Fin

Fin


NOVENA PARTE

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Otra sensación fuerte que tuve después fue que había traicionado a la novela al hablar de ella en público. Aún no es pública, aún es sólo mía, es un lugar al que me dirijo todos los días, una parte de mí, de mi interior, que en el momento en que se publique se convertirá en una parte de lo exterior y a lo que ya no me dirigiré ni en lo que estaré. No me gusta haber hablado tanto de ella como hice ayer. De alguna manera se rompió la confianza entre yo y la novela. Y cuando hablaba de ella sonaba mejor, más interesante y más importante de lo que es. Sobre todo el ensayo sobre Mi lucha se volvió más trascendental al hablar de él, sonaba bien, cuatrocientas páginas sobre la Viena de la preguerra, la Weimar de entreguerras, sobre cómo están relacionados la época y la psicología, el arte y la política, y me resultó fácil hablar de la fórmula para todo lo humano, yo-nosotros-ellos-eso, irradiando algo importante en ese contexto. Hablé de ello porque la gente había hecho un esfuerzo por venir al acto, y pensaba que no podía estar todo el rato hablando de mí y de lo mío, tenía que convertirlo en algo relevante para ellos, crear un nosotros, y eso fue lo que hice. Con el fin de superar el momento, de cosechar un beneficio a corto plazo, traicioné a mi novela. Así se me mezcla todo ahora. Lo bueno y lo malo, lo falso y lo auténtico, la literatura y la realidad, lo propio y lo ajeno. Como si no bastara con eso, alguien me entregó un ejemplar de Weekendavisen con una reseña del volumen cuatro, que acaba de salir aquí. La leí por encima cuando llegué a casa. Estaba escrita por Bo Bjørnvig. Decía que por primera vez en la serie yo no había sido sincero, lo que quedaba patente a lo largo de toda la novela. Es decir, tenía otro tono, sonaba a algo falso. No había vuelto a pensar en esa novela desde que la escribí, pero ahora volvió a mí, y comprendí que todo lo que Bjørnvig decía era verdad. Yo no había sido sincero en ella. La escribí cuando la presión estaba al máximo, porque por entonces ya habían salido los dos primeros volúmenes y el debate sobre ellos se desarrollaba a rienda suelta en los medios, cada día salía un montón de artículos al respecto, todo el mundo opinaba sobre ellos, un periódico como Morgenbladet dedicó la portada y varias páginas interiores a esa inmoralidad que yo había cometido, y no sólo publicaron el nombre de mi padre, sino también una foto de un rododendro que él había plantado, y otra de la casa de mis abuelos paternos. En la novela esa casa no existe, yo situé la acción en un lugar muy diferente, y sus nombres tampoco aparecen, pero con aquel artículo todo se hizo público. Otros periódicos se dedicaron a llamar a todos los personajes del libro que fueron capaces de localizar. Yo hablé con Jan Vidar. Un día, al salir de su casa, se encontró con dos periodistas que querían entrevistarle sobre mí. También hablé con Mathias, acababa de volver de la guardería con su hijo en Estocolmo y estaba haciendo la comida cuando llamaron a la puerta: dos periodistas noruegos querían hablar de mí. Mathias, que no aparecía en la novela, dijo que no, gracias. Nada más cerrar la puerta, llamó a su madre para prevenirla. Y, en efecto, al poco rato llamaron a la puerta de su casa. Ella no abrió. Se marcharon, pero volvieron más tarde, cuando Ingrid ya se había acostado. Los periodistas no se dieron por vencidos, la mujer ni se atrevía a ir al cuarto de baño por temor a que vieran que estaba en casa. También llamaron a su exmarido, Vidar, que tiene más de setenta años y sigue viviendo en la casa del bosque, y le preguntaron qué opinaba de mí y de lo que había escrito sobre su exmujer. Llamaron a mi madre y a Yngve, a Tonje y a Tore, y en el lugar donde me crié, cuatro de mis amigos de infancia hablaron para el periódico local sobre cómo era yo y qué hacíamos. Llamaron también a todas mis exnovias, llamaron a mis viejos profesores, uno de ellos, el único que aparece con su nombre completo, Jan Berg, acudió a la televisión a hablar de qué se sentía al ser descrito como «malvado» en la novela de éxito del año. Todos los días aparecía algo sobre los libros en los periódicos, y mi foto estaba por todas partes. Mi vida privada fue expuesta con todo detalle, no había límites, una tarde que fui a la Casa de la Literatura de Oslo, un periodista de Dagbladet me persiguió, haciéndome la misma pregunta una y otra vez, si había practicado sexo con una menor. Se estaba refiriendo al volumen cuatro, que estaba escribiendo entonces, y la pregunta, que en realidad era como preguntarme si era un violador, surgió porque yo había hecho referencia a una conversación que Geir A. y yo mantuvimos sobre el tema en el volumen dos, y dije que el libro cuatro trataba de mi época en el norte de Noruega. Yo ni veía ni escuchaba nada de lo que decían los periódicos, la radio o la televisión, me lo contaban, igual que lo de la cantidad de periodistas que habían llamado a todo el mundo. Al principio me bombardeaban con correos electrónicos, pero eso terminó enseguida, como si yo ya me encontrara en el ojo del huracán. Me dijeron que VG había entrevistado sobre mí a los que trabajaban en el restaurante chino de comida rápida que había junto al portal de mi casa, también a los empleados del café que solía frecuentar, al alcalde de Malmö y a los propietarios de mi piso, que cuánto pagaba de alquiler. En ese ambiente en el que parecía que se investigaba cada piedra de mi vida estuve escribiendo sobre el año que trabajé de profesor en el norte de Noruega. Se trataba de un pequeño lugar donde todo el mundo conocía a todo el mundo, y era una situación delicada, porque estaba allí en calidad de profesor; una cosa era escribir sobre la vida en la familia o en mi círculo más íntimo y otra sobre niños a los que había conocido en calidad de profesor y que mostraban entonces una especie de inconsciente confianza total, no hacia mí, sino hacia mi papel de profesor, sin pensar que ese profesor algún día escribiría sobre ellos y sus vidas. Los padres me hicieron confidencias sobre sus hijos e, indirectamente, sobre ellos mismos. Cuando escribí las dos primeras novelas nunca pensé en lo público; estaba acostumbrado a que lo que escribía y opinaba de alguna manera se quedara dentro de la novela; incluso en las partes en que había escrito algo inaudito, cuando los libros se publicaban lo inaudito parecía no existir, como si no lo hubiese escrito. En mi primera novela escribí sobre un hombre de veintiséis años que se acostaba con una chica de trece, ella era su alumna. Nadie lo sacó como tema de discusión. Era un tema peligroso, pero con la novela se volvió inofensivo. La novela vendió un total de setenta mil ejemplares, lo que significa que la había leído mucha gente, pero no existía, se quedaba dentro de los lectores. Cuando llegué a ese punto en la novela, tuvo que ser en el verano de 1997, Tore y yo estábamos en una granja de verano en Jølster, colaborando en un guión de cine. Le hablé de lo que había escrito y de lo que pensaba escribir. Le pregunté si podía hacerlo. Era un exceso enorme, estuve dos semanas pensándomelo. ¿Puedo escribir sobre ello? Y, en caso afirmativo, ¿por qué escribo sobre ello? Tore opinaba que sí podía. Yo llegué a la misma conclusión, y así lo hice, lleno de disgusto y miedo, tenía la sensación de estar haciendo algo malo. Si hubiera sido inocente del todo, si hubiera sido un tema sacado de la nada, no habría importado. Pero en ese caso no habría tenido ninguna razón para escribirlo, habría sido algo inventado por mí, una especie de tecnicismo temático, algo calculado, una provocación y con ello artísticamente muerto. Precisamente lo que dolía era lo que justificaba que escribiera sobre ello. Cuanto más dolía, más justificado estaba. No es que me hubiera acostado con mi alumna de trece años en aquella ocasión, pero lo que sí era verdad es que pensé en ello, no sólo una vez, sino muchas, y un deseo tan fuerte y secreto se había apoderado de mí que me marché inmediatamente del lugar y logré reprimirlo. Al escribir volvió a aparecer, lo recordé, y sabía que lo verdadero cuando escribía sobre ello sería terminar el pensamiento y dejar que se desarrollara en la realidad, que no era una realidad, sino una novela, porque eso es escribir una novela, todo lo que hay de tendencias, deseos, placeres, posibilidades e imposibilidades cristalizado en un solo punto, una imagen, un acto donde emerge todo lo que está ahí, escondido y oculto. Así que lo hice, escribí sobre mi álter ego, el profesor Henrik Vankel, que mantuvo relaciones sexuales con una de sus alumnas, Miriam, de trece años. Antes de ese punto habría escrito unas doscientas páginas sobre su vida en Kristiansand muy cercanas a mi propia biografía, pero no se convirtieron en una novela ni yo en un escritor de novela hasta llegar a ese punto, la escena en la que se acostaban, porque con eso conseguí, a través de un simple acto que nunca tuvo lugar, expresar algo que era verdad, y que yo ni siquiera me había atrevido a pensar, sino al contrario, lo había empujado hacia esa profundidad de la que emergía. Esa verdad es la verdad de la novela. La novela es un lugar donde aquello que por lo demás no se puede pensar puede pensarse, y donde la realidad en la que nos encontramos, que algunas veces es totalmente opuesta a la realidad de la que hablamos, puede presentarse en la imagen. La novela puede describir el mundo tal y como es, al contrario del mundo tal y como debe ser. Todos los que han leído Fuera del mundo saben que los sentimientos, los instintos y el deseo que hay en ella no es nada inventado por el autor, sino algo que hay dentro de él. Pero el acuerdo entre el escritor y el lector, el pacto de la novela es no sacar esa conclusión, y si se saca, es en secreto. Nunca será mencionada. El sello de «novela» es la garantía de ello. Sólo de esa manera lo que no se va a decir, pero es verdad, será de todos modos dicho. Ése es el pacto, el autor es libre de decir lo que quiera porque sabe que lo que dice nunca será, o al menos no debe serlo, relacionado con el propio autor, es decir, su persona privada. Es un pacto necesario que rompieron estos libros que tanto revuelo e indignación despertaron. Los escribí porque no me bastaba el compromiso que tenía con la novela, quería dar otro paso y comprometerme con la realidad, porque ese exceso que había dado lugar a que por primera vez fuera capaz de escribir una novela, al escribir lo que era verdad a través de la imagen de ésta ya se había vaciado, ya estaba vacío, ya no significaba nada o yo no lograba hacer que significara algo, tenía la sensación de poder escribir de cualquier cosa. El poder escribir de cualquier cosa es la muerte para un escritor. Un escritor sólo puede escribir algo determinado, y lo que delimita lo determinado son precisamente las obligaciones. Mi obligación se convirtió en la realidad, en que lo que escribía sobre la realidad había sucedido, y había acabado así. Lo que sentía el yo de la novela era lo que sentía el autor de la novela, de tal modo que el espacio privado fue anulado y yo personalmente era responsable de todo lo que en ella ponía. En los volúmenes uno y dos esto no supuso ningún problema, porque como ya había roto la barrera entre mi yo y el del autor, las reglas ahora vigentes, es decir, que debía haber sucedido y haberse sentido en la realidad, resultaban fáciles de seguir. Los libros habían salido ya, y estaban rodeados de una atención increíble en lo público. Eso significaba que los libros adquirían vida propia y se volvían reales fuera de mi control y eso era algo nuevo, porque antes era capaz de escribir sobre cualquier tema controvertido sin que se volviera real.

Siempre había permanecido en la novela. Ahora no se quedó en la novela, sino que vivió fuera, en la realidad, con mi imagen, que parecía más una especie de logo pegado a ella. La tercera novela, no obstante, pude escribirla sin alejarme del requisito de veracidad, porque la distancia de los sucesos que describía, ocurridos en mi infancia, era muy grande. Nosotros, es decir, la editorial y yo, cambiamos de todos modos algunos nombres y eliminamos algunas características que podían resultar ofensivas, pero no muchas. Mi madre no la ha leído aún, pero se ha enterado de algunas cosas; su papel privado de madre ha sido discutido en público debido a ese libro, como si ella representara a mujeres y madres, y como si lo que hiciera o dejara de hacer pudiera ser objeto de reproche por alguien que no fuera ella misma o sus allegados. Con la cuarta novela fue distinto. Tenía miedo de haber puesto en marcha algo que se había descontrolado. Anonimicé el pueblo en el que había trabajado, lo llamé Håfjord en lugar de Fjordgård, que era su verdadero nombre, lo que los periódicos se apresuraron a publicar. Cambié el nombre de todos los alumnos y profesores, y también les atribuí otras cualidades y características, todo para evitar el compromiso con la realidad, que ya no manejaba. En esa novela ya no estaba por tanto comprometido ni con la novela ni con la realidad. Por esa razón era una novela extraña, en la que hago lo contrario a lo que debe hacer un autor, es decir, ocultar la verdad. En Fuera del mundo, que trataba de lo mismo, escribí la verdad comprometiéndome con la novela; en los dos primeros volúmenes de Mi lucha, escribí la verdad comprometiéndome con la realidad. En el volumen tres, ese vínculo era más débil y en el cuarto quedó totalmente deslucido. Pero todo lo que escribí de mí mismo era no obstante verdad. Los pasajes que parecen más sinceros, porque son crudos, son una especie de fingimiento, porque yo mismo lo entendí incluso estando allí, pero no al escribir sobre ello. En ese libro escribí algo que jamás le había dicho a nadie y es que no me había masturbado ni una sola vez hasta cumplir los diecinueve años. Tampoco había hablado jamás de la humillación y constante degradación de la eyaculación precoz, como se denomina con ese nombre tan terriblemente trivial. No son cosas que uno vaya contando por ahí. Pero en lo que era verdaderamente peligroso, esos sentimientos que a los dieciocho años tenía hacia una niña de trece, no entré lo bastante, aunque el solo hecho de mencionarlo significaba que debía tener muchísimo cuidado con todo lo demás, con todos esos padres y madres, hijos e hijas entre los que me había movido, lleno de deseo, en un mundo interior sexualizado hasta la médula y con la prudencia que caracterizaba a la editorial, porque no fueron pocas las veces que la redactora, Therese, me llamó para discutir si tal personaje estaba lo bastante protegido, o si tal otro quizá no debería decir exactamente eso de exactamente esa manera. También leyeron el manuscrito los abogados, y a veces sugirieron cambios. Lo público nos había atrapado a mí y a la editorial, y la novela se convirtió en rehén de la realidad. Esto no es una disculpa ni una manera de decir que el volumen cuatro sea una novela floja, porque rebosa de todos modos de la terrible banalidad y fuerza de la juventud, es una comedia de la inmadurez, y aunque sea convencional, es inimitable por la sencilla razón de que se creó precisamente bajo esas condiciones. Pero verídica no es.

 

29 de agosto de 2011, 14.12. Estoy sentado en el piso de Malmö, que tiene pinta de llevar tres meses deshabitado: todas las plantas se han muerto, el aire está seco, como lleno de polvo, y en el baño huele a podrido; por alguna razón el agua se habrá quedado estancada en las tuberías. El resto de la familia está en Glemminge. Ayer hablé por teléfono con Vanja, me dijo: Papá, no puedes quedarte en Malmö hasta el viernes, tienes que volver a casa esta noche. Le dije que si me permitía quedarme en Malmö hasta el viernes, el libro que llevaba tiempo escribiendo estaría listo. ¿Estará listo?, dijo. Sí, contesté, lo estará. Entonces tendrás que trabajar todo el tiempo, dijo la niña. Pues no comas ni duermas, sólo trabaja. Eso haré, dije. Pero cuando esta mañana me he sentado a trabajar, me dolía tanto la cabeza y me sentía tan desfallecido que no he podido. Durante los últimos tres años me ha ocurrido alguna vez que de repente me resulta imposible hacer nada, que incluso el levantarme de la cama, vestirme e ir a la cocina a prepararme unas rebanadas de pan se convierte en algo enormemente fatigoso y apenas realizable. Puede durar uno o tal vez dos días, luego desaparece y todo vuelve a ser como antes. Una vez duró una semana, entonces Linda se preocupó tanto que me obligó a ir al médico, aunque no suelo ir nunca. El médico me hizo un exhaustivo reconocimiento, incluso un ECG. Nada. Todo estaba bien. Ya lo sabía, pero lo hice para tranquilizar a Linda. Sé que a veces tiene miedo de que un día me desplome, que de repente esté tirado en el suelo, muerto de un paro cardiaco. Es un fenómeno interesante, cuando de pronto te encuentras fuera de lo que antes estabas dentro, cuando lo que sueles hacer sin pensar se vuelve inalcanzable. Pienso con espanto que así es envejecer, sólo que más lento, las fuerzas se van agotando lentamente hasta que acabas encontrándote fuera de la vida que vivías, y no tienes fuerzas para volver a meterte en ella, con tal vez otros veinte años por delante. ¿Pero qué es vivir? Es actuar, hacer, ser y estar en medio del mundo. Si te sacan de eso, de la acción, de estar en medio del mundo, surge una distancia entre uno mismo y el mundo, lo contemplas, pero no formas parte de él, y ese alejamiento es el principio de la muerte. Vivir es tener hambre de días, sean buenos o malos. Morir es estar saciado de días, cuando ya no se diferencian uno de otro, porque uno ya no vive dentro, sino fuera de ellos. Morir en un accidente o por una enfermedad repentina es diferente, es otra clase de muerte, más brutal para el entorno, pero más clemente para esa vida que acaba, porque ocurre en medio del salto, en medio de la vida, y no como en una especie de decoloración fuera de ella. Pero eso es algo que yo no sé, claro. Puede que sea al revés, que lo mejor sea estar saciado ya de la vida y ver cómo el mundo lentamente se vuelve cada vez más débil, cada vez más ligero, hasta que desaparece y ya no es.

 

Mientras escribía este libro han muerto cuatro personas cercanas a mí. La tía Ingunn, el tío Magne, mi tío abuelo, Anfinn, y mi suegro, Roland. Todos me caían bien, eran buena gente. Ya no existen. En el círculo fuera del más íntimo murieron varios tíos y tías de Linda, de los que sólo tengo borrosos recuerdos. Murió la madre de Geir, Signe Arnhild, murió la madre de Christina, Eivor, y murieron dos amigos de Geir, Marco y Peter. Estos dos últimos eran jóvenes. Los otros tenían entre sesenta y setenta años. Y han nacido el hijo de mi prima Yngvild, Sigurd August, a cuyo bautizo en Bruselas asistimos Linda y yo en enero; Annie, la primera hija de la amiga de Linda, y Gisle, el segundo de Geir y Christina. Nuestros tres hijos, Vanja, Heidi y John, han pasado de tener cuatro, dos, y medio año respectivamente cuando empecé a escribir, a tener hoy siete y medio, casi seis y cuatro. El inclemente viento del tiempo, que se lleva tanto como trae, también ha soplado por estas páginas.

Tampoco yo soy el mismo que era cuando empecé. Es decir, seré el mismo, pero mis relaciones con mucha gente han cambiado. Muchas cosas se pusieron de manifiesto en mi entorno cuando se publicaron mis libros y con ellos mi vida. Todos los que conozco han sido puestos a prueba. No ha sido fácil para nadie, pero para Linda ha sido aún peor. Una relación familiar es a la vez, independientemente de los sentimientos que la caracterizan, un lazo y un papel. Yngve es hermano, Sissel es madre, Ingrid es suegra. Hiciera lo que hiciera Yngve, incluso si matara a alguien y acabara en la cárcel, seguiría siendo mi hermano, y yo no podría darle la espalda. Como ya soy padre, sé lo que es ser padre de alguien, y sé que lo que rige para tu hermano rige mil veces para tus hijos. Hagan lo que hagan Vanja, Heidi o John, yo siempre los perdonaré y estaré ahí para ellos. Otra cosa es impensable. Pensé en ello con las secuelas de la terrible masacre de Utøya en Noruega el 22 de julio, cuando el padre del autor del crimen dijo que su hijo debería haberse quitado la vida. Un hombre con hijos puede decir algo así, pero no un padre. Hay una seguridad, tanto para padres e hijos como para hermanos, de que el lazo existente no se puede romper. Es así porque el papel no está relacionado con el acto, sino con el lazo. Al menos yo he sentido siempre esa seguridad. Mi madre e Yngve podrán sentirse heridos y tristes por lo que yo escribo, podrán enfadarse conmigo y distanciarse de mí, pero seguirán siendo mi madre y mi hermano hasta el día que mueran ellos o yo. Ese lazo es inquebrantable, para bien y para mal, claro está. A mi padre, que estaba tan atado a su madre, también le resultó problemático, porque nunca consiguió liberarse del todo y convertirse en él mismo. Para mi madre, cuando yo era un adolescente y vivíamos juntos, lo más importante era que me liberara y fuera yo mismo. La consecuencia definitiva de eso es este libro, que en realidad pone fin a un movimiento que se inició cuando yo tenía dieciséis años. La cuestión entonces no era tanto quién era yo, sino adónde pertenecía. Ahora estas preguntas se han fundido en una. E igual que cuando tenía dieciséis años, todo ha tratado de liberarse. En este libro he intentado liberarme de todo lo que ata, tal vez sobre todo del lazo con mi padre, pero también del lazo con mi madre, no del sentimental, porque ése es inquebrantable, al igual que lo es el lazo con mi padre, sino de todos los valores y principios que ella me ha transmitido, tanto los directos como los indirectos. Su influencia sobre mí ha sido grande, pero ya no lo es.

Lo que ocurre con los lazos de amistad es diferente a lo que ocurre con los familiares, porque el de amistad se crea en lo social y allí puede descrearse. Ser amigo puede ser un papel que dure toda la vida, pero no necesariamente. La relación amorosa se encuentra cerca de la amistosa, porque también se crea y puede descrearse, pero en el momento en que esta relación conlleva hijos, se aproxima a la relación familiar, porque la pareja estará relacionada a través de los hijos. Se pueden divorciar, vivir cada uno su vida, y sin embargo estar inexorablemente relacionados a través de ellos. Otra diferencia determinante entre una relación de amistad y otra amorosa es que la de amistad está limitada, es una excepción, algo que aparece en la declaración de amistad, que a su vez remite a otro lugar, donde se desarrolla la vida real. La amistad es un refugio desde el que se puede contemplar la vida o donde puede tener lugar algo distinto, liberado y alejado de todo lo demás. Se puede beber, se puede jugar al fútbol, se puede ir a conciertos, se puede jugar a los bolos, se puede hablar de la vida. La relación amorosa no es un refugio, es el propio lugar, lo que significa que el compromiso es mayor, porque se comparte ese lugar en el que uno se muestra como es, y donde nadie puede escapar de sí mismo o del otro. Cuando conocí a Linda y me enamoré de ella, todo lo demás desapareció, sólo estaba ella. Ese estado era un estado excepcional. Cuando el estado excepcional se convirtió poco a poco en el estado normal, todo lo demás volvió, y el encanto se había roto. Lo ilimitado tenía límites, la excepción se convirtió en regla, el día festivo se convirtió en día hábil, y nosotros, que nos amábamos, empezamos a pelearnos. Tuvimos hijos, también eso un estado excepcional en el que todo lo demás desapareció, que poco a poco pasó a ser el estado normal al que todo volvió, y lo diario impregnó lo festivo, como el agua impregna una prenda de vestir. Yo había escrito sobre eso. Cuando escribía sobre amigos o conocidos sólo escribía sobre una pequeña parte de ellos, la que me mostraban. Pero lo que escribía sobre ellos no era peligroso, nada que pudiera parecer amenazante. Incómodo tal vez, porque eran mencionados en una novela, no porque lo que ponía en ella fuera revelador o de alguna manera destructivo para ellos. Con los miembros de mi familia era distinto, porque ellos desempeñaban un papel más importante en la novela, pero el único al que traté de cerca fue a mi padre, y él ya llevaba casi diez años muerto. Mis parientes opinaban que también la descripción de mi abuela paterna era difamatoria; en primer lugar, yo no opinaba eso, y en segundo lugar, también ella estaba muerta, y eran sus descendientes los que tuvieron que afrontar la descripción que hice de ella y que yo ya había hecho pública, algo que ellos encontraron difamatorio, pero en ese caso no era ella a la que yo difamaba, sino su recuerdo. Con la descripción de Linda era distinto. Vivíamos juntos, era la madre de mis hijos, y yo sabía casi todo sobre ella. Linda y yo éramos un nosotros, éramos ella y yo, nosotros dos. Pero el nosotros no era todo yo, sino lo que yo compartía con ella, y en todas las relaciones ocurre que lo que uno no comparte, lo que sólo pertenece al yo, se mantiene fuera. En el momento en que se introduce, pertenece a los dos. Yo no había escrito sobre nuestra relación, sino sobre mi vida dentro de ella, y al hacerlo, la introduje a ella en la misma, porque entonces ella tendría que vincularse a mis pensamientos secretos como algo común, ya de los dos. No eran secretos de un modo delictivo o malintencionado, eran secretos en el sentido de que yo no los mostraba porque no eran relevantes para lo que nosotros teníamos en común, y quizá también porque podrían resultar destructivos para nuestra relación. Todo el mundo tiene ese tipo de pensamientos, y todo el mundo sabe que todo el mundo los tiene, pero por un acuerdo tácito no se mencionan, y no constituyen una parte de lo que dos personas comparten. El deseo de volverse y mirar a una mujer guapa en la calle, el deseo de estar solo, el desprecio hacia personas apreciadas por la otra parte o cercanas a ella, todo lo que se hace por obligación, no por ganas. Aparte de eso también ofrecía una imagen de ella que ella misma no conocía. Lo sospechaba, incluso tal vez lo sabía, pero en lo que teníamos en común no era mencionado y por ello inexistente, más como algo vagamente amenazante, pero no expresado, creo. Y no sólo eso; otros lo leerían y se formarían una imagen de Linda. No la conocían, y no significaba nada, pero la propia conciencia de ello, de que ésta es la imagen que otros tendrán de mí, tendría que ser integrada en su identidad. No sólo ese nuevo «así soy yo para Karl Ove cuando está solo», sino también «así ven los demás cómo Karl Ove me ve a mí», y la fuerza que eso conllevaba era grande, sobre todo para Linda, yo lo sabía, porque ella era un ser que tenía sueños y que en parte era capaz de vivir en esos sueños. El sueño del amor, el sueño de la familia, el sueño del papel profesional, el sueño del papel de escritora. En el libro, el amor estaba impregnado de frustración, la vida familiar era una serie de obligaciones y ella misma una persona a quien yo reprochaba no hacer lo suficiente y ponerme límites. Eso era lo que le pedía que leyera y aceptara.

¿Cómo podía hacer semejante cosa?

La verdad es que cuando empecé a escribir esa novela ya no tenía nada que perder. Por eso la escribí. No sólo me sentía frustrado, como puede uno sentirse con una vida familiar con niños pequeños y tantas obligaciones que no queda más remedio que renunciar a uno mismo; me sentía infeliz, infeliz como no me había sentido nunca, y estaba completamente solo. Mi vida era horrible, así lo sentía, no tenía fuerzas suficientes, no tenía valor para dejarlo todo y empezar una nueva vida, pensaba a menudo en irme, incluso varias veces al día, pero no podía, me resultaba imposible cuando reparaba en las consecuencias que tendría para Linda y su vida, porque lo que ella más temía era que me marchara o que me muriera. También temía su furia. Y temía la ira de su madre. No sería capaz de aceptar los enormes reproches con los que me encontraría, la traición que con ello cometería contra Linda y nuestros hijos. Pero eso fue lo que me hizo tomar la decisión de escribir una novela, en la que mandaría todo a la mierda y lo contaría tal y como era. Cuando el libro estaba listo para su publicación, me di cuenta de lo que había hecho, revisé el manuscrito y eliminé lo peor. No sobre Linda, sino sobre las personas de su entorno. E incluí la historia sobre nuestro amor, porque debido a ella yo era quien era. ¿Cómo podían dos personas que tanto y tan claramente se amaban, cuyos corazones ardían el uno por el otro, acabar en tal oscuridad, en tal miseria? No era la rutina diaria lo que había ensombrecido la relación, eso estaba claro. Yo no tenía nada en contra de cambiar pañales, vestir y desnudar, llevar y traer a la guardería, ir al parque a jugar, hacer la comida, fregar los cacharros y lavar la ropa. De lo que no era capaz era de hacer todo eso y además escribir, y no recibir más que reproches, escuchar constantemente que no hacía lo suficiente. Y que cada vez que deseaba hacer otras cosas resultaba imposible porque ella no podía quedarse sola con los niños. Ella insultó a mi madre, insultó a mi hermano e insultó a mis amigos, y a veces era tan poco amable con ellos que me rompía por dentro por conflictos de lealtad. Pero lo que perturbaba todo era que su imagen de lo que estaba ocurriendo era totalmente opuesta a la realidad, y según esa imagen vivíamos. En esa imagen ella era el eje de la familia, la que impulsaba todo y la que siempre se sacrificaba. Incluso cuando yo estaba en el cuarto de baño con la bayeta limpiando y sacando brillo, y ella me observaba y me criticaba porque limpiaba demasiado a fondo, diciendo que si seguía así no terminaría nunca, y que ella, la que nunca limpiaba nada, era la que mantenía todo en orden. Incluso cuando me veía obligado a salir con dos carritos, además de cargar con John en brazos para llevarlos a la guardería, porque ella estaba «cansada» y quería dormir un poco más, y sólo tres días antes me había roto la clavícula, era ella la que se encargaba de todo lo referente a los niños y estaba completamente agotada. Se metía a menudo en la cama y podía pasarse allí varios días, siempre le dolía algo, la garganta, entonces no podía hacer nada, el estómago o la cabeza, entonces no podía hacer nada, estaba enferma, y esos días yo tenía que ocuparme de todo. Yo nunca estaba enfermo. Y cuando lo estaba, ella no lo aceptaba. Una vez que tuve cuarenta de fiebre, dijo que me metía en la cama por nada, que eso era típico de los hombres, y que ella siempre aguantaba sin problemas esas molestias tan insignificantes que yo tenía. La miré boquiabierto. ¿Qué locura era ésa? ¿Estábamos viviendo en el mundo al revés? Lo que me estaba diciendo, que yo, que nunca estaba enfermo, me metía en la cama por nada, mientras que ella, con ese umbral de malestar tan bajo, no se metía en la cama por nada del mundo, me resultó tan provocador que no tenía palabras. Hecho una furia fui tambaleándome a llevar a Vanja a la guardería, casi incapaz de mantenerme en pie, eso ocurrió en Estocolmo, y el resto del día lo pasé delirando en el despacho. Si algo se rompía en casa o se fundía una bombilla, no se arreglaba o cambiaba si no lo hacía yo. Yo podía limpiar todo el piso un sábado por la mañana y cuidar a la vez de los niños, pero si ella cuidaba de los niños y yo limpiaba, se quejaba de que tenía que cargar con mucho y yo con demasiado poco. Yo compraba la comida, volvía a casa cargado con los tres niños y cuatro o cinco bolsas hasta arriba, porque tenía que hacerlo todo a la vez con el fin de ahorrar tiempo para poder escribir, y así era con todo, no tenía ni un minuto libre, porque cuando todo lo de casa y todo lo de los niños estaba hecho, tenía que escribir, excepto los cinco minutos en que me sentaba en la terraza a fumar, algo que Linda también me reprochaba, diciendo que ella nunca se tomaba ese tipo de pausas. Era como si considerara el tiempo durante el que escribía como mis horas, mi tiempo libre, el tiempo que dedicaba a mí mismo, y luego debía seguir con todas las tareas, porque entonces le tocaba a ella disfrutar de sus horas. Ella no escribía cuando podía hacerlo, no era eso, tampoco tenía un trabajo, y aunque lo mencionaba de vez en cuando, no hacía nada en concreto para conseguirlo. Para mí eso no suponía un problema, porque cuando ella escribía, lo hacía de un modo sustancial e iluminado, y eso me bastaba. Lo que pasaba era que la imagen que tenía de sí misma era la de alguien que trabajaba sin parar y que por eso estaba siempre agotada, mientras que yo sólo pensaba en mí y nunca hacía nada. Era de locos, completamente de locos, porque aunque yo lo intentaba, no conseguía modificar esa imagen, ella se limitaba a decir que yo no la «veía» ni a ella ni todo lo que ella hacía, y que eso era típico de los hombres, las mujeres lo hacían todo pero era invisible y lo que hacían los hombres era visible. Esa imagen resultaba imposible de combatir. Yo veía lo que ella hacía ocupándose de los niños, claro que sí, pero yo hacía exactamente lo mismo, y por añadidura, todo lo demás. También me reprochaba que no la amaba lo suficiente, y que era un egoísta que anteponía el escribir a la vida familiar. Yo escribía unas cinco horas al día, mientras los niños estaban en la guardería, y nada los sábados ni los domingos, eso estaba totalmente prohibido, de manera que en realidad trabajaba un mínimo en lo que nos daba dinero y lo máximo en todo lo demás. Eso duró varios años. Yo no lo aguantaba, pero tenía que aguantarlo, si no, todo se vendría abajo. De vez en cuando llegaba al límite. La primera vez que dije a Linda que no quería seguir y que iba a dejarla fue el verano en que nos mudamos a Malmö. Llevábamos unas semanas en la casa de campo de su madre y del marido de ésta, yo me iba por las mañanas a la ciudad a trabajar en la traducción de la Biblia y volvía por las tardes, mientras Linda se quedaba en la casa con Vanja y Heidi. Una tarde no volví al campo, sino que salí a dar una vuelta con Geir A., lo que a Linda no le pareció mal. Fuimos a la terraza de Södra Teatern y pillé tal cogorza que no pude levantarme para ir a coger el tren con el que había anunciado mi llegada. Cuando por fin llegué, a las dos de la madrugada, Linda estaba furiosa y me echó la bronca. Sentía tanta desesperación que me eché a llorar. Grité que no podía más. No puedo más, Linda, le dije. Simplemente no puedo más. No puedo. Me voy. Me voy ahora mismo. Y fui a nuestra habitación, metí mi ropa en la maleta, la cerré, la saqué fuera y eché a andar por el camino del bosque, mientras Linda gritaba que no podía irme, que no la dejara, por favor, no te vayas, no te vayas. Su cara cubierta de lágrimas y su promesa de cambiar me hizo imposible seguir andando. Me detuve, volví sobre mis pasos, dejé la maleta en el suelo y me quedé. Cuando nos íbamos a mudar, sólo unos días después, estuve metiendo en cajas todas nuestras posesiones sin parar durante treinta y dos horas, y acabé media hora antes de que llegara el camión de la mudanza. Mientras tanto, Linda estuvo con Helena. Luego cogimos todos el tren para Malmö.

 

Ése fue nuestro mejor otoño desde que empezamos a salir. Se debió a la nueva ciudad, al nuevo piso, al cielo abierto y al buen tiempo de finales del verano, pero quizá también a que había enseñado a Linda lo más profundo de mi desesperación, porque también nuestra relación se abrió y el espacio se ensanchó un poco, y al acabar el primer medio año, descubrimos que estábamos esperando otro niño, y lo bueno continuó hasta que —seguramente porque era demasiado para los dostodo volvió a cambiar y estábamos otra vez como al principio. Discutíamos y gritábamos, ésa era su manera de resolver las cosas, que yo tenía que afrontar, pero mi manera era la distancia, lo más espantoso que ella podía imaginarse, y la situación iba empeorando cada vez más. Yo me sentía desenamorado, hostil, hacía lo que tenía que hacer por obligación, dejando que mi frustración repercutiera en ella, me mostraba sarcástico, irónico, hasta que Linda se hartaba y me respondía con un acceso de ira, que para mí era lo peor de todo. No siempre era así, también teníamos días buenos, y cada vez que recibíamos visita o visitábamos a alguien volvíamos a encontrarnos, entonces éramos nosotros dos y se diluía esa sombra que reposaba sobre lo que éramos de verdad, que no era poco, es decir, almas gemelas. También teníamos a los niños, a los que los dos amábamos por encima de todo, naturalmente, y en cuanto a quiénes eran, qué tenían y qué manifestaban, nuestra compenetración era casi total; veíamos lo mismo, pensábamos lo mismo, sentíamos lo mismo. Pero la desarmonía entre nosotros también les perjudicaba a ellos, claro está, porque nos rebajábamos a discutir delante de ellos, y cuando yo estaba cabreadísimo con ella, pero intentaba controlarme y no decía nada, les afectaba igualmente. Si Linda se había tumbado en el sofá diciendo que yo tenía que sacarlos —si eso era lo que tocaba—, no necesitaban oponer mucha resistencia para que yo les gritara jadeando de rabia o los zarandeara. Un día que Linda y yo estábamos gritándonos en la cocina, los tres estaban en el vano de la puerta, como en formación, un, dos, tres, y cuando nos percatamos de su presencia y nos tranquilizamos, Vanja entró y reconstruyó lo que había sucedido. Papá gritaba y daba golpes en la mesa, mamá gritaba y tiró la taza al suelo. Entonces Linda y yo nos miramos, ella se quedó blanca, y los dos comprendimos lo que estábamos haciendo. Aquello no podía seguir así, pero siguió. La única razón por la que podía escribir sobre ello era porque había llegado a un punto en el que ya no tenía nada que perder. El que Linda fuera a leerlo no importaba, que hiciera lo que tuviera que hacer. Si quería irse, que se fuera. A mí me importaba ya una mierda. Me despertaba infeliz, pasaba infeliz el día y me acostaba infeliz. Si pudiera conseguir tan sólo una hora, un día, una semana, un mes, un año para mí solo, todo iría bien, lo sabía. Es decir, para mí, no para ella. Para Linda no estaría bien, eso también lo sabía. La mera idea de marcharme me llenaba de culpa y mala conciencia, con esos pensamientos vivía una doble vida. También tenía miedo, miedo de encontrarme con toda esa rabia y angustia infinita que crearía. Porque Linda tenía miedo, así era, se sentía angustiada, y yo temía tanto los conflictos que antes prefería vivir desesperado que decir las cosas como eran. Y cuando la situación cambiaba y volvíamos a estar bien, pensaba que la amaba y que quizá sólo se trataba de un problema transitorio. Cuando murió su padre, yo estaba ya tan ofuscado por todo que no fui capaz de darle nada de lo que necesitaba. Di todo a la novela y a los niños, y a ella nada.

Pero entonces algo cambió por completo, alguien se volvió contra mí y me atacó. Fue como si dentro de mí todo peligrara, como si el suelo bajo mis pies se tambaleara. Había algo fuera de mí, y para poder afrontarlo, me puse a buscar en lo que había dentro, mi verdadera vida, Linda, Vanja, Heidi y John, y ahí cogí fuerzas. Me di cuenta de lo que tenía. Me di cuenta de qué significaban para mí. Vi a Linda, la que ella era, y vi a nuestros hijos. Vi a mi familia. No quería perderla.

No quería perder a Linda. Ella era todo lo que tenía. Y me mantenía vivo. Cuando yo daba la espalda a la vida, cuando quería retirarme y desaparecer del mundo, ella tiraba de mí, no me dejaba desaparecer, tenía que estar allí para ella, en medio de la vida. Tenía que estar allí para los niños, en medio de la vida. Yo la necesitaba a ella y necesitaba a los niños, me convertían en una persona completa. Y ella me necesitaba y los niños me necesitaban.

Ésa era la situación cuando unos días después volví de Praga aquel otoño de grandes cambios y le entregué el manuscrito a Linda. Mientras lo estaba escribiendo no tenía nada que perder, pero ahora que ella iba a leerlo, tenía de repente todo que perder.

Linda se iba a Estocolmo a ver una obra de teatro, cogería el tren por la mañana y volvería a casa a la mañana siguiente. La noche antes me quedé levantado preguntándome si debía eliminar los pasajes que más le dolerían, sería fácil hacerlo y la novela no sería peor por ello, pero a la vez pensé que tenía que decir la verdad, de lo contrario, nada tendría sentido. Quería que viera aquello, porque era la verdad. El que esa verdad no sólo se encontrara en una carta dirigida a ella, dirigida a sus ojos, sino en una novela, con la intención de que todo el mundo la leyera, convertía lo que pedía a Linda en algo inhumano. La angustia y la culpa se agolpaban en mi pecho como el agua en un dique. Intenté sosegarla, diciendo a Linda que en el libro había muchas cosas horribles y que se cabrearía, pero que no era con mala intención. Ella se limitó a sonreír, lo soportaría, dijo, no pasaba nada. Metió el manuscrito en su bolsa, se enderezó delante de la puerta, nos dimos un beso, volvió a decir que no me preocupara, que todo iría bien, y se marchó. Salí a la terraza y me fumé un cigarrillo, volví a entrar en el despacho y seguí escribiendo el tercer volumen, bajé al estanco a por más tabaco, volví al despacho y escribí un poco más, pero pensar que Linda estaba leyendo me hacía arder por dentro, no podía concentrarme en otra cosa, y lo más difícil de asumir era que lo estaba leyendo sin corregir, sin explicaciones, tenía que suavizarlo de alguna manera, así que marqué su número. Hacía una hora que se había marchado. Cogió el teléfono al instante. Noté tristeza en su voz. Dijo que estaba en el tren y que había empezado a leer. Dijo que le parecía bueno, que era horrible leerlo, aunque no quedaba más remedio. Le dije que me había sentido frustrado, pero que ya no. Ella dijo: Adiós al romanticismo. Y añadió: Lo que sí es seguro es que todas las posibles ilusiones sobre nuestra relación desaparecen a partir de ahora. Su voz estaba vacía de sentimientos y noté en ella cierta dureza, como si se hubiese dicho a sí misma que iba a resistir. Lo siento, Linda. Yo también, contestó ella. Pero no habrá algo peor que esto, ¿no? Sí, contesté. Eso es lo malo. También eso lo superaré, dijo ella. Sí, dije. Cuelgo ya, dijo. Vale, dije. Hablamos luego.

Comí, escribí, me senté a fumar en la terraza, lavé varias cosas, escribí un poco, no podía esperar más y la llamé. Había llorado, dijo, pero el tren se estaba acercando a Estocolmo y le hacía mucha ilusión ver a Helena y pensar en otra cosa durante unas horas. Colgamos, fui a buscar a los niños, les hice la cena, vieron la programación infantil, les cepillé los dientes, les puse el pijama, les leí un cuento, y me fui a la cama no mucho rato después de que se hubieran dormido. Los llevé a la guardería, escribí, hablé por teléfono con Linda, que estaba en el tren camino de casa, acababa de leer mi descripción de cuando empezamos a salir y su voz sonaba más aliviada. Le dije que le quedaba lo peor y que tenía que armarse de valor. Por la sonrisa que noté en su voz entendí que no me creía.

Me llamó una hora después.

—¿Qué pasó en Gotland? —gritó.

—Sólo lo que pone —contesté.

—¿Qué hiciste?

—Ahí lo pone todo. Llamé a aquella puerta.

—¿Quién era ella? ¿Por qué lo hiciste?

—Estaba borracho.

—¿Cuándo fue? Recuerdo cuándo fue. Yo estaba en casa con los niños. Heidi estaba enferma. ¿Cómo pudiste hacerlo? ¿Cómo pudiste? ¿Quién era ella?

—No tiene ninguna importancia.

—¿Por qué no me lo contaste?

—Ya lo verás.

—¿Cómo puedes escribirlo en una novela y dejarme leerla?

—No lo sé. Simplemente ocurrió así.

—No quiero seguir hablando.

Colgó. Al cabo de unos minutos volvió a llamar.

—¿Quién era ella? Quiero saber quién era.

—No sé cómo se llama, Linda. No pasó nada.

—Estuviste llamando a su puerta toda la noche.

—Sí, lo siento. Pero así fue.

—Heidi estaba enferma. Yo estaba completamente sola.

—Ya —contesté.

Colgó. Salí a la terraza, fumé, volví a entrar y me puse a dar vueltas por la casa con el teléfono en la mano. Navegué un poco en internet y volví a la terraza, fumé, me quedé delante de la ventana del salón mirando al hotel de enfrente, volví a entrar, navegué otro poco por internet, salí a fumar, me paseé de habitación en habitación y me detuve por fin en la de los niños, la inocencia que allí reinaba me iría bien, pensé, pero no fue así, todo empeoró y volví a salir a la terraza. No tenía ni un pensamiento en la cabeza, ni uno.

Linda volvió a llamar justo cuando estaba a punto de ir a por los niños. Parecía más tranquila. Había acabado de leerlo todo. ¿Qué vamos a hacer?, me preguntó, y se echó a llorar. ¿Qué vamos a hacer ahora, Karl Ove? Yo me derrumbé de repente. Sollocé. Dije: No lo sé. Lloré. Dije: No lo sé, Linda. No lo sé.

 

Una hora después estaba en la cocina friendo albóndigas de pescado cuando oí que el ascensor subía. Grité a los niños que podían ir a ver si era mamá. No se hicieron de rogar, la habían echado de menos, como siempre cuando estaba fuera, y estaban en la entrada esperando cuando se abrió la puerta. Se abalanzaron sobre ella, ella se arrodilló y los abrazó uno a uno, acariciándoles la espalda mientras me observaba con una mirada que lo penetraba todo. Su cara estaba llorosa y pálida, y sin embargo llena de afecto cuando se dirigía a los niños. La mirada que me dedicaba a mí era desconocida para ellos.

Mira lo que has hecho, decía esa mirada.

Mira lo que tenemos y estás a punto de destruir, decía esa mirada.

Los niños no se separaron de ella mientras se descalzaba y se quitaba la chaqueta. Coloqué su pequeña maleta junto a la pared. Puse la mesa, comimos sin dirigirnos la palabra, la conversación se desarrollaba entre los niños y nosotros. Estaban entusiasmados y contentos de tenerla en casa. Después nos sentamos en el salón a ver juntos la programación infantil. Al cabo de un rato me miró y dijo:

The knife.

No sabía a qué se refería. A veces hablaba en inglés cuando no quería que los niños se enterasen, algo que yo nunca hacía y que no me gustaba. Ahora no era eso lo que me preocupaba, claro, sino aquella cara blanca y los ojos llorosos, que de alguna manera tendrían algo que ver con el cuchillo.

—En la novela —dijo—. The knife.

—¿Qué significa eso, mamá? —preguntó Vanja.

—Estoy hablando con papá —contestó Linda—. De algo que él ha escrito.

¿Un cuchillo? ¿Qué clase de cuchillo? ¿Había escrito yo algo sobre un cuchillo?

—¿A qué te refieres? —le pregunté.

—El que te dio Geir —respondió—. A nadie le dan un cuchillo si no es para usarlo. Una pistola en el primer acto se dispara en el último.

¿Geir?, pensé. ¿Qué tenía que ver con esto él y su regalo?

—¿Qué pistola? —quiso saber Vanja.

—Estamos hablando de una obra de teatro —le contesté.

—Una buena obra de teatro —apuntó Linda.

Cuando acabó la televisión, ella les leyó un cuento a los niños. Yo estaba sentado en la terraza, con el alma helada. Cuando se durmieran, Linda y yo tendríamos que hablar. Había notado todo el tiempo su furia y su tristeza reprimidas. Cuando los niños se durmieran, les daría rienda suelta.

No podía seguir allí sentado. No quería que ella pensara que estaba relajado, despreocupado de todo. De modo que me levanté y entré en el salón, me senté en el sofá, oí sus buenas noches dentro, las protestas de los niños porque no querían que se fuera aún, que no tenían sueño, que no podían dormirse. Se oyeron golpes por todo el piso, era Vanja, que estaba tumbada boca arriba, golpeando la pared con los talones.

Linda fue a la cocina. Abrió el grifo y cogió agua, abrió un armario, sabía que estaba preparando té. Al momento sonó el zumbido del hervidor de agua. Luego entró con una taza grande en la mano y se sentó en el sofá, al otro lado de la mesa, frente a mí. Me miraba fijamente. Yo sentí náuseas.

—¿Qué querías decir con eso del cuchillo? —le pregunté.

—Él te lo dio para que yo me lo clavara. Quería que yo desapareciera. ¿No lo entiendes? Es un vampiro. No tiene vida propia. Vive a través de ti. ¿Crees que es una casualidad que te diera ese cuchillo?

—Era lo más bonito que él se podía imaginar —contesté.

Linda resopló.

—No se trata de Geir —dije—. Se trata de mí y de ti.

—Con él colgado de nuestros hombros —dijo ella.

—No —dije—. Él es mi único cobijo fuera de la familia. Como lo es Helena para ti.

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