Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

Página 33 de 58

En el mundo de Duun todos creían en Dios, era una evidencia, otra cosa era impensable. Pero muy pocos sabían exactamente en qué creían, muy pocos conocían bien la religión, para eso tenían sacerdotes que sabían todo lo que había que saber de las Escrituras. A la gente le bastaba saber que había un dios, y un hijo de dios que asumía los pecados de todos, y que les esperaba una vida después de la muerte. Así es también para nosotros. Sabemos cómo funciona todo y cómo todo está relacionado, no hay ya ni un trocito de la realidad que no esté explicado. Pero muy pocos de nosotros sabemos exactamente qué es lo que sabemos, muy pocos conocemos bien las ciencias. Hemos oído hablar de los átomos y de los electrones, conocemos la teoría de la evolución y del Big Bang, pero no sabemos explicarla, lo que ocurre es que mientras sepamos que alguien sabe, nos fiamos de ello, de que el mundo realmente es así, y eso nos proporciona seguridad. El mundo de Duun giraba en torno a la repetición, el tiempo era mítico y estático, mientras que nuestro mundo gira en torno a lo nuevo, al paso hacia delante. Lo nuevo se impone en todo; todos los objetos que empleamos, por ejemplo, se rediseñan constantemente, hay mucha diferencia entre una cubertería de los años ochenta y una del año dos mil, o una casa de la década de los cincuenta y una de hoy, pero el cambio rige para el ojo, es visual y no funcional: un cuchillo de 2010 tiene un mango y una hoja, igual que tenía en 1710 o 1310. En una concepción mitológica de la realidad no es el ojo el que rige, el significado está en lo que el ojo no ve, mientras que la concepción racional de la realidad es visual, y el desplazamiento que tuvo lugar en los siglos XVI y XVII constituye el núcleo de la revolución que significó la Ilustración. La tecnología más importante desarrollada en la Ilustración fueron el telescopio y el microscopio, sin estos dos instrumentos ópticos serían impensables los conocimientos que la ciencia fue cosechando poco a poco. Y tal vez en base a esto habría que entender la importancia que se da en nuestra época al diseño. El tiempo es invisible, el tiempo no se deja ni aumentar ni disminuir, escapa a toda la tecnología del espacio, ya que es invisible, pero en el diseño es capturado, en el diseño aparece: ése era el aspecto que tenía la década de los setenta, ése era el aspecto de la década de los ochenta, ése era el aspecto que tenía la década de los noventa. Lo viejo se convierte en lo nuevo, en un sistema que al principio es el mismo que constituyeron los ritos, en el que cada primavera era un nuevo comienzo, con la diferencia importante de que nosotros no vemos lo mismo, no vemos la repetición, sólo lo nuevo. Lo mismo ocurre con las noticias, de las que recortamos todos los sucesos de su tiempo y lugar originales para introducirlos en una corriente de otros acontecimientos, de su día a otro, de su mes a otro, de su año a otro, porque siempre se estrella algún avión, siempre es asesinada alguna persona, siempre hay una huelga, un accidente de coche, una catástrofe marina, unas elecciones, una hambruna, y en esta continuidad, en la que los sucesos son distintos pero la forma es la misma, también el tiempo es estático y mítico. Sí, sí, nuestro mundo es un mundo mitológico, encima de nosotros tenemos un cielo de imágenes en las que nada cambia nunca y todo es lo mismo. Hemos hecho un mito de la realidad, pero a diferencia de los seres que vivían en una visión mitológica del mundo, no lo sabemos, sino que creemos que se trata de la propia realidad, el mundo tal y como es, el que vemos y con el que nos relacionamos. En ese sentido entiendo yo las experiencias de lo sublime, o el momento de la epifanía, el que algo aparezca en el mundo a través de nuestra idea de él y por un breve instante se muestre como es. Ellas son lo mismo, lo que cambia es nuestra vivencia de ellas, porque ellas, por ser grandes, inesperadas o de alguna otra manera divergentes, durante unos segundos dejan de lado la mirada expectante. Por esa razón el sol de Turner o el suceso de Claude, o el mar y el puerto de Broch parecen tan intensos y despiertan sentimientos tan realistas. Ésa es la verdad del arte. La verdad de la ciencia es de otra índole, está mucho más ligada a su época, casi toda la investigación llevada a cabo en los siglos XVIII y XIX, por ejemplo, resulta hoy incomprensible, al menos ha perdido prácticamente toda su relevancia, mientras que las obras de arte de esa época siguen atrayéndonos y siguen cargadas de sentido. Nos hablan por encima del abismo entre el tiempo conocido y el tiempo desconocido; una cueva con pinturas de hace miles y miles de años nos impresiona y en cierto modo no puede ser superada, lo mismo ocurre con los primeros relatos de la Creación que conocemos, aunque apenas sabemos nada de los que los escribieron o qué clase de vida llevaban. En comparación con la oleada de generaciones que vivieron durante los cientos de miles de años antes de que la filosofía de la Ilustración comenzara a hacerse notar, los cuatro siglos de un concepto racional del mundo no son más que un encrespamiento en la parte de más arriba de la superficie, un trazado de una piedra en una montaña, y en una perspectiva como ésa, nociones como «racional» e «irracional» no resultan muy fructíferas. Se trata de distintos modos de relacionarse con lo desconocido. Hemos conseguido eliminar lo desconocido y nos sentimos seguros, como la primera cultura de la historia no temblamos ante las condiciones de vida, están bajo control. Pero el precio de esta seguridad es alto, porque es la presencia en la vida. Y eso se ve en la muerte. Ya no tenemos miedo a la muerte, todo lo que tiene que ver con ella lo hemos subido hasta el cielo en imágenes por encima de nosotros. En ellas, el ser humano muere constantemente. Recibe un tiro en la cabeza o en el pecho, se precipita por rocas y cascadas, se ahoga o muere conduciendo, cae de un avión o de un helicóptero, muere en el campo de batalla o es víctima de un terrorista suicida delante de una barrera en Oriente Medio o Irak, es asesinado con un piolet o apuñalado, atravesado por una espada o lanceado hasta morir, es gaseado, muere congelado, muere quemado. Cae y se golpea la cabeza contra el borde de la bañera y muere, se cae esquiando por la pendiente y muere por la pérdida de sangre cuando le revienta la aorta, muere de parto, de epidemias, de cáncer, de peste, de apoplejía y de infarto. Muere en la cruz, en la silla eléctrica, en la horca y atado a una mesa con veneno inyectado en la sangre. Esta muerte, que es visual y que no tiene ni tiempo ni lugar, sino que vuela libre e ingrávida por el cielo de imágenes, es el sustituto de la verdadera muerte, se hace cargo de todo miedo y angustia, mientras que la verdadera muerte, la muerte física del cuerpo, tal como ocurre en un determinado lugar, a una determinada hora, se oculta lo mejor que se puede. Entonces, cuando aparece, cuando uno se encuentra con ella en la realidad tal y como es, cuando cae del cielo a la tierra, en su añoranza crónica, en su deseo de mantillo y tierra, oscuridad y humedad, y el cadáver está ahí, ante nuestros ojos, muerto y rígido, es como si se descorriera un velo, porque al fin y al cabo no éramos modernos, éramos viejos como las piedras y estábamos emparentados con la hierba y los árboles, los gusanos y los caracoles, que se arrastran como pueden y un día yacen ahí, inmóviles bajo el cielo, para luego disolverse y desaparecer, como algo suelto en el polvo, terrenal hasta la médula, con las manos y los pies atados al momento, que un día, a pesar de toda promesa de lo contrario, abandonamos. Pero no abandonamos la muerte, la muerte no nos falla, la muerte siempre nos llega, y con ella la vida.

 

Veía un barco crucero atestado de gente deslizarse lentamente por una ciudad que se hundía, un altavoz retumbaba, los flashes destellaban, ¿y era la muerte lo que estaba viendo?

Sí, y eso era lo sublime. Lo sublime es el todo, una magnitud casi extinguida, ahora que todo se divide en partes. Vivimos en la hegemonía de los elementos, y también la muerte entra en esa clasificación. Lo que rige es la muerte individual, somos llevados uno a uno, a escondidas los unos de los otros, y lo que vale es la muerte específica. No la Muerte, sino la muerte de las venas obstruidas y el corazón agotado, la muerte de la pared de la célula cerebral destruida, la muerte de los pulmones devorados por el cáncer. Lo mismo ocurre con lo bello. Los grandes libros sobre pintura llevan casi siempre en la portada un pequeño detalle de una obra de arte, una mano, una mirada, un pájaro, un cielo, una figura de fondo, muy raramente el cuadro entero. Dentro de los libros, se reproducen más detalles del cuadro y a menudo también se ofrece una radiografía para que podamos ver los procesos que hay detrás de la obra terminada. ¿Así que cambió el sombrero de sitio? Si se trata de un cuadro conocido, se muestran otros cuadros menos conocidos del mismo período, y en los ensayos que los acompañan los planteamientos son a menudo sociales: ¿qué clase de ropa lleva la gente en este cuadro renacentista? ¿A qué estamento social pertenece? ¿En qué sistema económico estaba encuadrada la obra? ¿De dónde sacaron los colores, han dejado huellas dactilares en alguna parte? ¿Cuáles fueron los cambios de mentalidad o de tipo social que posibilitaron o hicieron necesaria la perspectiva? ¿El pintor era homosexual? Y, en caso afirmativo, ¿cómo se refleja eso en lo que pintaba? ¿Por qué había tan pocas pintoras, y qué ha significado esto para el concepto de calidad? Esta fragmentación de todo también es una consecuencia de la primacía de lo visual, porque lo importante ya no es la impresión que causan el arte, la muerte o lo divino, sino el aspecto que tienen; en el caso del cuerpo qué cambios tienen lugar antes de la expiración, en el caso del arte, no la impresión en sí, sino sus condiciones. Esta fragmentación, que en opinión de Broch y de muchos otros representaba una decadencia, pero que también puede considerarse una enorme revitalización de una cultura que se hundía lentamente, algo muy visible en la pintura barroca, en la que el mundo casi estalla en detalles, y la belleza física de la realidad, en todo, desde plumas de faisán hasta liebres muertas, manzanas, mosquetones, calaveras y conchas, se encontró con otro movimiento aparentemente opuesto, la universalidad de la ciencia, una scientia universalis, como lo expresó ya en el siglo XVII Francis Bacon, conseguida mediante los principios de observación, probabilidad y posverificación. Resulta imposible imaginarse una ciencia local, es decir, que un fenómeno o un objeto, por ejemplo, exhibiera propiedades que sólo tuvieran validez allí y entonces. La discusión del siglo XVII sobre el milagro, en el que se había creído firmemente hasta entonces, es decir, lo improbable que sólo ocurría una vez en un lugar determinado y que nunca se repetía, muestra tal vez mejor que nada esa nueva línea que se trazó por el mundo y sus consecuencias. En Religio medici, de 1635, Thomas Browne escribe:

Que los milagros hayan cesado no puedo ni probar ni negar rotundamente, menos aún definir el momento en que cesaron; que perduraron después de Cristo se manifiesta en las Escrituras; que perduraran también después de los apóstoles y resurgieran durante la conversión de los pueblos muchos años más tarde no lo podemos negar, si hemos de dudar de aquellos escritores con cuyos testimonios no discrepamos en puntos que nuestras opiniones avalan. Que pueda, por lo tanto, haber algo de verdad en lo que han referido los jesuitas sobre sus milagros en las Indias desearía creerlo o contar con otro testimonio además de sus propias plumas.

Por un lado, argumenta a favor de la autoridad incontestada de las Escrituras, no duda en absoluto de que el milagro exista como fenómeno, está ya descrito en la Biblia, y por tanto tiene que ser verdad; por otro lado, admite la duda de la existencia de milagros en su época, y entonces las Escrituras no bastan, para poder estar seguro exige testigos independientes. Este nuevo razonamiento basado en la observación va dejando de lado la fe y lo divino, pero no carecía del todo de similitudes con ello, porque lo que caracteriza lo sagrado, es decir, que excluye todo lo que no es sagrado, también caracteriza lo racional, que excluye todo lo que no es racional. Así sigue siendo. Para la religión y el arte esto implica que ya no se encuentran en el centro del conocimiento, sino en la periferia, sin poder ni influencia. Mientras que la religión se ha convertido en un asunto interno, algo cerrado y privado —si uno es cristiano, lo es de forma personal—, el arte ha pasado a ocuparse de planteamientos que surgen dentro de ese espacio social en el que nuestras vidas se desarrollan, y las pocas veces que toma impulso y se acerca al centro de los significados, es decir, donde se define el mundo, en el laboratorio y en el observatorio, tiene siempre aspecto de aficionado y casi indigno. Medio ignorante, medio insinuante, ahí está murmurando algo sobre si la teoría de cuerdas o la física cuántica sería un posible nuevo camino para la novela. ¿Para el ser humano? ¿Alguien se viene a tomar una copa?

 

Cuando era pequeño quería ser cirujano. Supongo que ese deseo se despertaría por los programas de médicos que veía en la televisión en aquellos tiempos, la década de los setenta noruega, en la que se mostraban largas secuencias de operaciones que me dejaban petrificado. Nunca se mostraba el cuerpo entero, sólo la parte que iba a ser operada, el resto estaba cubierto por una tela del mismo tipo y color que las batas y mascarillas de los médicos y enfermeros. La tela era lisa y limpia, sin pliegues ni manchas, y en contraste con ella, la piel blanca, que se veía como un cráter en el medio, con todas sus pequeñas irregularidades, parecía casi obscena. Cuando el trozo de piel era cortado con un bisturí por un médico sin rostro, bajo la intensa luz de la lámpara, era como si se abriera una pequeña zanja llena de fluidos y órganos palpitantes, imposibles de distinguir o identificar, pero que brillaban como membranas y sin duda obedecían a un sistema, porque los dedos cubiertos de goma trabajaban eficazmente con ellos. Así vi el corazón, ese animal ciego que se mueve en el pecho, y la sangre en la que se bañaba. Muchos de mis dibujos de aquella época representaban a cirujanos abriendo a pacientes, la sangre salía a chorros y mi madre estaba preocupada, ¿me pasaba algo? Pero la cirugía formaba parte de un sistema; mis otras aficiones eran el buceo y la astronáutica, actividades todas que abrían el mundo, la primera dentro del cuerpo, la segunda mar adentro y la tercera dentro del espacio. Me atraía lo que en el mundo estaba oculto, los espacios misteriosos, en otras palabras: lo desconocido. De todo eso, tal vez el interior del cuerpo me resultara más emocionante, porque lo desconocido se encontraba dentro de mí y en todas las personas que veía, y con ello estaba siempre presente, me dirigiera a donde me dirigiera, y sin embargo no, porque el interior borboteante y rojo seguía fuera de mi alcance, era imposible llegar hasta allí. La superficie del mar la atravesábamos cada verano y podíamos ver la vida agitada y ondulante que se desarrollaba allí dentro. El espacio negro con sus chispeantes puntos de luz nos aparecía cada noche despejada en el invierno y en el otoño, también podían verse entonces algunos planetas. Sólo el espacio del cuerpo estaba completamente cerrado. No veía nunca los pulmones, esos pequeños sacos grises, ni el cerebro, esa planta porosa con la médula haciendo de tallo, ni los tubos que transportaban la sangre a lo ancho y a lo largo y a través de toda la carne y todos los tejidos. Lo más cerca que llegaba era a las imágenes de operaciones en la televisión. No tengo ni idea de cuántos de esos programas emitieron, tengo la sensación de haberlos visto durante toda mi infancia, pero probablemente fueran sólo dos, tal vez tres. La impresión fue duradera, la fascinación por el interior del cuerpo y lo desconocido de él nunca me abandonó, pero se fue volviendo ambivalente, pues en la fascinación se fue entremezclando algo de repulsa, la visión del interior del cuerpo era a la vez repugnante y atractiva. Ya de adulto empezó a interesarme la investigación del cuerpo en el Renacimiento, cuando por primera vez fue estudiado metódicamente, en su mayor parte a través de disecciones de cadáveres recientes, a menudo de ejecutados, algunas veces simplemente robados del cementerio y descuartizados en secreto, otras veces en contextos oficiales, clases de medicina en las universidades, en los llamados teatros anatómicos. Ésa era la ciencia más excelente de aquella época. Thomas Browne, por ejemplo, el autor de Religio medici, fue de Inglaterra al continente, a principios del siglo XVII, a estudiar anatomía en Montpellier, cirugía en Padua y farmacología en Leiden. Pero también había alboroto y festejos populares, el interior del cuerpo era una sensación, una verbena de la carne y de la sangre.

Cuatrocientos años después lo extraño no parece el fenómeno en sí, sino que no se hubiese producido antes. ¿Qué era lo que impedía a las gentes de la Edad Media investigar el interior del cuerpo? Mediante su arte de embalsamiento, los egipcios lo conocían bien, pero nunca se interesaron por cómo funcionaban e interactuaban los órganos, ya que lo que les preocupaba era la muerte y el respeto por ella. Los griegos, con los que el oficio de médico pasó de ser una actividad de brujo a convertirse en un ejercicio racional, basaban sus conocimientos del interior del cuerpo humano en lo que podían ver y entender del interior de los animales, y en lo que se veía en accidentes y guerras, me imagino, cuando el cuerpo se abría de distintos modos. El cerebro en un cráneo destrozado, los intestinos en un vientre abierto en canal, los huesos y tendones de la superficie de un brazo o pie amputado. No se les ocurrió que ellos también podían descuartizar uno o dos cadáveres y luego investigar tranquilamente lo que había dentro. Esa idea tenía que resultar imposible, porque curiosidad intelectual no les faltaba.

¿Por qué era un pensamiento imposible?

Tal vez consideraran el cuerpo y la vida un todo, de tal modo que dividirlo no tenía ningún sentido. Tal vez no supieran que la vida de un cuerpo podía prolongarse si se conseguían más conocimientos detallados sobre él diseccionando otro. Tal vez no vieran valor a prolongar la vida. O quizá simplemente consideraran el interior del cuerpo como algo inviolable. Fuera cual fuera la razón, ellos no diseccionaron personas muertas, y tenían pocos conocimientos sobre las funciones de los órganos internos. Sus textos médicos y biológicos, llenos de inexactitudes y conjeturas, pero a pesar de todo sorprendentemente fiables, teniendo en cuenta sus escasos conocimientos empíricos, fueron normativos durante los siglos anteriores al Renacimiento, en que seguían teniendo tanto peso que los estudios anatómicos tanto de Durero como de Leonardo, realizados teniendo delante los cuerpos, contienen errores, detalles que pertenecen a la literatura médica y no al cuerpo, lo que, dicho de otra manera, significa que lo que sabían superaba a lo que de hecho veían. Lo mismo ocurrió con los dibujos anatómicos de Charles Estienne de 1546, en los que hay detalles del texto de Galeno que no existen en la realidad. Pero el nuevo paradigma sustituyó rápidamente al antiguo, los mejores dibujos anatómicos del siglo XVII son tan exactos que podrían emplearse en la enseñanza incluso hoy en día. Un cambio tan enorme dentro de lo humano no tuvo lugar sin objeciones, claro está. A mediados del siglo XVI, Paracelso escribió lo siguiente sobre las disecciones:

Pero no basta por ello con contemplar el cuerpo humano, diseccionarlo y conocer sus partes internas, luego hervirlo hasta destruirlo y volver a contemplarlo. La contemplación en sí es sólo una contemplación, de la misma manera que un campesino que ve el libro de cánticos sólo observa las letras, pero no tiene gran cosa que decir de ellas.

La alternativa de Paracelso era la magia. Sólo se aclaraba la verdadera esencia de las cosas viendo las relaciones entre lo celestial y lo terrenal, lo oculto y lo manifiesto. Los argumentos de Paracelso se basaban en una comprensión medieval de la realidad, un mundo que constaba de correspondencias entre lo visible y lo invisible, entre el microcosmos de lo humano y el macrocosmos del universo, un libro de Dios en el que todo era una señal de otra cosa y nada algo sólo en sí mismo. El describir lo que se veía en el mundo material carecía de sentido hasta que se establecía o creaba su relación con el mundo inmaterial. Paracelso, con lo que a nosotros nos parece una mezcla caótica de ciencias naturales, moral, magia y metafísica, en un mundo lleno de distintos espíritus conectados con el fuego, la tierra, el agua y el aire, respectivamente, unido a lo humano de un sinfín de maneras, no entendía la importancia de la anatomía para la medicina, y a juzgar por sus textos las experiencias de un personaje como Leonardo de Vinci, por ejemplo, de dos generaciones anteriores a Paracelso, le parecen ejercicios insignificantes, mientras que para el propio Leonardo serían como un cuento de hadas, una especie de segunda creación del mundo.

 

En sus cuadernos de notas, Leonardo parece casi obsesionado por penetrar en la realidad física, y no diferencia entre lo humano y lo material, lo vivo y lo muerto, todo lo quiere describir, captar, entender. ¿Cómo es posible que se encuentren fósiles de conchas y de animales marinos en las cumbres de las montañas? ¿Por qué las personas mayores ven mejor de lejos? ¿Por qué el cielo es azul? ¿Qué es el calor? Quiere describir las causas de la risa y del llanto. Qué es el estornudo. Qué es el bostezo. La epilepsia, los espasmos, la parálisis. ¿Qué significa temblar de frío y sudar? ¿Qué es el cansancio, el hambre, la sed? Quiere describir el principio del ser humano en el útero y por qué un feto de ocho meses no vive. Quiere describir qué músculos desaparecen cuando una persona engorda y cuáles aparecen cuando adelgaza. Se pregunta por qué las manchas de la luna cambian cuando se observan a través del tiempo, y lo explica diciendo que las nubes que suben de los lagos de la luna se colocan entre el sol y los lagos, y roban los rayos del sol al agua, que así permanece oscura, incapaz de reflejarlos. Todas sus observaciones y especulaciones tienen como punto de partida lo que ve con sus propios ojos y sólo eso. El mundo que Leonardo describe es un mundo sin trascendencia, pero no parece cerrado, al contrario, porque no sólo lo que mira rebosa de riqueza, sino que la propia mirada también es tan nueva que todo lo que ve, incluso el sol y la luna, los ríos y las riberas, parece participar de la frescura y nitidez de lo nuevo. El viejo mundo, con su vertiginosa trascendencia, está ausente por completo, y sin embargo es visible mediante la voluntad de la nueva mirada. Poco o nada de aquello de lo que se desprende está expresado, pero existe en el sentimiento del propio desprendimiento, que es de libertad.

Curiosamente, las pinturas de Leonardo me parecen ajenas por completo a ese sentimiento, son obras de arte, es verdad, pero están a la vez algo saturadas; el sentimiento vital es de armonía y esclarecimiento, tal vez tenga que ver con eso su técnica de redondear las formas y en cierto modo dejarlas deslizarse y deshacerse en el entorno, sin perder a la vez plenitud y solidez, pero también la regularidad en las composiciones, tan perfectas que se vuelven emoción y un poco vagas. No abro los ojos de par en par ante un cuadro de Leonardo como hago cuando leo sus notas. Supongo que se debe al simple hecho de que como pintor se encontraba en una tradición, miraba con los ojos de la tradición y pintaba con la técnica de la tradición, mientras que como anatomista, biólogo, físico, geólogo, geógrafo, astrónomo e inventor se encontraba solo. «Las lágrimas no vienen del cerebro, sino del corazón», escribió. O, como en una de sus muchas extrañas profecías: «Los muertos saldrán de sus sepulturas transformados en volátiles y asediarán a los otros hombres, robándoles el alimento de sus propias manos y en sus mismas mesas. (Las moscas.)» Ese tono, ese temperamento no carente de locura, tan imprevisible como exacto, no existe en sus cuadros, con una notable excepción: La dama del armiño. Compré un cartel de ese cuadro en un viaje a Italia con Espen hace más de diez años, cuelga ahora en el salón y no me canso de mirarlo. El motivo es sencillo, una joven tiene apretado un armiño contra el pecho, el animal mira en la misma dirección que ella, hacia la derecha, ella tiene una mano en su lomo. El cuadro es inquietante. Por qué, no lo sé, el fondo es completamente negro, no hay nada más que esa mujer y ese animal, y tal vez lo inquietante esté en haberlos unido. El rostro de la mujer está más definido que casi todos los demás rostros de mujer de Leonardo, y la mano que reposa sobre el lomo del animal es flaca y huesuda, y algo desproporcionada en relación con lo que vemos del resto de su cuerpo, un poco demasiado grande, y aunque puede ser que la modelo tuviera realmente unas manos tan grandes, atraen la mirada de tal modo que esa mano, junto con la cabeza del armiño, constituye el centro del cuadro. La mano también muestra la inquietud del animal, es como si estuviera allí para tranquilizarlo. El que sea un poco huesuda resalta lo fisiológico en ella, algo poco frecuente en las pinturas de Leonardo, que casi siempre se ocupan más de los colores, las formas y lo saturado, y, junto con la intensa presencia no humana del animal, que existe como fuera de la zona de atención de la mujer, es como si el cuerpo se dividiera en dos ante nuestros ojos, una parte que pertenece a lo fisiológico, biológico, animal, donde las uñas de la mano, por ejemplo, corresponden a las garras del animal, y donde el color de sus ojos es igual al de los ojos de la mujer, y otra parte que pertenece a lo humano, es decir, lo que tiene que ver con la calma de la joven, que el animal se encuentre fuera de la conciencia de ella, que tal vez esté ocupada en otra cosa, tal vez en lo que está contemplando, tal vez en algo dentro de ella misma, pero en todo caso rebosa de algo suave y tranquilo. La ropa, el collar de perlas, el coletero, todo pertenece a esa esfera, de la cual el animal está excluido. Parte de lo inquietante está en la exactitud con la que Leonardo ha retratado al animal, completamente distinto a sus demás animales, por ejemplo los leones, los caballos o los corderos. El armiño no es bíblico, no es mitológico, no pertenece ni a lo bélico ni a lo idílico, sino que está ahí por derecho propio, como ese determinado animal. Podríamos imaginarnos esto tematizado en forma de unos faunos, mitad humanos mitad animales, una figura de Pan o tal vez unos centauros, la mitología está llena de seres que se encuentran entre lo humano y lo animal, pero eso habría sido una ilustración, y eso es justo lo que Leonardo no hace aquí, no ilustra un pensamiento o una idea: el cuadro es el pensamiento.

Sus bocetos anatómicos no indican nada en ese sentido, aunque lo que representan, el encuentro entre el arte y el cuerpo, es semejante al del cuadro de la mujer y el armiño. Tal vez sea así porque en los bocetos coinciden, es decir, representan el cuerpo, mientras que la pintura vive precisamente en el espacio entre los dos. La diferencia entre lo dibujado y el dibujo es igual de grande en ambos casos, naturalmente, pero en lo que se refiere a esbozos del cuerpo, desde los tiempos de Leonardo se ha producido un número infinito de ellos, y lo que entonces era un nuevo fenómeno es ahora tan usual que no lo vemos ya como fenómeno ni como dibujos que tienen un determinado autor, sino que forman parte del flujo anónimo de ilustraciones para libros de texto e instrucciones con las que nos topamos por primera vez en la infancia, y que ya nunca abandonamos, donde todo lo que hay y sucede se comunica a través de esquemas, como por ejemplo los elementos de las moléculas y su organización, la producción de clorofila de los árboles, las órbitas de los planetas alrededor del sol o la composición del oído interno. No fue así para Leonardo, de eso no cabe duda, él dibuja todo como si fuera por primera vez, y tan nueva y controvertida es esta práctica que siente la necesidad de defenderse al comienzo de las anotaciones anatómicas, afirmando que se saca más mirando las propias disecciones que estudiando los esbozos.

Los que dicen que es mejor presenciar una demostración anatómica que ver mis dibujos de la anatomía del cuerpo tendrían razón, si fuera posible observar todos los detalles de estos dibujos en una sola figura. Pero a pesar de su inteligencia, no serían capaces de conocer en una figura más que algunas venas, mientras que para obtener un conocimiento completo de ellas he anatomizado más de diez cuerpos humanos. Para ello, he ido rompiendo los diversos miembros, quitando las más pequeñas partículas de carne que rodeaban las venas, sin causar ninguna efusión de sangre, fuera de una imperceptible hemorragia de las venas capilares. Y como no bastó un solo cuerpo, fue necesario continuar por partes con otros muchos cuerpos para lograr un conocimiento más completo, repitiendo esto dos veces para descubrir las diferencias.

Aunque deberían gustarnos esas cosas, podemos quizá sentir una repugnancia natural y, de no prevenirlo, podemos sentirnos asaltados por el miedo de pasar las horas nocturnas en compañía de estos cadáveres descuartizados y de aspecto horrible.

Leonardo argumenta aquí a favor de la utilidad de la simplificación en un mundo que no conoce el esquema. Frente a los que opinan que es mejor presenciar la disección mientras ésta tiene lugar, porque así se está cerca de la realidad, Leonardo opina que la realidad, en este caso el cuerpo, es demasiado complicada, y que se entenderá mejor al ser transmitida en su esencia: necesitó diez cadáveres para obtener los conocimientos suficientes de las venas para poder dibujarlas. Es un movimiento desde el caos y falta de claridad de la realidad hasta el orden y la racionalidad del esquema, pero también desde la verdad del caso individual, es decir, lo local y concreto, ese determinado cuerpo, hasta la verdad de todos los casos, es decir, lo universal y general, todos los cuerpos. Los dibujos de Leonardo no son esquemas, él no simplifica lo que ve, al contrario, intenta reproducirlo exactamente como es, pero para lograrlo aísla los distintos elementos con el fin de que aparezcan más nítidos, y de esa manera se aleja y se acerca a la vez a esa realidad que retrata, en un movimiento semejante a una ley: cuanto más se acerca uno a una imagen auténtica del mundo físico, más lejano se vuelve éste.

La razón por la que los dibujos anatómicos de Leonardo resultan tan interesantes es que se encuentran al principio de este movimiento, o incluso participan quizá en ponerlo en marcha, a la vez que se encuentran en otra intersección, la existente entre el arte y la ciencia.

¿Qué ocurre cuando un cuadro como La dama del armiño genera toda clase de sentimientos y estados de ánimo, y queda abierto al observador, quien, después de más de seiscientos años no deja de vivirlo como algo lleno de sentido, mientras que una imagen del interior del cuerpo, dibujada por el mismo artista en la misma época, se considera algo neutro, un hecho cerrado en torno a sí mismo, excepto ese vago fulgor del tiempo en el que se creó y que se percibe, y que el propio artista no controlaba?

En el modernismo se ha dicho que el arte es lo que la institución decide que sea arte, pero esa división no nos sirve aquí, porque aunque dijéramos que los dibujos anatómicos son arte, no se anula la diferencia radical con La dama del armiño, que obviamente es algo muy distinto. No se puede decir que la calidad de uno sea mayor que la de los otros, tampoco que unos sean reductores y el otro no, porque también en La dama del armiño la reducción es notable, también en él, con el fondo completamente negro, el motivo se ha sacado de su contexto, y sólo está retratada la parte central del torso de la mujer, y el animal reptando. Pero el cuadro es algo que uno puede mirar sin cansarse, vive en la mirada, es inagotable, mientras que los dibujos del interior del cuerpo saturan los sentidos de un modo muy diferente, limitan la mirada y los sentimientos que siguen: lo que vemos es lo que hay. En otras palabras: en la pintura hay algo más. ¿Qué es ese «más»? ¿Qué aporta la pintura que no aportan los dibujos?

En el libro de cuentos Ficciones, de Jorge Luis Borges, hay un breve texto llamado «Pierre Menard, autor del Quijote». Pierre Menard era, según el narrador, un escritor francés poco conocido, recién fallecido, simbolista y amigo de Paul Valéry. El narrador desea rendir homenaje a su memoria, que ya está decayendo, y enumera sus escasas obras, algunos sonetos y monografías, entre ellas una sobre Characteristica universalis, de Leibniz, y otra sobre Ars magna generalis, de Ramon Llull, que es un indicador de lo que Borges pretende, antes de concentrarse en la obra principal de Menard, que él describe como tal vez la más importante de nuestra época, es decir, los capítulos 9 y 38 de la primera parte del Quijote, y un fragmento del 22. Menard no los copió, en ese caso no habría sido arte, los recreó, una hazaña que el narrador caracteriza como heroica, incontestablemente mayor que la de Cervantes. Una cosa es parodiar la novela caballeresca y dejar que el viejo noble cabalgue por el campo español en el siglo XVII cuando uno mismo es español y vive en el siglo XVII, y algo muy distinto es hacer lo mismo cuando uno es francés y vive a principios del siglo XX. Esto también mejora el propio texto, según el narrador. Primero, el propio Cervantes, que escribió:

… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

 

Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el «ingenio lego» Cervantes, esa enumeración es un mero elogio retórico de la historia. Menard, en cambio, escribe:

 

… la verdad, cuya madre es la historia, émula del tiempo, depósito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir.

 

La historia, madre de la verdad. La idea es asombrosa. Menard, contemporáneo de William James, no define la historia como una indagación de la realidad sino como su origen. La verdad histórica, para él, no es lo que sucedió; es lo que juzgamos que sucedió.

Uniendo la idea de originalidad con la de repetición, lo cual es imposible y por ello se encuentra por encima de la renovación, Borges rejerarquiza la relación entre lo nuevo y lo igual, forzando así la aparición de las dos magnitudes. La idea de que es imposible volver a escribir el Quijote es tan obvia que no habrá sido pensada nunca hasta que Borges escribió su texto sobre la proeza de Menard, y precisamente por eso resulta esencial: claro que todo lo que vemos, pero que no pensamos que vemos, el mundo invisible de leyes y reglas en el que nos movemos y por el que somos dirigidos, el tiempo y el espacio de lo dado, es nuestra jaula y nuestro hogar. Borges nos recuerda que el arte es lo que no se puede repetir y que en ese sentido está emparentado con el milagro. El que otra persona, por casualidad, pintara La dama del armiño exactamente igual que lo pintó Leonardo es un pensamiento imposible, pero no que alguien dibujara la misma imagen del corazón, del tórax o del brazo con los tendones y las arterias al descubierto. La pintura tiene un tiempo y un lugar, se desarrolla en un determinado momento, presente en todos los detalles del cuadro, mientras que los dibujos del cuerpo carecen de tiempo y lugar. En la pintura lo que rige es esa determinada mujer, ese determinado animal, lo único y lo local, en los dibujos son todos los cuerpos, lo general y lo universal.

El arte es único y local, siempre va en busca de lo único y local, todo su valor reside en ello y se enfrenta a todo lo que pueda sacarlo de ahí. Incluso un cuadro de Malévich, con sus sencillas figuras geométricas o sus superficies totalmente monocromáticas, que van hacia lo más general de todo, es único y local; sus cuadros no expresan las superficies geométricas en sí, sino que son la imagen que Malévich ofrece de ellas, y esa presencia de otra persona fija el cuadro en el tiempo, no podría haber sido pintado por otro. Cuando esto ocurre, porque ocurre, cualquier estilo destacado es adoptado por otros, el arte es menos único, menos local, y tiene menos fuerza. Los cuadros de los cubistas noruegos y suecos son más flojos que los de Picasso y Léger. Sobre esta idea de lo único trata «Pierre Menard, autor del Quijote». El arte es lo que no se puede repetir, pero al contrario que los milagros, la duración de la obra de arte se extiende en el tiempo a lo largo de varias generaciones, y ése es el espacio en el que Borges deja entrar a Menard cuando, con su ingenio característico, encuentra una salida de lo contemporáneo para colarse en el pasado, sin perder de vista ni lo uno ni lo otro, logrando el malabarismo de convertir la copia en original sin cambiarla, por la sencilla razón de que la mentalidad de todo el siglo XX lo acompaña hacia atrás, subrayando las frases que Cervantes escribió en su día, como cambiándolas desde dentro, ya que lo que sabemos siempre da forma a lo que vemos. Tan entusiasmado está el narrador de Borges por esta innovación literaria que sugiere que el método se emplee en otros libros, y acaba con la pregunta: «¿Atribuir a Louis-Ferdinand Céline o a James Joyce la Imitación de Cristo no es una suficiente renovación de esos tenues avisos espirituales?»

Nada es casual en Borges, tampoco la elección de esta referencia. La Imitación de Cristo es una colección de textos del siglo XVatribuida al monje Tomás de Kempis, y es uno de los libros más leídos del cristianismo, alejado de la vida y renegando de lo terrenal, que muestra la vida de Jesucristo en la tierra como un ideal, de ahí el título, ante todo fundamentado en una cita de San Mateo:

Entonces dijo Jesús a sus discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo, tome su cruz y sígame. Porque quien quiera salvar su vida, la perderá, pero quien pierda su vida por mí, la encontrará. Pues ¿de qué le servirá al hombre ganar el mundo entero, si arruina su vida? O ¿qué puede dar el hombre a cambio de su vida? Porque el Hijo del hombre ha de venir en la gloria de su Padre, con sus ángeles, y entonces pagará a cada uno según su conducta.»

La idea de renegar de sí mismo y vivir la vida imitando la de otro es más radical e imposible que la de Menard, pero al contrario que la de éste, hubo intentos de cumplirla, no en detalle, claro, aunque alguna que otra herida aparecía milagrosamente en algunas palmas de manos durante la Edad Media, sino en su espíritu, lo cual, dedicar la vida a otra vida, es el mayor sacrificio que un ser humano puede ofrecer. El que lo hubiera escrito Céline o Joyce, los dos grandes escritores idiosincráticos del siglo pasado, no es más que una broma, claro, porque si había alguien que invirtiera su propio yo en sus textos, y que no supiera lo que era la humildad, eran ellos dos. Pero también sus almas estaban dañadas.

Para nosotros la vida verdadera es la vida propia, la única y la individual, mientras que la imitación es lo falso y lo subordinado. En la Imitación de Cristo ése es el ideal, y retirarse de todo y consagrarse por completo a Cristo existía siempre como una posibilidad sublime, nunca algo débil o extraño. Y aunque las Escrituras estaban por encima de todo, dirigían la concepción de todo, tanto lo material como lo inmaterial, la forma dentro de la cual todo tenía que encajar, y en cuyo nombre se elaboró un sistema de correspondencias y contextos vertiginosamente amplio, en un universalismo sin par, también estaba siempre presente el cuerpo de Jesucristo en el centro de todo. La carne y la sangre del hijo del hombre, que aunque se disolviera en el texto y el lenguaje, era el punto del que irradiaban todas las abstracciones teológicas. Esto se apreciaba claramente en las reliquias, tan abundantes en las iglesias, los monasterios y las catedrales de la Edad Media. Estaban ordenadas según un sistema basado en la cercanía física: las reliquias de primer orden era todo lo que procedía de los cuerpos de los santos o discípulos, pelo, uñas, fragmentos de huesos o esqueletos enteros; al segundo orden pertenecían objetos que habían usado o llevado puestos, y al tercer orden pertenecían objetos que habían tocado o que habían sido guardados cerca de reliquias de primer orden. En lo más alto de todo estaban las reliquias asociadas con el cuerpo de Cristo y su presencia terrenal, de modo que las más sagradas de las reliquias sagradas eran las que estaban relacionadas con la crucifixión; astillas de la cruz, espinas de la corona de espinas, la punta de la lanza con la que le pincharon, pañuelos y paños de personas que habían estado presentes, y, obviamente, la mortaja. La adoración de todos esos objetos, que a veces adquirían dimensiones histéricas, por estar muchos de ellos relacionados con milagros y curaciones, constituye el núcleo del cristianismo, expresa su verdad más íntima y su esencia real, es decir, que Dios se convirtió en ser humano en Cristo, que pasó a nacer dentro de lo humano en un cuerpo vivo que durante treinta y pocos años estuvo aquí, en nuestro mundo. La idea es tan radical que resulta imposible absorberla, y mucho menos entenderla, más que en repentinos y emocionales momentos de comprensión. Las reliquias ayudaron a ello, lo divino era algo local, relacionado con lugares a los que uno podía viajar y que podía ver con sus propios ojos, y con personas identificables que en un tiempo, no hace muchas generaciones, de hecho habían existido. El Antiguo Testamento también era local, casi todos los lugares que en él se mencionaban seguían existiendo, y así se veía lo cerca que estaba uno de otro. El río Jordán, el desierto de Sinaí, el mar Muerto, el monte Gilboa, el arroyo Sered, los yermos de Moab, Jerusalén, Belén, Hebrón, Gaza, Beerseba, Ezión-geber, todo dentro de una zona no mucho más grande que una provincia noruega. Para nosotros lo local desaparece dentro de lo exótico y lejano, en la Biblia todo ocurre muy lejos, trata de otros y de la tierra de otros. ¿Pero y si hubiera tratado de nosotros y de nuestro país? Entonces lo local se habría hecho visible. Entonces Moisés y los hijos de Israel podrían haber bajado por el valle de Setesdal después de haber caminado por la altiplanicie de Hardanger durante cuarenta años. Entonces Moisés podría haber recibido las tablas de ley en el monte de Gaustad, y la tierra prometida, que Moisés llegó a ver pero no pisó, sería la provincia de Aust-Agder. El sermón del Señor sobre la tierra prometida, después del episodio del becerro de oro, podría haber sonado como sigue: «Enviaré un ángel delante de ti y expulsaré a las gentes de Setedal, a las de Arendal y a las de Froland, y también a las de Hisøy y Tromøya. Irás a un país donde fluyen la leche y la miel. Yo no iré contigo, porque tú eres un ser tenaz.» Y el grandioso final del Deuteronomio podría haber sido así:

Y Moisés bajó de los yermos de la altiplanicie de Hardanger al valle de Setes y subió a los páramos del valle, y Yavé le mostró la tierra toda: Bygland, Evje y Åmli, Birkenes y Hægebostad y toda Agder hasta Arendal y el mar al sur, y Grimstad y Lillesand, toda la parte sur hasta Kristiansand, y le dijo Yavé: Aquí tienes la tierra que juré dar a Abraham, Isaac y Jacob, diciendo: A tu estirpe se la daré; te la hago ver con tus ojos, pero no entrarás en ella. Y Moisés, el siervo de Dios, allí murió, en el valle de Setes, conforme a la voluntad de Yavé. Él lo enterró en el valle de Setesdal, frente a Bykle, y nadie hasta hoy conoce su sepulcro.

Pero no es sólo la geografía la que mueve los textos del Antiguo Testamento hacia lo local, sino también las personas de las que se habla. Éstas, que tenían en común el que Dios se les había aparecido, son mencionadas por sus nombres, con sus rasgos distintivos y personalidades, desde el preocupado Lot hasta el astuto Isaac, y aunque ya no hay nada o nadie que pueda testificar sobre ellas aparte de estos textos, no se debe necesariamente a que fueran seres mitológicos, nacidos en las profundidades de la imaginación popular, sino a que el tiempo en el que actuaron se encuentra ya muy atrás. La manera de la que todo se cuenta refuerza la tendencia local y temporal, porque no hay abstracciones ni sistemas, casi ninguna construcción mitológica o de fábula, todo lo que los textos transmiten se hace a través de descripciones de sucesos o actos concretos del mundo concreto. Tierra, arena, caminos, casas, sangre. Viajes, nacimientos, batallas, huida.

Estos textos no traen explicaciones, todo el significado tiene que extraerse de los sucesos, que no son relativos, sólo inescrutables. ¿Por qué son inescrutables? Los sucesos no son un lenguaje, aunque sean transmitidos a través de uno. Cuando entendemos un suceso, lo que comprendemos es la cultura en la que tiene lugar. Si desaparece la cultura, desaparece la comprensión, y los sucesos se vuelven tan enigmáticos como las estatuas de la Isla de Pascua. Las historias de la Biblia son antiquísimas y en ellas hay rastros de historias aún más antiguas.

Cuando en 1975 empecé a ir a la escuela infantil de Sandnes, la asignatura de religión era una de las más importantes, junto con lengua noruega y matemáticas. En religión, la señorita, Helga Torgersen, nos contaba o nos leía historias de la Biblia y luego nosotros las dibujábamos o las comentábamos. Fuimos introducidos en un mundo pastoral ciertamente dramático, pero también luminoso. Ser cristiano suponía ser bueno y amable. Todos queríamos serlo, pero luego fuimos cayendo, uno tras otro, conforme nos acercábamos a la pubertad. Yo me mantuve firme mucho tiempo, para mí los ciclomotores eran pecado, las máquinas de juego eran pecado, incluso la Coca-Cola con cacahuetes tenía cierto toque de pecado. Sigo algo sensible ante ese tipo de desviaciones; si conduzco demasiado deprisa, sufro durante varios días por ese exceso, si mato una mosca o si una de las plantas de mi casa se muere por no haberla regado lo suficiente, me duele el corazón, porque el deseo de ser buena persona se ha mantenido vivo dentro de mí durante todos estos años. Lo que ahora sé, y no sabía entonces, es que dentro de nosotros existen fuerzas que no conocen ni el bien ni el mal, y sentimientos que pueden ser tan intensos que eclipsan todo lo demás, sin que uno mismo entienda que está en su poder, porque el yo, esa fina raya de luz de salida del sol en el extremo de la conciencia, da cabida a toda la identidad, tiñe la comprensión de todas las demás fuerzas, deseos y sentimientos que en ella residen, más o menos como la época contemporánea tiñe nuestra percepción del pasado, porque no existe nada natural fuera, ni en el cuerpo ni en la sociedad; para poder llegar a ello, un lugar en el que uno puede verse a sí mismo, o su tiempo, se requiere un esfuerzo, un esfuerzo grande, porque en la conciencia del yo y la contemporaneidad no es la gravitación lo que funciona, sino las fuerzas centrípetas. Pero la Biblia es uno de esos «lugares de fuera», sobre todo los textos del Antiguo Testamento, que son cercanos y lejanos a la vez, familiares y extraños. Son muy antiguos, y un abismo de varios miles de años separa de nosotros las vidas que describen. Al mismo tiempo, pertenecen a nuestra cultura, nuestros abuelos, bisabuelos, tatarabuelos y las generaciones anteriores a ellos, hasta el año mil, leían los mismos textos, que los formaron a ellos y su cultura, dentro de la cual seguimos viviendo, aunque está modificada. Una historia como la de Caín y Abel no sólo lleva en sí la Antigüedad, sino también el siglo V de Agustín de Hipona, el siglo XIII de Tomás de Aquino y Dante, el siglo XVII de Shakespeare y Bacon, y nuestra propia infancia y época. Si la historia se traduce a noruego, desaparece mucho de lo que tiene de extraño, si se lee muy cerca del texto original hebreo, se vuelve casi incomprensible. Una cosa intermedia podría ser como sigue:

Conoció Adán a Eva, su mujer, que concibió y parió a Caín, y ella dijo: He tenido a un ser humano con Yavé. Y volvió a parir, y tuvo a Abel, su hermano. Fue Abel pastor, y Caín labrador. Y al cabo del tiempo hizo Caín ofrenda a Yavé de los frutos de la tierra y se la hizo también Abel de algunos de los corderos de su ganado, de lo mejor de ellos, y Yavé miró hacia Abel y su ofrenda. No miró hacia Caín y la suya. Caín se enfureció y andaba cabizbajo, y Yavé le dijo: ¿Por qué estás enfurecido y por qué andas cabizbajo? ¿No es verdad que si obraras bien andarías erguido, mientras que si no obras bien, estará el pecado a la puerta? Cesa, que él siente apego a ti, y tú debes dominarlo. Y Caín habló a Abel, su hermano, estaban en el campo y Caín se alzó contra Abel, su hermano, y lo mató. Y Yavé preguntó a Caín: ¿Dónde está Abel, tu hermano?, y contestó: ¿Soy yo acaso el guarda de mi hermano? ¿Qué has hecho?, le dijo. La voz de la sangre de tu hermano me está llamando desde la tierra. Y ahora serás maldito de la tierra que abrió su boca para recibir de tu mano la sangre de tu hermano. El cultivo de la tierra ya no te dará sus frutos y andarás como un fugitivo por la tierra. Y Caín le dijo a Yavé: Insoportablemente grande es mi castigo. Hoy me has expulsado de la superficie de esta tierra y estaré oculto a tu rostro, y seré un fugitivo y errante por la tierra, y cualquiera que me encuentre me matará. Y Yavé le contestó: Si alguien mata a Caín, sería éste siete veces vengado. Y Caín se alejó del rostro de Yavé y se fue a vivir a la región de Nod, al oriente del Edén.

Ir a la siguiente página

Report Page