Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

Página 30 de 58

La pregunta que plantea es qué tipo de relación existe entre lo contemporáneo y el arte, si el arte es sólo una actividad veleta, un negocio de moda en el que se trata de hacer lo que hace todo el mundo, pero «todo el mundo» no entendido como cualquiera, sino una élite definidora, los happy few, los abanderados de la cultura, el tema de todas las conversaciones en los cafés, es decir, la cultura como un lugar de papagayos.

Hitler consideraba el desarrollo que tuvo lugar en esos años como una decadencia, lo último, lo más nuevo, lo siguiente no tiene nada que ver con el arte en opinión de Hitler, para él el arte expresa algo eterno y atemporal. No entiende cómo está tan entretejido en el arte lo eterno y lo atemporal con lo contemporáneo y lo social, y lo importante que es esa dinámica, es decir, entre lo vivo y lo muerto, para la fuerza de expresión y el significado del arte, y no lo entiende probablemente por las mismas razones que le imposibilitan ocultar lo bajo y lo mezquino de su personalidad cuando escribe, es decir, una conciencia de la forma muy poco desarrollada, para la que el contenido y los sentimientos que despierta es lo único realmente importante.

Pero no fracasó como pintor por no estar en contacto con el espíritu imperante en la época. No es de extrañar que ninguna de esas corrientes sea visible en los cuadros de Hitler, y lo único que dice de él es que procedía de la burguesía baja, y estaba excluido de lo que ocurría en el centro de la cultura, o que se excluía a sí mismo, ya que seguía fiel al gusto de su clase, que no estaba condenado ni había quedado rezagado; la Academia en la que solicitó el ingreso, que era una institución reconocida, defendía la misma estética neoclásica y realista en la que él basaba su pintura. El que no fuera aceptado como alumno tendría que ver con la falta de fuerza expresiva en sus cuadros, con que casi exclusivamente fueran decorativos y no reflejaran nada personal. Por otra parte, no tenía más que diecisiete años cuando solicitó el ingreso, y sólo dos o tres más cuando pintó el resto de sus cuadros. Una comparación relevante podría ser los tempranos intentos novelísticos de Hamsun, por ejemplo Bjørger, que de la misma manera es poco original y sin alma, una imagen de lo que el autor consideraba literatura, en la que lo literario se encuentra entre él y el mundo, más o menos como en Hitler la idea de lo que era el arte y lo que debía ser quedaba entre él y lo que pintaba. La presencia de semejante idea es bastante destructiva en sí, pero en los casos de Hitler y Hamsun había que añadir el hecho de que la idea fuera sumamente provinciana y simple. Sus procedencias sociales no eran muy diferentes, sólo que Hamsun venía de una capa social aún más baja, sus padres eran paupérrimos, no tenían ninguna educación, y él mismo, al contrario que Hitler, ni siquiera acabó la escuela primaria. Hamsun aprendió todo lo que sabía por su cuenta, al igual que Hitler, pero éste dejó la pintura, y Hamsun siguió con la escritura y acabó estrenándose como escritor. Lo que a Hitler le faltaba como pintor y Hamsun ganó como autor fue el dominio de la forma. La debilidad de Hitler como pintor era que no tenía ningún medio de expresión para lo suyo propio, o ninguna voluntad de entrar en ello, tal vez por eso se dio por vencido y sólo usó la pintura para ganar dinero.

¿Pero qué era en ese caso lo suyo propio?

El escritor Ernst Jünger, que era diez años más joven que Hitler y de una clase social superior, que en época de entreguerras perteneció a la derecha antiliberal y antidemocrática, y que publicó algunos ensayos en la revista de los nazis, escribió en 1929 lo siguiente:

Por lo demás, también sé que mi experiencia fundamental, la que se expresa mediante el ejemplo vivo, es la experiencia típica de mi generación, una variación o especie atada al motivo del tiempo, que sin embargo de ninguna manera cae dentro del marco de clasificación alguna.

Si se leen muchas biografías de la misma época surgen patrones, ciertas relaciones y tipos recurrentes que tal vez sea a lo que Jünger se refiere con «una variación atada al motivo del tiempo», porque la propia estructura social y las posturas que la caracterizan forman espacios muy parecidos, y los que viven en estos espacios pasan por las mismas experiencias, que son típicas para ellos. Hitler no fue el único ciudadano de la monarquía de los Habsburgo que tenía un padre autoritario y una madre afectuosa, que tenía hermanos que murieron y que tenía sueños de ser artista que lo llevaron a la gran ciudad. El tiempo estaba lleno de ellos. Un ejemplo podría ser Alfred Kubin, que nació en 1877, es decir, doce años antes que Hitler, y que se crió en una pequeña ciudad de Austria, Zell am See. Tenía un padre autoritario al que odiaba, una madre afectuosa que murió, y se fue de joven a la gran ciudad para convertirse en artista.

Estos grandes parecidos entre las biografías de Hitler y Kubin conducen a la pregunta de si una infancia y adolescencia parecidas crean también un parecido de mente, es decir, que sus fallos y faltas, sus añoranzas y deseos, experiencias y preferencias, esperanzas y miedos, que reclaman y que entienden como algo único, en realidad fuera sólo una variación sobre un tema común, como señalaba Jünger, que surge de una época, un lugar y una clase. Ciertamente no eran iguales en temperamento, talento o carácter, pero aquello que los emocionaba, lo que exhibían o reprimían, lo que detestaban o lo que les atraía se parecía o incluso en algunos casos era lo mismo. Es una idea tentadora, ya que las imágenes del joven Kubin están tan llenas de miedo a la mujer y a la muerte, y se encuentran tan alejadas de lo humano que retratan, esos cuerpos vistos como cuerpos biológicos, asociados con algo abominable o repugnante, que es como si expresara directamente lo que Hitler reprime e intenta evitar a toda costa.

Hitler quería enaltecer el mundo, Kubin lo describe como es, es decir, como él lo vive, descendido a los infiernos, como en ese dibujo en el que hay una poderosa mujer de pie, desnuda y con las manos levantadas, como esparciendo algo, tiene el vientre abultado y algo de grotesco, tal vez esté embarazada, alrededor de ella yacen cabezas de hombres cortadas, algunas de ellas con la boca abierta. Es la madre tierra.

Otro dibujo muestra un enorme sexo de mujer hacia el que un hombrecillo se lanza desde una rodilla, que en comparación con él es como una montaña de grande. También hay dibujos del infierno, hacia el que se dirige una multitud de gente contemplada a tanta distancia que no se puede distinguir ningún individuo, y un dibujo de la muerte en forma de un enorme esqueleto inclinado sobre una casa, esparciendo algo de una bolsa sobre ella, el cuadro se llama Epidemia. Hay dibujos de un mono agarrado a una mujer tocándole el sexo con una mano, hay imágenes de hombres con cabezas de pájaro, de una enorme masa de soldados con cascos reunidos bajo la escultura de un toro, de cuerpos de animales disecados, cabezas cortadas y colgadas de clavos, del Estado como una máquina rodando por un campo labrado, de suicidas y perros soltando espumarajos de ira, de un hombre con la cabeza enterrada en el regazo de una mujer que yace en un ataúd y está esquelética, excepto por el vientre de embarazada, que rebosa como un huevo. Son cuadros de finales del siglo, pero están llenos de un miedo al cuerpo, una desolación y un ambiente de masas que los distingue radicalmente de cuadros de finales del siglo de otros países; Kubin habría sido impensable en Inglaterra, por ejemplo, y también en Estados Unidos, y aunque algunos de los cuadros se aproximen al dibujante francés Odilon Redon, el ambiente es, no obstante, radicalmente distinto, y sólo tienen parecido con otras partes del expresionismo alemán de aquella época, a excepción de los dibujos más oscuros y más apocalípticos de Goya, en los que Kubin se inspiraría.

Kubin también dejó su huella en la literatura de la época con su única novela, La otra parte, que se publicó en 1908. Trata de una especie de reino de los sueños, sesenta y cinco mil almas que viven en una ciudad llamada Perle, situada muy al este, en Uzbekistán, separada del resto del mundo por una enorme muralla y dirigida por una figura parecida a un dios, llamada Patera. Los habitantes proceden de todo el mundo, muchos de ellos de sanatorios y balnearios, seres especialmente sensibles y sensitivos, llenos de manías, hiperreligiosos, obsesionados por la lectura o el juego, neurasténicos e histéricos; personas sin hogar que se han refugiado en el mundo de la fantasía, del que esa ciudad es una expresión física y concreta. Pero la presencia de Patera, que los dirige con mano de hierro, convierte el reino del sueño en un submundo tétrico, un reino de sombras sin esperanza más que en una ciudad libre para personas que temen a la realidad.

Kubin escribió el libro después de morir su padre, y la presencia del padre en el nombre —Patera recuerda a pater, es decir, Vater, padre, en alemán— y la omnipresencia de éste, a la vez que resulta tan difícil verlo y enfrentarse con él, sin duda es también una imagen de la naturaleza de la autoridad paterna. No resulta sorprendente que Kafka estimara sobremanera a Kubin y que estuviera influido por él; tanto el carácter de ensueño de su mundo como lo incalculable de los procesos burocráticos y todos sus aplazamientos, todo tan vago e inatacable, así como la autoridad paterna, son temas importantes en Kafka.

Kafka tenía seis años menos que Kubin y seis más que Hitler, pero Praga pertenecía al mismo imperio, y como germanohablante, Kafka se relacionaba con la misma cultura que ellos. En sus diarios hace varias referencias a Kubin. El 26 de septiembre de 1911 escribe, por ejemplo, sobre el día en que Kubin conoció a Hamsun.

El dibujante Kubin recomienda como laxante Regulin, una especie de harina de algas marinas que se hincha en el intestino, haciéndolo vibrar, o sea, que actúa mecánicamente, a diferencia de esos efectos químicos, insanos, de otros laxantes, que simplemente desgarran los excrementos, dejándolos colgar de las paredes del intestino. — Coincidió con Hamsun en casa de Langen. Hamsun se reía sin motivo. Durante la conversación, puso el pie sobre la rodilla, cogió de la mesa unas grandes tijeras para cortar papel y se cortó los hilos del borde del pantalón. Lleva ropa raída, con algún detalle que parece más caro, por ejemplo la corbata. — Anécdotas de una pensión de artistas en Múnich, donde se alojaban pintores y veterinarios (la escuela de veterinaria quedaba cerca), y donde había tanto desenfreno que en la casa de enfrente se alquilaban las ventanas con mejores vistas. Con el fin de satisfacer a los espectadores, algunos inquilinos se subían de un salto al alféizar y se quedaban allí un rato sorbiendo ruidosamente el vino como un mono. — Uno que fabricaba antigüedades falsas, haciéndolas parecer viejas disparándolas con una escopeta, dijo sobre una mesa: «Tomemos café en ella tres veces más, y así podremos enviarla al museo de Innsbruck.» — El propio Kubin: muy fuerte, pero con una expresión de cara algo monótona, siempre la misma hable de lo que hable, tensando los músculos de la misma manera. Parece viejo, alto o fuerte según esté sentado o de pie, lleve traje o abrigo.

Kafka leía tanto a Kubin como a Hamsun, quienes se conocieron en Múnich a través del editor de Hamsun, Langen, seguramente en 1896. Kubin conoció a Jünger y se escribió con él durante una década, Hamsun conoció a Hitler en 1943, y escribió su difamada necrológica en el mes de mayo de 1945. De todos ellos, Hamsun era el que provenía del estamento más bajo de la sociedad, de la periferia europea, pertenecía a la generación anterior a la de los otros, que eran todos de la misma región lingüística, Hitler era el que provenía de la clase más modesta, con Kubin por encima de él, Kafka más arriba y Jünger, cuyo padre era propietario de una fábrica, el que pertenecía a la capa más alta de la sociedad. En lo que se refiere a la experiencia que lo dominaba todo, es decir, la Primera Guerra Mundial, tanto Hitler como Jünger fueron soldados en el frente del ejército alemán, el primero como cabo y ordenanza, el último como teniente de las tropas de asalto, mientras que Kafka y Kubin quedaron exentos de servicio. Cuando los nazis entraron en el Parlamento alemán, Hitler ofreció a Jünger una plaza que éste rechazó. Tanto Hitler como Jünger, Kubin y Hamsun pertenecían a la derecha radical, lo que en grado variable caracterizaba lo que escribían, mientras que Kafka se encontraba a gran distancia de ellos en lo político y en lo ideológico, algo que muestra claramente en su diario, tan diluido en lo cotidiano y las trivialidades como cuando hablando de Kubin la referencia a un laxante se concreta con la frase «simplemente desgarran los excrementos, dejándolos colgar de las paredes del intestino», algo que ni Hitler ni Jünger ni Kubin ni Hamsun habrían podido escribir. Esa tranquilidad en lo intranquilo, esa cercanía a su propia vida tal y como es, de la que todo sale, incluso los sucesos más fantásticos, hace que sus textos sean válidos en un grado mucho mayor más allá de su propio tiempo, y mejores que los de Jünger y los de Kubin, pero quizá no mejores que los de Hamsun, al que él también admiraba. En carácter y genio Hitler y Hamsun no eran muy distintos, se parecen sobre todo en la grandiosidad y el autodidactismo, pero Hamsun, que se abrió camino desde unos orígenes completamente imposibles, era socialmente mucho más cautivador y poseía un talento artístico incomparablemente mayor. Cuando se encontró con Hitler un par de años antes de la caída, lo consideró un igual natural y lo trató como a cualquier persona a la que respetaba pero no temía, algo que para Hitler fue un insulto, sólo Göring tenía permiso para contradecirle sin recibir a cambio una lluvia de insultos, él siempre era perdonado, y Hitler estaba furioso cuando Hamsun se marchó. Hamsun pertenecía a la generación del padre de Hitler y era igual de terco y autoritario, no es de extrañar que Hitler se pusiera rabioso. Kafka, Hitler y Kubin tuvieron problemas con el autoritarismo de sus padres, eran tipos solitarios, habían desarrollado más o menos miedo al contacto físico, y cada uno tenía sus problemas con lo femenino. También pertenecían, a pesar de su individualismo, a un tipo de cultura. Asimismo, la psicología es de la época, y la mente tiene sus corrientes, que cambian en el transcurso de los años.

 

Hitler se alojó durante tres años en el albergue de hombres de Viena. El que permaneciera allí tanto tiempo no significa que estuviera a gusto; en el momento en que a los veinticuatro años recibió la última parte de la herencia de su padre se fue a la ciudad, se compró ropa nueva, recogió sus escasas pertenencias y cogió el tren para Múnich. El que obrara con tanta resolución indica que era algo que llevaba mucho tiempo pensando hacer, que en cuanto se lo pudiera permitir económicamente abandonaría esa ciudad a la que llegó a odiar con todo su corazón, como si fuera ella la causa de su infortunio. De acompañante en ese tren que lo llevaría a una nueva existencia más próspera en el país que amaba tuvo a un conocido del albergue, Rudolf Häusler, un joven de diecinueve años que compartía con Hitler su interés por el arte, una especie de Kubizek junior al que poder aleccionar e impresionar, y, también en este caso, cuyos padres —mejor dicho, madre— le cogieron simpatía. Alquilaron juntos una habitación en Múnich, en casa de la familia Popp, donde Hitler se inscribió como «pintor arquitectónico».

Allí prosiguió su vida por los mismos derroteros que en Viena; en cuanto se hubo gastado el dinero de su padre volvió a pintar cuadros, y por las noches iba de taberna en taberna vendiéndolos. Häusler se marchó al cabo de unos meses, y Hitler volvió a quedarse solo casi por completo; si sus caseros lo invitaban a comer, decía siempre que no. La señora Popp lo consideraba un «galán austriaco», según Toland, pero también un enigma, «nunca podía saberse lo que pensaba», decía la mujer. Tampoco recordaba que recibiera ninguna visita en su habitación. Pintaba de día, leía de noche. La señora Popp le preguntó una vez si todos los libros tenían que ver con la pintura, él contestó: «Apreciada señora Popp, ¿alguien sabe lo que va a serle útil o no en la vida?»

Así transcurrió su vida en Múnich durante un año, y entonces estalló la Primera Guerra Mundial. Hitler se alistó el primer día, y fue enviado a las trincheras del frente en Francia, donde permaneció durante cuatro años.

Eso lo cambió todo.

 

Una de las fotos más conocidas de Hitler data de esos días del verano de 1914. Se encuentra en medio de una enorme multitud en Odeonsplatz, en Múnich, está sonriendo, es uno de los miles que se han congregado tras la declaración de guerra el 2 de agosto, la foto fue reconocida y ampliada cuando él ya era canciller de Alemania, en la década de 1930, pero en ella es todavía totalmente anónimo. Un joven con el sombrero levantado, camisa blanca y traje negro, peinado con raya al lado, pómulos altos, poblado bigote negro, alegría ostensible en los ojos. Es una foto elocuente, porque en ella no es más que una persona del montón, una cara entre miles, un destino entre miles, lleno del entusiasmo colectivo que recorrió las ciudades y pueblos de Europa en el verano de 1914. Para él mismo él lo era todo, claro está, henchido de su vida y su destino, un diletante artista de veinticinco años sin familia y sin amigos en Múnich, sin domicilio fijo, pero con un fervor interior que ahora se ilumina, alimentado por el juego de alta política que ha acaparado su interés desde su más temprana juventud, y por la declaración de guerra, que de un modo tan inesperado les brinda a él y a todos los demás de su generación la posibilidad de actuar en concordancia con los ideales y sueños que albergan desde la infancia, y que la sociedad burguesa, con su afán de seguridad, comercio y actividad, no les ha ofrecido.

 

El verano de 1914 fue inusualmente hermoso en Europa, hubo una alta presión sobre el continente que duró meses. Bajo el cielo azul y el brillo del sol se extendían los bosques verdes y refrescantes, escribe Stefan Zweig, que se encontraba en la pequeña ciudad de Baden, en las proximidades de Viena, cuando se conoció la noticia del asesinato del archiduque Francisco Fernando. La impresión que da es de desenfado y frivolidad. Nadie sabe aún lo que implicará la guerra, y aunque lo hubiese sabido, y sospechara que se desarrollaría con una tremenda y destructiva fuerza y que casi exterminaría una generación entera de hombres europeos, la oscuridad en la que reposaba el futuro, sólo habría conseguido mantenerse durante un destello en esa tranquilidad y paz que emanaba lentamente de todas las cosas a través de los siglos; los grupos de árboles caducifolios a las orillas de los ríos, los ondeantes campos verdes, los frescos muros de las pequeñas iglesias de los pueblos, cuyas campanas reposaban como una capa acústica sobre las viejas casas, así describió Marcel Proust la vida en el campo francés en un libro que salió el año anterior, en 1913. Vacas y ovejas pastando, carros tirados por caballos, columnas de humo elevándose de las locomotoras de vapor. El olor a tierra y hierba calientes, el seco sabor ácido del vino blanco frío o el dulzor amargo de la cerveza fría disfrutada bajo la sombrilla en la terraza de un hotel o bajo la sombra de un árbol frondoso al lado del sendero. El polvo del camino, las corrientes negras de agua deslizándose bajo el puente, la fugaz visión de un pez; esa manera en que el verano se relaciona con todos los veranos anteriores, toda esa plenitud y peso de la repetición que irradian en lo social el paisaje, los edificios y los seres humanos y que hace tan difícil, por no decir imposible, imaginarse algo radicalmente distinto, aunque sólo se encuentre a unas cuantas semanas en el tiempo.

Stefan Zweig viaja de Baden a Le Coq, un pequeño balneario en la costa belga del mar del Norte. Allí la gente está igual de despreocupada, escribe, toman el sol en la playa, se bañan, los niños hacen volar cometas, los jóvenes bailan por las noches en los muelles. Luego prosigue su viaje y va a visitar a un amigo, el pintor Verhaeren, la tensión aumenta, la amenaza de guerra crece.

Fue como si de repente un frío viento de angustia soplara sobre la playa, barriéndola y dejándola desierta. La gente, a miles, abandonó los hoteles y tomó los trenes al asalto, incluso el más optimista empezó a hacer las maletas a toda prisa.

Austria declara la guerra a Serbia. Zweig coge el último tren que sale hacia Alemania. Al anochecer, se para al otro lado de la frontera, y los atemorizados pasajeros ven pasar por delante de ellos trenes de carga, uno tras otro; bajo las lonas se vislumbran cañones. Zweig prosigue:

¡A la mañana siguiente estaba en Austria! En todas las estaciones se veían carteles que anunciaban la movilización general. Los trenes se llenaban de reclutas recién llegados, ondeaban las banderas, sonaba la música, y cuando llegué a Viena, la ciudad era un caos. El primer espanto ante esa guerra que nadie quería, ni el pueblo, ni el gobierno, esa guerra con la que los diplomáticos habían jugado y fanfarroneado, y que ahora acababa de írseles de sus torpes manos, se había transformado en un repentino entusiasmo. La gente desfilaba por las calles, de repente aparecieron estandartes, cintas tremolantes y música por todas partes, los jóvenes reclutas marchaban triunfantes con los rostros iluminados porque la gente los vitoreaba, esa gente normal y corriente en la que nadie solía fijarse era ahora aclamada y festejada.

He de confesar que había algo grandioso y casi irresistiblemente seductor en ese primer alborozo de las masas, a lo que resultaba difícil sustraerse. Y a pesar del odio y la repulsa que siento por la guerra, no me habría gustado prescindir del recuerdo de esos primeros días. Esos miles, cientos de miles de personas sentían entonces lo que deberían haber sentido en tiempos de paz: que formaban parte de lo mismo.

Que Zweig, que durante toda su vida fue un enemigo activo de las guerras, no quisiera prescindir de la solidaridad esos primeros días de agosto de 1914 dice algo de la fuerza con la que surgió la guerra. No sólo Adolf Hitler levantó el sombrero con ojos encendidos cuando se escuchó la declaración de guerra. El entusiasmo fue grande por toda Europa, la guerra era algo de lo que se alegraba y celebraba todo el mundo. El historiador de las ideas, Svante Nordin, que en el libro La guerra de los filósofos repasa la relación de los intelectuales con la guerra y el estallido de la misma, escribe que Sigmund Freud, el 26 de julio, en Viena, declaró:

… por primera vez en treinta años me siento austriaco y me gustaría dar una nueva oportunidad a este imperio no muy prometedor. La moral de lucha es perfecta por todas partes.

El embajador inglés en Viena informa esos días:

Este país se ha vuelto loco de alegría ante la posibilidad de una guerra contra Serbia, y un aplazamiento o impedimento significaría sin duda una gran desilusión.

El poeta Rainer Maria Rilke, que tenía diez años más que Hitler, y que también había nacido en Austria-Hungría, celebró el estallido de la guerra:

Por primera vez te veo levantarte, dios de la guerra, famoso, infinitamente lejano, increíble dios de la guerra.

Un autor por regla general equilibrado y prudente como Thomas Mann, catorce años mayor que Hitler, escribió medio año después sobre estos días:

Lo que sentimos fue purificación, liberación y una inmensa esperanza […] Encendió el corazón del poeta […] ¡Cómo podría el artista, el soldado en el artista, dejar de alabar a Dios por el colapso de ese mundo pacífico del que estaba tan harto, tan tremendamente harto!

También Kafka se dejó conmover. Es cierto que el día que estalló la guerra constató con neutralidad: «Hoy Alemania ha declarado la guerra a Rusia. — Por la tarde he ido a nadar», pero cuatro días más tarde escribe en su diario: «No veo en mí mismo más que mezquindad, indecisión, envidia y odio hacia el que lucha y al que fervientemente deseo todos los males», y al final, en una carta a Felice, siete meses después: «Lo que más sufro de la guerra es no participar en ella.»

 

No todo el mundo dio la bienvenida a la guerra, claro está. El amigo de Kafka, Max Brod, cinco años mayor que Hitler, se desesperaba por la indiferencia política que había hecho que la guerra les sorprendiera, y reflexiona así:

Para nosotros la guerra era simplemente una idea descabellada, como lo era el perpetuum mobile, por ejemplo, o la fuente de la juventud […] Fuimos una generación mimada, mimada por casi cincuenta años de paz, que nos había hecho perder de vista el peor látigo de la humanidad. Nadie que se respetara a sí mismo se ocupaba de la política. Encontrábamos mucho más interesantes las discusiones sobre la música de Wagner, los fundamentos del judaísmo y el cristianismo, la pintura impresionista y asuntos de esa índole. Y ahora, de la noche a la mañana, la paz se ha quebrado de repente. Hemos sido bobos, así de simple […] ni siquiera pacifistas, porque al menos el pacifismo supone una noción de que la guerra existe, y que es necesario combatirla.

Esta indiferencia política estaba extendida sobre todo en los ambientes académicos, donde un personaje tan importante como Martin Heidegger, por ejemplo, que tenía veinticinco años cuando estalló la guerra, no permitió que tuviera consecuencias para sus estudios en relación con el debate sobre el nominalismo medieval, que tanto le absorbían.

Uno de sus compañeros de estudios, Ludwig Marcuse, describió el ambiente en la Universidad de Friburgo durante aquellos días de julio de 1914 de la siguiente manera, tal y como cita Safranski en su biografía sobre Heidegger:

A finales de julio me encontré en Goethestrasse con uno de mis más respetados colegas de seminario, Helmuth Falkenfeld. Dijo desconsolado: «¿Se ha enterado usted de lo sucedido?» Lleno de desprecio, le contesté: «Ya lo sé, Sarajevo.» Él dijo: «No, han suspendido el seminario de Rickerts de mañana.» «¿Está enfermo?» pregunté, sobresaltado. Él contestó: «No, es por la amenaza de la guerra.» Yo dije: «¿Qué tiene que ver la guerra con el seminario?» Él se encogió de hombros desolado.

Falkenfeld fue enviado al frente sólo unas semanas después, escribe Safranski, y desde allí le envía una carta a Marcuse:

Sigo bien, aunque esa batalla en la que participé el 30 de octubre, con detonaciones de cañón de veinticuatro baterías, me ha dejado casi sordo. De todos modos… sigo opinando que la tercera antinomia kantiana es más importante que toda esta guerra mundial, y que la guerra se relaciona con la filosofía como la sensualidad con la razón. Simplemente no creo que los sucesos en este mundo de cuerpos puedan afectar de ninguna manera a nuestros elementos trascendentales; no lo creería aunque un cascote de metralla alcanzara mi cuerpo empírico. Viva la filosofía trascendental.

Ahora bien, esta indiferencia ante la política no es igual que la que expresó Max Brod y de la que luego se distanció. Brod estaba estrechamente relacionado con la vida cultural contemporánea y desechaba la política como un factor de la misma, sin que por esa razón estuviera apartado del mundo. La indiferencia de estos estudiantes era ideológica en una dimensión muy diferente, concebían la filosofía como el polo opuesto a la vida social, un lugar donde se mostraba lo verdadero, detrás de la capa social, fuera de la historia. Según George L. Mosse, en el libro The Crisis of German Ideology, los ambientes académicos producían intelectuales «cuyo ideal era considerar el mundo sub specie aeternitatis, es decir, bajo la luz de la eternidad, el lema vital schopenhaueriano. «Sus asuntos no solían ser los sucesos del día a día», escribe Mosse. La actitud ideológica fundamental, que proclamaba que lo social y lo político eran fenómenos superficiales, detrás de cuya fachada pragmática había algo distinto y esencial, estaba extendida, al menos potencialmente, en la cultura alemana antes de la guerra, que más que ninguna otra cosa deseaba verdad e integridad. Esto se expresaba en las salvajes pinturas del expresionismo que, a través de su fuerte subjetividad y primitivismo, quería alcanzar la vida tal como era detrás de esa capa de civilización y cultura en la que reinaban los instintos. Pero también tenía su expresión en una orientación distinta, casi opuesta, en la que la respuesta a la fuerte conmoción social e inestabilidad que trajeron consigo el industrialismo y la modernidad era buscada y agrupada en ideas universales y ahistóricas, como la del pueblo y la de lo enraizado. La enajenación implicaba una pérdida de sentido que lo material no podía reemplazar: si hay algo que se repite en el pensamiento de esa época es el malestar ante lo pragmático y lo que Wagner en un ensayo describe como el «materialismo sin alma». La modernidad se caracterizaba por la racionalidad, por eso buscaban lo no racional, lo no orientado a fines específicos, sino algo que se elevara por encima de eso y que encontrara el sentido en magnitudes atemporales y no pragmáticas. El pueblo era una magnitud de esa clase, algo que reunía lo local, la naturaleza, la cultura y lo espiritual, contra lo que luchaban los constantes cambios del núcleo inalterable del industrialismo y la modernidad, y frente a cuya profundidad, invocada por la historia, la mitología y la religión, la industria del ocio y el comercialismo de la época aparecían como algo sin valor, algo superficial y banal.

 

Esa exaltación del arte, que según Zweig llenaba su juventud, y que también marcó los años jóvenes de Hitler, no carecía de compromiso, también significaba algo. Wagner, Hölderlin, Rilke, Hofmannsthal, George, todos esos poetas adorados por los jóvenes alemanes cantaban lo grandioso, lo divino, lo verdadero, y cantaban a la muerte, que subyacía a todo. Stirb und Werde, morir y convertirse; sólo si se tiene algo por qué morir se tiene algo por qué vivir. El pueblo, la tierra, la guerra, el héroe, la muerte. Lo local, lo propio, lo grande, lo eterno. Ésos eran los conceptos que se movían en la cultura alemana antes del estallido de la Primera Guerra Mundial, y no pocos de los que la veían venir la consideraban una purificación, algo deseado y positivo.

Lo llamativo de ese entusiasmo mostrado por tantos era que no iba unido a cuestiones políticas, sino existenciales. Thomas Mann se alegraba de que el mundo pacífico, tan lleno de tedio, se derrumbara. Freud recuperó la fe en Austria como nación. Rilke escribió sobre la guerra como si se tratara de un dios. Kafka envidiaba a los soldados que luchaban. Simmel consideraba la guerra una gran posibilidad para Alemania y proclamó su amor incondicional por su patria. Pero ni Mann ni Freud ni Rilke ni Kafka ni Simmel participaron en la guerra, su entusiasmo era el del espectador sin compromiso. Ernst Jünger, en cambio, que al estallar la guerra sólo tenía diecinueve años, al igual que Hitler se alistó como voluntario. Llevó un diario durante toda la guerra, y publicó en 1920 tal vez el mejor libro sobre la Primera Guerra Mundial, Tempestades de acero. Así describe el ambiente entre su generación, en el verano de 1914:

Habíamos abandonado las aulas de las universidades, los pupitres de las escuelas, los tableros de los talleres, y en unas breves semanas de instrucción nos habían fusionado hasta hacer de nosotros un único cuerpo, grande y henchido de entusiasmo. Crecidos en una era de seguridad, sentíamos todos un anhelo de cosas insólitas, de peligro grande. Y entonces la guerra nos había arrebatado como una borrachera. Habíamos partido hacia el frente bajo una lluvia de flores, en una embriagada atmósfera de rosas y sangre. Ella, la guerra, era la que había de aportarnos aquello, las cosas grandes, fuertes, espléndidas. La guerra nos parecía un lance viril, un alegre concurso de tiro celebrado sobre floridas praderas en que la sangre era el rocío. ¡Ah, todo menos quedarnos en casa, todo con tal de que se nos permitiese participar!

La posibilidad que brindaba la guerra de grandiosidad y solemnidad era su núcleo. Despreocupadas escaramuzas en prados rociados de sangre, ésa era la visión. Thomas Nevin visualiza algo de esta mentalidad en su biografía sobre Ernst Jünger, Into the Abyss, cuando se refiere a los temas de redacción del examen de bachillerato en los institutos de la región de Hannover, en la primavera de 1914; los alumnos pudieron elegir entre analizar los siguientes enunciados: «Las palabras del emperador, “Soy ciudadano del Imperio Alemán”, palabras de orgullo y deber»; «Las guerras son tan terribles como las plagas del cielo, pero eso está bien, es un destino al igual que ellas»; «¿Cómo de auténtico es el enunciado de Federico el Grande, “La vida significa ser un guerrero”?»; «El arco no muestra su fuerza hasta que está tensado»; «Mi héroe favorito en Niebelungenlied»; «Una nación no tiene ningún valor si no apuesta todo por su honor».

Las ideas de Jünger sobre lo que era la guerra, escribe Nevin, provenían en su mayor parte de su lectura de Homero, al que el director del instituto, el doctor Joseph Riehemann, también mencionó en su discurso a los alumnos del último curso, al decir que «aparte de la luz del cristianismo, nada penetrará tu vida futura con un ardor más fuerte y más claro que el sol de Homero».

La paz reinaba en Europa desde 1871, y en la guerra entre Francia y Alemania, que acabó entonces, en la que no se conocían las ametralladoras y todo el transporte se hizo en caballo y carro o veleros, murieron unas ciento cincuenta mil personas. La mayoría contaba con que la nueva guerra transcurriría de la misma manera, y con que en unos meses habría terminado.

 

También esos primeros días de finales del verano de 1914, Hitler tuvo sobre todo miedo de que la guerra se hiciera sin él. En Mi lucha escribe:

Debía, pues, comenzar para mí, como por cierto para todo alemán, la época más sublime e inolvidable de mi vida. Ahora, ante los sucesos de la gigantesca lucha, todo lo pasado debía hundirse en el seno de la nada. Con orgullo y añoranza, recuerdo, justamente ahora que se cumple el décimo aniversario de aquellos formidables acontecimientos, las primeras semanas de aquella lucha heroica de nuestro pueblo, en la cual, gracias a la benevolencia del Destino, me fue dado tomar parte.

Como si hubiera sido ayer, pasan ante mis ojos todos los acontecimientos. Me veo de uniforme, entre mis queridos camaradas. Me acuerdo de la primera vez que salimos de maniobras, etcétera. Hasta que al fin llegó el día de la partida para el frente. Una única preocupación me afligía en aquel momento, tanto a mí como a otros muchos. Era pensar que llegaríamos demasiado tarde al frente de batalla. Esa idea no me dejaba tranquilo. A cada manifestación de júbilo por una nueva hazaña heroica, sentía una profunda tristeza, pues siempre que se celebraba una nueva victoria, me parecía aumentar el peligro de arribar demasiado tarde.

Dos semanas después de que Alemania declarara la guerra a Rusia, Hitler se unió al regimiento de reserva de infantería bávara n.º 16 en Múnich, y allí se sometió a una formación militar intensiva durante siete semanas. Antes de ser enviado a Augsburgo para seguir el entrenamiento, fue a ver a sus caseros y les pidió que informaran a su hermana Angela si moría en la guerra. Si la joven no quería heredar sus escasas pertenencias, la familia Popp podría quedárselas. Abrazó a los dos hijos y, según Liljegren, la señora Popp lloró cuando él partió. El regimiento marchó durante once horas hacia el oeste bajo una densa lluvia, y Hitler escribió una carta a la señora Popp en la que le contaba que se alojaron en un establo, estaba empapado y fue incapaz de dormir. Al día siguiente marcharon durante trece horas y acamparon al raso, con tanto frío que tampoco esa noche consiguió dormir. Cuando al día siguiente llegaron a su destino estaban «muertos de cansancio, a punto de derrumbarse», escribe Toland. Allí, en el campamento Lechfeld, se entrenan durante dos semanas, hasta el 20 de octubre, y esa noche suben a los trenes que los llevarán al frente en Flandes. «Estoy enormemente feliz», escribe Hitler a la señora Popp ese día. «En cuanto lleguemos a nuestro destino le escribiré y le enviaré mi dirección. Espero que lleguemos a Inglaterra.»

En Mi lucha no hay nada sobre esto, no se menciona ningún nombre, ningún rostro está presente, no se da ningún detalle. Sólo está Hitler y esa guerra en la que va a intervenir.

Y llegó el día en que partimos de Múnich rumbo al frente para cumplir con nuestro deber. Así vi por primera vez el Rin, cuando a lo largo de su apacible corriente nos dirigíamos al Oeste a defender de la ambición del enemigo secular el río de los ríos alemanes. Cuando los primeros rayos del sol de la mañana, atravesando un ligero velo de neblina, se reflejaron en el monumento de Niederwald, irrumpió, del interminable tren de transporte militar, la vieja canción alemana Die Wacht am Rhein. Me sentí sobrecogido de entusiasmo.

Después en Flandes, marchando silenciosamente a través de una noche fría y húmeda y cuando empezaban a disiparse las primeras brumas de la mañana, recibimos de súbito el bautismo de fuego; los proyectiles —que nos silbaban sobre las cabezas— caían en medio de nuestras filas azotando el mojado suelo. Pero antes de que la metralla mortífera hubiera pasado, un hurra de doscientas gargantas salió al encuentro de esos primeros mensajeros de la muerte. Enseguida, comenzó el repiquetear de las ráfagas, el griterío, el estruendo de la artillería, y, febril de entusiasmo, cada cual marchaba hacia el frente, cada vez más de prisa, hasta que, sobre los campos de remolachas y a través de los eriales, comenzó la lucha cuerpo a cuerpo. De lo lejos, sin embargo, llegaban a nuestros oídos las notas de una canción que se aproximaba cada vez más, pasando de compañía en compañía, y cuando la muerte diezmaba nuestras filas, la canción llegaba hasta nosotros, y entonces la entonábamos y seguíamos adelante: «Deutschland, Deutschland über Alles, über Alles in der Welt.»

Transcurridos cuatro días, volvimos. Hasta la manera de andar de los soldados había cambiado. Muchachos de diecisiete años parecían hombres maduros. Es muy posible que los voluntarios del Regimiento List 1 aún no hubiesen aprendido a combatir, pero morir sí que sabían, y morían como viejos soldados. Éste fue el comienzo.

El regimiento List, del que Hitler formaba parte, estaba compuesto por 3.600 hombres cuando llegó a Lille, el 23 de octubre. Tras la batalla de los primeros cuatro días, en las afueras de Ypres, quedaron 611 hombres. Esto significa que murieron cinco de cada seis. El riesgo de morir cuando avanzaban era radicalmente mayor que la posibilidad de sobrevivir. Cómo afecta un número tan elevado de caídos a los soldados supervivientes, viendo caer muerto a un compañero tras otro, cuando cada minuto puede ser el último, sólo lo saben los que han estado en la guerra. La batalla de Ypres fue una de las más sangrientas de la primera fase de la guerra; los ingleses, que intentaron penetrar allí en octubre, perdieron a 58.000 hombres. En una carta a un conocido en Múnich, Hepp, Hitler describe con más detalle las primeras batallas:

Ahora pasan zumbando las granadas y estallan en la linde del bosque, donde los árboles se rompen como si fueran paja. Lo contemplamos con curiosidad. Aún no tenemos idea del peligro. Ninguno de nosotros tiene miedo. Todos esperamos impacientes la orden: «¡Adelante!» […] Nos arrastramos hacia el final del bosque. Por encima de nosotros suenan zumbidos y aullidos, estamos rodeados de astillas de árboles y arbustos.

Entonces estallan las granadas en la linde del bosque, arrancando al aire nubes de piedra, tierra y arena, arrancando de raíz los árboles más grandes, ahogándolo todo en un terrible y pestilente humo entre verde y amarillo. No podemos quedarnos aquí tumbados para siempre, y si vamos a caer en la batalla, es mejor que nos maten fuera […]. Cuatro veces avanzamos y cuatro veces somos forzados a retroceder; de mi sección sólo sobrevive uno además de mí, al final también él cae. Un tiro me arranca la manga derecha de la chaqueta, pero me salvo, como por un milagro. A las dos avanzamos por fin por quinta vez, y esta vez sí conquistamos la linde del bosque y las granjas.

En la batalla muere el comandante del regimiento, su segundo es herido de gravedad. El nuevo comandante, el teniente coronel Engelhardt, se acerca con Hitler y un soldado hasta la primera línea para obtener una visión de conjunto, son descubiertos y ametrallados, Hitler y el otro soldado se llevan a Engelhardt dentro de un cráter. Un agradecido Engelhardt les dice que recibirán la Cruz de Hierro, pero al día siguiente Engelhardt es herido gravemente, una granada inglesa alcanza la tienda de los oficiales en la retaguardia, matan a tres e hieren a otros tres. Justo antes, Hitler había estado allí con otros tres soldados, pero tuvieron que ceder el sitio a unos oficiales recién llegados, lo que los salvó. «Fue el momento más horrible de mi vida», escribió Hitler a Hepp. «Todos adorábamos al teniente coronel Engelhardt.»

El nuevo segundo de a bordo, el alférez Wiedemann, propone a Hitler para la Cruz de Hierro de Primera Clase. No se la dan, pero el 2 de diciembre recibe la Cruz de Hierro de Segunda Clase, y escribe al señor Popp, esta vez hablando del día más feliz de su vida. «Desgraciadamente casi todos mis compañeros que también la merecían están muertos.» Le pide a Popp que guarde los periódicos que describen la batalla. Es nombrado cabo y empieza a prestar servicios como ordenanza, puesto que mantiene durante los cuatro años que dura la guerra. La misión consiste en llevar mensajes de los cuarteles generales en la retaguardia hasta los soldados en primera línea. Es una misión peligrosa, tanto porque el ordenanza se mueve en terreno abierto, en bicicleta o a pie, y, al contrario que los soldados en las trincheras, no está a cubierto, como porque es un objetivo importante para el enemigo. El peligro no es en absoluto tan grande como el que corren las tropas de asalto, las que atacan al enemigo en tierra de nadie, pero es, no obstante, considerable; ya el 15 de noviembre habían muerto tres de los ocho ordenanzas del regimiento, escribe Kershaw, y uno había resultado herido. Cuando es posible, los comunicados se envían con dos ordenanzas, para que la posibilidad de que llegue sea mayor. Además, la muerte no sólo recae sobre las trincheras o en los asaltos; las granadas llegan a todas partes, también a los cuarteles a los que se ordena se retiren los soldados a descansar, en pueblos a varios kilómetros del frente, y a los distintos cuarteles generales provisionales, donde se encuentran los oficiales de mayor graduación.

 

De todas las descripciones que existen sobre la guerra de trincheras, la de Ernst Jünger en Tempestades de acero es la más detallada y por ello la más terrible, además de la del inglés Robert Graves, Adiós a todo eso, que contempla los sucesos desde el otro lado. Jünger describe todos los sucesos desde la altura de los ojos, a partir del momento en que llega al frente, hasta que lo abandona cuatro años después, y la sensación de caos en la narración es permanente, es un mundo sin ningún mirador privilegiado, un mundo imprevisible en el que la muerte no para de segar vidas.

Cuando él llega al frente de Flandes, en diciembre de 1914, no sabe nada y se le humedece la mirada. Su compañía se coloca en una zona de despliegue en una aldea próxima al frente, Orainville, cincuenta miserables casuchas alrededor de una mansión señorial dentro de un parque. Asombrado, observa la vida que allí se desarrolla, el hervidero de soldados andrajosos con rostros endurecidos por la inclemencia del tiempo, la cocina de campaña, donde algunos están preparando una sopa de guisantes, los encargados de repartir el rancho, esperando con sus traqueteantes cubos. Se alojan en un granero, al día siguiente están desayunando en el edificio de un colegio cuando de repente oyen varias detonaciones. Los soldados experimentados salen a toda prisa, los recién llegados los siguen, sin saber muy bien por qué. Por encima de sus cabezas oyen zumbidos y vuelos, y a su alrededor todos se tiran al suelo. «Todo aquello me parecía un poco ridículo», escribe Jünger, «era como si estuviera viendo a unas personas hacer cosas que yo no comprendía bien.» Al instante ve aparecer en la desierta calle unos grupos oscuros, arrastrando grandes bultos en trozos de lona. «Con una sensación peculiarmente opresiva de estar viendo algo irreal se quedaron fijos mis ojos en una figura humana cubierta de sangre, de cuyo cuerpo pendía suelta una pierna doblada de un modo extraño, y que no cesaba de lanzar alaridos de “¡socorro!”, cual si la muerte súbita continuara apretándole la garganta.»

Esto está ocurriendo muy lejos de la línea del enemigo, en un lugar de recreación y descanso, y es lo primero que Jünger ve de la guerra.

Qué enigmático, qué impersonal resultaba todo aquello. Casi no pensaba uno en el enemigo, en aquel ser envuelto en el misterio, lleno de perfidia, que quedaba por algún lugar allá atrás. Era tan fuerte la impresión producida por aquel acontecimiento —un acontecimiento que quedaba enteramente fuera del campo de la experiencia— que resultaba difícil entender lo que estaba pasando. Era como la aparición de un fantasma en pleno mediodía luminoso.

Encima del portón de la mansión señorial había estallado una granada y había lanzado una nube de piedras y metralla en el preciso instante en que, asustados por los primeros disparos, salían en tropel por el pasadizo de entrada quienes se hallaban en el interior. Aquella granada se cobró trece víctimas; una de ellas fue Gebhard, el músico mayor, a quien yo conocía bien de los conciertos al aire libre en Hannover. Antes que los seres humanos barruntó el peligro un caballo que allí estaba atado y que, pocos segundos antes de la explosión, logró soltarse y penetró al galope en el patio; no recibió la menor herida.

Pese a que en cualquier momento podían repetirse los disparos, un sentimiento de curiosidad compulsiva me arrastró hacia el lugar de la desgracia. Junto al sitio en que había estallado la granada se balanceaba un pequeño cartel; la mano de un bromista había escrito en él estas palabras: «El rincón de las granadas». Era ya cosa sabida, por tanto, que aquel edificio era un lugar peligroso. Grandes charcos de sangre enrojecían la calle; cascos y correajes yacían dispersos por el suelo. La pesada puerta de hierro de la entrada se hallaba destrozada, acribillada por fragmentos de metralla; el guardacantón estaba salpicado de sangre. Sentí como si un imán fijara mis ojos en aquello que estaba viendo; simultáneamente se producía dentro de mí un cambio profundo.

Marchan hacia las trincheras, donde la vida entre batalla y batalla es fría, mojada, fangosa, insomne, rutinaria, dura y aburrida. En un río a dos pasos de allí yacen hace meses los cadáveres de unos soldados de un regimiento colonial francés que nadie puede llevarse, la piel parecía de pergamino por el agua que los riega constantemente. Los soldados, agotados y la mayoría de ellos poco acostumbrados a trabajos duros, cavan las trincheras cada vez más profundas, y las despreocupadas escaramuzas en los prados rociados de sangre no estuvieron nunca más lejos. Habían quedado atrás. Al cabo de cuatro meses toman parte en su primera gran batalla en Les Éparges. Un proyectil cae justo delante de ellos, cuando llegan al lugar se encuentran trapos de tela y trozos de carne ensangrentados colgando de la maleza: «un cuadro extraño, opresivo; a mí me hizo pensar en el alcaudón dorsirrojo, que ensarta sus presas en los espinos».

En la batalla que sigue, Jünger es herido por primera vez. El fuego de artillería se incrementa, las llamaradas no cesan a su alrededor, el aire está lleno de nubes de las explosiones y estruendos ensordecedores. Jünger describe la confusión que siente como si se encontrara en otro planeta, no consigue distinguir entre la artillería y las granadas, todo es caos, está rodeado de heridos, de gritos y aullidos, y es fácil imaginárselo como un infierno, completamente disgregado del mundo conocido, hasta que de repente describe unos pájaros que siguen con sus gorjeos, tal vez incluso enardecidos por el bombardeo, y uno comprende que la batalla se está librando en un bosque normal y corriente en las afueras de un pueblo normal y corriente, en medio de un día normal y corriente.

 

Ir a la siguiente página

Report Page