Fin

Fin


EL NOMBRE Y EL NÚMERO

Página 40 de 58

También el lenguaje que se empleaba en el Estado nacionalsocialista se dirigía a los sentimientos; lo que era importante en el lenguaje no era su significado lexical ni su aspecto analítico y argumentativo, sino todo lo demás, lo que decía sin decirlo, lo que se encontraba en el tono del lenguaje, voz, habla. «Tú no eres nada, tu pueblo lo es todo», era uno de los eslóganes de la época nazi, escribe Klemperer, y ese mensaje era directa e indirectamente repetido una y otra vez. El pueblo, se oía por todas partes, Alemania, se oía por todas partes, nosotros, nosotros, nosotros, se oía por todas partes.

 

Yo nunca me he sentido parte de un nosotros; siempre, desde que era pequeño, me he sentido marginado. No es que me creyera mejor y por eso me sintiera marginado, nada de eso, siempre ha sido al revés: no me he sentido lo bastante bueno como para formar parte de un nosotros, no me lo merecía. Tampoco siento ninguna pertenencia a un lugar determinado; en Tromøya, donde me crié, éramos forasteros, no tenía y no tengo ningún derecho a decir que soy de allí. El sentimiento de ser forastero me llegó con más fuerza en el instituto, todos vieron que yo no era lo suficientemente bueno, y ese sentimiento reforzó la sensación de forastero, yo era un extraño. Ay, me colmaba de felicidad cuando hacía algo con otros, por ejemplo, ese coche que compartíamos para las celebraciones del fin del bachillerato, a la vez que sabía que en realidad no estaba con ellos, sólo conmigo mismo. Siempre he tenido un solo amigo, nunca varios a la vez, nunca un nosotros. Cuando empecé en la universidad me acostumbré a ello, dejé de esperar otra cosa, me pegaba siempre a mi hermano, tocaba en su banda, sabía que por eso me dejaban estar con ellos. Me salvó el papel de escritor, porque ya era legítimo estar solo, yo era algo propio, un artista.

Este verano experimenté por primera vez algo distinto. Era paradójico, porque estaba solo cuando sucedió. Y sin embargo me sentí como parte de un nosotros, y ese sentimiento era tan intenso y tan agradable que lloré. Es decir, fue una razón por la que lloré. Hubo muchas más, porque a lo que me estoy refiriendo ahora fue a la masacre de Utøya, donde un noruego sólo unos años más joven que yo se paseó por un bosque matando a tiros a niños y jóvenes, uno tras otro, sesenta y nueve en total. Lloré. No lo habría hecho si se hubiera tratado de sesenta y nueve niños y jóvenes asesinados por una bomba en Bagdad, o muertos en un accidente en São Paulo, pero esto sucedió en casa, ése era el sentimiento que me llenaba, que yo de hecho tenía un en casa, un sentimiento que jamás había tenido. Lloré al verlo. Llamé a mi madre, llamé a Linda, llamé a Geir, que estaba en Noruega. No había ni pensamientos ni sentimientos para nada más que para lo que acababa de suceder. A ratos me daba plena cuenta de lo que había sucedido en esa isla, y de las consecuencias que tendría, pero volvía a desaparecer. Estaba rodeado de oscuridad. Era la oscuridad del dolor, pero también la oscuridad de la atrocidad, era la oscuridad de la muerte. No obstante, en las imágenes que transmitían de allí había luz, yo conocía esa luz, era la luz de un fiordo noruego un día lluvioso de julio. Todas las imágenes que se publicaban eran conocidas. Los pinos de color verde oscuro que crecían hasta el borde del mar, las rocas grisáceas y el agua que reposaba, pesada e inmóvil junto a ellas, también gris. Allí, en medio de lo conocido había cuerpos muertos cubiertos de plástico. Desde la tierra se mostraban imágenes de supervivientes. Algunos estaban tumbados en el suelo recibiendo asistencia, otros subían a autobuses, otros llegaban andando, envueltos en mantas. Algunos estaban abrazados. Unos gritaban, otros lloraban. Eran jóvenes noruegos normales y corrientes. Las ambulancias eran ambulancias noruegas normales y corrientes. Los coches de policía eran coches de policía noruegos normales y corrientes. Y cuando se publicó la imagen del que se había paseado por la isla matando a uno tras otro, también era una cara noruega normal y corriente, con un nombre noruego normal y corriente. Fue una tragedia nacional. También era mi tragedia. Quería estar allí, sentía una imperiosa necesidad, porque el pueblo, el pueblo noruego se congregó en enormes manifestaciones silenciosas, cientos de miles de personas reunidas en las calles con rosas en las manos. Lo que yo sentía era ese deseo del nosotros, de pertenecer, de formar parte de lo bueno y lo importante. Más democracia, más transparencia, más amor. Eso decían los políticos noruegos, eso decía el pueblo noruego, eso me lo decía yo a mí mismo mientras veía la televisión llorando, era muy fuerte, había en esos sentimientos un impulso poderoso, eran sinceros, venían del corazón, había sucedido en casa, los que se congregaban en las calles eran mi pueblo.

Ahora que ya no estoy en ello no entiendo esos sentimientos. Me parecen falsos y provocados por sugestión, no conocía a ninguno de los muertos, ¿cómo podía sentir tanto dolor por su muerte? ¿Y cómo podía sentir una pertenencia tan fuerte? Eran sentimientos completamente innegables, hicieron desaparecer todo lo demás los días que duró aquello.

Después entendí que tuvo que ser esa fuerza, esa enorme fuerza del nosotros que llenó al pueblo alemán en los años treinta. Tenía que ser algo muy bueno, muy segura esa identidad que se les ofrecía. Todas las banderas, todas las antorchas, todas las manifestaciones: así tuvo que funcionar.

 

Contra ese nosotros estaba el ellos de los judíos. El lenguaje a través del cual se transmitía el nosotros, y en el que en cierto modo consistía, y que ante todo creaba identidad, se puede entender de dos maneras: como un lenguaje que invoca lo grande, todos los sentimientos que se encuentran fuera del lenguaje, lo que tiene que ver con los ideales y la presencia del mundo. Pero también se puede entender como lo contrario, como un enorme deterioro de las posibilidades del lenguaje, un stretto en el que lo propiamente humano enmudece. Klemperer lo expresó así:

Y en este punto se descubre otra causa más profunda bajo el motivo evidente de la pobreza de la Lengua del Tercer Reich. La LTI no sólo era pobre porque todos se veían forzados a adaptarse al mismo modelo, sino en particular porque, optando por una autolimitación, siempre expresaba sólo un aspecto de la esencia humana.

Cualquier lenguaje que puede actuar libremente sirve a todas las necesidades humanas, sirve a la razón y al sentimiento, es comunicación y diálogo, monólogo y oración, petición, orden e invocación. La Lengua del Tercer Reich sirve únicamente a la invocación. Con independencia del ámbito privado o público al que pertenezca un tema —no, esto es falso, pues la LTI no conoce un ámbito privado que se diferencie del público, como tampoco distingue entre lenguaje escrito y hablado—, todo es discurso, todo es público. «Tú no eres nada, tu pueblo lo es todo», reza una de sus consignas. Esto significa: tú nunca estarás contigo mismo, nunca sólo con los tuyos, estarás siempre ante tu pueblo.

A algo se le niega espacio en el lenguaje, por un lado lo individual y lo único, por otro lo que complica, lo que ofrece numerosos significados, lo vacilante, inseguro y lento, y cuando todo lo que se relaciona con esto enmudece, cuando ya no tiene ningún espacio en el que articularse, entonces desaparece. Tal vez la cuestión de si simplemente desaparece en el lenguaje o si también con ello desaparece lo que lo crea sea la cuestión más candente de todas las que surgieron en relación con la época de poder de los nacionalsocialistas, ya que señala directamente hacia una problemática de identidad que de ninguna manera es neutral, es decir, de carácter técnico o instrumental, sino que está directamente relacionada con esa terrible sombra que proyecta el exterminio de los judíos sobre la humanidad.

Ningún ser humano puede decir cuál es la causa del exterminio de los judíos. Resulta imposible trazar una conexión entre, por ejemplo, el embrutecimiento de las mentes en la Primera Guerra Mundial, los movimientos alemanes populistas de la época de antes de la guerra, el floreciente nacionalismo entre las dos guerras, el gran crac, la inflación y el desempleo en masa, el desarrollo de la biología racial, el odio y el carisma patológicos de Hitler, la humillación de Alemania tras el Tratado de Versalles y el exterminio de los judíos, porque esa conexión no existe. El exterminio de los judíos fue algo que se desencadenó en esa sociedad, un suceso dentro de ella, pero algo a lo que ella misma ni pudo ni quiso poner nombre, y ya entonces, cuando los primeros trenes de judíos se dirigían hacia el este, era algo casi irreal, algo que estaba teniendo lugar en la periferia de lo humano, mudo y casi invisible, porque lo que compartían los pocos que lo vieron es que le dieron la espalda. Se trata del silencio con el que se encontró aquel obrero ferroviario polaco que era entrevistado en Shoah. Ese silencio, eso era el exterminio de los judíos. El sonido de lo humano que de repente cesó, el silencio que se posa sobre ese paisaje que acaba de resonar. El viento que de vez en cuando zumba por entre los árboles, golpes que se oyen a lo lejos, sonidos desolados. ¿Cómo era posible que tanta gente, más de mil personas, pudieran enmudecer? ¿Dónde estaban? El silencio es la nada cuando lo que era ya no es, y eso es lo que hace imposible entender el suceso, el exterminio de los judíos es lo que no es. Sí, es nada. ¿Cómo podemos relacionarnos con aquello de un modo verdadero? Si elegimos a alguien que lo represente, un individuo con nombre e historia, familia, amigos, lo convertimos en un destino, es decir, le otorgamos dignidad, porque ese individuo la tenía solo en virtud de ser un individuo, pero era justamente la dignidad lo que estaba ausente en el exterminio, y esta ausencia lo que lo posibilitó. Si no elegimos a alguien que lo represente, si no ponemos nombre a las víctimas, sino que pensamos en ellas como seis millones, lo generalizamos, y eso tampoco es verdad, nunca fueron exterminados seis millones de judíos, fue uno por uno seis millones de veces. Las perspectivas se excluyen recíprocamente.

 

En la película Shoah, que ni una vez en el transcurso de sus nueve horas y media de duración abandona su compromiso con ese planteamiento, se soluciona de la que seguramente es la única manera: considerando el exterminio de los judíos como un suceso contemporáneo, es decir, que sólo podemos relacionarnos con lo que hay de él a nuestro alrededor, en forma de esos lugares tal y como son ahora, todos, excepto Auschwitz, eliminados y en forma de recuerdos o no recuerdos de gente que se encontraba cerca, como vigilantes, supervivientes, vecinos, conductores de tren, burócratas y nada más, pura contemporaneidad de la que forman parte los recuerdos.

La ausencia es por ello la forma misma, todos hablan de lo que no es dentro de lo que es, y la imposibilidad de ello a todos los niveles es el tema de la película. ¿Cómo se puede hablar de aquello de lo que resulta imposible hablar? ¿De lo que rehúye toda denominación lingüística, porque la propia denominación lo convierte en algo que no es?

El exterminio judío tuvo lugar fuera del lenguaje, no fue denominado, fue un suceso mudo, y los propios judíos también estaban fuera del lenguaje, desterrados en sus cuerpos, en «eso», la nada de lo innominado, que también acabó por ser aniquilada. Una de las escenas más significativas de Shoah es la entrevista con Czeslaw Borowi, que durante la guerra vivía al lado de la estación de ferrocarril de Treblinka, por aquel entonces un joven que todos los días veía llegar trenes repletos de judíos, los veía esperar su turno, poco a poco completamente consciente de lo que estaba ocurriendo a sólo unos cientos de metros de allí. En medio de la descripción de lo que veía se pone de repente a imitar las voces de los judíos de los abarrotados vagones. Ra ra ra ra, dice. Ra ra ra ra. Parecen sonidos como de un animal o un pájaro. Para él era su lenguaje.

Richard Glazar, que iba en uno de los trenes, en un vagón de pasajeros normal, con asientos, como si fuera de vacaciones, cuenta que después de la estación de Treblinka el tren iba despacio, a paso de tortuga a través del bosque, era verano y hacía calor, y vieron a un joven que les hacía señas. El joven se pasó la mano rápidamente por la garganta, como señalando que los iban a degollar. Glazar no entendió el gesto. Dos horas después todos sus compañeros de viaje se habían convertido en cenizas. Él se salvó, ellos necesitaban fuerza de trabajo y Glazar sobrevivió.

También Czeslaw Borowi hace ese gesto cuando es entrevistado, se pasa la mano rápidamente por la garganta, y dos hermanos que vivían en una granja al lado del campo, y que escuchaban los gritos de horror y notaban el olor a cadáveres podridos y quemados todos los días mientras araban la tierra y cuidaban de sus animales —el olor se percibía a una distancia de varios kilómetros—, también hicieron el mismo gesto varias veces seguidas. Uno de esos hermanos es el que se lo habría hecho a Glazar. Ese gesto, aunque no directamente sádico, al menos lleno de regodeo, era la única comunicación que existía entre ellos y los judíos. Ra ra ra era el lenguaje de los judíos dirigido a ellos, el corte de la garganta era el lenguaje de ellos a los judíos. Lo que se pone de manifiesto en esta escena es que los entrevistados no son conscientes de lo que revelan. Son obviamente antisemitas, y aunque se encuentran entre los pocos que han sido testigos del exterminio, no saben lo que implica, no hay perspectiva de la dimensión de la catástrofe humana. Resulta doloroso ver cómo revelan su infinita falta de juicio, porque sólo pueden hacerlo en su inocencia. No saben.

Igual de impactante es otra escena en la que son entrevistados varios habitantes de Chelmno, el lugar donde se llevó a cabo el primer exterminio industrial de seres humanos. Los seres humanos siempre han sido exterminados, pero lo que ocurrió en Chelmno representaba algo cualitativamente nuevo, algo nunca visto o hecho. Las personas que iban a ser asesinadas eran transportadas a un castillo, donde se les obligaba a desnudarse, luego eran conducidas por un pasillo hasta una rampa y descargadas dentro de un camión. Las puertas se cerraban y una manguera conectada al tubo de escape llenaba la caja del camión de dióxido de carbono. Cuando todos habían muerto, el camión se adentraba en el bosque, a las afueras del pueblo. Se abrían las puertas y los cuerpos caían al suelo, amontonados delante de las mismas, a las que se habían acercado instintivamente. Los cuerpos se dejaban caer dentro de fosas. Al cabo de un tiempo construyeron un enorme horno y los cadáveres fueron exhumados y quemados, y a partir de entonces todos los cadáveres eran quemados. La novedad era que esto no sucedía una, sino varias veces al día, durante un período de dos años. Hoy el castillo ha sido demolido, el horno se ha destruido, lo único que queda son unos restos de muro en un claro del bosque.

El bosque está oscuro y silencioso. Un río fluye justo debajo. Aquí las llamas se elevaban hasta el cielo, cuenta Simon Srebnik, que tenía trece años en 1941 y trabajaba en los hornos. Se pusieron más camiones con el fin de aumentar la capacidad, y con el tiempo los judíos que llegaban eran reunidos en la iglesia en vez de en el viejo castillo. A las puertas de esa iglesia se entrevista a la gente del pueblo, que rodea a Simon Srebnik, a quien todos recuerdan: cantaba para los soldados alemanes, era como una especie de mascota para ellos, los soldados le enseñaban canciones alemanas para que las cantara, y ahora, alrededor de Srebnik, un hombre de mediana edad, se nota una especie de alegría por volver a verlo. Cuentan con exactitud lo que sucedió entonces, lo que ellos vieron. Que detrás de ellos la iglesia estaba abarrotada de judíos y la sacristía de las maletas que llevaban consigo, y cuántos viajes de camión hacían falta para vaciar la iglesia. Uno de ellos se adelanta y habla de un rabino del que se oía hablar en esos tiempos, y que decía que los judíos eran los culpables de la muerte de Jesucristo y que por eso la sangre se derramó sobre sus cabezas, y cuando el entrevistador le pregunta si opina que los judíos tenían la culpa, contesta que sólo está contando lo que decía el rabino. Siguen ofreciendo sus recuerdos precisos de lo que ocurrió y cada vez hay más gente delante de la cámara, a la que miran fijamente con interés y alegría poco disimulados, como niños. Al cabo de un rato, una procesión sale de la iglesia, y la gente del pueblo se ocupa de evitar que algunos se pongan delante de la cámara, agarrando a los niños, para que se pueda filmar la procesión, que es el orgullo del pueblo. No tienen ni idea de lo que están mostrando, no tienen ni idea de lo que ve la cámara, no han entendido nada de lo que allí pasó, es algo que lamentan, claro que sí, eso sí lo han entendido, pero no es algo que haya hecho mella en ellos. Todo el rato, mientras esto sucede delante de la iglesia donde varios cientos de miles de judíos pasaron sus últimas horas, en medio de la aglomeración de gente del pueblo, está Simon Srebnik. Resulta imposible saber lo que está pensando. Su rostro es insondable.

Luego cuenta que lo único que deseaba cuando con trece años trabajaba en los hornos eran cinco rebanadas de pan. Tampoco entendía lo que estaba ocurriendo, era demasiado joven, dice, y estaba acostumbrado a que la gente muriera en el gueto, la gente se desplomaba constantemente. Cuando los alemanes se marcharon de allí, le dispararon un tiro en la cabeza, pero Simon sobrevivió, y en la película vuelve al lugar por primera vez sentado en una barca sobre un estrecho río, cantando las viejas canciones de los soldados alemanes. En otro pueblo se entrevista a la gente que ahora vive en las viejas casas de los judíos, uno de ellos está orgulloso de la educación de sus hijos, otra dice que las judías les robaban los maridos, y uno de los hombres dice que está contento de que los judíos ya no estén allí, pero que no se alegra de que sucediera de aquella manera. Más que nada parecen halagados por la atención que se les está prestando. Todas esas personas estaban allí en aquellos tiempos, fue allí, en su pueblo, donde los judíos fueron reunidos y secuestrados, y fue en los alrededores donde los gasearon y quemaron. Las entrevistas se realizaron a finales de la década de los setenta, principios de los ochenta. Habían pasado entonces algo más de treinta años desde que ocurrió, y es un suceso entre otros muchos. El ostensible antisemitismo que exhiben tiene en sí algo inocente, ya que no saben en absoluto lo que están revelando o, mejor dicho, a quién se lo están revelando. Su antisemitismo es mezquino, adoctrinado socialmente, relacionado con falta de formación y pobreza. Pero ¿es malvado? ¿Eran personas malvadas las que se quedaron con las casas de los judíos, felices por conseguir un estándar de vida más elevado gracias a ello? Gente que muy dispuesta se vuelve para señalar dónde estaban las maletas de los judíos, contenta de aparecer en la televisión. No saben lo que hacen, son inocentes. No serían capaces de hacer nada de lo que testimoniaban. El exterminio de judíos organizado y realizado por los alemanes era algo cualitativamente distinto, relacionado con algo diferente y más grande que el odio popular hacia los judíos.

Organizar y realizar algo así exigía, en primer lugar, una enorme voluntad, sabemos la resistencia que hay en matar, es difícil para los soldados en la guerra, a pesar de que en ella hay personas armadas deseando matarte a ti, pero aquí se trataba de gente no armada que nunca les levantó la mano, también niños de dos o tres años, chicos y chicas, mujeres y hombres jóvenes, viejos y enfermos, en total tres veces más que el número de muertos en la Primera Guerra Mundial, durante un período de algo más de dos años. No es sólo algo que ocurre, sólo puede ocurrir basado en una enorme voluntad, porque se necesita vencer una gran resistencia humana para conseguirlo, pero si se observa cómo transcurrió todo, cómo empezó y cómo se efectuó, la voluntad queda casi ausente por completo, es algo que simplemente ocurre, sin fuerza, algo que hay que aguantar.

 

Los campesinos polacos no habían entendido lo que ocurrió ni lo que implicaba. La cuestión es si lo entendemos nosotros. Porque no fueron sólo los humildes campesinos polacos los que con su antisemitismo ignorante exterminaron a los judíos. Fueron los alemanes de Berlín, Múnich, Dresde, Frankfurt, las grandes metrópolis europeas, una sociedad prominente y en todos los sentidos ilustrada, en primera fila en lo tecnológico y en lo cultural, también en la generación de Hitler, que es sólo tres generaciones anterior a la nuestra. Podemos decir que el círculo que entonces dirigía Alemania lo componían unos bárbaros, brutales y crueles criminales, y lo eran, pero se trataba de un puñado de personas contra los sesenta millones del país, que se mantenían en el poder porque expresaban lo que la gente quería, eran sus representantes. Pero también limitarlo a Alemania y decir que la causa fue la decadencia de lo alemán es facilitárnoslo demasiado a nosotros. Como ya he mencionado, fueron policías noruegos, no alemanes, los que identificaron, localizaron, reunieron y enviaron a los hombres, mujeres y niños noruegos que acabaron convertidos en cenizas en Auschwitz. Y los hombres, mujeres y niños que se convirtieron en cenizas tenían vecinos, conocidos, colegas, amigos que miraban hacia otra parte, veían algo distinto, algo que no existía. Ocurrió así en Noruega, ocurrió así en Alemania, ocurrió así en todo el continente. No existía o casi no existía. Nadie sabía lo que estaba pasando. Nadie lo veía. Casi no sucedía. Y luego se acabó. Entonces vimos que lo que había ocurrido no era casi nada, sino lo contrario, algo tan extremo e inmenso que nunca había ocurrido nada parecido a esa escala.

¿Cómo vamos a entenderlo? ¿Que mientras sucede no es casi nada, que ocurre sin nombres y sin notarse, que los que lo ven no saben lo que están viendo, mientras que luego, cuando ya no existía, se ha entendido como un punto final de lo humano, nuestra última frontera, algo que nunca jamás tiene que repetirse? ¿Cómo es posible que un único suceso dé origen a dos perspectivas tan distintas? ¿Y cómo podemos saber que no debemos repetirlo nunca jamás si ni siquiera sabíamos lo que estaba ocurriendo mientras ocurría? ¿Por qué no se vio hasta que hubo terminado, cuando ya no había nada que ver? Para entonces todas las personas estaban muertas, todos los barracones y todos los hornos destruidos, se habían plantado árboles y eliminado las huellas.

Seguimos sin saber quiénes murieron. Perdieron sus nombres y no los han recuperado, se convirtieron en números y siguen siendo números, seis millones. Yo no sé el nombre de una sola persona exterminada en Chelmno, primero gaseada en un camión, luego quemada hasta convertirse en cenizas en un horno y esparcida por aquel río de allí, mientras que las partes que no se quemaron —los huesos más grandesfueron triturados, convertidos en harina de huesos y también esparcidos por el río, sólo conocemos el número, cuatrocientos mil. Tampoco conozco el nombre de ninguno de los que fueron gaseados y quemados en Treblinka, sólo el número, novecientos mil.

En cambio, conozco los nombres de la mayor parte de las personas importantes del Partido Nacionalsocialista Alemán, Hitler, Göring, Goebbels, Himmler, Bormann, Hess, Speer, Rosenberg. Y no sólo eso, también conozco sus caras, y no sé poco sobre sus vidas y qué clase de personas eran. La desproporción es llamativa. Hitler es uno de los grandes nombres conocidos en todo el mundo, y con los que todos relacionan algo. Los seres humanos a los que exterminó sólo pudieron ser exterminados expulsándolos del lenguaje, quitándoles el nombre, unificándolos con sus cuerpos, sin relación con lo social, que es lo humano, en un proceso de reducción que acabó convirtiéndolos en nada, es decir, en números, lo que son todavía. Se puede ver el poder que tiene el nombre cuando se ponen en fila, uno tras otro. Hitler por un lado, seis millones de judíos por el otro. Hitler levantó a dos millones de alemanes de sus tumbas en Mi lucha, dejando que volvieran a Alemania cubiertos de fango y sangre, para recordar a los habitantes lo que habían sacrificado por ellos. Si uno levanta en el pensamiento a los seis millones de seres humanos exterminados al abrigo de la Segunda Guerra Mundial, reuniéndolos en las llanuras de Polonia y colocando a Hitler entre ellos, la verdadera relación entre las dos partes se revelaría, porque el nombre de Hitler sólo sería uno entre millones de nombres, su voz sólo una entre millones de voces, su vida sólo una entre millones de vidas. Esta inmensa masa de seres humanos cambia según la distancia a la que nos mantengamos de ella. Si nos encontramos muy lejos, la vemos desde muy arriba, la vemos sólo como cuerpos, sólo como miembros, sólo cabezas, sólo ojos, sólo pelo, sólo bocas, sólo orejas, el ser humano como criatura, el ser humano como biología y materialidad, y eso fue lo que hizo posible quemarlos y lo que hizo visible su quema, como una nueva perspectiva de lo humano, nuestra falta de valor, nuestra capacidad de servir de moneda de cambio, la vida que brota de un pozo. La vida humana como un racimo de conchas en un islote en el mar, el ser humano como escarabajos y bichos, el ser humano como un banco de peces que sube coleando por la red. En cambio, si nos acercamos mucho a ellos, a cada uno de ellos, tanto que podemos escuchar el nombre cuando es susurrado, y mirarles a los ojos, donde aparece el alma del uno, único e imperdible, y escuchamos el relato de un día de la vida de un ser humano, rodeado de sus allegados, familia y amigos, un día normal en un lugar normal, con toda su alegría y su fragilidad, envidia y curiosidad, rutina y espontaneidad, imaginación y aburrimiento, odio y amor, lo que se exhibe es lo contrario, lo uno, no como yo, sino como la condición del yo. Y eso eres tú.

 

Cuando Simon Srebnik, el chico de trece años con la voz bonita que metía a personas muertas dentro del enorme horno, con llamas que se elevaban hacia el cielo, rodeado de la oscuridad del bosque, soñaba con el futuro, se imaginaba dos cosas: una eran cinco rebanadas de pan. Eso era todo lo que deseaba. Lo otro que vio cuando salió de todo aquello era que estaba completamente solo. Que no quedaba un solo ser humano en la tierra excepto él. Allí estaba, bajo el cielo, cargando un cadáver tras otro o cantando sus hermosas canciones por los prados, sin sentir nada, excepto que fuera de aquello, si sobrevivía, no podría haber nada. Richard Glazar habla del momento en que empezaron a quemar los cadáveres en Treblinka, porque estaba oscuro, el bosque se levantaba como una pared fuera del campo, y las llamas subían al cielo, y uno de los otros judíos que trabajaban allí, que era cantante de ópera, cantaba Elia, Elia. Ese momento, que él describe a Gitta Sereny en su libro Desde aquella oscuridad, sobre Treblinka y su comandante, Josef Stangl, del que también habla a Claude Lanzmann, no es estremecedor de la manera en que la crueldad es estremecedora, porque ellos, por ser tan increíblemente repugnantes, pertenecen a los otros, algo que resulta imposible incluir en las posibilidades del propio yo, razón por la cual lo llamamos lo malvado; no, ese momento resulta estremecedor de un modo muy distinto, porque en su monumentalidad, en su invocación a Dios y por ello mediante su belleza, traiciona la verdad del ser humano en favor de lo divino. Es ahí donde muere Dios. No porque Dios los haya abandonado, sino porque lo divino pertenece a la perspectiva que hizo posible el exterminio.

 

Al escribir sobre él me doy cuenta del tabú que es el exterminio de los judíos. Es como si hubiese una relación de propiedad con él, como si no cualquier persona pudiera escribir sobre él, de alguna manera uno tiene que haberlo merecido, por haber estado allí en persona, por haber entrevistado a alguien que estuvo allí o por escribir sobre ello de un modo que obligue moralmente y que no sea ambivalente. Uno tiene que ser intachable para escribir sobre él, sólo entonces es posible. Los motivos del que escribe han de ser desinteresados, no comerciales, no especulativos, buenos y honrados. Se puede decir lo que sea de Dios en una novela, tal vez se le llamaría blasfemo, pero no muy en serio, la indignación moral que implica un insulto blasfemo ya no existe. Pero en cuanto al Holocausto, no se puede decir cualquier cosa, en absoluto, en verdad es el único fenómeno de nuestra sociedad con el que uno puede ser blasfemo, en el sentido de que la indignación que despierta un posible insulto es unísona y tremenda. Ahí está el límite. ¿Pero de qué clase de límite se trata? ¿Por qué está ahí? ¿Y por qué es tan frágil?

Cuando condenamos chistes con un peso moral de esa clase, es porque defendemos y protegemos algo, un valor que es inviolable. Pero en este caso, ¿qué es lo que protegemos? ¿Qué conseguimos con hacer inalcanzable el suceso? ¿De qué valor se trata? El historiador inglés David Irving acabó en la cárcel por opinar que las cámaras de gas no habían existido. Es un punto de vista, no un acto. ¿Por qué otras opiniones puede uno acabar en la cárcel? No hay muchas, no se me ocurre ninguna.

Al Holocausto se le han dado todos los distintivos del tabú. El tabú es la manera que tiene una sociedad de defenderse contra fuerzas no deseadas. Es hacerlas visibles a través de la negación, rodearlas de un no y convertirlas de esa manera en algo que se encuentra fuera de lo cotidiano, fuera de la zona en la que normalmente se desarrolla la vida, justo porque se encuentra en lo normal, como una continua posibilidad. Lo singular del Holocausto es lo contrario a aquello en lo que nosotros lo hemos convertido. Lo singular del Holocausto fue que era pequeño, cercano y local. Se trataba de familias que fueron elegidas y agrupadas. De trenes que dejaban atrás los guetos de Polonia, Alemania, Holanda, Bélgica, Grecia, Checoslovaquia, Lituania, Letonia —todos los países bajo control alemán—, que viajaban por Europa hacia el este y que se paraban en las pequeñas estaciones de ferrocarril de las zonas rurales de Polonia, Treblinka, Sobibor, Auschwitz, Belzec, donde eran sacados a empujones si venían del este, o se les permitía bajar, si venían del oeste. Creían que los lugares a los que llegaban eran campos de recolocación o de trabajo. Eran separados, mujeres y niños a la derecha, hombres a la izquierda, tenían que desnudarse y luego eran conducidos por un pasillo de rejas hasta un cuarto en el que se les gaseaba hasta que morían, luego sus cuerpos eran recogidos y quemados o enterrados. Esos campos eran pequeños, Treblinka medía seiscientos por cuatrocientos metros, y trabajaban allí relativamente pocas personas, ciento cincuenta soldados ucranianos y cincuenta soldados de las SS alemanas. En Treblinka había además mil de los llamados judíos obreros, que realizaban todo el trabajo pesado, antes de ser gaseados y quemados también ellos. Un día normal de lo que Glazar llama temporada alta llegaban al campo en tren diez mil judíos. Unas horas después sus cuerpos ya habían desaparecido. Tal actividad se llevó a cabo durante dos años. En ese tiempo fueron asesinadas allí entre ochocientas mil y un millón doscientas mil personas. Es un número y un suceso que un ser humano es incapaz de comprender. Ocurría a la misma hora todos los días, rutina, lo que ellos mismos llamaban producción, aunque de muertes. La producción de muertes en Treblinka era primitiva en comparación con la de Birkenau, dice Franz Suchomel, un soldado de las SS del campo.

Lo que quiero decir con esto es que fue real. Y si real, también concreto. Y si concreto, local. Y que se encontraba muy cerca de lo normal. Tan cerca de lo normal se encontraba que se estaba llevando a cabo de un modo casi inadvertido. Todo el horror se une en esto. Las primeras personas que fueron gaseadas en el Tercer Reich no eran judíos, sino enfermos mentales o físicos. Lo llamaban eutanasia y fue introducida como una ampliación de la ley de esterilización, mediante la cual en 1933 se legalizó la esterilización de personas con enfermedades hereditarias. Los nazis pidieron, según Sereny, un informe pericial de cien páginas a un profesor de ética teológica de la universidad católica de Paderborn, Joseph Mayer, antes de poner en marcha su programa de eutanasia. El informe de Mayer se iniciaba con una mirada retrospectiva histórica, para luego discutir los argumentos a favor y en contra y tocar el sistema ético de los jesuitas en relación con lo probable. Dice que

existen pocas decisiones morales que sean inequívocamente malas o buenas. La mayor parte de las opiniones son ambiguas. Si en cuanto a estas decisiones ambiguas existen razones plausibles y «autoridades» que apoyan una opinión personal, esta opinión personal puede resultar decisiva, aunque existan otras razones «justas» y «autoridades» que la contradigan.

Y concluye con que la eutanasia es defendible, ya que existen razones justas y autoridades tanto a favor como en contra. El documento, escrito por Sereny, y del que existían cinco ejemplares, no se ha encontrado jamás, no existe, como ocurre con casi todo lo que tiene que ver con este tema; o ha sido aniquilado o sólo se trata de un rumor puesto en marcha con el fin de legitimar o limpiar algo. La mudez que rodea a esta muerte y cómo se administró es casi total. No obstante, el programa de eutanasia se puso en práctica, más de cien mil personas fueron asesinadas, y un umbral rebasado. Se trataba de la pureza de la raza, estaba científica y jurídicamente fundada, empezaba con la esterilización, luego se pasó a gasear a personas tan gravemente dañadas e inválidas que sería considerado un alivio tanto para estas personas como para las que las rodeaban.

 

En Mi lucha, la cuestión judía se encuentra en un principio dentro de la misma esfera; lo de la sangre pura contra la impureza de la sangre, el control del estado del cuerpo biológico, higiene racial y la salud del pueblo, pero mientras que la esterilización y la eutanasia se encontraban dentro de los límites de lo aceptable para la ley y las autoridades y para la gente normal y corriente, aunque como un tema controvertido, lo de exterminar a un pueblo entero era obviamente algo inaudito y por completo impensable. Cuando se tomó la decisión del exterminio de los judíos, seguramente en algún momento hacia finales de 1941, sin duda en forma de una orden oral de Hitler a Himmler, y se establecieron los primeros campos de muerte ese mismo invierno, la mayor parte de las personas importantes habían participado en el programa de eutanasia. El exterminio de seres humanos a esa escala nunca se había realizado, no había ninguna experiencia al respecto, más que las cámaras de gas del programa de eutanasia, del cual partieron. Los asesinatos de judíos en el frente del este, que eran ejecuciones puras y duras, también de mujeres y niños, requerían demasiado tiempo y personal, y sería un método imposible en la práctica. Entonces se encontraron ante la pregunta: ¿cómo asesinar a la mayor cantidad posible de seres humanos con la menor cantidad de operarios posible y en el menor espacio de tiempo posible? Hubo mucha prueba y error hasta que el sistema se volvió verdaderamente eficaz. No existía presupuesto para el exterminio, fue financiado mediante la confiscación de las fortunas de las víctimas. Una agencia de viajes normal y corriente se ocupaba de las cuestiones prácticas referentes al alquiler de los trenes, al igual que procedían en otros casos. Funcionarios normales y corrientes se ocupaban de la planificación del tráfico, ponían los horarios de los trenes en los tablones y transmitían la información. Se construyeron los campos, se elaboraron órdenes para el personal, la actividad se puso en marcha. Algunos soldados tuvieron que ser elegidos por su brutalidad, porque muchos eran obviamente sádicos que en los campos podían explayarse hasta donde quisieran; otros eran hombres normales, en los demás contextos atentos, cumpliendo con su trabajo.

Dos años más tarde intentaron ocultar todas las huellas; después de eliminar todos los edificios de Treblinka construyeron una granja en el terreno, y dieron órdenes a la familia ucraniana que allí instalaron de que dijera que habían vivido allí siempre. Lo mismo ocurrió con Sobibor, Belzec y Chelmno, ninguna huella.

Alrededor de ellos la vida seguía como si no hubiese ocurrido nada.

¿Qué había ocurrido?

Creo que se puede decir que lo que ocurrió precisamente no era inhumano, sino humano, y que es eso lo que lo hace tan horroroso y tan estrechamente relacionado con nosotros mismos y nuestras vidas que para poder verlo, y con ello dominarlo, lo desplazamos más allá de nosotros, hasta un lugar fuera de lo humano, como algo intocable, algo que sólo puede mencionarse de maneras determinadas y muy controladas. Pero empieza en un nosotros, se une en un yo, que lo concentró en un libro, y desde allí se expandió en lo social de un modo inexplicablemente callado, pasando de ser un pensamiento a ser una acción, algo concreto y físico en el mundo, de lo que ninguno de los implicados hablaban, sólo hacían.

Tren tras tren, carga tras carga, persona tras persona.

Chu cu chu cu chu.

Durante estas semanas escribiendo sobre Mi lucha, he pensado bastante en lo que yo sé de maldad. Antes era algo en lo que nunca pensaba, era una cuestión que pertenecía a la adolescencia, cuando leía a Bjørneboe y me sentía personalmente responsable de la humanidad. La cuestión de si Dios existía o no pertenecía a esa misma época. Todavía me acuerdo de una página de mi diario de cuando tenía dieciséis años, que empecé con la pregunta «¿Existe Dios?» y concluí con que no existía. Ahora tengo cuarenta y dos y, como vemos, he retrocedido hasta el principio. No soy el mismo; lo que durante mucho tiempo era algo cercano, la adolescencia, se encuentra ahora como al otro lado de un mar de tiempo. Y aquello con lo que entonces sólo me relacionaba instintiva o sentimentalmente, lo social, de cuya fuerza me daba cuenta cuando ardía de vergüenza o me moría de arrepentimiento por algo que me había hecho sentirme limitado, inoportuno, difuso, jodidamente estúpido y bobo, y también impuro, sucio y deshonesto…, lo veo ahora con más claridad, en gran parte después de haber escrito estos libros, en cuyas frases, en cada una de ellas, he intentado sobrepasar lo social, trasmitiendo mis pensamientos y mis sentimientos más profundos, en lo extremadamente privado, mi interior, pero también describiendo la esfera privada de la familia, detrás de esa fachada que tienen todas las familias ante lo social, en una forma oficial, la novela. Las fuerzas que se encuentran en lo social aparecen sobre todo cuando se rebasan, y son fuertes, casi imposibles, mejor dicho, resulta absolutamente imposible librarse de ellas. Tenía pensado escribir exactamente lo que pensaba, opinaba y sentía, es decir, ser sincero. Así es la verdad del yo, pero luego resultó ser tan incompatible con la verdad del nosotros, que es como debe ser, que fracasó ya después de un par de frases. De ese modo entendí lo que significa moral, y dónde se encuentra. La moral es el nosotros en el yo, es decir, una magnitud de lo social que está por encima de la verdad. El debe de la moral es la voz de la decencia, lo que nos salva. Pero también es la voz de la limitación del yo, lo contrario de la verdad y de la libertad, lo que nos impide. Esto último es a lo que se refiere Heidegger con das Man, la dictadura del nosotros, la tiranía del término medio, la mentalidad pequeñoburguesa que convierte todo en sí misma. Resulta sorprendente que él no calara a Hitler, que en todo lo que hacía y pensaba era un pequeñoburgués, y el nazismo, que era una revolución pequeñoburguesa, sino que fuera engañado por sus símbolos de grandeza y construcciones de verdades, y que no viera que lo grandioso y lo verdadero significaba muerte. Cuando Jaspers le preguntó cómo iba a poder gobernar un hombre tan poco educado como Hitler, Heidegger contestó como un enamorado, dijo: ¡La educación es indiferente…, basta con mirar sus maravillosas manos! Sólo la decencia podría haberle salvado, como a todos los demás que siguieron a Hitler. Jaspers fue salvado por la decencia, también Jünger y Mann. Pero Heidegger no. Y seguro que tampoco Joseph Stangl, el comandante de Treblinka. A él le resultaba decente quedarse en su puesto y procurar que diez mil personas fueran gaseadas y quemadas todos los días, para que no se produjeran colas en el sistema. En él y en todos los demás alemanes bajo el régimen nazi se vio lo traidora que es una magnitud como lo social, y, sobre todo, la fuerza tan salvaje que posee. Si Stangl hubiera tenido fuerzas para romper las ataduras de lo social, no habría acabado nunca en ese infierno enloquecido en el que acabó, ni tampoco habría tenido novecientos mil seres humanos pesándole en la conciencia. En el Tercer Reich, la conciencia no decía que matar está mal, decía: está mal no matar, como escribe Hannah Arendt con mucho acierto. Se hizo posible mediante un desplazamiento en el lenguaje, lo que se muestra en su forma más pura en Mi lucha, donde no hay ningún «tú», sólo un «yo» y un «nosotros, que posibilitan el convertir el «ellos» en «eso». En «tú» estaba la decencia. En «eso» estaba la maldad.

¿Pero fue el «nosotros» el que la ejercía?

 

Para protegernos, empleamos el marcador de distancia más poderoso que conocemos, la línea de demarcación que separa el «nosotros» y el «ellos». Los nazis se han convertido en nuestro gran «ellos». Fueron «ellos» los que mediante su demoniaca y horrenda maldad exterminaron a los judíos e hicieron arder el mundo. Hitler, Goebbels, Göring y Himmler, Mengele, Stangl y Eichmann. El pueblo alemán que «los» siguió también es para nosotros «ellos», casi tan monstruosos en su carencia de rostro y humanidad febril de masas como sus líderes. La distancia del ellos es enorme, lanzan esos eventos históricos cercanos, conocidos por nuestros abuelos, a una especie de abismo medieval. Al mismo tiempo sabemos, todos lo sabemos, aunque no todo el mundo lo reconozca, que también nosotros, si hubiéramos formado parte de aquella época, habríamos desfilado bajo la bandera del nazismo. En Alemania, en 1938 el nazismo gozaba de consenso, era lo correcto, ¿y quién quiere o se atreve a hablar en contra de lo correcto? La gran mayoría de nosotros opinamos lo que opina todo el mundo, hacemos lo que todo el mundo opina y lo hacemos porque ese «nosotros» y ese «todo el mundo» son los que fijan tanto las normas como las reglas y la moral de una sociedad. Ahora, cuando el nazismo ya se ha convertido en «ellos», es fácil distanciarse, pero no lo era cuando el nazismo era «nosotros». Eso es lo primero que tenemos que entender si queremos entender lo que ocurrió, cómo fue posible. Lo otro que tenemos que entender es que el nazismo y los elementos del nazismo no eran monstruosos en sí, es decir, no surgieron como algo abiertamente monstruoso y malvado, separado de todo lo demás que fluía por la sociedad, sino al contrario, constituía una parte de esa corriente. Las cámaras de gas no fueron un invento alemán, fueron los norteamericanos los que descubrieron que se podía ejecutar a personas metiéndolas en una cámara llena de gas, lo hicieron por primera vez en 1919. El antisemitismo paranoico tampoco era un fenómeno alemán, el más famoso y ferviente antisemita del mundo en 1925 no era Adolf Hitler, sino Henry Ford. Y la biología racial no era algo sucio, bajo e indigno que se desarrollaba en la periferia o en los bajos fondos de la sociedad, al contrario, era precisamente lo último, lo más avanzado de la ciencia, más o menos como la biología genética de nuestra época, envuelta en luz y esperanza de futuro. Las personas decentes se distanciaron de todo eso, pero no fueron muchas, algo que merece la pena tener en cuenta, porque ¿quiénes seremos el día que se ponga a prueba nuestra decencia? ¿Nos atreveremos a contradecir lo que opine todo el mundo, lo que opinen nuestros amigos, vecinos y colegas, e insistir en que ellos son indecentes y nosotros decentes? El poder del nosotros es grande, casi irrompibles sus lazos, y todo lo que podemos hacer es esperar que nuestro nosotros sea un buen nosotros. Porque si llega lo malvado, no llegará en forma de «ellos» como algo ajeno que podamos rechazar fácilmente, llegará en forma de «nosotros». Llegará como lo correcto.

 

Leer los textos escritos en las décadas anteriores a la Segunda Guerra Mundial es como leer textos legales de una sociedad antigua que ya no están en vigor. Las ideas constituyen en sí un sistema comprensible y con sentido, pero ya no está relacionado con la realidad práctica. Las ideas sobre lo que es el ser humano, lo que es una sociedad, lo que es lo esencial ya no rigen para la sociedad en la que vivimos. Ningún estudiante de instituto sacrificaría hoy la vida por su país, ningún veinticincoañero le encontraría hoy valor a la muerte de dos millones de seres humanos. El fenómeno es simplemente inconcebible, salvo como una anormalidad. Considerar la democracia como la expresión de la decadencia y el liberalismo como indigno tampoco son ideas que se suelen ya defender, y si así fuera, sus defensores serían linchados en público. Lo antidemocrático es tabú, entendido en su significado original, es decir, algo que la sociedad considera que no puede tratar. Cuando a pesar de ello se trata, se hace de maneras que nos protegen contra su contenido, más o menos como funcionaban los ritos en las sociedades primitivas, en este caso mediante la elevación de los textos de aquella época en textos que igual que lo sagrado excluye todo lo que no es sagrado, excluyen todo lo que no es textual. De esa manera se pueden tratar conceptos como la violencia divina, que ocupa un lugar predominante en un ensayo de Walter Benjamin de 1921, y que, debido a que Benjamin es uno de los pensadores más reconocidos de la época de Weimar y quizá de la modernidad en general, tiene que ser salvado de sus implicaciones antidemocráticas, y se pueden investigar pensamientos sobre las arbitrariedades de la ley sin que signifiquen nada más que en el mundo interior de textos, en el que las frases retroceden hasta la Antigüedad, hasta Platón, Aristóteles o incluso hasta los presocráticos, y luego avanzan hasta Nietzsche, luego van de vuelta hasta los romanos y la ley romana, de nuevo hacia delante hasta Heidegger, hacia atrás hasta Agustín de Hipona y Tomás de Aquino, hacia delante hasta Benjamin, hacia atrás hasta Descartes y hacia delante hasta Kierkegaard, pero nunca hasta nuestra época y nuestra sociedad, es decir, nunca de un modo que comprometa, porque la comprensión que se adquiere con los textos no llega a tener ninguna consecuencia en la realidad fuera de ellos. Los problemas se tratan, se exhiben, pero su validez se limita al propio contexto delimitado, exactamente de la misma manera que los ritos trataban los abismos de sus sociedades. El mejor ejemplo es Nietzsche, que es uno de los personajes más significativos de las humanidades, uno de los más citados en casi todas las cuestiones que tienen que ver con la sociedad y la cultura, pero la reconsideración de valores que tiene lugar en su filosofía, y por la que una generación tras otra se siente fascinada y absorta, nunca llega a tener un significado real, en el sentido de que no se establece ningún compromiso entre el texto y la realidad del lector. Todos los pensamientos relativos a esto sobre lo no democrático, sobre las diferencias en la calidad de los seres humanos, sobre lo nihilista, sobre lo amoral y sobre la arbitrariedad de la ley se tratan como texto, y todo tipo de fascinación y relevancia posible se convierte en una cuestión de fascinación y relevancia interiores.

Ir a la siguiente página

Report Page