Fiesta

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Libro segundo » Capítulo XIV

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XIV

No sé a qué hora me fui a la cama. Recuerdo que me desnudé, me puse una bata y salí al balcón. Me daba cuenta de que estaba completamente borracho, por lo que cuando entré encendí la lamparilla de la cabecera de la cama y me puse a leer. Leía un libro de Turgueniev. Seguramente leí el mismo par de páginas varias veces. Era una de las historias de los Relatos de un cazador. Ya lo había leído antes, pero me pareció completamente nuevo. El paisaje descrito se me apareció con claridad, al mismo tiempo que se aligeraba el peso que sentía en la cabeza. Estaba muy borracho y no quería cerrar los ojos porque entonces la habitación empezaría a dar vueltas y más vueltas, mientras que, si seguía leyendo, aquella sensación desaparecería.

Oí subir a Brett y a Robert Cohn. Éste le dio las buenas noches a la puerta de su habitación y continuó subiendo hasta la suya. Oí cómo Brett entraba en la habitación de al lado. Mike estaba ya en la cama; se había retirado conmigo una hora antes. Cuando ella entró, se despertó y se pusieron a hablar. Les oí reír. Apagué la luz y traté de dormir. Ya no necesitaba seguir leyendo: podía cerrar los ojos sin que todo se pusiera a dar vueltas. Pero no podía dormir. No hay razón alguna para que las cosas le parezcan a uno distintas a oscuras y cuando hay luz. ¡Qué tontería! ¡Vaya si no la hay!

De golpe, me di cuenta de eso, y durante seis meses no dormí nunca con la luz apagada. Fue una gran idea. ¡Al diablo las mujeres! ¡Vete al infierno, Brett Ashley!

Tener amistad con una mujer es una cosa estupenda. Realmente estupenda. En primer lugar, uno tiene que estar enamorado de una mujer para que la amistad tenga una base. Había considerado a Brett como una amiga, sin tener en cuenta su opinión sobre el caso. Había obtenido algo sin dar nada a cambio, con lo que sólo había logrado retrasar la presentación de la factura. Pero la factura llegaba siempre; era una de aquellas cosas estupendas con las que uno podía siempre contar.

Pensé que lo había pagado todo de una vez, al revés de las mujeres, que pagan y pagan y vuelven a pagar. Ninguna noción de premio o castigo; simplemente, un intercambio de valores. Uno daba una cosa y recibía otra, o bien tenía que trabajar para obtenerla. De una forma u otra, uno pagaba por todas las cosas que tenían algún valor. También yo pagaba por las cosas que me habían gustado; había pasado buenos momentos. Se podía pagar de varias maneras: o enterándose de las cosas por otros, o por propia experiencia, o arriesgándose, o con dinero. Disfrutar de la vida no era más que aprender a sacar todo el partido posible del dinero que se tenía, y darse cuenta de cuándo se había logrado. Uno podía aprovechar al máximo su dinero. El mundo era un buen sitio para estos intercambios. Tenía todo el aspecto de ser una filosofía inteligente. Dentro de cinco años, pensé, me parecerá tan estúpida como cualquiera de las otras filosofías inteligentes por las que he pasado.

Sin embargo, tal vez no era cierto. Tal vez uno aprendía algo a medida que pasaban los años. No me importaba el sentido de la vida. Lo único que quería era saber cómo vivir. Tal vez si uno descubría cómo vivir podría deducir de ahí el sentido de la vida.

De todas formas, hubiese deseado que Mike no tratara a Cohn de una forma tan terrible. A Mike le sentaba mal emborracharse. En cambio a Brett le sentaba bien. Y a Bill también. Cohn no estaba nunca borracho. Cuando pasaba de cierto límite, Mike se ponía desagradable. Me gustaba ver cómo zahería a Cohn y, sin embargo, hubiese deseado que no lo hiciera, porque luego me sentía asqueado de mí mismo. La moralidad consistía en eso: en las cosas que le hacían sentirse asqueado a uno después. No, eso debía de ser la inmoralidad. Era una opinión muy amplia. ¡Qué cúmulo de idioteces podía llegar a pensar por la noche! ¡Qué asco! (Me parecía oírselo decir a Brett.) ¡Qué asco! Cuando uno estaba con ingleses adquiría el hábito de usar expresiones inglesas al pensar. El inglés hablado —al menos el de las clases altas— debía de tener menos palabras que el esquimal. Claro que yo no sabía nada del esquimal; tal vez es una lengua muy interesante. Bueno, pongamos el cherokee, aunque tampoco sabía nada sobre el cherokee. Los ingleses declinaban las frases; una misma frase podía significar cualquier cosa. Pero me gustaba, y me gustaba también su forma de hablar. Harris, por ejemplo. Aunque Harris no pertenecía a las clases altas.

Volví a encender la luz para leer. Cogí el volumen de Turgueniev. Sabía que si lo leía entonces, en el estado de hipersensibilidad mental producido por el exceso de coñac, algún día, más adelante, recordaría las aventuras con la sensación de que era a mí a quien le habían ocurrido. Nadie podría quitármelo nunca. Era otra de las cosas buenas por las que uno tenía que pagar y que luego conservaba siempre. Un poco después, al amanecer, me dormí.

Los dos días que siguieron fueron tranquilos; no hubo más peleas. La ciudad se preparaba para la fiesta. Unos obreros colocaban las vallas que cerrarían las calles laterales cuando, por la mañana, los toros, puestos en libertad, salieran de los corrales y corrieran por las calles, camino de la plaza. Los obreros cavaban hoyos y metían en ellos los maderos, cada uno de los cuales llevaba un número que indicaba su sitio. En la altiplanicie, más allá de la ciudad, unos empleados de la plaza de toros entrenaban a los caballos de los picadores; cabalgando con las piernas envaradas, los hacían galopar por los campos ásperos y calcinados por el sol que se hallaban detrás de la plaza de toros. La gran puerta de la plaza de toros estaba abierta y adentro barrían las gradas. El ruedo había sido alisado con rodillo y regado, y unos carpinteros cambiaban por otras las tablas resentidas o quebradas de la barrera. Desde el borde de la arena alisada por el rodillo, mirando hacia arriba, se veían las gradas vacías y los palcos, que unas viejas estaban barriendo.

Al exterior, las empalizadas que iban de la última calle de la ciudad a la entrada de la plaza de toros estaban ya en su sitio, formando un largo corredor por el que la multitud, perseguida por los toros, correría la mañana del día de la primera corrida de toros. Al otro lado del llano, en el lugar donde iba a celebrarse la feria de caballos y ganado, unos gitanos habían acampado bajo los árboles. Los vendedores de vino y de aguardiente estaban montando sus barracas. En una de ellas, en un letrero de tela que pendía de los tablones bajo el sol ardoroso, se anunciaba el ANÍS DEL TORO. En la gran plaza que constituía el centro de la ciudad no había aún ningún cambio. Nos sentamos en las blancas sillas de mimbre de la terraza del café y contemplamos el movimiento de los autocares: llegaban, soltaban la carga de campesinos que, procedentes de los alrededores, venían al mercado, se llenaban y partían con una remesa de campesinos con las alforjas repletas de los productos que habían comprado en la ciudad. Los altos autocares grises eran lo único que daba vida a la plaza, si se exceptúan las palomas y el hombre que regaba la gravilla de la plaza y lavaba las calles.

Al atardecer, la gente salía a pasear. Después de cenar, durante una hora, todo el mundo (las chicas guapas, los oficiales de la guarnición, toda la gente bien de la ciudad) se paseaba por la calle que formaba uno de los lados de la plaza, en tanto que las mesas de los cafés se llenaban de los parroquianos habituales.

Por las mañanas, solía sentarme en el café a leer la prensa madrileña y luego andaba por la ciudad o salía al campo. A veces Bill venía conmigo; otras, se quedaba a escribir en su habitación. Robert Cohn se pasaba la mañana estudiando castellano o tratando de conseguir que le afeitaran en la barbería. Brett y Mike no se levantaban nunca hasta mediodía. Todos juntos tomábamos el vermut en el café. Era una vida tranquila, sin borracheras. Fui un par de veces a la iglesia, una de ellas con Brett. Quería oír cómo me confesaba. Le expliqué que, además de ser imposible, no resultaba tan interesante como parecía; además, iba a ser en una lengua que ella no conocía. Cuando salimos de la iglesia encontramos a Cohn que, evidentemente, nos había seguido; sin embargo, estuvo muy ocurrente y simpático. Los tres juntos salimos a dar un paseo por el campamento de gitanos y Brett quiso que le dijeran la buenaventura.

Era una hermosa mañana, con altas nubes blancas encima de las montañas. La noche anterior había llovido un poco y en la planicie hacía fresco y se podía contemplar, además, desde ella un panorama maravilloso. Todos nos sentíamos buenos y llenos de salud; hasta llegué a sentir simpatía por Cohn. No había nada que le pudiera echar a perder a uno en un día como aquél.

Ése fue el último día antes de la fiesta.

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