Fin

Fin


NOVENA PARTE

Página 49 de 58

—Nosotras no hablamos como vosotros. Sólo le hablo bien de ti. Nunca le he contado nada.

No contesté. Miré al suelo. Ella se llevó la taza a la boca y dio un sorbo. Clavó la mirada en mí.

Había algo que tenía que preguntarle. Algo de lo que ella no había dicho nada.

—¿Qué pasa si lo publico? —le pregunté.

—Por mí puedes hacerlo. Es un buen libro. He podido darme cuenta. En caso contrario, todo habría sido imposible. Pero es bueno.

—¿Hay algo que quieres que quite?

—No. O sí, una cosa. Lo que dices de que Bergman me acarició la cabeza diciendo que era una niña preciosa. Eso me resulta tan terriblemente embarazoso que prefiero que lo quites.

—¿Nada más?

—Hay algunos errores y malentendidos. Pero eso podemos verlo más tarde. Por lo demás, nada.

Dejó la taza en la mesa y miró hacia la puerta de la terraza, donde se notaba que la oscuridad se iba espesando.

—¿Quién era ella? —me preguntó.

—¿Quién? —dije, aunque sabía muy bien a quién se refería.

—La de Gotland. ¿Cómo se llamaba? ¿Qué aspecto tenía?

—No sigas por ahí —dije—. No conducirá a nada bueno. No sé cómo se llamaba. Estaba borracho. Fuera de control.

—¿Y entonces lo hiciste? ¿Mientras yo estaba aquí con Vanja y Heidi, y Heidi estaba enferma? Confiaba en ti.

—Lo sé —dije—. Lo siento.

Volvió a mirar hacia la puerta. Entonces se levantó de repente. Sus ojos estaban llenos de rabia o de miedo, o de las dos cosas a la vez.

—No puedo estar aquí. No puedo estar contigo. No puede ser. Me voy a casa de Jenny. Tú te encargas de llevar a los niños mañana por la mañana.

—De acuerdo —dije.

—No puedo creer que lo hayas hecho —dijo, yendo a toda prisa hacia la entrada, donde se puso la chaqueta y se agachó para calzarse. Le temblaban las manos al atarse los zapatos, tanta prisa tenía.

—Te llamo —dijo.

Y había desaparecido.

 

Jenny era diseñadora de vestuario y escenógrafa. Tenía un hijo que iba a la misma guardería que los nuestros, allí la conocimos, y ella y Linda se hicieron amigas. Vivía algo alejada del centro, en una casa con un gran jardín que había comprado con una amiga, y que había ofrecido a Linda para que fuera a escribir allí cuando quisiera. A veces lo hacía, y cuando sentía necesidad de alejarse un poco, también se quedaba a dormir. Cuando los niños preguntaron por su madre al día siguiente no había por tanto nada extraño en mi respuesta de que se había marchado temprano a casa de Jenny. Salimos tarde para la guardería, fue una de esas mañanas en las que todo se complica, y cuando por fin estábamos en la calle a punto de cruzar, Linda venía hacia nosotros en medio de la pequeña multitud de personas que esperaban el autobús. Ella aún no nos había visto, y al descubrirnos, cuando el semáforo se puso verde y echamos a andar, fue como si le hubieran dado una bofetada. Como si estuviera viendo fantasmas. Al verla, Vanja y Heidi se soltaron del carrito y corrieron hacia ella, John extendió los brazos.

—Creía que estabais en la guardería —dijo sin mirarme a mí—. No esperaba veros aquí.

—¿Dónde estabas, mamá? —preguntó Vanja—. ¿En casa de Jenny?

Ella asintió con la cabeza.

—Sólo iba a pasar por casa a buscar algo.

Se enderezó, y por primera vez me miró a mí.

—¿Te veo cuando vuelva? —le pregunté.

Negó con la cabeza.

—¿Te puedo llamar entonces?

—Ya te llamaré yo después —contestó ella.

—Vale —dije—. Hasta luego, entonces.

—Hasta luego —dijo, y seguimos cada uno nuestro camino, yo y los niños hacia la guardería y ella hacia casa.

 

Volvió por la noche, cuando los niños ya estaban acostados. Preparé un té y nos sentamos en el salón. Aunque la desesperación seguía presente, no se encontraba tan a flor de piel como antes. Estaba tan helado por dentro como en todas las situaciones de crisis que había vivido, cuando es como si todo a mi alrededor ardiera con llamas blancas, y lo único que hay aparte de eso son los sentimientos, completamente fuera de control. Encontrarse dentro de una crisis es estar en el centro, porque cuando todo está en juego, todo es esencial. Sólo está eso. Se trataba ahora de una de esas crisis. Todo lo demás había desaparecido, sólo estaba eso, ella y yo.

No sabía qué decir. Nos tomamos el té en silencio. Nos miramos, miramos al suelo.

—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.

—Mejor —contestó.

—Tenemos que hablar —dije.

—Sí, así es —asintió ella.

—Tenemos que hablar en serio. Sin tapujos.

Asintió con la cabeza.

—Me he sentido fatal —dije.

—Ya lo sé —dijo ella.

—Lamento que hayas tenido que leerlo en una novela. Pero para mí lo importante no es la novela. Es la vida. Y de ella es de lo que tenemos que hablar. No podemos estar así. No puede ser. No podemos.

—Ya lo sé —dijo ella.

—No sólo por los niños, también por nosotros. Nos encontramos tan lejos de donde empezamos juntos como se puede estar. ¿Recuerdas cómo era entonces? ¿Recuerdas lo fantástico que era?

—Claro que lo recuerdo. Yo también añoro esos tiempos.

—Pero ahora nos encontramos en otro lugar. Tú dices adiós al romanticismo. Pero no se trata de romanticismo. Se trata de nuestra vida. Es todo lo que tenemos. Y tenemos que procurar que sea buena. Tan buena como sea posible.

Me levanté y me senté a su lado. La abracé. Ella lloraba. Lloraba sin cesar. Yo también lloraba. Salimos a la terraza y nos sentamos en la oscuridad, ella encendió un cigarrillo, por lo que deduje que había vuelto a fumar, yo encendí otro. Nos fuimos a la habitación. Nos pasamos toda la noche charlando en la cama, a la débil luz de la lámpara de la entrada. Yo tenía la espalda apoyada en la pared y miraba a la penumbra, ella estaba tumbada a mi lado. Hablamos de todo lo que había que hablar. Fuimos completamente sinceros. Era como si todo lo que habíamos construido juntos —todas las ideas, sueños, voluntades y esperanzas— se desplomara, y habláramos sólo de lo que quedaba, de lo esencial. Ella y yo. De qué significábamos el uno para el otro. Estuvimos como estábamos en el pequeño piso de Bastugatan, en Estocolmo, tumbados en la cama, charlando y escuchando música, abiertos, sinceros, desnudos, porque no había nada que ocultar, sólo nos queríamos tener el uno al otro. Yo la quería a ella, ella me quería a mí. Nunca podríamos volver a eso, nos encontrábamos ya en otro lugar, pero tal vez se tratase de un lugar mejor, de más peso, porque teníamos a nuestros hijos, éramos una familia, eso era algo real, éramos nosotros, no necesitábamos ningún sueño entre nosotros y la vida. Ella tenía que aceptarme como yo era. Tenía que dejarme en paz. Tenía que confiar en que también yo quería lo mejor para todos. Y yo la tenía que apoyar, porque tampoco ella podía estar como estaba, sumida en la oscuridad, en la que no sabía diferenciar entre delante y detrás, entre lo que eran niños, lo que era ella, lo que era yo.

Por fin me sentía completamente tranquilo. Lo que era, era. No había ningún peligro. No me había sentido así desde que empezamos a salir. Entonces era así. En aquellos días no había ninguna tensión, éramos completamente libres. Todo estaba abierto. Ahora habíamos realizado todo lo que planificamos con tanto entusiasmo. Habíamos fundado una familia, habíamos tenido hijos, y lo que no se podía entender era que fuera justo eso lo que me cerraría a mí a ella, y a ella a mí. Pero había ocurrido así.

Nos pasamos toda la noche tumbados en la cama hablando, y cuando se hizo de día, Linda se fue a casa de Jenny. Tenía más cosas en las que pensar a solas. Sobre las doce llamó y dijo que me había enviado un correo. Bajé al cibercafé, porque nuestra conexión a la red seguía sin funcionar. Allí lo leí, en la penumbra entre todas las pantallas luminosas y los gritos de los que estaban jugando a la guerra.

Amado Karl Ove: Siento como si eso fuera lo único que puedo decir. Es como si alguien hubiese muerto. ¿Soy yo? ¿Soy yo quien ha muerto? La que fui.

Me pides de muchas maneras que empiece a vivir mi propia vida.

Sé que tienes razón. Tengo mucho miedo.

Sabes el miedo que tengo.

Pides no ser todo para mí. Intuyo un camino y tengo miedo. He tocado fondo y sé que debo empezar a vivir.

No sé nada de esa vida.

Me veo con los niños. Me veo ir en bicicleta con el viento en contra. Me veo desplazarme desde distintos puntos porque tengo que hacerlo. Nos veo a nosotros dos por las noches. Cómo debo dejarte fuera de mi vista y hacer algo que me guste. No sé lo que me gustaría hacer. No sé lo que es bueno para mí. Veo que he de volver a nacer.

Quiero hacer fotos a los niños. Al caos del piso. Quiero tener fuerzas para hacer algo con los niños.

Dices que tenemos que aceptarnos el uno al otro como somos. Sé que es verdad. En lo más profundo de mí habla una voz clara. Quiero llorar tranquilamente la niña que fui. Quiero ser ya adulta. Qué dolor más infinito me sube por dentro cuando te veo llamar a aquella puerta.

Te amo. Te amo hasta el infinito. Y sé que resulta pesado cargar con ese amor y esa añoranza. Quiero amarte de un modo que sea bueno para los dos. Sé que tengo que soltarte. Te suelto, Karl Ove. Te amo. Tú y los niños sois un milagro que me ha ocurrido.

Cuando volvió aquella tarde y cocinamos y cenamos como de costumbre, tenía la sensación de haber vivido un año entero en el transcurso de los dos últimos días. Estaba completamente agotado, ella también, pero a la vez notaba que algo vibraba dentro de mí, conocía esa sensación, era felicidad. Cada vez que había sentido esa vibración había intentado hacerla desaparecer, porque algo sí había aprendido en el transcurso de los cuarenta años que llevaba vividos y era que resultaba mucho más fácil cargar con la falta de esperanza que con la esperanza.

Así fueron todo el otoño de 2009 y toda la primavera de 2010, porque si aquellos dos días pesaron como un año, ese año pesó como diez. Aquel otoño publiqué tres novelas, y dos la primavera siguiente. Todas hubo que editarlas, corregirlas y lanzarlas, tres de ellas también hubo que escribirlas, a la vez que no podía dejar a Linda con toda la carga de la casa, de manera que la solución era escribir a toda prisa, me puse como meta diez páginas al día, y si sólo había conseguido seis una hora antes de ir a recoger a los niños, tenía que escribir cuatro páginas en esa hora y luego ir a buscarlos. Funcionaba bien, me gustaba esa sensación de que constantemente ocurriera algo nuevo y que nunca supiera dónde acabaría lo que estaba escribiendo. La presión de escribir tanto lo hacía posible, y aunque no me gustaba lo que escribía, me gustaba la situación en la que escribía, en la que todo estaba abierto, sin un solo vigilante en varios kilómetros a la redonda. En cambio, la presión de los medios, que iba en aumento de día en día, me resultaba más difícil de manejar, pero ignorándola por completo y aleccionando a mis interlocutores para que no revelaran nada de lo que ponía, ni siquiera una coma, la cosa se solucionó. Si a pesar de todo alguien lo mencionaba de pasada, me atormentaba sobremanera, como cuando al leer Weekendavisen y ver que en su columna fija de citas había citas suyas descubrí que mi viejo profesor se había pronunciado sobre el libro en el que él aparecía. El zumbido de los medios acababa de empezar justo cuando volvimos de nuestro breve viaje a Praga. La primera novela, que el sábado anterior había sido reseñada en las páginas de literatura, era ahora discutida en otros ambientes, porque aunque los críticos literarios la habían leído como una novela con elementos de la realidad, sin ahondar en el hecho de que las personas sobre las que escribía no sólo eran personajes de una novela, sino también reales, las posibles consecuencias de esa dimensión empezaron a vislumbrarse por la gente que trabajaba en los medios de comunicación, en gran parte porque precisamente esa perspectiva había sido muy destacada en la cobertura de Bergens Tidende, periódico que no sólo entrevistó a mi tío sobre los libros, sino que también los condenó en un artículo escrito por su jefe de cultura, Jan H. Landro. El martes llamé a Geir Gulliksen, y hacia el final de nuestra conversación dijo que iba a participar con Landro en un debate sobre mi libro, en el programa cultural Kulturnytt de Radio Nacional. Lo llamé después para preguntarle qué tal. Dijo que había ido bien, pero que había sido una extraña experiencia. Landro no había puesto ejemplos concretos de lo que estaba mal en el libro, excepto uno que tenía cierta carga emocional, porque hería a una persona, mientras que ética y judicialmente era insignificante. Dijo que en un lugar del libro yo había escrito que a los veinte años tuve una novia a la que en el fondo no quería. ¿Qué sentirá esa mujer al leer algo así?, me contó Geir que dijo Landro. Pero si es anónima, exclamó Geir. ¡Su nombre no se menciona! Si un escritor no puede escribir sobre una mujer con la que salió hace veinte años y decir que en realidad no la quería, sin mencionar además su nombre, ¿qué pasaría entonces con la literatura noruega? Desaparecería por completo.

Más o menos eso me contó Geir que dijo. ¿Pero por qué demonios no mencionó nada sobre la familia? Yo creía que ése era el quid de la cuestión. Que hubieran entrevistado a tu tío y condenaran lo que has hecho basándose en su reacción.

Creo que sé por qué, le dije a Geir. Cuéntame, dijo él. Hoy he recibido una copia de un correo electrónico, dije. Gunnar lo envió a las dos a Bergens Tidende para agradecerles cómo habían cubierto el caso. Estoy casi seguro de que Landro lo leyó antes de que os vierais. No le encuentro otra explicación. Hasta ahora sólo se habían relacionado con Gunnar por teléfono. Al igual que Berdahl. Y cuando trata con ellos se muestra controlado y sereno. Pero al escribir desaparece toda mesura en él. Landro se habrá dado cuenta de repente de lo que ha estado defendiendo. Eso es algo que en realidad no puede hacer, porque Gunnar les cuenta toda su teoría sobre la familia Hatløy.

—¿Eso es lo que hace? —preguntó Geir.

—Así que todo es cuestión de principios —dije—. Ya te enviaré el correo. Esta vez sólo nos ha enviado copia a mi madre, a Yngve y a mí, y a Tønder y a Landro, pero no a la editorial.

—Sí, envíamelo —dijo Geir—. Y luego hablamos.

 

Ingrid, la madre de Linda, vino a ayudarnos ese otoño, porque había muchas cosas en marcha. A su vez, la madre de Ingrid siempre había acudido cuando hacía falta para ocuparse de Linda y Mathias, de la cocina y de todo lo de casa. Ingrid imitaba a su madre en ese aspecto. Se levantaba temprano, como opinaba que los niños estaban muy delgados les preparaba crepes o les hacía bollitos, les cepillaba el pelo, los ayudaba a vestirse, y cuando Linda los llevaba a la guardería, iba a comprar lo necesario para cocinar ese día. Ponía todo su empeño en la comida que nos preparaba, nos mimaba, todo estaba hecho por ella con materia prima comprada en el gran mercado de Möllevangen y las numerosas tiendas de inmigrantes que había por ese barrio. Cuando yo volvía con los niños de la guardería, la comida nos estaba esperando. Ella era inestimable. Al mismo tiempo, yo había descrito la relación tan conflictiva que tenía con ella en el volumen dos. Le envié el manuscrito muy cerca de la fecha de cierre y tuvo que leerlo a toda prisa y hacer sus comentarios en sólo unos días. Le pareció una novela fantástica. Ya puedes ir dedicándote a otra cosa, Lars Norén, dijo. Pero también estaba molesta por lo que decía de ella en la novela, lo notaba cuando venía a casa, esa constante ambivalencia hacia mí. Uno de los primeros días se me acercó y dijo: No soy yo la que describes en esa novela. Que lo sepas. Es un personaje de novela que lleva mi nombre. Pero apuesto por él.

Fui a Stavanger a leer fragmentos de mi obra en el Café Sting, junto con Tore y algunos otros. Él vino a buscarme al hotel en su Toyota y me llevó a su casa. Se había divorciado y vivía solo. Tenía las paredes cubiertas de libros y discos. Fuera caía la oscuridad. Una cerveza en la mano, algún grupo del que yo nunca había oído hablar, pero que a él le gustaba, sonaba en el equipo estereofónico. Nos probamos distintos atuendos. ¿Esta camisa, Tore, o esa otra? Coge ésa. Él delante de la tabla de planchar en la cocina, yo delante del espejo. Y todo aquello —si no era yo— desprendía un fuerte y determinado tufo al ambiente de principios de los noventa, de vida de estudiante a punto de acabar. Por aquel entonces no resultaba algo mágico, sino algo que era como debía ser, en absoluto «época de estudiante», en absoluto «juventud», en absoluto «libertad», sino algo distinto. Un día normal y corriente. En medio de ese día normal y corriente, Tore y yo leíamos a Proust, hechizados por ese mundo mítico que el autor describía, y discutiendo precisamente esa atracción hacia lo que no era en lo que era. Ahora esa época, que entonces no era nada, se había convertido en algo, con una fuerza de atracción a veces casi salvaje, como en ese momento.

Tore tenía treinta y seis años, yo cuarenta. Éramos adultos, pero nos comportamos como dos jóvenes, bebimos cerveza, escuchamos música pop, contamos chistes. Él tenía dos hijos, yo tres. Los dos nos habíamos convertido en lo único que por aquel entonces queríamos ser, novelistas. Ese pensamiento todavía me producía placer. Unas navidades, hacia finales de los noventa, pusimos un anuncio en Dagbladet. Decía: Los nuevos sentimentalistas desean al pueblo noruego unas felices navidades y un próspero año nuevo.

—¿Te acuerdas de aquel anuncio que pusimos? —le pregunté, sentado en el sillón fumando, mientras él dejaba la camisa recién planchada en el pasillo.

—¿Qué anuncio? —preguntó.

Se lo recordé.

Él se echó a reír.

—¡Sí, joder! ¡Es verdad!

—Tal vez haya alguien por ahí que todavía se esté preguntando qué era aquello —dije.

—En cualquier caso no se convirtió en un gran movimiento.

—Al menos tu división entre libros con los que se llora y libros con los que no se llora procede de aquello —señalé.

—¿Corbata, pajarita o nada? —me preguntó.

—Nada —contesté.

Se puso una americana de cuadros y una gorra.

—¿Nos vamos entonces?

Asentí con la cabeza y cogimos un taxi hasta el café. El escritor Frode Grytten ya estaba allí. Nos presentó a su hermano, que era meteorólogo o alguna profesión igual de alejada de la vida cultural. Tore y Frode se habían hecho amigos. Le mostraba a Tore un gran respeto, algo que no era propio de todos los autores, y a mí me gustaba sólo por esa razón.

La gente se me quedaba mirando. Lo había notado también en el aeropuerto. Una chica se me acercó mientras estaba fumando fuera y no consiguió decir lo que quería, había algo en mí que le dio tanto miedo que no se atrevió.

Leímos y luego fuimos a Cementen a tomar unas cervezas. Tore me contó algo horrible, algo inaudito y estremecedor, un abismo. Había abismos de ésos en su vida, pero no se reflejaban en su manera de ser, en su comportamiento o en sus temas de conversación, y sin embargo lo definían, al menos como yo lo conocía, era de esos que creían que se hundirían si se quedaban de pie, de modo que no se quedaba de pie.

En el avión pensé que ya lo había entregado todo, que ya no me quedaba nada mío, que ya no era nadie. Tal vez lo pensé porque había estado bebiendo la noche anterior, ya que, aunque no había sido mucho, fue lo suficiente para provocarme angustia, o porque se me había quedado mirando tanta gente que comprendí lo que había hecho, todo el mundo podía leer todo sobre mí, incluso personas completamente ajenas, y pensar lo que quisiera. Tenía la sensación de que había colocado en sus manos a Vanja, Heidi y John.

 

Volví a ver a Tore no mucho tiempo después, en un festival de literatura en Odda. Fui en avión hasta Bergen, conduje un coche de alquiler a lo largo del fiordo, compartí escenario con él, y al día siguiente volví al aeropuerto y cogí el avión hasta casa. La directora del festival era Marit Eikemo, la conocíamos de haber trabajado con ella en la Radio del Estudiante. Yngve y Asbjørn vinieron a vernos; Selma Lønning Aarø, a quien recordaba de mi época de estudiante porque ganó un concurso de novela, estaba allí; y Pedro Carmona-Alvarez —de quien ya entonces había oído hablar, que tocaba en la banda Sister Sonny, pero con quien nunca había hablado, y sobre quien ese verano había escrito, es decir, sobre su última novela, llamada Rust, que me había impresionado— también estaba allí; luego nos quedamos todos bebiendo y charlando en el bar del hotel, y también entonces tuve la sensación de que la década de los noventa no había terminado aún. En el acto Tore sacó un montón de cartas viejas y correos electrónicos que yo le había enviado en aquella época, entre ellas una sobre mi padre que leyó en voz alta mientras estábamos sentados cada uno en nuestro sillón en el escenario y que yo al principio no fui capaz de comentar, porque no recordaba haberla escrito.

El caso es que mi padre murió hace dos semanas. Se durmió sentado en un sillón de la casa de su infancia, no se entiende, yo no lo entiendo, y ahora me encuentro fuera de aquello, ahora estoy en Bergen, escribiéndote a ti, Tore, mi amigo de viaje por Islandia. Fue Yngve quien me llamó y me contó lo que había ocurrido, cogí el primer avión para estar con él, y nos fuimos juntos a Kristiansand al día siguiente. Lloré cada día durante una semana. La idea me había venido a la cabeza muchas veces, ¿y si se muere?, pero jamás me había imaginado que reaccionaría así. Entonces, ¿por qué sentía dolor? No lo sé. No tiene que ver con nada racional, no eran más que sentimientos, salían como un torrente una y otra vez, estaba despierto, solo, en casa de mi abuela y no hacía más que llorar. Ahora ya he salido de ello, ahora es como si no hubiese sucedido.

Me conmoví sentado en el escenario, porque la voz que hablaba lo hacía desde el 20 de agosto de 1998, y porque todavía estaba paralizada de dolor, tal vez sin que ella misma lo supiera. Fue allí, en el escenario, cuando por primera vez comprendí realmente lo que significaba que mi padre hubiera muerto. Fue como si allí, en el escenario de Odda, muriese de verdad. Por esa razón el mundo se volvió de repente tan incomprensible.

 

A la mañana siguiente me encontré en el café del hotel con el redactor jefe de la editorial Spartacus, Frode Molven. Le había enviado el libro de Geir A., que por fin, tras seis años de trabajo, estaba terminado. Lo había titulado Bagdad Indigo, y era una obra brillante. Trataba de los escudos humanos que viajaron a Bagdad con el fin de detener la invasión norteamericana y se quedaron en los puntos de bombardeo más importantes. Geir recorrió con ellos el camino desde Estambul hasta Bagdad a bordo de un autobús rojo de dos pisos, y fue un escudo humano en Bagdad durante toda la invasión. Entrevistó a todo tipo de personas en la zona de guerra, también cuando el cielo estallaba sobre sus cabezas y las ventanas reventaban a sus espaldas. ¿Qué era la guerra y por qué resulta tan atractiva a tanta gente, incluso a aquellos que habían ido a detenerla? De eso trataba el libro. A diferencia de los periodistas, que eran vigilados por el régimen en sus habitaciones del hotel, Geir era libre de andar por donde quisiera y cuando quisiera. Cuando Bagdad cayó y los soldados de élite norteamericanos se encontraban en la Central Abastecedora de Agua, donde se alojaban él y un puñado de otros activistas, cogió su mochila y convivió con ellos durante unas semanas. Entrevistó a los que venían directamente de las acciones bélicas, rebosantes de ganas de contar. El libro tenía más de mil cien páginas, lo que significaba que los tres meses que abarcaba tenían un peso inaudito, como algo atemporal. Geir había capturado un trozo de tiempo. Ya casi nadie hacía eso; los informes y libros de los periodistas de las zonas bélicas eran livianos, no comprometidos, estaban ya en otro lugar incluso antes de que los cadáveres se hubiesen enfriado. Lo específico de tal lugar y tal momento desaparece dentro de sus voces no específicas y uniformes, en las que todos los conflictos se funden en uno, independientemente de que tengan lugar en Afganistán, Libia o Somalia. Cuando leí el libro de Geir, fue como leer algo de la Guerra Civil española en los años treinta, no porque el conflicto se pareciera, sino porque la manera de abordar el tema era la misma que en muchos textos de entonces, es decir, existencial. Bagdad Indigo era un libro fantástico, no me cabía ninguna duda, razón por la que le dije a Geir que no sería difícil que se lo publicaran. Él se mostró escéptico, no quería dar nada por hecho de antemano, no me hizo caso. Yo opinaba que lo mejor sería enviar el manuscrito a una editorial antes de acabarlo, para implicarles cuanto antes en el proceso, teniendo en cuenta que se trataba de un material tan inusualmente extenso. Geir me hizo caso y se lo envié a Aslak Nore, que dirigía una serie documental para la editorial Gyldendal. Había leído el anterior libro de Geir, decía en su correo electrónico, y le había gustado, le interesaba el tema, así que le hacía ilusión ponerse con ello. También quería pedirme un pequeño favor, aprovechando que estábamos en contacto, si no me importaría escribir una pequeña introducción para su propio libro, una breve frase promocional. Estaba claro que no podía decir que no, pues su decisión sobre el manuscrito de Geir era muy importante. Escribí un pequeño texto, pero Nore no sólo rechazó el libro de Geir, incluso lo atacó con rabia por inmoral. La otra persona a la que envié el manuscrito fue Halvor Fosli, de Aschehoug, pero él se mostró escéptico y reservado, y no llegó a leer el libro, lo que resultó evidente cuando dijo que era antiamericano, algo que no era en absoluto cierto. Pero alguien que lo hojearía leería algunas líneas de las entrevistas con los activistas de paz y pensaría que reflejaban la postura del libro. Fosli dijo que lo comentaría con los demás redactores en alguna reunión, lo que no condujo a nada, claro. Entonces Geir dio por imposible esa estrategia, y decidió esperar hasta que el manuscrito estuviera terminado del todo. Ya estaba terminado. No me imaginaba que alguien pudiera rechazarlo. A Molven lo conocía superficialmente de Bergen, parecía sentirse halagado por haberlo contactado, y Spartacus era una editorial seria. Pero cuando nos vimos en Odda, él pretendía empezar por otro tema. No, no se trataba de que escribiera una frase promocional; lo que quería era hablar del escritor Axel Jensen, sobre el que tenía intención de poner en marcha una biografía, y se preguntaba si me interesaría escribirla. No dije que no, aunque en la vida escribiría una biografía de nadie, pero tampoco dije que sí. A continuación hablamos un poco del libro de Geir. Dijo que sonaba interesante y que le gustaría leerlo. Nos dimos la mano y volví con Yngve, que me esperaba a cierta distancia, íbamos a ir juntos al ferry. Decidí no decirle a Geir que Molven me había pedido que escribiera una biografía para él. No resultaba muy agradable que todo el que se me acercara procurara sacar tajada, porque yo a Geir le debía mucho, y no quería que su libro se relacionara con mi nombre.

En el ferry, Yngve y yo nos tomamos un café, en el muelle del otro lado yo me fumé un cigarrillo y él se metió en su coche rumbo a Voss, mientras yo me dirigía al aeropuerto de Flesland. Estábamos en otoño, el aire era fresco, claro y destemplado, el cielo completamente azul, el sol como pesado y borracho de luz. Yngve me había dejado un CD, era el primero de Dire Straits, lo puse a todo volumen porque lo escuchábamos cuando yo iba a quinto y él a noveno en Tybakken, y me llené de las emociones de entonces, de la década noruega de los setenta, la nieve blanda, los plumas.

Conduje a lo largo del resplandeciente fiordo, entre árboles rojos, amarillos y marrones, subiendo la ladera de la montaña. Y arriba, en la carretera justo delante del coche, un perro. Frené en seco, pero no pude evitar atropellarlo, porque sonó un golpe sordo, y el perro salió despedido a la cuneta. Detuve el coche, apagué el motor y me bajé, un hombre salió de una granja que había junto a la carretera y vino hacia mí. Busqué el perro con la mirada, no estaba. El hombre señaló. El perro estaba subiendo a toda prisa la cuesta hacia una granja del otro lado. ¿Cómo era posible? Yo iba al menos a cincuenta por hora cuando le golpeé. Le he dicho que tiene que atar al perro, dijo el hombre, que tendría unos cuarenta años, cuando se detuvo delante de mí. ¿Qué ha pasado?, pregunté. ¿Cómo es posible que el perro haya sobrevivido? Le has dado con el parachoques, contestó el hombre. Puede que esté herido, pero no lo parece. ¿Vive allí arriba?, pregunté, señalando con la cabeza hacia la granja del otro lado de la carretera. El hombre asintió. Tendré que subir y contar lo que ha pasado, dije. Volvió a asentir y me acompañó hasta arriba. El perro estaba tumbado delante de la casa, no se quejaba de nada, parecía encontrarse bien y contento. A su lado había un hombre viejo, me acerqué a él y le conté lo que había pasado, le pedí perdón, pero dije que parecía que todo había acabado en un susto. Él dijo: Eso está bien. Volví al coche, me monté en él y seguí conduciendo. Pensé en Vanja, porque ella amaba a los perros por encima de todo. Se sabía el nombre de la mayoría de las razas, y teníamos que leerle un libro sobre perros casi todos los días. Si veíamos a algún perro cuando íbamos de paseo, teníamos que preguntarle al dueño si le permitía acariciarlo. A veces me pedía el móvil para sacar fotos de perros con los que nos encontrábamos. Ella iba a tener un perro cuando cumpliera doce años, había regateado para que fuera a los diez. Ahora sería a los ocho. Le contaría lo sucedido. Si el perro hubiera muerto, no habría podido contárselo, claro. Pero como todo había salido bien, se lo contaría.

En el aeropuerto de Flesland aparqué el coche de alquiler, entregué las llaves, hice el check-in y cogí el avión hacia casa.

 

Durante las siguientes semanas terminé la tercera novela. Cuando estuve en Odda, Tore me prometió ayudarme con ella, porque era larga y carecía de forma, es decir, su único principio de forma era la cronología. Tore la había leído y había hecho algunas sugerencias, yo las había tenido en cuenta, pero no era suficiente, hacía falta algo radical, algún golpe de efecto. Mientras yo estaba trabajando en Malmö la noche antes de la entrega, Tore estaba en Stavanger revisándola, y me llamó cuando encontró el punto crucial en relación con el cual se podría estructurar toda la novela, y luego me envió varios mensajes en el transcurso de la noche. Por la mañana, el manuscrito ya estaba listo. Había seguido las instrucciones de Tore a rajatabla. Sólo unos días después salió el número dos. Geir Angell me llamó aquella mañana, y aunque le había prohibido mencionar nada de lo que publicaran sobre mí, insistió en leerme la reseña de Aftenposten. Tienes que oírla, dijo. Vas a poder soportarlo. No es por lo que ponga o no ponga, dije. Basta con que ponga algo. Ya sabes cómo me fastidia. Venga ya, dijo él. Sólo esta vez. Nunca más. Vale, dije. Y leyó. Lo único que recuerdo es la frase «Bueno, ¿realmente está prescrito este caso?» y que yo era descrito como «el posible autor del delito». Lo que el crítico se preguntaba era si yo era el posible autor de un delito de abuso sexual, y si el caso había prescrito. Lo recuerdo por cómo se reía Geir al leerlo, y porque lo repitió varias veces después. ¿Han perdido el juicio por completo?, dijo. ¿Se han vuelto locos? Unas horas después recibí un indignado correo de Tonje, en el que citaba lo siguiente de esa misma reseña: «La exmujer del autor aparece, por ejemplo, con su nombre real, y se puede uno imaginar lo incómoda que esta publicación tiene que resultarle», y me preguntaba qué significaba eso, por qué ella no podía leer la novela antes de que se publicara si trataba de ella. Yo le había enviado antes un correo pidiéndole que no la leyera. Lo había hecho porque no trataba de ella, sino de Linda y de mis sentimientos hacia Linda, y pensaba que se sentiría dolida al leer lo enamorado que estaba sólo unas semanas después de que acabara nuestra relación, el día que me marché de Bergen, siete años atrás. Ahora Tonje pensaba que se lo había ocultado, que la había engañado. Toda Noruega iba a leer sobre ella mientras ella no sabía nada. El que lo hiciera con el fin de no herirla era tan ingenuo por mi parte que no me creyó ni por un segundo. La presión era grande, las llamadas telefónicas de los medios tantas que por ese lado sería imposible. El daño era el libro, no su lectura. Yo no había escrito sobre ella, pero sí había escrito sobre algo que ella no sabía, y que había ocurrido mientras estábamos juntos, es decir, que me enamoré de Linda cuando la conocí. ¡Bum! De ella. Directamente al corazón. ¿Pero qué clase de corazón? Todo se vino abajo durante esos días, yo había caído. No hubo rescate, Linda miró hacia otra parte, y yo me corté en pedazos dejándolo todo, y volví a casa. Fue la experiencia más intensa de mi vida. Había estado en un lugar cuya existencia había ignorado hasta entonces. El mundo era como un río de impresiones, y yo estaba relacionado con él, así lo sentía, todo era importante, podía quedarme mirando una bellota durante diez minutos, como si en ella se encontrara el secreto del mundo, lo cual era verdad, por eso la miraba fijamente. En ese estado conocí a Linda, fui hipnotizado por ella, pero no ocurrió nada, ni siquiera nos tocamos. Ella iba camino de volverse maníaca, yo era, sin duda alguna, maníaco. Me resultaba impensable escribir un libro sobre mi vida sin escribir sobre los sentimientos de entonces y sobre lo que me ocurrió. Pero eso desgarró a Tonje, y yo fui el culpable. Le escribí un correo intentando explicárselo, pero no hizo sino empeorar las cosas, el que pega no puede al mismo tiempo ser el que consuela. Ella le envió un correo muy indignada a Geir Berdahl, que había declarado en público que todos los personajes del libro habían tenido la oportunidad de leerlo previamente. No había sido su caso. De manera que cuando, sentado en la penumbra del cibercafé, leí su correo y todos los demás que me habían llegado durante los últimos dos meses, me encontré en un lugar en el que nunca había estado, un mundo de abogados que leían todo lo que yo escribía, amenazas de juicio y acusaciones públicas de mentiras, reseñas que decían que yo no era ético, y en el que toda persona que tenía relación conmigo o la había tenido estaba sufriendo por mi culpa. Cuando escribía no pensaba en ellos, pero conforme se acercaba la fecha de publicación, me venían de repente a la cabeza con sus personalidades, entonces las consecuencias aparecían ante mí. El conflicto se producía entre las novelas y las consecuencias de las mismas. El método que había elegido era publicar novelas, dejar que las consecuencias se manifestaran, con todo el dolor provocado por mí que eso implicaba, y esperar que los daños no fueran irreparables. Podía defenderlo de un modo general, porque sabía lo que buscaba y su valor, pero no podía defenderlo en cuanto a las consecuencias para cada uno de los personajes; nadie tiene derecho a hacer sufrir a otro. Delante del ordenador, en ese cuarto de videojuegos que recordaba a un búnker, me entró miedo y me sentí afligido y triste, pero sabía que eran sentimientos que desaparecerían cuando escribiera, y que por eso sería algo en lo que entraría y de lo que saldría, porque en el yo escrito desaparecía el nosotros social, y el yo era libre. Pero luego, al levantarme y dejar el escritorio, volvía el nosotros social, y podía avergonzarme de lo que había escrito, con menor o mayor intensidad, todo según lo inmerso que estuviera en el proceso de escritura. Lo social es lo que nos mantiene en el lugar, lo que hace posible la convivencia. Lo individual es lo que hace que no desaparezcamos los unos dentro de los otros. Lo social se basa en mostrarnos consideración, lo cual también hacemos ocultando lo que sentimos y no diciendo lo que pensamos si eso perjudica a otros. Lo social también está basado en que mostremos alguna cosa y ocultemos otra. Estamos de acuerdo en lo que se puede mostrar y lo que se debe ocultar, porque está relacionado con el nosotros. El mecanismo de regulación es la vergüenza. Una de las cuestiones que se me ha planteado mientras escribía este libro es qué se gana con sobrepasar lo social, describiendo aquello que nadie quiere que se describa, es decir, lo secreto y lo oculto. Expresado de otra manera: ¿qué valor tiene la desconsideración? Lo social es el mundo como debe ser. Hay que ocultar todo lo que no es como debe ser. Mi padre murió a causa del alcohol, eso no es como debe ser. Hay que ocultarlo. Mi corazón ardía por alguien por quien no debía arder, no debe ser así, tiene que ocultarse. Pero era mi padre, y era mi corazón. Eso no debo escribirlo, porque sus consecuencias no sólo me perjudican a mí, sino también a otros. Al mismo tiempo, es verdad. Para escribirlo tienes que ser libre, y para ser libre tienes que ser desconsiderado. Es una ecuación que no tiene solución. Verdad es igual a libertad es igual a desconsideración está en el lado del individuo, consideración y secreto están en el lado de lo social, pero sólo como una abstracción, como una magnitud interior del yo, porque en realidad lo social no existe, sólo individuos, lo uno, nuestro , es decir, también en el lado del individuo. Tonje no es un «personaje». Es Tonje. Linda no es un personaje. Es Linda. Geir Angell no es un personaje. Es Geir Angell. Vanja, Heidi y John existen, duermen a unas decenas de kilómetros de donde estoy sentado en este momento. Son reales. Y si se quiere describir la realidad tal y como es, ésa es la realidad que hay que describir. Sólo puede escribirse sobrepasando lo social. Si se quiere penetrar hasta la realidad tal y como es para cada cual —y otra realidad no existe—, si realmente se quiere llegar hasta ella, no se puede ser considerado. Y eso duele. Duele que no te muestren consideración, y duele no mostrar consideración. Esta novela ha dolido a todas las personas de mi entorno, me ha dolido a mí, y dentro de unos años, cuando tengan edad para leerla, también dolerá a mis hijos. Si la hubiera hecho más cruel, habría sido más verídica.

 

Ha sido un experimento, y ha fallado, porque nunca he estado ni siquiera cerca de decir lo que realmente siento y opino, ni de describir lo que realmente he visto, pero no ha sido en vano, al menos no del todo, porque cuando la descripción de la realidad de una persona que se ha procurado hacer del modo más sincero posible es considerada no ética y provoca un escándalo, el poder de lo social se hace visible, y con ello también el modo en el que regula y controla lo individual.

Ese poder es enorme, porque me he limitado a describir sucesos corrientes, nada sensacionales, cosas que ocurren todos los días a todas horas y que todo el mundo sabe que ocurren, ya sea alcoholismo, adulterio, enfermedades psíquicas y masturbación, por mencionar sólo algunos de los temas que han viajado desde mi novela hasta los titulares de los periódicos. Lo único inusual de este caso ha sido que lo cotidiano se ha asociado con nombres reales en una novela, y transmitido tal y como ha sido, algo específico y relacionado con determinadas personas. La novela es una forma pública, y ahí reside el exceso; lo específico, lo relacionado con determinadas personas ha sido trasladado al espacio público. Esto ocurre con todas las personas públicas, actores, políticos, presentadores de televisión, estrellas del pop, pero ellos lo han elegido libremente y no hay nada que deseen más. Las únicas personas no públicas que son trasladadas a ese espacio son los delincuentes. En esta novela se ha hecho con personas normales y corrientes que no son delincuentes. Con ello, su nombre ha adquirido la forma del delincuente, un nombre corriente que traspasa el límite de lo cotidiano, convirtiéndose en algo tan poco normal que los periodistas lo llamaron y escribieron sobre él en los periódicos. Lo que estas personas habían hecho, que era algo corriente, adquirió la forma de delincuencia, algo que podía ser juzgado. Y era yo quien los había convertido en delincuentes. Pero yo no pensaba en nada de eso entonces, durante todas esas mañanas en el cibercafé y en el despacho, y la poca defensa que tenía sobre lo que estaba haciendo, como por ejemplo que me limitaba a escribir sobre mí mismo, desaparecía en cuanto alguno sobre los que había escrito se daba la vuelta y me miraba. Lo hicieron uno tras otro, y yo bajaba la mirada, miraba hacia otro lado, miraba la novela y seguía escribiendo.

 

El mismo día que estando yo sentado en la terraza Geir me leyó la reseña de Aftenposten, vinieron a Malmö Asbjørn e Yngve. Íbamos a un concierto de Wilco en Copenhague esa misma tarde, e iban a pasar el fin de semana en nuestra casa. Di la mano primero a Asbjørn y luego a Yngve, y me esforcé por mirarlos a los ojos, sabiendo que pensaban que yo estaba pensando en lo que acababa de escribir. Trajeron chuches para los niños, y Asbjørn había enmarcado la foto de la portada de la primera novela que él diseñó, y me la regaló, además de un montón de libros de los que tenía ejemplares en calidad de diseñador de portadas: Ser y tiempo, de Heidegger, que yo sólo tenía en inglés, Pensamientos, de Pascal, del que sólo tenía una vieja edición abreviada, y muchos más. También traían los periódicos noruegos del día. Los rechacé con un movimiento de la mano y volví la cabeza hacia otro lado, pero Linda los cogió, sentía curiosidad, y aunque le dije que no lo hiciera, se sentó junto a la mesa de la cocina y se puso a leerlos, mientras Ingrid los leía a la vez que ella por encima de su hombro. Vi el titular de la primera página. «Revela todo sobre su familia — alcohol y problemas psíquicos», y otro en el interior del periódico: «Revela todo sobre su mujer.» Fui a ver a Yngve y a Asbjørn, que estaban colocando su equipaje en el salón. Salimos a la terraza y nos fumamos un cigarrillo. Asbjørn dijo que había sentido cierto reparo al enterarse de que estaba la madre de Linda, porque no sabía muy bien cómo nos llevábamos después de lo que yo había escrito. Le dije que ella era una gran persona y que todo iba bien. Pero me importaba más tener alejada de los periódicos a Ingrid que a Linda. Porque Linda era su hija, y los periodistas decían que yo había expuesto a su hija y sus problemas psíquicos. Y lo del «alcohol» se refería a la propia Ingrid. Yo sabía lo profundamente dolida que se había sentido, se lo dijo a Linda, y también le dijo que no era verdad. Ahí quedó el asunto, humeando. Pero una cosa era un montón de hojas, otra un libro, y una tercera un artículo de periódico sobre el tema. El asunto estaba cada vez más cerca. En Suecia, Noruega era un lugar muy lejano, pero si el tema salía aquí, en su propia lengua, algo que aún no estaba decidido, pero que era probable, todo le afectaría mucho más y las consecuencias serían reales.

Linda se fue a por los niños, y Asbjørn me contó entre risas que cuando pasó por delante de la cocina, camino del cuarto de baño, Ingrid, que estaba leyendo el periódico, levantó la cabeza y el dedo gordo hacia él. Me pregunté qué pensaría ella. ¿Que era bueno para el libro que se hablara de él, y por tanto para la familia, es decir, sus nietos, que tal vez acabarían por tener una casa en donde vivir y un coche en el que desplazarse?

Cuando los niños entraron por la puerta media hora después, se comportaron de un modo distinto al habitual. Como siempre cuando había gente extraña en casa, me recordaban a animalillos. Vigilantes, sensibles y circunspectos echaron un vistazo a su alrededor. Hm. Zapatos desconocidos. Chaquetas desconocidas. Hay que estar alerta. Vanja era la que más experiencia tenía, Heidi algo menos y John definitivamente el que menos. Se limitaba a sonreír a todos. Comimos en la mesa del salón, y a los pocos minutos los niños se deslizaron de las sillas y desaparecieron con las chuches camino de su habitación. Yo me sentía feliz, como siempre cuando estaba con Asbjørn e Yngve, aunque la verdad es que era un poco extraño, porque en realidad ellos dos eran los que formaban una unidad, los que se compenetraban, y yo el espectador o participante a distancia, y no Yngve y yo, que al fin y al cabo éramos hermanos y llevábamos la misma sangre. La dinámica entre nosotros era exactamente la misma que cuando llegué a Bergen en 1989, ellos eran expertos hombres de mundo y yo el novato, el inexperto, y nada de lo que luego ocurrió en nuestras vidas cambió ese hecho. Tal vez era eso lo que me gustaba, no tener que cargar con la responsabilidad, limitarme a seguirlos, a ser el hermano pequeño.

Heidi apareció en el cuarto de estar, miró a Asbjørn con gesto socarrón y le preguntó cómo se llamaba.

—Asbjørn —contestó Asbjørn.

—Isbjørn3 —dijo Heidi.

—No —objetó Asbjørn—. Asbjørn.

—Isbjørn —repitió Heidi, riéndose, y volvió con sus hermanos.

—Por cierto, en torno a esta mesa sólo hay personajes de novela —dijo Yngve.

—Es verdad —dijo Asbjørn, riéndose.

—Deberíamos crear una página web para que los personajes de novela pudiéramos discutir nuestras vivencias —apuntó Yngve.

—Yo puedo hacer de moderador —sugerí.

—¿Cómo se siente uno al leer que te han expuesto en una novela? —preguntó Yngve, mirando a Linda.

—Bien —contestó Linda—, pero lo peor es que pone que me han expuesto ante todo el mundo, no sé si entiendes lo que quiero decir. Entonces la gente lo cree así. Si no, sólo habría sido descrita en un libro. Y no es lo mismo.

—En realidad, vosotros dos sois los únicos que me habéis censurado —dije—. ¡Pero por detalles insignificantes! Una cosa que escribí sobre ti —dije, mirando a Yngve—. Estaba seguro de que te sentirías orgulloso. Pero no. Cuéntalo tú.

—¿Qué era? —preguntó Asbjørn.

—No puedo revelarlo —contesté—. Pero tenía que ver con aquella nota que colgamos en su puerta.

Groupies must leave before breakfast? —preguntó Asbjørn.

—Tal vez —contesté—. Y Linda se negó a que pusiera que había dado un azote a un asno en el parque de atracciones.

 

Ingrid se rió.

Ir a la siguiente página

Report Page