Fiesta

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Libro tercero » Capítulo XIX

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XIX

A la mañana siguiente todo había terminado. La fiesta había concluido. Me desperté a las nueve, me bañé, me vestí y bajé. La plaza estaba vacía y no había nadie en las calles. Unos cuantos chiquillos recogían las cañas de los cohetes en la plaza. Los cafés acababan de abrir y los camareros sacaban los cómodos sillones blancos de mimbre y los disponían en torno a las mesas de mármol, a la sombra de las arcadas. Las calles eran barridas y regadas con manguera.

Me senté en uno de los sillones de mimbre y me recosté cómodamente. El camarero no tenía ninguna prisa en acudir. Los carteles blancos que anunciaban el encierro y las grandes listas de horarios de los trenes especiales estaban todavía en los pilares de las arcadas. Un camarero con delantal azul salió con un balde de agua y un trapo y empezó a desgarrar los anuncios, arrancando el papel a tiras y lavando y restregando el que se quedaba pegado a la piedra para quitarlo. La fiesta había terminado.

Me tomé un café, y, al cabo de un rato, Bill apareció. Lo miré mientras atravesaba la plaza. Se sentó y pidió un café.

—Bueno —dijo—, ya se ha terminado todo.

—Sí —dije—. ¿Cuándo te marchas?

—No lo sé. Creo que sería mejor que tomáramos un coche. ¿No vuelves tú a París?

—No. Estaré fuera otra semana. Creo que voy a ir a San Sebastián.

—Yo quiero volver a casa.

—¿Qué va a hacer Mike?

—Va a ir a San Juan de Luz.

—Podemos tomar un coche hasta Bayona. Puedes coger el tren allí esta noche.

—Bueno. Marchémonos después de comer.

—Está bien. Voy a conseguir el coche.

Comimos y pagamos la factura. Montoya no se acercó a nosotros. Una de las camareras trajo la factura. El coche estaba afuera. El chófer apiló y sujetó parte de las maletas en el techo del coche y metió las restantes junto a él, en el asiento delantero. Subimos. El coche salió de la plaza, atravesó las calles laterales, avanzó descendió la colina y se alejó de Pamplona. No resultó un viaje muy largo. Mike tenía una botella de Fundador. Yo sólo tomé un par de tragos. Atravesamos las montañas, salimos de España, bajamos por las carreteras blancas, atravesamos el húmedo y verde País Vasco, frondoso casi en exceso, y, al fin, entramos en Bayona. Dejamos el equipaje de Bill en la estación y él compró un billete para París. Su tren salía a las siete y diez. Salimos de la estación. El coche estaba parado frente a ella.

—¿Qué vamos a hacer con el coche? —preguntó Bill.

—No te preocupes por el coche —dijo Mike—. No tenemos más que llevárnoslo con nosotros.

—Muy bien —dijo Mike—. ¿Adónde vamos a ir?

—Vayamos a Biarritz a tomar un trago.

—¡Ese despilfarrador de Mike! —dijo Bill.

Fuimos a Biarritz y dejamos el coche aparcado frente a un sitio muy «Ritz». Entramos en el bar, nos sentamos en los altos taburetes y tomamos un whisky con soda.

—Este trago corre de mi cuenta —dijo Mike.

—Vamos a echarlo a suertes.

Agitamos los dados en un hondo cubilete de cuero y los echamos. Bill quedó fuera en la primera tirada. Mike perdió frente a mí y tendió al barman un billete de cien francos. Los whiskies valían doce francos cada uno. Hicimos otra ronda y Mike volvió a perder. En ambas ocasiones dio una buena propina al barman. Fuera del bar, en una sala, tocaba una buena orquesta de jazz. Era un bar agradable. Hicimos otra ronda. Yo salí descartado a la primera vuelta con cuatro reyes. Bill y Mike echaron los dados. Bill ganó la primera partida, con cuatro sotas. Bill ganó la segunda. En la última vuelta, Mike sacó tres reyes y se los guardó. Tendió el cubilete a Bill. Éste agitó los dados y los echó: había tres reyes, un as y una reina.

—Te toca a ti, Mike —dijo Bill—. ¡Ese jugador de Mike!

—Lo siento muchísimo —dijo Mike—; no puedo.

—¿Qué ocurre?

—No me queda nada de dinero —dijo Mike—. Estoy sin blanca. Sólo tengo veinte francos. Eh, toma los veinte francos.

La expresión de la cara de Bill se alteró ligeramente.

—Me ha quedado sólo lo justo para pagar a Montoya. Y suerte que al menos tenía eso.

—Te haré efectivo un cheque —dijo Bill.

—Es extraordinariamente amable de tu parte —dijo Mike—, pero no puedo firmar cheques.

—¿Y cómo vas a hacerlo para conseguir dinero?

—Oh, va a llegarme un poco. Tengo dos semanas de mi pensión que deberían estar aquí. Puedo vivir de fiado en aquel hostal de San Juan.

—¿Qué quieres hacer con el coche? —me preguntó Bill—. ¿Quieres continuar con él?

—Me es exactamente igual, pero me parece un poco idiota.

—Venga, tomemos otro trago —dijo Mike.

—De acuerdo. Éste corre de mi cuenta —dijo Bill—. ¿Tiene dinero Brett? —preguntó dirigiéndose a Mike.

—Yo diría que no. Aportó la mayor parte del que tuve que dar al viejo Montoya.

—¿Y no se ha quedado nada de dinero con ella? —pregunté.

—Yo diría que no. Nunca tiene dinero. Recibe quinientos de los grandes al año y paga trescientos cincuenta de ellos de intereses a los judíos.

—Supongo que lo llevan en la sangre —dijo Bill.

—Exacto. Pero, en realidad, no son judíos. Sólo les llamamos así. Creo que son escoceses.

—¿Está absolutamente sin blanca? —pregunté.

—Me atrevería a decir que sí. Me lo dio todo cuando se marchó.

—En fin —dijo Bill—, ¿por qué no nos tomamos otra copa?

—Magnífica idea —dijo Mike—. Discutir de finanzas no conduce a nada.

—No —dijo Bill.

Bill y yo echamos los dados para las dos rondas siguientes. Bill perdió y pagó. Salimos y volvimos al coche.

—¿Te gustaría ir a algún sitio concreto, Mike? —preguntó Bill.

—Demos un paseo. Puede que eso le haga bien a mi crédito. Paseemos un poco.

—Muy bien. Me gustaría ver la costa. Vayamos hacia Hendaya.

—No tengo nada de crédito a todo lo largo de la costa.

—Nunca se sabe —dijo Bill.

Avanzamos a lo largo de la carretera de la costa, entre el verde de los promontorios, las blancas villas de tejado rojo, las manchas de bosque y el océano, muy azul, con marea baja y el agua rizándose a lo lejos, a todo lo largo de la orilla. Atravesamos San Juan de Luz y pasamos por otros pueblos de la costa que venían después. Detrás del ondulado paisaje que atravesábamos veíamos las montañas que habíamos cruzado al volver de Pamplona. La carretera continuaba ante nosotros. Bill miró el reloj.

Era hora de volver. Golpeó en el cristal y dijo al chófer que diera la vuelta. El chófer arrimó el coche a la hierba para girar. A nuestra espalda se hallaban los bosques, más abajo una faja de prados y, al final, el mar.

En San Juan de Luz, nos detuvimos frente al hotel donde iba a alojarse Mike y éste bajó del coche. El chófer le llevó las maletas adentro. Mike se paró junto al coche.

—Adiós, chicos —dijo—. Ha sido una fiesta despampanante.

—Hasta la vista, Mike —dijo Bill.

—Ya nos veremos por ahí —dije yo.

—No te preocupes por el dinero —dijo Mike—. Tú puedes pagar el coche, Jake; te enviaré mi parte.

—Hasta la vista, Mike.

—Hasta la vista, chicos. Os habéis portado admirablemente conmigo.

Nos estrechamos la mano. Desde el coche agitamos la mano en señal de despedida. Mike estaba parado en medio de la carretera, mirando. Llegamos a Bayona momentos antes de que saliera el tren. Un mozo trajo las maletas de Mike de la consigna. Llegué hasta la reja que conducía al andén.

—Hasta la vista, muchacho —dijo Bill.

—¡Hasta la vista!

—Todo fue estupendo. He pasado unos días magníficos.

—¿Vas a estar en París?

—No. Tengo que embarcar el día 17. ¡Hasta la vista, muchacho!

—¡Hasta la vista, viejo!

Franqueó la reja dirigiéndose hacia el tren. El mozo caminaba delante de él con las maletas. Contemplé cómo el tren arrancaba. Bill estaba asomado a una de las ventanas. Pasó la ventana, pasó el resto del tren y el andén quedó vacío. Salí y fui hacia el coche.

—¿Cuánto le debemos? —pregunté al chófer.

Se había acordado que el precio hasta Bayona sería de ciento cincuenta pesetas.

—Doscientas pesetas.

—¿Cuánto más me cobraría por llevarme hasta San Sebastián en su viaje de vuelta?

—Cincuenta pesetas.

—No bromee.

—Treinta y cinco pesetas.

—No vale la pena —dije—. Lléveme al Hotel Panier Fleuri.

Al llegar al hotel pagué al chófer y le di una propina. El coche estaba lleno de polvo. Restregué el estuche de las cañas por entre el polvo. Me parecía la última de las cosas que me unían a España y a la fiesta. El chófer puso el coche en marcha y se alejó calle abajo. Lo vi girar para tomar la carretera en dirección a España. Entré en el hotel y me dieron una habitación. Era la misma habitación en que había dormido cuando estuve en Bayona con Bill y Cohn. Tenía la sensación de que había pasado mucho tiempo. Me lavé, me cambié de camisa y salí a dar una vuelta por la ciudad.

En un quiosco compré un ejemplar del New York Herald y me senté a leerlo en un café. Me producía una sensación rara estar de nuevo en Francia. Era una sensación de seguridad, de paz de arrabal tranquilo. Lamentaba no haberme marchado a París con Bill; pero París hubiese significado seguir con la fiesta, y había terminado con las fiestas por una temporada. En San Sebastián había tranquilidad. La temporada no empezaba hasta agosto. Podría conseguir una buena habitación en un hotel, leer y nadar. Había una playa muy bonita, un paseo con espléndidos árboles encima de ella, y muchos niños, enviados allí con sus niñeras antes de que se abriera la temporada. Al anochecer la banda daría conciertos bajo los árboles, frente al Café Marinas. Podría sentarme en el Marinas a escuchar.

—¿Cómo se come ahí dentro? —pregunté al camarero.

En el interior del café había un restaurante.

—Bien. Muy bien. Se come muy bien.

—Bueno.

Entré y cené. Para estar en Francia, era una comida copiosa; pero parecía cuidadosamente racionada cuando uno venía de España. Para acompañar bebí una botella de vino. Era Cháteau Margaux. Era agradable beber lentamente, saboreando el vino, solo. Una botella de vino era una buena compañía. Después tomé café. El camarero me recomendó un licor vasco llamado Izarra. Vino con la botella y me llenó una copa hasta el borde. Dijo que el Izarra estaba hecho con flores de los Pirineos. Con auténticas flores de los Pirineos. Tenía el aspecto de una loción para el cabello y olía de forma parecida al strega italiano. Le dije que se largara con sus flores del Pirineo a otra parte y que me trajera un vieux marc. El marc era bueno. Me tomé otro después del café.

Como el camarero parecía un poco ofendido por lo de las flores de los Pirineos, le di una gran propina; eso le puso contento. Me sentía a gusto en un país donde resultaba tan sencillo hacer feliz a la gente. Uno no puede saber nunca si un camarero español le dará las gracias. En Francia todo se apoya sobre unas bases financieras muy claras. Es el país donde más sencillo resulta vivir. Nadie complica las cosas haciendo amistad con uno por oscuras razones. Si uno quiere caer bien a la gente, lo único que ha de hacer es gastar un poco de dinero. Yo gasté un poco de dinero y el camarero me encontró simpático. Se mostró sensible a mis encantos pecuniarios. Si iba por allí a comer alguna otra vez, estaría muy contento de verme y haría que me sentara a una de sus mesas. Y sería un aprecio sincero, porque se asentaba sobre una base sólida. Estaba de nuevo en Francia.

A la mañana siguiente, di a todo el personal del hotel una propina un poco mayor de lo habitual, para hacer más amistades, y me marché en el tren de la mañana para San Sebastián. En la estación, al mozo de las maletas le di sólo la propina corriente, porque no creía volver a verlo más. Quería sólo tener unos cuantos buenos amigos en Bayona, para ser bien acogido si volvía otra vez por allí. Sabía que, si se acordaban de mí, su amistad se mantendría fiel.

En Irún se tenía que cambiar de tren y mostrar el pasaporte. No me gustaba nada irme de Francia. ¡La vida era allí tan sencilla! Me daba cuenta de que cometía una estupidez volviendo a España. En España uno no puede prever nunca lo que va a pasar. Me daba cuenta de que era estúpido por mi parte volver; y, sin embargo, me puse en la cola para lo de los pasaportes, abrí las maletas en la aduana, compré un billete, atravesé una puerta, subí a un tren, y al cabo de cuarenta minutos y ocho túneles, me encontré en San Sebastián.

San Sebastián tiene, incluso en un día caluroso, algo de la atmósfera de las primeras horas matinales. Parece como si las hojas de los árboles no estuvieran nunca completamente secas, y como si las calles acabaran de ser regadas en aquel preciso instante. En los días más tórridos, siempre hay calles frescas y sombreadas. Fui a un hotel donde ya me había alojado antes y me dieron una habitación. El balcón se abría sobre un panorama de tejados, al final de los cuales se divisaba la verde ladera de una montaña.

Deshice las maletas, apilé los libros en la mesita de noche, saqué mis cosas de afeitar, colgué unos trajes en el gran armario e hice un paquete con la ropa para lavar. Luego fui al cuarto de baño a ducharme y bajé a comer. España no se había adaptado al horario de verano, y por tanto yo iba adelantado. Me puse el reloj a la hora de allí. Al venir a San Sebastián, había recuperado una hora.

Al entrar en el comedor, el portero me entregó una ficha de la policía para que la llenara. La firmé y le pedí dos impresos para telegramas. En uno escribí una nota para el Hotel Montoya, pidiendo que remitieran a mi dirección actual toda la correspondencia y los telegramas a mi nombre. Calculé los días que estaría en San Sebastián y envié el otro telegrama a la oficina, pidiendo que me guardaran la correspondencia, pero que me enviaran a San Sebastián los cables que me llegaran durante los seis días siguientes. Luego entré a comer.

Después de la comida, subí a mi habitación, leí un rato y me dormí. Cuando desperté eran las cuatro y media. Busqué el bañador, lo envolví en una toalla, junto con un peine, bajé y me dirigí hacia la Concha. La marea estaba a media altura. La playa era lisa y firme, la arena amarilla. Me metí en una caseta, me desnudé, me puse el bañador y anduve hacia el mar, pisando la suave arena. Bajo los pies desnudos la arena estaba caliente. Había bastante gente en el agua y en la playa. A lo lejos, allí donde los dos cabos de la Concha casi llegan a tocarse para formar el puerto, se veía una línea blanca de rompientes y el mar abierto. Aunque la marea bajaba, había de tanto en tanto lentas olas. Aparecían en el agua como ondulaciones, se hacían gruesas y rompían suavemente contra la tibia arena. Metí las piernas en el agua. Estaba fría. Al llegar una ola, me zambullí, nadé hacia dentro por debajo del agua y, cuando volví a la superficie, todo el frío había desaparecido. Nadé hasta la balsa, subí a ella y me eché sobre las tablas calientes. En el otro extremo había un chico y una chica. Ella se había desatado las tiras del bañador y se estaba tostando la espalda. El muchacho, echado boca abajo, le hablaba. Ella se reía de las cosas que decía y exponía al sol su morena espalda. Permanecí tendido allí al sol hasta que estuve seco. Luego ensayé unas cuantas zambullidas. Una vez me sumergí a gran profundidad y llegué a tocar el fondo. Nadaba con los ojos abiertos y todo era verde y oscuro. La balsa formaba una sombra oscura. Salí a la superficie junto a la balsa, subí, me zambullí de nuevo, avanzando esta vez en sentido longitudinal, y luego nadé hacia la orilla. Estuve echado en la playa hasta que me sequé y entonces me metí en la caseta, me saqué el bañador, me duché con agua dulce y me sequé.

Anduve por debajo de los árboles del paseo que bordea el puerto, hasta llegar al casino, y entonces me metí por una calle fresca en dirección al Café Marinas. En el interior había una orquesta que tocaba; me senté en la terraza, disfrutando del fresco en medio de aquel día caluroso, y me tomé un granizado de limón y luego un whisky con soda. Estuve sentado frente al Marinas durante mucho rato, leyendo, mirando a la gente y escuchando la música.

Más tarde, cuando empezó a oscurecer, paseé por el puerto, seguí luego por el paseo y al final volví al hotel para cenar. Se estaba celebrando una carrera de bicicletas, la Vuelta al País Vasco, y los ciclistas hacían noche en San Sebastián. A uno de los lados del comedor había una larga mesa de corredores, que comían en compañía de sus entrenadores y managers. Eran todos franceses y belgas y prestaban una gran atención a la comida, pero al mismo tiempo lo estaban pasando bien. A la cabecera de la mesa había dos guapas chicas francesas, con un chic muy Rue du Faubourg Montmartre. No pude averiguar a quién pertenecían. En aquella larga mesa hablaban todos argot; se decían muchas bromas en privado y algunas de las que se fabricaban al otro extremo de la mesa no fueron repetidas cuando las chicas lo pidieron así para enterarse. A la mañana siguiente, a las cinco, la carrera iba a proseguir con la última etapa, San Sebastián-Bilbao. Los corredores bebían mucho vino y estaban quemados y bronceados por el sol. No se tomaban la carrera en serio, excepto entre ellos. Habían competido entre sí tantas veces que no les importaba mucho quién ganara, y menos en un país extranjero. Lo del dinero podía arreglarse.

El corredor que iba en cabeza con una diferencia de dos minutos tenía una plaga de forúnculos que le hacían sufrir mucho. Estaba sentado sobre sus riñones. Tenía el cuello muy rojo y el rubio cabello quemado por el sol. Los otros corredores le hacían bromas acerca de sus forúnculos. Él golpeó la mesa con el tenedor.

—Escuchadme —dijo—: mañana llevaré la nariz tan pegada al manillar que lo único que rozará estos forúnculos será un agradable airecillo.

Una de las chicas lo miró desde el otro extremo de la mesa y él sonrió y se puso encarnado. Los españoles, decían, no saben lo que es pedalear.

Tomé el café en la terraza, con el manager del equipo de un gran fabricante de bicicletas. Dijo que había sido una carrera muy agradable, y que hubiera valido la pena seguirla si Bottechia no hubiera abandonado en Pamplona. El polvo había sido perjudicial, pero en España las carreteras eran mejores que en Francia. Las carreras de bicicletas eran el único deporte del mundo, dijo. ¿Había seguido yo alguna vez la Vuelta a Francia? Sólo a través de los periódicos. La Vuelta a Francia era el mayor acontecimiento deportivo del mundo. El seguir y organizar carreras le había hecho conocer Francia. Había muy poca gente que conociera Francia. Él se pasaba toda la primavera, todo el verano y todo el otoño en la carretera, con los corredores. Fíjese en el número de coches que siguen ahora a los ciclistas de ciudad en ciudad en una carrera. Era un país rico y más sportif cada año. Llegaría a ser el país más sportif del mundo. Eran las carreras de bicicletas las que habían logrado eso. Ellas y el fútbol. Él conocía Francia. La France sportive. Sabía lo que eran las carreras por carretera. Tomamos un coñac. En fin, de todas formas no estaba mal regresar a París. No había más que un Paname. En todo el mundo, por supuesto. París era la ciudad más sportive del mundo. ¿Conocía yo la Chope du Négrel? ¿No? Lo vería por allí alguna vez, seguro. Y tomaríamos otro fine juntos, seguro que sí. Salían a las seis menos cuarto de la mañana. ¿Estaría levantado para presenciar la salida? Haría todo lo posible, se lo aseguraba. ¿Quería que me llamara?; era muy interesante. Yo dejaría una nota en recepción para que lo hicieran. A él no le molestaba llamarme. No, yo no quería que se tomara aquella molestia. Dejaría una nota en recepción. Nos despedimos hasta la mañana siguiente.

A la mañana siguiente, cuando me desperté, hacía ya tres horas que los corredores y los coches que les seguían circulaban por la carretera. Tomé el café y leí los periódicos en la cama; luego me vestí, cogí el bañador y me dirigí hacia la playa. A aquella hora temprana todo aparecía nuevo, fresco y húmedo. Niñeras de uniforme o con el traje típico de campesinas paseaban con los niños bajo los árboles. Los niños españoles eran preciosos. Unos cuantos limpiabotas estaban sentados a la sombra de un árbol, hablando con un soldado. El soldado tenía sólo un brazo. La marea estaba alta, soplaba una brisa agradable y había marejadilla en la playa.

Me desnudé, crucé la estrecha franja de playa y me metí en el agua. Me alejé mar adentro, tratando de pasar a través de las olas; pero a veces no lo conseguía y tenía que zambullirme. Luego, al llegar adonde el agua estaba tranquila, me volví cara arriba y me quedé flotando. Veía sólo el cielo, y sentía el subir y bajar del oleaje. Regresé nadando hacia la línea de rompientes y la pasé, boca abajo, a caballo de una gran ola; luego giré y me puse a nadar, tratando de mantenerme en el surco formado entre dos olas y de evitar que alguna de ellas se rompiera contra mí. Nadar en aquel surco me fatigó; giré y nadé mar adentro, en dirección a la balsa. El agua estaba fría y sostenía bien a flote. Parecía como si uno no pudiera hundirse nunca. Nadé lentamente; con la marea alta, la distancia parecía muy considerable. Luego subí a la balsa y me senté, chorreante, mojando las tablas que empezaban a calentarse con el sol. Fui recorriendo la bahía con la vista: la ciudad vieja, el casino, la hilera de árboles a lo largo del paseo y los grandes hoteles con sus porches blancos y sus nombres en letras doradas. A la derecha, a lo lejos, había una colina verde, con un castillo, que casi cerraba la bahía. La balsa se mecía siguiendo el movimiento del agua. Al otro lado de la estrecha abertura que llevaba a mar abierto había otro cabo bastante elevado. Pensé que me gustaría atravesar a nado la bahía; pero tenía miedo de los calambres.

Sentado al sol, contemplé a los bañistas que estaban en la playa. Todos parecían muy pequeños. Al cabo de un rato me levanté, y agarrándome con los dedos de los pies al borde de la balsa, que se inclinaba bajo mi peso, me zambullí limpiamente, a gran profundidad, volví a salir a través del agua iluminada, me sacudí el agua salada de la cabeza y nadé lentamente, sin parar, hasta la playa.

Después de vestirme y pagar por la caseta, volví al hotel. Los corredores se habían dejado varios ejemplares de L’Auto por allí; recogí todos los que había en el salón de lectura, me los llevé y me senté en un sillón, al sol, a leerlos, para hacerme una idea de la vida deportiva francesa. Mientras estaba allí sentado, salió el portero con un sobre azul en una mano.

—Un telegrama para usted, señor.

Metí el dedo por dentro del pico que estaba pegado, abrí el telegrama y lo leí. Había sido reexpedido desde París:

PODRÍAS VENIR HOTEL MONTANA MADRID ESTOY EN BUEN APURO. BRETT.

Di una propina al portero y volví a leer el telegrama. Un cartero se acercaba por la acera. Entró en el hotel. Llevaba un gran bigote y tenía un aspecto muy militar. Salió del hotel. El portero iba inmediatamente detrás de él.

—Otro telegrama para usted, señor.

—Gracias —dije.

Lo abrí. Había sido reexpedido desde Pamplona.

PODRÍAS VENIR HOTEL MONTANA MADRID ESTOY EN BUEN APURO. BRETT.

El portero estaba allí parado, seguramente en espera de otra propina.

—¿A qué hora hay un tren para Madrid?

—Salió a las nueve de la mañana. A las once hay un correo, y a las diez de la noche el Sud Express.

—Consígame una litera en el Sud Express. ¿Quiere el dinero ahora?

—Como a usted le parezca mejor —dijo—. Haré que lo pongan en la factura.

—Sí, hágalo así.

En fin, aquello significaba que todo lo de San Sebastián se iba al diablo. Creo que había esperado vagamente que ocurriera algo por el estilo. Vi al portero parado a la puerta:

—Tráigame un impreso para telegramas, por favor.

Lo trajo. Saqué la estilográfica y escribí:

LADY ASHLEY HOTEL MONTANA MADRID LLEGO SUD EXPRESS MAÑANA AFECTUOSAMENTE. JAKE.

Eso parecía estar a la altura de todo aquel asunto. Helo aquí. Expide a una chica con un hombre. Preséntala a otro para que se largue con él. Luego ve a buscarla. Y firma el telegrama con un «afectuosamente». Estaba todo perfectamente en regla. Entré a comer.

No dormí mucho aquella noche en el Sud Express. Por la mañana, desayuné en el coche restaurante y contemplé el paisaje de rocas y pinos que hay entre Ávila y El Escorial. A través de la ventana vi El Escorial gris, largo y frío bajo el sol; maldito lo que me importaba. Vi aparecer en la planicie la silueta de Madrid, delineándose compacta y blanca en lo alto de un pequeño risco, muy lejos, al otro lado de aquella extensión de terreno que el sol endurecía.

En Madrid, la estación del Norte es final de trayecto. Todos los trenes terminan allí. No continúan hacia ninguna parte. A la salida había cupés, taxis y una hilera de agentes de hotel. Parecía una ciudad de provincia. Tomé un taxi y subimos por entre los jardines; pasé junto al palacio desierto y la iglesia sin acabar que hay al borde de la meseta, y continué ascendiendo hasta entrar en la alta y calurosa ciudad moderna. El coche se deslizó por una calle bien pavimentada que nos llevó hasta la Puerta del Sol, cruzó por entre el tránsito y se metió en la Carrera de San Jerónimo. Todas las tiendas tenían sus toldos abiertos para protegerse contra el calor. Las ventanas que daban al lado soleado de la calle tenían los postigos cerrados. El taxi se detuvo al borde de la acera. Vi el anuncio HOTEL MONTANA en el segundo piso. El taxista metió las maletas y las dejó junto al ascensor. Como no logré hacer funcionar el ascensor, subí a pie. En el segundo piso había una placa de cobre: HOTEL MONTANA. Toqué el timbre y no acudió nadie. Volví a llamar y una doncella con expresión hosca abrió la puerta.

—¿Está aquí lady Ashley? —pregunté.

Me miró con aire estúpido.

—¿Hay aquí una señora inglesa?

Se volvió y llamó a alguien que estaba dentro. Una mujer muy gorda se acercó a la puerta. Tenía el cabello gris, tieso de tanta brillantina, y lo llevaba dispuesto en ondas que le enmarcaban la cara. Era pequeña y mandona.

Muy buenas —dije—. ¿Está aquí una señora inglesa? Querría verla.

Muy buenas. Sí, aquí hay una mujer inglesa. Por supuesto que puede verla, siempre que ella desee verle a usted.

—Ella desea verme.

—La chica irá a preguntárselo.

—Hace mucho calor.

—En verano hace mucho calor en Madrid.

—¡Y qué frío en invierno!

—Sí, hace mucho frío en invierno.

¿Tenía la intención de alojarme yo mismo en el Hotel Montana?

De momento, no estaba del todo seguro de ello; sin embargo, me complacería mucho que me subieran las maletas, que estaban en la planta baja, para que no me las robaran. Jamás se robaba nada en el Hotel Montana. En otras fondas sí. Pero allí no. No. El personal de aquel establecimiento estaba cuidadosamente seleccionado. Estaba muy satisfecho de saberlo; no obstante, vería con buenos ojos la subida de mis maletas.

La doncella entró y dijo que la mujer inglesa quería ver al hombre inglés en seguida, al instante.

—Bueno —dije—, ya lo ve. Es lo que yo le decía.

—Sí, no hay duda.

Seguí a la doncella por un corredor largo y oscuro. Al llegar al final, llamó con los nudillos a una puerta.

—¡Hola! —dijo Brett—. ¿Eres tú, Jake?

—Soy yo.

—Entra, entra.

Abrí la puerta. La doncella la cerró detrás de mí. Brett estaba en la cama. Acababa de cepillarse el pelo y tenía todavía el cepillo en la mano. La habitación mostraba aquel tipo de desorden que sólo son capaces de lograr quienes han tenido siempre gente a su servicio.

—¡Querido! —dijo Brett.

Me acerqué a la cama y la estreché entre mis brazos. Me besó, y noté que mientras lo hacía pensaba en otra cosa.

Estaba temblando entre mis brazos. Daba la impresión de ser muy pequeña.

—¡Querido! ¡Qué días más horribles he pasado!

—Cuéntamelo.

—No hay nada que contar. Él no se fue hasta ayer. Le obligué a marcharse.

—¿Por qué no lo has retenido?

—No lo sé. Hay cosas que uno no puede hacer. No creo haberle causado ningún daño.

—Seguramente le has hecho un gran bien.

—No es de los que pueden vivir con otra persona. Me di cuenta de ello inmediatamente.

—No, es verdad.

—¡Al diablo todo! —dijo ella—. No hablemos de eso. No volvamos a hablar nunca más de eso.

—Está bien.

—Fue un duro golpe descubrir que se avergonzaba de mí. Porque durante un tiempo se avergonzaba de mí, ¿sabes?

—¡No!

—Oh, sí. Supongo que en el café le gastaban bromas acerca de mí. Quería que me dejara crecer el pelo. ¡Yo con el pelo largo! ¡Menuda facha tendría!

—Es divertido.

—Decía que aquello me haría más femenina.

—¿Y qué ocurrió?

—Oh, superó esta manía. Pronto dejó de avergonzarse de mí.

—¿Qué quería decir aquello de que estabas en apuros?

—No sabía si iba a conseguir que se fuera, y no tenía ni cinco para ser yo la que se marchara y le dejara. Trató de darme mucho dinero, ¿sabes? Pero yo le dije que lo tenía a montones. Él sabía que era mentira. No podía aceptar su dinero, ¿entiendes?

—No, tienes razón.

—Oh, no hablemos de ello. De todas formas, hubo cosas muy divertidas. Dame un cigarrillo.

Encendí el cigarrillo.

—Aprendió el inglés que sabe trabajando como camarero, en Gibraltar.

—Sí.

—Al final quería casarse conmigo.

—¿De veras?

—Sí, por supuesto. No puedo ni casarme con Mike.

—Tal vez pensó que eso le transformaría en lord Ashley.

—No. No era eso. Quería realmente casarse conmigo. De esta forma yo no podría abandonarlo, decía. Quería estar seguro de que no lo dejaría nunca. Cuando me hubiera vuelto más femenina, por supuesto.

—Ahora debes de sentirte más a tus anchas.

—Así es. Ahora vuelvo a estar perfectamente. Él ha conseguido que se me borrara de la memoria aquel maldito Cohn.

—Eso está bien.

—¿Sabes una cosa? Hubiera vivido con él, de no haber visto que eso le perjudicaba. Nos llevábamos muy bien.

—Dejando aparte tu aspecto exterior.

—Oh, se hubiese acostumbrado a eso.

Apagó el cigarrillo.

—Tengo treinta y cuatro años, ¿entiendes? No voy a convertirme en una de esas fulanas que se dedican a pervertir criaturas.

—No.

—No voy a portarme de esta forma. Ahora me siento bien, ¿sabes? Me siento segura de mí misma.

—Mejor.

Desvió la cabeza. Pensé que buscaba otro cigarrillo. Luego vi que lloraba. Podía notar cómo lloraba. Los sollozos la sacudían. No levantó la vista. La rodeé con mis brazos.

—No hablemos nunca más de eso. Por favor, no hablemos nunca más de eso.

—¡Querida Brett!

—Voy a volver con Mike —dijo. La mantenía estrechamente abrazada y notaba sus sollozos—. ¡Es tan encantador y tan horrible al mismo tiempo! Es lo que me conviene.

Seguía sin levantar la cabeza. Le acaricié el pelo. Sentía cómo se estremecía.

—No quiero ser una de esas fulanas —dijo—. Pero, por favor, Jake, no hablemos nunca más de eso.

Nos fuimos del Hotel Montana. La mujer que lo llevaba no me dejó pagar la cuenta. Había sido ya pagada.

—Oh, está bien. Dejémoslo —dijo Brett—. Ahora ya no importa.

Fuimos en taxi hasta el Palace Hotel, dejamos las maletas, hicimos que nos reservaran dos literas en el Sud Express de la noche y entramos en el bar a tomar un cóctel. Nos sentamos en los altos taburetes que había junto a la barra, mientras el barman agitaba los martinis en una gran coctelera niquelada.

—Es curioso observar la maravillosa cortesía que uno encuentra en el bar de los grandes hoteles —observé.

—Los barmen y los jockeys son las únicas personas que siguen siendo educadas hoy en día.

—Por vulgar que sea un hotel, el bar es siempre un sitio agradable.

—Es extraño.

—Los barmen han sido siempre amables.

—¿Sabes una cosa? —dijo Brett—. Es completamente cierto. Sólo tiene diecinueve años. ¿No te parece asombroso?

Hicimos chocar las copas, que estaban colocadas encima del mostrador, una junto a otra. El frío las había llenado de gotitas de agua.

Al otro lado de la ventana con cortinas estaba el bochorno estival de Madrid.

—Me gusta el martini con una aceituna dentro —dije al barman.

—Tiene usted razón, señor. Ahí tiene.

—Gracias.

—Tendría que habérselo preguntado, ¿sabes?

El barman se alejó lo bastante para no oír nuestra conversación. Brett tomó un sorbo de martini sin alzar la copa del mostrador. Luego la cogió. Después del primer sorbo, su mano tenía la firmeza suficiente para levantarla.

—¡Qué rico está! ¿Verdad que es un bar simpático?

—Todos los bares lo son.

—Al principio no me lo creía, fíjate tú. Nació en 1905. Por aquel entonces yo estudiaba en París. Imagínate eso.

—¿Quieres que me imagine algo en concreto?

—No seas imbécil. ¿Quieres pagar una copa a una dama?

—Tomaremos otros dos martinis.

—¿Como los que acaban de tomar, señor?

—Estaban muy buenos —dijo Brett dirigiéndole una sonrisa.

—Gracias, señora.

—Bueno, ¡chin-chin! —dijo Brett.

—¡Chin-chin!

—¿Sabes una cosa? —dijo Brett—. Antes de mí, sólo había estado con dos mujeres. No se ha preocupado nunca de nada más que de torear.

—Tiene mucho tiempo por delante.

—No sé… Él cree que había de ser conmigo precisamente. No le interesan las aventuras en general.

—Está bien, pues; eras tú.

—Sí. Era yo…

—Creí que no volverías a hablar de eso.

—¿Cómo puedo evitarlo?

—Si lo cuentas, lo vas a perder.

—Sólo lo cuento muy por encima. ¿Sabes que noto una gran sensación de bienestar, Jake?

—No es para menos.

—Una se siente considerablemente bien al decidir no convertirse en una fulana, ¿comprendes?

—Sí.

—Es algo así como un sucedáneo de Dios para quienes no lo tenemos.

—Hay gente que tiene a Dios —dije—. Y mucha.

—Pues conmigo nunca se han portado muy bien.

—¿Tomamos otro martini?

El barman agitó en la coctelera otros dos martinis y los vertió en dos copas limpias.

—¿Adónde vamos a ir a comer? —pregunté a Brett.

Se estaba fresco en el bar. A través de la ventana se notaba el bochorno exterior.

—¿Aquí? —preguntó Brett.

—Aquí en el hotel la comida es un asco. ¿Conoce usted un sitio que se llama casa Botín? —pregunté al barman.

—Sí, señor. ¿Quiere que le apunte la dirección?

—Gracias.

Comimos en casa Botín, en la sala de arriba. Es uno de los mejores restaurantes del mundo. Comimos lechón asado y bebimos Rioja alta. Brett no tomó gran cosa. Yo me di un atracón y bebí tres botellas de Rioja alta.

—¿Cómo te sientes, Jake? —preguntó Brett—. ¡Dios mío, cuánto has comido!

—Me siento estupendamente. ¿Quieres algo para el postre?

—¡Oh, no, Señor!

Brett fumaba.

—Te gusta comer, ¿verdad? —preguntó.

—Sí —contesté—. Hay muchas cosas que me gusta hacer.

—¿Cuáles?

—Oh, muchas —dije—. ¿No quieres postre?

—Ya me lo has preguntado una vez.

—Sí, es verdad —dije—. Tomemos otra botella de Rioja alta.

—Es muy bueno.

—Pues tú no has bebido mucho —dije.

—Sí que he bebido. No te has fijado.

—Tomemos dos botellas más —propuse.

Trajeron las botellas. Vertí un poco de vino en mi vaso, llené el de Brett y al final acabé de llenarme el mío. Chocamos los vasos para brindar.

—¡A tu salud! —dijo Brett.

Vacié el vaso y me lo volví a llenar. Brett me puso la mano en el brazo.

—No te emborraches, Jake —dijo—. No tienes por qué hacerlo.

—¡Tú que sabes!

—No lo hagas —dijo—. Todo saldrá bien.

—No estoy emborrachándome —dije—. Estoy bebiendo un poco de vino, eso es todo. Me gusta beber vino.

—No te emborraches —dijo—. Jake, no te emborraches.

—¿Quieres que demos un paseo en coche? —propuse—. ¿Quieres que demos un paseo por la ciudad?

—Magnífico —dijo Brett—. No he visto Madrid. Y tendría que verlo.

—Voy a terminarme esto.

Bajamos, atravesamos el comedor de la planta baja y salimos a la calle. Un camarero fue a buscar un taxi. Hacía un día caluroso y radiante. Calle arriba, en una plazoleta con árboles y césped, había taxis aparcados. Uno de ellos se acercó, con el camarero colgado del estribo. Le di una propina, dije al chófer dónde tenía que ir y me metí dentro, junto a Brett. El chófer se puso en marcha. Me recosté en el asiento. Brett se acercó a mí y permanecimos así, muy juntos. La rodeé con el brazo y ella se recostó cómodamente contra mí. Hacía un día muy caluroso y brillante y la blancura de las casas hacía daño a la vista. Doblamos hacia la Gran Vía.

—¡Oh, Jake! —dijo Brett—, ¡qué bien lo hubiéramos podido pasar juntos!

Ante nosotros, un policía a caballo, vestido de caqui, regulaba el tráfico. El coche disminuyó repentinamente de velocidad, impeliendo a Brett contra mí.

—Sí —dije—. ¿Verdad que resulta agradable imaginárselo?

FIN

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