Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

Página 36 de 58

Pocas personas se ajustan más a esta descripción que Hitler. Cuando Hanfstaengl, que había nacido en 1887, es decir, dos años antes que Hitler, se entrevistó con él, Hitler tenía treinta y cuatro años. Por primera vez en su vida estaba prosperando, por primera vez en su vida significaba algo para otras personas y no sólo para él mismo; en la descripción de Hanfstaengl aparece como el mismo personaje descrito por Kubizek de los tiempos de Linz y Viena. Después de la primera tarde, presencia otro discurso y modera su impresión sobre Hitler, quien va más lejos esta vez y lanza una enloquecida propuesta de una guerrilla contra Francia en la región del Rin. A Hanfstaengl le parece el lenguaje de un desesperado. Tacha las ideas de Hitler sobre política exterior de alarmantes, desproporcionadas y extravagantes. Pero sigue sintiéndose atraído por él, sigue preguntándose qué hay en el fondo del cerebro de ese hombre fascinante, y al presenciar el tercer discurso, le presenta a Hitler a su mujer y a la del dibujante noruego Olaf Gulbransson, y los invita a su casa. Al poco tiempo Hanfstaengl pertenece al círculo de Hitler, en gran parte porque le hace falta, debido a su amplia red de contactos. Hanfstaengl financia una nueva impresora para su revista semanal e intenta conseguir que se impriman artículos sobre situaciones en el extranjero, y escribe que también intenta influir en las opiniones de Hitler sobre política exterior, que en su opinión es demasiado continental, limitada e influenciada por Rosenberg y su círculo, al que desprecia, por no decir aborrece, por su odio a los rusos y a los judíos. Hitler lo escucha atentamente, escribe Hanfstaengl, algo que dejará de hacer después, pero en cuanto a Estados Unidos, por ejemplo, a Hitler le interesaban más las dimensiones de los rascacielos y los avances tecnológicos que la situación política, excepto el Ku Klux Klan, del que pensaba que era un movimiento político no muy distinto al suyo, y Henry Ford, no por su papel de fabricante de automóviles e innovación, sino como antisemita.

Hitler causó buena impresión en casa de Hanfstaengl, cortejaba a la señora, le mandaba flores, le besaba la mano, flirteaba con ella con la mirada y jugaba con su hijo, tenía esa clase de espontaneidad que gusta a los niños. De su traje demasiado estrecho y su conducta cortés, sumisa y formal, se desprendía su origen social, escribe Hanfstaengl. Hitler hablaba como habla la gente de las clases bajas con personas de una educación o titulación superiores. Sus modales en la mesa eran buenos, pero tenía una extraña y poco usual preferencia por lo dulce; Hanfstaengl escribe que jamás se ha encontrado con un goloso como Hitler. En una ocasión sirve «una botella del mejor Gewürztraminer del Príncipe Metternich», sale de la estancia para atender una llamada telefónica y cuando vuelve, ve a Hitler echar una enorme cucharada de azúcar en el vino.

Visita a Hitler en su piso de Thierschstrasse, 41, donde vive como un pobre oficinista, con extrema modestia: una pequeña habitación con una cama demasiado ancha y el cabecero sobresaliendo por delante de la estrecha ventana. Un suelo de linóleo barato tapado con un par de alfombrillas, y la pared del otro lado de la cama cubierta con una estantería de libros, una silla y una mesa. Eso era todo. La casera, la señora Reichert, que era judía, consideraba a Hitler el inquilino ideal.

Es un hombre muy amable, pero tiene unos singulares cambios de humor. A veces puede pasarse semanas refunfuñando, sin dirigirnos la palabra. Mira a través de nosotros, como si no estuviéramos. Paga el alquiler puntualmente, pero es en realidad un bohemio.

Junto a la pared del pasillo había un piano, y un día que Hitler tenía que asistir a un juicio en calidad de testigo, le pidió a Hanfstaengl que tocara un poco para tranquilizarlo. Hanfstaengl tocó. Primero Bach, que no despertó el interés de Hitler, quien se limitó a mover un poco la cabeza, de una manera vaga y sin interés. Pero cuando Hanfstaengl empezó a tocar el preludio de Meistersinger, de Wagner, se despertó:

Aquello era. Aquello era del gusto de Hitler. Se sabía la obra de memoria y era capaz de silbar cada una de sus notas en un extraño vibrato penetrante, pero perfectamente afinado. Empezó a dar vueltas por el pasillo moviendo los brazos, como si estuviera dirigiendo una orquesta. Tenía en verdad un gran sentimiento por el espíritu de la música, sin duda tan grande como muchos directores de orquesta. La música le tocaba como algo físico, cuando llegué con gran esfuerzo al final, él estaba de un humor excelente, todas sus preocupaciones se habían disipado y se encontraba dispuesto y preparado para enfrentarse con el fiscal.

Kershaw describe el mismo suceso, y como tiene lugar entre Hitler y Hanfstaengl, no hay más fuentes que el libro de este último. Kershaw lo reproduce así:

Hitler estaba fascinado por las aptitudes de Putzi como pianista, sobre todo por su manera de tocar a Wagner. Acompañaba a Putzi silbando la melodía y movía los brazos como un auténtico director de orquesta, evidentemente encontrándolo muy relajante.

En los párrafos en los que Hanfstaengl es la fuente, se nombra consecuentemente a éste con el diminutivo «Putzi», y Kershaw considera el interés de Hitler por Wagner como algo bizarro, con el irónico comentario «evidentemente encontrándolo muy relajante», por lo que se entiende que sólo un tipo como Hitler podía encontrar relajante algo tan absurdo. Pero Hanfstaengl no presenta a Hitler como un tonto, al contrario, valora su entrega y su comprensión musical. No se puede negar que resulta algo curioso que supiera silbar sinfonías enteras de Wagner, pero lo mismo le ocurría a Wittgenstein, también sabía silbar a la perfección a Wagner, y de vez en cuando entretenía con ello a sus invitados, como una especie de juego de sociedad. En una biografía sobre Wittgenstein sería impensable que el autor ridiculizara la musicalidad del gran filósofo, aunque se desarrollara en algo tan original como el silbido, pero en lo que se refiere a Hitler, tal como lo describe Kershaw, todo lo que hace es sospechoso o ridículo. Otro ejemplo. Escribe Hanfstaengl:

Casi todos los amigos de Hitler eran personas de origen humilde. Conforme lo fui conociendo, empecé a tomar parte en la Stammtischde los lunes en el Café Neumaier, un antiguo local en la esquina de Petersplatz con Viktualienmarkt. En la sala, larga e irregular, con bancos fijos y paredes revestidas de madera, cabían unas cien personas. Allí solía encontrarse con sus partidarios más antiguos, muchos de ellos matrimonios de mediana edad, que acudían para tomar una cena modesta, de la que muchas veces se llevaban parte de casa. Hitler quería hablar en familia y ensayar la técnica y el efecto de sus ideas más nuevas.

Y así lo cuenta Kershaw:

En la época en que Putzi Hanfstaengl, que era culto y en parte norteamericano, y que se convirtió en su responsable de asuntos de Prensa Extranjera, lo conoció, hacia finales de 1922, Hitler tenía reservada una mesa todos los lunes por la noche en el viejo Café Neumaier, junto a Viktualienmarkt. […] En la sala alargada, con filas de bancos y mesas, donde solía haber algunas parejas mayores, los acompañantes de Hitler discutían de política, o escuchaban sus monólogos sobre arte y arquitectura. Comían cosas que se habían llevado de casa y bebían litros de cerveza o taza tras taza de café.

El que en estas reuniones los partidarios de Hitler sean matrimonios de mediana edad y origen humilde se convierte en Kershaw en «donde solía haber algunas parejas mayores», es decir, en primer lugar no de mediana edad, sino mayores, y en segundo lugar presentadas de una manera que da a entender que esas parejas mayores estaban allí como clientes ocasionales, a los que Hitler no conocía. ¿Por qué? Lo de las parejas de mediana edad de origen humilde que se reúnen en torno a él en un restaurante agradable confiere a Hitler algo respetable y decente que va en contra de la imagen que Kershaw tiene de él. Por esta razón, los presentes en la versión de Kershaw tampoco cenan, sino que «comían cosas que se habían llevado de casa», acompañadas de «litros de cerveza», algo de lo que la fuente original no dice nada, pero que Kershaw añade sin duda para aumentar la impresión de antro —seguramente no mentía, es muy probable que algunos tomaran cerveza; e incluso el café, algo que también se inventa, logra convertirlo en algo negativo con su «taza tras taza de café».

A continuación, Hanfstaengl describe el círculo más cercano de Hitler de aquella época, todos ellos participantes en los encuentros políticos y sociales de los lunes.

Aunque Hanfstaengl no sea la fuente más fidedigna, ya que de hecho durante una década perteneció al círculo de Hitler, por lo que puede ser tachado de nazi, con todos los intentos de justificación que ello conlleve, la descripción ofrece no obstante una imagen matizada de Hitler y sus adeptos, por el mero hecho de no ser uniforme. Precisamente lo que la descripción de Hanfstaengl tiene de matizada le confiere credibilidad, y también es lo que la hace interesante, tanto en lo que se refiere a la imagen de Hitler y su poder de atracción, que no puede haber sido sólo el del delincuente, tonto o descerebrado, sino que tuvo que deberse a algo más, de lo contrario, resulta impensable que pudiera arrastrar con él al precipicio a un pueblo entero. Era humano, su círculo de amigos y camaradas del partido también lo eran.

Eso no quiere decir que fueran buenos; también lo malo y violento lo es. Christian Weber, un bruto marchante de caballos que disfrutaba apaleando a comunistas, también tiene un lado bueno. Hanfstaengl escribe, por ejemplo, que el hombre se sentía halagado por ser invitado a casa de alguien de clase alta, lo que dice mucho de sus sentimientos de clase. Lo que quería ante todo era un buen trabajo y cierta decencia en su vida. Y Hanfstaengl escribe que el bruto de Weber tiene un conocimiento intuitivo del abismo sin fondo de la mente de Hitler; intuye de lo que será capaz ese hombre, al menos lo percibe alguien que tal vez por sí mismo sabe de lo que es capaz una persona, y cómo se manifiesta. Otro que lo intuye es Eckart, el mentor de Hitler, que «ya había empezado a arrepentirse de ello». ¿Por qué? Y luego Drexler, el sindicalista al que disgusta esa violencia que se extiende cada vez más. Todos los que acompañan a Hitler los lunes por la noche están armados. El propio Hitler lleva la pistola en el bolsillo de la chaqueta del traje, incluso cuando pronuncia sus discursos. Esas noches son extrañas, precisamente por la mezcla de gente humilde decente y fanáticos sin límites, uno de los cuales quizá esté relacionado con el asesinato político en la República de Weimar con las máximas consecuencias: la ejecución del ministro Rathenau. Hitler se encuentra en el centro del grupo. Es capaz de silbar sinfonías enteras mientras las dirige en el aire, no se atreve a acercarse a ninguna mujer de su edad, le gustan las tartas y todo lo dulce, posee la Cruz de Hierro de Primera Clase por su valentía en la guerra, lleva una vida casi bohemia en la sombra, en un piso humilde, no acude nunca a las citas, es a menudo visto en los salones de exposición de los vendedores de coches, y cuando está con otras personas, habla sin parar. No tolera que otros dominen las situaciones en las que él toma parte, antes prefiere mentir para volver a estar en el centro, es un pedante, lleva zapatillas dentro de casa, se le da bien parodiar a la gente, sobre todo a la mujer de Göring, de quien suele dar una versión cómica, pero acertada, de su acento sueco, también sabe imitar los ataques de ira de Max Amann, y a Quirin Diesl atacando a sus adversarios políticos, pero su número estrella es el del nacionalista, semiacadémico, políticamente consciente, que farfulla sin parar sobre la espada de Sigfrido y el águila alemana de una manera pomposa e insoportable, escribe Hanfstaengl, y añade que también se aprendió de memoria un horrible poema que le escribió un admirador, con innumerables medio rimas en -itler, que recitaba con pasión, haciendo que a su audiencia se le saltaran las lágrimas. Hitler se registra en los hoteles como «escritor», no tiene ojos para la naturaleza, nunca lee novelas, admira a Cromwell, pero sobre todo a Federico el Grande, se siente atraído por la muerte, idealiza la guerra, escribe poemas sobre su madre, odia a los judíos y todo lo judío, le interesa la eugenesia y lee todo lo que encuentra sobre biología racial, no ha leído nunca a Nietzsche, pero mantiene que su prosa es la más hermosa que existe en alemán, por otro lado ha leído mucho a Fichte y Schopenhauer, y su obra favorita de la pintura es Leda y el cisne. Ése es el hombre que las noches de los lunes se sienta en el Café Neumaier, rodeado de compañeros de partido y partidarios, con una pistola en el bolsillo y una tropa militarizada de hombres jóvenes que apalean a comunistas y otros adversarios de pensamiento. Escribe una carta en la que opina que hay que eliminar a los judíos, y habla en contra de ellos en todos sus discursos. Es una postura que comparte con muchos, más extendida entre las clases bajas; las personas que se encuentran más arriba en la sociedad, donde suele estar el poder, la consideran algo impropio y vulgar, una violación de una norma que ante todo es estética o clasista. Thomas Mann, que se encuentra en la misma ciudad, quizá a sólo unas calles de distancia del Café Neumaier, no odia a los judíos, sería para él algo impensable. Da la bienvenida a la guerra, su sangre representaba lo verdadero y lo esencial, lo contrario de lo no verdadero y no esencial de la civilización, también ése es un punto de vista extremo en nuestro tiempo, pero no obstante dentro de lo aceptable, sobre todo porque se retractó después de la guerra. Pero allí estaban, Hitler y Mann en la misma ciudad, al mismo tiempo. ¿Es Hitler más malvado que Mann? ¿Cuando ninguno de los dos ha cometido ninguna maldad? ¿Qué es la maldad? ¿El antisemitismo? ¿Qué fue lo que hizo que Mann no fuera antisemita y Hitler sí? ¿La buena educación? ¿El antisemitismo es una cuestión de clases? ¿O es una cuestión de decencia personal, es decir, una diferencia individual de calidad en las distintas personas? El nazismo vino sin duda desde el fondo, Drexler era herrero de grueso y sindicalista, Weber era marchante de caballos, casi todos los demás procedían, como Hitler, de la parte más baja de la clase media, es decir, la capa de funcionarios y oficinistas, y todos habían fracasado o de alguna manera habían sido marginados. La excepción era Eckart, pero él es un disidente, porque no puede haber habido muchos poetas morfinómanos y antisemitas, mientras que personas como Rosenberg, y más tarde Himmler y Goebbels, son fanáticos. Los partidarios, los matrimonios de mediana edad, también pertenecían a la clase obrera y la parte baja de la clase media, es decir, aquellos que carecían de recursos y a los que la crisis de Alemania golpeó con más dureza. Se llevaban parte de la cena al restaurante. Ése es el ambiente que rodeaba a Hitler en 1922, antes de que diera el paso decisivo hacia arriba y se hiciera un nombre en todo el país. El solo hecho de que Truman Smith fuera enviado para entrevistarse con él y que Hanfstaengl se uniera al círculo más íntimo muestra que el movimiento ya estaba en marcha. Se manifiestan ya todos los signos de lo que ocurriría más tarde. En Hitler, que resulta ser un gran orador de masas, pero que también tuvo que mostrar aspectos de sí mismo entendidos como aterradores, según escribe Hanfstaengl; en Drexler, que exige decencia, en Hanfstaengl, que desea recuperar el reino alemán fuerte y estable, y en Rosenberg, que con sus antecedentes estonios odia a Rusia, y cuyo antisemitismo oriental, según Sebastian Haffner, tenía expresiones mucho más crudas y violentas que el occidental, y en las parejas anónimas de mediana edad de las clases medias bajas. Sobre este círculo escribe Toland:

Así eran los hombres del entorno de Hitler. El movimiento atravesó todas las clases sociales, de tal modo que toda clase de personas fueron atraídas por él: el intelectual, el luchador callejero, el fanático, el idealista, el gamberro, el mercenario, el hombre de principios y el que no tenía principios, obreros y gente de la nobleza. Había almas delicadas y amables, otras crueles, brutales; bribones y hombres que querían el bien; escritores, pintores, jornaleros, tenderos, dentistas, estudiantes, soldados y sacerdotes. Su atracción llegaba lejos, y fue lo bastante tolerante para aceptar a un drogadicto como Eckart o a un homosexual como el capitán Röhm.

Hitler no subestimó nunca a ningún partidario, con independencia de lo modesto y pobre que fuera, escribe Toland, abrió los nuevos locales del partido a los adeptos agotados y en paro, y a miembros del mismo que necesitaban resguardarse del frío. A la vez tenía la vista puesta en las alturas, fue a ver a varios magnates industriales que simpatizaban con el movimiento para pedirles apoyo económico, y Hanfstaengl lo introdujo en la vida social de las clases altas. Le presentó a William Bayard Hale, que fue compañero de estudios del presidente Wilson en Princeton, y que entonces era corresponsal jefe de los periódicos Hearst, al artista Wilhelm Funk, que tenía un salón frecuentado por gente como el príncipe Henckel von Donnersmarck y otros adinerados hombres de negocios nacionalistas, escribe Hanfstaengl, que nunca esconde su atracción por la nobleza y la fama; también se lleva a Hitler de visita a casa de la familia de Fritz-August von Kaulbach, interesados en el arte, por lo que Hanfstaengl esperaba que se cayeran bien, y que Hitler se dejara influenciar por la buena educación de la familia. Le presentó también a los Bruckmann, propietarios de una importante editorial de Múnich, que editaba, entre otros, a Chamberlain, el conocido antisemita. Elsa Bruckmann, exprincesa de Cantacuzéne, se convirtió en una de las protectoras de Hitler, pero cuando ella empieza a ocuparse también de Rosenberg, Hanfstaengl corta la relación, porque le parece indigno que una mujer de «una familia que ha estado en contacto con Nietzsche, Rainer Maria Rilke y Spengler» abra sus puertas a un charlatán como Rosenberg.

Hitler se muestra algo ingenuo y asombrado en esos ambientes, escribe Hanfstaengl, sobre todo después de una cena con la familia Bechstein, el fabricante de pianos, en la que Hitler se encuentra incómodo entre tanto lujo, vestido con su traje azul de siempre, un poco estrecho. La señora Bechstein le aconseja que se compre un esmoquin y zapatos de cuero hechos a manos. Él sigue su consejo, pero se pone muy pocas veces el esmoquin, aunque sí los zapatos, que durante una época no se quita nunca, tras ser advertido del efecto que podría tener que el líder de un partido obrero apareciera vestido como alguien de clase alta.

Tanto la señora Bechstein como la señora Bruchmann muestran por Hitler una preocupación maternal, y Hanfstaengl menciona a alguna otra mujer de esas características en la vida de Hitler, de la edad que habría tenido su madre y por las que al parecer se siente atraído, seguramente tanto porque son maternales y atentas como porque son inofensivas en el sentido sexual. Él no conoce a ninguna otra mujer, no tiene ninguna relación, escribe Hanfstaengl, y ninguna vida sexual. Se siente fascinado por ciertas mujeres, se enamora de alguna de ellas, por ejemplo de la mujer de Hanfstaengl, pero de una manera platónica y no vinculante.

Algo que descubrí muy pronto fue la ausencia de un factor esencial en la existencia de Hitler. No tenía una vida sexual normal. He mencionado que se fue enamorando de mi mujer, algo que expresaba mediante flores y besos en la mano, y un brillo de admiración en los ojos. Ella sería seguramente la primera mujer hermosa de buena familia que había conocido, pero de algún modo nunca se tenía la impresión de que la atracción fuera física. Eso se debía en parte a su extraordinaria capacidad de puesta en escena y en parte a complejos ocultos, además de a una insuficiencia patológica que podía ser innata o podía tener su origen en una infección sifilítica en sus tiempos de juventud en Viena.

Hablo ahora por lo que he sabido más tarde. En ese momento no conocía los detalles y sólo podía intuir que algo iba mal. Allí estaba ese hombre con un almacenamiento volcánico de energía nerviosa, sin ninguna válvula de escape aparente, excepto sus actuaciones casi paranormales en la tribuna. La mayor parte de sus amigas y conocidas eran de carácter maternal.

La señora Bruckmann y la señora Bechstein. Había otra amiga de unos sesenta años, a la que conocí, una tal Carola Hoffmann. Era una maestra jubilada, y tenía una pequeña casa en Solln, un suburbio de Múnich, que Hitler y sus allegados empleaban como una especie de segundo cuartel general, donde la buena señora hacía las veces de madre y le atiborraba de pasteles.

Luego estaba su furia cuando Kubizek lo llevó al barrio de la prostitución de Viena, no sin deseo entremezclado, aparentemente tan atemorizador como atractivo, su rechazo absoluto ante cualquier alusión a burdeles y chicas francesas en las trincheras, su largo enamoramiento a distancia de Stefanie, de Linz, con quien nunca se atrevió a mantener contacto, sus retahílas sobre la decadencia sexual de la época, su abstinencia de la masturbación, su repulsa ante bacilos y contaminación de cualquier tipo, su preocupación por la higiene corporal y moral, por no decir su mojigatería. En la fila de abajo de la estantería de su casa tenía libros de naturaleza medio pornográfica, escribe Hanfstaengl, y de eso se trata, de lo femenino como algo puro, lo femenino como imagen, algo que puede admirar y con lo que puede soñar, siempre que lo admirado se encuentre a distancia, pero que se vuelve sumamente amenazador en cuanto se acerca demasiado a su mundo como una realidad física. Tiene un exacerbado miedo a lo íntimo, en lo que también se incluye el miedo sexual, no soporta lo corporal ni lo físico, lo cercano. La mujer como «eso», es decir, lo bello en sus sueños, pero no la mujer como «tú», en su esfera íntima. Todas las mujeres con las que tuvo alguna relación —y no fueron muchas— tenían en común que eran mucho más jóvenes que él, rozando la minoría de edad. Una con la que galanteó de ese modo fue Maria Reiter. Las conoció a ella y a su hermana en 1926, justo después de la edición de Mi lucha. Maria era muy joven, y se conocieron en un parque acompañados de sus respectivos perros. Charlaron durante una hora. Hitler las invitó a uno de sus discursos en una reunión a puerta cerrada, miró repetidas veces a Maria mientras hablaba, luego la acompañó a su casa, le rodeó los hombros con los brazos y quiso apretarla contra él cuando los perros se atacaron entre ellos, entonces Hitler, en un ataque de ira repentino, pegó a su perro con la fusta que en esa época llevaba siempre encima. Se volvieron a ver en varias ocasiones, escribe Liljegren; Hitler le pidió que lo llamara Wolf, él a ella la llamaba Mizzi. Visitaron juntos la tumba de la madre de ella, iban de pícnic y hacían excursiones en coche. Hitler tenía treinta y siete años, ella dieciséis. Ella cuenta que él la besó una vez. Para su cumpleaños le regaló una pulsera y los dos volúmenes de Mi lucha encuadernados en piel roja, con la dedicatoria: «Lee los libros y me entenderás.» Al padre de la joven, un socialdemócrata, no le gustaba que su hija mantuviera una relación con el líder de los nazis. Hitler escribió al respecto en una carta a la joven:

Aunque a veces los padres no entienden a sus hijos cuando éstos crecen, no sólo en años, sino también emocionalmente, suelen actuar no obstante con buenos propósitos. ¡Aunque tu amor me hace feliz, te ruego de corazón que ames también a tu padre!

Alrededor de un año después, Hitler empezó a perder interés por la joven Maria, y cuando ésta descubrió que él había pasado una noche en su piso de Múnich y no la había llamado, intentó ahogarse con una cuerda de tender, pero fue salvada por su cuñado, según Liljegren. La relación era al parecer platónica, al igual que la relación que mantuvo unos años más tarde con su sobrina Geli, de la que su hermana Angela estaba embarazada en el entierro de la madre de ambos.

Geli tenía diecinueve años cuando se fue a estudiar a Múnich, se enamoró del chófer de Hitler, Maurice, y se comprometieron, lo que enfureció a su tío. En una carta a Maurice, Geli escribió no obstante «de todos modos nos veremos a menudo e incluso a solas, me lo ha prometido el tío A. Es majo». Pero el chófer, que llevaba con Hitler desde 1921, y era una especie de vigilante personal y hombre para todo, fue despedido. Él diría después que Hitler «la amaba, pero era un amor muy extraño, que no quería reconocer». El propio Hitler dijo en una ocasión posterior: «No creo que haya nada más agradable que educar a una joven; una muchacha de dieciocho o diecinueve años es moldeable como la cera.» Cuando en 1929 Hitler se mudó a un piso más grande, Geli se fue con él. Él la mimaba, la joven conseguía todo lo que pedía, excepto libertad. Si quería salir tenía que ser con escolta, y no se veía nunca con jóvenes de su edad, sólo con los camaradas de partido de Hitler. Tras dos años así, ella se quitó la vida. Hitler se dirigía a Bayreuth cuando la joven se pegó un tiro en su habitación con la pistola de su tío. Durante el interrogatorio policial, Hitler dijo que habían discutido antes de marcharse, porque ella quería ir a Viena a estudiar con un pedagogo de canto. Hitler se había negado, pero la joven estaba tranquila cuando se despidieron. La criada, Anni Winter, sostuvo por su parte que Geli había encontrado una carta en el bolsillo de la chaqueta de Hitler cuando habían limpiado su habitación antes ese mismo día. La carta era de otra joven de aspecto inocente a quien él había empezado a cortejar. Tenía dieciocho años, también ella acabaría suicidándose.

 

Cuando Hanfstaengl conoció a Hitler, éste no tenía ninguna relación; resulta imposible saber si eso significaba que era impotente, que es la conclusión de Hanfstaengl, aunque hay muchos indicios de que la sexualidad no le interesaba o la temía. La mujer de Hanfstaengl lo calificaba de asexual; eso dice algo de su carisma, su cortejo era una pantomima sin relación con el cuerpo, era la imagen de un cortejo, una imagen del deseo, no el deseo en sí, que estaba completamente retenido, es decir, reprimido. También hay algo femenino en Hitler, eso se aprecia en las grabaciones de sus discursos, la gesticulación es muchas veces directamente femenina, como también lo es la manera de apartarse el flequillo de la cara, su cuerpo es flaco y poco viril, y la voz está muchas veces en la parte más aguda del registro. Al mismo tiempo, al principio buscó su sitio en un ambiente típicamente masculino, y siempre se rodeaba de complementos masculinos, fusta, pistola, pastor alemán, botas y uniformes militares, lo que no es muy extraño, porque un ambiente de hombres, como el militar, no es intimidante, está basado en la distancia, centrado en torno a la acción y el manejo de objetos, libre de abrazos, toques y confesiones, lo que era perfecto para Hitler, ya que en él podía estar con otras personas sin tener que ser tocado por ellas, ni física ni sentimentalmente. Su gran sensibilidad, a la que se abría casi exclusivamente en su fascinación ilimitada e incansable por Wagner, también formaba parte de lo femenino en él, bueno, en realidad toda su pasión por el arte; estar pintando acuarelas en el frente en momentos de tranquilidad no era exactamente algo típico de soldados duros.

La mujer de Hanfstaengl señaló algo que los dos entendían como extraño en Hitler al decir: «Putzi, te digo que es asexual.» La palabra que usó fue neuter, es decir, neutro. Hanfstaengl sigue especulando sobre el tema y comenta «cuántos» hombres homosexuales había en el círculo más próximo a Hitler —eran tres o cuatro—, entre los que se encontraba Röhm, que había mostrado «un interés normal» por las mujeres durante la guerra, y que hasta finales de la década de los veinte no fue reconocido como homosexual, y escribe Hanfstaengl:

Pero aunque él [Röhm] todavía no era un perverso activo, había bastantes a su alrededor. Heines y uno o dos otros líderes patrióticos de la organización se hicieron famosos por sus gustos en ese sentido. Y cuando me paré a pensar en mi primer contacto con un agente nazi de reclutamiento, me di cuenta de que había demasiados hombres de esa clase en torno a Hitler.

Partes de esa zona límite que constituía la naturaleza sexual de Hitler que poco a poco empezaron a preocuparme se debían a que, por decirlo suavemente, no sentía ninguna aversión abierta por los homosexuales.

Este enunciado es interesante por varias razones. Por una parte, muestra la problemática relación de Hanfstaengl con la homosexualidad —ciertamente prohibida cuando él escribió su libro en los años cincuenta, pero expresiones como «perverso activo» y los términos con los que se refiere a ellos en la siguiente frase, «extremistas fanáticos de pervertidos sexuales», están llenos de repulsa— y, por otra, la postura nada problemática que Hitler adoptó ante ellos. A Hanfstaengl le extraña que Hitler no reaccione con la misma energía que él. Al contrario, a Hitler le interesa tener en sus filas a hombres sin familia, ya que pueden dedicarse plenamente a la lucha. ¿Significa esto que Hitler es homosexual, o sólo que es sexualmente indiferente? Hanfstaengl tiene razón en que resulta llamativo, porque la actitud de Hitler es por lo demás de pequeñoburgués total, reacciona con odio hacia toda desviación de esa moral, a todo el que la sobrepasa lo considera enemigo, pero, como hemos visto, no en lo relativo a esa desviación en su época tan reprobada que también era vista como lo contrario de lo viril, un ideal que Hitler por lo demás siempre destacaba. Probablemente adoptó esa postura porque no le concernía a él; el miedo o la repulsa hacia todos los demás excesos, en especial todo lo relacionado con la promiscuidad, tenía que ver con él mismo y su propia vida sentimental, como esa unión que establece entre lo judío y lo sexual en Mi lucha, cuando escribe:

El joven judío de pelo oscuro observa, durante horas, con un placer satánico, a la muchacha inocente que él ensuciará con su sangre, robándola a su raza.

Mientras que Hanfstaengl no quiere saber nada de homosexuales y Hitler los acepta en sus filas, la situación se invierte cuando se trata de la cuestión judía, ya que Hanfstaengl opina que el antisemitismo es repulsivo y está insosteniblemente lleno de prejuicios, y Hitler es un fanático antisemita, pero la relación no es uniforme, porque Hanfstaengl justifica el desprecio que siente hacia los antisemitas más destacados del partido diciendo que son «medio judíos».

 

Hitler constituye una figura profundamente discordante cuando en 1922 se pasea por las calles de Múnich con su abrigo y sombrero negros, siempre con su pistola Walther en el bolsillo y una fusta en la mano, por regla general con su pastor alemán a un lado y el guardaespaldas Ulrich Graf al otro, lleno de odio hacia los judíos, miedo a las mujeres y una añoranza de lo sencillo. Esto último no era algo propio sólo de él, sino un rasgo de la época, como si de repente hubiera sido sobrecogida por la complejidad y la falta de visión de futuro.

Esa disolución de las normas ante la que con tanta fuerza reacciona en sus discursos y en Mi lucha no es, claro está, algo que sólo tiene lugar ahí fuera, en la cultura como unidad, sino también dentro de él. Hay un abismo entre su vida interior y su conducta exterior, y las explicaciones racionales que ofrece de sus opiniones y actos estarán sin duda presionadas por otros motivos infundados pero no insensibles.

 

El gran tema de la República de Weimar, la enajenación, fue estudiado y descrito desde todos los ángulos, tanto a la derecha como a la izquierda, y no era sólo Hitler el que tenía la idea de la vida como una lucha. Walther Rathenau, el ministro judío socialdemócrata de Weimar que fue asesinado por un grupo de extrema derecha en 1922, escribió en 1912 sobre la humanidad que

construye casas, palacios y ciudades, construye fábricas y depósitos. Construye carreteras, puentes, ferrocarriles, tranvías, barcos y canales, empresas de suministro de agua, gas y centrales eléctricas, líneas telegráficas, líneas de alta tensión y cables, máquinas e instalaciones de caldeo […]

¿Para qué sirven, pues, estas inauditas construcciones? En su mayor parte sirven directamente a la producción. En parte sirven al transporte y comercio, es decir, indirectamente a la producción; en parte, a la administración, a la vivienda y a la sanidad, es decir, al arte, a la técnica, a la enseñanza, al descanso, es decir, indirectamente… también a la producción.

El trabajo ya no es una función de la vida, ya no es una adaptación del cuerpo y del alma a las fuerzas naturales, sino que es mucho más, una función extraña al objetivo de la vida, una adaptación del cuerpo y del alma al mecanismo […]

El trabajo ya no es un combate con la naturaleza, es una lucha con hombres. Pero la lucha política privada es el negocio más caprichoso que hace menos de dos siglos realizaba y protegía un puñado de hombres de Estado, el arte de descubrir intereses ajenos y hacerlos útiles a los propios, de supervisar la situación general, de interpretar la voluntad de la época, de negociar, aliar, aislar y golpear. Actualmente, este arte no sólo es indispensable para el financiero, sino, en la correspondiente proporción, para el tendero. La profesión mecanizada forma para político.

Es Peter Sloterdijk el que cita así a Rathenau en su libro Crítica de la razón cínica. El análisis de Rathenau ofrece al ser humano dos posibilidades: o se deja absorber por la producción, convirtiéndose en parte de ella, equiparado a sus máquinas y cadenas de montaje, o se eleva a sí mismo y a su individualidad, pero en ese caso mediante los métodos económicos y políticos del sistema, que de esa manera son bajados de la estructura superior a la esfera del individuo. Mediante esa relación entre lo local y lo global que crean la nueva producción y el comercio mundial, cien años después de que Rathenau escribiera eso hemos aprendido a imponernos, o mejor dicho, ya es nuestra vida, en ese extraño juego de individualidad y consumo en masa en el que vivimos. El problema de autenticidad, que en la época que va del anterior cambio de siglo al colapso de Alemania en 1945 era tan precario, lo hemos solucionado ya con una grandiosa e inmediata maniobra, una demostración de pragmatismo que precisamente las dos guerras hicieron posible. Cada uno de nosotros vivimos como si fuéramos nuestros propios hombres de Estado, en medio del mundo, donde todo lo que opinamos y pensamos tiene el mayor de los pesos, completamente indiferentes a que todos los demás piensen lo mismo. El tremendo culto a lo individual que tiene lugar en medio de una cultura que crea más igualdad que nunca es una respuesta a los problemas que aparecieron por primera vez hacia finales del siglo XIX y que también entonces fueron entendidos como nuevos. Simplemente cerramos los ojos ante la posibilidad de que hubiera alguna incompatibilidad entre la idea omnipresente de la originalidad única del uno y la acusada igualdad entre todo el mundo. En los años veinte, la igualdad entre todos era una distopía. Por todas partes en la cultura se expresaba la amenaza del hombre masa, en forma de rostros como máscaras y cuerpos uniformados, rodeados de enormes ruedas dentadas y máquinas golpeando en un mundo en el que toda individualidad había sido borrada.

Rathenau:

El intelecto, todavía temblando tras las emociones del día, insiste en estar en movimiento y experimentar otra lucha de impresiones, a condición de que estas impresiones sean más ardientes y ácidas que las anteriores… Surge un pasatiempos sensacional, rápido, banal, pomposo, falso y envenenado. Estos placeres se acercan a la desesperación. El derroche de kilómetros del coche es una imagen gráfica de la deformada manera de usar la naturaleza…

Pero incluso en estas locuras y estímulos exagerados hay algo mecánico. El ser humano, vigilante de las máquinas a la vez que máquina él mismo, en el mecanismo global, en una creciente tensión y calentamiento, ha entregado su cantidad de energía al volante de la actividad mundial.

La guerra que llegó dos años después de que Rathenau escribiera esto condujo a una mayor presión sobra la idea del yo único, pues fue una catástrofe para el uno individual, ya que aquello por lo que podía afirmarse a sí mismo, es decir, el heroísmo, se volvió imposible debido a la mecanización de las armas; el heroísmo, el ingenio, la astucia bélica, la rapidez no tenían ningún valor frente a las ametralladoras durante la lluvia de bombas; la muerte era arbitraria, sus fuerzas no se dejaban manipular, la muerte heroica se convirtió en muertes en masa. La guerra era una guerra de máquinas, el ser humano un aparato entre otros aparatos. En 1932 Jünger describió una sociedad en la que todos eran obreros, todos estaban subordinados a las máquinas en un mundo sin fronteras, sin individualidad, sólo movimiento y dinámica, cuerpos y máquinas; la vida en el Estado total. De una manera extraña y paradójica es justo hacia un mundo de estas características hacia el que se encaminan Hitler y su movimiento, que empieza a propagarse en 1921 y 1922. Es curioso, porque es justo la desindividualización lo que Hitler teme en el marxismo y el capitalismo, y lo que en su opinión ha causado la decadencia de la cultura y el caos de la sociedad.

El que viva esta decadencia con tanta intensidad significa que ya no hay correspondencia entre su sentimiento de cómo debe ser y cómo es. Si esta correspondencia tiene lugar, la moral interior da sentido a lo exterior de una manera tan compacta que se entiende como algo natural, y los actos y sucesos exteriores dan sentido a lo interior. Si no existe correspondencia, hay que crearla a cualquier precio, ya que representa una amenaza directa contra la identidad, es decir, la relación entre el yo y el nosotros.

Hitler es sin duda una persona dañada, probablemente por un proceso que empezó ya en su infancia, y que debido a una dinámica inherente fue reforzado en la juventud y algo después, pero lo que está dañado, es decir, la capacidad de acercarse a otro ser humano, la capacidad de sentir con otro ser humano, es decir, de verse a sí mismo en ellos y a ellos en ellos mismos, lo sitúa fuera de sí mismo, enajenado de su propia vida sentimental, es decir, que se ha abierto una brecha infranqueable entre los sentimientos y la comprensión de los mismos, dejándolo fuera de la sociedad.

Había una lesión en el tiempo, y varios de los que la padecían se convirtieron en artistas, porque en el arte se podía traspasar la brecha. Hitler lo intentó, no recibió ninguna confirmación, no era lo bastante fuerte ni dotado para superar la resistencia, y habría desaparecido en la gran nada de no haber sido porque en parte traspasó su propio yo en la Primera Guerra Mundial y luego en la política, en la que desde el principio fue reforzado y promocionado, ya que cubría una necesidad. Cuando los sentimientos están cortados de raíz, lo interior es caótico, se busca el orden, reglas y límites. El orden, las reglas y los límites que Hitler conocía eran los de su infancia, con los que se había criado, los que regían para la pequeña burguesía de Linz, pero ése era, en parte, un mundo que odiaba desde que a los dieciséis años empezó a vestirse de bohemio y artista, y, en parte, un mundo a punto de desaparecer, cuya moral y normas no regían para lo que veía y experimentaba en Viena y Múnich, ciudades que estaban marcadas en mucho mayor grado por los nuevos tiempos y sus enormes problemas sociales. Esa confusión que despierta todo lo radicalmente nuevo era en él enorme, y no tenía ninguna vía de escape, tampoco la que ofrece lo social, él leía y pensaba, esforzándose por establecer alguna forma de conexión entre él mismo y ese mundo en el que vivía, enardecido por el odio hacia los excesos de una moral que en el fondo era la expresión de una forma de sociedad y concepción de la vida que odiaba. Se imponía a sí mismo toda clase de prohibiciones, era un asceta y un renegado de la vida, se pasaba largas temporadas deprimido y otras lleno de unas maniáticas ganas de actividad, sólo daba salida al arte, a los sueños y a lo ideal antes de llegar por primera vez a un lugar donde podría descargar todo lo que llevaba dentro, el ejército, que conlleva una simplificación radical de la vida.

La organización que ayudó a construir en Múnich en los años veinte, con sus tropas de lucha, uniformes y armas, era una prolongación de lo militar, y la política que él representaba, con sus fuertes imágenes de odio y gran agresión, era una prolongación de la guerra con otros medios. El que fuera capaz de despertar las pasiones de cientos de miles, por no decir millones de personas, nos resulta incomprensible, porque leemos los argumentos y vemos los peligros, la estupidez y la misantropía en ellos, pero él no se ganó a la gente con argumentos, sino justo por ese abismo que atravesaba su alma, o por lo que generó en él, porque lo que él expresaba con ello, su caos interior y su deseo de que cesara, se encontraba en una relación curiosamente simétrica con el caos interior de la sociedad y su deseo de que cesara. La caótica alma de Hitler buscaba sus límites, la moral de su ciudad natal y el orden de lo militar, es decir, lo pequeñoburgués y lo prusiano o lo guillerminista, ambas magnitudes del pasado, en las que casi todo el mundo buscaba refugio en los años de miseria de Weimar, pero lo especial de Hitler era esa llama que encendía en todos los que escuchaban sus discursos, esa enorme capacidad de crear una comunidad en la que poder dar rienda suelta a todo su registro interior, esa reserva de sentimientos encerrados y deseos reprimidos, y acompañar lo que estaba diciendo con una intensidad y fuerza de convicción tan fuertes que todos querían estar allí, dentro del odio por un lado, la esperanza y la utopía por el otro, el futuro deslumbrante, casi sagrado, que se podía alcanzar si lo seguían a él y su palabra.

Hitler fue el gran simplificador, lo que se correspondería con sus añoranzas y deseos, pero también tuvo ante ello una actitud cínica, en el sentido de que lo utilizaba como un concepto básico retórico y no sólo defendía la simplificación a través de su convencimiento político, sino que en sus discursos también atacaba lo sofisticado y lo complicado. A Hanfstaengl casi le presentó sus disculpas sobre ese asunto. En 1922, volviendo una noche del Café Neumaier a su casa, le dijo:

Señor Hanfstaengl, no debe sentirse decepcionado si en estas conversaciones nocturnas me limito a tratar temas relativamente sencillos. La agitación política tiene que ser primitiva. Ése es el problema de todos los demás partidos. Se han vuelto demasiado profesionales, demasiado académicos. El hombre de la calle no consigue seguir su discurso, y antes o después cae víctima de los métodos sin sentido de la propaganda comunista.

Hanfstaengl veía su papel ante Hitler como el que lo salvó de Rosenberg y los fanáticos antisemitas, y como quien le proporcionaba unas perspectivas internacionales más amplias que ese provincialismo que él y sus camaradas representaban. Creía que el radicalismo político y la brutalidad estaban relacionados con la falta de formación y educación, y que desaparecerían cuando se relacionara con los círculos de las capas altas de la sociedad, como los industriales a los que le presentaba, cuyo conservadurismo era semejante al del propio Hanfstaengl, que no entraba más en lo utópico que aquella sociedad en la que habían vivido sus padres o abuelos. Pensaban que podían usar a Hitler, y con su ayuda llegar a las profundidades del pueblo, sin darse cuenta de que era incorregible, un utopista revolucionario y un racista fanático. Se pensaba que esto último, que en la práctica significaba antisemitismo, se iría moderando conforme aumentaran su poder e influencia. Hitler escuchaba a Hanfstaengl y lo necesitaba, pero no hacía caso a lo que le decía. Si por ejemplo hablaba de la importancia de una futura alianza entre Estados Unidos y Alemania, u otras cuestiones de política exterior, Hitler desviaba siempre la cuestión hacia Clausewitz, Moltke y el emperador Guillermo. La Europa de antes de la guerra era el marco de referencia de Hitler, no se cuestionaba si en el poder él declararía la guerra, sólo cuándo, así era ya en 1922. Todo lo que ocurrió en la vida de Hitler después de la Primera Guerra Mundial fue una repetición de lo que había ocurrido en su vida antes de ella, solo que a mayor escala y en la realidad, y su única meta, a lo que conduciría todo, era una nueva guerra que finalizaría la anterior. Resulta casi increíble que realmente lo consiguiera, teniendo en cuenta su punto de partida en 1918. Pero precisamente por tener todas las probabilidades en contra, por ser un «desvalido», fue un factor importante, al menos durante los últimos años antes de convertirse en canciller, cuando en varios partidos políticos se tenía la fe de que lo más destructor para Hitler sería que tuviera poderes reales, así estaría políticamente muerto al cabo de poco tiempo, porque no era más que un charlatán, un embustero, un simple pequeñoburgués. Y claro que es extraño. Que precisamente él, que no conoce sus propios sentimientos más que como algo que fluye por su cuerpo, cegando u oscureciendo su alma y su ser, se convierta en el rey de los sentimientos alemanes.

 

Hitler tardaba entre cuatro y seis horas en escribir un discurso, que comprimía en diez hojas, con unas quince o veinte palabras escritas en cada una. Según Liljegren, cuando se acercaba la reunión, Hitler daba vueltas por la habitación repasando el discurso en la cabeza. Cada cierto tiempo hablaba por teléfono con alguna persona que se encontraba ya en el local y le preguntaba cuánta gente había y cómo estaba el ambiente, si había muchos adversarios, y en caso afirmativo, de qué clase. Daba constantemente órdenes de cómo manejar al público mientras lo esperaban. Media hora después de que se hubieran abierto las puertas, pedía su abrigo, su sombrero y su fusta, se metía en el coche y se dirigía al local de la reunión en compañía de su chófer y su guardaespaldas. En el estrado colocaba el montón de hojas con las anotaciones en una mesa a la izquierda, y tras leerlas, las iba dejando en otra mesa a la derecha. Llevaba la pistola en el bolsillo trasero. Después del discurso, que solía durar unas dos horas, sonaba el himno nacional. Hitler saludaba a diestro y siniestro, abandonaba el local mientras todavía sonaba la música, y solía estar ya sentado en su coche antes de que el himno hubiera acabado. Cuando el discurso tenía lugar fuera de Múnich, se iba directamente al hotel. Allí se daba un baño, se cambiaba de ropa, descansaba tumbado en el sofá, a veces mientras Hanfstaengl tocaba el piano, y con su séquito en la habitación de al lado. No tenía ningún contacto con nadie del público antes del discurso, ni tampoco después. Eran sólo él y todos.

Hans Frank, por entonces un joven estudiante de Derecho, lo vio en 1919:

Lo primero que pensabas era que se trataba de un hombre que hablaba con sinceridad sobre lo que sentía, intentando no decir nada de lo que él mismo no estuviera absolutamente convencido… Sus palabras eran comprensibles incluso para los cerebros más confusos… e iba derecho al grano.

El Münchener Post informó sobre uno de sus discursos en 1920, escribe Toland, dejándose deleitar por sus imitaciones de los judíos:

Adolf Hitler se comportaba como un cómico, y su discurso fue como un número de vodevil […] Una cosa hay que reconocerle a Hitler, por la que merece reconocimiento, es que es el canalla más listo entre los enardecidos oradores de Múnich dedicados a esa clase de diabluras.

Kurt Lüdecke lo vio en 1922:

Mi sentido crítico se borró. Tenía a las masas, a mí incluido, hipnóticamente hechizadas mediante su fuerza pura de convicción. Su llamamiento a la virilidad alemana era como un grito de guerra, el evangelio que predicaba era una verdad sagrada. Actuaba como un nuevo Lutero […] Yo sentí una exaltación comparable sólo a una conversión religiosa. Me había encontrado a mí mismo, a mi líder y mi causa. A él le había dado mi alma.

Ir a la siguiente página

Report Page