Fiesta

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Libro segundo » Capítulo X

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X

A la mañana siguiente hacía un día radiante, estaban regando las calles y desayunamos los tres en un café. Bayona es una ciudad muy bonita; es como una ciudad española muy limpia, y está junto a un gran río. A pesar de ser tan temprano, en el puente que cruza el río hacía ya mucho calor. Fuimos hasta el otro lado del puente y luego dimos un paseo por la ciudad.

Como no era nada seguro que las cañas de Mike llegaran de Escocia a tiempo, fuimos en busca de una tienda de material deportivo, y al final compramos una caña para Bill, en un primer piso, encima de una tienda de lencería. El hombre que se ocupaba de la tienda había salido y tuvimos que esperar a que volviera. Por fin se presentó, y compramos una caña barata y muy buena y dos redes.

Al salir de nuevo a la calle, echamos un vistazo a la catedral. Cohn observó que era una muestra excelente de eso o lo de más allá, no recuerdo qué. Me pareció una bonita catedral; bonita y oscura, como las iglesias españolas. Luego subimos hasta más allá del viejo fuerte y seguimos hasta la oficina local del Syndicat d’Initiative, de donde suponíamos que salía el autocar. Nos dijeron que el servicio de autocares no empezaba hasta el primero de julio. En la oficina de turismo averiguamos cuánto deberíamos pagar por un coche que nos llevara hasta Pamplona, y alquilamos uno por cuatrocientos francos, en un gran garaje situado en la misma esquina del Teatro Municipal. El coche iba a pasar a recogernos al hotel dentro de cuarenta minutos, y nos paramos a beber una cerveza en la plaza, en el mismo café en el que habíamos desayunado. Hacía calor, pero la ciudad tenía la fragancia, frescor y lozanía de las primeras horas matinales y resultaba agradable estar sentado en el café. Empezó a soplar la brisa; se notaba que venía del mar. En la plaza había palomas y las casas eran de color amarillo, desecado por el sol. Hubiese querido quedarme en el café. Pero teníamos que ir al hotel para hacer las maletas y pagar la cuenta. Decidimos a suertes quién pagaría las cervezas y creo que le tocó a Cohn; pagamos y nos fuimos al hotel. A Bill y a mí nos costó sólo dieciséis francos por cabeza, incluido el diez por ciento del servicio. Encargamos que nos llevaran las maletas abajo y esperamos a Robert Cohn. Mientras aguardábamos, vi en el parquet una cucaracha que debía de tener por lo menos tres pulgadas de largo. Se la mostré a Bill y luego le puse el zapato encima. Estuvimos de acuerdo en que, seguramente, acababa de entrar del jardín; el hotel era, en realidad, terriblemente limpio.

Cohn bajó al fin y nos dirigimos todos al coche. Era un gran coche cerrado. El chófer llevaba un guardapolvo blanco con cuello y puños azules. Le dijimos que bajara la capota. Apiló las maletas y nos pusimos en marcha, calle arriba, hasta salir de la ciudad. Después de pasar por algunos jardines preciosos y de contemplar una buena panorámica de la ciudad al volver la vista atrás, salimos a campo abierto. El paisaje era verde y ondulante y la carretera siempre cuesta arriba. Dejamos atrás a muchos vascos que iban carretera adelante con carros arrastrados por bueyes u otros animales, y pasamos junto a hermosas granjas de techo bajo, totalmente enjalbegadas. En el País Vasco toda la tierra parecía muy rica y muy verde, y las casas y aldeas acomodadas y limpias. Cada aldea tenía su frontón, y en algunos de ellos había chiquillos que jugaban a pleno sol. En las paredes de las iglesias había letreros con la prohibición de utilizarlas para jugar a pelota, y las casas de los pueblos tenían tejados de tejas rojas. Luego la carretera se desvió, y empezó a ascender y nos encaramamos por la ladera de un cerro, con un valle abajo y colinas que se extendían por detrás, alejándose en dirección al mar. El mar no llegaba a divisarse; estaba demasiado lejos. Uno sabía dónde se hallaba, pero lo único que veía eran colinas y más colinas.

Cruzamos la frontera española. Había un riachuelo y un puente, con carabineros españoles con tricornio de charol y fusil corto a la espalda, a un lado, y franceses gordos con quepis y bigotes, al otro. Sólo abrieron una maleta: nos cogieron los pasaportes y los miraron. A cada lado de la línea fronteriza había una tienda donde se vendía de todo y una posada. El chófer tuvo que entrar a llenar unos papeles acerca del coche y nosotros salimos y nos acercamos al arroyo para ver si había alguna trucha. Bill intentó hablar español con uno de los carabineros, pero la cosa no salió muy bien. Robert Cohn, señalando con el dedo, preguntó si había truchas en el río y el carabinero dijo que alguna sí, pero no muchas.

Le pregunté si había pescado alguna vez y respondió que no, que no le interesaba.

En aquel momento, un viejo de pelo y barba largos y quemados por el sol, vestido con ropas que parecían hechas de saco, avanzó a grandes zancadas hacia el puente. Iba con un largo bastón y llevaba a la espalda un cabrito atado por las cuatro patas y con la cabeza colgando.

El carabinero le hizo señas con el sable de que volviera atrás. El hombre dio media vuelta sin decir nada y emprendió de nuevo la marcha por la blanca carretera de España.

—¿Qué ocurre con el viejo?

—No tiene pasaporte.

Ofrecí un cigarrillo al guardia. Lo cogió y me dio las gracias.

—¿Qué va a hacer? —pregunté.

El guardia escupió en el polvo.

—Oh, no tiene más que vadear el torrente.

—¿Hay mucho contrabando?

—Oh, ya consiguen pasar, ya…

El chófer salió; dobló los papeles y se los metió en el bolsillo interior de la chaqueta. Subimos todos al coche y éste se puso en marcha por la carretera española, blanca de polvo. Durante un rato, el paisaje fue casi el mismo de antes; luego, siempre subiendo por una carretera que se enroscaba sobre sí misma, llegamos a lo más alto de un paso, y nos encontramos realmente en España. Había hileras de montañas pardas con algunos pinos y, a lo lejos, en algunas de las laderas, bosques de hayas. La carretera recorrió la cima del paso y luego descendió; el chófer tuvo que tocar la bocina, aminorar la marcha y desviarse para no atropellar a dos asnos que dormían en medio de la carretera. Siempre bajando, salimos de las montañas y atravesamos un encinar en el que pastaba ganado blanco. Más abajo había llanos cubiertos de hierba y arroyos de agua transparente; cruzamos uno, atravesamos un pueblecito sombrío y empezamos a trepar otra vez. Sube que subirás, franqueamos otro alto paso, lo atravesamos y la carretera volvió a bajar hacia la derecha; a lo lejos, al sur, apareció una nueva alineación de montañas, todas pardas, que parecían calcinadas y tenían surcos de formas raras.

Después de un rato salimos de las montañas; la carretera estaba bordeada de árboles y había un riachuelo y campos de trigo maduro; la carretera, muy blanca, siguió un rato en línea recta y luego, al subir una pequeña elevación del terreno, apareció a lo lejos, a mano izquierda, una colina con un viejo castillo rodeado de construcciones casi pegadas a él, y un campo de trigo que llegaba hasta los mismos muros y ondeaba al viento. Yo iba en el asiento delantero, al lado del chófer, y me volví; Robert Cohn dormía, pero Bill miró y asintió con la cabeza. Atravesamos una extensa llanura; a cierta distancia, a mano derecha, había un gran río que brillaba al sol por entre las dos hileras de árboles que lo bordeaban, y a lo lejos, levantándose sobre el llano, se divisaba la altiplanicie de Pamplona, con las murallas de la ciudad vieja, la gran catedral parda y la escarpada silueta de las otras iglesias recortándose contra el cielo. Detrás de la altiplanicie había montañas; las había por todos lados, adondequiera que uno mirara.

Ante nosotros, la carretera se extendía, blanca, a través de la llanura, en dirección a Pamplona.

Entramos en la ciudad por el otro lado de la meseta. La carretera era empinada y polvorienta, con dos hileras de árboles para dar sombra; luego, al entrar en la parte nueva de la ciudad, construida fuera de las viejas murallas, se aplanó. Pasamos por delante de la plaza de toros, alta y blanca; a la luz del sol, parecía hecha de hormigón. Luego tomamos una calle secundaria que nos dejó en la gran plaza, y paramos delante del Hotel Montoya.

El chófer nos ayudó a bajar las maletas. Había una turba de chiquillos que contemplaban el coche; hacía calor, los árboles eran verdes, las banderas colgaban de sus astas, y resultaba agradable apartarse del sol para refugiarse a la sombra de las arcadas que daban la vuelta a la plaza. Montoya se alegró de vernos, nos estrechó la mano y nos dio unas buenas habitaciones con vistas a la plaza. Nos lavamos, nos arreglamos y bajamos al comedor. El chófer también se quedó a comer; después le pagamos y emprendió el regreso a Bayona.

En el Montoya hay dos comedores. Uno está en el primer piso y da a la plaza. El otro está abajo, a un nivel inferior al de la plaza, y da a la calle de atrás, por la cual pasan los toros cuando, a primera hora de la mañana, recorren la ciudad, camino de la plaza. En el comedor de abajo se está siempre fresco, y nos sirvieron un estupendo almuerzo. La primera comida que hacía en España me cogía siempre de sorpresa, con sus entremeses, su plato a base de huevos, sus dos platos de carne, legumbres, ensalada, postre y fruta. Se tenía que beber mucho vino para poder tragárselo todo. Robert Cohn trató de decir que no quería el segundo plato de carne, pero nosotros no quisimos servirle de intérpretes y el camarero le trajo en su lugar otra cosa, un plato de carne fría, me parece. Cohn estaba bastante nervioso desde que nos habíamos encontrado en Bayona. No sabía si nosotros estábamos enterados de que Brett había estado con él en San Sebastián, y eso le ponía en una situación un poco embarazosa.

—Bueno —dije—, Brett y Mike tendrían que llegar esta noche.

—No estoy seguro de que vengan —dijo Cohn.

—¿Por qué no? —dijo Bill—. Claro que van a venir.

—Siempre llegan tarde —dije.

—Yo más bien creo que no van a venir —dijo Robert Cohn.

Lo dijo con un aire de superioridad que nos irritó a ambos.

—Apuesto cincuenta pesetas a que estarán aquí esta noche —dijo Bill.

Siempre apuesta cuando está encolerizado y, por lo tanto, suele hacer apuestas que son una locura.

—Acepto —dijo Cohn—. Bueno, recuérdalo, Jake: cincuenta pesetas.

—Me acordaré yo mismo —dijo Bill.

Vi que estaba sulfurado y quise calmarlo.

—Es seguro que van a llegar —dije—. Pero tal vez no esta noche.

—¿Quieres retirar la apuesta? —dijo Cohn.

—No. ¿Por qué iba a hacerlo? Puedes subir a cien, si quieres.

—Está bien. Acepto.

—Ya es bastante —intervine yo—. En otro caso tendrás que hacer un libro de apuestas y darme a mí parte de lo que ganas.

—Ya estoy satisfecho —dijo Cohn sonriendo—. Además, seguramente lo recuperarás jugando al bridge.

—Todavía no lo tiene —advirtió Bill.

Salimos y dimos la vuelta a las arcadas hasta el Iruña, para tomar café. Cohn dijo que iba a hacerse afeitar al otro lado de la plaza.

—Oye —me preguntó Bill—, ¿tengo alguna posibilidad de ganar la apuesta?

—Ni la más mínima. Jamás han llegado a ninguna parte a la hora convenida. Si el dinero no les llega, es absolutamente seguro que no estarán aquí esta noche.

—Me arrepentí nada más abrir la boca. Pero tenía que echárselo a la cara. Supongo que tenía razón, pero ¿de dónde saca esta seguridad de quien está metido en el ajo? Mike y Brett quedaron con nosotros en venir aquí.

Vi que Cohn se acercaba atravesando la plaza.

—Ahí viene.

—Sí; no le dejemos adoptar su aire judío de superioridad.

—La barbería está cerrada —dijo Cohn—. No abren hasta las cuatro.

Tomamos café en el Iruña, sentados en cómodas sillas de mimbre y mirando la gran plaza desde la fresca sombra de las arcadas. Un rato después Bill se fue a escribir unas cartas y Cohn volvió a la barbería. Como estaba todavía cerrada, decidió ir al hotel a tomar un baño; yo seguí un rato sentado delante del café y luego fui a dar un paseo por la ciudad. Hacía mucho calor, pero iba por el lado sombreado de las calles. Atravesé el mercado y pasé un buen rato visitando de nuevo la ciudad. Fui al Ayuntamiento a ver al caballero anciano que cada año me sacaba un abono para las corridas; había recibido el dinero que le envié desde París y había renovado mi suscripción, de modo que todo estaba en orden. Era el archivero, y todos los archivos de la ciudad se hallaban en su despacho. Eso no tiene nada que ver con la historia. Me contentaré con decir que su despacho tenía una puerta de bayeta verde y otra muy grande de madera, que me retiré cerrando detrás de mí ambas puertas y dejándole sentado entre los archivos que cubrían todas las paredes, y que, al salir a la calle, el portero me detuvo para cepillarme la chaqueta.

—Usted ha ido en coche —dijo.

La parte de detrás del cuello y la porción superior de los hombros estaban grises de polvo.

—Desde Bayona.

—Ya, ya —dijo—. He notado que había ido en coche al ver la forma en que estaba dispuesto el polvo.

Le di dos monedas de cobre por su amabilidad.

Al final de la calle, descubrí la catedral y me acerqué a ella. La primera vez que la vi pensé que la fachada era horrible, pero ahora me gustaba. Entré. El interior era oscuro, sombrío, con pilares que subían hasta lo más alto, y había gente que rezaba, olor a incienso y vitrales maravillosos. Me arrodillé y me puse a rezar; recé por todos aquellos que me vinieron a la memoria: por Brett, por Mike, por Bill, por Robert Cohn, por mí mismo y por todos los toreros, separadamente por los que me gustaban y luego por todos los restantes juntos; luego volví a rezar por mí y mientras lo hacía noté que me entraba sueño; entonces rogué para que las corridas fueran buenas, para que la fiesta resultara bonita y para que pescáramos algo. Me pregunté si quedaba alguna otra cosa por la que pudiera rezar y se me ocurrió que me gustaría tener dinero, de modo que me puse a rezar para que ganara mucho dinero, y luego empecé a imaginar la forma de ganarlo y, mientras pensaba en la forma de hacer dinero, me acordé del conde, me pregunté dónde podría estar y lamenté no haberlo visto más desde aquella noche en Montmartre, mientras recordaba algo divertido que Brett me había contado acerca de él. Como durante todo este tiempo estaba de rodillas y con la frente apoyada en el respaldo del banco anterior, con la intención de estar rezando, me sentí un poco avergonzado y lamenté ser tan mal católico; pero me daba cuenta de que no podía hacer nada para remediarlo, al menos por un tiempo, y tal vez nunca, aunque, de todas formas, fuera una hermosa religión y yo no deseara otra cosa que sentirme religioso; tal vez sucedería la próxima vez. Luego salí a la escalera de la catedral, de nuevo bajo el ardiente sol; el pulgar y el índice de la mano derecha estaban todavía húmedos y se secaron con el calor. El sol era ardiente y fuerte; crucé la plaza arrimándome a los edificios para tener sombra y volví al hotel por una serie de calles de segundo orden.

A la hora de la cena Robert Cohn parecía otro: había tomado un baño y se había hecho afeitar y lavar y cortar el pelo, poniéndose luego algún fijapelo para que no se le levantara. Estaba nervioso, y yo, por mi parte, no traté en absoluto de ayudarle. El tren de San Sebastián tenía que llegar a las nueve y, en el caso de que Brett y Mike vinieran, llegarían en él. A las nueve menos veinte no estábamos ni a media cena. Robert Cohn se levantó de la mesa y dijo que iba a ir a la estación. Yo dije que le acompañaría, con el único propósito de hacerle la pascua. Bill exclamó que malditas las ganas que tenía de dejar su cena. Le dije que estaríamos de vuelta en seguida.

Fuimos hacia la estación. Yo gozaba con el nerviosismo de Cohn. Esperaba que Brett estaría en el tren. Al llegar a la estación, el tren llevaba retraso; nos sentamos en una carretilla para equipajes y esperamos fuera, en la oscuridad. No había visto nunca en la vida civil un hombre tan nervioso como Robert Cohn…, ni tampoco tan impaciente. Yo disfrutaba con ello. Era algo ruin alegrarse de una cosa así, pero es que me sentía ruin. Cohn tenía la maravillosa cualidad de sacar a la luz lo peor de cada persona.

Al cabo de un rato oímos el silbido del tren, abajo, a lo lejos, al otro lado de la meseta, y luego vimos la luz delantera mientras subía cuesta arriba. Entramos en la estación y aguardamos de pie detrás de la reja, junto con un montón de gente; el tren entró, se paró y todos los que bajaban empezaron a cruzar la reja para salir.

No estaban entre la gente que llegó. Esperamos hasta que todo el mundo hubo pasado y salido de la estación para meterse en los autocares, coger un coche de caballos o ir andando por la oscuridad hasta la ciudad, en compañía de amigos o familiares.

—Sabía que no iban a venir —dijo Robert mientras volvíamos hacia el hotel.

—Yo pensaba que tal vez sí.

Cuando llegamos, Bill estaba comiendo la fruta y acabando una botella de vino.

—No han llegado, ¿eh?

—No.

—¿Te importa que te dé esas cien pesetas por la mañana, Cohn? —preguntó Bill—. Todavía no he cambiado el dinero.

—Oh, olvídate de eso —dijo Robert Cohn—. Apostemos sobre otra cosa. ¿Se pueden hacer apuestas con las corridas de toros?

—Sí —dijo Bill—, pero no es necesario.

—Sería como apostar acerca de la guerra —dije yo—. No es necesario que haya un interés económico.

—Tengo curiosidad por verlas —dijo Robert.

Montoya se acercó a nuestra mesa. Tenía un telegrama en la mano.

—Es para usted —me dijo mientras me lo entregaba.

Decía: «PASAMOS NOCHE SAN SEBASTIAN».

—Es de ellos —dije.

Me lo puse en el bolsillo. Ordinariamente se lo hubiera tendido.

—Se han detenido en San Sebastián. Os envían recuerdos.

No sé qué me impulsaba a pincharlo de aquella forma. O, mejor dicho, sí que lo sabía. Estaba ciega e imperdonablemente celoso de lo que había ocurrido. Que lo tomara como algo de cajón, no alteraba en nada el hecho. Realmente, le odiaba de veras. Creo que no lo había odiado hasta que, durante la comida, adoptó por un momento aquel tonillo de superioridad. Sí, entonces y cuando pasó por todas aquellas sesiones de barbería. De modo que me metí el telegrama en el bolsillo. De todas formas, iba dirigido a mi nombre.

—En fin —dije—, tenemos que salir en el autobús de mediodía para Burguete. Si llegan mañana por la noche, pueden seguirnos.

Llegaban sólo dos trenes de San Sebastián, uno a primera hora de la mañana y el que acabábamos de ir a esperar.

—Parece una buena idea —dijo Cohn.

—Cuanto más pronto lleguemos al torrente, mejor.

Nos sentamos un rato en el Iruña a tomar café y luego dimos un paseo hasta la plaza de toros, atravesamos el descampado, llegamos hasta los árboles que hay al borde del risco y miramos hacia abajo, en dirección al río, en la oscuridad. Yo me retiré temprano. Bill y Cohn se quedaron en el café hasta bastante tarde, me parece, puesto que ya dormía cuando regresaron.

Por la mañana compré tres billetes para el autocar que iba a Burguete. En el horario ponía que partía a las dos. No había ninguno más temprano. Estaba sentado en el Iruña leyendo los periódicos cuando vi que Robert Cohn atravesaba la plaza. Se acercó a la mesa y se sentó en una de las sillas de mimbre.

—Se está cómodo en este café —dijo—. ¿Has pasado buena noche, Jake?

—He dormido como un tronco.

—Yo no he dormido muy bien. Además, Bill y yo estuvimos fuera hasta muy tarde.

—¿Dónde estuvisteis?

—Aquí. Y cuando cerraron fuimos a ese café del otro lado de la plaza. El viejo que hay allí habla alemán e inglés.

—El Café Suizo.

—Eso es. Parecía un tipo muy simpático. Creo que es un café mejor que éste.

—De día no es tan bueno —dije—. Hace demasiado calor. Por cierto, he cogido los billetes para el autocar.

—Yo no voy a ir hoy. Bill y tú podéis ir delante.

—Pero tengo tu billete.

—Dámelo. Me devolverán el dinero.

—Son cinco pesetas.

Robert Cohn sacó una moneda de plata de cinco pesetas y me la entregó.

—Tengo que quedarme —dijo—. Mira, tengo miedo de que haya habido algún malentendido.

—Vaya —dije—, pues si empiezan a asistir a fiestas en San Sebastián no llegarán aquí hasta dentro de tres o cuatro días.

—Se trata de eso, precisamente —dijo Robert—. Tengo miedo de que me esperaran en San Sebastián y de que éste fuera el motivo por el que se quedaron allí.

—¿Y por qué crees eso?

—Bueno, es que escribí a Brett para sugerírselo.

—¿Por qué diablos no te quedaste allí a esperarlos, entonces? —empecé a decir yo.

Pero me interrumpí. Creí que esta idea se le ocurriría a él mismo; sin embargo, me parece que no le pasó nunca por la cabeza.

Ahora se ponía en plan confidencial y estaba contento de poder hablar, con la seguridad de que yo sabía que había algo entre él y Brett.

—Bueno, Bill y yo vamos a irnos inmediatamente después de la comida —dije.

—Me gustaría poder. Hemos estado esperando esta partida de pesca durante todo el invierno —se estaba poniendo sentimental con el tema—. Pero debo quedarme. Realmente, debo quedarme. Cuando lleguen, los llevaré en seguida allí arriba.

—Vamos a buscar a Bill.

—Quiero ir a la barbería.

—Nos veremos a la hora de comer.

Encontré a Bill en su habitación. Se estaba afeitando.

—¡Ah, sí! Me habló de todo eso la noche pasada —dijo Bill—. Estuvo estupendo con sus pequeñas confidencias. Me dijo que tenía una cita con Brett en San Sebastián.

—¡Ese mentiroso hijo de puta!

—¡No, por favor! —dijo Bill—. No te irrites. No te irrites en esta etapa del viaje. Por cierto, ¿cómo pudiste llegar a conocer a este tipo?

—No sigas machacando con el tema.

Bill, a medio afeitar, me echó una mirada y luego continuó hablando ante el espejo, mientras se enjabonaba la cara.

—¿Verdad que el invierno pasado, en Nueva York, me lo enviaste con una carta de recomendación? A Dios gracias, soy un hombre que viaja. ¿No tienes más amigos judíos para traértelos adonde vayas?

Se frotó la barbilla con el pulgar, se la miró y se puso de nuevo a afeitarse.

—Pues lo que es tú, tienes algunos que son una delicia.

—Oh, sí. Tengo algunas alhajas. Pero no hay ninguno de la categoría de este Robert Cohn. Lo curioso es que, por otra parte, es simpático. Me cae bien.

Sólo que es tan horrible…

—Puede ser tremendamente simpático.

—Ya lo sé. Eso es lo más terrible.

Reí.

—Sí, tú ve riendo —dijo Bill—. No estuviste con él hasta las dos de la madrugada.

—¿Estuvo muy insoportable?

—Estuvo horrible. Por cierto, ¿qué es toda esta historia acerca de él y Brett? ¿Ha tenido algo que ver con él?

Levantó la barbilla y tiró de ella hacia un lado y hacia el otro.

—Por supuesto que sí. Se fue con él a San Sebastián.

—¡Qué locura! ¿Por qué hizo eso?

—Quería marcharse de la ciudad y no podía ir a ningún sitio sola. Dijo que creía que a él le haría bien.

—¡Qué locuras llega a hacer la gente! ¿Por qué no se largó con alguien de su ambiente? ¿O contigo? —pasó rápidamente sobre esta insinuación—, ¿o conmigo? ¿Por qué no conmigo?

Se miró atentamente la cara en el espejo, se untó bien de jabón los dos pómulos y continuó:

—Es una cara honrada. Una cara en compañía de la cual cualquier mujer estaría segura.

—Ella no la había visto nunca.

—Pues debería haberla visto. Todas las mujeres deberían verla. Es una cara que debería ser proyectada en todas las pantallas del país.

Todas las mujeres tendrían que recibir una copia de esta cara al volver del altar. Todas las madres tendrían que hablar de esta cara a sus hijas. Hijo mío —dijo apuntando hacia mí con la navaja—, ve al Oeste con esta cara y te harás rico al mismo tiempo que el país.

Metió la cara dentro de la palangana, se la enjuagó con agua fría, se pasó un poco de alcohol y se miró atentamente al espejo, tirando de su largo labio superior.

—¡Señor! —dijo—, ¡qué cara tan horrible!

Miró al espejo.

—Por lo que se refiere a Robert Cohn —dijo Bill—, me da náuseas, se puede ir al infierno, y estoy muy contento de que se quede aquí; así no lo tendremos pescando con nosotros.

—Tienes toda la razón.

—Vamos a pescar truchas. Vamos a pescar truchas en el río Irati, y ahora vamos a emborracharnos con vino del país a la hora de comer y luego haremos un delicioso paseo en autocar.

—Anda, vamos al Iruña para empezar —propuse.

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