de que ella baile y forme por ello parte de la realidad social le molesta en grado sumo.

Después de haber sido su blanco durante tanto tiempo, por fin tuve la ocasión de burlarme de él. «Tienes que apuntarte a clases de baile, Adolf», sentencié con la mayor gravedad posible. El baile se convirtió inmediatamente en uno de sus problemas. Recuerdo muy bien que nuestros solitarios paseos ya no estaban repletos de conversaciones sobre «el teatro» o «la reconstrucción del puente Donau», sino dominados por un solo tema: el baile.

Como ocurría con todos los temas que él no sabía manejar inmediatamente, le dio por generalizar. «Imagínate, un salón de baile repleto», me dijo un día, «e imagínate también que eres sordo. Eres incapaz de oír la música que hace moverse a toda esa gente, contempla entonces sus movimientos insensibles, que no los llevan a ninguna parte. ¿No está esa gente completamente loca?»

«De nada sirve pensar así, Adolf», le dije. «A Stefanie le gusta bailar. Si la quieres conquistar, tendrás que bailar tan fútil y estúpidamente como todos los demás.» Eso bastó para que estallara. «No, no, ¡jamás!, me gritó. «No bailaré jamás. ¿Lo entiendes? Stefanie sólo baila porque la sociedad, de la que desgraciadamente depende, la obliga a ello… ¡Pero en cuanto sea mi esposa no tendrá ningún deseo de bailar!»

Al contrario de lo que solía ocurrir, esta vez no le convencieron sus propias palabras, porque volvía a sacar el tema del baile una y otra vez. Yo sospechaba que ensayaba en secreto un par de pasos de baile en casa con su hermana pequeña.

Con el fin de acabar con este suplicio, Hitler sugiere secuestrar a Stefanie. Lo dice muy en serio, escribe Kubizek. Cuando durante un tiempo ella no permite que sus miradas se crucen, haciendo como si él no existiera, Hitler empieza a fantasear sobre el suicidio, como hace con todos sus demás planes. Cuando ella le lanza una flor mientras participa en el desfile de un festival de flores, Kubizek dice que jamás lo ha visto tan feliz como en ese momento.

Aún puedo escuchar su voz, temblando de emoción: «¡Me ama! ¡Tú lo has visto! ¡Me ama!»

Cuando Hitler se marcha a Viena tras la muerte de su madre, dos años y medio después, en febrero de 1908, llevando consigo la carta de recomendación para Roller, le envía una postal a Stefanie. Escribe que va a ingresar en la Academia, y que tiene que esperarlo, porque pedirá su mano cuando acabe su formación y vuelva a Linz. No firma la postal y ella no tiene ni idea de quién se la ha enviado.

La ambivalencia que significa la falta de la firma es la misma que se aprecia con la carta de recomendación de Roller: Hitler no da el último paso. El mundo con el que sueña, el futuro de artista y con Stefanie, todo esto es algo que en parte se encuentra en su interior, en parte en lo exterior —porque va a verla, la ve, ella existe, es posible, de la misma manera que también dibuja, pinta y presenta su trabajo para la prueba de acceso—, pero no se atreve a establecer la relación final entre los dos niveles de realidades. Lo que hace la realidad, y de un modo muy brutal, es corregir. Un rasgo destacado del carácter del joven Hitler es precisamente la renuencia a la corrección. Era lo que menos le gustaba de todo. Cuando habla con Kubizek, no soporta que le contradiga. La más pequeña contradicción lo irrita y cabrea.

 

Resulta difícil no ver esta intensa vida interior y sus expresiones como una defensa. ¿Contra qué? Obviamente contra lo social. Hitler no participa en absoluto en la vida social, no le interesa nada, no siente más que desprecio hacia los jóvenes de su edad que beben, bailan, hacen deporte y coquetean. Tampoco tiene amigos; Kubizek es una clara excepción, pero esta amistad es casi por completo de monólogo: Hitler habla, Kubizek escucha. Hitler es superior, Kubizek inferior. Kubizek lo sabe y lo acepta porque admira a Hitler y se considera privilegiado por ser su amigo; además, escribe, comprende que Hitler lo necesita.

De modo que llegué a entender que nuestra amistad duraba más bien porque yo era un buen oyente. Pero no me sentía descontento con ese papel pasivo, porque me hizo entender hasta qué punto mi amigo me necesitaba. También él estaba completamente solo.

Un día Kubizek va al entierro de su viejo profesor de violín y, para su asombro, Hitler, que no conocía al profesor, quiere acompañarlo. ¿Qué pinta él en ese entierro? Hitler contesta: «No soporto pensar que vas a charlar con otra gente joven.»

Lo quiere para él, en cierto modo resulta conmovedor, porque muestra una gran vulnerabilidad, pero también es escalofriante, es como si quisiera ser su dueño.

¿Qué es lo que Kubizek admira en Hitler?

Tal vez ante todo el que sea diferente a los demás jóvenes de su edad, de una manera para Kubizek radical. La mayoría tenía ya sus vidas esbozadas a los dieciséis años, lo que no era el caso de Hitler, «a él le pasaba exactamente lo contrario», escribe Kubizek. «Con él no había nada seguro.» El que no quisiera llevar una vida burguesa atraía a Kubizek, quien por su parte trabajaba en el taller de tapicería de su padre. Todo el mundo daba por hecho que al cabo de unos años el joven se quedaría con el negocio, pero lo que él realmente deseaba, un deseo que apenas se atrevía a confesar a nadie, era formarse como músico y director de orquesta. Cuando Hitler se mudó a Viena, insistió en que Kubizek lo acompañara, y él mismo fue a ver a los padres de su amigo y logró que dejaran que su hijo se fuera con él.

Hitler representaba, como vemos, algo que el propio Kubizek quería ser. Pero no se parecían. Kubizek apenas hablaba cuando estaban juntos, y le faltaba la desasosegada energía de su amigo, pero tenía, en cambio, la paciencia de la que Hitler carecía: Kubizek ensayaba y fue aceptado en el Conservatorio de Música de Viena cuando tenía dieciocho años, mientras que Hitler no ensayaba nunca, no tenía paciencia, ponía en marcha grandes proyectos y nunca los acababa, y jamás logró ingresar en la Academia de Viena.

 

El rasgo más acusado de Hitler era, según Kubizek, que hablaba sin parar de todo lo que veía y pensaba, y que por regla general estaba relacionado con alguna forma de cambio, que ese edificio de tal estilo debería ser demolido y sustituido por otro edificio de tal estilo, por ejemplo, que se debería construir una línea de tren subterránea a través de Linz, que habría que cambiar el sistema de pensiones o que debería crearse una especie de ópera ambulante para llevar las obras de Wagner a los distritos. Al parecer, no había límites en lo que le interesaba y sobre lo que pudiera opinar. Cuando Kubizek describe ese aspecto de su amigo subraya el desasosiego que expresa, la necesidad de que algo ocurriese constantemente, lo que en cierto modo da la impresión de que Hitler estaba atormentado, de que había algo de lo que quería huir, y como todo aquello de lo que hablaba estaba tan dirigido hacia lo exterior, siempre había algo ahí fuera en lo que se fijaba, resulta fácil pensar que había algo en su interior de lo que deseaba escapar o deshacerse. Lo más singular de lo que se ve del interior de Hitler en Mi lucha y en las memorias de Kubizek es su escaso contacto con la realidad, algo casi onírico, dirigido hacia otros tiempos, otros lugares, quizá debido a las intensas experiencias de ambos en la ópera, adonde asistían muy a menudo, o a sus lecturas de historia alemana y mitología, o de lo que hablaba de su propia vida, que nunca trataba de cómo era, sino de cómo sería en un futuro. El que fuera tan asocial, es decir, que no sintiera ningún interés por la vida social, pertenece a esta imagen, y el que fuera tan espectacularmente serio.

Me han preguntado a menudo, incluso Rudolf Hess me lo preguntó una vez que me invitó a visitarlo en Linz, si Adolf, cuando yo lo conocía, tenía sentido del humor. Se nota la carencia de él, dicen los que le rodean. Era, a pesar de todo, austriaco, y debería tener su parte del famoso sentido del humor de éstos. La impresión que uno obtenía de Hitler, sobre todo tras un conocimiento breve y superficial, era la de una persona profundamente seria. Esa profunda seriedad parecía eclipsar todo lo demás. Lo mismo ocurría cuando era joven. Se acercaba a todos los problemas que le interesaban con una seriedad mortal, que no se correspondía con sus dieciséis o diecisiete años. Era capaz de amar y admirar, odiar y despreciar, todo con la misma gravedad. Lo único que no sabía hacer era dar o decir algo con una sonrisa.

Esa misma seriedad la encuentra Kubizek en la madre de Hitler. Cuando la conoce, ella tiene cuarenta y cinco años. Él escribe que la mujer sigue teniendo el mismo aspecto que en esa única fotografía conocida que existe de ella, pero que «el sufrimiento estaba grabado ya con más fuerza en su rostro, y que en su pelo estaban apareciendo las canas». Él sentía simpatía por la mujer, y escribe que despierta en él una sensación de querer hacer algo por ella. «Cada sonrisa que se deslizaba por ese rostro serio me producía alegría», escribe. A ella no le gustaba hablar de sí misma y de sus problemas, pero se desahogaba contando la preocupación que sentía por su hijo y el futuro de éste.

Su inquietud por el bienestar de su único hijo superviviente la deprimía cada vez más. Me sentaba a menudo con la señora Hitler y Adolf en la pequeña cocina. «Tu pobre padre no tendrá paz en su tumba», solía decirle a Adolf, «ya que no haces nada de lo que él quería para ti. Lo que caracteriza a un buen hijo es su obediencia, pero tú no sabes lo que significa esta palabra. Por eso obtuviste tan malos resultados en la escuela, y por eso no llegas ahora a ninguna parte.»

La familia vivía en un pequeño piso de dos habitaciones y cocina. Hitler disponía de una de las dos habitaciones para él solo, mientras que la madre, la hermanastra y la hermana pequeña compartían la otra. Él nunca ayudaba en casa, la madre lo hacía todo por él, y no quedaba duda de que lo mimaba. Quiso aprender a tocar el piano, la madre le compró un piano y le pagó las clases, para lo que seguramente en el fondo no había dinero. Después de cuatro meses, Hitler dejó el piano, se sentía provocado, a veces irritado por todos esos estúpidos «ejercicios de dedos» de los que constaba la enseñanza. La música era una cuestión de inspiración, no ejercicios de dedos, decía, y se dio por vencido. El que culpara de su incapacidad al profesor de música era típico de él. Leía todo lo que encontraba sobre Wagner y se identificaba casi por completo con el compositor; esos contratiempos con los que se topaba en su juventud eran los mismos contra los que había luchado Wagner. «Como ves», decía a veces después de haber citado una frase de una carta, un ensayo o algo por el estilo, «incluso Wagner pasó por lo que yo estoy pasando, se veía constantemente obligado a enfrentarse a la ignorancia de su entorno.» Kubizek encontraba esto algo exagerado, al fin y al cabo Wagner tuvo una larga y creativa vida llena de altibajos, mientras que Hitler tenía sólo dieciséis años y apenas había vivido nada. Y sin embargo hablaba como si fuera víctima de una persecución, como si hubiera luchado contra sus enemigos y hubiera sido enviado al exilio.

Ir a la siguiente página

Report Page