Fin

Fin


NOVENA PARTE

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—Pero es verdad que tú eras «ese noruego». Ingmar había hablado un montón de ti, lo único importante eras tú y tu libro, así que yo sabía muy bien que ibas a venir.

—Pero no querías saber nada de mí —dije.

—Claro que quería. Sólo que no exactamente entonces. Iba camino de otro sitio, y si hubiese ocurrido entonces, no estaríamos aquí ahora.

—Así es —dije—. Recuerdo que entré en la sala de reuniones, aquella de la gran chimenea, estaban todos allí, y tuve que volver a salir, no era capaz de estar en la misma habitación que tú, es decir, no soportaba verte hablar con otros o que tuvieras una vida aparte de mí.

—¡Pero si ni siquiera te conocía!

—Ya, pero me daba igual. Así que salí, me senté en la escalera del barracón donde estaba mi habitación y pedí a Dios que salieras. No suelo pedir nada a Dios, no lo he hecho desde que era un niño, pero entonces sí lo hice. Por favor, haz que Linda salga y venga hasta aquí, dije. Querido Dios, ¿lo puedes hacer? ¡Y entonces se abrió la puerta y saliste! ¿Lo recuerdas?

Linda negó con la cabeza.

—Creí que estaba soñando. Saliste, cerraste la puerta detrás de ti y empezaste a cruzar el patio hacia donde yo estaba sentado. En ese momento creí en Dios. Creía que él había intervenido. Pero entonces no fuiste hacia mí, seguiste hacia abajo, hacia donde tú te alojabas. Me dijiste hola. ¿Te acuerdas?

—No.

—Sólo ibas a coger algo.

—Ah, Karl Ove —dijo Linda—. Estás haciendo que me sienta mal.

—Te lo tienes merecido.

—Si me hubiera acercado aquel día, no estaríamos aquí ahora.

—¿Estás segura de eso?

—Sí.

—¿Porque te pusiste enferma? ¿Porque te ingresaron en el hospital?

—Sí.

—Tal vez yo habría estado allí contigo todo el tiempo. ¿No crees?

—Quizá. Pero no quería. Yo era entonces muy diferente a como soy ahora.

—Eso es verdad. Cuando volví a verte en Estocolmo fue lo primero que pensé. Irradiabas algo distinto.

—¿En qué sentido?

—Ya no había en ti nada de aquella dureza. Había desaparecido lo teatral. No sé cómo explicarlo. Eras estirada, muy en la onda, segura de ti misma. Eras tú misma. Ésa fue la sensación que me diste.

—¿Era yo misma?

—Te bastaba contigo misma.

—No me conocías.

—No, pero en realidad no estoy hablando de cómo eras, sino de lo que irradiabas. Yo no tenía defensa alguna contra eso, ¿sabes?

—Ya, pero al final lo conseguiste. Aquí estoy, con una tripa enorme. Y dos niñas ahí dentro. Me da la sensación de haber dejado de ser yo misma.

—Ya lo sé. Pero es mejor. Muchísimo mejor.

Se quedó callada.

Me acabé la cerveza y fui a por otra.

—¿En qué piensas? —le pregunté. Habíamos apagado la luz de la terraza, y ella estaba casi en penumbra; el reflejo de la ventana dibujaba una tenue raya en una parte de su cara.

—Pienso en todo lo que he perdido —dijo.

—Mejor que pienses en todo lo que has ganado —dije.

—Hay mucho desprecio dentro de ti —dijo—. Sé que me desprecias.

—¿Que te desprecio? ¡Eso no es verdad! —exclamé.

—Sí. Piensas que hago muy poco. Que siempre me estoy quejando. Que no soy lo bastante independiente. Estás harto de esta vida. Y de mí. Ya no dices nunca que soy guapa. En realidad, no significo nada para ti, sólo soy la que vive contigo, la madre de tus hijas.

—No es verdad —dije—. Pero es cierto que a veces me parece que haces muy poco.

—Mis amigos no entienden cómo puedo hacer todo lo que hago. Dos hijas y embarazada del tercero. Creo que no te haces cargo de lo que eso supone.

—Tus amigos no saben nada. No les hagas caso. Sólo quieren consolarte. Como aquella vez que Jörgen vino a casa, ¿te acuerdas?, y tú y Helena estabais sentadas en el sofá tomando un té. «¡Otra vez aquí sentadas quejándoos!»

Linda esbozó una leve sonrisa, pero su mirada era fría.

Nos quedamos un buen rato callados. El suave zumbido del mar se posaba como un velo sobre el artificial paisaje de debajo de nosotros. Se oía el murmullo de la gente sentada en otras terrazas del edificio, y algún que otro grito o estallido de risas procedentes del restaurante más allá.

Encendí un cigarrillo, di un trago de cerveza y cogí un puñado de cacahuetes del platito que había en la mesa entre nosotros.

Eso era lo que solía decir Linda cuando discutíamos, y en sus desatados ataques intentaba arrancarme el corazón. Decía que yo la despreciaba y que debía dejarla y juntarme con otra mujer, una que fuera maja y lo bastante independiente para dejarme en paz. Decía que estaba con ella por obligación, y que eso no le bastaba. Ella sabía lo que valía, y valía mucho más que eso.

Pero esta vez no habíamos discutido. Ella no había intentado arrancarme el corazón. Lo había dicho de un modo tranquilo y como constatando un hecho, un hecho de la vida. Y yo le había llevado la contraria sólo por cumplir.

Sabía que al poco rato se levantaría y se iría a la cama. Me invadió una especie de pánico, había que aclarar la situación, reconciliarme con ella, no podía dejarlo todo en el aire.

Linda puso una mano sobre la barandilla.

—Me siento triste —dije.

—¿Por qué?

—Por todo.

—No te sientas triste —dijo—. Justo ahora me basto conmigo misma, pero como sabes, eso va cambiando. A veces lo de estar embarazada me hace fuerte, pienso que podría hacerlo yo todo si hiciera falta.

—Eso es algo que no te había oído decir nunca —dije.

—Y luego desaparece del todo cuando me da la sensación de depender totalmente de ti. Entonces me entra mucho miedo, ¿sabes? De no tener nada por mí misma. Si tú desapareces, desaparece todo. Es una sensación horrible. Y veo que es justo eso lo que menos te gusta de todo. Y que si desaparecieras, sería precisamente por esa razón. Pero no puedo remediarlo.

—Lo sé.

—Anhelas irte a otra parte.

—No anhelo irme a otra parte. Quiero estar aquí. En serio.

Linda no dijo nada.

—Ayer leí algo en Gombrowicz que me ha hecho reflexionar —dije—. Se trata de por qué no nos dejamos sorprender por nada, cómo podemos doblar una esquina sin sentir curiosidad por lo que nos espera al otro lado. Cómo podemos estar sentados en un restaurante y no sentir emoción ante esa sopa que hemos pedido, preguntarnos a qué sabrá. Ése es mi problema. ¿Lo entiendes? Doy todo por hecho. Y es un veneno. Yo no te desprecio, me pareces estupenda, pero cuando doy todo por hecho, y nada sale de nada, me crispa los nervios. Ésa es la palabra correcta. Me crispa los nervios.

—¿Yo te crispo los nervios?

—Venga ya, ya lo sabes. Cuando me cabreo tanto eso es lo que pasa, claro que sí.

Linda se levantó y entró. La seguí.

—¡Sabes de sobra lo que quiero decir! —dije—. ¡No es una afirmación! ¡Sólo intento explicarlo!

Se desnudó sin mirarme y se acostó. Yo me senté en el borde de la cama.

—Entonces, ¿qué es lo que hago yo que te crispa los nervios? —preguntó al cabo de un rato.

—No se trata de que hagas nada —dije.

—Dímelo y dejaré de hacerlo —dijo ella.

—¡No es nada concreto! ¿No lo entiendes?

—¿Es nuestra vida en general?

—¡Déjalo ya! Tú sabes cómo es no sentirse bien. Algo que te sucede por dentro. ¿Verdad que sí? Eso es lo que he intentado describir. Es algo dentro de mí.

Le acaricié la espalda. Ella estaba inmóvil, con la mirada perdida.

—¿Qué vamos a hacer mañana? —preguntó.

—No lo sé —contesté—. Pero no me apetece quedarme aquí todo el día.

Cuando estaba tumbada así, de lado, se veía que la tripa no sólo era una tripa, sino que contenía algo, un objeto, y esa realidad biológica, ella, la mujer, se doblaba, era como si atravesara el velo de las ideas que yo tenía sobre su personalidad, de lo que ella era para mí, todo lo que habíamos vivido y pensado juntos. Como si viviéramos una vida en el lenguaje y las ideas, y otra en el cuerpo.

—Estoy de acuerdo —dijo—. ¿Por qué no hacemos esa excursión a Las Palmas de la que hablamos?

Asentí y me levanté.

—Vale, haremos eso. Y ahora duérmete.

—No te quedes levantado hasta muy tarde.

—No lo haré.

—Que duermas bien.

Di una vuelta por el apartamento, encendí la luz de la terraza, me senté y miré hacia el frente. No pensaba en nada especial, pero estaba lleno de los sentimientos que había despertado en mí lo que Linda había dicho y mostrado. Por fin, al cabo de unos veinte minutos, saqué de nuevo los diarios de Gombrowicz y busqué el pasaje que le había mencionado. Era distinto a como yo lo recordaba.

Desde hace algún tiempo (y quizá a causa de la monotonía de mi existencia en Salsipuedes) me invade una curiosidad que jamás había experimentado con una intensidad tan acusada, la curiosidad por lo que va a ocurrir dentro de un momento. Ante mis narices hay un muro de tinieblas del que surge el más inmediato «en seguida» como una amenazadora revelación. A la vuelta de esta esquina… ¿qué habrá? ¿Un hombre? ¿Un perro? Y si es un perro, ¿con qué forma, de qué raza? Estoy sentado a una mesa y dentro de un instante aparecerá una sopa, pero… ¿qué sopa? Esta sensación tan fundamental hasta ahora no ha sido debidamente tratada por el arte: el hombre como un instrumento que transforma lo Desconocido en lo Conocido no figura entre sus protagonistas principales.

Esto lo escribió un miércoles de 1953.

Lo asocié con algo que había leído de Deleuze en mis tiempos de estudiante en Bergen, y que entonces se había convertido en una especie de hito para mí, algo a lo que siempre volvía; era que el mundo siempre se encuentra en estado embrionario, que nace constantemente a nuestro alrededor, pero que eso, la continua creación del momento, desaparece dentro de lo que sabemos de él. De las dos formas de conocimiento que habíamos desarrollado, la ciencia y el arte, la ciencia pertenecía a la certeza y el cálculo, mientras que el arte, por el hecho de nacer de la nada, pertenecía al momento y a la constante inseguridad ante la aparición del mismo. Ningún artista ha trabajado más con este tema que Cézanne, era su principio y su vocación, y la causa de la enorme influencia que tuvo sobre sus contemporáneos. Con un concepto establecido de antemano de lo que es el espacio, se pueden pintar dentro de él distintos objetos sin que el espacio se altere, el sistema es constante e inalterable, es como vemos, y con ello es como son los espacios. En los cuadros de Cézanne ocurre lo contrario, en ellos son los objetos los que dan lugar al espacio, el espacio es algo que llega, y su origen es relativo. Entonces trata igual de la mirada que mira que de lo que la mirada ve; se hace visible la utilidad del espacio, que por regla general es invisible.

Durante quince años había estado pensando en eso, consultando a pensadores que lo confirmaban, sobre todo Nietzsche y Heidegger, pero también Foucault, a quien le interesaba más la estructura social que la existencial, profundizando con ello en el planteamiento del problema. Lo malo era que yo no había prosperado, no me había movido ni un ápice en los quince años transcurridos desde que estudié literatura e historia del arte en la Universidad de Bergen. En el fondo eso lo contradecía todo. El nacimiento, lo que estaba en embrión, la aparición, lo eternamente nuevo; sólo que no en mí ni en mi entendimiento.

Me levanté y me fui al baño a mear. La meada era de color claro, casi brillante, y pensé en la meada de mi padre que veía los días que por alguna razón olvidaba tirar de la cadena después de orinar por la mañana. Amarilla oscura, casi marrón. Y qué aterrador era. Yo asociaba ese color con su rabia. Y con masculinidad. Su rabia también era masculina. Mi miedo era femenino.

Tiré de la cadena y salí a la terraza, donde estuve un rato mirando el césped.

No, no la despreciaba, en eso Linda se equivocaba. Pero me exigía muchísimo más que ningún otro ser humano me había exigido jamás, y ella no era consciente de ello. Algunas veces me resultaba tan provocador que me dejaba en un estado de ánimo parecido a la locura. Me enfadaba tanto que no existía nada más y no podía desahogarme, lo guardaba dentro de mí, y lo que entonces irradiaba, cuando la ira se me metía en el cuerpo, cuando mis movimientos estaban cargados de ira, podía, claro está, confundirse con desprecio. No, era desprecio. En ese momento lo era, pero el momento pasaba, y entonces esperaba otra cosa. ¿Era eso lo verdadero? ¿En realidad estábamos muy bien? La amaba, ¿era eso lo verdadero? No, joder, todo cambiaba y oscilaba hacia delante y hacia atrás, una cosa no era más verdadera que la otra. Estábamos bien y estábamos horriblemente mal, yo la amaba y no la amaba.

La noche antes de nuestra boda le pedí que fregara el suelo de la cocina. Para entonces yo había fregado cada uno de los restantes ciento treinta metros cuadrados de la casa. De rodillas, con el trapo en la mano, ella levantó la cabeza y me miró diciendo que eso no era como debía ser, que ella tuviera que fregar el suelo de la cocina la víspera de su boda. Nadie habría aceptado algo así, dijo. Me parece injusto, dijo. Yo dije que era nuestro suelo y que éramos nosotros los que teníamos que fregarlo, con o sin boda. No mencioné que era la segunda vez que ella fregaba un suelo en el transcurso de los cinco años que llevábamos juntos. Si lo hubiera dicho, ella se habría cabreado, diciendo que ella hacía todo lo demás, que ella era la que mantenía la familia unida, y que ella hacía más que ninguna otra persona que conocía. Entonces yo habría dicho que ella vivía en una mentira, y así habríamos seguido, de manera que no dije nada. Al día siguiente le di el sí, y ella a mí, y nos miramos con lágrimas en los ojos.

Nos unimos a través de los sentimientos, y son los sentimientos los que son buenos y malos, no los días.

Me pareció notar algo detrás de mí, me di inmediatamente la vuelta, pero la habitación estaba vacía.

Más vale que me vaya a dormir, pensé.

Caerse dentro del mundo fuera del mundo, el mundo maravilloso y vacío.

 

Me desperté de mal humor. Era lo habitual, pero con que nadie me molestara la primera fatídica media hora, me tomara un café e inhalara el humo de un cigarrillo, solía arreglarse. Eran las cinco y media. Me puse la camiseta y el pantalón del día anterior y fui descalzo al salón, donde ya estaban sentadas Vanja y Heidi, cada una con un plato de muesli delante. Heidi en una trona, Vanja en una silla normal que le quedaba tan baja que apenas se le veía la barbilla por encima de la mesa. Linda estaba junto a la encimera partiendo una manzana. Sin decir nada, llené de agua el hervidor, esparcí un poco de café en polvo en una taza, eché leche y muesli en un plato hondo, me lo llevé a la terraza, cerré la puerta y me puse a desayunar de espaldas a ellas. El cielo estaba gris, más niebla que neblina, el aire era frío. Después de sorber ruidosamente el muesli volví a entrar, eché agua hirviendo en la taza, cogí el paquete de tabaco y el mechero del estante del pasillo, y volví a sentarme fuera. Mi cuerpo estaba frío, frías las articulaciones, fría el alma. Alguien estaba dando golpes en la ventana detrás de mí, me volví, era Vanja, abrí la puerta de cristal.

—No salgas —dije—. Voy en un rato.

La niña se apresuró a salir, se colocó junto a la barandilla y contempló el césped vacío.

—¡He dicho que te quedes dentro!

—No —dijo ella, poniendo cara de enfado—. ¿Por qué no hay nadie fuera?

—Porque vosotras os levantáis horriblemente temprano. No hay nadie levantado a estas horas. Es casi de noche todavía.

—Es por la mañana —dijo ella.

—De acuerdo —dije—. Pero es temprano por la mañana. Cuando seas mayor entenderás lo temprano que es. Por cierto, ¿dónde están tus gafas?

—Dentro.

—Entra a ponértelas. Y luego podéis ver una película.

Vanja obedeció, y al poco rato estaban las dos sentadas cada una en una silla delante del ordenador portátil. Eran insaciables cuando de películas se trataba, podían estarse durante horas con la vista fija en la pantalla. Cuando Vanja tenía un año y medio vio su primer largometraje de principio a fin. Lo recuerdo porque al día siguiente nos íbamos a la isla de Gotland, era en el verano de 2005, y la película en cuestión era La huida de Pipi Calzaslargas. La vi con ella y me quedé dormido a ratos, de modo que todo tuvo como un toque onírico, y después, porque volvimos a verla un montón de veces, la relacionaba siempre con algo parecido a un sueño, a la vez que el ambiente y los estados de ánimo de aquella época, en la que vivíamos en el piso de Regjeringsgatan, en Estocolmo, me volvían a la mente con toda su fuerza. Cuando veía películas con ella miraba siempre hacia el extremo de las imágenes, las casas, el bosque, la playa, y había en ello justo la suficiente atracción como para que pudiera ver una película infantil de hora y media sin aburrirme. Si la película era de los setenta, como por ejemplo Karlsson en el tejado o Elvis! Elvis!, la cosa se cargaba aún más de emoción, porque esa época, que se reflejaba en todo, era la primera que yo recordaba, la época en que crecí, todo mi mundo, y ya había desaparecido. Los setenta, esa década triste, nada sofisticada, falta de restaurantes, pobre, con áreas de descanso en las carreteras y caminos de grava, burbujas y sapos, un solo canal de televisión, un solo canal de radio, en la que todo era estatal y casi nada comercial, en la que las tiendas cerraban a las cuatro y los bancos a las tres, en la que nadie que ganara dinero con un deporte podía participar en los Juegos Olímpicos, había desaparecido, y cuando me ponía a pensar en cómo se había vuelto el mundo, resultaba increíble que hubiera existido alguna vez. El más minúsculo destello de aquel mundo me llenaba de dolor y alegría. Alegría por haber estado en él, dolor porque había desaparecido. El principio de Karlsson en el tejado, donde Hermanito juega en el parque Tegnér de Estocolmo, complicaba la imagen, porque yo atravesaba casi todos los días ese parque y reconocía todas las casas y calles, eran las mismas y sin embargo no, porque ya no se encontraban en la década de los setenta, sino en la de dos mil, y la pregunta a la que no era capaz de responder era dónde estaba la década de los setenta. En mi cabeza, obviamente, y en las cabezas de todos los demás que en otros tiempos se habían paseado por allí. ¿Pero sólo allí? ¿Qué era el tiempo en una película? ¿Qué era el tiempo en una fotografía? Y todo se complicaba aún más cuando veíamos Elvis! Elvis!, porque en ella actuaba la madre de Linda haciendo de profesora, una mujer de treinta y tantos años, y resultaba imposible, completamente imposible, relacionar la mujer de la película con la mujer que era la abuela materna de nuestras hijas. El aspecto era distinto, el lenguaje corporal también, incluso la voz sonaba distinta. ¿Se trataba de la misma mujer?

La nostalgia era una enfermedad, pero pertenecía al individuo, por el que se filtraba el tiempo de un modo imprevisible e individual, con todos los errores y fallos de lo humano. El tiempo que había pasado se encontraba en bolsillos de la conciencia, algunos de ellos ocultos y no vistos por nadie, como pequeñas lagunas en bosques solitarios, algunas de ellas emitiendo cándidas luces como casas en el lindero del bosque, pero todas eran frágiles y alterables, y se iban muriendo cuando se iba muriendo la conciencia. La película era una maldición porque pertenecía a todos, y era mecánica e inalterable, un lugar de almacenaje, idéntica de una generación a otra, y todavía tan nueva que sus consecuencias resultaban incalculables. Había ya miles de películas cuyo elenco al completo ya había fallecido. Era una nueva manera de estar muerto, con el cuerpo, la vida y el alma capturados en la imagen para siempre, mientras que el cuerpo ya se había descompuesto hacía tiempo. Las películas eran un cementerio, una necrópolis, pero aún en embrión, porque ¿cómo sería dentro de doscientos años, de quinientos años, de mil años? En la época de mis abuelos, la gente que aparecía en las películas eran casi todos actores y personas conocidas, lo que resultaba fácil de entender, es decir, su imagen seguía viva. Pero ahora todo el mundo graba a todo el mundo, cada día se suben miles de películas a la red, y cuando nosotros hayamos desaparecido, ¿cómo resultará para los que vengan poder vernos siempre? Se bañarán en muertos de un modo muy diferente. Alterará toda la visión que se tenía de los muertos, de lo que significa estar muerto, y con ello alterará la idea de lo que significa vivir.

¿Y el tiempo? ¿Qué pasará con el tiempo cuando se amontone el pasado? ¿Acabará siendo tan denso que suplantará al presente? Ya estábamos viendo una consecuencia de ello, que volvían aspectos de las distintas épocas, que la década de los ochenta, que en otro mundo sólo habría existido en la conciencia individual, relacionada con la vida individual, era recreada en las expresiones colectivas, la moda, la música.

Aunque yo lo viera así, dejábamos ver a las niñas todas las películas que querían. No estaba orgulloso de ello y no me gustaba, pero esa calma que se apoderaba de nuestro piso era demasiado deliciosa como para resistirse. Además, pensaba yo en mi defensa, ellas aprendían mucho de lo que veían.

Bueno, tal vez no exactamente del fantasma Laban.

 

Si la isla era un ser humano y la carretera una vena, nosotros íbamos subidos en uno de los dedos, pensé, cuando unas horas después iba sentado en el autobús mirando el negro paisaje de piedra, porque la carretera era estrecha y las que la cruzaban también lo eran y desaparecían hacia las montañas, y las actividades que se desarrollaban allí, en bajos edificios detrás de vallas, sólo les importaban a los implicados. Entonces la carretera se ensanchó, había más coches, entramos en grandes nudos de tráfico con puentes y carreteras que se dividían y se cruzaban con otras carreteras, la red iba creciendo, el enredo iba en aumento, había cada vez más señales, y pronto veíamos edificios y construcciones por todas partes, nos estábamos acercando al centro, adonde se dirigían todo y todos, el corazón de la isla. Nos deslizábamos entre aceras atestadas de gente, rodeados de coches, por calles que se estrechaban cada vez más, hasta que entramos en una gran estación de hormigón, donde el autobús aparcó y nos bajamos.

El movimiento desde el despoblado paisaje sin acción de las afueras hasta el centro de la ciudad era el mismo en todas partes, ya fuera de Tromøya a Arendal, de Jølster a Bergen, de Cromer a Norwich o de Norwich a Londres. Era como una caída, ya que la velocidad aumentaba cuanto más se acercaba uno al centro, y aunque eso fuera un fenómeno exterior, resultaba imposible no incluirlo en el interior, que de alguna forma empezó a vibrar de actividad, porque estamos muy abiertos ante el mundo, que fluye incesantemente a través de nosotros, dejando su cuño no sólo en nuestros pensamientos e ideas, sino también en nuestros estados de ánimo y sentimientos. No soy capaz de explicar de otro modo esa alegría que me subió por dentro cuando íbamos paseando por la ciudad y por fin nos sentamos en una terraza, Linda y yo con un café, y las niñas con un helado. Me sentí aparecer desde dentro de mí mismo, como tras un largo y frío invierno, de repente todo estaba bien y reinaba la despreocupación, empecé a hablar por los codos, puede que también me riera bajo el sol. ¿Por qué razón? Todo estaba igual. Linda era la misma, las niñas eran las mismas, el sol en el cielo era el mismo que los diez días que llevábamos de vacaciones. Lo que cambiaba era el entorno. Parques con viejos delgados y trajeados sentados en bancos a la sombra, algunos fumando, siempre elegantes; pequeñas casas inclinadas del siglo XVII, calles adoquinadas, grandes iglesias destartaladas en plazas, curas y monjas revoloteando, mujeres viejas vestidas de negro, escuálidas o voluminosas, sentadas en una silla delante de una puerta o en una escalera dentro de un portal. Alamedas con palmeras, autobuses llenos de turistas pasando estrepitosamente, camiones con remolque u hormigoneras, trabajadores con furgonetas, coches cuadrados de los años ochenta, relucientes y nuevos turismos aerodinámicos, ciclomotores; una cantidad infinita de ciclomotores. Arquitectura funcional de los sesenta y los setenta, arquitectura fastuosa de los ochenta, arquitectura comedida, casi distópica, de los noventa, con sus grandes superficies de piedra oscura y cristal.

La ciudad no era grande, era una capital española pero separada de España por un mar y como tal distinta, no en lo grande, sino en lo pequeño, por todas partes se veían pequeños detalles de otras épocas, como si allí el tiempo no hubiese pasado con la misma dureza, como si no hubiese ahogado la ciudad cambiándola desde la base, como había hecho con las otras ciudades españolas, donde lo del pasado estaba cercado, conservado como ejemplos, pero filtrándose gota a gota por todas partes. Además, el que el mar estuviera siempre presente me hizo pensar que Las Palmas se parecía a las viejas ciudades coloniales de Sudamérica, donde nunca había estado, pero cuyo carisma creía conocer y durante toda mi vida adulta había añorado.

Se lo dije a Linda. Estábamos cruzando una plaza adoquinada delante de una iglesia blanca. Vanja se acercó corriendo a un gran león de mármol y se subió en él, mientras Heidi se arrodillaba delante del agua de una pequeña fuente.

—Hay algo sudamericano en este ambiente, ¿no te parece? —dije—. Es casi como si estuvieras en Buenos Aires, no es que haya estado allí, pero es la sensación que tengo. Un poco rancia, un poco ruinosa, época colonial, palmeras, pero también moderna. Española, pero no España.

—Entiendo lo que quieres decir —dijo ella—. Me encanta.

—Sí.

—Te veo contento. Así que yo también lo estoy.

—Lo siento —dije—. Así debería estar siempre. No hay razón para otra cosa.

—No querrás que nos vayamos a vivir a Buenos Aires, ¿no? —me preguntó.

—Ja, ja —me reí.

—Lo digo en serio. ¿Por qué no?

—No hay nada que me apetezca más —dije—. Pero para alguien que siente angustia ante el más pequeño cambio, se me ocurren cosas mejores que mudarse a Argentina con tres niños pequeños.

—Puede que no fuera tan complicado —dijo Linda—. Tal vez resultara fantástico. Quizá es justo lo que necesitamos.

—Nos vamos cuando quieras.

—¿De verdad? ¿Nos mudamos? A largo plazo, quiero decir.

—Si vienes tú, no hay razón para no hacerlo —dije.

Seguimos por una de las estrechas y sombrías calles, descubrimos un museo sobre las expediciones de Colón a América, y entramos. Fue como un presagio. Un pórtico por el que el sol entraba a raudales, flores a lo largo de las paredes, una pequeña fuente por la que fluía agua en el centro. El museo se encontraba en salas alrededor del patio, nos paseamos por ellas, estaban oscuras y frescas tras la intensa luz de fuera, llenas de mapas, maquetas, algunos objetos de los barcos o de la época en la que navegaban. Heidi estaba cansada, lloraba por todo, así que después de una rápida vuelta decidimos que yo daría un paseo con ella en el carrito para que se durmiera, mientras Linda y Vanja se quedaban en el museo.

Anduve por el lado de sombra de la calle, que se abría en largos entrantes hacia patios traseros bañados por el sol, u oscuros escaparates que no siempre dejaban claro lo que se vendía dentro; ¿el traje de librea de un torso de madera era una antigüedad o algo que se vendía a los hoteles? Llegamos a una plaza, bajamos por la derecha y cruzamos una gran avenida con umbríos árboles. Heidi iba sentada en el carrito sin moverse, pero tenía los ojos abiertos.

—Tienes que dormirte, mi niña —le dije.

—Nooo —contestó ella.

—De acuerdo —dije, y empujé el carrito para cruzar otra calle, meternos en un parque y luego salir por el otro lado, donde empezaba el centro moderno. Algo de la luz del barrio del que veníamos, y hacia donde me volví, me recordó primero a Stavanger, luego a Bergen. No la luz en sí, sino la proximidad al mar, la sensación de encontrarme muy cerca de él.

¿Qué hacía eso con tus pensamientos?

Las calles, las plazas, las casas, los pisos, las tiendas, los cafés, toda la gente que los llenaba, y de lo que uno mismo estaba lleno.

Y lo grande y desconocido estaba constantemente al lado.

Qué atemorizador sería para Colón y sus hombres cuando atracaron allí, en el puerto, el último antes de ese gran desconocido. No tenían ni idea de lo que había allí fuera, en el mar. Qué miedo sentirían.

Incliné la cabeza hacia delante para mirar a Heidi, que seguía con los ojos abiertos. Le puse la mano en el pecho.

—Puedes dormir si quieres —le dije—. Tienes sueño, ¿verdad?

No dijo nada, no reaccionó a mi mano, permanecía quieta, mirando fijamente todo lo que había a nuestro alrededor. Hennes & Mauritz, Sony, Adidas, Zara. El cristal relucía, la música a todo volumen sonaba por las puertas abiertas y al pasar por ellas notaba ese frío particular del aire acondicionado. Había gente por todas partes. ¡Pero nadie con carrito de niño! ¡Yo era el único que empujaba un carrito de niño!

No. Había otro más. Un precioso coche de paseo negro, con un bebé dentro vestido de encaje. La mujer que lo empujaba era joven, y a su lado iba otra mujer, tal vez su hermana, hablaban entre ellas de un modo serio e intenso, en medio de la corriente de hombres trajeados y turistas con pantalón corto. Recorrí toda la calle peatonal, y cuando llegué al café donde nos habíamos sentado antes, justo al lado del parque, Heidi ya se había dormido. Coloqué el carrito junto a una mesa, pedí un expreso doble y me fumé un cigarrillo; luego saqué el libro de Gombrowicz de la mochila, pero sólo leí unas cuantas líneas, me parecía mal leer en ese lugar donde había tanto que ver.

Un hombre bronceado de unos sesenta años, con el pelo fino color arena, estaba leyendo un periódico en la mesa de al lado de la mía. Era el periódico noruego VG. Levantó la cabeza y nuestras miradas se cruzaron.

—¿Eres noruego? —le pregunté.

—Sí, lo soy —contestó.

Muy rara vez entablaba conversación con extraños. Bueno, excepto cuando estaba borracho. Pero ahora me sentía tan ligero y despreocupado que me parecía algo muy natural.

—¿Tú también? —me preguntó.

—Sí. Es decir, vivo en Suecia, pero soy noruego.

—¿Estás aquí de vacaciones?

—Sí —contesté—. ¿Tú no?

—No, yo vivo aquí. El clima, ¿sabes? Sol y calor todo el año. Me harté de quitar nieve.

—Lo comprendo —dije.

Dio un largo sorbo de cerveza y encendió un cigarrillo.

—Y esto es barato y bueno. No te arruinas por comprar un paquete de tabaco.

—¿Vives aquí en la ciudad?

—No, qué va. Vivo más al norte. Tengo un piso en una pequeña ciudad.

Llevaba una gabardina gris, y debajo una camisa azul y unos pantalones marrón claro. No es que fuera desaliñado, pero tampoco se le podía calificar de bien vestido. La camisa estaba arrugada, y tenía un par de manchas oscuras en la gabardina a la altura del pecho.

Le dije el nombre del complejo hotelero en el que nos alojábamos y le pregunté si su ciudad estaba cerca. Negó con la cabeza, dio otro sorbo de cerveza y se secó el labio con un dedo.

—Yo vivo hacia el otro lado.

—¿Hay muchos noruegos allí? —le pregunté.

—Sí, somos unos cuantos.

—¿Y vais a Noruega en verano?

—Muchos sí. Yo no, yo vivo aquí todo el año.

Irradiaba un aura de soledad, y tal vez también de infelicidad. Lo amable y bienintencionado que había en sus ojos cuando me miraba desaparecía en el momento en que miraba hacia otra parte.

—¿Estás a gusto aquí? —le pregunté.

—Sí —contestó—. Al menos no tengo que luchar contra la nieve.

—Ya —dije.

—Aunque de vez en cuando nieva un poquito, pero no cuaja, ¿sabes? Se derrite enseguida.

—Ya —volví a decir.

Sacó un cigarrillo del paquete y se lo llevó a la boca. La mano que sostenía el mechero le temblaba casi imperceptiblemente.

Hice como que seguía leyendo para dejarle en paz. Pero estaba todo el tiempo pendiente de él, mirara al parque, a la calle peatonal o al libro. Era de la edad de mi padre, y aunque no hubiese alcanzado el mismo nivel que él, irradiaban algo parecido.

De modo que aquí venían para pasar en paz los años que les quedaban de vida.

Miré a Heidi, le puse la mano en la cabeza sólo para sentirla.

En una ocasión, un par de años antes de que mi padre muriera, unos amigos de la hermana de mi madre, Kjellaug, se lo encontraron en las islas Canarias, en un bar, creo recordar, ellos lo reconocieron, pero él no tenía ni idea de quiénes eran. Charlaron un rato, mi padre dijo que era marinero, pero que ya había dejado el mar.

Mi madre sonreía al contarlo, porque había mucho de verdad en las palabras de mi padre, decía.

Una chica subía por el polvoriento sendero del parque, un chico sentado en un banco se enderezó, estaba resplandeciente y al instante se abrazaron, luego se sentaron uno al lado del otro, rebosantes de charla y gestos. Eché un vistazo al hombre sentado a mi lado, estaba en las páginas de deportes, y justo en ese instante miró al camarero, que le puso otra cerveza en la mesa.

Me recliné en la silla y me quedé mirando el cielo totalmente azul y despejado, encendí un cigarrillo e inhalé y exhalé el humo con gusto. En el extranjero siempre fumaba Chesterfield, era mi marca favorita, pero no se vendía ni en Suecia ni en Noruega, excepto en el estanco Sørensen Tobakk en Torgallmenningen, en Bergen, donde era tan caro que sólo me lo podía permitir cuando me llegaba el préstamo de estudiante.

Una cerveza habría estado muy bien.

Pero no con Heidi dormida en el carrito.

Además, debía volver pronto con Linda y Vanja.

Un cuarto de hora más.

Conseguí que el camarero me mirara, se acercó y le pedí otro expreso doble, saqué de la mochila mi libreta y un bolígrafo y me puse a describir los árboles del parque, primero la sombra que proyectaban sobre el suelo seco y polvoriento, intentando ver cuál era el verdaderocolor de las sombras, si el ligero verde del césped o la tierra ligeramente rojiza influía en ellas, luego la corteza seca, agrietada y seguramente dura de un árbol, la corteza blanda, más lisa, de otro, y cómo el tronco estaba resquebrajado en ramas, cada vez más finas hasta convertirse en esos pequeños y temblorosos tallos de la parte exterior. Cómo la luz del sol era vertida sobre las hojas como de un cubo, y goteaba luego por las capas del follaje hasta llegar al suelo.

Cuando me mudé a Estocolmo, fui una tarde al parque Haga con Geir A., mi nuevo amigo, sería a mediados de mayo, porque hacía calor, pero aún no salía con Linda. Habíamos bajado por la cuesta de la tienda de cobre, a lo largo del empinado desfiladero de hierba, donde había gente tumbada por todas partes tomando el sol, antes de entrar en un terreno más forestal. Me puse a hablar de todos esos fantásticos árboles que crecían allí. De cómo todos eran únicos, con sus peculiares formas, a la vez que todos eran iguales, con las mismas características, tanto como árboles en general como formando parte de las distintas especies. Que estaban vivos y que sólo se encontraban allí, en medio de nosotros, sin que nosotros pensáramos nunca en ellos así, como criaturas, ni los mencionáramos en ninguna ocasión. La mayor parte de ellos eran mucho mayores que nosotros, dije, algunos son del siglo XIX, quizá incluso del XVIII. ¿No es increíble? Están aquí, como nosotros, pero en un estado completamente distinto. En una forma de vida completamente distinta. ¡Nos preguntamos si hay vida en el universo, qué extrañas formas de vida podría haber allí, mientras aquí estamos rodeados de estas fantásticas criaturas!

Geir soltó una carcajada.

—¿Sabes lo que todo el mundo está mirando hoy?

Negué con la cabeza.

—Hay mujeres de buen ver tumbadas al sol por todas partes. La mayoría sólo lleva puesto un bikini. ¡Y tú te dedicas a mirar los árboles! ¡Despierta, tío!

—No es incompatible, ¿no?

—¡Claro que sí! Lo uno es biología dentro de lo humano. Lo otro es biología fuera de lo humano. Tú eres un ser humano.

—Sólo habla así alguien que siente subir la savia. La distancia no es tan grande como crees.

—Sí que lo es. No conozco a nadie que hable de árboles con entusiasmo. ¡A nadie! Y con el tiempo he conocido a bastante gente.

—Eso no quiere decir que no me gusten las mujeres.

—¿Te sientes ofendido? —me preguntó, riéndose de nuevo.

—Puede que un poco —contesté—. No creo que sea tan raro como piensas. Hay incluso una revista semanal que trata de ello.

—¿Ah, sí?

Mujeres y árboles.2

—Ja, ja, ja. Recuerdo a otro que corría por el parque cazando árboles. Un amigo mío de sociología. Estaba organizando una despedida de soltero e iban a jugar al voleibol aquí. Corría de un lado para otro buscando dos árboles que estuvieran exactamente a la misma distancia entre ellos que la que hay entre los postes de un campo de voleibol. Era el mayor pedante que he conocido jamás, un tipo que no se contentaba con aproximaciones. Nada de eso, tenía que ser la distancia exacta. No hace falta decir que tardó un montón en hacer la tesis.

—Se trata de algo distinto. No es lo mismo que hablar de árboles al pasar junto a ellos.

—Claro que sí. Él se mantenía dentro de lo humano. Un juego, una determinada relación entre dos magnitudes. Tú hablas de los árboles en sí, para mí todo en la vida es algo social. Lo que está fuera no importa. Carece de sentido.

Habíamos mantenido esa discusión a intervalos regulares durante los cuatro años que habían transcurrido desde entonces. El mundo material con todas sus piedras, granos de arena y estrellas o el mundo biológico con sus linces, escarabajos y bacterias no le interesaban en absoluto si no le podían aportar nada humano. Yo era atraído constantemente hacia allí, hacia las zonas en las que la conciencia y la identidad quedaban suspendidas, tanto dentro del propio cuerpo —donde era como si el yo desapareciera en ambas direcciones, tanto hacia lo único, es decir, en todos los procesos que se cuidaban de sí mismos, como si el ser humano constara de muchos animales diferentes reunidos en uno por la parte más antigua y más primitiva del cerebro, como hacia lo común y lo universal, ya que todos esos órganos y procesos eran iguales para todos— como fuera del cuerpo, es decir, ese mundo del que el cuerpo formaba parte en el momento en que moría. Geir daba la espalda a todo eso, y si su voz o su mirada no se exasperaban de impaciencia cuando yo hablaba de ello, se debía únicamente a que su interés se dirigía hacia , esa criatura social tan obsesionada por el tema.

El hombre de la mesa vecina se levantó, dobló el periódico, se lo puso debajo del brazo y miró hacia mí.

—¡Que tengas unas buenas vacaciones!

—Gracias, que te vaya bien —contesté.

Se alejó a paso rápido en dirección a la calle peatonal, ligeramente inclinado se puso a esperar la luz verde junto al paso de peatones, y la siguiente vez que levanté la vista ya había sido absorbido por la ciudad.

 

En el camino de vuelta al museo iba buscando un restaurante donde comer luego, y encontré uno antiguo y bonito, lleno de isleños mayores, pero su rústico encanto fue desbancado por el restaurante de al lado, que tenía servicio al aire libre en una pequeña plaza, ciertamente justo al lado de una calle ancha y muy transitada, pero eso era compensado por la sombra de los árboles y la inclinada pared del edificio, en la que se apoyaba uno de los camareros mientras fumaba y sus colegas salían y entraban corriendo con sus bandejas llenas de comida y bebida.

Cuando entré en el patio del museo, Linda y Vanja estaban sentadas en un banco junto a la pared, con los ojos entrecerrados por el sol.

—Hemos tenido un problema —dijo Linda cuando puse el freno del carrito.

—¿Qué ha pasado? —pregunté, y me senté a su lado.

—¿Quieres contarlo tú, Vanja? —le preguntó Linda.

—El tiburón se me cayó en el cañón —dijo la niña.

—No, lo tiraste a propósito —la corrigió Linda—. No podíamos cogerlo. Y ya sabes el cariño que le tiene.

—Sí, ya lo sé —dije.

—Entramos a ver si alguien podía ayudarnos.

—¿En esos cañones? —pregunté, señalando con la cabeza los dos grandes cañones de color cardenillo que había en la pared de enfrente.

—Sí, exactamente. Los cañones de Colón.

—¿Sí?

—Sí. A nuestra hija se le cayó el tiburón en uno de los cañones de Colón.

—¿Y qué pasó?

—Se armó un gran revuelo. Todo el personal vino a ayudarnos. Bajaron el cañón entero. Se golpeó contra el muro y se le hizo una raja. ¡Pero el tiburón apareció! ¡Deberías haber visto sus caras cuando se dieron cuenta de que lo que había perdido era un cepillo!

—Menos mal que no estaba. Me habría muerto de vergüenza.

Linda se rió.

—Pero no dijeron nada. Sólo que estaban contentos de habernos podido ayudar. Ya sabes cómo trata aquí la gente a los niños. Los quieren mucho, hacen cualquier cosa por ellos.

—¿Estás segura de eso? ¿De que no están ahí dentro echando pestes? Se trata de una raja en el cañón de Colón, ¿no?

—¡Me han devuelto el tiburón! —exclamó Vanja, sonriendo con los ojos entornados.

—Me muero de hambre —dijo Linda—. ¿Vamos a comer?

Asentí con la cabeza, me levanté y empujé el carrito. Linda cogió la bandeja de separación y yo la coloqué. Vanja se metió dentro y así salimos del museo, formando un pequeño cortejo.

 

El viento no paraba de dar tirones de los extremos del mantel mientras comíamos. Las servilletas de papel salieron varias veces volando, pero siempre había algún camarero cazándolas antes de que me diera tiempo a levantarme. Hablamos del futuro que nos esperaba en Buenos Aires, y fue un rato feliz, tal vez el más feliz desde que nos mudamos a Malmö el verano anterior, y todo, también nuestras vidas, estaba bañado en la luz de la novedad. Al acabar de comer, mientras esperábamos el café, le hablé a Linda del restaurante de al lado, lo bonito que era con sus gruesas paredes de piedra y sus bancos de madera, y entonces ella cogió a Heidi en brazos y entró en él, mientras yo me quedaba sentado con Vanja, muy ocupada en soplar por la pajita dentro del refresco. El líquido burbujeaba y rugía, pero la niña no parecía hacerlo para divertirse, la expresión de su cara hablaba más de profundización y una gran resistencia.

Intenté pensar en algo que decirle.

Los coches pasaban a toda velocidad. Una monja apareció y volvió a desaparecer. Las grandes y esbeltas coníferas ondeaban en el viento. Saqué una manzana de la mochila y la puse en la mesa entre los dos.

—¿Sabías que hay algunas manzanas que saben hablar? —le pregunté.

Me miró, pero sin mover la cabeza. Su mirada era escéptica, pero no del todo negativa.

—Mientras paseaba con Heidi hace un ratito oí una voz dentro de la mochila, ¿sabes? No estoy del todo seguro, pero creo que era una manzana. Si lo era de verdad, hemos tenido mucha suerte, porque no hay casi ninguna manzana que sepa hablar. Pero creo que ésta sí habla. ¿Sabes cómo de pequeña es la probabilidad?

Vanja negó con la cabeza, mientras me miraba fijamente.

—No saben hablar como las personas, claro. ¿No pensarás eso?

Volvió a negar con la cabeza.

—Hablan la lengua de las manzanas. Mira, si la sacudo un poco, tal vez diga algo. ¿La sacudo?

Vanja dejó el vaso en la mesa.

—¡No sabe hablar! —dijo—. ¡Estás diciendo tonterías!

—Qué va. Es muy poco corriente, seguramente por eso no lo sabías.

Me estremecí.

—¡Ahí! ¿Lo has oído?

Miró fijamente la manzana mientras sacudía la cabeza. Yo me acerqué la manzana a la oreja, abriendo los ojos de par en par.

—¡Ha dicho algo! —exclamé.

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