Fiesta

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III

Era una tibia noche de primavera. Robert se había ido y yo seguía sentado a una mesa en la terraza del Napolitain, contemplando la caída de la noche, la aparición de los anuncios luminosos, las señales rojas y verdes del tránsito, la multitud que pasaba, los coches de caballos que marchaban con su clop-clop por el borde de las compactas filas de taxis, y las poules que, solas o en parejas, iban en busca de su comida vespertina. Me fijé en una chica bien parecida; pasó por delante de mi mesa, siguió calle arriba y la perdí de vista. Mientras observaba a otra, vi que la primera volvía a acercarse. Pasó ante mí otra vez, se cruzaron nuestras miradas, y entonces vino y se sentó a la mesa. Apareció el camarero.

—¿Qué vas a tomar? —le pregunté.

Pernod.

—Eso no es bueno para chiquillas.

—Chiquilla lo serás tú. Dites, garçon, un pernod.

—Un pernod para mí, también.

—¿Qué? —preguntó—, ¿estamos de fiesta?

—Claro. ¿Tú no?

—No lo sé. En esta ciudad, una nunca lo sabe.

—¿No te gusta París?

—No.

—¿Por qué no te vas a otro sitio?

—No hay otro sitio.

—¡Ah, muy bien, estás satisfecha!

—¡Satisfecha! ¡Y un cuerno!

El pernod es una especie de absenta de tono verdoso. Cuando se le añade agua, se vuelve lechoso. Sabe a regaliz y levanta mucho los ánimos, pero la resaca que sigue es todavía más considerable. Estuvimos allí sentados, bebiendo. La chica parecía hosca.

—Bueno —pregunté—, ¿me vas a pagar la cena?

Sonrió, y comprendí por qué tenía por principio no reírse. Con la boca cerrada era una chica bastante bonita. Pagué las consumiciones y salimos a la calle. Hice señas a un fiacre y el cochero detuvo el caballo al borde de la acera. Instalados en el fiacre, de lento y suave andar, recorrimos la Avenue de l’Opéra, ancha, resplandeciente y casi desierta, y pasamos ante las tiendas de puertas cerradas y escaparates iluminados. El fiacre pasó por delante del despacho del New York Herald, con su escaparate lleno de relojes.

—¿Para qué sirven todos esos relojes? —preguntó ella.

—Indican la hora que es en toda América.

—No me tomes el pelo.

Doblamos la Avenue para tomar la Rue des Pyramides y, después de sortear el tránsito de la Rue de Rívoli, entramos en las Tullerías por un oscuro portal. Ella se apretó contra mí y yo la rodeé con el brazo. Levantó la cara para que la besara. Me tocó con la mano y yo se la retiré.

—No, no te molestes.

—¿Qué te pasa? ¿Estás enfermo?

—Sí.

—Todo el mundo está enfermo. Yo también lo estoy.

Dejamos las Tullerías y salimos de nuevo a la luz, cruzamos el Sena y subimos por la Rue des Saints Pères.

—No deberías beber pernod, si estás enfermo.

—Tú tampoco.

—Conmigo no importa. Para una mujer no tiene importancia.

—¿Cómo te llamas?

—Georgette. ¿Y tú?

—Jacob.

—Es un nombre flamenco.

—También americano.

—¿No eres flamenco?

—No, americano.

—Mejor; detesto a los flamencos.

Estábamos ya ante el restaurante. Dije al cochero que parara. Bajamos, y Georgette no se mostró muy complacida con el aspecto del local:

—Como restaurante no es gran cosa.

—No —dije yo—. Quizá preferirías ir al Foyot. ¿Por qué no retienes el fiacre y continúas?

Me la había llevado movido por la vaga y sentimental idea de que sería bonito comer con alguien. Hacía mucho tiempo que no había cenado con una poule, y había olvidado hasta qué punto puede resultar aburrido. Entramos en el restaurante, pasamos junto a Madame Lavigne, que estaba en la caja, y nos metimos en una salita. Georgette se animó un poco a la vista de la comida.

—No se está mal aquí —dijo—. No es chic, pero la comida está bien.

—Mejor que la que comes en Lieja.

—Bruselas, querrás decir.

Tomamos otra botella de vino y Georgette hizo una broma. Esbozó una sonrisa, que puso al descubierto toda su mala dentadura, y brindamos.

—No eres mal tipo —dijo—. Es un fastidio que estés enfermo. Nos llevamos bien. Por cierto, ¿qué es lo que te pasa?

—Me hirieron en la guerra.

—¡Oh, esa cochina guerra!

Probablemente hubiéramos continuado discutiendo acerca de la guerra y hubiéramos estado de acuerdo en que era, realmente, una calamidad para la civilización y que tal vez hubiese sido mejor evitarla. Yo estaba bastante aburrido. Justamente en aquel momento, alguien llamó desde la otra habitación:

—¡Barnes! ¡Eh, Barnes! ¡Jacob Barnes!

—Es un amigo que me llama —expliqué, y salí.

Allí estaba Braddocks, ante una gran mesa, con toda una pandilla: Cohn, Frances Clyne, Mrs. Braddocks y unos cuantos más que no conocía.

—Viene usted a bailar, ¿verdad? —preguntó Braddocks.

—¿A bailar?

—Sí, hombre, los dancings, los bailes públicos. ¿No se ha enterado de que los hemos resucitado? —intervino Mrs. Braddocks.

—Tiene usted que venir, Jake. Vamos todos —dijo Frances desde el otro extremo de la mesa.

Era alta y sonreía.

—Claro que viene —dijo Braddocks—. Entre a tomar café con nosotros, Barnes.

—Bueno.

—Y tráigase a su amiga —dijo Mrs. Braddocks riendo.

Era canadiense, y poseía toda la llaneza e indulgencia en el trato social que caracteriza a la gente de su país.

—Gracias; en seguida venimos —dije, y volví a la salita.

—¿Quiénes son tus amigos? —preguntó Georgette.

—Escritores y artistas.

—Los hay a montones en este lado del río.

—Demasiados.

—Yo también lo creo así. Sin embargo, hay algunos que ganan dinero.

—¡Oh, sí!

Terminamos la comida y el vino.

—Anda —dije—, vamos a tomar café con los demás.

Georgette abrió el bolso, se retocó la cara mirándose en el pequeño espejo, se repintó los labios con el lápiz y se enderezó el sombrero.

—Bueno —dijo.

Entramos en la habitación llena de gente. Braddocks y los demás hombres que estaban sentados a la mesa se pusieron en pie.

—Permítanme que les presente a mi novia, mademoiselle Georgette Leblanc —dije.

Georgette sonrió con aquella maravillosa sonrisa suya, y repartimos apretones de manos por todos lados.

—¿Es usted pariente de Georgette Leblanc, la cantante? —preguntó Mrs. Braddocks.

Connais pas —contestó Georgette.

—Pues tiene usted el mismo apellido —insistió cordialmente Mrs. Braddocks.

—No —dijo Georgette—, nada de eso. Mi apellido es Hobin.

—Pero el señor Barnes la presentó como mademoiselle Georgette Leblanc. Seguro que lo hizo —insistió Mrs. Braddocks a quien la excitación de hablar francés hacía propensa a no tener ni idea de lo que estaba diciendo.

—Es un imbécil —dijo Georgette.

—¡Ah, entonces era una broma! —dijo Mrs. Braddocks.

—Sí —dijo Georgette—. Era para reírse.

—¿Has oído eso, Henry? —gritó Mrs. Braddocks a su marido, que estaba al otro extremo de la mesa—. El señor Barnes presentó a su novia como mademoiselle Leblanc, cuando, en realidad, su nombre es Hobin.

—Claro que sí, querida: mademoiselle Hobin. Hace mucho tiempo que la conozco.

Mademoiselle Hobin —dijo Frances Clyne, hablando en francés con mucha rapidez, pero sin parecer ni tan ufana ni tan estupefacta como Mrs. Braddocks de que le saliera de veras francés—, ¿hace mucho tiempo que está usted en París? ¿Le gusta todo eso? Adora usted París, ¿verdad?

—¿Quién es? —preguntó Georgette volviéndose hacía mí—. ¿Tengo que contestarle?

Se volvió hacia Frances que, sentada, sonriente, y con las manos cruzadas y la cabeza en equilibrio sobre su largo cuello tenía ya los labios fruncidos para empezar a hablar de nuevo, y dijo:

—No, no me gusta París. Es caro y sucio.

—¿Sí? ¡Yo lo encuentro tan extraordinariamente limpio! Una de las ciudades más limpias de toda Europa.

—Yo la encuentro sucia.

—¡Qué raro! Tal vez es porque no hace mucho que está usted aquí.

—Hace el tiempo suficiente.

—Pero, eso sí, tiene gente encantadora; eso no se puede negar.

Georgette se volvió hacia mí:

—Tienes unos amigos muy agradables.

Frances estaba algo bebida y le hubiera gustado continuar con el tema, pero llegó el café y Lavigne trajo los licores, tras lo cual salimos todos y nos pusimos en camino hacia el dancing de Braddocks.

El dancing era un bal musette, situado en la Rue de la Montagne Sainte Geneviève. Durante cinco noches por semana iba allí a bailar la clase trabajadora del barrio del Panthéon. Una noche por semana era un dancing club. Y los domingos por la noche estaba cerrado. Cuando llegamos estaba casi vacío, excepción hecha de un guardia sentado junto a la puerta, de la mujer del propietario, que estaba en la barra, y del propietario mismo. La hija de la casa bajaba en el instante en que entramos nosotros. Había bancos largos, mesas que iban a través de la sala y, al final de todo, una pista de baile.

—Me gustaría que la gente llegara más pronto —dijo Braddocks.

La hija vino a enterarse de qué íbamos a beber. El propietario se subió a un taburete alto, al lado de la pista de baile, y empezó a tocar el acordeón. Llevaba una hilera de cascabeles alrededor de uno de los tobillos y marcaba el ritmo con el pie al mismo tiempo que tocaba. Todo el mundo se puso a bailar. Hacía calor y salimos de la pista sudando.

—¡Dios mío! —dijo Georgette—. ¡Cómo se suda en este antro!

—Hace calor, sí.

—¡Calor, Dios mío!

—Quítate el sombrero.

—Es una buena idea.

Alguien sacó a bailar a Georgette y yo me fui al bar. Hacía realmente mucho calor y la música del acordeón resultaba agradable en aquella noche bochornosa. De pie en el umbral de la puerta, recibiendo el soplo de aire fresco de la calle, me bebí una cerveza. Por la empinada calle bajaban dos coches; se pararon ambos frente al bar y saltó de ellos un tropel de jóvenes, unos cuantos con jerseys, otros en mangas de camisa. A la luz que venía de la puerta, veía sus manos y su pelo recién lavado y ondulado. El guardia que estaba junto a la puerta me miró sonriendo. Entraron y, al pasar bajo la luz, vi manos blancas, pelo ondulado y caras también blancas que hacían muecas, gesticulaban, hablaban. Con ellos iba Brett. Estaba muy atractiva y encajaba a la perfección en el grupo.

Uno de ellos vio a Georgette y dijo:

—Eso sí que es una auténtica fulana, lo juro. Voy a bailar con ella, Lett. Tú mírame bien.

El alto y moreno llamado Lett dijo:

—No hagas tonterías.

El rubio de pelo ondulado contestó:

—No te preocupes, querido.

Y con esa gente iba Brett…

Yo estaba muy irritado. Fuera en las circunstancias que fuera, aquella clase de gente me ponía siempre de mal humor. Ya sabía que se les consideraba divertidos, y que uno ha de ser tolerante, pero tenía ganas de sacudir a uno, no importaba cuál, de hacer cualquier cosa para acabar con aquel airecillo de superioridad y aquella afectación acompañada de una sonrisa bobalicona. Pero me fui calle abajo y tomé una cerveza en la barra del bar siguiente. La cerveza no era nada buena y, para quitarme el mal gusto de la boca, me bebí un coñac todavía peor. Cuando volví al bar, había una aglomeración en la pista y Georgette estaba con el mozalbete alto y rubio, que bailaba con gran meneo de caderas, la cabeza inclinada hacia un lado y los ojos en blanco. Tan pronto como cesó la música, otro chico pidió a Georgette que bailara con él. La habían acaparado. Adiviné entonces que todos iban a bailar con ella; son así.

Me senté a una mesa en la que estaba Cohn. Frances bailaba. La señora Braddocks trajo a un individuo al que presentó con el nombre de Robert Prentis. Era de Nueva York, pasando por Chicago. Era un novelista nuevo que empezaba a hacer carrera. Tenía una especie de acento inglés.

Le dije que tomara un trago.

—Muchas gracias —dijo—; acabo de hacerlo.

—Tome otro.

—Bueno; gracias, pues.

Hicimos acercar a la hija de la casa y pedimos un fine à l’eau para cada uno.

—Me han dicho que es usted de Kansas City —dijo él.

—Sí.

—¿Se divierte en París?

—Sí.

—¿De veras?

Yo estaba un poco achispado. No borracho en el pleno sentido de la palabra, pero sí lo suficiente para mostrarme descortés.

—¡Por el amor de Dios! —dije—. ¡Sí! ¿Usted no?

—¡Oh, con qué gracia se enfada usted! —dijo él—. Desearía tener este don.

Me levanté y fui hacia la pista. La señora Braddocks me siguió:

—No se enfade con Robert —dijo—; es todavía un chiquillo.

—No estaba enfadado —respondí—. Lo que pasó fue que creí por un momento que iba a vomitar.

La señora Braddocks miró hacia la pista, donde Georgette bailaba con el individuo alto y moreno llamado Lett.

—Su novia tiene un gran éxito.

—¿Verdad que sí?

—¡Y tanto! —dijo la señora Braddocks.

Apareció Cohn:

—¡Anda, Jake, toma un trago!

Nos dirigimos al bar.

—¿Qué te pasa? —preguntó—. Parece que algo te haya agitado tremendamente.

—No me pasa nada. Todo ese espectáculo me pone enfermo, eso es todo.

Brett se acercó a la barra.

—¡Hola, chicos!

—¡Hola, Brett! —dije yo—. ¿Cómo es que no estás trompa?

—No me volveré a emborrachar nunca más. Oye, ¿es que no invitas a una amiga a un brandy con soda?

Se quedó de pie, con el vaso en la mano, y observé que Robert Cohn la miraba. Seguramente era aquélla la cara que debió de poner su compatriota al contemplar la tierra prometida. Cohn era, por supuesto, mucho más joven, pero tenía la misma mirada de ávida y merecida esperanza.

Brett estaba endiabladamente atractiva. Llevaba un suéter, una falda de tweed y el pelo cepillado hacia atrás, como un chico. Era de las que pusieron eso de moda. Estaba toda hecha de curvas, como el casco de un yate de carreras, y con aquel jersey de lana no pasaba inadvertida ni una sola de ellas.

—Estás con un rebaño verdaderamente selecto, Brett —dije.

—¿Verdad que son encantadores? Pues tú no te quedas corto, querido. ¿Dónde has encontrado eso?

—En el Napolitain.

—¿No has pasado una noche agradable?

—¡Oh, no tiene precio! —contesté.

Brett se echó a reír.

—Eso no está bien de tu parte, Jake. Es un insulto para todos nosotros. Mira a Frances, y a Jo.

Lo último iba dirigido a Cohn.

—Es algo perjudicial para el negocio —continuó Brett riéndose de nuevo.

—Estás admirablemente serena —dije.

—¿Verdad que sí? Además, cuando se está con el rebaño con el que voy, ¡puede una beber con tanta tranquilidad!

Volvió a empezar la música y Robert Cohn dijo:

—¿Quiere bailar éste conmigo, lady Brett?

Brett le sonrió:

—He prometido bailarlo con Jacob.

Se rió.

—Tienes un condenado nombre bíblico, Jake.

—¿Y qué hay del próximo? —preguntó Cohn.

—Nos vamos —contestó Brett—. Tenemos una cita en Montmartre.

Mientras bailábamos miré por encima del hombro de Brett y vi que Cohn la miraba todavía desde la barra.

—Has hecho otra conquista —le dije.

—No me hables de eso. ¡Pobre tipo! No me he dado cuenta hasta este mismo instante.

—¡Oh, vamos! —dije—. Supongo que te gusta hacer colección.

—No digas idioteces.

—¡Pero si es la verdad!

—Bueno, ¿y si lo es, qué?

—Nada —dije.

Bailábamos al son del acordeón, y alguien tocaba el banjo. Hacía calor y me sentía feliz. Pasamos cerca de Georgette, que bailaba con otro de aquellos individuos.

—¿Qué mosca te ha picado para traerla aquí?

—No lo sé. La he traído, y nada más.

—Te estás volviendo un buen romántico.

—No, un aburrido.

—¿Ahora?

—No, ahora no.

—Salgamos de aquí. Ella está bien acompañada.

—¿Te apetece a ti?

—¿Es que te lo pediría si no tuviera ganas?

Abandonamos la pista. Cogí la chaqueta del colgador de la pared y me la puse. Brett estaba junto a la barra y Cohn hablaba con ella. Me paré en la barra y pedí un sobre. La patrona encontró uno. Me saqué del bolsillo un billete de cincuenta francos, lo puse dentro del sobre, lo cerré y se lo entregué.

—Si la chica con la que vine pregunta por mí, le da esto —dije—. Si se va con uno de estos caballeros, ¿querrá usted guardármelo?

C’est entendu, monsieur —dijo la patrona—. ¿Se marcha ya? ¿Tan pronto?

—Sí —dije.

Nos encaminamos hacia la puerta. Cohn estaba todavía hablando con Brett. Ella le dijo buenas noches y se colgó de mi brazo.

—Buenas noches, Cohn —dije yo.

Ya en la calle, buscamos un taxi.

—Vas a perder tus cincuenta francos —dijo Brett.

—Oh, ya lo sé.

—No hay taxis.

—Podemos ir andando hasta el Panthéon y tomar uno.

—Vamos a tomar un trago en la taberna de al lado y enviemos por uno.

—¿No quieres ni atravesar la calle?

—Si puedo evitarlo, no.

Entramos en el bar de al lado y mandé a un camarero por un taxi.

—Bueno —dije—, ya estamos lejos de ellos.

Permanecimos de pie junto a la alta barra de cinc, sin hablar, mirándonos el uno al otro. El camarero vino a decir que el coche estaba fuera. Brett me apretó la mano con fuerza. Di un franco al camarero y salimos.

—¿Adónde le digo? —pregunté.

—Dile que vaya por ahí, es igual.

Dije al conductor que fuera al Parc Montsouris, entré y cerré la puerta. Brett estaba recostada en la esquina, con los ojos cerrados. Entré y me senté junto a ella. El coche se puso en marcha con una sacudida.

—¡Oh, querido, he sido tan desgraciada! —dijo Brett.

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