Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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¿Qué era lo que despertaba tanto ardor en los discursos de Hitler? Era importante que se mostrara honesto y sincero, alguien que por fin decía lo que había, al contrario que otros políticos. La miseria era obvia, el descontento grande, al límite de la desesperación. Hitler dio una orientación al descontento. La vergüenza de Versalles, los delincuentes de noviembre, la conspiración mundial judío-comunista eran los tres puntos en los que centraba su odio y su rabia, y no era el único, claro que no, pero su talento consistía en sacar en sus oyentes ese odio y esa rabia de un modo que no parecía en absoluto manipulador, sino muy sincero y obvio, sin decir lo que no se podía decir, pero que todo el mundo sabía, y hacer que pareciera verdadero y obvio. Era algo esencial de su carisma como orador decir las cosas tal y como eran, y la confianza que de esa forma despertaba en sus oyentes, que cuando expresaban su entusiasmo por él expresaban al mismo tiempo entusiasmo por ellos mismos, esa unidad que en cierto modo creaba, era una fuerza inaudita con la que podía llevar a la gente casi a donde quería. Eso era poder. No limitado por leyes y reglas formales e informales, sino un poder real, revolucionario, que traspasaba lo legal. Eso es algo que seguramente él fue entendiendo poco a poco, porque, como escribe Sebastian Haffner, durante mucho tiempo se contentó con ser el orador del partido sin más, es decir, el que movilizaba a las masas, y la idea de que también podría ser el líder único del partido y del país —una idea con una larga prehistoria alemana— no se manifestó hasta en Mi lucha, y se hizo realidad con la refundación del partido, en 1925.

Pero igual de importante que lo que decía era la manera en que lo decía. El lenguaje que usaba era muy cercano al lenguaje del público. Hanfstaengl escribe que no se trataba de ninguna clase de jerga, excepto cuando la usaba para conseguir algo muy determinado, sino del tono de la época, el que brotaba del pueblo que lo rodeaba. Cuando por ejemplo describía los problemas de un ama de casa a la que no le llegaba el dinero para comprar comida para la familia en el Viktualienmarket, utilizaba exactamente las mismas frases y expresiones que ella habría empleado para describir el problema si hubiera sido capaz de formularlo, escribe Hanfstaengl.

El don de Hitler estaba en su capacidad de captar las voces, tonos y sociolectos, lo que emana de las personas y suena distinto de generación en generación. En eso se manifestaba su sensibilidad, en saber escuchar hasta encontrar las voces de su época, y expresarlas en un lenguaje adaptado al público que tenía delante, fueran estudiantes o trabajadores, por ejemplo. Además, era bueno improvisando, se callaba cuando alguien gritaba algo, a veces se cruzaba de brazos y respondía en un tono satírico que hacía reír al público. Estaba siempre dentro, expresaba siempre lo que había dentro, como desde el interior y con el lenguaje del interior, no de arriba abajo, como hacían otros políticos y oradores.

Aproximadamente una cuarta parte de sus oyentes eran mujeres, un hecho que él empleaba a su favor; a menudo era interrumpido por gritos de adversarios, y cuando buscaba apoyo para acallarlos y poner al público de su parte se dirigía casi siempre a ellas, desviando la atención hacia las dificultades de la vida cotidiana, lo cercano, como la escasez de comida u otros problemas que les afectaban muy de cerca y que en la década de los veinte eran propios de mujeres, y así, explica Hanfstaengl, recibía a menudo los primeros bravos de la velada, que rompían el hielo entre él y su público. Pero todo esto pertenece a lo retórico, a lo que dice y la manera en que lo dice, es decir, a la manera de dirigirse a su público; su talento para buscar hasta encontrar la voluntad del nosotros y aparecer como la voz de lo legítimo era ciertamente grande, pero no lo bastante para explicar del todo sus progresos, ni en esa época, cuando ya en 1920 habló delante de seis mil personas en Zirkus Krone, ni más adelante, cuando lo escuchaban estadios a rebosar. Más importante que lo que decía y la manera en que lo decía tenía que ser el que fuera él quien lo decía. Es decir, la presencia de su persona, lo que irradiaba, el llamado carisma.

 

El carisma es una de las dos grandes fuerzas trascendentales de lo social, la belleza es la otra. Son fuerzas de las que raramente hablamos, porque las dos irradian del propio individuo, no es algo que se pueda aprender u obtener, y en una democracia, en la que en un principio todos deben considerarse iguales, y en la que todas las relaciones han de ser justas, no pueden ser consideradas como un valor, aunque todo el mundo las conoce y sabe lo que significan. Además, relacionamos el valor de lo humano con lo que se crea, produce o formula, no con aquello que sólo es algo en sí mismo, es decir, lo que se crea, se produce o se formula es esencial, lo que sólo es resulta insignificante. En un aula de universidad la atención de los hombres no se centra en torno a la mujer que ofrece los mejores argumentos y que con conocimientos y simpatía habla de Adorno o de Beauvoir, sino en torno a la mujer más guapa, y lo mismo ocurre en todos los espacios donde se encuentran hombres y mujeres, calles y plazas, restaurantes y cafés, playas y pisos, colas de espera y compartimentos de tren; la belleza brilla más que ninguna otra cosa, deja a un lado todo lo demás, siempre es ella lo que se ve y lo que se busca, consciente o inconscientemente. En torno a este fenómeno reina el silencio, no lo reconocemos como un factor en lo social, sino que lo expulsamos con los mecanismos de expulsión sociales, llamándolo estúpido, inmaduro o no sofisticado, quizá incluso primitivo, a la vez que lo permitimos en lo comercial, en lo que nos rodea sin voz por donde vayamos: en todas partes hay personas bellas. Personas bellas en la televisión, personas bellas en las revistas, personas bellas en el cine, personas bellas en el teatro, personas bellas en la música pop, en la publicidad, bueno, todo el espacio público rebosa de caras y cuerpos bellos, que sin embargo no consideramos una magnitud significativa, no es una expresión de lo real, que es el yo interior. La belleza pertenece al cuerpo y al rostro, la expresión exterior del yo, como si se tratara de una máscara del yo, y lo que ésta tiene de inalterable e intratable, el que no sea algo elegido, sino algo determinado, es lo que la descalifica, porque después del nazismo no podemos conferir valor a lo innato del ser humano, ya que fue su división de lo humano en las categorías de lo innato lo que al final llevó a los nazis a la catástrofe extrema. Es decir, que le conferimos valor, pero en mudo. Es lo que ocurre con la relación entre lo individual y lo igual; esas magnitudes se excluyen la una a la otra, pero sólo si se traza la relación entre ellas, así que no la trazamos. Es como si viviéramos en dos culturas distintas que existen paralelamente. Una es la comercial, en la que todo es superficie, rostro, belleza exterior, uniformidad, igualdad, magnitudes que entendemos como no reales, valores engañosos, algo que existe para entretener; la otra es la social, que consta de individuos únicos, belleza interior, cualidades alterables, desigualdad, todas las magnitudes que entendemos como reales. Nos perdemos soñando con el mundo no verdadero, vivimos en el verdadero. El que el mundo no verdadero predomine cada vez más, y pronto sea el único mundo en el que vivamos, es la razón de esa gran sed de realidad que está empezando a emerger en la cultura a nuestro alrededor. Pero ¿qué es real sino el cuerpo? ¿Y qué es el cuerpo sino biología? Entonces nos encontramos dentro del reino de lo establecido, y en esa dirección se extendió la añoranza en la época de Weimar, que apareció por primera vez antes de la Primera Guerra Mundial, cuando la presión de lo no real, las numerosas expresiones nuevas y cada vez más mecanizadas de la civilización fueron desplazadas por lo real, lo establecido, es decir, el cuerpo, la sangre, la hierba, la muerte.

Lo carismático, que se asemeja a la belleza en que no se puede aprender ni obtener, por mucho que uno se esfuerce en ensayar o entrenar, rebasa la simple dicotomía entre el yo interior y el yo exterior, y entre lo biológico y lo cultural en lo humano, y puede tener tanta fuerza que en algunos casos llega a relegar todas las demás categorías, es decir, a disolverlas.

La persona carismática es el ser realmente único, el ser absolutamente inimitable, no en virtud de su aspecto, no en virtud de su inteligencia, no en virtud de su capacidad de argumentar, sino simplemente en virtud de su presencia, dejando en evidencia lo no único, es decir, la ordinariez de todos los demás. ¿Cuál es entonces el valor de lo carismático? ¿Por qué nos atrae tanto? Si una mujer carismática hubiera estado sentada al lado de la que hablaba sobre Adorno y Beauvoir y de la que era tan espectacularmente bella, la atención de todos los hombres se habría centrado en torno a la carismática, y no sólo la atención de los hombres, también la de las mujeres. El carisma es una cualidad inusual, y resulta casi imposible explicar en qué consiste, pero cuando uno se topa con él, siempre lo reconoce. Si lo veo en una mujer, la deseo. Si lo veo en un hombre, lo deseo a él también de una forma parecida, pero no idéntica, porque lo que puede despertar en mí un hombre carismático puede ser un deseo de estar allí, en su cercanía, y de subordinarme a él. Hay un elemento de ternura en esos sentimientos, porque hay un elemento de no debilidad, no, ésa no es la palabra, tal vez de desprotección, en esa irradiación carismática. El deseo de proximidad, ternura, sumisión son sentimientos directos y fuertes. Pero yo no puedo aceptarlos, no puedo querer estar cerca de un hombre como si estuviera enamorado de él, y en todo caso no podré subordinarme a él. Por esa razón me mantengo a distancia, pero no sin darme cuenta del efecto que causa en las demás personas de su entorno, y por eso me lleno de celos, a veces irrazonablemente fuertes, porque quiero ser él. Supongo que la lucha interior se desarrolla siempre en torno a las personas carismáticas, se reconozca o no. El yocarismático es tan poderoso que amenaza a los yoes circundantes, que tienen que luchar para mantenerse en pie, o ceder y convertirse en…, ¿convertirse en qué? ¿En parte del poderoso nosotros del yo? Un discípulo, un partidario, una persona que dice sí a todo. En lo que la persona carismática irradia hay un elemento de desinterés, de algo no necesario, una independencia magistral y por ello negativa, ser visto por el carismático, o caerle bien, es por tanto un favor, un regalo libre de segundas intenciones, algo enormemente atractivo. Pues lo carismático carece de las ataduras de lo social, en cierto modo se encuentra fuera de lo social, y la sensación de esa carencia de límites es lo que confiere tanto poder a la presencia: la persona carismática es única.

Como en todas las demás cualidades, existen grados; muchos tienen un poco de carisma, algunos tienen mucho, casi nadie tiene sólo carisma. Jesús fue una persona espectacularmente carismática, su aura era tan fuerte que brilla a través de los evangelios, escritos cien años después de su muerte, y de todos los siglos transcurridos desde entonces. Resulta imposible comprenderlo a él y lo que le pasó sin tener esto en cuenta. La gente dejaba lo que tenía entre manos para seguirlo. Enormes muchedumbres se congregaban a su alrededor cuando hablaba. Era capaz de disolver una multitud amenazante con su mera presencia. Su favor es una gracia, su desaprobación un castigo. Exige a sus discípulos que dejen a sus familias y amigos, es decir, todo su entorno, para seguirlo. Cuando su madre y su hermano van a verlo, les dice que se vayan. Se enfurece por pequeñas cosas, como cuando maldice a un árbol en las afueras de Jerusalén y, según la narración, éste se marchita, o cuando irrumpe en el atrio del templo y lo limpia de mercaderes. La oscuridad de su interior cuando está rezando en el huerto de Getsemaní, esa tendencia autodestructiva que se intensifica cada vez más y que se vuelve cada vez más oprimente durante los días de Pascua en Jerusalén, donde todo el tiempo provoca situaciones que lo acercan cada vez más a la muerte, sin aprovechar las salidas que se le ofrecen, para seguir su propia huella y su voluntad hasta que expira ensangrentado y mutilado. Tal vez sea la persona más carismática que ha vivido. Alguien tiene que serlo. En todo caso, su aura sigue brillando sobre nosotros dos mil años después de su muerte. Y no es la teología lo que la mantiene viva, al contrario, la teología es anticarismática en su esencia, por ser abstracta.

No hay nada en la vida de Hitler antes de cumplir los treinta años que insinúe que tuviera un carisma relevante. Al contrario, en las descripciones que existen de él, tanto del albergue de hombres de Viena como del frente en Flandes, aparece como un tipo algo extraño, que emana una especie de desagrado. El capitán Meyr lo definió como un perro rogando que alguien se ocupara de él. Cuando empezaba a hablar, todo cambiaba de forma radical. Parece la descripción de otra persona. También socialmente cambió su importancia; Rosenberg, Hess, Streicher, y con el tiempo también Goebbels, todos lo admiraban sobremanera y estaban más que dispuestos a subordinarse a él. Pero el propio Hitler no cambió, su carácter y su manera de ser fueron los mismos durante todos esos años. Era como si fuera la masa la que despertara lo atrayente en él. Sin ella, él no era nadie, un hombre solitario y fracasado, con una alta e injustificada autoestima, pero con la masa ante sus ojos, en su mirada, la soledad se convertía en independencia, lo infundado se convertía en algo fundado, como en un pacto. Él daba a la masa lo que ella quería, su yo independiente del nosotros, la masa le daba a él lo que él deseaba: su nosotros dependiente del yo. La masa lo veía y se sentía atraída por él. La atracción era también de carácter erótico, la tensión entre él y la masa era abiertamente sexual, pero no de un modo homogéneo, él no aparece ante la masa con una masculinidad absoluta, tampoco con una fuerza absoluta, eso habría resultado negativo, imperante, cerrado y estricto, no, no, él era también femenino, es decir, ambivalente, razón por la que en esa falta de claridad existe una tensión que posibilita el juego con la masa. Verlo se siente como algo personal.

Eso ocurre con el carisma, se vuelve inmediatamente personal. Si se ve en el escenario a una persona carismática, por ejemplo Elvis en una grabación que puede tener cuarenta años, nos toca personalmente, y no debido a su encanto, su atractivo sexual, su belleza o su lenguaje corporal, sino debido a su carisma, su presencia única, por lo que uno puede sentir una especie de consideración cariñosa y permitir casi cualquier cosa estando cerca de él.

Pero puede que estos sentimientos sean sólo míos, que otras personas experimenten otras cosas menos emocionales cuando ven por ejemplo un espectáculo televisivo de Elvis de hace cuarenta años, porque yo tenía los mismos sentimientos hacia mi padre, yo veía la misma mezcla de algo inalcanzable y vulnerable en él, cuya inaccesibilidad era vertiginosa, teniendo en cuenta que en aquellos tiempos ya tan lejanos convivíamos en la reducida superficie de la casa de Tybakken. Pero había algo casi torpe que pedía consideración y atención en medio de ese fuerte y duro carisma que no estaba relacionado conmigo. Supongo que yo quería entrar allí, pero no tengo ni idea de qué habría hecho si hubiese podido. El caso es que esa sumisión en la que yo vivía entonces, esa alegre sumisión, ha resultado bien en que la siento con demasiada facilidad cada vez que me encuentro ante ese tipo de persona desinteresada e independiente que es totalmente inaccesible pero que también irradia lo contrario, ofreciendo una especie de esperanza de algo en común, un favor, una gracia, o bien en que simplemente estoy entrenado para verlo, que soy extraordinariamente susceptible a ello.

 

Ya es verano. Calles recalentadas, parques verdes, gente con ropa ligera. Durante todo el invierno y toda la primavera me he levantado a las tres o las cuatro de la madrugada con el fin de tener tiempo para escribir y poder terminar antes del verano. Se lo he prometido a Linda, que el verano se lo dedicaría a la familia. El verano pasado teníamos reservado un viaje a Córcega, pero Linda se puso enferma y no pudimos ir. Yo siempre he querido ir a Córcega, así que en primavera volvimos a reservarlo. Nos íbamos a ir en cuanto acabara la novela. Ahora parece que no va a poder ser. Pero el viaje está pagado, así que se irán sin mí, con la madre de Linda sustituyéndome.

Estoy escuchando a Midlake, The Courage of Others, lo he estado poniendo todos los días los últimos meses, y cuando hace poco iba escuchándolo en el coche, camino del chalé, el ambiente del libro de Kubizek se expandió por mi interior, como si fuera un recuerdo de mi vida. En realidad es así, porque los libros que he leído forman una parte tan inseparable de mi historia como los sucesos en los que he tomado parte. Mi lucha, de Hitler, no es una excepción. Es distinto a todos los libros que he leído de una manera indefinible y sin embargo clara. El libro de Kubizek, cuyo protagonista es Hitler, no lo es. En él Hitler es visto desde fuera, y aparece como un joven normal y corriente, con una voluntad y una seriedad inusualmente fuertes.

Cuando Hitler escribe, apareciendo así en su propio derecho, ha desaparecido ya lo reconciliador que hay en la mirada de Kubizek. Existe en Mi lucha une especie de mezquindad constante, una ausencia total de esa grandeza que nos hemos ido acostumbrando a ver en la literatura, la filosofía y el arte, donde la percepción más profunda y entrañable, a menudo conseguida con gran esfuerzo, es el perdón a todos, el reconocimiento de lo humano en todos, el que el otro tiene exactamente el mismo valor que uno. No hay rastro de esa universalidad en el libro de Hitler, en el que todo fluye a través de su propio pensamiento, que lo dispone libremente, según los sentimientos que despierta en su interior, y donde no hay otro rostro —entendido como el ser humano único y no como el que representa un tipo, una política o un papel oficial— que el suyo propio. Pero si levantamos la mirada, si la elevamos hasta donde los rasgos de otras personas ya no se distinguen, Mi lucha será un libro en dos partes, que aparecieron en 1924 y 1928 respectivamente, escrito por un hombre nacido en el seno de la clase media baja, en una monarquía que se encontraba al borde de la disolución debido a grandes divergencias étnicas culturales y enormes diferencias sociales, donde los valores antiguos, la asentada seguridad de la realidad de la burguesía, tan vivamente descrita por Zweig, contrastaba con la pobreza en explosivo aumento de la creciente clase baja, que el mismo Hitler, cuya fe en los demás debía de ser escasa desde el principio, algo que ocurre a menudo con los niños maltratados, y cuya fe en la sensatez y justicia de la vida se vería reducida por la muerte primero de su hermano y luego de su madre, no sólo veía con sus propios ojos, sino que también sentía en sus propias carnes. Seguramente no pensaba que debía nada a nadie. Gracia, perdón, comprensión, compasión son conceptos que no formarían parte de su repertorio. El autor de Mi lucha no era una gran persona, era un ser amargado, vengativo, farisaico, y —cuando por fin tuvo la oportunidad— duro y cruel. Pero tampoco de un modo grandioso, como pueden ser duros y crueles los héroes de Homero, Shakespeare o Snorre; también en eso era mezquino. Pero precisamente por ello Mi lucha expresa algo muy esencial, porque aunque esté escrito por un determinado hombre con un determinado carácter, también está impregnado de su época y sus problemas, y el hecho de que jamás se eleve por encima de sí mismo y su época, porque su mente es tan estrecha y comprimida que ni siquiera conoce la posibilidad de hacerlo, hace que también lo bajo y malo de esa época impregne el libro, de la misma manera que lo impregna a él. Así es: el hombre pequeño que escribe sobre la época grande.

 

Las reseñas sobre Mi lucha fueron horribles. Fue pésimamente recibido por todos los críticos. El Frankfurter Allgemeiner lo describió como un suicidio político, bajo el titular «El fin de Hitler». Un periódico berlinés expresó sus dudas sobre la estabilidad mental del autor, según Ryback. Y el Bayerische Vaterland puso al libro el título de Sein Krampf, es decir, «su espasmo». El libro de Hitler era un libro del que la gente se burlaba. Stefan Zweig escribe en sus memorias que nadie leía el libro ni se tomaba en serio lo que en él se decía, por lo mal escrito que estaba.

Hitler, por su parte, estaba orgulloso de su libro, y regaló un ejemplar firmado a todas las personas de su entorno, y también a su familia de Austria, con la que no había tenido contacto desde mucho antes de la guerra. Parte de su castigo consistió en prohibirle pronunciar discursos, de modo que cuando salió de la cárcel no podía tener una actividad política, y tomó prestada una casa en los Alpes, donde escribió el segundo tomo, Mi lucha II. Lo terminó en el verano de 1926, fue ignorado por los periódicos, y un año después de imprimirse sólo había vendido unos setecientos ejemplares. Pero Hitler no dejó de escribir, porque después de la publicación de los dos tomos de Mi lucha, en manos de una editorial local sin distribución de cobertura nacional, se puso en contacto con los editores Elsa y Otto Bruckmann, seguramente porque el libro que entonces estaba planificando no sería político, sino que trataría de su tiempo en el frente, según el modelo del libro Tempestades de acero, de Ernst Jünger, a quien admiraba. Jünger le había enviado un ejemplar con la dedicatoria «Para el Führer nacional, Adolf Hitler», y éste lo llenó de subrayados. Ryback, que vio el ejemplar, escribe que, a juzgar por los subrayados, lo que a Hitler le interesaba eran los aspectos emocionales y espirituales de la guerra, no los concretos, no los que describían las acciones concretas, excepto dos, que tratan de momentos en que las sensaciones se hacen tan violentas que todo vibra, y todos los sonidos desaparecen. Hitler escribió en una carta a Jünger: «He leído todos tus escritos. En ellos he llegado a apreciar una de las pocas transmisiones fuertes de la experiencia de la guerra en el frente.» En el mes de agosto de 1927, Elsa Bruckmann escribe sobre Hitler en una carta a su marido: «Está ya pensando en la forma de su libro sobre la guerra, y dice que empieza a hacerse más viva y clara dentro de él.» En diciembre se decide una fecha de publicación para la primavera. Pero Hitler nunca entregó el manuscrito, y jamás se ha encontrado. Probablemente fue quemado en la primavera de 1945, junto con todos los papeles privados que Hitler ordenó a su ayudante que recopilara y destruyera. Sin embargo, lo que Ryback descubrió fue un manuscrito empezado de Mi lucha III, guardado en una caja fuerte de los locales de la editorial Eher Verlag, de Múnich, donde un empleado entregó el manuscrito a los norteamericanos después de la guerra. El manuscrito tiene 324 páginas, no está acabado y probablemente fue escrito durante el verano de 1928, cuando Hitler tenía treinta y ocho años, justo antes de que los acontecimientos políticos de Alemania tomaran impulso y él y el Partido Nacionalsocialista empezaran a acercarse al centro del poder. Mientras que Mi lucha I trata de la vida de Hitler hasta que se hizo miembro del Partido Obrero Alemán, y Mi lucha II trata del partido y de la historia del mismo, el no publicado, Mi lucha III, según Ryback trata del lugar que Alemania ocupa en la historia. Después de 1928 Hitler ya no escribió nada más, y la imagen de sí mismo como escritor que tendría durante los cuatro años en que escribió dos libros y dejó otros dos inacabados, en uno de los cuales pretendía ir más allá de lo político, fue sobrepasada por lo político, a la vez que reconoció su limitación como escritor. Al parecer, en una ocasión dijo a su abogado personal, Hans Frank, que Mussolini hablaba y escribía un italiano muy hermoso, y que él no era capaz de hacer lo mismo en alemán. «Simplemente no consigo mantener mis pensamientos unidos cuando escribo», se dice que dijo. Y en otra ocasión, al mismo hombre: «Si en 1924 hubiese sospechado que un día sería canciller del Reich, jamás habría escrito ese libro.»

 

Para un lector moderno de Mi lucha, y con lector moderno quiero decir alguien que lo lea hoy, 4 de mayo de 2011, como yo, nuestra sociedad moderna, que en casi todos los aspectos se encuentra muy lejos de la sociedad en la que surgió Mi lucha, no carece por completo de rasgos comunes con ella; justo hoy, que estoy escribiendo esto, ha muerto el último soldado que participó en la Primera Guerra Mundial. Se llamaba Claude Choules, luchó al lado de los ingleses y tenía ciento diez años. Hace tres días que Osama Bin Laden fue asesinado en Pakistán por fuerzas especiales norteamericanas, un hombre a menudo comparado con Hitler, algo que ocurre regularmente con todos los enemigos importantes de Occidente y sus valores, pero aunque haya puntos semejantes, en el odio implacable al capitalismo internacional, en esa idea de la voluntad de sacrificio que expresa el terrorismo, en el que la causa está siempre por encima del individuo —que no sólo sacrifica su vida a su servicio, sino que también lo hace gustosamente—, las diferencias son al mismo tiempo tan grandes que la comparación no es relevante para el caso de Bin Laden y los otros que llevan y han llevado el rostro de la maldad desde entonces, por ejemplo Idi Amin, Papa Doc, Sadam Husein. Siempre se ha tratado de los otros, los nonosotros, mientras que Hitler fue uno de nosotros, impulsó su voluntad desde el interior de la cultura europea, y lo hizo en calidad de líder de una comunidad lo bastante grande no sólo para iniciar una guerra mundial, sino también para mantenerla activa durante cinco años, hasta que se perdieron veinte millones de vidas humanas, y se llevó a cabo un genocidio casi completo, en el que fueron asesinados seis millones de seres humanos, frente a lo que todo lo demás palidece. El rasgo más extraño no es el político, porque aunque el nacionalismo radical sea extraño no resulta irreconocible ni es imposible relacionarse con él, sino el odio hacia los judíos, expuesto con una fuerza tan grande que resulta difícil tomárselo verdaderamente en serio, en el sentido de que resulta difícil, casi imposible, creer que alguien realmente pudiera opinar lo que Hitler escribe sobre los judíos y lo judío en Mi lucha.

El segundo aspecto notable de Mi lucha está indirectamente relacionado con el primero, y tiene que ver con ese bajo y a menudo infame estilo que no se ve en otros textos de esa época, es decir, de la época de la República de Weimar. Estilo no es otra cosa que conocimiento de uno mismo, no del yo propio, sino del yo del texto, surgido de la idea implícita del otro, al que se refiere cuando se dirige a las masas. Esta idea del otro existe en forma de una especie de horizonte de expectación, hacia el cual se define y se crea el yo, dentro del yo. El estilo es para el texto lo que la moral es para la conducta: lo que fija el límite de lo que se puede decir o hacer, y cómo. Si escribo «coño», sobrepaso el límite fijado por el estilo normal; si lo hago a conciencia, es un medio estilístico, pero no necesariamente de buen gusto; como provocación carece por completo de sentido y tiene algo de pueril, y resulta casi imposible usarlo sin que al mismo tiempo quede asociado al yo del texto, si no se usa como ejemplo de un determinado tipo de lenguaje, es decir, con el fin de representar un personaje, para «decir» algo sobre el personaje. Después de escribir esto añadí «polla», para que pusiera «Si escribo coño y polla», y lo hice porque se me ocurrió que «coño» podía despertar la sospecha de que yo era misógino, e incluso de que tenía miedo a las mujeres, ya que fue precisamente eso lo que escribí, como si fuera lo que más cercano me resultara, y de esa manera asociarme de un modo desafortunado con Hitler; desafortunado porque parecería que no lo veía, que estaba ciego ante ello, y que alrededor de este punto, mi supuesta misoginia y miedo a las mujeres, se tejería una tupida red que por lo demás se desprende de mi carencia de habilidades sociales y mi soledad, y de lo que escribo sobre la sangre y la hierba, que podría centrarse en un punto de identificación, Hitler. Si ocurre de un modo que puede percibirse como ciego o inconsciente, la credibilidad del yo se debilitará, pero si se hace de un modo abiertamente reconocido, es decir, calculador, podría, al contrario, entenderse como algo que aumenta la relevancia de la figura de Hitler e incluso profundiza el propio yo de este texto. En ese espacio, en lo que el texto sabe y no sabe de sí mismo, siempre hay tensiones, pero menos en los textos en los que el yo tiene un buen estilo, ya que cumple con todas las expectativas creadas por las palabras, las tiene controladas, sabe cómo aprovecharlas, y ese juego que tiene lugar entre el lector y el escritor, dos magnitudes que surgen en el acto mismo de escribir, se hace más invisible cuanto más sofisticado sea el autor. Muchas veces resulta imposible ver que se trata de un juego hasta que ha transcurrido algún tiempo, cuando ya no es algo establecido y obvio, es decir, cuando el lector del texto ya no forma parte de lo que el autor busca. El gesto afable del escritor, salido de la expectativa del yo, ya no se encuentra con nada en el lector, y el propio gesto, lo de ir a buscar algo en un texto, se hace visible. Ese ambiente de época que en mayor o menor grado desprenden casi todos los textos, lo que hace que todos los de la década de los cincuenta, por ejemplo, se parezcan entre ellos, viene de ahí. Al escribir «coño» intuí que podría leerse de un modo determinado en relación con el tema del texto, es decir, que yo «era conocedor» de una actitud hacia ello, que «percibía» una dirección de los pensamientos hacia lo misógino no reconocida o reprimida, y añadí «polla» porque entonces las palabras señalarían ese exceso un poco tonto que estaba buscando, sin ningún desequilibrio referente al sexo que pudiera despertar alguna sospecha (seguramente justificada, pero ése es otro asunto), hasta que entendí que era precisamente ese proceso que aquí describía el que actuaba, las consideraciones que tiene uno al escribir, los límites fijados por el propio acto de dirigirse al lector y que constituyen la moral del texto. Si luego escribo «negro de mierda» o «putos negros» casi todas las personas educadas me darán la espalda, es inaceptable, no porque a lo que aluden las palabras no se pueda mencionar, es decir, las personas negras, sino porque no se pueden mencionar de esa manera, con palabras cargadas de desprecio, empleadas o por personas que no saben, sólo por haber crecido en sectores de la sociedad en las que el nivel de educación es bajo, que tal vez hayan sido abandonadas y estén llenas de agresividad hacia todo y todos, lo que se refleja en tales expresiones lingüísticas, o por personas con educación que saben lo que hacen, frías y calculadoras, lo que quiere decir con una especie de maldad, algo que sin embargo ocurre muy rara vez, no existe ningún texto científico con palabras como «negro de mierda» o «puto negro», ningún ensayo o artículo de periódico con la palabra «negro de mierda» ni ninguna novela con «puto negro», excepto las que pretendan ofrecer un retrato de personas de las clases bajas, es decir, no educadas, de la sociedad. Si alguien del sector bajo y no educado de la sociedad tiene que expresarse en público tendrá que aprender a dominar el estilo que allí rige, con lo que también sigue entonces las consideraciones morales implícitas, de tal modo que todos los pensamientos e ideas existentes en las personas no educadas casi siempre se excluyen y se reprimen, no como resultado de una estrategia determinada, sino como parte de los mecanismos utilizados por la sociedad con el fin de controlar lo no deseado y no brindarle nunca la posibilidad de ascender al nivel donde se toman las decisiones políticas.

El límite entre lo que no se puede decir y la manera en que no se puede decir es tan difuso que a veces incluso se pueden ver como dos caras del mismo asunto.

 

Casi todos los textos de la época de Weimar que se siguen leyendo —un número considerable de los clásicos procede de Alemania, del período 1919-1933— son de buen gusto, estilísticamente se encuentran al más alto nivel, y aunque los pensamientos que contienen puedan resultar inauditos y para nosotros del todo inaceptables, como por ejemplo la definición de Carl Schmitt de la política como una actividad que distingue entre amigo y enemigo, cuya consecuencia extrema siempre es y tiene que ser la eliminación física del enemigo, o como la idea de Walter Benjamin sobre la violencia divina, los aceptamos y los discutimos precisamente como no inauditos, pero sólo si decimos que estos pensamientos son peligrosos, que son excepciones, que surgieron en un tiempo políticamente turbulento. Los pensamientos son peligrosos, pero el estilo es sublime, podemos palparlos.

Mi lucha, de Hitler, no tiene ningún estilo, ni siquiera bajo, su yo se limita a expresar su opinión sobre las cosas más diversas, sin indicar ni una sola vez que se contempla a sí mismo, en otras palabras, se trata de un libro desenfrenado y sin límites, no busca legitimidad en ningún lugar aparte del propio yo, y puede decir lo que quiera, porque eso es lo que hay y no sabe de nada más. El yo de Mi lucha aparece como vanidoso, engreído, desenfrenado, farisaico, rencoroso y mezquino, pero se concibe a sí mismo como justo, razonable y grandioso, y por eso el libro recibiría tan mala crítica cuando salió y nunca fue tomado en serio, Hitler mostraba su verdadera cara sin saberlo, no era más que un hombre del pueblo maleducado, desvergonzado y bruto que con su limitada inteligencia cogía un poco de aquí y un poco de allá y lo aderezaba con el fin de hacer algo que él pensaba que era política, pero que no era más que una serie de prejuicios indecentes, posturas anómalas y afirmaciones pseudocientíficas. El profundo antisemitismo era otra expresión de lo mismo. El antisemitismo estaba extendido, pero como señala el propio Hitler, no aparecía en los periódicos ni en revistas de calidad, que estaban por encima de esas cosas, a menudo en tal medida que ni lo mencionaban, aunque sin duda era una de las cuestiones más importantes de la época. Los periódicos y revistas que sí lo trataban pertenecían más bien a las capas bajas de la sociedad, lo vulgar y lo grosero, y lo presentaban a menudo, aunque no siempre, acompañado de un desprecio por lo intelectual y la cultura refinada, no por la alta cultura burguesa con su Wagner, sino por la creciente vanguardia.

Cuando se discutía la cuestión judía a niveles por encima de esas ollas burbujeantes de prejuicios y estereotipos, se hacía sin un lenguaje de odio y desprecio, es decir, sin aparentes sentimientos, de un modo racional y argumentativo; en 1930, por ejemplo, hacia finales de la época de Weimar, la revista Süddeutsche Monatshefte publicó, según cuenta Heidegren, un número temático sobre «Die Judenfrage», es decir, la cuestión judía, en el que la redacción explica que eligió ese tema por tratarse de la cuestión más trascendental y compleja de la posguerra: «La gran variedad de explicaciones, interpretaciones y ataques dirigidos a los judíos son respondidos por una —para los de fuera— desconcertante multiplicidad de esfuerzo dentro de la propia sociedad judía.» La redacción de la revista pretendía dar voz al mayor número posible de personas, tanto judíos como no judíos, semitas como antisemitas. «Será la primera vez que judíos y antisemitas colaboren en la misma publicación», escribieron.

La aportación de Ernst Jünger, «Über Nationalismus und Judenfrage» («Sobre el nacionalismo y la cuestión judía»), concluye con que los judíos de Alemania se encontraban ante la elección entre «ser judío o no serlo», según Heidegren, y con eso Jünger pretendía decir que lo judío tendría que conservar su idiosincrasia para seguir siendo judío, y que en su idiosincrasia había un valor amenazado por el pensamiento de igualdad del liberalismo económico. Como Hitler, Jünger veía el marxismo y el capitalismo internacional como una amenaza contra lo alemán, ambos eran nacionalistas, pero la diferencia decisiva era que para Jünger no se trataba sólo de un valor que concernía únicamente a lo propio, es decir, lo alemán, sino un valor para todo, también para lo judío. Lo que Jünger destaca es lo propio y lo particular, lo que crea diferencias, lo que es propio de una región, una cultura, un pueblo, una nación, como contrapeso a lo que es igual y crea igualdad, y en esa idea el problema es la asimilación de lo judío por lo alemán, más o menos como la asimilación de lo alemán por lo internacional, y no lo judío en sí mismo. Pero también en ese ensayo breve, racional y estilísticamente de gran valor, tan alejado de la prosa de Hitler como es posible estar dentro del mismo círculo cultural, hay rasgos de antisemitismo.

Para que el judío se volviera peligroso, contagioso, destructor, se necesitaría en primer lugar una situación que lo hiciera posible en su nueva configuración, en la configuración de judío de la civilización. Esa situación se creó con el liberalismo, con la gran declaración de independencia del espíritu, y sólo podrá llegar a su fin con la bancarrota total del liberalismo.

El que el judío fuera «peligroso, contagioso, destructor» no era en 1930 una afirmación inaudita; al contrario, era algo corriente. Jünger asocia esto con un cambio en la cultura, mediante el que el judío desiste de lo judío y se vuelve alemán como una consecuencia del liberalismo, no con algo de lo judío en sí, es decir, su esencia o naturaleza, y ésa es la gran diferencia entre esta afirmación y las que Hitler ofrece en Mi lucha, aunque no obstante no resulta imposible no verlas relacionadas, porque los elementos son los mismos, lo judío es contagioso y está relacionado con el liberalismo, y esa relación —es decir, que lo judío se concibe como un problema no sólo en lo vulgar, sino también en lo educado y culto, aunque no en todas partes, y también entre los propios judíos, porque había judíos antisemitas, y la identidad judía y en qué consistía era discutida continuamente en la época de entreguerras— hace posible entender cómo un hombre como Hitler, que había escrito un libro como Mi lucha en el que el antisemitismo era el punto central, al final pudiera convertirse en canciller de Alemania.

Si lo comparamos con uno de los intelectuales más importantes de la época, el filósofo judío Theodor Adorno, justo ese aspecto de Mi lucha se hace muy visible, porque ¿qué iba a decir Adorno sobre ese libro? No podría haberlo rebatido con sus argumentos racionales bien organizados, enormemente precisos y matizados, porque no hay nada que rebatir, él se encuentra a un nivel tan superior al de Mi lucha que no podría habérselo tomado en serio, es decir, haberlo tratado como algo de igual valor. Si lo hubiera hecho, lo habría elevado a algo que no era, con lo que en parte lo hubiera legitimado. Podría haberlo ridiculizado, como hicieron varios estamentos de la sociedad, pero no habría servido de nada; la única estrategia sensata habría sido no ocuparse para nada de ese libro. Mi lucha era demasiado mezquino para que pudiera argumentarse en su contra, en realidad sólo podía ser rechazado, y sin argumentos.

Si Hitler no hubiera sido autodidacta, sino que por ejemplo hubiera estudiado filosofía en su época de Viena, formulando las ideas de Mi lucha dentro de ese horizonte, el libro podría haberse discutido, analizado y diseccionado, aunque eso no podría haberse hecho sin que expresara algo distinto a lo que expresaba, porque lo esencial del libro es que no tiene tal horizonte, que su yo no se dirige a un , sino sólo a un nosotros, del que se encuentra separado. El compromiso está en el , y ése es el compromiso que constituye una comunidad, que hace posible la discusión. El yo de Hitler carece de un , no está comprometido, y con ello también, en último término, es inmoral o carece de ella. El yo de Jünger tiene un , lo que significa que se puede argumentar en su contra, diciendo por ejemplo que la palabra «contagioso» no sólo indica algo que se extiende entre las personas, sino también enfermedad, algo patológico, y que la relación entre el liberalismo y el judaísmo es demasiado débil para que lo patológico del razonamiento no quede adherido a lo judío, o al judío, que así sería una magnitud que en sí destruye y es peligrosa, o es propensa a ello, y, en otras palabras, es algo cualitativamente distinto a ti y a mí, que no somos judíos, porque eso no lo puedes afirmar, ¿no? Sí que puedo, podría haber contestado él, o no, en realidad no lo pienso, pero en todo caso podrían discutirse el texto y las posturas que manifiesta, y Jünger y los que estaban de acuerdo con él podrían en un principio aceptar el contraargumento y cambiar de opinión, o matizar los argumentos con el fin de evitar la posibilidad de que surgieran malentendidos. En ese proceso, que no sólo debe entenderse literalmente, sino también en un sentido figurado como esa reflexión consciente o fuera de la conciencia exigida siempre que se presenta un texto, entre el propio yo y su , se ponen los límites entre lo que es posible y no es posible decir en una época, es ahí donde está la contemporaneidad. Luego sólo se puede traspasar ese límite, que también es el límite del deber y la moral, sobrepasando el tú del yo, algo que presupone que es débil o no existente. Jünger no lo sobrepasó, sus afirmaciones se encontraban dentro de los límites de lo aceptable de su época, aunque de todos modos dudoso. ¿Pero dudoso con relación a qué? ¿La ley? ¿El derecho? ¿La opinión de la gente? ¿Las normas de la sociedad?

El que una afirmación sea antisemita no puede ser relativo, pero la comprensión de su significado antisemita sí puede serlo. El que Jünger escriba como escribe lo explicamos diciendo que era un nacionalista de la derecha radical, un embellecedor de la guerra y una de las personas apreciadas por Hitler, sin que por ello fuera nazi, pero sin embargo existe una relación, y basándonos en la contextualización pensamos: ah sí, es verdad, era moralmente dudoso y leemos su afirmación sobre lo judío bajo ese prisma. Pero ¿cómo se entiende que otro personaje de esa generación, una de las figuras literarias más significantes del siglo XX, Franz Kafka, que era judío, también escriba con desprecio sobre los judíos? En su diario del 6 de agosto de 1914 escribe:

Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, aparece de nuevo y la exclamación alemana: «¡Larga vida a nuestro amado monarca!» Allí estoy yo, con la mirada llena de odio. Esos desfiles constituyen uno de los efectos secundarios más repugnantes. Promovidos por descendientes de comerciantes judíos que un día son alemanes y al siguiente checos, algo que ellos no admiten, pero nunca se les ha permitido gritar tan alto como ahora. Naturalmente arrastran a muchos. Todo estuvo bien organizado. Al parecer se repetirá cada tarde, mañana domingo dos veces.

El enunciado no es antisemita, pero «comerciantes judíos» está relacionado con «llena de odio» y «repugnantes», y su identidad se presenta como algo que eligen, según les sea más rentable, y eso, que los judíos son comerciantes que dejan de lado cualquier cosa ante su propio beneficio, incluida su identidad de judío, es un tópico estándar en el antisemitismo, y aunque Kafka no lo menciona como algo válido para todos los judíos, sino sólo para esos determinados judíos comerciantes, el enunciado podría haberse aprovechado si por ejemplo se hubiese presentado como algo escrito por Jünger o Hamsun. Si esto hubiera salido en un libro de Jünger o Hamsun, lo habríamos juzgado como impropio, y si hubiéramos sentido aprecio por ellos, tal vez lo habríamos explicado por su ingenuidad política en esa época tan confusa, mientras que si los hubiéramos tenido en poca estima, lo habríamos tomado como una señal más de que eran personas malas e inmorales, pero al salir de la mano de Kafka, lo entendemos de otra manera. Esto significa que la moral de un enunciado no es absoluta, sino que también depende del estilo y de quién lo firme, además de que cambia cuando cambia el marco de la interpretación, es decir, la cultura. Mi lucha no significaba lo mismo en 1924 que en 1934, y no significaba lo mismo en 1934 que hoy. Los enunciados tanto de Kafka como de Jünger resultaban perfectamente aceptables en su época, no eran inauditos, pero sí lo eran los enunciados de Hitler en Mi lucha. No estaban prohibidos, tampoco eran conflictivos en el sentido de crear escándalo, eran simplemente vulgares, ordinarios, de mal gusto y malévolos.

 

La historia de Mi lucha es la historia de cómo pasa de ser algo de lo que uno debe distanciarse en 1925 a ser algo que uno debe poner en práctica en 1933. Como Hitler era inalterable y opinaba lo mismo tanto en 1925 como en 1933 y 1943, las que cambiaron fueron las personas de su entorno, y ese cambio tal vez sea lo más esencial del movimiento popular nazi en Alemania, en el sentido de que lo que antes estaba mal con el libro se volvió correcto, lo que antes era inmoral se volvió moral, y eso no ocurrió mediante cambios de las leyes o algunas otras herramientas de las que disponen las instituciones formales de la sociedad, sino a través de cambios en el propio colectivo, es decir, lo social, el nosotros de la sociedad, cuya expresión en cada uno es la conciencia.

Aunque el yo de Hitler tenga un débil tanto en la vida como en la literatura, no significa que viva o escriba dentro de un vacío, sólo que lo que hace, piensa, dice y escribe no está comprometido con nadie más que con él mismo y que lo que él opina es lo correcto. Lo hace dentro de un sistema donde el otro sólo existe como los otros, sea en el gran nosotros, el colectivo de la nación, lo alemán, o en el gran ellos, los enemigos de la nación, los judíos. Dentro de ese sistema circulan toda clase de ideas e imágenes, recogidas de los sectores más inverosímiles de la vida social y reunidas de manera totalmente idiosincrática y a menudo también estúpida, que es una de las consecuencias de lo no corregible —otra es lo genial— y lo que entonces aparece, en un texto que no tiene en consideración lo que se debe decir, lo que es decente y lo que es ofensivo, es el lado ciego de la sociedad, del que no quiere saber y suele estar escondido en la oscuridad por las estructuras del estilo y del gusto. En 1910 habría resultado impensable que el autor de un libro como Mi lucha llegara a ser jefe de Estado.

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