Fin

Fin


NOVENA PARTE

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NOVENA PARTE

Cuando sonó el despertador, seguía siendo de noche. Lo apagué y me levanté. Linda dormía tranquilamente, con la cara apoyada en la almohada y tapada casi del todo por el pelo esparcido. Eran las cuatro y media y me dolía hasta el alma de cansancio, porque me había costado mucho dormirme. No me pasaba casi nunca, si algo funcionaba en mi vida era el sueño. Tenía un sueño profundo. Podía dormir en el suelo sin problemas y con los niños chillando a un metro de distancia, no me importaba; dormía siempre a pierna suelta. En una ocasión pensé que eso era señal de que no era un escritor de verdad. Los escritores eran seres insomnes, ajados, de madrugada se ponían a mirar por la ventana de la cocina, atormentados por sus demonios internos que nunca descansaban.

¿Quién había oído hablar jamás de un gran escritor que durmiera como un niño?

El que pensara eso era una mala señal, se me ocurrió. Porque al día siguiente salía mi tercera novela. Cogí la ropa que había preparado por la noche y me fui al baño a ducharme. Al ver la ropa, una oleada de nerviosismo me azotó por dentro. Cuando me metí en la bañera, me temblaba la mano que agarraba la ducha. Abrí el grifo y sentí escalofríos cuando los chorros de agua caliente cayeron sobre mi piel, que acababa de salir de la cueva del edredón, donde habría preferido seguir. Pero al cabo de unos minutos ocurrió lo contrario, lo que me produjo escalofríos fue salir de la ducha caliente.

Después del murmullo del agua, se hizo el silencio. Ni un sonido procedente del exterior, ni un sonido procedente del piso o de los pisos de debajo de nosotros. Era como si estuviera completamente solo en el mundo.

Me sequé con una toalla grande bajo la cegadora luz, y cuando la piel estaba bastante seca, limpié el vapor del espejo y me puse gomina en el pelo y desodorante en las axilas, mientras miraba mi reflejo, que lentamente se iba quedando borroso, porque las moléculas del agua o lo que fuera se posaban de nuevo en la superficie de cristal.

Me puse la camisa de Ted Baker, que se me pegaba a los omóplatos aún húmedos y al principio no colgaba recta. Luego me enfundé los vaqueros Pour, que tenían los bolsillos en diagonal, algo que no solía gustarme, era demasiado convencional, todos los pantalones Dockers tenían así los bolsillos, pero en unos vaqueros había tantas cosas que diferían de lo típico de los Dockers que en realidad tenían bastante buena pinta, porque desafiaban a lo que recordaba a los vaqueros y así surgía una especie de tensión; no era muy grande, pero en un mundo en el que todos los vaqueros tenían el mismo aspecto bastaba para hacerlos un poco diferentes.

Sequé el suelo con la toalla usada y la dejé en el borde de la bañera, fui a la cocina, encendí el hervidor, eché un poco de Nescafé en una taza y miré por la ventana mientras esperaba a que hirviera el agua. La ventana daba al este, y una lejana franja de algo más luminoso había empezado a verse en la oscuridad. Impaciente, levanté la jarra del hervidor antes de que el agua empezara a hervir, y el sonido creciente y borboteante se interrumpió y fue sustituido por un suave gorgoteo en el instante en que el agua subía por la taza, primero entre amarilla y marrón por el polvo del café, visible en el fondo como un terrón de tierra, hasta disolverse por completo en unos instantes, haciendo que la superficie se volviera impenetrablemente negra, con unas burbujas más claras por el borde.

Con la taza en la mano salí a la terraza, me senté y me fumé un cigarrillo. Pasó por encima un avión como una pequeña bola de luz; todavía estaba demasiado oscuro para poder distinguir el fuselaje del cielo que lo rodeaba. Hora y media después estaría sentado allí arriba, pensé, y luego me acordé de ese cuento de Cortázar que tantas veces me venía a la cabeza en esas ocasiones, porque cambiaba de perspectiva de un modo vertical y vertiginoso entre una persona en la cabina de un avión y una persona abajo, en la tierra, en una isla mediterránea, para ser más exacto. Cortázar era el maestro de los vertiginosos cambios de perspectiva, y aunque sus cuentos se parecían a veces a los de Borges, eran muy particulares.

El hombre que lee sobre el hombre que lee sobre el hombre que lee. La fila de rostros que desaparecía en la profundidad ilusoria del espejo cuando de pequeño me ponía frente a él con otro espejo que me devolvía las imágenes. Cada vez más pequeñas y más hacia dentro, hasta el infinito, porque ese movimiento no podía parar, simplemente la imagen se hacía tan pequeña que ya no se podía distinguir.

Inhalé el humo hasta el fondo de los pulmones. Sentí frío, debido en parte a que iba en camisa y en parte a que estaba cansado. Y en parte a que tenía miedo.

Pero no había por qué tener miedo, ¿no?

El avión no era ya más que un puntito, mientras la franja del amanecer se había acercado a la ciudad, y la oscuridad en el aire entre los edificios de debajo de mí estaba llena de una especie de luz tan vaga que era como si alguien hubiese dado vueltas a la oscuridad para que esa luz que se encontraba escondida en el fondo se diluyera y saliera a la superficie.

Desde que era un adolescente pensaba que el universo podía ser microscópico y encontrarse por ejemplo dentro de un átomo en otro universo, que a su vez se encontraba dentro de otro universo, ad infinitum. Pero cuando leí a Pascal y descubrí en él el mismo pensamiento, adquirió validez y fue autorizado como una posibilidad real. Pues sí, seguramente era eso. Las estructuras fractales, de las que constaban tantas cosas en el mundo, eran así: una imagen dentro de una imagen dentro de una imagen, ad infinitum.

Apagué el cigarrillo en el cenicero, tiré el resto del café por la barandilla de la terraza y oí cómo daba contra el tejado muy abajo, en el instante en que abrí la puerta y entré en el piso. Dejé la taza en la encimera de la cocina, me puse la americana y los zapatos nuevos, metí la gomina, unos calzoncillos y una camisa en la mochila, y el pasaporte, el billete de avión, los cigarrillos y el encendedor en el bolsillo exterior, me la colgué al hombro y estaba a punto de abrir la puerta cuando salió Linda.

—¿Te vas ya? —me preguntó.

—Sí —contesté.

—Mucha suerte entonces —dijo.

Nos dimos un ligero beso.

—¡Nos vemos mañana! —dije yo.

—Estupendo —respondió.

Me dirigí al ascensor. Ella cerró la puerta detrás de mí. Evité mirarme en el espejo mientras bajaba, al salir a la calle encendí un cigarrillo. Había dos taxis parados delante del hotel, crucé por el semáforo y fui hacia ellos. El conductor del primero estaba durmiendo. Me incliné y llamé a la ventanilla con los nudillos. Él no se estremeció como me esperaba, sino que abrió los ojos sin mover la cabeza ni el cuerpo, en una especie de majestuosa dignidad fuera de lugar.

Bajó el cristal.

—¿Está libre? —pregunté.

—Sí —contestó—. ¿Adónde vas?

Abrí la puerta de atrás y me subí. En realidad el plan era coger un taxi hasta la estación y allí el tren hasta el aeropuerto de Kastrup, pero no me parecía bien haberlo despertado para un trayecto tan corto, por el que no obtendría más que unas cien coronas, por otra parte, necesitaba esa buena sensación de excesos y lujo que me produciría coger un taxi hasta el aeropuerto, algo que jamás había hecho, excepto una vez que fuimos con los niños a las islas Canarias con tanto equipaje que no teníamos fuerzas para meterlo todo en el tren.

—A Kastrup —contesté—. ¿Tienes tarifa fija?

—Sí —contestó, poniendo el intermitente de la izquierda.

Eran cuatrocientas coronas más que el tren. Casi tanto como el billete de avión a Oslo. Pero, joder, la novela iba a salir al día siguiente. Me pagarían al menos sesenta mil coronas por ella. Así que me lo podía permitir. Además, me esperaban muchas entrevistas, era importante que estuviera descansado e hiciera acopio de fuerzas, era mi trabajo.

Me recliné en el asiento, contemplé la ciudad con sus luces resplandecientes del amanecer, y una nueva oleada de nerviosismo me subió por dentro.

 

Durante casi dos años había trabajado como asesor lingüístico de la nueva traducción noruega de la Biblia, y en ese tiempo cogía tan a menudo el avión de Kastrup a Gardermoen, ida y vuelta en el día, que lo que hasta entonces consideraba no exactamente grandioso, pero sí inusual, como una especie de fiesta de los viajes, se había convertido en una rutina, algo tan cotidiano como coger el autobús. Saqué la tarjeta de embarque en una de las máquinas de la terminal de salidas, subí a la primera planta y recorrí los largos pasillos hasta el control de seguridad. Con la americana en el brazo y el cinturón en la mano coloqué la mochila en la cinta cuando me tocó el turno, luego volví a cogerla por el otro lado, rodeado de cincuentones trajeados y varias mujeres con el mismo aspecto de negocios, unas animadas y extrovertidas, otras como desaparecidas dentro de ellas mismas, como árboles. Suponía que yo también tendría esa pinta si alguien me miraba como yo las miraba a ellas. Volví a ponerme el cinturón y la americana mientras atravesaba la tienda taxfree, en dirección al café que había junto a la entrada a las puertas B, donde solía sentarme después de comprar algunos periódicos noruegos y daneses en el gran quiosco y un café en el mostrador.

Apenas había hablado con nadie de la novela, exceptuando a mis más allegados, y ellos me veían a mí y a ellos mismos sin esa objetividad que se da en una novela normal, así que sabía poco de lo que parecería desde fuera a personas que no me conocían. Resultaba difícil prever lo que me preguntarían los periodistas. Pero en cuanto se pusieran en marcha, se establecería una determinada manera de considerar la novela, porque siempre pensaban del mismo modo y hacían las mismas preguntas, y cuando había contestado a uno, contestaba lo mismo al siguiente, creándose así una especie de base que a su vez se convertiría en el libro, porque lo que se dijera de él en los periódicos al día siguiente se consolidaría en un círculo más amplio de lectores e interesados, que hablarían de él desde esa misma base. La siguiente vez que me dejara entrevistar, los periodistas se habrían preparado repasando las anteriores entrevistas y reseñas. En ese proceso sería eliminado casi todo excepto un par de puntos, que se repetirían una y otra vez hasta que el libro se quedara sin vida y acabara sus días en algún almacén de las afueras de Oslo.

Pero esta vez había algo seguro: me preguntarían sobre lo autobiográfico. ¿Por qué escribía sobre mí mismo? ¿Qué era lo que me hacía tan interesante que no sólo daba para escribir una novela sobre mi vida, sino seis? ¿Era acaso un narcisista? ¿Por qué usaba nombres auténticos? Podría salir bien, no eran preguntas imposibles, pero si llegaban a los nombres específicos, mi madre y mi abuela paterna, por ejemplo, y a sus parientes, y querían hablar de la descripción de la realidad de la novela, no en general, sino concretamente de la abuela y mi padre aquellos días en Kristiansand, podría convertirse en una pesadilla.

Ya había recibido un anticipo de lo que les interesaba en las tres entrevistas que había concedido en Malmö; una a Dagbladet, otra a Dagens Næringsliv y otra al programa de libros de la Radio Nacional Noruega. A los dos periódicos les interesaba lo que había escrito sobre mí, sobre mi propia persona tal y como era ahora. Sobre que no tenía amigos, que no me interesaba la vida social y que bebía tanto que perdía el control. Me resultó casi imposible hablar de eso. ¿Quién quiere decir en un periódico que no tiene amigos? Mientras escribía, no suponía ningún problema, porque lo que escribía era como yo lo vivía sentado solo en la habitación. La novela se desarrollaba muy cerca de mí, pero al salir a la luz se convertía en otra cosa, porque se distanciaba de lo privado, de lo que me pertenecía a mí y a los míos, se convertía en un «asunto», en algo público, cuando en realidad aquello en lo que nos movíamos no era nada, y en la novela había adquirido una forma. Pero la gran diferencia entre una novela y un artículo de un periódico era que la primera pertenecía a la intimidad, estaba estrechamente ligada al yo, con una voz específica a la que sobrepasaba, ya que también se dirigía a uno o más lectores, pero sin abandonar nunca lo propio y lo personal, mientras que el artículo periodístico no tenía ninguna raíz en lo propio y lo personal, transformando así todo lo que decía la novela en algo distinto, algo público y general, con la fuerza de una sentencia: Knausgård no tiene amigos. Knausgård pierde el control cuando bebe. Knausgård grita a sus hijos. Y así ocurría con todo lo que había escrito en esa novela. La novela era un género íntimo y lo íntimo no cambiaba de carácter aunque se imprimieran de ella ocho mil ejemplares, porque era leída por una persona cada vez y no abandonaba nunca lo privado. Pero cuando los periódicos escribían sobre lo que yo escribía ya no tenía nada que ver con lo privado ni con lo íntimo, se volvía objetivo y público, disuelto en el yo, y aunque seguía relacionándose conmigo y con mi mundo, sólo era mediante mi nombre, su exterior, «Knausgård», un objeto entre otros objetos, y entonces, y no antes, aquello de lo que trataba la novela se convertía en «algo».

Había decidido no leer ninguna de las entrevistas que me hicieran ni ninguna crítica, porque me haría derrumbarme de odio hacia mí mismo al ver mi interior desde fuera de esa manera. Pero el periodista de Dagens Næringsliv, un joven del sur del país, insistió en que la leyera antes de que se imprimiera, y eso es algo que nunca volvería a hacer. En un correo electrónico que le envié, comparaba mi vivencia con la de un animal que se queda petrificado delante de los faros de un coche.

Mientras estaba sentado en el aeropuerto, repasé en la cabeza varios razonamientos, intentando dar una respuesta a todas las preguntas que me imaginaba que podrían surgir —mientras miraba por la ventanilla los aviones parados y los pequeños vehículos del aeropuerto que se movían a toda velocidad como vehículos de juguete, con el gran cielo de fondo, ahora completamente azul, y el sol al otro lado, cuyos rayos hacían brillar el cristal y el metal, y el flujo de gente—, hasta que llegó el momento de subir al avión, entonces me levanté, metí los periódicos en la mochila, enfilé el pasillo y fui hasta la puerta de embarque, donde me recorrió otro fuerte temblor, como una especie de arroyo de angustia, cuando me senté.

No tenía ninguna duda de que Fedrelandsvennen, el periódico de Kristiansand, se aproximaría tanto a la realidad como le fuera posible. Seguramente estaban indignados, porque uno no debía escribir sobre su vida privada, y tampoco era improbable que hubiesen hablado con Gunnar y me hicieran sufrir al máximo. Pleito, negligencia, utilización sin escrúpulos de personas inocentes en beneficio propio.

Me levanté, me resultaba imposible seguir sentado, y fui al servicio, donde, con mucho esfuerzo, me salió un poco de meado amarillo oscuro, me lavé las manos, me las sequé bajo el pequeño aparato de aire caliente, o como se llame, colgado en la pared junto al espejo. Al salir de allí, di una vuelta por uno de los puestos taxfree, miré unos minutos lo que tenían expuesto y volví a la puerta de embarque, donde ya se había formado la cola, porque el controlador de detrás del mostrador acababa de abrir la puerta del finger y estaba pidiendo pasaportes y leyendo los códigos de los billetes.

 

Cuando el avión se elevaba hacia el cielo después de haber dejado la pista de aterrizaje, miré el paisaje del otro lado del estrecho buscando con la mirada nuestra casa. No fue difícil, estaba justo enfrente del Hilton, que era el edificio más alto de Malmö. Me parecía increíble que sólo dos horas antes estuviera sentado allí abajo mirando hacia aquí arriba, y también que todo lo de allí abajo me hubiera parecido tan grande como aquí arriba, porque desde aquí no sólo tenía vistas del lugar donde solía estar sentado, también podía ver todos los kilómetros cuadrados de casas de alrededor, donde otros cientos de miles de listillos estaban sentados contemplando el mundo como si fueran los únicos en él.

Linda y los niños ya se habrán levantado, pensé, y reconocí primero la ciudad de Landskrona y luego Helsingborg debajo de mí; el paisaje se volvió anónimo e insustancial, como generalizado; campos labrados, carreteras, pequeñas ciudades. Saqué los periódicos y los estuve leyendo hasta que iniciamos el aterrizaje en el aeropuerto de Oslo. Miré las zonas de bosque iluminadas por el sol, de color verde oscuro mezclado con los tonos amarillos y rojizos del otoño, como gritos de algunos árboles más salvajes, a punto de explotar de deseo, felicidad y muerte, en medio de los abetos y pinos que mostraban una tranquilidad paternal.

Un río oscuro, campos amarillos. Coches que daban la impresión de soledad, aunque formaban largas filas. Todo allí abajo tenía aspecto de estar a la espera del invierno, algo que ni siquiera el sol del veranillo de San Martín era capaz de esconder.

El avión fue bajando lentamente, hasta que las ruedas dieron contra el suelo y empezaron a girar, y la voz de la azafata nos dio la bienvenida a Oslo y nos pidió que nos quedáramos sentados con el cinturón de seguridad abrochado, algo que fue ignorado por algunos, porque sabíamos que ya no había peligro y que nadie nos castigaría si no obedecíamos, y eso era libertad.

Por todas partes se oían los clics. Yo solía esperar hasta que casi todo el mundo hubiese salido de la cabina, pero esta vez iba bastante mal de tiempo, de modo que me abrí paso al pasillo, me colgué la mochila al hombro y encendí el teléfono móvil, igual que todos a mi alrededor. Obviamente no había recibido ningún mensaje, no los recibía nunca, pero eso nadie podía saberlo.

Me metí el móvil en el bolsillo interior y me encontré con la mirada de una mujer de unos cincuenta años; acababa de bajar una bolsa del portaequipajes y se volvió para dejarla en el suelo.

—Escribes unos libros estupendos —dijo—. Muchas gracias.

La miré perplejo, con la cara ardiendo y una especie de medio sonrisa en los labios.

Un tiempo para todo es lo mejor que he leído en muchos años —prosiguió.

—Muchísimas gracias —dije—. Muy amable. Me alegra oírlo.

Me dedicó una cálida sonrisa y se volvió de nuevo hacia delante.

Nunca me había ocurrido que un extraño se dirigiera a mí por mis libros. Mejor señal que ésa no podía haber.

 

Una hora después salí de un taxi en la calle Kristian August, pagué y atravesé el portón del edificio en el que la editorial Oktober tenía sus oficinas. Acababan de ampliarla y ocupaba ya dos plantas; supuse que sería gracias al dinero generado por los libros de la autora Anne B. Ragde. Llamé a la puerta, por fortuna alguien abrió sin preguntar quién era, odiaba tener que presentarme ante esas pequeñas cajitas. Cuando llegué a la primera planta, Silje me estaba esperando. Me sirvió una taza de café y subimos a la planta de arriba. Yo me senté en el sofá negro de piel justo al lado de la puerta, donde tendría lugar la primera entrevista. Encendí un cigarrillo. Geir Berdahl se acercó a saludarme, a lo mejor el olor a tabaco había llegado hasta su despacho, en el otro extremo del pasillo. Dijo que el libro aún no se había distribuido. Debería haber llegado el día anterior, pero el camión había tenido un accidente en Suecia; por lo visto, acabó en la cuneta debido a un jabalí en la calzada. Él se rió, yo sonreí. Volvió a ponerse serio, como de costumbre, como controlándose después de su atrevimiento, y dijo que era una pena, al día siguiente sería reseñado en todos los periódicos sin que estuviera en las librerías. Pero al otro día él lo llevaría en persona a todas las grandes librerías de Oslo, dijo, a continuación esbozó una leve sonrisa y regresó a su despacho después de haberme deseado suerte. Volví a sentarme en el sofá. Silje llegó con un termo lleno de café, una taza para el periodista, agua y vasos. Yo me imaginaba un camión con el remolque cargado de libros entre los árboles de un bosque sueco, al chófer bajando de la cabina con el móvil apretado contra la oreja, el humo saliendo del capó, el silencio absoluto después de que la puerta se hubiese cerrado. Y luego me imaginé a Geir Berdahl con el pelo y la barba revueltos conduciendo un pequeño Toyota cargado hasta arriba de libros por las calles de Oslo. Así trabajaría en la década de los setenta, cuando Oktober era la editorial de los marxistas-leninistas, que también tenían su propia cadena de librerías, a través de la cual difundieron entre el pueblo noruego las traducciones de Marx y Mao. Yo no sabía casi nada de aquella época, todo estaba rodeado de mitos, y decidí preguntárselo cuando se me presentara la ocasión. Conmigo no había tenido más que problemas, yo debía un montón de dinero a la editorial, porque hacía cinco años que no sacaba un libro; no sabía a cuánto ascendía, podría ser entre trescientas y setecientas mil coronas, y ahora que por fin había conseguido terminar una novela, tenía que vérselas con mi tío, que le enviaba unos correos electrónicos enloquecidos y calumniosos, y hablar con él por teléfono, además de tener que contratar a un bufete de abogados para que revisara mi manuscrito y todos los detalles del asunto. El que esto me ocurriera a mí era en realidad jodido e increíble, porque jamás en mi vida me había buscado problemas, intentaba casi siempre ser bueno, agradable, educado y decente, sólo quería caer bien a la gente, era lo único que deseaba, y precisamente yo me encontraba en medio de una tormenta de personas ofendidas y abogados, no por mala suerte, sino como una respuesta adecuada a algo que yo había hecho. Yo sólo quería escribir y ser escritor, ¿cómo podía verme en una situación en la que todo lo que escribía tenía que ser leído por abogados? Tenía sus informes guardados en casa, junto a las habituales observaciones de los lectores de la editorial que había ido recibiendo en el transcurso de los años, notablemente diferentes de los informes de los abogados. Visto a cierta distancia también resultaba interesante, porque la ley era lenguaje, y cuando se empleaba no era de una manera absoluta, siempre era cuestión de criterios que había que formular del modo más exacto y preciso posible. Los abogados tenían que describir de qué se trataba, es decir, lo que había ocurrido, y la contienda solía desarrollarse en los tribunales. ¿Qué había sucedido realmente? Y cuando eso se había constatado, ¿por qué motivos? ¿Y con qué significado? No era del todo distinto al trabajo de un escritor de novelas.

La diferencia era que los abogados necesitaban entender lo ocurrido no sólo en relación con ellos mismos, sino además en relación con la ley, que también estaba formulada por escrito, basada en la expectación de sucesos futuros, es decir, como una especie de hipótesis basada en la experiencia de miles de años con lo humano, lo que indicaba que robos, malversaciones de fondos y asesinatos también ocurrirían en el futuro, mientras que algunas de las leyes más específicamente culturales morían cuando moría la cultura que las había hecho necesarias. La acción carecía de lenguaje, pero la ley y su interpretación eran lingüísticas. Una ley fuera del lenguaje resultaba tan inimaginable como un poema fuera del lenguaje. La ley y el poema estaban unidos, eran dos caras del mismo asunto.

Pasó por allí otro de los redactores, sonrió, me felicitó por el nuevo libro y desapareció en su despacho.

Silje se puso a revisar su lista, yo sólo escuchaba a medias; hacía mucho que no tenía tanto miedo ante una entrevista. Sonó el timbre, seguro que era la periodista, fui al baño a mear y a ponerme un poco más de gomina en el pelo, después de la entrevista me harían fotos.

Cuando volví, la periodista de la agencia NTB ya estaba allí. Vestía de un modo o irradiaba algo que me hacía pensar en motos. Nos dimos la mano, dijo que el fotógrafo vendría en un rato, nos sentamos, empezó a hacerme preguntas, me parecía que la cosa iba bastante bien, sus preguntas no sobrepasaban las generalidades, excepto en lo que se refería a mi persona. Una media hora más tarde estaban haciéndome fotos abajo, en el patio trasero, al cabo de un rato ya estaba listo para el siguiente punto del programa: la entrevista telefónica con Bergens Tidende. Los minutos restantes los pasé en el despacho de Geir G., que había llegado mientras yo estaba con la periodista de la NTB. Hablamos de la siguiente novela. La primera la habíamos editado juntos allí mismo, él tenía el manuscrito delante y yo manejaba el ordenador, fuimos revisando sus sugerencias, que en su mayor parte eran supresiones de texto. Excepto en lo referente al principio, que hablamos de eliminar porque era muy distinto al tono del resto del manuscrito, y el largo pasaje de la fiesta de Año Nuevo, que él quería descartar, hice exactamente lo que él sugirió. Vi enseguida que quedaba mejor así. El texto ganó tensión y fuerza. Mientras estábamos allí sentados, él en su silla de oficina con ruedas delante del escritorio, yo en una silla junto a la pared, le pregunté cuándo nos pondríamos con el segundo. Llevaba ya algún tiempo acabado, pero cuando empezó el lío con el primero pensé que no podía publicarse tal cual, era demasiado agresivo y en algunos pasajes casi calumnioso; yo me sentía frustrado y enfadado mientras lo escribía, y la frustración y el enfado lo impregnaron de tal manera que en algunos pasajes me perjudicaría tanto a mí como a aquellos sobre los que escribía. Quité lo peor, pero el balance seguía siendo negativo. La idea era escribir sobre mi vida actual y luego retroceder en el tiempo, a través de la infancia y la adolescencia, para volver a la vida adulta, que acabaría con mi encuentro con Linda en Suecia, de tal forma que nuestra intensa historia de amor volvería a iluminar lo que sucedió en el otro libro. Pero la paciencia que eso exigía era inhumana, la imagen que yo ofrecía de ambos resultaba demasiado unidimensional, y tenía la sensación de que intentar matizarlo y proporcionar una especie de plenitud explicativa pertenecía aún a algo demasiado lejano como para que funcionara. Así que sólo una semana antes una mañana me senté a escribir la historia de cuando nos conocimos y lo que nos ocurrió. Casi justo veinticuatro horas después la había acabado, la historia tenía entonces cincuenta páginas y dentro de sí la luz que la novela necesitaba para que todo lo demás no fuera incomprensible. Había dormido una hora, luego fui a una entrevista con Dagbladet en el café de la sala de exposiciones de Malmö, agotado como suelo estar cuando he bebido la noche anterior.

—No creo que necesitemos hacer nada más —dijo Geir—. Lo publicamos tal cual.

—¿Lo dices en serio? —le pregunté.

—Sí, lo digo en serio —contestó.

—¿Estás seguro?

—Tan seguro como me es posible estar.

—¿No se quita nada? ¿Nada?

—Lo poco que habría que quitar podemos hacerlo cuando corrijamos las pruebas.

—Tendré que fiarme de ti —dije.

—Pues sí, tendrás que hacerlo —respondió él riéndose—. ¿Y qué tal te ha ido con la NTB?

—Creo que bien. Pero ahora toca BT. A esa entrevista le tengo más miedo.

—Irá bien —dijo Geir—. Como te he dicho, hablé con él ayer. ¿Cómo se llama? ¿Tønder?

—Sí.

—Primero dijo que sólo quería algunos antecedentes sobre ti. Pero enseguida me di cuenta de que lo tenía todo planificado.

—¿Cómo?

—Sobre tu biografía.

—¿Sabía lo de Gunnar?

—Sí, sí, lo sabe.

—¿Y tú qué le dijiste?

—Le dije que yo no podía hablar sobre ese aspecto de tu libro. Creo que lo entendió. Simplemente hizo unas preguntas. No creo que debas tenerle miedo.

—Eso espero —dije.

Silje llamó a la puerta entreabierta y asomó la cabeza.

—Puedes llamarlo desde un despacho de la planta de abajo —dijo.

—¿Ahora? —le pregunté.

—Sí, estará esperando tu llamada.

Me levanté y la seguí escaleras abajo. El despacho se encontraba al final del pasillo a la izquierda. El termo de café y mi taza se habían desplazado milagrosamente hasta el escritorio. Junto al teléfono había un bolígrafo y una libreta. Silje me alcanzó una nota con un número de teléfono.

—Aquí tienes su número —dijo—. Marca primero un cero.

—Gracias —dije, y me senté. Silje salió y cerró la puerta tras ella. Pensé que en realidad no tenía por qué llamar. Mientras lo pensaba, garabateaba algo en el papel. Por fin me serené, descolgué el teléfono y marqué el número.

La voz del otro lado hablaba dialecto de Bergen, y desde entonces, cada vez que oigo hablar a alguien en dialecto de Bergen me acuerdo del tono de esa voz y hace que me estremezca. Es la voz más desagradable que he oído en el transcurso de los cuarenta y tantos años que llevo vividos, y fue la conversación más repulsiva que he mantenido jamás. No era lo que la voz decía, y tampoco lo recuerdo del todo, era el tono en que se decían las cosas, un tono que oscilaba entre la adulación y la condena, pero sin dejar nunca de lado lo farisaico, por muy sigiloso e insidioso que fuera.

En el transcurso de los dos años que han pasado desde la publicación del primer tomo de esta novela, me he encontrado con muchos periodistas y siempre había algo positivo que decir sobre ellos, siempre había en ellos algo conciliador, no importa lo que escribieran o la manera estúpida, sin sentido o irreconciliable en la que me describieran, pero en aquella voz no había nada conciliador, sólo era horrible, y no quiero volver a oírla jamás. Después de la entrevista sentía náuseas, asco, porque esa voz había estado dentro de mi oído, dentro de mi cabeza, era algo que nunca había pensado hasta entonces, el que una voz fuera algo ajeno que podía penetrar en tu oído y llenarlo con su esencia. Lo peor de esa voz era que de alguna manera intentaba hacerme caer en una trampa, más o menos como me imagino que hacen los policías cuando interrogan a los sospechosos, intercalando cosas cotidianas, tanto para hacerles sentirse confiados como para ofrecerles la posibilidad de irse de la lengua, de decir más de lo que deben, tras lo que a continuación puede llegar una pregunta repentina; no estabas allí, ¿a que no? Me lo puedes contar, yo sé lo que pasó realmente.

Así era esa voz. Me preguntó por qué no había escrito sobre mi madre en la novela. Era una pregunta extraña que hacer a un autor que ha escrito una novela sobre la relación con su padre y la muerte de éste. ¿Por qué escribió Kafka una carta a su padre y no a su madre? La voz no hizo esa pregunta porque quisiera saber por qué mi madre no estaba allí, lo sabía de sobra, a la pregunta le subyacía una acusación, no formulada pero obvia, y todo lo que la voz quería era que yo lo reconociera. No lo hice, por supuesto, pero contesté que era un libro sobre mi padre y la muerte de mi padre, no sobre mi madre o la muerte de mi madre, y la voz, que no se creía una sola palabra de lo que yo decía, se lo guardó en la memoria para usarlo más adelante, cuando yo me contradijera a mí mismo y empezara a caer en la trampa. Fue un interrogatorio, no una entrevista. La voz me aseguró que el libro realmente le había gustado, e hizo unas preguntas más neutras. Quería saber cómo era la relación del libro con la realidad. Cuando le respondí, él dijo que yo decía que la novela trataba de la realidad, pero que no concordaba con ella, y quería saber cómo se podía explicar eso.

—Escribes que tu padre vivió durante dos años en casa de tu abuela paterna. Pero eso no es así, ¿no? Sólo vivió con ella dos meses, ¿no es verdad?

—Yo no he escrito eso —contesté—. En el libro no lo pone. No pone nada de cuánto tiempo vivió mi padre con mi abuela.

—Sí que lo pone. Pone que vivió allí durante dos años.

—No. Lo he quitado. No puedes haberlo leído. No lo pone.

La voz se quedó muda unos minutos. Luego dijo, de una manera que venía desde muy dentro:

—Como imaginarás, he hablado con tu familia.

—¿Has hablado con Gunnar?

—Sí. Dice que lo que escribes no concuerda con la realidad. En el libro tú apareces como un héroe. Pero no eres tan bueno, ¿no? No es verdad que tú limpiaste aquella casa, ¿no? Apenas sabes limpiar, ¿no es así?

Dije que había limpiado la casa exactamente como había descrito, y que limpiar era más o menos lo único que realmente sabía hacer, pero que no se podía hablar de la novela de esa manera, discutir si fuimos mi tío o yo los que limpiamos la casa era de hecho imposible. Pude oír de nuevo que la voz no se creía ni una palabra de lo que yo estaba diciendo, y la imagen que la voz tenía de mí era aquella con la que yo había vivido desde la pubertad, que yo era un mierdecilla nada de fiar y que me creía alguien, sin moral, sin límites, sin esa decencia que hacía falta para ser una persona honesta. Que yo había escrito que había limpiado la casa de mi abuela después de la muerte de mi padre con el fin de aparecer como una persona buena y honesta, cuando en realidad era mi tío el que la había limpiado. Que había exagerado la muerte de mi padre hasta lo más grotesco, convirtiendo lo que había sido un paro cardiaco normal en el resultado de un infierno autodestructor, y no sólo eso, sino que también había metido a mi anciana y siempre amable abuela paterna en esa suciedad y porquería que eran mi suciedad y porquería y de nadie más. Y detrás se erguía mi madre, la vengadora Knausgård, la que había metido esas ideas en la cabeza de su hijo.

¿Por qué no había escrito sobre mi madre? ¿Por qué la había descrito de un modo tan positivo a ella y de un modo tan negativo a mi padre? ¿Por qué había escrito que mi padre vivió dos años con mi abuela cuando en realidad vivió en su casa apenas dos meses? ¿Por qué escribí que limpié toda la casa cuando apenas sabía limpiar y en realidad sólo había sido un estorbo?

Lo que me produjo tanto malestar no fue sólo que la voz obviamente creyera todo lo que le había contado Gunnar, también la teoría de que había sido mi madre la que me había metido esas cosas en la cabeza me molestó tanto que sentado en aquel despacho, con el auricular en la mano, sentí náuseas, lo horrible era esa manera insidiosa, como permitiéndome algo de reconocimiento por escribir bien, a la vez que me acusaba de mentir y de ser una persona inmoral, esa voz me hablaba como si fuera un delincuente. Que lo hiciera Gunnar, todavía, al fin y al cabo estaba profundamente involucrado en el asunto, y era yo quien lo había involucrado en contra de su voluntad, de manera que yo tenía la culpa; fueran cuales fueran sus acusaciones, yo tenía la culpa. Pero aquella voz no tenía nada que ver en el asunto, yo no tenía ninguna culpa de sus acusaciones y sin embargo me condenaba con toda esa legitimidad moral y maldad que podía aportarle el puesto de periodista del gran periódico de Bergen, a la vez que también quería sacarme algo, me necesitaba, sobre el asunto en cuestión. La voz lo sabía: sin mí no había asunto, por eso condenaba y suplicaba en un único movimiento repulsivo.

Pues sí, era una voz repulsiva.

Me di cuenta de que creía a Gunnar. Berdahl, que también había hablado con él por teléfono, dijo que mi tío parecía sensato, prudente y controlado. Sólo en los correos electrónicos daba rienda suelta a su ira. El periodista judicial de BT había hablado con él por teléfono y le había creído. Gunnar era auditor, un ciudadano respetable, al igual que la voz, me imaginaba, y cuando mi novela se leía con esa perspectiva, él veía exactamente lo mismo que mi tío: yo no era de fiar, era un mentiroso y había escrito la novela porque odiaba a la familia Knausgård y quería vengarme de ella por encargo de mi madre. Con ello, Gunnar me privaba de toda independencia e individualidad: ni siquiera el odio era cosa mía, odiaba por mi madre. Él había convertido mi novela en un documento infame, en algo miserable e indigno. Bergens Tidende estaba de acuerdo con él en todo. Yo mentía, y lo que había escrito no era una novela, sino algo intrascendente, y para la sociedad indigno, un ataque a personas vivas en forma de libro.

No pensaba en nada de eso en el transcurso de la conversación con esa voz insidiosa, medio suplicante, medio condenatoria, porque me llevaba ventaja, bastante tenía con defenderme, y tampoco pensé en ello cuando acabó la conversación. La sensación de ser un delincuente y el miedo a las consecuencias por lo que había escrito, y que ahora estaban aflorando, eclipsaban todo lo demás. Eran los mismos sentimientos que me habían asaltado durante la última parte del verano. Estaba por completo en sus manos, con mi alma en un torbellino, como ocurre cuando se acerca la catástrofe pero aún no ha ocurrido, salí del despacho, subí a la planta de arriba y entré en el despacho de Geir. Me sentía mareado y temblaba por dentro. Pero me ayudó sentarme allí. Le conté a Geir lo que me había dicho, y cuando llegó Geir Berdahl lo volví a contar. Geir dijo que el periodista le había dicho lo mismo a él la noche anterior, que mi padre sólo había vivido dos meses con su madre, y que yo no había limpiado la casa, como había escrito. Geir pensó que tal vez era porque el periodista quería ponerlo a prueba y que no haría lo mismo cuando me entrevistara a mí.

—Pero enseguida me di cuenta de que no le interesaba la novela. Sólo le interesaba el asunto. Eso era todo.

—Por fortuna le dije que quería leer lo relacionado con Gunnar —señalé—. Me lo iba a enviar por correo electrónico en el transcurso del día.

—Eso está bien —dijo Geir—. Ahora todo va a salir y tendremos que actuar en consecuencia. A lo mejor no es tan grave.

—En realidad era Siri Økland la que iba a escribir esto. La hija de Einar Økland. Pero han metido a este tipo. Artillería más pesada. Es un viejo reportero de casos criminales, ¿sabes?

—Sí, ya me lo dijiste.

—Qué puta mierda —dije.

Geir se rió.

—Todo irá bien, Karl Ove —dijo.

—Es la conversación más desagradable que he tenido jamás. Me adulaba y denigraba a la vez. De un modo muy sibilino, joder.

—Sí, es desagradable. A mí también me lo pareció.

—Y ahora toca Fædrelandsvennen. El periódico que más miedo me da. Si BT ha llamado a mi familia, ¿qué te imaginas que habrán hecho éstos?

—No te preocupes —dijo Geir.

—Espero que tengas razón —dije, y me levanté—. Lo de BT es lo peor que he vivido.

Salí con Silje a la calle, donde el sol brillaba con fuerza, pasamos por delante de la Galería Nacional y bajamos por la calle Karl Johan. En el camino me paré en un quiosco de periódicos y cogí un ejemplar de Morgenbladet. Silje, que me adivinó el pensamiento, dijo que ese periódico hoy no traía reseñas. Devolví el ejemplar al soporte, entramos en el Grand Hotel, donde Ibsen solía estar sentado con el espejo en su sombrero de copa, y cogí el ascensor hasta el bar de la última planta, donde me estaban esperando la periodista y el fotógrafo de Fædrelandsvennen. Me senté con la periodista en una mesa de la terraza. Ella llevaba gafas de sol y comentó que así no tendría que mirarme a los ojos. El libro le había estremecido. Por la manera en que lo dijo comprendí que no lo estaba juzgando moralmente. Hablé de lo que ella quiso, con la máxima prudencia posible, bajo el cielo azul de septiembre, y después el fotógrafo me hizo fotos en el otro extremo de la terraza. Me hicieron una entrevista más, esta vez un periodista de Morgenbladet. Fumé y bebí agua mineral con gas y café mientras contestaba a sus preguntas. Creo recordar que se llamaba Håkon, o tal vez Harald, era de un lugar muy próximo al que yo me crié, había crecido al otro lado del puente y le apetecía hablar de ello, lo que me vino bien, porque se encontraba muy distanciado tanto de mí como de mi libro.

 

Después de comer cogí un taxi hasta la Radiotelevisión Noruega (NRK). Llegué veinte minutos antes de la cita, así que me senté al sol fuera en una roca y me puse a fumar. Entonces oí una voz sueca, me volví y vi a Carl-Johan Vallgren, un autor sueco con el que había coincidido un par de veces en Estocolmo, bajar de un taxi y acercarse a la recepción. Venía a promocionar su último libro en Noruega. Apagué el cigarrillo y lo seguí. Cuando entré, estaba de espaldas y le puse la mano en el hombro, algo que no solía hacer a nadie, pero por alguna razón las circunstancias me llevaron a hacerlo. Se volvió y al ver quién era, sonrió. Iba trajeado y llevaba la camisa al estilo de los setenta, cuello grande y abierto. Nos dimos la mano y le dije que me había gustado su último libro, él dijo que desde que había llegado todos los escritores de Oslo no paraban de hablar de mí, no sin envidia en la voz. Se rió al decirlo, y se volvió hacia el interior del vestíbulo, por donde en ese momento llegaba alguien a buscarlo. Ya nos veremos, dije, seguro que sí, contestó, y salí a fumarme otro cigarrillo y a llamar a Linda. El encuentro me había animado, ese hombre te ponía de buen humor, hay gente que es así, no mucha. Yo definitivamente no soy así.

Linda estaba en una terraza en Malmö. También hacía buen tiempo allí. Todo había ido bien por la mañana, dijo, su madre había llegado ya, y por la noche lo haría la mía. Le conté que las entrevistas habían ido bien y que me quedaban dos antes de irme a casa de Axel y Linn. Ella dijo que eso sonaba estupendo y que le hacía ilusión verme al día siguiente, nos despedimos y colgamos.

La entrevista con Søndagsposten fue bastante bien. Cuando terminó, Siss Vik vino a buscarme a la recepción y subimos a su despacho a hacer la entrevista para la editorial sueca Ordfront. Por primera vez en todo el día hablé de literatura. Lo que dije fue poco preciso y no muy bueno, pero trataba de literatura y eso en sí fue como una depuración. Más o menos como me imagino debe de sentirse un fontanero que durante todo el día se ha visto obligado a hablar con los medios de comunicación sobre él mismo y sus sentimientos, su familia y sus amigos, y por fin, ya por la tarde, puede hablar de tuberías y desagües.

 

Desde la NRK cogí un taxi hasta casa de Axel, no estaba muy lejos de allí, y cuando llegué, había preparado el tradicional cordero con col noruego, cuyo olor, que se expandía por toda la casa, me transportó directamente a los otoños de mi infancia. Dijo que había pensado que en Suecia nadie me haría cordero con col, al menos así fue cuando él vivió allí; era una de las cosas que echaba de menos. A mí me pasaba lo mismo; excepto una vez, el primer otoño que Linda y yo pasamos juntos, en que quería transmitirle quién era y de dónde venía, y preparé cordero con col y costillas de cordero curadas, que no había comido desde que me había trasladado.

Comí cordero con col y bebí cerveza en la cocina, con Axel y sus dos hijos, Erik y Johan. Linn, su mujer, tenía un compromiso después del trabajo. Había quedado en ir a casa de Axel precisamente para estar con una familia, era como paz para el alma, allí habría algo bueno, quizá también inocente. Si me hubiera metido en la habitación del hotel nada más acabar las entrevistas, habría seguido dando vueltas a todo lo que se había dicho y hecho durante el día, y no descartaba que me hubiera puesto a llorar en la cama, no sería la primera vez. Geir Angell se rió cuando una vez se lo conté, dijo que me pasaba exactamente lo mismo que al cómico Oluf, quien después de sus shows pedía sándwiches y leche en la habitación del hotel, y allí se ponía a comer y a llorar. Yo también me reí, pero cuando me pasaba a mí, no me reía, bastante tenía con aguantar. No sabría decir qué era lo que tanto me pesaba, no era nada en concreto, pero era como si toda la maldad que tenía por dentro se abriera y saliera flotando libremente en esos días. Las entrevistas trataban de mantener algo sujeto, de dar forma a algo para mantenerlo a distancia, mientras que aquello a lo que daban forma en lo exterior se movía cada vez con más fuerza en lo interior. Cuando hace unos años un canal de televisión emitía entrevistas con una persona durante veinticuatro horas en su casa, entre ellas el autor noruego Jan Kjærstad, y lo comenté con Tore, me dijo que en mi caso yo habría conservado la calma y habría contestado amablemente a todo durante las veinticuatro horas, pero que en el instante en que hubieran desaparecido por la puerta, me habría derrumbado sobre la cama llorando. Yo nunca le había contado a Tore que lloraba después de haber intervenido en programas en directo en la televisión, y que algunas veces también lo hacía después de eventos literarios normales y corrientes, así que lo miré algo extrañado. ¿Cómo lo sabía? ¿Tan fácil resultaba leerme el pensamiento?

Cordero con col y cerveza en una mesa de cocina en Oslo, en compañía de Axel y sus hijos, con el sol ya bajo y el aire frío fuera era justo lo que necesitaba.

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