Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Es una historia simple, pero peculiar. Un hombre mata a su hermano, Dios lo expulsa, a la vez que le pone una marca para que nadie pueda matarlo. ¿Qué significa esto? Aquí la sangre y la tierra significan todo. Yavé mira hacia los corderos, el sacrificio de sangre, no el de la cosecha. Caín mata a Abel, se derrama la sangre, Yavé maldice a Caín, pero no lo mata ni quiere que nadie lo mate, porque Abel está muerto, y es Caín el que vive y puede perpetuar la sangre. Y la sangre está relacionada con la tierra, primero a través del padre de ambos, que lleva el nombre de la tierra, adama en hebreo, es decir, a través de la creación, luego a través del derramamiento, la muerte y la vuelta de la sangre a la tierra. La voz de la sangre grita desde la tierra, la boca de la tierra se abre y la recibe. Pero ni la sangre ni la tierra son activas, sólo son magnitudes entre las que se mueve el relato. Lo que hace avanzar la historia es el rostro y la mirada. El Señor mira hacia Abel. Caín andaba cabizbajo. Yavé le advierte de que si no anda erguido, el pecado estará a la puerta. Caín no obedece, mata a su hermano y desde entonces estará oculto al rostro de Yavé. Y como la palabra rostro y superficie es la misma en hebreo, la expulsión de la superficie de la tierra también puede leerse como una expulsión del rostro de la tierra, es decir, del mundo.

Se enfureció Caín y andaba cabizbajo.

Caín no es visto, ése es el punto de partida de la historia. Al no ser visto, no es nadie, y al no ser nadie, está muerto, y al estar muerto, no tiene ya nada que perder. ¿Qué iba a perder? ¿Iba a perder el rostro? Ya lo ha perdido. Y hay un punto crítico en el espacio entre el momento en que el rostro de Caín no se ve y en el que baja la cabeza, encargándose él mismo de que su rostro no sea visto. El estar cabizbajo está directamente relacionado con el mal, porque Dios dice: «Si obraras bien, andarías erguido.» Es decir, ver y ser visto. Si no, «estará el pecado a la puerta. Cesa, que él siente apego a ti, y tú debes dominarle». Mirar hacia otra parte, que no sólo es no ver, sino que también significa no ser visto, es peligroso, porque en ese espacio, que es el espacio no corregido, se junta el pecado.

Y andaba cabizbajo.

¡Levanta la cabeza!

El rostro es el otro, y a la luz de ese rostro nacemos nosotros. Sin ese rostro no somos nadie, si no somos nadie estamos muertos y si estamos muertos podemos hacer lo que queramos. Con ese rostro, que nos ve y que nosotros vemos, no podemos hacer cualquier cosa. El rostro obliga. Por eso le dice Dios que levante la cabeza y se comprometa. Pero Caín no levanta la cabeza, no se compromete, traspasa lo social y mata a su propio hermano, que en este mundo arcaico es su propia sangre. Y la violencia propia es la más peligrosa, porque resulta casi imposible defenderse contra ella; viene del propio nosotros, no de lo ajeno, no del ellos, sino del cabizbajo.

Los fratricidios ocurren todavía a nuestro alrededor, un hermano mata a su hermano en algún lugar de África, en algún lugar de Asia, en algún lugar de Europa, ayer, hoy, mañana: sucede y luego el suceso se desvanece. En lo humano, nada ha cambiado desde los tiempos de la Biblia, nacemos, amamos, odiamos, morimos. Pero lo arcaico y lo que hacemos es absorbido en cierto modo por lo cotidiano, en esa cultura contemporánea que hemos creado y que constituimos, en la que la realidad es ante todo horizontal, y de lo vertical sólo conseguimos tener un resquicio y reconocerlo en contadas ocasiones. En realidad, basta con levantar la vista para entenderlo, porque ahí cuelga el sol ardiendo, y es el mismo sol que ardía para Caín y Abel, Odiseo y Eneas. Las montañas que vemos ante nuestros ojos forman parte de esa misma edad vertiginosa. El que seamos el último eslabón de una estirpe que se extiende durante miles de generaciones hacia atrás, con las que tenemos en común los sentimientos, porque ese corazón que latía en ellas también late en nosotros, no es una perspectiva que podamos o deseemos asumir, porque con ello se borra lo único y nos convertimos en el lugar de los hechos de los sentimientos o de los actos, más o menos como el agua es el escenario de las olas o el cielo el de las nubes. Sabemos que cada nube y cada ola son únicas, pero sólo vemos nubes y olas. Los mitos señalan directamente hacia allí, porque tratan de lo uno, pero lo que lo uno expresa rige para todos nosotros. Caín arde, está cabizbajo. Caín es vencido por el odio y se ciega, se abalanza sobre su hermano y lo mata. El mito trata de fuerzas interiores del ser humano que no encajan en la identidad del individuo ni en la sociedad, sino que se sueltan y arrasan. Trata de algo que está fuera de control en lo propiamente humano, algo que tememos y que nos produce temblor, no muy distinto a como reaccionamos ante lo sublime en la naturaleza. Esto es lo sublime en la naturaleza humana, lo no controlado, desatado y destructivo, que ni el individuo ni la sociedad pueden controlar, surgido en ese determinado ser humano que somos todos nosotros. Es lo sublime en el uno. En la otra parte se encuentra lo sublime en el todos, cuando el número de personas es tan elevado que todo está atestado de gente. El bramido de un estadio de fútbol, la emoción en las calles durante una manifestación multitudinaria, común para ambos ejemplos de sublimidad en lo humano es que ambos limitan con el punto en el que cesa lo individual y propio, el yo del ser humano, donde lo humano se relaciona con las demás fuerzas de la naturaleza y pierde el control sobre sí mismo. Es el límite del yo y es el límite de la cultura, y es, con razón, algo temido. Cuando lo arcaico es absorbido por lo cotidiano, y el sol que arde en el cielo es nuestro sol, vivimos en la cultura que no deja de trabajar para confirmar una idea, siempre llevando todo hacia lo conocido, mientras que el arte, de muy distinto modo, se dirige hacia lo que se encuentra fuera del límite del yo y de la cultura, lo desconocido y lo que antes se llamaba lo divino. La muerte es la puerta a esa tierra de la que venimos y a la que antes o después volvemos. Se encuentra fuera del lenguaje, fuera del pensamiento, fuera de la cultura, y no se deja atrapar, sólo intuir, por ejemplo si nos dirigimos a lo mudo y ciego dentro de nosotros mismos. Siempre está ahí, incluso cuando desayunamos un martes por la mañana normal y corriente, el café está demasiado cargado, llueve a cántaros, en la radio suenan las noticias de las siete y el suelo del salón está cubierto de juguetes, incluso entonces el corazón —el mismísimo músculo de lo arcaico— bombea la sangre por la carne. La cultura está hecha para escapar de esta perspectiva, para ignorar ese precipicio junto al que vivimos, pero esta cultura contemporánea, que sólo tiene la perspectiva vital de un par de generaciones hacia atrás y que se relaciona con la historia cercana, la que antes se llamaba la memoria del hombre, nunca ha imperado, siempre ha existido también otro tiempo en la cultura, ese tiempo en el que nada cambia, cuando todo es lo mismo, el tiempo de los mitos y los ritos. El que ese aspecto de la comprensión de la realidad haya desaparecido no significa que haya desaparecido de la realidad. ¿Qué hacía Hitler cuando de joven vagaba solo por ahí? No veía a nadie, nadie lo veía a él. Ni siquiera de adulto se ató a un ; cuando era visto, era visto por una masa, por un todos, y cuando escribía, sucedía lo mismo: en Mi lucha existe un yo, existe un nosotros y existe un ellos, pero no existe un .

Y andaba cabizbajo.

¡Levanta la cabeza!

La historia de Caín y Abel trata del abandono del como la base de la violencia, y el lector puede detenerse ahí o seguir, porque no sólo se trata de un hermano que mata a su hermano, también está relacionada con un sacrificio: Caín mata a Abel después de que Dios haya alabado el sacrificio de Abel, un sacrificio animal, e ignorado el sacrificio de la cosecha de Caín.

El antropólogo francés René Girard lee esta historia como una expresión de la función del sacrificio en relación con la violencia. El sacrificio muestra la violencia y la sustituye, como una manera de controlar sus fuerzas, por lo demás desatadas en una sociedad; Caín se encuentra fuera del sacrificio y mata a su hermano. La función sustituyente del sacrificio se aclara en el episodio en que Abraham está a punto de sacrificar a Dios a su hijo Isaac y Dios lo detiene y le dice que sacrifique un cordero en lugar de al niño. Este cordero, escribe Girard, es, según una tradición musulmana, el mismo cordero que ya había sido sacrificado por Abel. El sacrificio es un rito, es colectivo, y entiende la violencia como algo colectivo.

La idea del sacrificio es mítica, esencial en culturas primitivas, abolida en las más desarrolladas, como la nuestra, en la que la violencia se entiende como algo individual, surgida en una situación determinada entre personas determinadas, y gestionada por los poderes judiciales, que castigan al individuo culpable. El objeto principal del proceso de socialización de una sociedad es que el propio individuo controle sus impulsos, sentimientos y actos, con el fin de evitar lo que destruye y disuelve todas las estructuras y uniones, la violencia propia, y si el individuo no lo consigue, sino que mata a su prójimo, es castigado por la comunidad a través del aparato legal. La prohibición de la violencia propia impera en todas las sociedades, no se puede imaginar una sociedad donde no sea así. En las sociedades primitivas, la separación entre el yo y el nosotros no es tan clara, no existen instituciones que establezcan diferencias y reglas, y el conocimiento de la violencia propia, de la violencia interior, tal vez sea mayor porque la fusión entre ambas es mucho más vulnerable a sus consecuencias. Girard opina que el deseo de manejar la violencia propia está detrás de todos los tabúes, que son una manera de evitar todo lo que podría despertarla. Los ritos representan en ese caso lo contrario, son formas de acercarse a los puntos en los que se pueden controlar las fuerzas, ya que las repeticiones de los ritos anulan las casualidades y dominan los sentimientos.

Pero los tabúes abarcan también la repetición, lo igual y lo copiado, imitación, mímesis está por tanto relacionado con el peligro, y constituye, según Girard, el más fundamental de todos. En muchas culturas primitivas los gemelos se consideran un peligro y se sacrifica a uno de ellos o a los dos después del parto. También el espejo es a menudo asociado con peligro; existen culturas en las que está prohibido copiar a otros, ya sea a través de gestos o repitiendo lo dicho; el doble es una figura que siempre ha causado temor; en muchas religiones está prohibido retratar a la divinidad.

Se podría pensar que ese temor a lo doble, a la imitación, tuviera algo que ver con el concepto de identidad, que el individuo se perdiera a sí mismo en el otro si la identidad es una magnitud inestable, abierta hacia el mundo, su yo penetrado, pero Girard opina que ocurre lo contrario, que lo igual representa una amenaza contra el colectivo por no pensar en la violencia como algo individual, por no remitir al individuo, ni siquiera al resultado del acto de violencia, es decir, verlo como algo terminado, pero que en mucho mayor grado que nosotros tiene en cuenta el proceso, viendo en él la simetría y el parecido: el uno está frente al otro, entre ellos hay un objeto, el objeto de la contienda, y a cada lado de él son iguales. Esta similitud se recrea en serie si no se detiene, en represalias en las que representantes del primero devuelven la violencia a representantes del segundo, y esa violencia, la de la venganza de la sangre, puede abarcar a varias generaciones, para las que el conflicto inicial ha desaparecido dentro de la serialidad, o se ha olvidado hace mucho.

En una sociedad pequeña, una escalada de esta clase resulta catastrófica, y es ese esquema básico, uno que se encuentra frente a otro, el que crea los tabúes del doble, el miedo obvio, pero místico, de lo simétrico. La violencia es imitativa y repetitiva. Aunque los tabúes lo evitan, el sacrificio lo confronta, no sólo siendo una imitación de la violencia, y recreándola así en el rito en serie, sino también por su estructura, en la que el sacrificio se encuentra a un lado y los miembros de la sociedad al otro, pero no divididos, sino unidos; la víctima asume la división, él es el chivo expiatorio, todos contra uno, al que se mata. Después queda solo el todos, como una unidad estable.

Por otra parte, la imitación también es un fenómeno deseado en una cultura, casi todo aprendizaje y desarrollo tiene lugar mediante repetición e imitación, también directamente mediante la imitación de ideales, pero nunca sin un grado más o menos alto de ambivalencia, porque cuando uno imita a otro, es porque desea algo que tiene el otro, y eso, lo que Girard llama deseo mimético, es una magnitud estable. Cuando el último mandamiento del Antiguo Testamento dice que no debes codiciar a la mujer de tu prójimo, su burro u otra cosa que le pertenezca, es obviamente porque eso crea conflictos, dos que se encuentran ante un objeto deseado por ambos; en el deseo mimético con dos seres enfrentados, el objeto se convierte en uno de los sujetos, que se adquiere mediante la imitación o el doble, un parecido que crea desequilibrio en la relación, ya sean imágenes que eclipsan a la imitada o al revés. El que la imitación esté así relacionada con poder e impotencia, y en el fondo con violencia, es la razón, opina Girard, de ese odio que siente Platón hacia la mímesis, es decir, que esa magnitud no le queda clara, y el derrumbe crítico del nosotros en el yo, que ocurre en la esquizofrenia, él lo interpreta como falta de capacidad de imitar a otros, en torno a lo que gira toda la sociedad, y que eso es lo que aparece en esas exageraciones a veces grotescas y paródicas que se pueden ver en la esquizofrenia.

Las reflexiones de Girard sobre el sacrificio y la imitación no son psicológicas, no buscan la explicación en lo individual, sino en lo colectivo, y consideran la violencia como una magnitud estructural. Ese aspecto de la violencia ha desaparecido casi del todo en nuestra época, ya que el intento de sofocarla ha consistido en remitir tanto la violencia como los sentimientos que la despiertan en el individuo, en un sistema en el que la comunidad entra en el momento en que el exceso de violencia tiene lugar, para poder regularla y evitar que crezca, lo que nos ha hecho considerarla una magnitud individual, impidiéndonos ver su aspecto colectivo. Pero cada vez que en la sociedad emerge un grupo que pone los valores fuera del yo y que no se identifica con el poder del Estado, o en regiones donde el poder del Estado es débil, la violencia vuelve a actuar de un modo simétrico y en serie; la mafia de Sicilia o de las ciudades de la costa noreste de Estados Unidos son ejemplos recientes de ambientes en los que la venganza de sangre ha desempeñado un papel importante, al igual que las bandas juveniles en los barrios venidos a menos de las grandes ciudades, cuyos miembros se matan entre ellos conforme al mismo principio de venganza. Se destruyen por completo los unos a los otros, incapaces de controlar su poder de destrucción, y era lo incontrolable lo que las culturas primitivas intentaban resolver mediante los tabúes y los ritos, y casi todos acababan en el sacrificio. Sus mitos, y con el tiempo sus religiones, fueron la expresión del colectivo, trataban la totalidad y de un modo cada vez más sofisticado, conforme la cultura iba evolucionando. Los cinco libros de Moisés constituyen la narración de esta evolución, del nacimiento de lo humano, la separación de la cultura de la naturaleza, hasta la creación de una unidad de sociedad homogénea y civilizada, con sus leyes, reglas, régimen y religión. Lo que el sacrificio hace es crear diferencias en la cultura. Entre la vida y la muerte, el animal y el ser humano, el ser humano y lo divino, pero también diferencias en lo humano, en las que la fuerza de destrucción se disgrega en lo igual, manejándolo de un modo que se convierte en lo diferente. El sacrificio es un lenguaje sin palabras, en el que aparece lo no dicho, no tanto para ser reconocido como para ser controlado, otorgándole existencia. El sacrificio es una manera de nombrar lo innombrable, de dar forma a lo informe. Lo informe es lo igual, el lugar donde empiezan todos los relatos de creación, también los de la ciencia. En el primer capítulo del Génesis se dice: «La tierra estaba confusa y vacía, y las tinieblas cubrían el haz del abismo, pero el espíritu de Dios estaba incubando sobre la superficie de las aguas.» Lo vacío limita con la nada, lo vacío es nada, las tinieblas, lo igual, la profundidad, lo que no tiene límites, el espíritu de Dios, el universo, las aguas, lo que carece de diferencias. Y así, mediante una manifestación, la tierra se separa del mar, la noche del día, el sol de la luna. Dios dijo hágase la luz, y la luz se hizo. Cuando ya se hubo separado todo en el mundo material, se crearon los animales, los que nadan en el mar, los que reptan en la tierra y los que vuelan por el cielo.

¿Y cómo es esa primera imagen de la vida?

«Hiervan de animales las aguas, y vuelen sobre la tierra aves bajo el firmamento», pone, y luego: «Y creó Dios los grandes monstruos del agua y todos los animales que bullen en ella, según su especie, y todas las aves aladas, según su especie.»

Lo más importante está en la cantidad y el movimiento, las palabras «bullir», «volar» «hervir». Contra el ciego bullir de vida está lo ordenado «según su especie», pero la descripción de la vida es tan poco específica que las palabras se vuelven secundarias, más o menos como las nasas cercan a las langostas, que reptan y crujen cuando son subidas a un barco, podría uno imaginarse.

Se hace de noche y amanece el sexto día, Dios crea a los animales de la tierra y a los seres humanos, y les dice: «Procread y multiplicaos, y henchid la tierra, sometedla y dominad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo… y sobre todo cuanto vive y se mueve sobre la tierra.»

Aunque el mensaje del mandamiento es que el ser humano es superior y distinto a todo lo demás vivo, y se encuentra distanciado de ello, los paralelos del vocabulario lo llevan hacia la vida que bulle: «Procread», pone, y «multiplicaos», en otras palabras, el ser humano visto como multitud, rodeado de otras multitudes de vida, caracterizadas por sus movimientos, la vida que se mueve, que bulle y repta.

Y Dios dice:

Allí os doy cuantas hierbas de semilla hay sobre la faz de la tierra toda, y cuantos árboles producen fruto de simiente, para que todos os sirvan de alimento. También a todos los animales de la tierra, y a todas las aves del cielo, y a todos los vivientes que sobre la tierra están y se mueven, les doy para comida cuanto de verde hierba la tierra produce. Y así fue. Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho.

La importancia dada a la propagación es enorme en el primer capítulo del Antiguo Testamento, la condición básica de la vida es la propagación. En esta propagación está la repetición, lo que se propaga es lo mismo, la vida en sus distintas formas, y lo hace en lo uno; las hojas del árbol frondoso que brota cada primavera son la misma hoja repetida una y otra vez, y eso sucede en todos los árboles frondosos que brotan uno al lado del otro, cada vez más dentro de los enormes bosques. Lo humano forma parte de esta propagación, también lo humano debe y desea multiplicarse y llenar la tierra, es el instinto propio de la vida, aumentar, y los seres humanos están en ese sentido descritos como vida, en línea con cualquier otro tipo de la misma.

Pero entonces ocurre algo. En el segundo capítulo del Génesis, la narración va de lo lejano a lo cercano, ya no trata del universo abstracto ni de la tierra, el cielo y la vida en general, sino del lugar concreto, esta tierra, este cielo, la creación de esos dos seres, Adán, cuyo nombre está asociado a tierra, y Eva, cuyo nombre está asociado a vida. Después de inspirarles aliento de vida en el rostro, Dios los coloca en un jardín del Oriente, el jardín del Edén. A través de él corren cuatro ríos llamados: Pisón, Guijón, Tigris (Jidequel) y Éufrates. Después de lo que sucede allí, cuando comen del árbol de la ciencia del bien y del mal y son expulsados, sigue una serie de nombres: el hijo Abel, que murió, y la estirpe del hijo Caín: Enok, Irad, Maviael, Matusael, Lamec, Ada, Sela, Jabal, Tubal-caín, Naamá. Luego, la estirpe del tercer hijo, Set: Enós, Cainán, Malabeel, Jared, Enoc, Matusalén, Lamec, Noé, Sem, Cam y Jafet. Durante la existencia de los últimos cuatro toda la vida en la tierra se extingue con el Diluvio y se inicia un nuevo linaje. Después de Jafet vinieron Goer, Magog, Mandai, Javán, Tubal, Mosoc, Tiras, Asquenaz, Rifat, Togorma, Elisa, Tarsis, Quitim, Rodanim. Después de Cam vinieron Cus, Misraím, Put, Canán, Seba, Evila, Sabta, Rama, Sabteca, Seba, Dadán. De Sem descendieron Elam, Esur, Arfaxad, Lud, Aram, Uz, Jul, Gueter, Mas, Salaj, Heber, Paleg, Joctán, Almodad, Salar, Jasarmavet, Jaraj, Adoram, Uzal, Diclá, Obad, Abimael, Seba, Ofir, Evila, Jobab. Tras Paleg vinieron Reu, Sarug, Najor, Teraj, Abram, Najor, Aram.

Los nombres unen la época histórica con la mítica, iluminan en cierto modo la oscuridad de la historia y construyen un sendero que retrocede hasta el momento mismo de la creación. La relación es real, aunque no fáctica, porque tiene que haber un tiempo y un lugar concretos en los que surgiera lo humano. Visto en comparación con la edad de la tierra, tampoco hace tanto tiempo, aproximadamente doscientos mil años, algo así como diez mil generaciones. Ocurrió en un determinado paisaje del continente africano, donde durante millones de años antes de entonces habían vivido unos seres parecidos a los humanos, con los que durante algún tiempo había tenido que convivir, tal vez hasta hace solo cuarenta mil años. Los primeros humanos no serían muchos, no más de unos cuantos grupitos en unos enclaves determinados, hasta que hace cien mil años algunos de ellos empezaron a caminar y se dispersaron lentamente por la tierra.

Cuando en la década de 1990 se identificó la materia genética del cuerpo, pudieron seguirse las huellas de la migración, que está registrada en los cuerpos de hoy mediante una cadena incomprensiblemente larga de tradiciones que de alguna manera cierra la historia alrededor de nosotros y de nuestros cuerpos, o al revés, la abre hacia el abismo de la historia: no sólo somos como ellos, en cierto modo también somos ellos.

 

La aparición de lo humano fue un suceso local, ocurrió en una determinada zona; la idea de un jardín del Edén y la propagación desde allí no expresa nada más que eso. Unas cuevas, unos páramos, unos bosques, unos lagos o ríos.

Cuando la narración llega a Abraham, nos encontramos en el centro entre el tiempo histórico y el abismal no-tiempo de lo que carece de historia, y lo que emerge a través de él es la fundación de una estirpe, un pueblo y una nación, unidos bajo la voluntad del Dios único, que poco a poco les va entregando leyes y mandamientos, es decir, civilización y religión. La relación entre lo sagrado y lo no sagrado, entre el ser humano y el mundo, y entre los seres humanos se regula de ese modo. Y el futuro es una promesa de descendientes, porque Dios lleva a Abraham fuera y le dice: Mira al cielo y contempla las estrellas, y si puedes, cuéntalas. Así será tu descendencia. Cuando después Abraham está a punto de sacrificar a su único hijo, y Dios interviene, le hace la misma promesa: «Te bendeciré largamente, y multiplicaré grandemente tu descendencia como las estrellas del cielo y como las arenas de la orillas del mar.»

 

Las estrellas y las arenas son la cantidad, lo mucho, pero también lo igual. La promesa no rige para todos los seres humanos, no es la humanidad como tal la que se multiplicará incontablemente, sino Abraham y su estirpe, es decir, un nosotros, lo propio, y eso es lo que lo convierte en una promesa y una utopía, porque entonces, cuando lo que se multiplica es la familia, el clan, el pueblo significa poder y riqueza. Mediante un gran número de descendientes se podrán conquistar tierras y obtener riquezas. La imagen negativa de lo innumerable en la Biblia son las nubes de langostas, esas enormes nubes de innumerables insectos que devoran inextinguible y despiadadamente todo lo que encuentran a su paso.

Este límite entre nosotros y ellos es de suma importancia en la Biblia. El Antiguo Testamento se puede considerar una narración originada por las tensiones ocasionadas por la creación de límites. Todos los descendientes de la estirpe de Abraham serán circuncidados. Ésa será su señal de pertenencia, de su nosotros, y en el pacto que éste establece con Dios, la promesa de una futura tierra propia es la utopía que buscan las narraciones posteriores, hasta que se cumpla cuando antes de morir y de que su pueblo cruce el río y se establezca en ella, Moisés ve la tierra prometida que fluye leche y miel. Hasta entonces han sido esclavos en Egipto, impotentes en manos de otros, y en una situación así, sin tener nada suyo ni poder decidir sobre ellos mismos, ni siquiera sobre sus hijos, lo único que los mantiene unidos es la idea de lo propio, que a ellos les es garantizada por Dios, que es el único Dios.

Los egipcios matan a los hijos de los hebreos, pero cuando nace Moisés, es depositado en una cesta junto al río y encontrado por la hija del faraón, que lo acoge como a un hijo. Eso le permite no sólo vivir tranquilamente entre los egipcios, sino también disfrutar de los máximos privilegios como parte de la familia más soberana, casi divina, pero tan fuerte es su unión con el pueblo del que procede, el de los esclavos, que cuando ve a un egipcio pegar a un hebreo lo mata, no de un modo calculador, sino en un momento de gran alteración, es la sangre que brama, entierra al egipcio en la arena y huye del país, entonces Dios aparece de nuevo ante él y se establece un nuevo pacto. Dirigidos por Moisés, los hebreos huyen de Egipto hasta el desierto, donde reciben todas las leyes y ritos que luego habrán de seguir, y son contados.

 

El que reciban leyes no es de extrañar, se trata del relato de una fundación, pero que sean contados y los números se mencionen sí lo es. Podría pensarse que se trataba de una especie de contabilidad, una necesidad arcaica de dar parte preciso de la situación, en la que el número desempeñaría un papel importante, tanto porque en ese momento se encontraban en el desierto, en un paisaje donde la bebida y la comida eran recursos muy limitados, razón por la que el número era decisivo, como porque iban a invadir un país cuyo número de soldados sería uno de los factores más determinantes para el resultado. Pero aunque así sea, lo de la precisión de los números resulta extraño, tanta precisión no es corriente en el texto bíblico, que en otras partes narra los sufrimientos de un pueblo durante siglos o la extinción de una ciudad con una sola frase.

El único otro lugar donde el texto muestra una precisión extrema e incluye todo detalle es en el repaso de las leyes y los distintos ritos oficiados por los sacerdotes. Pero las leyes son universales, inalterables y regirán para siempre; los números son lo contrario, la anotación de una magnitud alterable en un determinado punto del tiempo, sólo rigen para ellos allí, cuando Moisés moviliza al pueblo de Israel en el desierto del Sinaí. Son muchos, pero no como las estrellas o los granos de arena: en total suman seiscientos tres mil quinientos cincuenta hombres aptos para el combate, repartidos en doce tribus, según la siguiente división:

La tribu de Rubén: cuarenta y seis mil quinientos.

La tribu de Simeón: cincuenta y nueve mil trescientos.

La tribu de Gad: cuarenta y cinco mil seiscientos cincuenta.

La tribu de Judas: setenta y cuatro mil seiscientos.

La tribu de Isacar: cincuenta y cuatro mil cuatrocientos.

La tribu de Zabulón: cincuenta y siete mil cuatrocientos.

La tribu de Efraín: cuarenta mil quinientos.

La tribu de Manasés: treinta y dos mil doscientos.

La tribu de Benjamín: treinta y cinco mil cuatrocientos.

La tribu de Dan: sesenta y dos mil setecientos.

La tribu de Aser: cuarenta y un mil quinientos.

La tribu de Neftalí: cincuenta y tres mil cuatrocientos.

Vistos desde fuera, como ocurrirá después cuando conquistan la nueva tierra y matan a todo el que encuentran a su paso, son una horda sin rostro, pero vistos desde dentro, todos están relacionados con algo conocido, en linajes comunicados hacia atrás en la familia y la historia, y que en suma constituyen el pueblo entero.

 

Cuando hoy se lee ese antiquísimo texto, tal vez lo más espectacular sea cómo la creación de lo religioso y lo social se funden, llegando a parecer dos caras del mismo asunto. Porque la congelación de la cifra de la cantidad en el momento es sólo una cara, lo que representa el número en sí es la otra, y ésa es la que relaciona el número y la ley. El número está abierto hacia lo infinito, lo incontrolable y lo carente de identidad, la infinidad de los granos de arena y las estrellas; los nombres lo limitan y lo controlan en la identidad del nombre, el rostro del lenguaje. La ley limita y controla los actos de un modo parecido; está prohibido matar, es un exceso de la vida, está prohibido mentir, es un exceso de la verdad, está prohibido engañar, es un exceso del matrimonio. El castigo es la expulsión de la vida, es decir, la muerte, o si el exceso no es demasiado grande, un sacrificio que sustituya a ésta. Y el límite que se abre en esto, el que separa a este pueblo y su existencia de lo sagrado, es el más importante de todos, lo que muestra esa riqueza de detalles en el texto cuando describe los distintos ritos, la precisión que se exige cuando los sacerdotes penetran en lo más sagrado y esparcen sangre en la piedra de sacrificio, o queman pájaros u otros animales, grano o aceite. El sacrificio no es sólo una advertencia del precio del exceso, no es sólo un acto simbólico, sino un precio en sí mismo, como el buey al que se le corta la cabeza no es sólo un símbolo de la vida y de la sangre, sino que él mismo es la vida y la sangre. El que el lenguaje del Antiguo Testamento sea tan concreto y esté tan estrechamente unido a la realidad física y los actos que en ella se acometen con el cuerpo, no con el espíritu, es sin duda un aspecto de lo mismo. Lo que hay al otro lado de lo sagrado, lo que no tiene límites ni fin también carece de nombre, es algo indeterminado y su identidad está relacionada con un verbo, es decir, un acto o un movimiento. Yo soy quien soy. La imagen del ser humano sin nombre es el grano de arena o la estrella, en la que la pérdida de identidad de la masa es sólo aparente, porque el número de granos de arena o estrellas no es infinito, sino finito, y sólo son iguales en la lejanía, vistos de cerca cada grano de arena es distinto, cada estrella es distinta una de otra. Pueden ser contadas y pueden ser nombradas. En cambio, la imagen del Dios sin nombre es infinita e idéntica, porque es el fuego. Aparece siempre igual —poner nombre a un fuego sería absurdo, pero no a un grano de arena— y sin embargo es distinto cada vez. El fuego no se deja contar, no se deja nombrar, no se deja limitar; si se apaga en un lugar del mundo, seguirá ardiendo en otro. El grano de arena y las estrellas expresan la idea del uno y el todos, el individuo y la masa, mientras que el fuego establece una identidad entre las dos magnitudes, porque es lo uno y el todos al mismo tiempo. Más allá de los límites de la ley y de los ritos está Dios, que no tiene límites, fuera del nombre se encuentra la vida biológica sin límites, y sólo podemos evitar desaparecer dentro de sus profundidades o ser absorbidos por ella mediante grandes y constantes esfuerzos.

 

Lo religioso, que reúne en torno a sí todo tiempo en los ritos, cuyo peso lo mantiene en un solo punto, se encontraba en ese pasado rural cercano a lo social, con un horizonte temporal que ciertamente no se extendía más que unas generaciones hacia atrás y hacia delante, pero cuyas prácticas, relacionadas con la tierra y las estaciones del año, estaban al mismo tiempo relacionadas con la repetición. Se distinguían entre ellas en relación con lo local y lo universal, donde lo que regía para todos, por ejemplo lo que regulaba la población total de la tierra, se encontraba fuera del alcance humano y era identificado como poderes y destino, tan fuertes que ni siquiera existía la idea de que fuera posible controlarlos de otra manera que mediante oraciones y sacrificios. El hombre era vulnerable, frágil y se encontraba desamparado ante la sequía, las inundaciones, el frío y las epidemias. La relación entre lo local y lo universal, entre los individuos y la totalidad era unilateral, en el sentido de que los poderes, enormes e impersonales, intervenían en las vidas de los individuos, y nunca las vidas de los individuos en lo universal. Lo universal era una religión, no una magnitud social.

 

Cuando lo científico se convierte en el lenguaje a través del cual el ser humano entiende el mundo material, y lo religioso retrocede y rige sólo para la parte espiritual de la vida, la relación entre lo local y lo universal se trastoca de un modo radical, a la vez que el desarrollo técnico, para el que el cambio prepara el terreno, que en un tiempo sorprendentemente corto transforma por completo las condiciones de producción y distribución, hace estallar el número de población en comparación con la inmovilidad demográfica de los siglos y milenios anteriores.

En 1350 había en el mundo entre doscientos cincuenta y cuatrocientos millones de personas, en 1650 entre cuatrocientos sesenta y cinco y quinientos cuarenta y cinco millones, en 1800 entre ochocientos treinta y cinco y novecientos quince millones, en 1850 entre mil noventa y uno y mil ciento setenta y seis millones, en 1900 entre mil quinientos treinta y mil seiscientos ocho millones, en 1950, dos mil cuatrocientos dieciséis millones, en 1980 alrededor de cuatro mil millones, y en este momento, 2011, seis mil millones. En verdad hemos poblado la tierra y la hemos henchido, como decía la invitación del Génesis, multiplicándonos como los granos de arena en la playa o las estrellas en el cielo.

En cierto modo, un aumento tan radical del número de personas no cambia nada. Sólo hay cada vez más de lo mismo. Más partos y más muertes, más cuerpos y más comida, más ropa, más casas, barrios con mayor densidad de población repartidos en zonas más extensas. Lo humano se extiende más o menos como un bosque, para cuyos árboles el número de los demás árboles no cambia nada. Lo local no deja de existir como magnitud, aunque de allí salgan relaciones con lo global, como por ejemplo ese mercado mundial que se creó con la Revolución Industrial, cuando algo producido en un lugar se extendía por todo el mundo, porque, como escribe el sociólogo Bruno Latour, en su libro Nunca fuimos modernos, siguiendo el proceso paso a paso «nunca se cruza ese límite místico que debería separar lo local de lo global». ¿Cuándo deja el tren lo local y pasa a lo global?, pregunta Latour, y contesta: nunca. Todas las grandes organizaciones y corporaciones constan de unidades locales; los ejércitos, por ejemplo, están organizados de la misma manera que en la época de los romanos, sólo que multiplicados, y lo mismo ocurre con la burocracia, el Estado, las grandes compañías comerciales e internacionales. Constan de un ser humano con manchas de sudor en la camisa y con la corbata torcida en un edificio de oficinas multiplicadas por mil o cien mil. No es el número en sí lo que ha cambiado las condiciones del ser humano, sino nuestra idea del número.

 

En la década de 1680, un catedrático de anatomía de la Universidad de Oxford, Sir William Petty, escribió un libro que tituló Aritmética política, en el que intentaba entender o abarcar la sociedad basándose en términos matemáticos, en otras palabras, cuantificar o medir lo humano. Pretendía elaborar leyes para lo humano de un modo parecido al de Newton para elaborar leyes para la naturaleza. El que existiera un orden absoluto, algunas reglas absolutas fijas en el mundo, detrás del aparente caos de versatilidad y arbitrariedad, tan precisas y previsibles que pudieran calcularse y explicarse matemáticamente, era en el siglo XVII un pensamiento irresistible, que también confirmaba la grandeza de Dios; era como si existiera un plan oculto que se relacionaba con el mundo como el esbozo con el invento, en un sistema en el que todos los movimientos seguían un sistema establecido de antemano que nada podía alterar, y en el que las partes se tocaban entre ellas y en conjunto expresaban la totalidad del universo. El ser humano, que formaba parte del universo, era una parte de ese sistema. En sí mismo, con su sangre y sus pulmones, su cerebro y sus tejidos nerviosos, sus músculos y sus tendones, que como cables se ocupaban de que se pudieran subir y bajar los brazos, y mover las piernas, y como masa, las estructuras que constituían los seres humanos como pueblos, ciudades, Estados, donde el número podía constatarse con precisión, tanto de los vivos como de los que morían o nacían, porque si se contemplaba una de esas unidades, se observaba que para ella existían reglas. El número de nacidos y muertos en un año, por ejemplo, no era arbitrario, ciertamente aumentaba y se reducía, pero basado en determinados parámetros identificables reconocibles. Lo mismo regía para una magnitud como la esperanza de vida.

¿Pero qué era lo que impulsaba a la sociedad, qué era lo que decidía sus actos, qué era lo que determinaba que sus cuerpos hicieran lo uno antes que lo otro? ¿Había unas reglas válidas para todos?

Aunque la comparación entre el cuerpo y la sociedad y el mecanismo del reloj, que realizan explícitamente tanto Descartes como Hobbes, puede resultar muy simplista a nuestros ojos, ya que el reloj no nos parece hoy una máquina especialmente sofisticada, la manera de pensar que reflejaba creó, por un lado, la base de la ciencia médica, para la que el cuerpo consta de partes funcionales que se pueden reemplazar o reparar mediante intervenciones puramente mecánicas, y, por otro, la base de la estadística y la planificación de la sociedad, en la que toda actividad humana que se puede medir o cuantificar se cuantifica, como una de las fuentes más importantes para tomar decisiones políticas. La lista de fenómenos cuantificados en la sociedad es casi infinita, y se pueden agrupar de distintas maneras, de tal modo que las tendencias del pueblo se pueden registrar y evitarse, si no son deseadas, o reforzarse, si son deseadas. También se pueden ver relaciones entre las distintas partes. Esta estadística tiene un valor límite; no tendría sentido llevar estadísticas del número de muertos en accidentes de tráfico o por cáncer en una familia, por ejemplo, porque en una familia los sucesos no se pueden entender como expresiones de magnitudes cuantitativas, porque aunque el hijo de la casa, Johannes, pertenecía al grupo de hombres jóvenes más expuestos a la muerte en accidentes de tráfico, para ellos él no era representante de nadie, era Johannes, que hace apenas un mes cogió una tarde las llaves del coche de la mesa de la entrada y nunca volvió. Tampoco en una pequeña comunidad, por ejemplo en uno de los numerosos pueblos de la costa del norte de Noruega, con sus doscientos o trescientos habitantes, donde todo el mundo conoce a todo el mundo, tendría sentido la mirada estadística, pues él era Johannes. Pero en algún punto la estadística pasa de ser inválida a ser válida. Es el punto en el que «nosotros» ya no se puede abarcar con la vista personal, en el que los individuos de la multitud ya no pueden ser distinguidos por los que los conocen; un profesor de una escuela con digamos quinientos alumnos conoce a todos los alumnos de sus clases, pero no a todos los alumnos del colegio, y mientras que resultaría absurdo llevar una estadística de notas de lo primero, ya que el profesor sabe la nota que ha obtenido cada uno en cada asignatura, lo otro, es decir, el nivel de notas del colegio en general, sí tiene sentido estadísticamente. La transición del ser individual al ser de la multitud es la transición del yo al nosotros, pero no el nosotros personal, que limita con otro nosotros más grande, impersonal, ya no representado por un nombre, sino por un número, y que como tal se aproxima al «eso».

Si nos imaginamos una escala de la humanidad, tendría que empezar en lo impersonal, en la materialidad del cuerpo, cuyos componentes son en teoría sustituibles, ya que son iguales para todos, y donde lo individual por eso no tiene sentido; es decir, lo humano empieza en el yo no personal o el «eso» del yo, continúa hacia el yo personal, luego hacia el nosotros personal, y desde ahí se mete en el nosotros no personal, o el «eso» del nosotros, el ser humano como multitud, el ser humano como número.

Los límites tanto del yo como del nosotros con el eso son vagos y difusos, y sin embargo reales, porque en las zonas del eso, lo humano se caracteriza por igualdad, previsibilidad y una legalidad casi matemática, mientras que en las zonas del yo y el nosotros es como más independiente y propio. El mundo del eso interior es lo biológico, para el que los pensamientos son células determinadas que reaccionan entre ellas, y los sentimientos son impulsos químicos y electrónicos que pasan velozmente por los hilos nerviosos que existen junto a todos los demás procesos del cuerpo a los que no pueden llegar, y que en sí no son capaces ni de pensar ni de sentir si no se considera que la comunicación entre la espiral del ADN y la célula es una forma de pensamiento al nivel más básico de la vida, la repetición de lo uno en el otro uno, pero se llame como se llame, tiene lugar tan dentro que ni lo sentimos ni lo entendemos ni lo vemos, excepto como resultado, es decir, aquello que va creciendo en nosotros.

Estos sistemas son iguales, lo que rige para uno rige para todos, y son continuos, en el sentido de que han sido transmitidos como copias durante generaciones. Es un proceso mecánico, una especie de industria biológica material, ciertamente muy exacta, pero material, de modo que sólo ha sido cuestión de tiempo que el desarrollo de la industria creada por el hombre fuera lo bastante exacto como para poder dirigirse también hacia dentro, hacia nosotros mismos. Empezó de un modo titubeante en la Edad Media y se aceleró mucho cuando lo religioso dejó de explicar la naturaleza, y los seres humanos pudieron estudiarla por ella misma, conocer sus leyes y principios, cuyos primeros resultados fueron unas rudimentarias máquinas al estilo de Prometeo, colosos de acero que podían llenarse de carbón y que desprendían nubes de vapor y humo, pero que rápidamente fueron perfeccionados y reducidos hasta alcanzar tal nivel de sofisticación que podían no sólo aislar las células y cadenas de ADN y cartografiar todo el material genético microscópico, sino también intervenir en él y modificarlo, para finalmente incluso crearlo. Estos sistemas, que constituyen la base de nuestro sentimiento del yo y nuestro espíritu, son mortales, y con ellos muere el yo, sin que por ello yo sea «eso»: tal vez sentimos el corazón como nuestro, pero resulta que si el corazón empieza a fallar, se puede poner uno nuevo de una persona muerta y seguir viviendo con él. No somos nuestro corazón, no somos nuestro brazo, podemos cortarlo y verlo colocado en la mesa. ¿Qué tendrá que ver conmigo esa cosa sangrienta? Estamos condicionados por la oscuridad de esta carne y la luz de estos ojos, por los latidos insensibles de este ingenuo corazón y por el constante llenado y vaciado de aire de los pulmones, esos grises mellizos, somos impensables sin ellos, pero ellos viven su vida, no nos conocen, no conocen nada porque no importa si las contracciones nerviosas que ocasionan ocurren en un cuerpo muerto o vivo.

La diferencia entre el «eso» del yo y del nosotros es grande, porque mientras el primero actúa en lo material, el otro actúa en lo racional, y mientras el primero por esa razón es mortal, el otro es inmortal, en el sentido de que sigue vivo incluso cuando uno muere. Lo que comparten es la previsibilidad y la regularidad, que cada uno a su manera excluye lo individual, y que cada uno a su manera está relacionado con lo que se encuentra fuera de lo humano, señalado por fuerzas o fenómenos que recorren grandes unidades, aquello que antes se entendía como poderes, en el primer caso lo que originaba el surgimiento y el curso de la vida, en el otro caso el destino que la dirigía.

 

¿Cuándo pasa el aquí a ser allí?, se pregunta Michel Serres. Y se puede añadir: ¿cuándo pasamos nosotros a ser ellos? Lo local es una magnitud geográfica, pero también social. La magnitud geográfica, el espacio local, está sustentado por limitaciones. La muralla de una ciudad es uno de esos límites, la valla que rodea la parte exterior de una propiedad. Y el derecho de la propiedad relaciona a las personas con el lugar; la habitación, la casa, la granja, la hacienda. Mía, tuya, nuestra, suya. Desde tiempos remotos, el mundo de los seres humanos ha sido rural, organizado en pequeñas comunidades delimitadas en las que las estructuras sociales giraban en torno a lo local, y en las que la gente solía morir donde había nacido, sin alejarse mucho de allí durante toda su vida. En una sociedad como ésa, por ejemplo un pueblo alemán del siglo XIV, también los conocimientos eran locales, porque como la mayoría no sabía escribir, el conocimiento se transmitía vía oral y mediante la práctica, se encontraba en el recuerdo de la memoria y en el recuerdo de las manos, en relación con las condiciones ofrecidas por el paisaje en cuestión, ya fuera la existencia de un determinado tipo de piedra en una cantera o en una mina, los distintos tipos de suelo o las especies de árboles del bosque. Precisamente por lo local y por la forma en que se transmitía el conocimiento, resulta impensable que alguna forma de actividad científica pudiera surgir en cualquiera de esos lugares, un pueblo alemán del siglo XIV, o que se fabricara alguna clase de máquina, por ejemplo algo parecido a un coche, una máquina de coser o un microondas. Ligada a las limitaciones del recuerdo individual, la teoría requerida sería inalcanzable, cada uno habría tenido que empezar desde cero, basándose sólo en sus propias facultades, y casi todos los conocimientos adquiridos se hubieran perdido al morir el poseedor de los mismos. Toda clase de escrituras, toda teoría y filosofía de este mundo estaban concentradas en unas cuantas manos, todos los manuscritos eran copiados a mano y existían en muy pocos lugares, por regla general monasterios, y a partir del siglo XIII en las nuevas universidades de las grandes ciudades. De esos ambientes procedían los alquimistas, que, al igual que Paracelso, se interesaban un poco en todo, y a los que pertenecía el personaje errante de Fausto, cuyos conocimientos sí eran sistemáticos pero se desarrollaban dentro de una comunidad tan limitada que todas las iniciativas experimentales se realizaban a solas y sin relación con nadie, lo que conducía irremediablemente a la repetición entre ellos de los errores.

Lo nuevo tiene que ser exigido o deseado, y ofrecer ventajas claras, y cuando esto ocurre, debe haber una comunidad que lo desarrolle y lo mantenga. En lo local, lo nuevo se apagará como brasas sobre una losa. Lo nuevo sólo será posible en estructuras en las que lo local se disuelva. En lo que se refiere al conocimiento, el gran cambio llegó con el invento de la imprenta en Alemania en el siglo XV, ya que hizo posible copiar cualquier libro o tesis y difundirlos simultáneamente por el mundo, lo que significaba que todo ya no dependería de uno o de unos cuantos. El conocimiento podía acumularse de maneras hasta entonces desconocidas y llegó a tener tal extensión que en toda su vida un individuo no era capaz de adquirir una fracción de lo que circulaba por ahí. Una teoría presentada en un lugar podía ser corroborada o rechazada en otro, ya no se empezaba cada vez desde cero, y este sistema podía, en cuanto se establecieran unos simples principios de comprobación y universalidad, es decir, igualdad, crear lo que el individuo nunca habría conseguido por su cuenta, como por ejemplo el tren o la ametralladora. La naturaleza se distanció de la religión, el conocimiento se distanció de lo local, y las fuerzas que se liberaron soplaron como un viento por lo humano.

 

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