Fin

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EL NOMBRE Y EL NÚMERO

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Pero ese pensamiento racial era más que una teoría paranoica pseudocientífica, también estaba extendido en ambientes serios, científicos, algunos relacionados con la universidad, en los que se presentaba como una verdad objetiva, en línea con las demás verdades científicas, lo que daba legitimidad a los pensamientos de Ford, Grant y Hitler, porque aunque llevaron las consecuencias del pensamiento racial al extremo, se basaban no obstante en una idea reconocida de que las razas constituían una relevante línea divisoria en lo humano, y que existían personas de pura sangre y de no pura sangre, basándose en hechos que podían ser fechados. En 1926, por ejemplo, un año después que Mi lucha, se publicó en Suecia una obra titulada The Racial Characters of the Swedish Nation, escrita por investigadores de la Universidad de Upsala, relacionados con la Institución Sueca para la Biología Racial que la publicó, una extensa obra de prestigio que fijó el estándar para obras parecidas que luego se publicarían en otras partes del mundo. En uno de los artículos del libro, Rolf Nordenstreng define el concepto de «raza» de la siguiente manera:

Desde una perspectiva científica, la palabra raza significa un grupo de individuos de una misma especie que se distinguen de otros individuos de esa misma especie mostrando una combinación especial de ciertas características heredadas. Una raza es siempre el resultado de factores selectivos combinados con factores todavía desconocidos que de una u otra forma transforman las características heredadas.

Una raza es un concepto puramente antropológico, sus características son ante todo físicas. También hay sin duda diferencias mentales entre las razas, en absoluto menos importantes, pero extremadamente difíciles de encontrar y de probar. Por el momento, no son mucho más que conjeturas, y aunque los intentos de definir las características mentales de las razas que se han realizado contendrán seguramente un gran número de verdades, basadas en buenas y sólidas observaciones, también contienen una considerable cantidad de prejuicios y afirmaciones estimativas. En el futuro tal vez se desarrolle algo así como una psicología racial científica, por el momento inexistente.

Con relativa seguridad podemos revelar la existencia de las siguientes cinco razas mayores: 1) Nórdica, 2) Báltica Oriental, 3) Mediterránea, 4) Alpina, y 5) Dinárica. A éstas se pueden añadir, aunque no sean europeas en el verdadero sentido de la palabra, sino en su mayoría asiáticas, la Anatólica (Arménica, Asiática Interior) y la Semita (Araboide), este último término no es muy adecuado, porque también es un término lingüístico, pero inevitable, ya que no se ha sugerido ninguno mejor.

El nombre de raza Nórdica no es del todo adecuado, ya que en muchas lenguas también se emplea como término lingüístico, en el sentido de «escandinavo»; la mayoría de las personas de esta raza hablan lenguas que no son escandinavas. Pero el término es habitual, y el norte de Europa, junto con el norte de Alemania, constituye el centro de extensión de la raza, y es en los países nórdicos, en la península escandinava, donde es más corriente y relativamente más pura. Es esta raza, que a menudo se menciona como «Teutónica» o «Germánica», y también ha sido nombrada como la «Címbrica». Arqueólogos alemanes la llaman a veces «de tipo Reihengräber». Sus características son piel clara, parcialmente transparente, rojiza; pelo rubio, a veces rojizo suave, a menudo ondulado o rizado; barba fuerte, ojos azul claro o azul grisáceo; gran estatura, piernas proporcionalmente largas y un modo de andar firme y flexible con las piernas estiradas; cuerpo fuerte; cara larga y bastante estrecha, nariz estrecha, por regla general alta, recta o algo curvada, a menudo con una pequeña elevación en el paso del hueso nasal al cartílago; raíz de la nariz estrecha y alta; pómulos apenas o nada prominentes; mandíbulas nada marcadas con la fila de dientes casi en posición vertical, un diente junto al otro; labios más bien estrechos; pómulos muy salientes; frente pequeña y algo inclinada, cejas poco pobladas pero bastante visibles; ojos más bien profundos; cráneo largo y más bien estrecho (longitud de la cabeza alrededor de 195 milímetros, índice cefálico alrededor de 77) con una línea coronaria casi horizontal y un occipucio muy alargado. Se debe tener en cuenta, no obstante, que tanto el color como la forma de la nariz varían en gran medida. Aparece casi cualquier matiz imaginable de color rubio de pelo, desde amarillo lino hasta marrón claro dorado, y desde rubio ceniza hasta el más oscuro rubio grisáceo. Y además de las narices rectas y arqueadas hay algunas un poco inclinadas hacia atrás, con la punta dirigida ligeramente hacia arriba y el puente en cierto modo hundido en el centro; una forma ampliamente extendida en todo el espectro de esta raza.

La raza Semita, que tal vez también podría llamarse Araboide, ya que sus características parecen ser más corrientes entre los árabes que entre otras, es considerada un esqueje de la raza Mediterránea. Se distingue principalmente de esa raza por tener una nariz más alta, más curvada, pero también fina y estrecha; labios rellenos, pero no gruesos; color de piel más bien claro, pero nunca rojizo; y ojos con forma de almendra (el rabillo interior es más redondeado, el exterior más puntiagudo). El hueco entre la mejilla y el labio inferior se encuentra más arriba que en otras razas. Hay mucha sangre semita en los judíos sefardíes, y menos en los asquenazíes, y es muy probable que haya algo de ella en la población de la mayor parte de los países del sur de Europa.

El índice cefálico es la relación porcentual entre la longitud y la anchura de la cabeza, en alemán Kopfindex, que no debe confundirse con la relación correspondiente referente al cráneo, en alemán Schädelindex, que aparece como introducción a uno de los capítulos de tablas que reproducen los resultados de la recogida de datos de los investigadores de distintas partes del país. El índice cefálico se lee en The Racial Characters of The Swedish Nation en relación con todos los paisajes suecos, todas las provincias suecas, todas las regiones suecas y las cuatro ciudades más grandes, las industrias principales, las clases sociales, los demás países escandinavos, y lo mismo se hace con todas las demás medidas: longitud del torso, longitud del brazo, longitud de la pierna, anchura de la cabeza, altura de la cabeza, anchura de la cara, altura morfológica de la cara, índice morfológico de la cara, índice yugofrontal e índice yugo-mandibular, perfil de la nariz, oreja, arco nasal, color de ojos, color de pelo, color de cejas, color del vello púbico, todo repartido ya en distintas unidades geográficas y sociales, y luego, en una sección aparte, vistas como relacionadas entre ellas, es decir, la relación entre por ejemplo la altura de la cara y la longitud del brazo, la región y el paisaje. La última parte del libro consta de fotos a toda página de ejemplares raciales desnudos, niños, mujeres y hombres, por ejemplo de un granjero de Norrbotten, mostrada en la sección Tipos del Báltico Este, relativamente puros, o de un nómada de Jämtland que se muestra en la sección Lapón prototipo, relativamente puro, o un obrero de Laponia, bajo la sección Tipos de mezcla de razas, lapón del Báltico Este.

 

La mayor diferencia entre estos textos y el de Hitler tiene que ver con el estilo. Esta teoría racial está escrita en el objetivo estilo de la ciencia, un estilo que la ciencia sigue empleando, ya que implica verdad y absoluta fiabilidad. También es el caso de este texto. Verdad, objetividad, escrupulosidad, visión de conjunto, certeza, comprensión, todo se encuentra en el estilo. Los números, las tablas, las palabras en latín, todo implica verdad y fiabilidad absoluta. Esto se ve reforzado por el hecho de que el texto separa aquello de lo que puede hablar con total seguridad de aquello de lo que no puede hablar con seguridad. Es probable que exista una relación entre raza y psicología, pero aún no se puede probar. De esa manera el texto cuenta que todo lo demás que dice sobre raza se puede probar, a la vez que también abre la posibilidad de que raza y psicología estén biológicamente relacionadas. Que la verdad está relacionada con el estilo, con sus figuras retóricas y sus recursos, lo vemos ahora, cuando el contenido está enormemente desacreditado, no sólo como algo especulativo y no científico, sino como algo peligroso y, en el fondo, malvado.

Pero ¿dónde se encuentra para nosotros lo malvado? En el estilo científico también hay preocupación, porque lo que se muestra son conocimientos adquiridos por estos científicos no en nombre suyo, sino en nombre de la comunidad, y ése es el conocimiento que comparten en estos textos.

Preocupación y también una idea clara de progreso; la materia es nueva, nadie ha dicho nada antes sobre ese tema, y quizá tampoco ha visto nada, pero con los avances de la biología durante la segunda mitad del siglo XIX, con la gran teoría de Darwin sobre los orígenes y, antes de eso, la taxonomía universal de Linneo, nos estamos acercando con este paso —la constitución del instituto para biología racial y todo ese nuevo campo de investigación— a una comprensión más profunda de lo humano, que ofrecerá posibilidades obvias para avances posteriores, porque estrechamente relacionada con la nueva biología racial estaba la nueva eugenésica, es decir, la higiene racial, a través de la cual toda la salud y procreación del pueblo podrían ser dirigidos hacia una dirección deseada, mediante, por ejemplo, la esterilización de elementos no deseados, tales como esquizofrénicos graves, enfermos psíquicos, criminales incorregibles, indigentes y gitanos, lo que se hacía tanto en Suecia como en Noruega, Estados Unidos y Alemania en el transcurso de las décadas de 1920 y 1930.

Todo esto ocurrió en relación con la mencionada investigación en manos del Estado, y amplió la idea de lo que era el Estado y lo que podría llegar a ser; el concepto de salud pública data de esa época; no es una obviedad que el Estado sea responsable de la salud del individuo. Todo esto, todas las ideas de almas sanas en cuerpos sanos, de acabar con la pobreza, la oscuridad, la insalubridad y dejar que el sol entre y brille sobre los pobres, de que a los niños pobres había que enviarlos al campo en verano, de enfermeras municipales y vacunaciones, trata de unir el cuerpo con el Estado. Lo hacían buenas personas con buenas intenciones, y no era obvio que no estuviera bien esterilizar a una mujer que sufría de alucinaciones y era incapaz de cuidar de sí misma, porque si tenía hijos, habría grandes posibilidades de que les transmitiera la enfermedad, algo que haría sufrir al niño, pero que también significaría una carga para la sociedad en general.

La división de los seres humanos en raza pura o raza no pura, es decir, superiores o inferiores, pertenece al mismo paradigma, y es esa manera de hacer de lo humano algo científico o biológico, y nada más, lo que posibilita primero la teoría y luego la política racial de Hitler. Sin ello, el antisemitismo no es más que un sentimiento irracional, un puro pensamiento de chivo expiatorio, una paranoia en la cultura que lo puede tomar más o menos en serio, pero a partir de la cual nunca se puede diseñar una política. Antes y después de convertirse en canciller, Hitler estaba al tanto de la investigación eugenésica internacional en Europa y Estados Unidos. Conocía el trabajo de los principales eugenistas norteamericanos, como Leon Whitney, director de The American Eugenics Society, Charles Davenport, un biólogo formado en Harvard que era un destacado representante del programa norteamericano de esterilización, y Paul Popenoe, de la Human Betterment Foundation. Ryback cita lo siguiente de un discurso pronunciado por Hitler a mediados de la década de 1930:

Ahora que conocemos las leyes de la genética, resulta posible en mayor grado evitar que nazcan personas no sanas o fuertemente discapacitadas. He estudiado con interés las leyes de varios estados estadounidenses sobre impedir la reproducción de personas cuyos descendientes muy probablemente no serían de ningún valor, o perjudiciales para la raza.

Según Ryback, en 1939 Hitler conoció también al eugenista, teórico racial y gran antisemita Lothrop Stoddard, cuando éste trabajaba de corresponsal en Berlín y recibió una invitación personal del Führer por su labor con la eugenesia. Prometió a Hitler que no mencionaría el encuentro, pero diría más tarde que el apretón de manos de éste fue firme, aunque nunca lo miró directamente a los ojos. Luego escribió de un modo más general sobre la relación de Alemania con la higiene racial:

El peso relativo que hace muchos años Hitler dio a las cuestiones raciales y la eugenesia anticipó el interés respecto a estas cuestiones en Alemania hoy en día. En lo que es Alemania en sí la cuestión judía es considerada un fenómeno pasajero, básicamente ya resuelto, y pronto también resuelto en la práctica mediante la eliminación de los judíos del Tercer Reich. Lo que más preocupa a la opinión pública y que intenta manejar de distintas maneras es la regeneración de la población germánica.

Esta manera de hacer científico el pensamiento racial legitimaba todo el aparato científico que se puso en marcha en ese contexto, con instrumentos especiales para medir, por ejemplo, cabezas, todas las tablas, todas las expresiones en latín y el vocabulario tecnológico, y aunque en Mi lucha no hay rastro de ese elevado estilo científico, el libro sigue siendo lo que no sólo posibilita la unificación de cultura y naturaleza, sino también de Estado y cuerpo, política y biología, tan importante en la ideología de Hitler. Mi lucha es una versión extrema de estas ideas, y muchos lo habrán encontrado exagerado y medio paranoico, creyendo que no era lo que él realmente pensaba, al menos cuando se estaba acercando al centro del poder y se portaba de un modo más respetable, pero esa gente tampoco cuestionaba la meta fundamental de esa política, que era la de mejorar al pueblo en su totalidad, la raza, y llevarlo hacia un futuro radiante, saludable y moralmente intachable.

 

El odio hacia los judíos venía de muy atrás, existía en el mundo de Fausto, Martín Lutero los odiaba, y su persecución también era antigua, casi un fenómeno arcaico, parte de la percepción de los propios judíos de ellos mismos y de las culturas en torno a ellos, en cierto modo consignada en los viejos pueblos y bosques como algo mitológico, de mucho antes de la Ilustración, pero todavía vivo por ejemplo en las grandes regiones agrícolas pobres de Polonia, donde todos los prejuicios conocidos contra lo judío —que eran ricos, que engañaban y estafaban a la gente, que protegían a los suyos— formaban parte de la cultura y eran una explicación de su propia pobreza y miseria. El odio de Hitler y de los nacionalsocialistas hacia los judíos era nuevo, en el sentido de que estaba relacionado con la modernidad, las grandes ciudades y las masas, no con el judío ambulante Papst que vendía relojes, sino con el mundo internacional de las finanzas y del marxismo. La teoría racial también era nueva y ofrecía una legitimación científica del discurso que la alejaba aún más de lo mitológico y la colocaba dentro de lo racional y moderno. No obstante, resulta llamativo el encuentro entre lo mítico y lo moderno en la propaganda en la que las imágenes del viejo odio —judíos como ratas, judíos como avaros, judíos como malvados— son presentadas en la nueva tecnología mediante imágenes vivas en los cines, en voces vivas en la radio y metidas dentro del mundo de coches, luces fluorescentes, fábricas, teléfonos y películas.

Hitler se mostraba en Mi lucha tan abierto con sus ideas sobre la propaganda como con su antisemitismo, su antidemocraticismo y sus ideas sobre el Lebensraum, cuya consecuencia no podría ser otra que una nueva guerra. Pero mientras que el antisemitismo y el nacionalismo eran magnitudes idealistas, unidas por la biología racial, sus ideas sobre la propaganda eran pragmáticas. La propaganda era el medio más importante para realizar los objetivos idealistas, y tan convencido estaba de su fuerza que no ocultaba nada. Peter Sloterdijk escribe que Hitler estaba tan seguro del poder de la propaganda sobre la gente que podía permitirse el lujo de revelar su receta. Hitler hablaba de la propaganda como de un arma, «porque es un arma, y verdaderamente un arma terrible en manos del que sabe usarla».

La segunda cuestión de importancia decisiva era la siguiente: ¿a quién debe ser dirigida la propaganda, a los intelectuales o a la masa menos culta?

¡La propaganda siempre deberá dirigirse a la masa! […]

El fin de la propaganda no es la educación científica de cada cual, y sí llamar la atención de la masa sobre determinados hechos, necesidades, etcétera, cuya importancia sólo de esta forma entra en el círculo visual de la masa.

El arte está exclusivamente en hacer esto de una manera tan perfecta que provoque la convicción de la realidad de un hecho, de la necesidad de un procedimiento, y de la justicia de algo necesario. La propaganda no es y no puede ser una necesidad en sí misma, ni una finalidad. […]

Su acción debe estar cada vez más dirigida al sentimiento y sólo muy condicionalmente a la llamada razón.

Toda acción de propaganda tiene que ser necesariamente popular y adaptar su nivel intelectual a la capacidad receptiva del más limitado de aquellos a los cuales está destinada. De ahí que su grado netamente intelectual deberá regularse tanto más hacia abajo, y cuanto más grande sea el conjunto de la masa humana que ha de abarcarse. […]

El arte de la propaganda reside justamente en la comprensión de la mentalidad y de los sentimientos de la gran masa. Ella encuentra, por la forma psicológicamente adecuada, el camino para la atención y para el corazón del pueblo. Que nuestros sabios no comprendan esto, la causa reside en su pereza mental o en su orgullo. […]

La capacidad receptiva de la gran masa es sumamente limitada y no menos pequeña su facultad de comprensión; en cambio, es enorme su falta de memoria. Teniendo en cuenta estos antecedentes, toda propaganda eficaz debe concretarse sólo a muy pocos puntos y saberlos explotar como apotegmas hasta que el último hijo del pueblo pueda formarse una idea de aquello que se persigue. En el momento en que la propaganda sacrifique ese principio o quiera hacerse múltiple, quedará debilitada su eficacia por la sencilla razón de que la masa no es capaz de retener ni asimilar todo lo que se le ofrece. Y con esto sufre detrimento el resultado, para acabar a la larga por ser completamente nulo.

Lo más importante de la propaganda, sin embargo, no es que sea tan sencilla que incluso los integrantes menos dotados de la masa puedan entenderla, sino que sea exclusivamente subjetiva, que no tenga ni una pizca de objetividad, y que no matice el asunto lo más mínimo.

¿Qué se diría, por ejemplo, de un cartel anunciando un nuevo jabón si en el mismo se indican como «buenos» otras marcas de jabones?

La única cosa que se podría hacer ante eso sería encogerse de hombros y seguir.

Lo mismo sucede en relación con la propaganda política.

La finalidad de la propaganda no consiste en compulsar los derechos de los demás, sino en subrayar con exclusividad el suyo propio.

Lo fascinante de este párrafo de Mi lucha es que Hitler dice las cosas como son, que la propaganda es una manipulación que muchas veces presenta burdas mentiras con tanta insistencia que se convierten en verdades. Se podría pensar que un político que escribe eso subvertiría toda su credibilidad y quedaría políticamente muerto, pero Hitler se atreve a hacerlo por dos razones: en parte porque la propaganda es un medio relacionado con una meta, y esa meta es tan importante y tan justa, un bien tan verdadero, que todos los medios están permitidos para conseguirla, incluso la mentira —el pragmatismo está ahí para el idealismo, es su servidor, no al revés—, y en parte porque está tan seguro de que la propaganda funciona y es tan poderosa en sí misma que una explicación o admisión de ese tipo no lo mueve un ápice; es justo eso de lo que él escribe, que todo lo que complica, objetiva o matiza jamás puede llegar a las masas ni influir sobre ellas, y eso también rige para lo que él mismo escribe aquí.

En nuestra época esta dialéctica no nos resulta desconocida, pues todos sabemos que la publicidad, que abunda por todas partes en tal cantidad que casi nos desborda, es manipuladora y engañosa, sabemos que la imagen del mundo que ofrece es mentira, lo que no obstante no impide que nos influya y de hecho nos haga hacer lo que nos pide: sé que no me voy a sentir igual que un joven y feliz norteamericano por beber Coca-Cola, pero la prefiero a, por ejemplo, Jolly Cola cuando estoy comprando en el supermercado, también sé que el jabón Dove es en realidad como todos los demás jabones, la única diferencia está en el papel del envase y el presupuesto de publicidad, pero ¿qué jabón meto en la cesta del súper sino justo ése? Es como si la publicidad fuera inmune al conocimiento de lo que es en realidad y al sentido crítico, exactamente como escribió Hitler. Sí, la publicidad está en ese sentido emparentada con la belleza y el carisma: podemos aspirar todo lo que queramos a la complejidad y el conocimiento, pero a la larga siempre acaban por entrometerse las otras fuerzas tan simples e inalterables. La diferencia entre nuestra sociedad y la de Hitler está en que nosotros hemos relegado todas esas fuerzas y todo lo que asociamos con ellas a un lugar no peligroso de la sociedad, el que menos nos obliga a ver la realidad, el mundo de la ficción y la imagen, es decir, la cultura del entretenimiento, y no permitimos que se cuelen en las partes que nos obligan a ver la realidad, como la política, el sistema de educación, la burocracia o la esfera privada, excepto aquello que no es real. El que tengamos un apartado para lo real y otro para lo no real, al que pertenece la publicidad y el poder de la publicidad, tal vez sea lo que nos salva de algunas de esas fuerzas que hace tres generaciones se dispararon sobre Europa. Pero no para siempre, porque hay en esto un elemento de algo no reconocido, el sistema siempre contiene algo que no se puede decir, aunque sea verdad, y se podía imaginar que algún día el poder de lo verdadero llegaría a derribar el juego de la mentira. En una sociedad sin necesidades físicas, donde la violencia propia está regulada, resulta difícil imaginarse que esto sucediera; jamás una sociedad se ha encontrado más lejos de la revolución que la nuestra, jamás una masa ha estado más adormilada en trivialidades que la nuestra, pero también nuestro mundo tiene un reverso, el llamado Tercer Mundo, donde la violencia estructural es tan despiadada y destructiva como lo fue en su tiempo en Europa, y si se levantara contra nosotros no es seguro que lo bueno y lo malo, lo moral y lo inmoral, lo verdadero y lo falso se mantuvieran tan claramente diferenciados como lo están hoy.

 

Hitler sabía que los sentimientos son siempre más fuertes que los argumentos, que la fuerza que anida en el nosotros, la añoranza, el sueño y los anhelos de la colectividad es infinitamente más grande que la que existe en la preocupación por el nosotros. La propaganda se dirige a los sentimientos, no a ese intelecto al que insulta, y parte de esa misma dinámica rige para lo que escribe sobre la preferencia de lo oral sobre lo escrito; lo oral penetra o puede penetrar directamente en los sentimientos y la vida sentimental, para así influir desde dentro, porque lo que un ser humano siente eclipsa siempre a lo que piensa, una postura basada en los sentimientos se vive como lo que es realmente, algo que uno sabe, al contrario que un pensamiento basado en lo racional, que en otra medida es relativo, ya que está abierto hacia argumentos y objetividad, y puede cambiarse.

Lo escrito complica siempre, lo oral simplifica siempre, al menos cuando se dirige a estados emocionales y sentimientos, algo de lo que la escritura no es capaz, al menos la política y argumentativa. Por esa razón los géneros artísticos de Hitler son primero la música y luego la pintura; ambas comunican sin palabras, a través de los sentimientos. El que entendiera esto y supiera usarlo en su actividad política era lo que le distinguía de los demás políticos de la época.

 

Cuando en 1933 Hitler se convirtió en canciller de Alemania y los nacionalsocialistas obtuvieron el poder, el lenguaje público cambió en varios sentidos. Se volvió más sencillo, las mismas palabras se repetían una y otra vez. Klemperer relaciona este lenguaje con Hitler y Mi lucha, que se publicó en 1925 y estableció todos los rasgos característicos del lenguaje nacionalsocialista. Con la toma del poder en 1933, lo que había sido el lenguaje de un grupo se convirtió en el lenguaje de un pueblo, escribe Klemperer, y lo esencial de ese cambio fue que ese lenguaje se apoderó de la vida entera, tanto de los aspectos públicos como de los privados: la política, los tribunales, la economía, el arte, la ciencia, la escuela, el deporte, la familia, los jardines de infancia y las fuerzas de la guerra. Los nacionalsocialistas intervenían en todo y lo hacían con su propio lenguaje. Era sencillo, uniforme, y basado en lo oral. Las nuevas tecnologías, como la radio y el cine, convirtieron en primer lugar la comunicación entre el uno y el todos en algo que ocurría en el momento —al contrario que la palabra impresa, que podía leerse en cualquier momento, en cualquier lugar y tantas veces como se quisiera—, y en segundo lugar, llegaba a todo el mundo, también a los iletrados o los que no querían leer. Klemperer describe cómo el nacionalsocialismo anuló la distinción entre el lenguaje escrito y el lenguaje hablado, convirtiéndolo todo en lenguaje oral, en discurso, gritos, agitación. No había ninguna diferencia entre el discurso del ministro de Propaganda y sus artículos escritos. Con el tiempo, apenas había tampoco diferencia entre lo público y lo privado. Klemperer cuenta cómo no sólo el lenguaje del Estado cambia a partir de 1933, sino también el lenguaje del individuo. El Estado habla en forma de uno solo, con una voz que penetra en todo el mundo, y el más sencillo de todos pronto habla como el Estado, expresa al propio Estado. Todos los periódicos, todas las revistas, todos los programas de radio, todas las novelas, todos los poemas, todos los libros de no ficción están impregnados de este lenguaje, que no se detiene ahí, sino que se extiende a todo y a todos:

Oía hablar mientras barría la calle o a los obreros en la sala de máquinas: impresos o hablados, eran siempre los mismos tópicos, el mismo tono de voz, con independencia del nivel cultural de quienes los utilizaban. Y la LTI (Lengua del Tercer Reich), tan todopoderosa como pobre, y todopoderosa precisamente por su pobreza, reinaba incluso entre las víctimas más perseguidas y por tanto, necesariamente, entre los enemigos mortales del nacionalsocialismo, incluso entre los judíos, en sus cartas y conversaciones y hasta en sus libros, mientras aún pudieron publicarlos.

Como judío asimilado, Klemperer está desde el primer momento fuera; lo que hace este lenguaje, mediante la creación de un fuerte sentimiento colectivo, un nosotros que atraviesa toda distinción política o de clases al meter en el mismo saco desde el ciudadano más miserable a la familia de clase alta más rica, es decir, Alemania y lo alemán, es excluir a Klemperer y a los demás judíos, el nosotros no los incluye a ellos, al contrario, los expulsa de tantas maneras como las que incluyen a los otros. Los judíos se convierten en ellos. Los judíos con nombres de pila que sonaban a alemán eran obligados por el Estado a añadir un nombre judío, como por ejemplo «Israel» o «Sara», para que su judaísmo quedara patente en todos los contextos. Lo contrario ocurría con los alemanes, se prohibieron para ellos los nombres que sonaran a judío. No se permitió a ninguna niña alemana llamarse Lea o Sara. Al deletrear por teléfono ya no se podía decir D de David; la prohibición fue decretada por las autoridades en 1933. Algo más adelante, los judíos fueron obligados a llevar la estrella amarilla de David, en la que ponía jude con un logotipo que recuerda al hebreo. La letra J aparece en todo tipo de papeles; Klemperer escribe que en su cartilla de racionamiento estaba impresa hasta sesenta veces. Los judíos son segregados, y eso ocurre primero en el lenguaje. El nombre, el logo, la letra. Al mismo tiempo, los alemanes se vuelven más alemanes; cambian los nombres de los recién nacidos, suenan más germánicos: Dieter, Detlev, Uwe, Margit, Ingrid, Uta se encuentran entre los que Klemperer apunta de los anuncios de nacimientos en un periódico de Dresde. También se cambian los topónimos, todos los nombres eslavos se alemanizan: en Pomerania, 120 topónimos eslavos, en Brandemburgo 175, en Silesia 2.700, en Gumbinnen 1.146. También las calles reciben nombres nuevos, a menudo con connotaciones históricas. Klemperer menciona una de estas calles en Dresde: se llama Tirmannstrasse y debajo del nombre pone «Maestro Nikolaus Tirmann, alcalde, fallecido en 1437».

Se cultiva lo alemán, lo local y lo histórico, y es en el lenguaje donde ocurre, el lenguaje que a través de las nuevas tecnologías y el Estado totalitario en sí no es ni local ni histórico, lo que se aprecia en algunos de los eslóganes de esa época, en los que lo muy moderno y lo medieval se unen en, por ejemplo, «Fallersleben, la ciudad de las fábricas de Volkswagen», o «Núremberg, la ciudad del día del partido». Añaden el antiguo término «gau» para indicar provincia, escribe Klemperer, y conectar así con la antigua historia alemana, proporcionando a las regiones fronterizas el «mark», como «Ostmark» por Austria y «Westmark» por Países Bajos, estableciendo de esa manera una pertenencia a esos países que más adelante legitimará la invasión y ocupación de los mismos. Todo esto trata de creación de identidad. Klemperer queda fuera de esta identidad, aunque no del todo, ya que está casado con una mujer «aria» y en principio está asimilado, algo que hace que su identidad no esté ni en «nosotros» ni en «ellos» y pueda ver la creación de ambos muy claramente. Nota en sus propias carnes el cambio de identidad que crea día a día, semana a semana, mes a mes, ese lenguaje uniforme que abarca todo y que en todo se entromete.

 

En 1933, Klemperer era todavía catedrático de universidad. Habla de una de las empleadas, una tal Paula von B, una mujer inteligente y de carácter bonachón, no muy joven ya, que trabajaba de ayudante de un catedrático del departamento de alemán. La mujer procedía de una familia de oficiales militares, perteneciente a la vieja nobleza. Klemperer escribe que la suponía liberal y europea, con cierta admiración por el antiguo imperio, pero que no pensaba que la política desempeñara un papel importante en su vida. Se topa con ella en el pasillo el día que Hitler se convierte en canciller del país. Ella está seria, como de costumbre, anda con pasos juveniles y enérgicos, y le arde la cara.

—¡Está usted radiante! —le dice Klemperer—. ¿Le ha sucedido algo maravilloso para estar tan feliz?

—¡Algo maravilloso! ¿De verdad que tengo que explicárselo? ¡Me siento diez años más joven! ¡No, diecinueve! ¡No me he sentido así desde 1914!

—¿Y eso me lo dice usted a mí? ¿Y lo dice a pesar de haber visto, leído y oído cómo se les está robando el honor y la decencia a personas que hasta ahora han estado cerca de usted, cómo se condenan libros que usted antes apreciaba, cómo se rechazan todos los valores intelectuales que usted hasta ahora…?

Ella lo interrumpe escandalizada, pero también con dulzura, escribe Klemperer.

—Mi querido profesor, no me esperaba una reacción tan exagerada de usted. Debería tomarse un par de semanas de vacaciones y no leer periódicos. En este momento se deja usted ofender por pequeñeces e inconvenientes que son inevitables en cambios tan grandes, alejando su mirada de lo esencial. Pronto verá usted las cosas de otra manera. Por cierto, espero poder ir a visitarlo pronto.

Y con un cordial «saludos a la familia» sale por la puerta dando brincos como una adolescente, escribe Klemperer. Pasan unos meses sin verla, y un día ella entra en su departamento. Como alemana, desea hacer una confesión abierta, con la esperanza de poder considerarse su amiga también en el futuro, relata Klemperer.

—Su obligación de alemana es algo que usted nunca ha mencionado —la interrumpe él—. ¿Qué tiene que ver lo alemán o lo no alemán con asuntos privados de relaciones interpersonales? ¿O quiere usted politizarnos?

—Lo alemán y lo no alemán tiene que ver con todo —responde ella—. Es lo único que cuenta, ¿sabe usted? Eso es lo que hemos aprendido del Führer, o lo que nos ha recordado, por si lo habíamos olvidado. ¡Él nos ha traído a casa de nuevo!

—¿Y por qué nos cuenta eso a nosotros?

—Usted también tendrá que reconocerlo. Tendrá que entender que yo pertenezco plenamente al Führer. Pero no me hará renunciar a mis sentimientos de amistad hacia usted.

—¿Y cómo se pueden armonizar esos dos sentimientos? ¿Y qué dice el Führer de su antiguo jefe, Oscar Walzel, a quien usted tanto admiraba? ¿Y cómo armonizarlo con la humanidad que usted encuentra en Lessing y en todos los demás escritores sobre los que usted les pide a los estudiantes que escriban ensayos? ¿Y cómo…? Pero no tiene sentido alguno seguir preguntando.

Ella se limita a sacudir la cabeza con cada frase de Klemperer, y se le saltan las lágrimas.

—Es verdad, no parece tener sentido, porque todo lo que usted pregunta procede no obstante de la razón, y los sentimientos que se esconden detrás sólo se deben a una amargura por cosas sin importancia.

—¿En qué iban a basarse mis preguntas sino en la razón? ¿Y qué es lo que tiene importancia?

—¡Ya se lo he explicado! ¡El que estamos de nuevo en casa! ¡En casa! ¡Y eso tiene usted que sentirlo, tiene que entregarse a ese sentimiento! La grandeza del Führer tendrá que estar siempre presente para usted; permita que eso se anteponga a esas incomodidades que usted vive de momento… ¿Y nuestros clásicos? No creo en absoluto que ellos lo contradigan, simplemente hay que leerlos de otra manera, a Herder, por ejemplo, por lo demás, estoy segura de que se hubiesen dejado convencer antes o después.

—¿Y de dónde saca esa seguridad?

—De la fe, claro está, la fuente de la seguridad. Y aunque a usted no le diga nada; bueno en eso tiene razón el Führer al ir en contra de los… —aquí escribe Klemperer que la mujer apenas consigue tragarse la palabra «judíos» antes de proseguir…—, la inteligencia estéril. Porque yo creo en él y he tenido que contarle a usted que creo en él.

—En ese caso, querida señora von B, es mejor que aplacemos tanto nuestra conversación sobre la fe como nuestra amistad por un tiempo indeterminado…

Klemperer la vuelve a ver cinco años después, en 1938, cuando escucha por la radio en un banco en el que acaba de entrar el comunicado de que Austria ha sido anexionada a Alemania. Estaba completamente exaltada, escribe Klemperer, le brillaban los ojos, la tirantez de su postura no se parecía a la solemne «¡Atención!» de los demás, sino más bien a un embeleso convulsivo. Él oye después, contado por alguien entre risas, que ella es una de las más fieles devotas del Führer, pero que también es completamente inofensiva. La primera mujer, la que le dio una manzana, tenía una postura neutral hacia los nazis, pero estaba no obstante influida por su lenguaje, mientras que la segunda, la ayudante del catedrático, era una creyente redimida. Eran gente normal y corriente, y eso posibilitó el nazismo. Klemperer no lo comprende, en Hitler sólo ve un hombre que grita, un monomaníaco, en el nazismo ve una limitación insostenible de lo humano. Eso es lo que vemos también nosotros. Pero es obvio que ellos verían entonces algo radicalmente distinto, algo que inspiraba esperanza y fe en el futuro, y que despertaba su entusiasmo interior.

El que esta Paula von B. compare los días de la primavera de 1933 con los días del verano de 1914 no es casual, el entusiasmo en Alemania cuando Hitler se hizo con el poder recordaba al que se extendió por el país cuando estalló la guerra. En su biografía sobre el filósofo Martin Heidegger, Rüdiger Safranski describe el ambiente en los círculos universitarios durante esos meses, cuando incluso había judíos que se dejaban llevar. Eugen Rosenstock-Huessy dio en el mes de marzo de 1933 una charla en la que expresó la opinión de que la revolución fue el intento de los alemanes de hacer realidad el sueño de Hölderlin. Y Safranski cuenta que en Kiel, Felix Jacoby inicia en el verano de 1933 una clase sobre Horacio con las siguientes palabras:

Como judío me encuentro en una situación difícil. Pero como historiador he aprendido a no considerar los acontecimientos históricos desde una perspectiva privada. He votado a Adolf Hitler desde 1927 y me congratulo por tener que hablar sobre el poeta de Augusto en este año del levantamiento nacional. Augusto es la única figura de la historia mundial que puede compararse con Hitler.

Esto fue después del boicot a las tiendas judías que entró en vigor el 1 de abril, y después de que desde el 7 de abril fueran despedidos varios altos funcionarios públicos judíos, escribe Safranski. Heidegger, que junto a Wittgenstein era considerado uno de los más eminentes y más importantes filósofos del siglo, se hizo nazi y miembro del NSDAP. Lo que él y los demás veían en el nacionalsocialismo y en Hitler era un movimiento político que traspasaba la política y llegaba hasta lo verdadero, hasta lo más profundamente humano, donde se encontraban los sentimientos, la colectividad, la verdad y los valores, más allá de la administración, la burocracia y el pragmatismo político cotidiano, y mucho más grande. Heidegger había descrito lo público como lo contrario de lo verdadero, mediante el concepto das Man («el Uno»), el ser humano no auténtico que expresaba la media, en el que la manera individual de ser estaba regulada por los demás, y, en cierto modo, desaparecía dentro de ellos. Lo llamaba la dictadura del das Man.

Sin llamar la atención y sin que se pueda constatar, el uno despliega una auténtica dictadura. Gozamos y nos divertimos como se goza; leemos, vemos y juzgamos sobre literatura y arte como se ve y se juzga; pero también nos apartamos del «montón» como se debe hacer, encontramos «irritante» lo que se debe encontrar irritante. El uno, que no es nadie determinado y que son todos (pero no como la suma de ellos), prescribe el modo de ser de la cotidianeidad. […]

 

Distancialidad, medianía y nivelación constituyen, como modos de ser del uno, lo que conocemos como «la publicidad» [die Öffentlichkeit]. Ella regula primeramente toda interpretación del mundo y del Dasein, y tiene en todo razón. Y esto no ocurre por una particular y primaria relación de ser con las «cosas», ni porque ella disponga de una transparencia del Dasein hecha explícitamente propia, sino precisamente porque no va «al fondo de las cosas», porque es insensible a todas las diferencias de nivel y autenticidad. La publicidad oscurece todas las cosas y presenta lo así encubierto como cosa sabida y accesible a cualquiera.

En la dictadura del das Man se sanciona y se rebaja lo único y lo singular, trivializado hasta un punto en el que todo el mundo puede opinar algo sobre ello, pero en una forma en la que aquello sobre lo que dicen algo queda irreconocible, se convierte en algo radicalmente distinto, algo uniforme y en el fondo carente de calidad. Ocurre todos los días en la sociedad de masas, mediante los medios de masas, que se dirigen hacia el término medio. En esa perspectiva, el juego político, en el que todos barren para casa y apoyan sus propios intereses a la vez que rebajan su nivel para llegar al das Man de tal modo que nada quede único o particular, es el escenario de lo no verdadero. El existencialismo de Heidegger, en el que el ser verdadero y real es algo fuera del lenguaje, y con ello seguramente también inaccesible para el lenguaje y el pensamiento racional, se acerca al misticismo, permaneciendo junto al límite de la mística, como dice el poeta Olav Nygard. Nuestra existencia en el mundo es algo que percibimos con la razón, pero la razón la percibe imaginándosela, y esa existencia que entonces percibimos es algo fingido. Nuestros estados emocionales, que siempre forman una parte de nosotros, constituyen otra manera fundamental de relacionarnos con el mundo. No sabemos de dónde vienen o qué significan, sólo que están siempre ahí. Nos vienen dados, de la misma manera que nos es dada nuestra existencia. El hablar, es decir, el logos, no es en ese sistema ni lenguaje ni razón, escribe el traductor de Heidegger al noruego, Lars Holm-Hansen, sino la articulación de lo comprensible, aquello que resulta posible entender. El habla no es lo mismo que el lenguaje, sino el fundamento del lenguaje. El lenguaje es una explicación de lo que ya está articulado en el habla. En el habla también está callar y escuchar. Entonces nos encontramos totalmente fuera de lo racional, en estados emocionales, el silencio, la escucha, todo lo que el lenguaje no es capaz de articular, pero que sin embargo está presente en el habla, en el habla del ser. Aquí, en lo real, en lo extra racional, en el estado emocional y en el reino de los sentimientos, en la tierra fronteriza con la religión y el éxtasis místico, muy, pero que muy lejos de los pomposos editoriales políticos, exposiciones de moda, cabarets y eventos deportivos, se encontró Heidegger con el nacionalsocialismo. La vida verdadera contra la vida engañosa. El discurso no lingüístico de los sentimientos.

Safranski describe el ambiente de la siguiente manera:

 

Hubo manifestaciones arrolladoras sobre el nuevo sentimiento colectivo, juramentos de masas bajo bóvedas iluminadas, hogueras de alegría en las montañas, discursos festivos en la radio; la gente se reunía vestida de fiesta en las plazas públicas para escucharlos, así como en el aula de la universidad y en las cervecerías. Cantos corales en las iglesias en honor a la toma del poder. El superintendente general Otto Dibelius declara el 21 de marzo de 1933, en la iglesia de San Nicolás de Potsdam: «De norte a sur, de este a oeste sopla una nueva voluntad de estado alemán, un deseo de no prescindir por más tiempo de “uno de los sentimientos más elevados de la vida de un hombre”, citando a Treitschke, es decir, admirar a tu propio estado.» El ambiente que reina en estos días es difícil de describir, escribe Sebastian Haffner, que lo vivió él mismo. Constituía la verdadera base del poder del futuro estado del Führer. «Había —no se puede llamar de otra manera— un sentimiento muy extendido de redención y liberación de la democracia.»

De este aspecto del Tercer Reich —todas las manifestaciones populares, los desfiles con antorchas, el sentimiento de colectividad que sin duda constituye un bien para los que llegan a formar parte de él— se puede uno hacer una idea viendo la película de Riefenstahl de los días del partido celebrados en Núremberg al año siguiente, en 1934, en la que están presentes todos estos elementos. Están escenificados, pero lo que contienen eclipsa la escenificación, porque los sentimientos son más fuertes que cualquier análisis y aquí se da rienda suelta a los sentimientos. No es política, es algo que va más allá. Y es algo bueno.

El filósofo Jaspers fue a ver a Heidegger a su despacho en mayo de 1933 y, según Safranski, lo describió de la siguiente manera:

El propio Heidegger parecía transformado. Nada más entrar él, se produjo un ambiente que nos separaba. El nacionalsocialismo se había convertido en un éxtasis de la población. Yo había ido a ver a Heidegger a su habitación para saludarlo. «Es como en 1914…», empecé a decir, y quería continuar con «otra vez esa engañosa euforia de las masas», pero al ver el entusiasmo de Heidegger por mis primeras palabras, las últimas se me quedaron atascadas en la garganta. […] Cara a cara con él, que estaba prendido por la misma euforia, me faltó coraje. No le dije que iba descaminado. No tenía ya fe en su transformada manera de ser. Sentía en mí mismo la amenaza de ese poder en el que Heidegger ya participaba…

La añoranza por lo sencillo resultó ser igual de intensa en Heidegger que en sus dos coetáneos, Hitler y Wittgenstein, pero mientras que el último ponía el límite de la verdad en lo que se puede decir con el lenguaje, entendiéndolo como su cualidad matemática, Heidegger encontró la verdad al otro lado de ese límite, en lo que no se podía articular. En un discurso en Tubinga, el 30 de noviembre de 1933, Heidegger dijo lo siguiente, citado por Safranski:

Ser primitivo significa estar por necesidad e impulso propios allí donde empiezan las cosas, ser primitivo es ser movido por fuerzas interiores. Precisamente por eso, porque el estudiante nuevo es primitivo, tiene la vocación de cumplir con la nueva exigencia del conocimiento.

En el nacionalsocialismo, la filosofía y la política coinciden en un punto fuera del lenguaje y lo racional, donde se elimina toda complejidad, pero no toda profundidad. Se puede ver así: lo racional y lo objetivo, el análisis y el argumento, relacionado con la escritura, se mueve en horizontal, entre seres humanos, siempre fuera de ellos, siempre entre ellos, siempre en movimiento, en una red cuya complejidad es abrumadora, y de una extensión tal que corrige el yo, modelándolo en un grado infinitamente mayor de lo que puede corregirlo y modelarlo el yo; mientras que el sentimiento y el ambiente relacionados con el discurso, la presencia concreta del uno ante el otro, son magnitudes verticales, algo dentro del propio ser humano, en su profundidad, algo discontinuo, relacionado con lo biológico y con ello con la muerte, pero también con todo lo demás biológico y muerto, de maneras que no se pueden decir, sólo intuir; estamos solos, somos uno y uno, pero en la voz, siempre concreta, siempre relacionada con una determinada persona en un determinado lugar, la soledad es sobrepasada, es la promesa que trae, y en la voz, en su última consecuencia, también se sobrepasa la muerte. Todas las banderas, símbolos y ritos se dirigen hacia esto, lo que no tiene palabras. Una antorcha en la oscuridad puede hacer temblar el alma, un grito de una masa puede hacerla levantarse en una ola de felicidad, y entonces es la felicidad por existir y pertenecer lo que siente y a lo que reacciona. Ah, es algo que todos conocemos, es el corazón que late y la sangre que fluye, es la vida y el mundo, los ríos, los bosques, las llanuras, el viento entre los árboles. ¿Qué puede hacer la razón en comparación con lo que carece de palabras? De lo que hablo es de la diferencia entre un poema y los cien diferentes análisis que se escriben sobre él. O, como dijo Hitler en un discurso en Potsdam, el 23 de marzo de 1933:

El alemán, derrumbado en sí mismo, en discordia con el espíritu, dividido en su voluntad y con ello impotente en sus acciones, se vuelve débil en la afirmación de su propia vida. Sueña con el derecho en las estrellas y pierde su base en la tierra. […] Al fin y al cabo, para los alemanes sólo ha habido camino hacia dentro. Como un pueblo de cantores, poetas y pensadores soñaba con un mundo en el que vivían los otros, y cuando por fin la penuria y la miseria cayeron sobre él de un modo inhumano, creció, tal vez del arte, una añoranza por un nuevo alzamiento, por un nuevo país y con ello una nueva vida.

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