Fiesta

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Libro segundo » Capítulo IX

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IX

El combate de boxeo entre Ledoux y Kid Francis fue la noche del veinte de junio. Fue un buen combate. El día siguiente por la mañana, recibí una carta de Robert Cohn, escrita desde Hendaya. Decía que estaba pasando una temporada muy tranquila: se bañaba, jugaba un poco al golf y mucho al bridge. Hendaya era una playa estupenda, pero estaba ansioso de empezar la excursión de pesca. ¿Cuándo iría yo? Si le compraba un sedal de dos hebras me lo pagaría cuando llegara.

Aquella misma mañana, desde la oficina, escribí a Cohn que Bill y yo nos marcharíamos de París el 25, a no ser que le telegrafiara volviéndome atrás, y que nos encontraríamos en Bayona; allí tomaríamos un autobús que cruzaba las montañas y que nos llevaría hasta Pamplona. El mismo día por la tarde, hacia las siete, me detuve en el Select para ver a Michael y a Brett. Como no estaban allí, me fui al Dingo, donde los encontré sentados a la barra.

—Hola, querido —dijo Brett.

—Hola, Jake —dijo Mike—. Ya me doy cuenta de que ayer por la noche estaba borracho.

—¡Vaya si lo estabas! —dijo Brett—. ¡Qué asunto tan vergonzoso!

—Oye, ¿cuándo te vas a España? —preguntó Mike—. ¿Te importaría que fuéramos contigo?

—Sería estupendo.

—¿De veras no te importaría? Yo ya he estado en Pamplona, pero Brett tiene unas ganas locas de ir. ¿Seguro que no seríamos un estorbo?

—No digas estupideces.

—Estoy un poco bebido, ¿sabes? No te lo preguntaría de esta forma si no lo estuviera. ¿Seguro que no te importa?

—¡Oh, cállate, Michael! —dijo Brett—. ¿Cómo va el hombre a decir ahora que le molesta? Pregúntaselo más adelante.

—Pero a ti no te importa, ¿verdad?

—No me lo preguntes otra vez si no quieres hacerme poner de mal humor. Bill y yo marchamos el 25 por la mañana.

—Por cierto, ¿dónde está Bill? —preguntó Brett.

—Cena con una gente en Chantilly.

—Es un buen chico.

—Un chico espléndido —dijo Mike—. Vaya si lo es.

—Tú no te acuerdas de él.

—Sí que me acuerdo. Le recuerdo perfectamente. Oye, Jake, nosotros nos iremos el 25 por la noche. Brett no es capaz de levantarse por la mañana.

—¡Por supuesto que no!

—Si nuestro dinero llega, y si es seguro que a ti no te importa.

—Sí que va a llegar. Yo me ocuparé de eso.

—Dime qué equipo tengo que enviar a buscar.

—Compra dos o tres cañas con carretes, sedales y algunas moscas.

—Yo no voy a pescar —dijo Brett interviniendo.

—Entonces compra dos cañas; así Bill no tendrá que comprar ninguna.

—Bueno —dijo Mike—, enviaré un telegrama al administrador.

—¿Verdad que será magnífico? —dijo Brett—. ¡España! ¡Qué bien lo vamos a pasar!

—¿En qué cae el 25?

—En sábado.

—Tendremos que prepararnos ya.

—Oye —dijo Mike—, voy a la barbería.

—Yo tengo que bañarme —dijo Brett—. Ven conmigo hasta el hotel, Jake. Sé buen chico.

—Tenemos el más adorable de los hoteles —dijo Mike—. Creo que es un burdel.

—Cuando llegamos, dejamos las maletas aquí, en el Dingo, y en el hotel nos preguntaron si queríamos una habitación sólo para la tarde. Parecieron tremendamente complacidos cuando dijimos que íbamos a quedarnos durante toda la noche.

—Yo creo que es un burdel —dijo Mike—. Y tendría que saberlo con exactitud.

—¡Oh, calla y ve a cortarte el pelo!

Mike se fue y Brett y yo seguimos sentados a la barra.

—¿Tomamos otro?

—Bueno…

—Lo necesitaba —dijo Brett.

Subimos andando por la Rue Delambre.

—No te había visto desde mi regreso —dijo Brett.

—No.

—¿Cómo estás, Jake?

—Bien.

Brett me miró y dijo:

—Oye, ¿va a venir Robert Cohn a esta excursión?

—Sí. ¿Por qué?

—¿No crees que será un poco duro para él?

—¿Por qué va a serlo?

—¿Con quién crees que me fui a San Sebastián?

—Mi enhorabuena —dije.

Seguimos andando.

—¿Por qué has dicho eso?

—No lo sé. ¿Qué querías que dijera?

Seguimos andando y doblamos una esquina.

—Y se portó bastante bien. Está un poco desanimado.

—¿Sí?

—Pensé que eso le haría bien.

—Podrías ocuparte en la asistencia social.

—No te pongas desagradable.

—No tengo ninguna intención de serlo.

—¿De veras no lo sabías?

—No —contesté—. Supongo que es porque no se me ocurrió la idea.

—¿Crees que será demasiado duro para él?

—Eso es cosa suya —dije—. Dile que vas. Siempre le queda la posibilidad de no ir.

—Le escribiré para darle una oportunidad de librarse de este asunto.

No volví a ver a Brett hasta la noche del 24 de junio.

—¿Has tenido noticias de Cohn?

—¡Y tanto! Está loco con el plan.

—¡Dios mío!

—Sí, yo también lo he encontrado un poco raro. Dice que no va a ser capaz de resistir la espera.

—¿Piensa que vas a ir sola?

—No. Le conté que iríamos todos juntos. Michael y todos los demás.

—Es un chico estupendo.

—¿Verdad que sí?

Esperaban su dinero para el día siguiente. Quedamos en que nos encontraríamos en Pamplona. Ellos iban a ir directamente a San Sebastián, y allí tomarían el tren. En Pamplona, nos encontraríamos todos en el Montoya. Si no habían aparecido el lunes a más tardar, nosotros continuaríamos hacia Burguete, en las montañas, para empezar la pesca. Había un autocar que iba a Burguete. Les hice un itinerario para que pudieran seguirnos.

Bill y yo tomamos el tren de la mañana en la Gare d’Orsay. Hacía un día espléndido sin excesivo calor, y desde el momento de la salida el paisaje era precioso. Fuimos al vagón restaurante y desayunamos. Al marcharnos le pedí al encargado tickets para el primer servicio.

—No queda nada hasta el quinto.

—¿Qué quiere decir esto?

Había sólo dos turnos para almorzar en ese tren, y siempre se encontraba en ambos todo el sitio que se quería.

—Están todas las plazas reservadas —dijo el encargado del restaurante—. Habrá un quinto servicio a las tres treinta.

—Esto se pone feo —le dije a Bill.

—Dale diez francos.

—Oiga —dije—, queremos comer en el primer turno.

El empleado se metió los diez francos en el bolsillo.

—Gracias —dijo—. Yo aconsejaría a los señores que tomaran unos bocadillos. Todas las plazas para los cuatro primeros turnos fueron reservadas en la oficina de la compañía.

—Tú harás carrera, hermano —le dijo Bill en inglés—. Supongo que si te hubiéramos dado cinco francos nos hubieras aconsejado que saltáramos del tren.

Comment?

—¡Vete al diablo! —dijo Bill—. Haz que preparen los bocadillos y una botella de vino. Díselo tú, Jake.

—Y mándelos al vagón de al lado —dije yo explicándole dónde estábamos.

En nuestro compartimiento había un hombre con su mujer y un hijo pequeño.

—Supongo que son ustedes americanos, ¿verdad? —preguntó el hombre—. ¿Va bien el viaje?

—Magníficamente —dijo Bill.

—Eso es lo que uno ha de hacer; viajar mientras es joven. Mamá y yo queríamos siempre pasar el océano, pero hemos tenido que esperar un poco.

—Hubieras podido venir hace diez años, si hubieras querido —dijo su mujer—. Pero siempre decías: «¡Hay que conocer América, primero!» Y hay que decir que hemos visto muchas cosas, se tome en el sentido que se tome.

—Este tren está lleno de americanos —dijo el marido—. Hay siete vagones. Vienen de Dayton, en Ohio; han ido en peregrinación a Roma y ahora van a Biarritz y a Lourdes.

—¡Vaya, de modo que son peregrinos! ¡Condenados puritanos…! —dijo Bill.

—¿De qué parte de Estados Unidos son ustedes?

—Yo de Kansas City —dije—. Él es de Chicago.

—¿Van los dos a Biarritz?

—No. Vamos a España a pescar.

—Por lo que a mí respecta, nunca me ha gustado la pesca. Sin embargo, en la región de donde yo procedo hay muchos que se dedican a ello. En el estado de Montana tenemos algunos lugares estupendos. Yo he salido a pescar con los amigos, pero nunca me interesé.

—¡Sí! ¡Vaya pesca hiciste en esas excursiones!

Él nos guiñó un ojo.

—Ya saben cómo son las señoras. Si vamos acompañados de un botijo o de una caja de cervezas, ya piensan en el infierno y la condenación.

—Así son los hombres —nos dijo su mujer alisándose la cómoda falda—. Voté contra la prohibición para complacerle a él y porque a mí me gusta tener un poco de cerveza en casa; y ahora habla de esa forma. Lo extraño es que encuentren siempre a alguien que se case con ellos.

—Oigan —dijo Bill—, ¿saben que esta pandilla de peregrinos han acaparado el vagón restaurante hasta las tres y media de la tarde?

—¿Qué quiere usted decir? ¡No pueden hacer una cosa así…!

—Pues traten de conseguir plazas.

—Bueno, mamá; por lo que parece, es mejor que vayamos a tomar otro desayuno.

Ella se levantó y se arregló el traje.

—¿Querrán echar una ojeada a nuestras cosas, chicos? Vamos, Hubert.

Se fueron los tres al vagón restaurante. Al cabo de poco rato de haberse marchado, pasó un camarero anunciando el primer turno, y los peregrinos, acompañados de sus curas, empezaron a avanzar en fila india por el corredor. Nuestro amigo y su familia no volvieron. Un camarero pasó por el corredor con nuestros bocadillos y una botella de Chablis; le llamamos.

—Va a tener que trabajar hoy —dije.

Hizo con la cabeza un gesto afirmativo:

—Empiezan ahora, a las diez treinta.

—¿Cuándo vamos a comer nosotros?

—¿Y yo, cuándo?

Dejó dos vasos para el vino; le pagamos los bocadillos y le dimos propina.

—Vendré a recoger las bandejas —dijo—; o, si no, las traen ustedes.

Comimos los bocadillos, bebimos el Chablis y contemplamos el paisaje por la ventanilla. El trigo empezaba justamente a madurar, los campos estaban llenos de amapolas, los pastos eran verdes; de vez en cuando, nos encontrábamos con grandes ríos y aparecía a lo lejos, en medio de los hermosos árboles, algún château.

En Tours nos apeamos y compramos otra botella de vino; cuando volvimos al compartimiento, encontramos al caballero de Montana, a su mujer y a su hijo Hubert cómodamente sentados.

—¿Se puede nadar bien en Biarritz? —preguntó Hubert.

—Ese chico no va a sosegar hasta que se meta en el agua. Para las criaturas es pesado viajar.

—Sí, se puede nadar bien —dije yo—. Pero es peligroso cuando hay mala mar.

—¿Consiguieron ustedes comer? —preguntó Bill.

—¡Vaya si lo hicimos! Nos plantamos allí precisamente cuando ellos empezaban a entrar y debieron de pensar simplemente que éramos del grupo. Uno de los camareros nos dijo algo en francés y luego se limitaron a mandar fuera a tres de los que habían entrado.

—Pensaron que éramos unos frescos, señores —dijo el hombre—. Eso demuestra el poder de la Iglesia católica. Es una lástima que no sean católicos, chicos. Hubieran podido conseguir fácilmente el almuerzo.

—Es que yo lo soy —dije—. Eso es lo que me pone de mal humor.

Al fin, a las cuatro y cuarto, almorzamos. En los últimos momentos Bill se había puesto bastante difícil, e importunó a un cura que regresaba con una de las riadas de peregrinos:

—¿Cuándo nos tocará comer a los protestantes, padre?

—No sé nada de eso. ¿No tienen ustedes tickets?

—Eso es suficiente para impulsar a un hombre a afiliarse al Ku-Klux-Klan —dijo Bill.

El cura le miró otra vez.

En el vagón restaurante, los camareros servían la quinta comida consecutiva. El camarero que nos atendió estaba completamente empapado de sudor. Debajo de los brazos, su chaqueta blanca era de color púrpura.

—Debe de beber mucho vino.

—O llevar camisetas de color púrpura.

—Vamos a preguntárselo.

—No. Está demasiado cansado.

El tren se detuvo media hora en Burdeos y salimos a estirar las piernas por la estación; no había tiempo para entrar en la ciudad. Luego atravesamos las Landas y vimos cómo el sol se ponía. Surcando los pinares había grandes claros ocasionados por el fuego, que parecían caminos, y mirando hacia arriba, al final de ellos, se veían colinas boscosas; hacia las siete y media cenamos, contemplando el paisaje por la ventana abierta del comedor. Era un país de pinares, arenoso y lleno de brezos. Había pequeños claros con casas, y de vez en cuando pasábamos ante un aserradero. Se hizo de noche, pero notábamos la tierra caliente, arenosa y oscura que estaba afuera, tras la ventana, a pesar de no verla. Hacia las nueve, entramos en Bayona. Estrechamos las manos de todos: el hombre, su mujer y Hubert. Ellos continuaban hasta La Negresse, donde cambiarían de tren para Biarritz.

—Bueno, espero que tengan ustedes mucha suerte.

—Tengan cuidado con esas corridas de toros.

—A lo mejor nos veremos en Biarritz —dijo Hubert.

Nos apeamos con las maletas y los estuches de las cañas de pescar, atravesamos la oscura estación y nos dirigimos hacia las luces y la hilera de cupés y autocares de los hoteles. Allí, con los agentes de hotel, estaba Robert Cohn. Al principio no nos veía; luego avanzó hacia nosotros.

—Hola, Jake. ¿Habéis tenido buen viaje?

—Excelente —contesté—. Éste es Bill Gorton.

—¿Qué tal?

—Vamos —dijo Robert—, tengo un coche.

No me había dado cuenta de que era un poco corto de vista hasta aquel momento; estaba mirando a Bill y trataba de hacerse una idea de él. Además, estaba cohibido.

—Iremos a mi hotel. Está muy bien. Es muy agradable.

Subimos al coche. El cochero colocó las maletas en el pescante, trepó, hizo restallar el látigo y, después de pasar el oscuro puente, entramos en la ciudad.

—Me alegro muchísimo de conocerle —dijo Robert a Bill—. Jake me ha hablado mucho de usted, y he leído sus libros. ¿Me has comprado el sedal, Jake?

El coche paró frente al hotel; bajamos todos y entramos. Era un hotel acogedor, y la gente del mostrador era muy simpática. Nos dieron a cada uno de nosotros una habitación pequeña y cómoda.

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