Fin

Fin


NOVENA PARTE

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—¡No! —dijo la niña, riéndose—. ¡No ha dicho nada!

—¡Sí! ¡Escúchalo tú misma!

Le acerqué la manzana y ella puso el oído.

—¿Oyes algo? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—¡Pero papá! —dijo—. ¡Las manzanas no saben hablar!

—¡Pues acaba de hablar! —contesté.

—¿Y qué ha dicho?

—No estoy seguro. Era en lengua de manzana. Pero creo que ha dicho «me siento muy sola»

—¡Tú no sabes la lengua de manzana!

—No muy bien. Pero algo entiendo.

—¿Cómo la has aprendido?

—Un poco por aquí y otro poco por allá. Había muchísimos manzanos donde yo vivía de pequeño.

—¡Estás bromeando!

—¡Escucha! ¿Has oído?

Ella sonrió, algo insegura, y negó con la cabeza.

—Ha dicho: «¡Qué niña más guapa! ¿Cómo se llama?»

—Me llamo Vanja.

—Vanja —dije con voz de pito.

—¡Has sido tú! ¡La manzana no sabe hablar!

La niña empezaba a darme un poco de pena.

—Sí que he sido yo —dije—. ¿Pensabas que la manzana sabía hablar?

—¡No! —contestó ella, y se echó a reír.

—¿Estás segura? —le pregunté, me llevé la manzana a la boca y le di un mordisco.

—¡No te la comas! —dijo ella.

—Todo era una broma —dije—. Sólo es una manzana.

—Vale —dijo Vanja.

El camarero trajo dos cafés y dos platos de helado. Vanja empezó a comer el suyo en cuanto lo tuvo delante. Yo le di las gracias y levanté la vista, pero nuestras miradas no se cruzaron, se dirigió con la cabeza baja a la mesa de al lado, recogió los platos y se los puso sobre el brazo derecho, apiló los vasos, los cogió con la mano izquierda y desapareció en la oscuridad del restaurante.

—¡Quiero soplar! —exclamó Vanja.

Le acerqué la taza de café caliente, ella sopló y yo di un sorbo. Linda apareció por la esquina, todavía con Heidi a la cadera. Parecía agitada.

—Acabo de caerme ahí dentro —dijo—. De lado. Con Heidi en brazos y todo.

—¿Te has hecho daño?

—Un poco —contestó, y colocó a Heidi en la trona. Le acerqué el helado—. El suelo es de piedra. Creo que Heidi también se ha hecho un poco de daño. O quizá fuera miedo. Se ha armado un gran revuelo. Todo el mundo ha venido corriendo a ayudarme. No es de extrañar. Una mujer embarazada con una niña pequeña en brazos se cae de bruces. Me he caído todo lo larga que soy, ¿sabes? Como un barco escorado. Toda la gente ha sido muy amable y ha venido enseguida a ayudarme a levantarme, me han sacudido el polvo y preguntado qué tal estaba.

—Suena muy dramático —dije.

—¡Lo ha sido! Y me he sentido como una inválida. No poder andar así de repente. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Sí.

—No se ve ningún niño por aquí. Sabe Dios dónde estarán, desde luego aquí no. Y voy yo con un bebé en la tripa y una niña en brazos y me caigo de bruces al suelo delante de todo el mundo. ¡Me he sentido muy escandinava!

 

En el autobús de vuelta, Vanja se durmió con la cabeza en el regazo de Linda, mientras Heidi dormitaba relajada sobre el mío. Su pequeño cuerpo seguía todas las sacudidas de semáforo en semáforo a través de la ciudad, y luego por la gran autovía a lo largo de la costa, donde el sol colgaba ardiente sobre el mar azul oscuro.

La felicidad no era lo mío, pero me sentía feliz.

Todo era ligero y turbulento, mis sentimientos eran grandes y sencillos, me bastaba con la visión de una abollada alambrada o una pila de neumáticos usados delante de un taller para que el alma se me abriera y un calor casi desconocido se me extendiera por el cuerpo.

¿Qué hace la alegría?

La alegría borra. La alegría deshace. La alegría desborda. Todo lo que es difícil, todo lo que suele reprimir o limitarnos desaparece en la alegría. A la larga resulta insoportable, porque no ofrece ninguna resistencia, si te apoyas en ella, te caes.

¿Dónde caes?

Fuera, en lo abierto, amigo mío.

Miré a Linda, estaba reclinada en el asiento con los ojos cerrados. Vanja tenía la cara tapada por el pelo, que parecía un hormiguero en el regazo de su madre.

Incliné un poco la cabeza hacia delante y miré a Heidi, que me devolvió la mirada sin ningún interés.

Yo las amaba. Eran mi pandilla.

Mi familia.

 

En cuanto a lo biomaterial, no éramos gran cosa. Heidi pesaría unos diez kilos, Vanja unos doce, que sumados al peso de Linda y mío haría un total de unos ciento noventa kilos, bastante menos de lo que pesaba un caballo, y más o menos lo mismo que un gorila macho adulto. Si nos tumbábamos muy juntos tampoco el espacio físico era gran cosa, cualquier león marino era más voluminoso. En cambio, en lo que no se podía medir, que al fin y al cabo era lo único importante cuando de familias se trataba, lo que tenía que ver con pensamientos, sueños y sentimientos, es decir, la vida interior, el conjunto era explosivo y dilatado en el tiempo, que era la dimensión relevante en la que entenderlo, llegando a cubrir una superficie casi infinita. Yo conocí a mi bisabuela, eso significaba que Vanja, Heidi y el que venía de camino pertenecían a la quinta generación, y si el destino lo quería, podrían a su vez vivir tres generaciones, es decir, ese pequeño montón de carne de ocho generaciones, o dos siglos, con todo lo que ello implicaba de cambiantes condiciones culturales y sociales, por no decir la cantidad de personas a las que involucraba. Un pequeño mundo que se desplazaba a toda prisa por la autovía esa tarde primaveral, mi familia, que tal vez poco a poco iría desarrollando su propia forma, algo que fuera típico sólo de nosotros, como lo que había visto muchas veces en otras familias y siempre había envidiado: lo seguro, bueno y entrañable.

 

Cuando las niñas se habían dormido, Linda y yo nos acercamos y nos quedamos muy juntos en la oscuridad. Linda tenía los ojos abiertos de par en par, como yo los recordaba de las primeras semanas de nuestra relación, completamente desnudos e indefensos. Luego nos sentamos en la terraza, yo con las cervezas, lo que se había convertido en una costumbre en el transcurso de los diez días que llevábamos allí, Linda con un refresco de jengibre. Era como si la oscuridad flotara en el aire sobre el suelo, que se volvía más gris y más tenebroso a cada minuto que pasaba, mientras las estrellas iban apareciendo en el cielo una a una, vacilantes y un poco avergonzadas, como si no se fiaran del todo del recuerdo de cómo habían brillado la noche anterior, con orgullo, dureza y mineralmente sin piedad. Pero poco a poco se iban acordando y enseguida todo el cielo, negro ya, estaba lleno de chisporroteantes brasas.

—Creo que voy a acostarme —dijo Linda levantándose—. Ha sido un buen día. ¿Te enciendo la luz?

—Sí, por favor —contesté—. Buenas noches.

—Buenas noches, mi príncipe.

Encendió la luz, sus pasos desaparecieron camino del dormitorio, y yo me senté y puse las piernas sobre la barandilla. ¿Y si Colón se hubiese dado la vuelta en seco cuando descubrió América?, me pregunté a mí mismo. ¿Y si él y sus acompañantes hubiesen dicho que querían dejar el continente intacto y a los que allí vivían seguir viviendo en paz? ¿Y si hubiesen decidido no explotar sus riquezas y a sus habitantes? En ese caso América sólo habría existido como una idea en la vieja Europa, en Asia y en África. Cada nueva generación aprendería que al oeste hay un enorme continente. No se tiene ni idea de lo que allí sucede, qué aspecto tiene, qué plantas y animales viven en él, o qué piensan sus gentes de la vida y de la existencia. No sabemos nada de eso ni lo sabremos jamás.

Nunca había pensado un pensamiento más imposible. Habría ido en contra de todo lo que éramos.

Pero habría sido fantástico. Un continente oculto sin investigar, que nadie abrió, ni explotó, sino que dejó estar. ¡Qué increíble sombra de ignorancia habría dejado sobre nuestros cerebros europeos!

Me acabé la cerveza, apagué el cigarrillo y me quedé un instante apoyado en la barandilla de la terraza mirando la oscuridad de detrás de los bungalows, hacia el mar.

Luego me fui a la cama.

 

Dos días después salía el avión para Suecia, estaba abarrotado y nos agobiamos mucho con todo el equipaje que llevábamos y las dos niñas pequeñas, pero conseguimos embarcar. Tanto Vanja como Heidi se durmieron en el aire al cabo de unos minutos, Linda y yo nos reclinamos en nuestros asientos. El avión zumbaba a través del cielo negro. A bordo reinaba un ambiente extraño, muchos bebían nerviosamente, hablaban y se reían, supongo que querían prolongar las vacaciones hasta el último momento, otros dormían. Al cabo de media hora la voz del capitán sonó por el altavoz, pidiéndonos que nos sentáramos y nos atáramos los cinturones de seguridad, se acercaba una turbulencia. Vanja se despertó y se puso a llorar. No era un lloriqueo por lo bajo, sino gritos a todo pulmón. El ruido despertó a Heidi, que empezó a berrear también. De repente había un infierno a nuestro alrededor. Linda y yo intentamos tranquilizarlas con una intensidad febril, pero no había manera, habían caído dentro de algo de lo que no eran capaces de salir, y no paraban de gritar. Los primeros minutos la gente lo aguantó, pero después de un cuarto de hora, el descontento y la irritación a nuestro alrededor eran palpables. ¿Por qué no éramos capaces de hacer callar a esas jodidas niñas? ¿Por qué lloraban tanto? ¿Éramos malos padres? Era insoportable. Cuando se apagó la señal de abrocharse los cinturones, pedí a Linda que se levantara para dejarme salir al pasillo con Heidi, solté el cinturón de la niña e intenté cogerla, pero ella opuso resistencia, retorciendo todo lo que podía su pequeño cuerpo, que estaba tenso como un resorte, mientras Vanja daba patadas al asiento de delante. Pasé comprimiéndome por el estrecho hueco entre los asientos, medio inclinado, con Heidi pataleando apretada contra mi pecho y gritándome al oído; por fin conseguí salir al pasillo, pero la niña no quería hacer nada, ni andar, ni que la llevara en brazos, ni ponerse cómoda, ni averiguar lo que había detrás de la cortina, excepto berrear sin parar, sofocada y sacudiendo brazos y piernas. La gente ya no ocultaba su irritación, me miraba con manifiesta hostilidad, un hombre incapaz de controlar a sus hijas. Volví a dejarla en el asiento a la fuerza, el hombre sentado delante de nosotros se volvió y dijo que tendríamos que procurar que la niña dejara de dar patadas, lo que encolerizó a Linda. ¡Tiene cuatro años!, dijo en voz alta, yo le puse la mano en el hombro y le dije que se tranquilizara, y entonces llegó una azafata con varios juguetes que Vanja rechazó iracunda. Estaba empapado de sudor. Las niñas se encontraban sumidas en algo de lo que no conseguían salir y lo único que me preocupaba era lo que dirían los demás pasajeros. Era evidente que éramos malos padres, ¿por qué iban a chillar tanto las niñas si no? Estaban teniendo una horrible y traumática infancia. Algo tenía que ir mal. Yo nuncahabía visto a ningún niño comportarse así en público. La situación era de máxima urgencia, había que conseguir callarlas, pero ninguno de nuestros métodos servía, era como echar gasolina al fuego. También era una situación a largo plazo, un síntoma de algo, algo que roía incesantemente detrás de mi sudada frente. Me sentía como basura blanca en un vuelo chárter de vuelta de las islas Canarias, con mis hijas descuidadas y desatendidas. Todo estaba fuera de control y eso que se trataba de una pequeña superficie.

Siguieron así durante una hora larga. Y de repente pararon. Primero Vanja, luego Heidi. Sudadas y agotadas, con la mirada perdida. No me lo podía creer, no me atrevía a mover ni un músculo. Se durmieron a los pocos minutos, y siete horas después pudimos acostarlas en sus camas en nuestra casa. Linda y yo nos miramos completamente extenuados, y nos prometimos nunca más, bajo ninguna circunstancia, hacer algo parecido a aquello. Pero luego, poco a poco e imperceptiblemente, todas las fatigas del viaje y ese vulgar lugar vacacional se desvanecieron; lo que quedaba de las dos semanas era la felicidad de las niñas en la piscina, las veladas en la terraza y la excursión a Las Palmas.

Nació John, y Linda se quedaba con él en casa mientras yo llevaba y traía a las niñas a la guardería, y trabajaba las seis horas intermedias, en parte con la traducción de la Biblia, en parte con una novela que no conseguía arrancar, hasta la primavera siguiente, en que empecé a escribir sobre mí mismo. Linda se sentaba en el sillón del despacho en la oscuridad, después de haber acostado a las niñas, y escuchaba lo que yo le leía, decía que era «emocionante». Al final de ese verano, el primero de la vida de John, fuimos a Voss, a casa de mi hermano Yngve, y luego a Jølster, a casa de mi madre, y los planes de una fiesta para celebrar mis cuarenta años se fraguaron a mis espaldas. Fue una bonita fiestecilla, digo fiestecilla porque veintitantos no son muchos, pero a mí me resultó abrumador. Habíamos colocado una mesa larga en el salón, y cuando todos hubieran llegado y estuvieran de pie en el otro salón con una copa de champán de bienvenida en la mano, yo tenía planeado decir que todos los allí presentes eran los personajes de una novela que estaba escribiendo, y que todo lo que hicieran y dijeran en el transcurso de la velada se utilizaría en su contra, pero no me atreví, no dije nada, fue Linda la que les dio la bienvenida, yo estaba a su lado, sonriendo y callado. Tore pronunció un discurso, Geir G. pronunció un discurso y Espen pronunció un discurso. Linda cantó e Yngve se puso muy triste cuando vio que mi deseo de que nadie dijera nada era ignorado, y él, como hermano, daría la impresión de faltar a su deber. Yo le dije que no importaba. Avanzada la fiesta reunió a Knut Olav, Hans y Tore, y ofrecieron un pequeño concierto, tocaron una canción de Kafkatrakterne, otra del grupo Lemen y otra de ABBA. El resto de la noche bailamos y bebimos, yo bailé por primera vez en más o menos quince años, y cuando nos fuimos a acostar, sobre las siete de la mañana del día siguiente, me sentía feliz y con la sensación de que aquello era el principio de algo. En Nochevieja, tres semanas después, se casaron en Malmö Geir y Christina y lo celebraron en nuestro piso, también a la escala más pequeña posible: seis adultos y cinco niños estábamos sentados alrededor de la mesa. El plan era que se quedaran con nosotros unos días, pero se marcharon el día de Año Nuevo por la tarde, porque el hermano de Linda, Mathias, llamó preguntando por Linda, le dije que estaba descansando, él dijo que era importante, su padre había muerto, ¿podía despertarla?

 

Hoy es el 26 de agosto de 2011. Son las seis menos un minuto. Estoy escribiendo esto en una buhardilla aún no acondicionada en Glemmingebro, en lo que hemos empezado a llamar «la casa de verano», ya que carece de aislamiento. Acabo de acercarme a la casa principal para despertar a Linda. En dos horas Vanja y Heidi tienen que estar en el colegio. Está a dos pasos de aquí, y entre las cuatro clases sólo hay un total de treinta alumnos. Nunca planeamos mudarnos a este lugar, pero como pasa con tantas otras cosas, simplemente surgió así. El plan original era que fuera una casa de verano, que pasáramos aquí los fines de semana y las vacaciones, pero sólo ocho meses después de quedarnos con la casa, nos mudamos definitivamente. De modo que ahora vivimos en pleno campo. Yo me levanto a las cuatro todas las mañanas, me tomo un café, me fumo un cigarrillo y subo aquí, a la helada buhardilla, a escribir hasta las ocho, entonces llevo a Vanja y a Heidi al colegio, duermo media hora y sigo escribiendo. Por la tarde me ocupo del jardín, he trabajado como un salvaje, cortando árboles y arbustos en la parte del fondo, en la que resultó haber un hermoso embaldosado, totalmente cubierto por tierra y matorrales. Lo limpié casi del todo, y la semana pasada sembré hierba y ya está saliendo. La tarde que empecé a quitar ramas y a arrancar abetos y plantas no podía parar, sobre las nueve de la noche las niñas abrieron la ventana en pijama y me preguntaron qué hacía corriendo de un lado para otro arrastrando árboles, y no lo dejé hasta cerca de medianoche, y así ha sido desde entonces, porque cuando empiezo a trabajar ahí fuera no quiero dejarlo, y tengo que obligarme a mí mismo a irme a la cama, con el fin de tener fuerzas para escribir a la mañana siguiente. Eso hacía también mi padre cuando yo era pequeño, estaba siempre trabajando en el jardín, y nunca hasta ahora entendí por qué, qué podía aportarle aquello. Siempre había pensado que debía de ser muy aburrido, una obligación, y cuando alguna vez he ayudado a mi madre o hemos ido al huerto urbano siempre me ha resultado pesadísimo y prefería quedarme en casa leyendo. Ahora lo entiendo. Visto desde fuera, como yo siempre veía a mi padre y lo que hacía, el trabajo de jardín es la imagen misma del estancamiento del pequeñoburgués, algo en el fondo ridículo y superficial ante la vida, una manera artificial de ordenar el caos del mundo, dejando que el mundo sea un césped y unos arbustos, y dominarlo a la perfección, a la vez que el jardín es la parte de la vida privada que otros pueden ver, y por eso funciona como una especie de escaparate ante el entorno. Es decir, fachada.

Ayer me senté fuera a leer un texto que ha escrito Yngve sobre la banda roquera The Aller Værste! y su álbum Materialtretthet, en el que entrevista sobre la época de los setenta a miembros de la banda aún vivos. Uno de ellos —creo que era Harald Øhrn— se describía a sí mismo como un vagabundo, alguien que había vivido una vida de vagabundo. Al leer eso, se me vino encima aquello que siempre tiraba de mí: viajar, ver el mundo que se abría ante mí, seguir viajando, basándome sólo en el mundo que se abría incesantemente. Con eso soñaba de adolescente, pero entonces era algo que no conocía ni nunca llegué a realizar. La banda que tenían en 1979 trataba de eso, de la libertad de hacer exactamente lo que querían, sin tener en cuenta lo que habían hecho antes. Chris Erichsen era el que mejor expresaba lo que había sido el movimiento punk: hacer desaparecer todo lo anterior, toda la historia, todos los viejos héroes, todo lo pasado, y dejar que lo nuevo, lo que está justo aquí y ahora rija, y perseguirlo hasta donde acabe. Así es tener veinte años, todo está abierto, pero como lo que no está abierto aún no ha aparecido, no se conoce y no se sabe lo que implica antes de que sea demasiado tarde y la generación siguiente sea la que se encuentre ante lo abierto, quedando uno aparcado en el jardín de un barrio de chalés con hijos, coche y quizá también pronto un perro, si la hija mayor consigue lo que quiere, como así será, claro está.

Ésos eran mis sentimientos ayer leyendo el manuscrito de Yngve, mientras Heidi se columpiaba bajo un manzano y me gritaba las cosas en las que estaba pensando, como por ejemplo si yo sabía lo que ella quería ser de mayor. No, dije. ¡Voy a trabajar de Papá Noel!, gritó. Y soltó una carcajada. Dije que me parecía una buena idea y seguí leyendo. Ocuparte por completo de tu propia vida, no estudiar, no trabajar, sólo ensayar con los compañeros de una banda. O simplemente viajar por el continente, buscarte un trabajo, seguir viajando.

Eso era lo que tiraba de mí. Se trataba de estar abierto ante el mundo, de dejar que ocurriera lo que tuviera que ocurrir y no permitir que estuviera dirigido por esas estructuras determinadas formadas por la educación, el trabajo, los niños y la casa, esa calcificación de la vida que circulaba alrededor de instituciones: guarderías y colegio para tus hijos, tal vez hospitales y residencias de ancianos para tus padres, trabajo para ti mismo.

De modo que cuando corría por el jardín como un energúmeno, con el ardor del pequeñoburgués en mi interior, no muy distinto a mi padre, excepto que su barba era poblada y la mía rala, su torso fuerte y el mío flaco, difícilmente se podía interpretar como algo que no fuera una huida hacia dentro. Al mismo tiempo había algo en ello que me gustaba. El olor de la tierra, los gusanos y escarabajos que pululaban y reptaban por ella, mi alegría cuando una rama grande caía al suelo y la luz entraba a chorros al embaldosado hasta entonces hundido en la sombra, las niñas que de vez en cuando se me acercaban para ver lo que estaba haciendo o decirme algo.

Yo tuve la posibilidad cuando tenía veinte años y la dejé pasar. Ahora eran ellas las que tenían la posibilidad. Era su futuro.

Es la voz de la resignación la que habla aquí, pero también la de la necesidad y la repentina comprensión; así habrá sido siempre. Yo no lo he sabido nunca. Pero algunos sí lo han sabido, porque algunos han estado allí siempre. Ulises trata también de eso, de la diferencia entre ser hijo, como Stephen Dedalus, y ser padre, como Leopold Bloom. Stephen supera a Bloom en todo, pero no en eso. Leopold no tiene nada del anhelo ni del de deseo de ascender de Stephen, él no quiere nada más, está en casa. Leopold Bloom es un ser humano completo, Stephen Dedalus es un ser humano incompleto. Sólo Stephen es capaz de crear, porque crear es querer curar, crear es querer llegar a casa, y el ser humano completo no siente esa intranquilidad, esa necesidad, ese anhelo. Hamlet es, como Stephen, hijo, y en realidad sólo eso. La muerte de su padre es lo que le desencadena la crisis, y la traición de su madre lo que la mantiene viva. Hamlet no tiene hogar. Jesucristo tampoco era padre, sino hijo, y tampoco tenía hogar. Hamlet, Stephen, Jesucristo, Kafka, Proust fueron todos hijos, y no padres. Es decir, que había algo en lo de ser persona que ellos no conocían. Pero ¿qué era? ¿Qué es ser padre? Ser padre es una obligación, de manera que uno puede tener hijos sin ser padre. Pero ¿a qué se obliga uno? Hay que estar, hay que estar en casa. El anhelo de viajar y el deseo de ascender son incompatibles con ello, porque lo que el anhelo desea es lo ilimitado, y lo que hace el hogar es poner límites. Un padre sin límites no es un padre, sino un hombre con hijos. Un hombre sin límites es un niño, es el eterno hijo. El eterno hijo toma o recibe, no da, y toma o recibe porque no es completo, no es él mismo. El que mi padre se mudara a casa de su madre antes de morir no es un detalle casual; murió como hijo. Había renunciado a su responsabilidad de padre, lo cual sólo puede hacerse si la responsabilidad paterna es una magnitud externa, un papel que uno asume porque hay que asumir. Creo que así fue para él. No quería estar allí. Fue padre a los veinte años, y tendría que reprimir todo exceso dentro de él mismo, luchar contra todo anhelo y todo deseo de ascender, porque esa agresividad, esa ira y esa frustración de las que estaba lleno y que marcaron toda mi infancia sólo podían llenar a una persona que no quería estar donde estaba, que no quería hacer lo que hacía. Si era así, sacrificó toda su vida de adulto joven —la época entre los veinte y los cuarenta— por algo que no quería, pero a lo que estaba obligado. El que yo tuviera dieciséis años y fuera casi un adulto cuando él abandonó la familia indica que se tomó en serio su responsabilidad. Pero no era un padre, sino un hijo. No era completo, no tenía paz interior, ninguna fuerza interior, como suelen tener los adultos. Mi madre también tenía veinte años cuando fue madre, pero ella era adulta, o se hizo adulta cuando le llegó la responsabilidad. Ella también era la madre de mi padre, en el sentido de que ella le ponía los límites, que era lo que él no sabía hacer y lo que ningún hijo sabe hacer. Es una explicación sencilla, pero creo que concuerda con la realidad. El padre de Linda era ilimitado de un modo muy diferente, estaba diagnosticado como maníaco depresivo, lo que equivale a una negación total de responsabilidad de su propia vida, porque tanto la fuerza de acción de la manía como la paralización de acción de la depresión son fuerzas que no se dejan manejar por el yo, hay algo en su interior que constantemente lo sube y lo baja y nunca está ahí, sino que se expande hacia el mundo o implosiona en el interior, significando obviamente una negación de toda responsabilidad sobre la vida de los hijos. Tanto Linda como yo éramos hijos de hijos, y lo ilimitado era una magnitud dentro de la que estábamos entretejidos, Linda desde que era muy pequeña, yo desde los dieciséis años, aunque en realidad yo también desde muy pequeño, ya que lo que había presenciado y lo que me afectaba de mi padre era la tendencia hacia los límites del que no tiene límites, y que a falta de serenidad interior la tomaba del exterior, lo que para un hombre nacido en 1944 equivalía al padre autoritario, el que ponía reglas. La madre del padre de Linda murió cuando él tenía trece años y toda la responsabilidad acerca de sus hermanos recayó sobre él. Él estaba en el hospital cuando murió su madre, se había tumbado a su lado en la cama. Estaba muy unido a ella, y tal vez fuera tan sencillo como que esa atadura nunca fue disuelta por la vida, ya que la vida de su madre se extinguió antes de que él se hubiese librado de la misma, por lo que permaneció con mucha fuerza dentro de él. No lo sé, sólo lo vi tres veces. Una vez en nuestro piso de Regjeringsgatan, otra en su casa y otra casualmente por la calle. Era una persona afectuosa y abierta, tal vez demasiado abierta para su propio bien. En mi vida con Linda él estaba distante, yo pensaba que ella se había distanciado de él hacía mucho tiempo, y que lo había hecho por necesidad. Cuando Linda tenía veintitantos años también fue diagnosticada de trastorno maníaco depresivo, o bipolar, como se llamaba entonces, y estuvo en el hospital algo más de un año. Su vida cada vez más intensa se convirtió de repente en una magnitud incontrolada, era como si llegara al borde de un precipicio y se cayera por él. Caía dentro de lo ilimitado. Ésa era una de las posibilidades que tenía su vida, uno de los caminos abiertos. Cuando nos conocimos, ya había pasado. Para entonces su padre vivía solo en un piso que se encontraba a escasos cien metros del nuestro, el hombre estaba fuera de la colectividad porque llevaba muchos años sin trabajar, desde que cayó enfermo, y se había organizado la vida de la forma que más le convenía. Murió solo en un piso nuevo al que acababa de mudarse. Murió en Nochevieja. Cuando Linda se enteró, el día de Año Nuevo, se sentó en el suelo de la entrada, con la espalda apoyada en la pared. Los niños estaban dormidos, ella lloraba. Christina y Geir recogieron sus cosas y se marcharon para dejarnos en paz. Por la noche me desperté con Linda a mi lado llorando, le acaricié ligeramente la espalda y me volví a dormir. No me daba cuenta de que las siguientes tres semanas ella pasaría por exactamente lo mismo que yo cuando murió mi padre hacía once años. Se fue a Estocolmo, hizo las gestiones con la funeraria y con un abogado, con su hermano Mathias revisó las pertenencias de su padre y lloró su muerte, pero yo, su marido, no estuve allí para acompañarla. Yo escribía. ¿Y sobre qué escribía? Escribía sobre la muerte de mi propio padre, que once años antes me había invadido por completo, ensombreciendo mi vida entera, algo que todavía me afectaba de lleno. Cuando le ocurrió a Linda lo vi desde mucha distancia, y mis intentos de consolar y participar eran mecánicos. Cuando era realmente importante, fallé. Me decía a mí mismo que mi papel era ocuparme de los niños y que tenía que escribir, no sólo por mí, sino por la familia, porque necesitábamos el dinero. También estaba enfadado con Linda, llevaba mucho tiempo enfadado con ella. Pero alguna vez tienes que ser lo suficientemente mayor para dejar de lado lo cotidiano y pequeño, todo lo mezquino y egocéntrico en lo que nosotros, o al menos yo, vivimos nuestras vidas, porque cuando va en serio de verdad, cuando se trata de vida o muerte, no rige lo pequeño, y pequeño es el ser humano que entonces se aferra a ello.

 

La mañana antes del entierro cogimos el avión hasta Estocolmo. John tenía año y medio, Heidi tres y medio y Vanja casi cinco. Linda había pedido prestado el piso a una amiga, y en cuestión de segundos los niños lo revolucionaron todo. Por la tarde llegó primero la madre de Linda, Ingrid, luego su hermano Mathias, afectuoso y atento, y me preguntó qué tal iba con mi libro. Le dije que estaba escribiendo una novela autobiográfica y que él formaba parte de ella. Él abrió los ojos de par en par. Linda dijo sonriendo que creía que yo cometía en ella asesinato del carácter. Le dije que ella tenía derecho de veto y que si había algo que deseara que se quitara, lo quitaría. Mathias dijo que entonces lo mejor sería que Linda tuviera también derecho de veto en su nombre. Tenía tan mala conciencia que allí y en ese momento decidí quitar todo lo que tuviera que ver con ellos. ¡Eran tan amables! Al día siguiente iban a enterrar a su padre y exmarido. ¿Quién era yo para escribir sobre ellos en una situación tan vulnerable? Mientras estábamos allí sentados, los niños iban y venían al ordenador de la otra habitación, donde estaban viendo una película. Heidi se sentaba sobre mis rodillas y miraba a Mathias con gesto pícaro. Vanja se mantenía cerca de su abuela, ignorando a Mathias, mientras que John se lo comía con la mirada y sólo se volvió hacia otro lado cuando Mathias lo levantó por los aires y lo lanzó al techo.

Mathias y Linda estuvieron hablando de los últimos preparativos para el día siguiente, y barajamos la posibilidad de dejar a Ingrid al cuidado de los niños e irnos a un café cercano, pero al final nos quedamos, y cuando madre e hijo se marcharon, acostamos a los niños y también nosotros nos fuimos pronto a la cama. Es decir, mientras ellos dormían a mi alrededor, yo me quedé levantado leyendo la nueva novela de Carl-Johan Vallgren, Kunzelmann & Kunzelmann, una especie de cuento chino que había comprado el día anterior por una reseña que había oído en las noticias culturales de la televisión sueca, en la que la crítica, Ingrid Elam, había dicho «me gusta muy poco este libro», lo cual era para mí un sello de calidad. Y me gustaba leer en ese piso oscuro, a la luz de una sola lámpara, rodeado de pequeños seres respirando, sin pensar en nada más que esa historia contada con destreza y exceso de energía.

Al día siguiente les pusimos a las niñas sus mejores vestidos, yo me coloqué mi traje negro, les enfundamos los monos, que por suerte habíamos llevado, porque fuera soplaba un viento fresco y alternaba entre lluvia y aguanieve, y las sujetamos con el cinturón de seguridad en el taxi que nos esperaba y en el que recorrimos los veinte kilómetros que nos separaban del cementerio Skogskyrkogården, con Ingrid, Mathias y Helena, que vino para ocuparse de John durante la ceremonia. Llegamos una hora antes de que empezara. Había un pequeño local dentro de la tapia que rodeaba el recinto de la capilla. Dejamos allí nuestras cosas, y Vanja y Blanca, la hija de Helena, un año mayor que Vanja, se fueron corriendo a jugar por entre los árboles, con Heidi algo vacilante a rastras. Linda y Mathias entraron a ver la capilla, y yo me quedé hablando con el agente de la funeraria.

Mientras los hermanos estaban dentro, un coche se detuvo al otro lado. Un hombre abrió el portón trasero y ayudado por otro que acudió enseguida sacaron con cuidado un ataúd que colocaron en unas andas.

En ese ataúd se encontraba el padre de Linda.

Los dos hombres lo llevaron lentamente por un paseo adoquinado entre los pinos verdes que se inclinaban bajo el viento. Se pararon delante de las puertas de la capilla, las abrieron de par en par y lo metieron dentro. Justo pude ver cómo levantaron el ataúd con cuidado, lo colocaron en el catafalco al otro extremo de la sala y cerraron las puertas. Volví la cabeza y busqué a las niñas con la mirada. Corrían entre los árboles, y se las distinguía fácilmente porque contrastaban con la sucia nieve gris que cubría el suelo. Las puertas volvieron a abrirse, salieron los dos hombres vestidos de negro, fueron hasta el coche al otro lado del muro, y se metieron dentro. Cuando el motor arrancó, se encendieron los faros traseros rojos. El cielo estaba pesado y gris encima de los pinos verdes.

El coche bajó lentamente hasta la carretera y desapareció. Pensé que la pequeña capilla tenía algo de monumental, a pesar de su reducido tamaño. Reflejaba la estética de los años veinte, ese espíritu de Blut und Boden, bosque nórdico y muerte heroica que se respiraba en todo el enorme recinto del cementerio.

Linda y Mathias volvieron. Bajé la mirada, no quería importunarlos en su duelo. Linda sugirió que diéramos a los niños un plátano o una mandarina. La fruta estaba en mi mochila, y no la había cogido.

—No me he traído la mochila —dije.

—¿QUÉ? —exclamó Linda, mirándome con rabia.

—¿Qué metiste en ella? —le pregunté—. ¿Algo importante?

Pensé que tal vez era el libro con el poema que ella iba a recitar o alguna otra cosa imprescindible para la ceremonia. Pero no, se trataba sólo de un poco de comida y unos pañales.

—PERFECTO —dijo Linda entre dientes—. ¡NO se puede una fiar de ti!

Me cabreé, pero hasta yo entendí que las circunstancias eran un atenuante, su padre iba a ser enterrado en cuarenta minutos, así que me callé.

—Dame un cigarrillo —dijo Linda.

—No tengo —contesté.

—Eres fumador. ¿Por qué justo hoy no tienes tabaco?

—Porque tú lo cogiste esta mañana. Metiste el paquete en tu chaqueta. Supongo que sigue ahí.

—No —contestó, palpándose los bolsillos—. Ah, sí, creo que está.

Salió y desapareció detrás de la sala de espera. Helena evitó mirarme.

—Me llevo a John para ver si consigo dormirlo —dije. Helena asintió con la cabeza, yo salí a la calle con el niño en el carrito y durante veinte minutos estuve dando paseos hacia delante y hacia atrás, mientras John de vez en cuando echaba una mirada desde el montón de ropa y mantas que lo cubría. El viento atravesaba la fina tela de mi traje dejándome helado, y la capa de aguanieve que pisaba me empapó los finos zapatos. Cuando volví con John dormido en el carrito, estaba tiritando, no recordaba haber tenido tanto frío en años. La gente iba llegando, yo les daba la mano presentándome, el marido de Linda, decía, sí, te hemos visto en la prensa, decían ellos. Un poco después, quince personas, más los niños, estábamos reunidos en torno al ataúd. Mathias puso sobre él una bufanda del equipo de fútbol en el que su padre había jugado de joven, nos sentamos, un arpista tocó piezas de Bach, Vanja y Heidi miraban a su alrededor con los ojos abiertos de par en par. Sabían que tenían que estar calladas, y cuando Heidi necesitaba decirme algo, lo hacía susurrando. Mathias levantaba de vez en cuando la cabeza, como si necesitara tomar aire, con la cara retorcida en repentinas muecas. Linda tenía los ojos húmedos, y de vez en cuando las lágrimas le caían por las mejillas. Cuando sonó la primera pieza musical —una melodía de baile con la orquesta de Benny Andersson— el dolor también me sobrecogió a mí. A él no lo conocía, pero conocía a sus hijos, lo que me conmovía era su dolor. Vanja miraba fijamente a su madre, porque nunca la había visto así, y le sonreía como para consolarla. Yo le había dicho de antemano que mamá lloraría y que no se preocupara por eso, solía ocurrir en los entierros, se lloraba y se estaba triste, era una despedida del muerto, que nunca volvería. El maestro de ceremonias ofreció un retrato de la vida del fallecido, Mathias leyó unas palabras conmemorativas, lloró al principio y al final, por lo demás, su voz sonó alta y clara. Linda leyó un poema. Sonó «Bridge Over Troubled Waters». Vanja empezó a sollozar. Lloraba desconsoladamente, agarrándose a Linda. Heidi, que estaba sentada sobre mis rodillas, la acariciaba. El ambiente se volvió tan emotivo que acabé por sacarlas y llevármelas al pequeño edificio que parecía una caseta militar, donde dormía John. Nada más llegar allí, Vanja quería volver a la capilla, ya no lloraba, quería poner sus flores en el ataúd, como habíamos planeado. Volví a la capilla con una niña en cada brazo, las dejé en el suelo delante de las puertas y entramos justo cuando la ceremonia estaba terminando y se colocaban los últimos ramos de flores. Linda dijo luego que fue muy bonito cuando se abrieron las puertas, entramos con la luz a nuestras espaldas y las niñas dejaron cada una su ramo de flores sobre el ataúd, las últimas notas de la música, la gente parándose delante del ataúd cuando salían haciendo una reverencia para rendir al difunto los últimos honores.

En el mesón al que nos dirigimos a continuación, el primo de Linda habló de cuando su tío visitaba a la familia los veranos, llenándoles la vida por unos días con su energía maníaca y su espíritu aventurero, llevándolos de excursión en barco o en coche, incapaz de quedarse quieto.

Al día siguiente fuimos con los niños a la isla y al parque de Djurgården. Cuando estábamos en el acuario llegó Mathias. Nos contó que después del entierro se fue a un pub a «beber hasta que me reventara la cabeza», dijo. Sus ojos eran sensibles y amables, su voz buscaba siempre alegría, algo agradable que decir, y cuando nos íbamos, me puso la mano en el hombro en un gesto familiar. Había perdido a su padre y no era el mismo padre que había perdido Linda, pensé, porque no es lo mismo ser hijo que hija, y tan distintos eran Linda y Mathias, también en su dolor, que tenían que percibir a su padre de diferente modo.

Por la tarde hicimos el equipaje y cogimos el tren hasta el aeropuerto de Arlanda. Llegamos tres horas antes de la salida. Pero los niños estuvieron jugando y de buen humor todo el tiempo, aunque el vuelo se retrasó una hora y no salimos hasta las nueve y media de la noche. Se durmieron nada más sentarnos, y cuando aterrizamos en Kastrup, a las diez y media, nos enfrentamos a un problema: ¿cómo llevar las dos maletas, la mochila, una bolsa grande y tres niños dormidos hasta la parada de taxis? Para colmo, el avión había aterrizado en la otra punta de la pista, a unos quince minutos andando hasta la sala de llegadas. No sé ni cómo conseguimos bajar del avión y llegar al interminable pasillo, ya vacío. Linda llevaba a John en brazos, y a Vanja de la mano, yo llevaba a Heidi, las dos maletas, la mochila y la bolsa grande. Tras unos cien metros, Linda dijo que no podía más, era demasiado peso. Pero si tú sólo llevas a John, dije. Tienes que poder, joder. Pero no, no podía, le dolía, y jamás conseguiríamos salir de allí.

—¡Socorro! —gritó Linda de repente—. ¡Ayúdennos!

—Cállate —le dije—. Entiende que no te puedes poner a pedir ayuda aquí.

Una pareja que iba muy por delante de nosotros se volvió y nos miró. Yo sacudí la cabeza en un intento de indicar que no pasaba nada grave. Si a alguno de los dos nos hubiera dado un ataque al corazón, habría entendido su grito de socorro. ¿Pero porque le pesaba lo que llevaba? Dios me libre. Dios me libre.

Había por allí unos carros.

Respiré aliviado, coloqué las maletas en uno de ellos, puse a Heidi encima y seguí andando sin esperar a Linda. «Socorro»… Si nos hubiéramos perdido en alta montaña o naufragado en el mar, tal vez habría pedido socorro a gritos. ¿Pero dentro de un jodido aeropuerto?

Me volví y los esperé. El resto del trayecto transcurrió sin novedad, los niños estaban animados, aunque cansados, hasta la parada de taxi no volvió a haber problemas. Linda puso verde al pobre taxista, que se cabreó tanto que volvió a dejar nuestro equipaje en el suelo mientras le gritaba a ella. Un taxista amable y tranquilo que estaba algo más allá vino en nuestro auxilio, yo estaba a punto de derrumbarme de humillación y vergüenza. Nos preguntó si habíamos hecho un viaje muy largo, sí, contestó Linda, si estábamos agotados, sí, volvió a contestar Linda, mientras yo estaba a punto de ahogarme viendo las luces barrer el capó cuando nos acercábamos a Triangeln, donde por fin pudimos bajarnos, coger el ascensor, acostar a los niños y meternos en la cama. Lo último que hice fue dejar el huevo de dinosaurio de Heidi en un cuenco con agua. Así se habría abierto cuando la niña se despertara a la mañana siguiente y se encontraría un pequeño dinosaurio.

 

27 de agosto, 08.06. Estoy sentado en otra casa anexa en la isla danesa de Møn. Tengo un evento aquí esta tarde y otro mañana por la tarde; vine conduciendo desde Glemmingebro ayer por la noche. La madre de Linda ha venido a ayudarnos, lleva con nosotros todo el mes. Cuando acabe aquí, me iré a Malmö a terminar la novela. El viernes voy a participar con Linda en el festival de literatura de Louisiana, a las afueras de Copenhague. Las cosas están cambiando en su vida. Empieza a controlarla mejor. Todas las mañanas se da un largo paseo, ha dejado de fumar, ya no bebe alcohol, ni siquiera una copa de vino en la comida, come sano y desde hace más de un mes no ha estado ni muy deprimida ni muy eufórica, sino presente.

Anoche me despertaron sus gritos.

—¡Socorro! —gritó, alto y prolongado, como si se sintiera amenazada.

Me desperté de golpe, claro, la rodeé con un brazo y le dije que sólo era un sueño. Murmuró que lo sabía, y volvió a dormirse. Eran las tres y media, bajé a la cocina a hacer café, subí a la buhardilla de la otra casa y me puse a escribir. El pasaje del entierro de su padre lo escribí justo después de que tuviera lugar, y luego lo olvidé. Lo recordé porque Linda gritó socorro en el aeropuerto y acababa de gritar socorro ahora. Aquella vez lo tomé literalmente, necesitaba ayuda para llevar a John, pero ahora, tras leerlo de nuevo, resulta imposible no considerarlo algo distinto y más trascendente, era un grito de su interior dirigido a mí, yo tenía que acudir en su ayuda. Tenía que dejar todo lo demás, ella estaba en un apuro, yo tenía que ayudarla.

No lo hice. Me sentí enfadado y avergonzado.

Cuando anoche gritó, pensé que tenía que ayudarla. Espero que pueda, espero conseguirlo. Espero haber aprendido.

 

28 de agosto, 04.56. Fuera es de noche todavía. La casa en la que estoy escribiendo está muy cerca del mar, y lo primero que he hecho al despertarme hace una hora ha sido quedarme tumbado escuchando el suave murmullo de las olas. Ayer por la noche me despertaron unos rayos y truenos tan descomunales que el paisaje entero se iluminaba con las vibrantes descargas eléctricas. Los rayos caían muy cerca de nosotros, el sonido llegaba a la vez que la luz, grandes estallidos. Entonces llegó la lluvia, también violenta, un torrente de agua caía por todas partes. Los dueños de la casa me dijeron luego que el agua había entrado e inundado el suelo de la cocina. Un poco antes de las dos nos fuimos en el coche al lugar donde tendría lugar el evento, algunas zonas estaban cubiertas por entre medio metro y un metro de agua. El paisaje estaba completamente empapado. No soy capaz de recordar ninguna tormenta de mi infancia tan intensa y salvaje como ésa, ni tampoco de más adelante en mi vida, antes de mudarnos a Malmö, cuando el cargado horizonte del final del verano era a veces penetrado por veloces espadas de luz que caían en diagonal al suelo, y el cielo se llenaba de estruendos y estallidos. La explicación es probablemente tan sencilla como que las condiciones atmosféricas de aquí son distintas. Porque no podrá ser que cada vez haya más tormentas con truenos que aumentan en intensidad por cada año que pasa, ¿no?

El acto de ayer salió bien. Había doscientos espectadores y hablé durante dos horas, primero contestando a las preguntas del entrevistador y luego a las del público. Mi estrategia en estas situaciones es sencilla, intento estar atento en la mayor medida posible, es decir, no repetir cosas que ya he dicho, sino procurar contestar a todas las preguntas como si fuera la primera vez que me las hicieran. Intento también no mostrar nada de autocrítica, sino decir las cosas que se me ocurren allí y en ese momento. Luego no me acuerdo de lo que he dicho, y lo único que me apetece es marcharme y estar a solas, porque acabo de tomar parte en una especie de exposición, todo el mundo me ha mirado, no por un breve instante, sino durante más de dos horas, y he corrido un gran riesgo al no fingir. Resulta curioso que duela tanto, pero sí, duele. Y cuando se ríen de algo que he dicho, y llega una especie de suspiro que significa que confirmo algo que ellos pensaban, me duele porque los estoy engañando, ésa es la sensación que tengo, se dejan convencer por mis trucos. Linda me dijo una vez que era un vendedor ambulante de seriedad, lo que me parece una imagen acertada. Mathias, que apareció en la Casa de la Cultura de Estocolmo cuando estuve allí hace dos semanas, dijo luego a su madre que había estado genial, y que nunca me había visto tan cordial y entrañable. Ése es justo el quid de la cuestión, cuando estoy con Mathias, Linda o cualquier otra persona allegada, soy todo lo contrario a cordial y entrañable. Es como si sólo pudiera mostrarme cordial y entrañable ante muchos extraños, y no ante unos cuantos allegados. Lo que hago parece por tanto una especie de truco. Sentado en el escenario hablando a un público, la distancia es grande. Es algo que sé manejar, y actúo de un modo cordial y cercano. Cuando luego estoy cenando con los organizadores en torno a una mesa, la distancia entre ellos y yo es pequeña, pero la distancia en mí es grande. No digo nada, supongo que parezco arisco y frío, no entrañable y cordial, como un momento antes en el escenario. Es como si lo de ser conocido me posibilitara ser como realmente soy, o como realmente me siento, pero sólo en situaciones escenificadas, no en un contexto social normal y corriente. Por esa razón me siento luego tan falso, aunque en realidad he sido más auténtico. Las sonrisas, la amabilidad, la admiración con las que me encuentro cuando luego firmo libros resultan insoportables, no porque no sean actitudes bienintencionadas y sinceras, sino porque me llegan bajo premisas erróneas. En mi interior tengo que rechazarlo. Al mismo tiempo, doy por sentado que cuando el viento cambie, mi estrella esté cayendo y me haya convertido en las noticias de ayer, voy a echar de menos ese murmullo con el que me encuentro al entrar en un local, las miradas de reojo que me lanzan por todas partes, y las olas de aplausos que me riegan.

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