Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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La brevísima visión de la realidad de fuera, que sigue como antes, según sus leyes y costumbres, deja muy claro que esto es una puesta en escena, que el bosque que se incendia, los pájaros que gorjean, el sol, el cielo y la hierba en el prado son naturaleza, y que esa ola de una destructividad hasta ahora nunca vista que se está desarrollando en esa naturaleza es civilización, independientemente del fondo primitivo y salvaje que haya abierto en los soldados, e independientemente de lo ciega que sea esa lluvia de metal que cubre todo.

Se han citado aquí, a cada lado de una hipotética raya de tiza, en una transformación teatral de la realidad en la que lo habitual ha sido suspendido y la vida ha sido desplazada hasta su límite absoluto, que es constantemente sobrepasado de manera divina, ya que lo que espera al otro lado es la muerte, es decir, la naturaleza. El que exista un interior de la guerra en el que las vidas se lanzan a la nada, y un exterior de la guerra, donde las vidas siguen como antes, refuerza esta impresión, junto con la mecanización de las armas, que a su vez relaciona la guerra con la cultura, en una industrialización y modernización a gran escala de las maneras de morir. Se envían trenes con cuerpos, se destruyen, se entierran, llegan nuevos trenes con nuevos cuerpos, se destruyen, se entierran. En total, ocho millones de cuerpos se sacrifican en esta celebración de la muerte, bajo el constante paso del sol.

En cierto modo esto es lo más elevado. Porque nada es más valioso que la vida, y aquí cae al suelo como el granizo en una granizada. Es obviamente un sacrificio de una magnitud jamás vista, pero ¿sacrificio de qué? Los pájaros se encuentran en una realidad que para ellos es completa, llena de ese determinado repertorio de actos que realizan cada día y cada año, en una interacción de sucesos e instintos que simplemente los mantiene vivos y les hace bien. Ven el mundo y lo conocen, pero sólo como efecto, no como causa. El sol es calor, la lluvia es humedad, las capas de aire son el lugar por el que vuelan. Están capturados en su naturaleza de pájaro, a través de la cual se muestra el mundo.

Siempre ha parecido lógico pensar que nosotros estamos capturados de un modo parecido en nuestra humanidad, de esa idea sale la religión, intentando decidir fuera lo que para nosotros está escondido, pero se muestra en imágenes que hacen visible lo invisible. Ninguna de estas imágenes sirve aquí. No existen dioses que bajen de las alturas hasta el alboroto y ruido de la lucha humana ni ningún hijo unigénito a cuyo cielo la muerte sea una entrada. Aquí lo único fuera de lo humano son los árboles en llamas, el río que fluye por los bosques y los prados, los pájaros cantando en las copas de los árboles, su reclamo y alegre júbilo, que los soldados oyen en los raros descansos del retumbar de las armas.

Entonces es alcanzado en el muslo por un cascote de metralla, le chorrea la sangre, deja la mochila y corre hasta la trinchera, adonde llegan como rayos los heridos de todas partes.

Transcurren varias horas hasta que es encontrado y transportado a un hospital de Heidelberg, donde, tras dos semanas de cura, pasará unas cortas vacaciones en su casa, antes de que sea de nuevo enviado al frente.

 

Tenía veinte años y había llegado a la guerra casi directamente desde el colegio. Lo que allí vio y experimentó, sobre todo las grandes batallas con armamento pesado, de la magnitud de fuerzas de la naturaleza, eran tan radicalmente distintas a la vida normal que marcarían para siempre su opinión sobre ella. Lo que Jünger vio en la Primera Guerra Mundial se desarrolló con tanta fuerza que le sería imposible imaginarse que pudiera tratarse de algo no esencial, que pudiera expresar algo marginal en lo humano, ser un accidente, algo aleatorio y excepcional. Al contrario, durante la guerra Jünger se encontraba en el mismo centro humano, eso parecía cuando todo lo exterior se había derrumbado y sólo quedaban las magnitudes más sencillas y básicas: vida y muerte. No resulta difícil entender que él lo viera así, porque en un momento era un joven de diecinueve años que vivía en un mundo de amigos y familia, escuela y libros, algún que otro enamoramiento pasajero, un padre jugador de ajedrez que silbaba a Mozart en el baño y una madre que leía a Ibsen y de hecho lo conocía en persona, y que se llevaba a sus hijos de peregrinaje a la Weimar de Goethe; y al momento siguiente se encontraba en un mundo de barro, fango, frío, hambre, cansancio y muerte brusca, bajo un cielo lleno de fuego y metal. El primer mundo contenía al segundo en forma de las guerras sobre las que leía y oía hablar, que no eran pocas, la cultura alemana estaba orientada tanto hacia lo clásico como hacia lo militar, de modo que un joven de diecinueve años, como él, estaba familiarizado tanto con Homero y César como con Napoleón y los generales alemanes de la guerra contra Francia de 1870, mientras que el otro mundo, el de las trincheras, no contenía al primero. Tempestades de acero no se ocupa de la superestructura de la guerra, ni de la más grande, la política, que concierne a todo, la razón por la que estaban allí luchando, ni de la táctica militar, que los llevaba de un lado para otro, sino sólo de sus propias vivencias concretas, de lo que él mismo ve y siente. Es él quien tiene que tomar la decisión de levantarse y colocarse bajo una lluvia de balas; ningún Estado, ningún cuerpo militar, ningún emperador, ningún general puede hacerlo por él. Y es él el que es alcanzado en el pecho, y con la boca llena de sangre cae de bruces en un cráter de granadas y, seguro de que se está muriendo, se llena de una intensa y luminosa sensación de felicidad en medio del infierno de estallidos, fuego de artillería, gritos de guerra y gritos de espanto. Lo que ve está relacionado con él de la misma manera, en el sentido de que él es quien tiene que comprenderlo, darle o quitarle sentido. La muerte es ese fondo sobre el que aparece la vida. Si la muerte no hubiese existido, no habríamos sabido lo que era la vida. La guerra es la única actividad creada por los humanos que se acerca a ese límite con los ojos abiertos. Si los procesos que conducen a la guerra son un juego, la propia guerra no lo es, porque la muerte es absoluta.

La muerte no es moderna.

Con los pensamientos intentamos librarnos de la condición fundamental, que se cortocircuita con la muerte y resultará imposible de traspasar. Contra el afán por elevarse y salir de los pensamientos, contra la añoranza de los pensamientos sobre el cielo y lo celeste, que se manifiestan constantemente de distintas maneras, según la época y la cultura, está siempre la muerte. Pero también el corazón, que, al igual que la muerte, es siempre el mismo. Tampoco el corazón es moderno. Tampoco el corazón es sensato o insensato, racional o irracional. Late, y un día deja de latir. Eso es todo.

Ésta es la percepción de la guerra. Todo pensamiento esencial, todo pensamiento sobre lo verdadero proviene de aquí. Cuando llega la muerte, otra realidad se abre en la realidad. Esa es nuestra condición existencial, pero ocultamos la puerta que el muerto abre. Eso no es así en la guerra. Se abre una y otra vez por todas partes. Al final se acostumbran, la muerte es lo normal, se abre en cualquier sitio, en cualquier momento. Es como si la separación entre lo vivo y lo muerto en esta zona fuera mínima y no consistiera en otra cosa que en que los vivos se mueven y los muertos no, y que, mediante el movimiento, los vivos están libres en relación con la tierra, mientras que de alguna manera los muertos han sido atados a ella y son hundidos en ella poco a poco.

 

En este momento hace noventa y siete años que empezó la Primera Guerra Mundial. Contemplada a esta distancia, la guerra aparece como algo completamente carente de sentido. No así la Segunda Guerra Mundial, que en gran medida fue una guerra de defensa contra el nazismo. Pero ¿qué fue la Primera Guerra Mundial? Políticamente no tenía ningún sentido, no había nada que convirtiera a Inglaterra y Alemania en enemigos reales, no había entre ellos nada por lo que luchar, al contrario, tenían todas las de ganar colaborando entre ellos. En el aspecto territorial carecía de sentido, nada fue conquistado, y si uno de los países hubiera conquistado a otro, no le hubiera servido de nada; ¿qué haría Inglaterra con Alemania o Alemania con Inglaterra? Razón por la cual también carecía de sentido en lo humano; los que se sacrificaron se sacrificaron para nada.

La falta de sentido se encuentra en las grandes estructuras, mientras que en lo muy cercano, la vida del soldado, surgen zonas de intensificación de sentido tan densas que hacen desaparecer las cuestiones sobre la justificación de la guerra o la legitimidad de los asesinatos. Jünger ve en esto tres cosas. Lo primero es lo arcaico, la inalterabilidad del ser humano, el sol de Homero, que en su última consecuencia es la muerte, y que es una magnitud general extrahumana. Lo segundo son los valores de los que dependen para sobrevivir, es decir, valor, aguante ante el dolor, que a su vez significa fuerza vital, y que quizá sea una magnitud general en lo humano, pero que sólo puede ser realizada por el individuo. Lo tercero son las nuevas máquinas y lo maquinal, que cada vez se usa más en la guerra, que es una expresión de la civilización.

Eso, yo, nosotros/ellos.

Éstas son las magnitudes fundamentales de la vida, que desde su escondite en la complejidad de la civilización aparecen en la simplicidad de la guerra, y que hay que reconocer, ya que tocan lo esencial. Si se reprimen, la vida se convierte en una no vida, una huida de la verdadera causa de la vida, que es esencial y seria. Uno se podría preguntar por qué algunos iban a querer huir de las condiciones de la existencia, ¿por qué se iba a desear lo no esencial? Porque el precio es inauditamente alto. Si la vida del individuo se pone por encima de todo, la vida se entiende como una magnitud cuantitativa, algo que hay que mantener el mayor tiempo posible, entonces la muerte es el gran enemigo y la guerra totalmente sin sentido e indeseada. Si no otorgamos el valor supremo a la vida del individuo, sino a algo de esa vida, una cualidad, o algo fuera de esa vida, una idea, entonces la vida se contempla como algo cualitativo, algo más que la suma de células y días vividos, en otras palabras, afirmamos que existe algo superior a la vida, y así la ecuación es sencilla y uno puede decidir morir por ella.

Pero ¿qué podría estar por encima de la vida del individuo? Las vidas de todos, entendido como las vidas propias de todos, al menos con eso se legitiman la mayoría de las guerras. Pero es una abstracción, no significa nada cuando uno echa a correr bajo una lluvia de balas.

No se podía iniciar un asalto a las trincheras del enemigo con los amigos cayendo alrededor basándose en la idea abstracta de un bien. En la primera edición de las memorias de Jünger, se habla poco de patriotismo y nada de la defensa de otros grandes valores. En la segunda edición ha añadido unas líneas hacia el final, está sentado en el tren entrando en Alemania cuando la guerra ha terminado por su parte, y tiene un «sentimiento doloroso y orgulloso de estar más estrechamente atado al país a través de la sangría de la batalla por su grandeza», etcétera, según su biógrafo Nevin, y de que «la vida tiene un significado más profundo sólo a través del sacrificio por una idea, y existen ideales por los que la vida de un individuo o incluso las vidas de un pueblo, no valen nada». Esta segunda edición acaba con la proclamación: «¡Alemania vive y nunca sucumbirá!» Todo esto ha desaparecido en la tercera edición, que salió en 1934, cuando la retórica nacionalista ya estaba usurpada y desacreditada, al menos para Jünger, que no quiso tener nada que ver con ellos. Queda la guerra como la expresión de un estado interior en el sentido más profundo.

Las verdaderas fuentes de la guerra están muy dentro de nosotros, y todas las crueldades que de vez en cuando inundan la tierra no son más que un reflejo del alma humana.

Mi lucha fue escrito en 1923, a la sombra de la gran guerra, y es imposible de entender si no la tenemos en cuenta. No había una sola familia en Alemania que no se viera afectada por ella, que no hubiera perdido a un hijo, un hermano, un padre, un tío, un vecino, un compañero o un amigo. El dolor no era visible, pero afectaba a todos. Visibles eran todos los inválidos de guerra, había cientos de miles de ellos, en las calles se veían rostros con mejillas destrozadas por balas, cuerpos sin piernas o brazos, ojos que ardían de miedo con sonidos bruscos, movimientos bruscos, hombres profundamente desorientados que hablaban solos. Los que habían sobrevivido se guardaban para sí vivencias que no podían compartir con nadie que no hubiera estado allí, porque no se podía hablar de ellas. Lo que habían visto los marcaría para el resto de su vida, no sólo como oscuras imágenes reprimidas que les llegaban en el sueño o cuando menos lo esperaban en su vida cotidiana, sino también en relación con cómo veían aquello de lo que ahora estaban rodeados. Para un ser humano que ve morir a su alrededor a multitud de seres humanos durante varios años, la vida no tiene el mismo valor que para alguien que no lo ha visto. Los muertos no eran gente cualquiera, era gente con la que uno había vivido, compartido experiencias, con la que se había reído y a la que tal vez se había enseñado fotos de la familia más allegada, en esa cercanía social y el intenso compañerismo que la guerra también implica, eran los compañeros, que caen uno tras otro, repentina y arbitrariamente. Después de haber experimentado eso, lo de atarse a alguien no es lo mismo que antes, porque sabiendo que la muerte ya no surge de la nada, esta experiencia, la de que un amigo pueda desaparecer de un momento a otro, y que en cualquier momento pueda suceder con el resto de los amigos y con uno mismo, es tan fuerte que una vida entera en paz no la puede borrar. Entonces uno se reserva, hay demasiado que perder. La invalidez interior, la mutilación emocional era tan poco visible como el duelo de los padres, y nunca se hablaba de ello, pero estaba ahí, la catástrofe era demasiado grande y brutal para que los que la vivieron no la percibieran. La Primera Guerra Mundial fue el gran acontecimiento arrollador para la generación nacida entre 1880 y 1900, y la pregunta que se hacían era: ¿qué sentido había tenido? Murieron millones de hombres jóvenes, ¿para qué? ¿Para esto? ¿Para la industria del ocio, el cabaret, el cine y el arte egocéntrico? ¿Por esto, la sinrazón sistematizada, por lo que ellos sacrificaron sus vidas? ¿Era esto lo que se sacó de esa guerra? Hitler lo vio así, y no era el único.

Porque ellos habían estado al borde de la vida, habían vivido en la zona límite entre todo y nada, y la intensidad que los llenó, la terrible destrucción que allí vieron, no podía resultar insignificante, no podía ser nada; eso, sobre todo eso, ellos lo sabían. Desde el punto de vista político se sacarían dos conclusiones: nunca más un absurdo y cruel desgaste de vidas o una nueva guerra para dar sentido al sacrificio de dos millones de soldados alemanes. Para Hitler sólo era posible la última alternativa. Porque si todo lo que había sucedido antes de la guerra se convertía en nada debido a ella, eso valdría también para lo que venía después de ella. Hitler escribió:

Transcurrirán milenios y jamás se podrá cantar al heroísmo sin dejar de rememorar al Ejército alemán de la Gran Guerra. Descorriendo el velo del pasado emergerá siempre la visión del frente férreo de los grises cascos de acero, frente inquebrantable y firme monumento de inmortalidad. Y mientras haya alemanes, nunca se olvidará que aquellos héroes fueron hijos de la Patria alemana.

Era la guerra como mitología, un cuento de heroísmo homérico o wagneriano desde el principio de los tiempos, la forma de condensación de sentido que Hitler conocía y cultivaba, y era a eso a lo que aspiraba, no sólo en relación con la guerra, sino en relación con todo lo contemporáneo, que desde esa perspectiva las enormes profundidades del pasado adquirieran unidad y cohesión, que es lo mismo que sentido. Lo seguro es que era precisamente sentido lo que le faltaba a la guerra para alguien que se encontraba en medio de ella, porque los hechos no expresaban ni unidad ni cohesión, pero no hay razón para pensar que Hitler lo describe así por conveniencia, sino más bien porque vivió la guerra como algo con un profundo sentido. Arriesgó la vida por lo que creía, en una gran comunidad en la que se ofrecía una camaradería sin condiciones, que no exigía ni proximidad ni intimidad, y en un escenario en el que todos luchaban por la nación alemana, a la que desde muy pequeño había soñado con pertenecer y por la que seguramente también soñó con luchar, a juzgar por los pasajes de Mi lucha en los que escribe sobre la impresión que le causó la lectura del libro de su padre sobre la guerra franco-alemana en 1870.

La mitologización de la guerra no es un sueño sobre ella, sino una esencialización, y que no haya ni un atisbo de vida cotidiana es típico del yo romántico, representa un enaltecimiento de lo exterior por lo interior, algo de lo que son marcados ejemplos los poemas de Hölderlin, que también carecen por completo de cotidianidad y trivialidades, en ellos todo está enaltecido y saturado de existencia, siempre en el límite de lo extático, como se vuelve la vida cuando está repleta de sentido. El enamoramiento puede llenar una vida de esa manera, así como también la experiencia mística religiosa y la muerte. Los tres estados tratan de un exceso del yo. La sensación de algo casi divino en la poesía de Hölderlin tiene que ver con esto, el límite entre el mundo y el yo está casi por completo ausente, y el yo está casi fundido con sus descripciones de profundas sombras verdes y sol ardiente, con los truenos que retumban entre las colinas y los ríos que bajan helados de las montañas, y todo está por tanto lleno de sentido: la identidad entre el yo y el mundo es el sentido definitivo. Si no hay identidad, el mundo es ajeno, y ante lo ajeno el yo queda aislado y apartado, como expulsado, y entonces también ajeno ante sí mismo, porque lo ajeno es el punto desde el que puede verse a sí mismo, su falta de pertenencia. Para el animal, el mundo no es ajeno, ya que el animal no es capaz de verse a sí mismo y no conoce distancia entre sí mismo y su entorno. De eso trata el segundo Génesis, lo que constituye el conocimiento es la caída, la caída en lo ajeno. La añoranza por la naturaleza y lo natural es la añoranza por identidad, totalidad, el sentido absoluto de lo que carece de diferencias. El solitario yo del Romanticismo y su sed de exceso del yo son expresiones de esto, algo urgente ya al disolverse la visión religiosa del mundo para dejar tras de sí sólo la visión humana. El concepto de alienación del joven Marx es existencial, no político; la relación con el trabajo específico y mecánico bajo el capitalismo llegó más tarde. Las historias de héroes y tormentas sentimentales de Wagner tratan de lo mismo, elevación y exceso del yo. El yo de Mi lucha se expresa según el mismo modelo, eleva la guerra y la vida propia a algo intocable por lo cotidiano, una forma de grandeza que en sí tiene sentido, pero que a diferencia de Hölderlin, Rilke, Trakl, Wagner, Beethoven y casi cualquiera de los creadores alemanes del Romanticismo o Romanticismo tardío, el yo de Hitler está limitado por su falta de dominio de la forma, es decir, una falta de capacidad de hacer de la forma una expresión del yo y los sentimientos que lo llenan, lo único que puede hacer es repetir la forma de otros, de la manera más sencilla, como muletillas. «Descorriendo el velo del pasado emergerá siempre la visión del frente férreo de los grises cascos de acero», escribe, y «firme monumento de inmortalidad». También está limitado por el pensamiento, que se mantiene dentro de esa cultura en la que ha vivido, llena de prejuicios y conocimientos inexactos, medias verdades, rumores y asuntos poco fiables, que, señala Hamann, provienen muy a menudo de los periódicos contemporáneos de Viena y revistas populistas, de manera que lo que él vivía como algo grande y lleno de sentido no era transmitido como tal, como por ejemplo en Hölderlin, sino al contrario, como algo no auténtico, ya que el pensamiento o el deseo de grandeza es el único elemento de esplendor que trasluce, y señala directamente hacia atrás al yo y su carácter pequeñoburgués, que con su presencia descalifica cualquier forma de lo sublime. Leer intentos de enaltecimiento en Mi lucha es como ver una mala pintura de una escarpada montaña increíblemente hermosa.

 

Pero aunque el texto lo empequeñece todo, no significa que los sentimientos de Hitler por lo que describía, o lo que describía, fueran pequeños. El talento de Hitler se encontraba en otra parte, lo que él mismo subraya varias veces en Mi lucha, la inferioridad de la escritura en comparación con la palabra hablada, que él definitivamente dominaba y sabía cómo usar para hacer que sus oyentes sintieran lo mismo que él, o lo que quería que sintieran. En esto se mostraba también la mitologización de lo que inicialmente era cotidiano y el enaltecimiento de la realidad, en la que el trabajo de los obreros, en un principio aburrido, monótono y deprimente, se volvía heroico y grandioso, y en la que el pasado era retomado una y otra vez en forma de desfiles con caballos y banderas medievales, en forma de rituales y juramentos, magníficos edificios y plazas con aspecto antiguo, en una especie de sublimación del presente, un «reencantamiento» de la sociedad, en la que la mayor parte de los elementos estéticos eran tomados de lo militar y del mundo bélico; uniformes, banderas, desfiles, todo destinado a crear lo único. Los obreros se convirtieron en soldados-obreros, los colegiales en soldados-niños, las estrellas del deporte en soldados-atletas, y lo único en ello era que la realidad fue enaltecida y convertida en algo esencial, no mediante su recreación artística o la selección de la obra artística de ciertos elementos en ella, es decir, el mundo como leído en el poema, escuchado en la música, visto en el cuadro, sino recreando y formando la propia realidad, sin mediar y directamente. Hitler convirtió Alemania en un teatro. Lo que el teatro expresaba era un contexto, en consecuencia, una identidad, y, en consecuencia, verdad. No era cuestión de inventar algo, de construir una identidad mediante trajes, banderas y desfiles, sino de expresar algo que siempre había estado allí, pero que la sociedad moderna había suprimido y disuelto, razón por la que tantos elementos venían de la historia: algo fue restituido.

Hitler tampoco fue un fanático director de teatro militarista que impusiera su voluntad sobre el pueblo; las cuerdas que tocaba eran reales, los sentimientos que despertaba existían en todo el mundo. Todos los que han visto los desfiles de la Alemania de Hitler saben qué sentimientos despiertan, qué fuerzas enormes desencadenaba esa uniformada comunidad carente de yo, el poder que tiene lo colectivo, y cuánto se puede desear ser parte de ese nosotros. Algunas fotos de aquella época expresan una belleza casi salvaje, como esa de unos soldados en formación sacada a la altura de las cabezas, un mar de cascos de acero que se extiende simétricamente, la misma persona repetida y repetida casi hasta lo infinito. O el silencio cuando Hitler recorre a pie varios cientos de metros hasta la llama ardiente, bajo el monumento en honor a los caídos, rodeado de miles de soldados formados, uniformados, con casco, inmóviles. Todo lo que deseaba despertar mediante su descripción en Mi lucha, que fue un intento fallido, lo consiguió con estos escenarios humanos. En ellos emerge un frente de hierro de cascos grises de acero, despiertan el pasado, pero se encuentran en el presente, y son inmortales. Como grita uno de los soldados durante las jornadas del partido en Núremberg: no habéis muerto, seguís vivos en Alemania.

¿Quién no quiere formar parte de algo más grande que uno mismo? ¿Quién no desea sentir que su vida tiene sentido? ¿Quién no quiere algo por lo que morir?

 

La placidez, la saturación y la tranquilidad que llenan nuestras vidas, o con lo que nos esforzamos por llenar nuestras vidas, con la satisfacción como el máximo objetivo y en la que apenas hay nubes en el cielo, se parece a esa existencia que Stefan Zweig describe en sus memorias, El mundo de ayer, y que acabó tan súbitamente en el mes de agosto de 1914. La pregunta que tenemos que hacernos es por tanto si la guerra se debió a determinadas relaciones políticas y condiciones históricas y sociales, impensables en nuestra sociedad de posguerra, o si se debió a la activación de algunas fuerzas que siempre han existido en lo humano, como parte de la esencia de todos, pudiéndose de esa manera volver a activar en cualquier momento a partir de entonces. En ese caso, lo único seguro que podemos decir al respecto es que llegará de otra manera, de otra forma, porque justo la forma en que llegó en 1914 y de nuevo en 1939 la hemos identificado y cerrado. No habrá pasos de la oca en las calles ni un mar de cabezas adornadas con cascos en las plazas. Pero dentro de mí, sentado en primavera en una habitación en Glemmingebro, a las afueras de Ystad, con el sol bañando el paisaje en flor, que he tapado con una manta para poder trabajar en paz, no sin ser distraído por los niños que entran y salen corriendo de la casa con la misma dedicación, alegría y desenvoltura que recuerdo de mi infancia, mientras mi madre está en el jardín arrancando las malas hierbas, Linda ha ido a comprar la cena de Pascua, su hermano está poniendo clavos en el tejadillo de encima del porche, que se venció este invierno por el peso de la nieve, y junto a él su madre hace esfuerzos para levantar un gran arbusto que también se cayó este invierno, en medio de todo esto puedo notar una añoranza por algo distinto, y esa añoranza, supongo, también la sienten otras personas. Porque los seres humanos de una misma cultura no somos tan diferentes como para que un sentimiento sólo pueda existir en uno, ¿no? No sé lo que esa añoranza representa, pero sé que no implica distanciamiento de lo que hay aquí, de lo que tengo o en lo que vivo, no es eso, no desprecio nada y entiendo el valor de la normalidad de esta existencia, y su necesidad. Y sin embargo una añoranza. ¿De qué?

Quizá más que una añoranza sea una carencia. Una sensación de que hay algo que no está aquí. Hay algo que falta en medio de la vida y lo vivo, como envuelto en los gorjeos y aleteos de los pájaros que están construyendo sus nidos por aquí cerca, bajo el sol, rodeados por todas partes de plantas verdes.

¿Esa carencia se encuentra en mí? ¿Soy incapaz de conquistar mis propios tiempo y lugar, de ver las cosas como son en la realidad, de saber que eso es todo y llenarme de alegría por ello? Porque un mundo entero se abre incluso en la planta más pequeña que uno tiene delante, que vive y está relacionada con todo lo vivo, y que crece al borde del vertiginoso precipicio del tiempo, donde también nos encontramos nosotros. ¿Es mi responsabilidad hacer válido este mundo y llenarlo de valor? ¿Eso se puede hacer? ¿O está vacío, lleno de crecimiento en serie, algo que se copia a sí mismo una y otra vez hasta lo infinito? ¿Un vacío que también constituye el fondo de nuestra realidad biológica, de lo humano? En ese caso, ¿por qué copiamos en la cultura que creamos el crecimiento en serie? ¿No debería la cultura establecer diferencias, que es aquello en lo que se basa y de lo que emana todo valor y con ello también todo sentido? ¿Ese sentido no existe? ¿O está escondido? ¿Tapado por qué? ¿Por lo social, cuyas diferencias están ahí para mantener todo en su sitio, no para liberar, y que nos mantiene en nuestro lugar en una determinada vida, la vida rutinaria, en cuya mirada se disuelve el mundo, convirtiéndose en lo mismo?

Pero si es así, ¿de dónde viene la idea de que el mundo puede ser distinto? No creemos en Dios, lo que significa que Dios no existe y que nunca ha existido. Si es así, sólo vivió en la imaginación de los seres humanos, como una especie de herramienta existencial, y la condición para que tuviera sentido era que la certeza de lo instrumental en ello no alcanzara la conciencia. Eso no ocurrió hasta que la realidad material fue identificada como instrumental, y desde allí no había retorno, porque el sentido excluye el engaño de los ojos abiertos, creer es saber, y de la misma forma que sabían que Dios era una realidad, sabemos que Dios no es una realidad. Se rompió la conexión con lo real, que estaba en éxtasis, porque no existía nada real; también el éxtasis, los sentimientos más profundos de lo humano, era falso, un espejismo.

Pero el sol arde, la hierba crece, el corazón late en su oscuridad.

 

«Pero el sol arde, la hierba crece, el corazón late en su oscuridad.»

¿Por qué escribí eso?

Este lenguaje es hueco. Se parece al lenguaje del nazismo. Sí, de hecho el sol arde, de hecho la hierba crece y de hecho el corazón late en su oscuridad, pero lo fáctico no es lo esencial de este lenguaje, lo esencial es lo que evoca, que en cierto modo se enaltezcan el sol, la hierba y el corazón, que se conviertan en algo mucho más que ellos mismos, como si contuvieran la verdadera realidad. Es el mismo lenguaje el que dice que la civilización está separada de los instintos, los sufrimientos y lo genial, mientras que el sol, la hierba y la sangre están relacionados con lo real, cuyas dos grandes expresiones son la guerra y el arte, como escribió Mann en 1914.

Este lenguaje es hueco y se convirtió en el lenguaje de los nazis, ¿pero es falso?

El poema de Paul Celan fue una respuesta a ese lenguaje que había destrozado la cultura. Ese lenguaje no surgió en Mi lucha, pero fue reunido y concentrado ahí, y a través de su autor se extendió por una sociedad que se intentaba cambiar desde el fondo. Nos hemos librado de todo lo que ese lenguaje trajo consigo. Hemos eliminado todas las ideas sobre lo grandioso y todas las ideas sobre lo auténtico. Vivimos en un mar de cosas y pasamos una gran parte de nuestro tiempo en estado despierto delante de pantallas. Escondemos la muerte como mejor podemos. ¿Qué hacemos si de todo esto se desprende una añoranza de otra cosa? ¿De una realidad más real, de una vida más auténtica? En ese caso sería una conclusión errónea, porque toda vida es igual de auténtica, y lo grande es una idea sobre la vida, no la vida en sí. La añoranza de realidad, la añoranza de autenticidad no expresa más que una añoranza de sentido, y el sentido surge de contextos, del modo en que estamos relacionados entre nosotros y con nuestro entorno. Ésa es la razón por la que escribo, intento investigar las relaciones en las que me incluyo, y cuando siento la atracción de lo auténtico, se trata también de una relación que he de investigar. Estoy convencido de que la guerra y el arte están emparentados, como escribió Mann en 1914, pero de lo que luego se desdijo, naturalmente, porque tanto la guerra como el arte buscan el extremo de la existencia, que es la muerte, contra cuyo fondo la vida resplandece, convirtiéndose de repente en algo precioso e inalienable, es decir, algo lleno de sentido. Siempre lo he vivido así en el arte, una poderosa sensación de sentido, aunque raramente en el arte moderno, casi siempre en cuadros de finales del siglo XVII hasta finales del siglo XIX, con algunas destacadas excepciones, como por ejemplo los cuadros de Anselm Kiefer, a los que siempre me he sentido muy próximo. Pero hace cuatro años, en un viaje a Venecia, fue como si todo esto se desplomara de repente. Al ver los cuadros de la Academia, no me «decían» nada, era como si se encontraran en un espacio fuera del espacio en el que yo vivía. Lo que en él regía no regía aquí. Y era extraño, porque la muerte es la muerte, la vida es la vida, el ser humano es el ser humano, independientemente de cómo se desarrolle la cultura. ¿No era así? Atravesamos las salas medio corriendo debido a la escasa paciencia de los niños, aunque Vanja se fijó en todo lo escalofriante que había en ellas, calaveras, caballos encabritados y figuras masculinas crucificadas, y cuando salimos y estábamos sentados en un tranquilo café con vistas a la laguna, bebiendo Sprite con cubitos de hielo, se me ocurrió de repente que todo eso antiguo y hermoso que durante años tanto había apreciado y perseguido, porque su belleza me parecía no sólo necesaria, sino vital, al fin y al cabo tal vez no valiera nada. Que era una carga que arrastrábamos, una especie de sombra que se posaba sobre nosotros, algo muerto y frío. Que esa belleza que poseían era la belleza de la muerte, y que los conocimientos que despertaban en nosotros se encontraban en lo muerto y nada más.

Ese mismo día vi lo único verdaderamente sublime en todo el viaje. Estaba paseando con John por los alrededores del piso en el que nos alojábamos, por estrechos, oscuros y húmedos callejones, donde había pequeñas bolsas de basura de plástico atadas delante de todas las puertas, y ropa secándose en cuerdas entre las casas, era ya tarde, nos estábamos acercando a la plaza que da a la laguna, donde atracaban los vaporettos, cuando de repente vimos por encima de los tejados un enorme barco deslizándose lentamente. Salimos a la plaza, desde donde se abría el mar, y esa luz especial que siempre hay allí, tanto cuando llueve como cuando brilla el sol, tanto en el otoño como en la primavera y el verano, hacía brillar todo, las paredes y los tejados, el adoquinado y la superficie del agua.

El barco que llegaba era enorme, sobresalía por encima de los edificios, y en todas las cubiertas había gente. Por un altavoz alguien hablaba de la ciudad. Se veían destellos de flashes por todas partes. Algo se levantó dentro de mí. Sentí escalofríos.

—¿Has visto, John? —le dije, agachándome frente a él. El niño sonrió, asintió con la cabeza y señaló una de las muchas palomas que se sacudían. «¡Allí!», dijo. Me puse de pie, y miré por última vez el barco, que ya estaba tan lejos que no se podía distinguir ningún rostro entre la multitud que llenaba las cubiertas, sólo la oscuridad y los flashes que la iluminaban, antes de dar la vuelta al carrito del niño y meterme de nuevo en la callejuela, en dirección a un minúsculo café, donde John se tomó un bollo y yo un expreso.

 

¿Por qué sentí escalofríos al contemplar un barco crucero? ¿Qué me hizo pensar que era sublime?

En la estética clásica, lo sublime era ver algo que hacía estremecerse al observador, bien por su grandeza, bien por lo desconocido que expresaba. Una erupción volcánica, un naufragio, una poderosa y salvaje montaña, ante lo cual el observador tiene una clara sensación de ser pequeño e insignificante. Lo bello, que desde la Antigüedad era sinónimo de lo bien proporcionado y armonioso, es decir, algo dentro de lo controlable por el ser humano, fue en el Romanticismo incluido en lo sublime, tal vez porque la idea de lo divino ya no era el centro evidente del mundo, algo de lo que salían o en lo que entraban todos los pensamientos y conceptos. Pero lo sublime y lo divino no es lo mismo, la revelación de lo desconocido de la naturaleza es distinta a la revelación de la presencia de lo divino, porque en la presencia de lo divino no sólo aparece distancia, no sólo aparece ese cruel conocimiento de la ceguera de la naturaleza y falta de humanidad, sino también lo contrario, una promesa de contexto y pertenencia. Un nosotros. Lo divino o lo sagrado señala el límite de ese nosotros, a la vez que le da sentido, no uno por uno, sino colectivamente, como una unidad. Y la clase de revelación también tenía que ser radicalmente distinta, porque la experiencia de lo divino o de lo sagrado era lo que excedía la realidad, por lo demás legítima, y uno se puede imaginar lo terrible y atemorizante que debía de ser. Encontrarse con un ser todopoderoso que no es un ser humano ni un animal, que se esconde, pero que sin embargo está ahí, en el mismo lugar donde tú te encuentras. Rudolf Otto escribió que el sentimiento religioso puede llenar el alma con una fuerza casi enajenada, e intenta describir sus distintas fases. El estado de ánimo ambiguo y descansado de inmersión devota, que puede pasar a un estado continuo del alma, que dura mucho, en forma de vibraciones que se quedan, hasta que por fin deja de sonar y permite que el alma acabe en lo profano. El que de repente sale del alma, entrecortado y a trompicones. El que conduce a estados excitantes; embriaguez, embeleso, éxtasis. El que se hunde hasta un espanto casi fantasmal y escalofriante. El sentimiento religioso tiene sus fases iniciales crudas y bárbaras, escribe Otto, que se van desarrollando hacia lo refinado, lo purificado y lo transfigurado. «Puede resultar en que lo creado cese en una silenciosa y temblorosa humildad ante…, pues sí, ¿ante qué?»

Cuando leo a Rudolf Otto o Mircea Eliade, que se ocupan ambos de la experiencia de lo sagrado y lo divino, tanto para entenderla como para definirla, y cuando leo los escritos de los místicos o de los padres de la Iglesia, impregnados de éxtasis, me encuentro ante algo completamente ajeno, algo que no ocupa ningún lugar en mi vida o en la vida que me rodea, salvo los breves destellos que recibo de vez en cuando en la televisión de las reuniones de carismáticos movimientos religiosos. Que sea así altera esa convicción fundamental que tengo de que la vida sentimental humana es constante, y que todos los afectos que fluyen en nosotros siempre han fluido por los seres humanos, por lo que tiene sentido tanto contemplar las obras de arte más antiguas como leer los textos más antiguos. Ser persona siempre ha sido lo mismo, pienso, totalmente independiente de los cambios que ha atravesado la cultura. Pero esa clase de experiencias que en su tiempo fueron las meditaciones más importantes en torno a Dios y lo divino, ritos y cultos de lo sagrado, visiones y éxtasis que surgían en vidas totalmente dedicadas a Dios y el misterio divino, esa voluntad de buscar sentido, ese enorme fervor, con todo su espectro de sensaciones, estados de ánimo y sentimientos, ya no se persiguen, y si se hace es algo que ocurre al margen de la sociedad, fuera de nuestra atención, quizá alguna rara vez citado como testigo de algo extraño y anticuado, en forma de entretenimiento en la televisión, ¿así que tú eres monje? ¿Y cómo es eso de no practicar sexo? Cuando cerramos la puerta a lo religioso, también cerramos la puerta a algo dentro de nosotros mismos. No sólo desapareció lo sagrado, sino también todos esos fuertes sentimientos relacionados con ello. La idea de lo sublime es un débil eco de la vivencia de lo sagrado, sin el misterio. La añoranza y melancolía que expresa el arte romántico conforma una añoranza de esto, y una tristeza por la pérdida. Al menos así es como veo mi atracción hacia lo romántico en el arte, esas breves pero intensas olas emocionales que puede despertar, y ese timbre de alegría y dolor que de repente se puede levantar como un cielo dentro de mí cuando veo algo imprevisto, o algo muy corriente de un modo no previsto. Un crucero atestado de gente, un paisaje industrial cubierto de nieve, el sol rojizo que lo ilumina a través de un velo de niebla. Un viejo vestido con mono azul tirando un cartón a una hoguera, también esto en un paisaje cubierto de nieve, donde todo está quieto e inmóvil, excepto el movimiento del viejo, con el que estoy muy familiarizado, porque es mi abuelo materno, y las llamas de la hoguera ardiendo con cuidado. Sí, las llamas, el fuego, el incendio, ¿qué son sino algo que se abre en el mundo? ¿Algo que irrumpe, está aquí o desaparece? Siempre igual, nunca lo mismo. Cuando lo veo, estoy allí de repente con todo mi ser, me percato de mi propia existencia, pero no sólo eso, también de mi propio yo, por un breve instante me llena por completo, y no con los problemas que tengo, todo lo que tengo que hacer o he hecho, todo lo que conozco, he conocido o voy a conocer, no, todo lo que me relaciona con el mundo social ha desaparecido. Quizá durante cinco segundos, diez o treinta es así, me encuentro en medio del mundo y veo arder una hoguera y a un hombre dar un paso hacia atrás, en un silencioso paisaje cubierto de nieve, y entonces desaparece, la magia se ha roto, todo es como antes, yo también.

Pero qué pequeña y pobre resulta esa experiencia en comparación con el éxtasis de los místicos, qué triste mi búsqueda de sentido, siempre distraída por algo, en comparación con la entrega de una vida entera de los místicos. Qué pusilánimes son esos ritos míos delante de la pantalla del televisor comparados con los que tenían lugar en otros tiempos. Ah, casi no me atrevo a mencionarlo, qué diferencia entre los esperanzadores sentimientos que me llenan cuando un noruego gana el Campeonato Mundial de Esquí y los que llenan a un ser humano cuando se arrodilla delante de lo sagrado y su alma se eleva.

¿Qué coño sé realmente yo de lo divino? ¿Con qué derecho empleo ese concepto? ¿Yo, un occidental cuarentón secularizado, tan ingenuo como inculto, una de las numerosas personas banales y no espirituales del mundo? Sólo dos días después de ver el crucero, ¿no estaba sentado en una terraza veneciana, donde se me cayó el tenedor al suelo, lo que provocó que un camarero se me acercara con un tenedor limpio, que yo rechacé diciendo no ve usted que no necesito ningún tenedor, no ve que lo tengo aquí, sin pensar en que mi tenedor había estado en el suelo, por lo que, en su opinión, estaba sucio e inservible? Eso hice, encima en compañía de Espen y Anne, que sonrieron algo avergonzados por lo ocurrido, luego Espen dijo, un poco tímido, que pensaba que el camarero quería darme otro tenedor porque el mío se me había caído al suelo. Un ser tan torpe e incompetente no debería ni siquiera pronunciar una palabra como «lo divino».

Alguien que además no creía en la existencia de Dios, por lo que evidentemente tampoco creía que Jesús era hijo suyo, ¿por qué demonios iba a hurgar en esa materia?

¿Qué buscaba entonces en el fondo?

Sentido. Así de sencillo. En el día a día me sentía lleno de una especie de tedio completamente soportable, nunca amenazador o destructivo, más bien una sombra que se posaba sobre la vida, cuya última consecuencia era una especie de añoranza pasiva de la muerte, que a bordo de un avión, por ejemplo, de repente fuera capaz de pensar que no tenía nada en contra de que se cayera, aunque jamás se me hubiera ocurrido soñar con hacer algo para extinguirme a mí mismo. Dentro de ese tedio podía estallar de pronto algo de sentido. Era como si me encontrara fuera de algo radicalmente lleno de sentido, dentro de lo que de repente estaba incluido, y luego vuelto a expulsar. Como si el sentido estuviera allí todo el tiempo y fuéramos yo y mi modo de ver las cosas lo que me mantenía fuera de él.

¿Era así? ¿Había algo ahí fuera, algo objetivamente verdadero y real, una constancia de la vida y de lo vivo que siempre estaba ahí, pero a lo que yo rara vez, por no decir nunca, tenía acceso? ¿O sólo era algo que había dentro de mí?

Podría haberme arrodillado, juntado las manos y dirigido a Dios, Nuestro Señor, vibrantes plegarias y lamentos, pero vivía en la época equivocada, porque cuando levantaba la vista hacia el cielo no veía más que un enorme espacio vacío. Y cuando miraba a mi alrededor veía una sociedad decidida a adormecernos, a hacernos pensar en otra cosa, a entretenernos. Lo cómodo y lo agradable, lo suave y lo cálido, eso era lo que queríamos, y eso era lo que recibíamos. El único espacio que quedaba entonces, donde todavía se podía encontrar fundamento en la vida, era el arte. En el arte yo sólo buscaba eso, es decir, plenitud vital. Belleza y plenitud vital. Lo encontraba de vez en cuando y se apoderaba totalmente de mí, pero no conducía a nada, tal vez no fueran más que descargas de un alma exaltada, pequeños rayos en la oscuridad de la mente.

 

Veo un barco crucero atestado de gente deslizarse sobre los tejados de una vieja ciudad que se hunde, y siento escalofríos, ¿pero luego qué? ¿No era más que eso?

 

James Joyce, educado en el catolicismo, familiarizado con los grandes padres de la Iglesia, llamaba típicamente a esos momentos epifanías, una palabra en un principio utilizada para denominar la aparición de la naturaleza divina de Jesucristo ante los tres reyes magos aquella noche estrellada de Belén, pero que para él representaban las apariciones profanas de la vida en las calles a su alrededor. En la novela inacabada Stephen Hero define la epifanía como «a sudden spiritual manifestation». Toma como punto de partida la definición de belleza de Tomás de Aquino, o lo que tiene que estar presente en un objeto para que lo encontremos bello, pero desplaza el enfoque de las cualidades del objeto a nuestra idea de ellas, en una operación triple: primero hay que alejar el objeto de todo lo demás y considerarlo una cosa (la «integridad» de Aquino), luego esa cosa hay que analizarla como unidad y como partes, en relación consigo misma y con otros objetos, es decir, ser considerada una cosa (la «armonía» de Aquino), y al final, lo que constituye la epifanía, ver la cosa como es (el «resplandor» de Aquino).

Joyce llama a esto esa cosa, el alma del objeto.

El punto de partida de esta reflexión, que Stephen deja caer en una conversación con su amigo Cranly, es un pequeño intermezzo que presencia una noche en Eccles Street, cuando ve a una joven en una escalera delante de una casa y a un joven apoyado en una barandilla debajo de ella.

The Young Lady— (drawling discreetly) … O yes … I was… at the… cha…pel…

The Young Gentleman (inaudibly)… I … (again inaudibly)… I…

The Young Lady— (softly) … O … but you’re … ve…ry … wick …ed.

Emplear un concepto que denota la aparición de la divinidad de Jesucristo en un suceso como éste resulta blasfemo, ya que la distancia entre ambos espacios es grande, pero hay una distancia al menos igual de grande entre el suceso y la estética escolástica a la que Joyce lo eleva, se burla del abismo entre la realidad y las explicaciones que de ella ofrecen los eruditos, a la vez que, sin duda, también contiene algo esencial de su propia estética. Lo que Joyce describe es el mundo cercano, quiere penetrar en lo que ocurre a su alrededor, exactamente aquí y ahora, porque todo es local, para todos, siempre. Pero en las epifanías de Joyce no hay nada «más», eso es lo que las caracteriza, son expresiones de sí mismas, y la tarea del autor es verlas exactamente así, en su singularidad. Los ejemplos de epifanías que emplea son giros determinados que aparecen en conversaciones, determinadas maneras de gesticular, determinados pensamientos que se deslizan por una conciencia, en otras palabras, relacionados del todo con lo humano, más concretamente con lo social, es decir, la vida tal y como la vivimos los unos en relación con los otros. Hay por tanto algo casi antiesencialista en su estética, no le interesa lo real, tampoco lo trascendente, sino que busca todo sentido y significado en ese río de movimientos y lenguajes que cada día fluye por nuestras vidas. Ese lenguaje con el que Joyce lo expresó es en sí mismo un río, como todos los ríos tiene una superficie, lo que vemos a primera vista, y un fondo, palabras debajo de palabras, frases debajo de frases, movimientos debajo de movimientos, caracteres debajo de caracteres. En Ulises todo es también siempre otra cosa, no porque el mundo sea relativo, sino porque el lenguaje a través del que lo vemos sí lo es. La trascendencia en Ulises se mueve hacia el lenguaje, abre un abismo en el momento, que ya no es una epifanía —ni aislada ni entera ni propia—, y si la descripción de Joyce del mundo es verdadera en su relatividad y en su sólida intertextualidad, es entonces cerebral y en el fondo escolástica en su búsqueda de sistemática y cohesión, alejándose a toda prisa de la realidad física y la novela realista, más o menos como los padres de la Iglesia de la Edad Media se alejaban de la Biblia y de la realidad concreta y de acción y presencia física que hay en ella, para introducirse en ese cielo anormalmente abstracto e incorpóreo de especulaciones y reflexiones con el que escondían sus vidas. En él se puede uno perder, como en Ulises y las otras grandes obras modernistas, con todo ese placer intelectual y gusto estético que ofrecen, porque ese giro que dieron hacia su forma y su lenguaje las hacen en mayor grado obras por derecho propio, algo en sí mismas, a la vez que con ello también perdieron algo, porque, como Henry James escribió, en el arte los sentimientos son el sentido.

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