Fiesta

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Libro segundo » Capítulo XV

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XV

El domingo 6 de agosto al mediodía la fiesta estalló. No hay otra forma de expresar lo que quiero decir. Durante todo el día había estado llegando gente de las afueras, pero uno no se daba cuenta porque la ciudad los asimilaba. Bajo el sol ardiente, la plaza aparecía tan tranquila como otro día cualquiera. Los campesinos estaban en las tabernas de las calles alejadas del centro, bebiendo y preparándose para la fiesta. Hacía tan poco que habían llegado de los llanos y las colinas, que tenían que acostumbrarse al cambio de valores paulatinamente. No podían pagar desde el principio los precios de los cafés. En las tabernas se daba a su dinero su justo valor. El dinero representaba todavía un determinado número de horas de trabajo o de fanegas de trigo vendidas. Luego, cuando la fiesta estuviera avanzada, no importaría el precio que pagaran ni el sitio donde compraran.

Aquel día empezaban las fiestas de San Fermín, y estaban en las tabernas de las callejuelas de segundo orden desde las primeras horas del día. Por la mañana, al dirigirme a misa a la catedral, los oí cantar a través de las puertas abiertas de las tabernas. Se estaban poniendo en forma. A misa de once había mucha gente; San Fermín es también una festividad religiosa.

Saliendo de la catedral, que estaba en la parte alta de la ciudad, bajé por una calle y subí luego por otra hasta llegar al café de la plaza. Faltaba poco para mediodía. Robert Cohn y Bill estaban sentados a una de las mesas. Las mesas de mármol y las sillas blancas de mimbre habían desaparecido, y en su lugar había mesas de hierro y sillas plegables. El café parecía un buque de guerra desmantelado tras un combate. Aquel día los camareros no le dejaban leer tranquilamente a uno toda la mañana, sin acordarse de preguntarle si quería tomar algo. Tan pronto me senté apareció uno.

—¿Qué vais a tomar? —pregunté a Bill y a Cohn.

—Jerez —dijo Cohn.

Jerez —dije yo en castellano al camarero.

Antes de que el camarero llegara con el jerez, el cohete que anunciaba el comienzo de la fiesta se elevó en la plaza. Al estallar allá en lo alto, formó un gran balón de humo encima del Teatro Gayarre, que estaba al otro lado de la plaza. Mientras contemplaba la bola de humo, que flotaba en el cielo como una granada que hubiera estallado, otro cohete subió a juntársele, esparciendo humo en medio de la radiante luz del sol. Vi el destello luminoso que produjo al estallar y apareció otra nubécula de humo. Hacia el momento en que estalló el segundo cohete, la arcada, vacía un minuto antes, estaba tan llena de gente que al camarero, que sostenía la botella por encima de su cabeza, le fue difícil atravesar la multitud y llegar hasta nuestra mesa. La gente llegaba a la plaza de todas partes, y calle abajo oímos acercarse los caramillos, los pífanos y los tambores, tocando el riau-riau. Los caramillos chillaban, redoblaban los tambores, y detrás iban grandes y chicos bailando. Cuando los que tocaban el caramillo se paraban, todos ellos se agachaban en la calle, y cuando se volvían a oír los gritos agudos de caramillos y pífanos y los golpes sordos, secos y huecos de los tambores, todos ellos saltaban por el aire bailando. En aquella masa compacta, lo único que se distinguía era el subir y bajar de las cabezas y los hombros de los que bailaban.

En la plaza un hombre, casi doblado en dos, tocaba el caramillo. Le seguía una riada de chiquillos que gritaban y le tiraban del traje. Con la chiquillería detrás, siguiendo al son de la música, pasó por delante del café y luego salió de la plaza, perdiéndose por una de las calles laterales. Al pasar ante nosotros, seguido de cerca por los niños que gritaban y le tiraban del traje, vimos su cara pálida y marcada por la viruela.

—Debe de ser el idiota del pueblo —dijo Bill—. ¡Dios mío! ¡Fíjate en eso!

Calle abajo, llegaban los bailarines, todos ellos hombres, formando una masa compacta que abarrotaba la calle. Bailaban todos siguiendo el compás, detrás de sus respectivas bandas de pífanos y timbales. Formaban una especie de club. Todos ellos iban con blusas azules de trabajo y pañuelos rojos anudados al cuello, y llevaban una gran bandera atada a dos pértigas, que subía y bajaba bailando a la par que ellos, mientras iban acercándose, rodeados de la multitud.

«¡Viva el vino! ¡Vivan los extranjeros!», ponía en el letrero.

—¿Dónde están los extranjeros? —preguntó Robert Cohn.

—Somos nosotros —contestó Bill.

Durante todo ese tiempo habían seguido subiendo cohetes. Las mesas de los cafés estaban ahora todas ocupadas. La plaza se vaciaba y la multitud iba llenando los cafés.

—¿Dónde están Brett y Mike? —preguntó Bill.

—Voy a buscarlos —dijo Cohn.

—Tráelos aquí.

La fiesta había empezado de veras, y durante siete días no paró, ni de día ni de noche. No se paraba de bailar, ni de beber, el barullo era constante. Ocurrieron cosas que sólo podían haber ocurrido durante una fiesta.

Al final, todo se volvió irreal: parecía como si nada pudiera tener consecuencias, como si pensar en consecuencias durante la fiesta estuviera fuera de lugar. Uno experimentaba siempre, incluso en los momentos de calma, la sensación de que tenía que gritar para que se oyeran sus palabras. Y lo mismo ocurría con cualquier otra cosa que se hiciera. Fue una fiesta que duró siete días.

Por la tarde tuvo lugar la gran procesión. Se trasladaba a San Fermín de una iglesia a otra. Todas las autoridades civiles y religiosas iban a la procesión, pero no pudimos verlas a causa del gentío. Delante de la procesión y detrás de ella iban los que bailaban el riau-riau, formando una masa de camisas amarillas que subían y bajaban entre la multitud. A través de la apretujada muchedumbre que abarrotaba todas las calles laterales y las aceras, lo único que pudimos ver de la procesión fueron los grandes gigantes: indios de cajas de puros, de treinta pies de alto, moros, un rey y una reina girando y valsando solemnemente a los sones del riau-riau.

Estaban todos parados en el exterior de la capilla en la que habían entrado San Fermín y las autoridades, dejando fuera una guardia de soldados. Los hombres que habían estado bailando dentro de los gigantes estaban de pie junto a sus respectivos armazones en reposo, y los cabezudos circulaban con sus enormes cabezotas por entre el gentío. Empezamos a entrar; en la parte de atrás de la iglesia había un ligero olor a incienso y gente colocada en hileras. Pero como, nada más entrar, impidieron el paso a Brett porque no llevaba sombrero, salimos de nuevo afuera y tomamos la calle que llevaba de la capilla al centro de la ciudad. A ambos lados de la calle se alineaba gente conservando el sitio que tenía en la acera en espera del retorno de la procesión. Algunos bailarines formaron corro alrededor de Brett y empezaron a bailar. Llevaban grandes guirnaldas de ajos alrededor del cuello. Nos cogieron a Bill y a mí por los brazos y nos metieron en el círculo. Bill también se puso a bailar. Todos cantaban. Brett quería bailar, pero ellos no se lo permitieron. La querían para bailar a su alrededor, como si fuera una imagen. Cuando terminó la canción con el agudo riau-riau final, nos empujaron en avalancha al interior de una taberna.

Nos quedamos de pie junto al mostrador, con Brett sentada sobre un tonel de vino. La taberna estaba a oscuras y llena de hombres que cantaban con voces roncas. Detrás del mostrador, sacaban directamente el vino de los toneles. Puse dinero sobre el mostrador para pagar el vino, pero uno de los hombres lo cogió y me lo volvió a meter en el bolsillo.

—Quiero una bota para el vino —dijo Bill.

—Las hay en un sitio calle abajo. Voy a buscar un par —dije.

Los bailarines no querían dejarme salir. Tres de ellos estaban sentados sobre altos toneles al lado de Brett y le enseñaban a beber directamente de los pellejos. Le habían colgado del cuello una ristra de ajos. Alguien insistía en que le dieran un vaso. Otro enseñaba una canción a Bill; se la cantaba pegándosela a la oreja y golpeándole la espalda para marcar el compás.

Les expliqué que iba a volver. Cuando estuve afuera, me dirigí calle abajo buscando la tienda en la que hacían botas. La gente se apretujaba en las aceras y muchas de las tiendas estaban cerradas, de modo que no fui capaz de encontrarla. Anduve hasta la iglesia, mirando a ambos lados de la calle, y entonces pregunté por ella a un hombre, que me cogió del brazo y me condujo hasta allí. Los postigos estaban cerrados, pero la puerta estaba abierta.

En el interior olía a cuero curtido de fresco y a brea caliente. Un hombre estaba marcando los pellejos terminados, que pendían en manojos del techo. Descolgó uno, lo hinchó y atornilló fuertemente el gollete; luego se subió encima.

—Fíjese. No pierde.

—Quiero otro más. Uno grande.

Descolgó del techo una bota muy grande, que debía de tener un galón o más de capacidad. La hinchó, soplando una y otra vez con los carrillos, y se subió encima de ella, apoyándose en una silla.

—¿Qué va a hacer? ¿Venderlos en Bayona?

—No. Las quiero para beber.

Me dio una palmada en la espalda.

—Bueno, hombre. Ocho pesetas por las dos. Es el precio más bajo que hago.

El hombre que marcaba y arrojaba a una pila las botas nuevas se detuvo.

—Es verdad —dijo—. Ocho pesetas es barato.

Pagué y salí a la calle para volver a la taberna. Adentro estaba más oscuro que nunca y abarrotado de gente. No vi a Brett ni a Bill; alguien me dijo que estaban en la pieza de atrás. En el mostrador, la muchacha me llenó las dos botas. En una cabían dos litros, en la otra cinco. Llenar las dos me costó tres pesetas con sesenta céntimos. En el mostrador alguien a quien no había visto jamás intentó pagar el vino, pero al final lo pude pagar yo. Entonces el hombre que había querido pagar me invitó a un trago. No permitió que yo a mi vez lo invitara, pero dijo que tomaría un trago de la bota nueva para limpiarse la boca. Levantó el gran pellejo de cinco litros y lo apretó de forma que el vino le bajara siseando hasta el fondo de la garganta.

—Ya está bien —dijo devolviéndome el pellejo.

En la trastienda estaban Brett y Bill sentados en barriles y rodeados de los bailarines. Todos ellos tenían los brazos pasados alrededor de los hombros de los otros y cantaban. Mike estaba sentado a una mesa en compañía de unos cuantos hombres en mangas de camisa, comiendo de una fuente de atún y cebolla picada con vinagre. Todos bebían vino y mojaban trozos de pan en el aceite y vinagre.

—¡Hola, Jake! ¡Hola! —gritó Mike—. Ven aquí. Quiero presentarte a mis amigos. Estamos tomando entre todos un hors-d’oeuvre.

Fui presentado a la gente de la mesa. Dieron sus nombres a Mike y enviaron por un tenedor para mí.

—Deja ya de comerte su cena, Michael —gritó Brett desde los toneles de vino.

—No quiero comerme su cena —dije a uno que me alargaba un tenedor.

—Coma —me contestó—. ¿Para qué cree usted que la tenemos aquí?

Desenrosqué el tapón de la gran bota de vino y la pasé para que circulase. Todos tomaron un trago manteniendo alzado el pellejo al extremo del brazo extendido.

Afuera, destacándose de los cantos, se oía la música de la procesión que pasaba.

—¿No es la procesión? —preguntó Mike.

Nada —dijo alguien—, no es nada. Beba. Levante la bota.

—¿Cómo te encontraron? —pregunté a Mike.

—Alguien me trajo —contestó—. Dijeron que estabais aquí.

—¿Dónde está Cohn?

—Ha perdido el sentido de tanto beber —gritó Brett—. Lo han echado por ahí.

—¿Dónde está?

—No lo sé.

—¿Cómo vamos a saberlo? —dijo Bill—. Creo que ha muerto.

—No ha muerto —dijo Mike—. Lo único que pasa es que con el Anís del Mono está como una cuba.

Al oír decir Anís del Mono, uno de los hombres de la mesa miró, se sacó una botella de debajo de la blusa y me la tendió.

—No —dije—. No, gracias.

—Sí, sí. ¡Arriba! ¡A empinar el codo!

Tomé un trago. Sabía a regaliz y le abrasaba a uno hasta las entrañas. Noté cómo me calentaba el estómago.

—¿Dónde diablos está Cohn?

—No lo sé —contestó Mike—. Voy a preguntarlo. ¿Dónde está nuestro compañero? Aquel que se emborrachó —preguntó en castellano.

—¿Quieren ustedes verlo?

—Sí —contesté yo.

—Yo no —contestó Mike—. Es este señor el que quiere.

El hombre del Anís del Mono se secó la boca y se levantó.

—Vamos.

En una habitación de atrás Robert Cohn dormía pacíficamente encima de unos cuantos toneles de vino. Estaba oscuro y casi no se le distinguía la cara. Lo habían tapado con una chaqueta y tenía otra doblada debajo de la cabeza. Alrededor del cuello y sobre el pecho tenía una gran guirnalda de ajos trenzados.

—Dejémosle que duerma —susurró el hombre—. Está perfectamente.

Dos horas más tarde apareció Cohn. Entró en la sala llevando todavía la guirnalda de ajos alrededor del cuello. Los españoles se pusieron a gritar cuando entró. Cohn se frotó los ojos y sonrió.

—Debo de haber estado durmiendo —dijo.

—¡Oh, no, de ninguna manera!

—Sólo estaba muerto.

—¿No vamos a ir a tomar algo para cenar? —preguntó Cohn.

—¿Quieres comer?

—Sí. ¿Por qué no? Estoy hambriento.

—Cómete esos ajos, Robert —dijo Mike—. ¡Eh! Te digo que te comas esos ajos.

Cohn se mantenía erguido. El sueño le había puesto perfectamente.

—Vamos a comer —dijo Brett—. Tengo que tomar un baño.

—Vamos —dijo Bill—. Traslademos a Brett al hotel.

Después de decir adiós y de estrechar la mano a mucha gente salimos. Afuera estaba oscuro.

—¿Cuánto tiempo creéis que he dormido?

—Es mañana —contestó Mike—. Has estado dos días dormido.

—No, quiero decir qué hora es —dijo Cohn.

—Son las diez.

—¡Cuánto hemos bebido!

—Querrás decir cuánto bebimos nosotros. Tú te dormiste.

Bajando por las oscuras calles en dirección al hotel veíamos en el cielo los cohetes que se elevaban en la plaza. Al desembocar en la plaza, la vimos repleta de una compacta multitud; todos los que estaban en el centro bailaban.

En el hotel nos dieron una gran cena. Era la primera comida con el precio doblado a causa de la fiesta, y había unos cuantos platos nuevos. Después de la cena salimos por la ciudad. Recuerdo que tomé la decisión de quedarme levantado toda la noche para poder ver cómo los toros corrían por las calles a las seis de la mañana; pero tenía tanto sueño que me fui a dormir a las cuatro. Los otros no se acostaron.

Como mi habitación estaba cerrada y no pude encontrar la llave, subí a dormir a una de las camas del cuarto de Cohn. Afuera, en la noche, la fiesta continuaba, pero yo tenía demasiado sueño para que eso me mantuviera desvelado. Al despertar oí el estallido del cohete que anunciaba la salida de los toros sueltos de los corrales situados al lado de la ciudad. Iban a correr por las calles hasta la plaza de toros.

Había tenido un sueño pesado y me desperté con la sensación de que lo hacía demasiado tarde. Me puse una de las chaquetas de Cohn y salí al balcón. La callejuela de debajo estaba vacía, pero todos los balcones estaban abarrotados. De repente, apareció en la calle un tropel de gente; iban todos corriendo, formando una masa compacta, en dirección a la plaza de toros. Detrás de ellos pasaron más hombres, que corrían más aprisa, y al final de todo unos cuantos rezagados: ésos sí que corrían de veras. Detrás de ellos quedaba un reducido espacio vacío y luego venían los toros, galopando y agitando la cabeza arriba y abajo. Un hombre cayó, rodó hasta el borde de la acera y se quedó quieto. Los toros pasaron de largo sin reparar en él; corrían todos juntos.

Los perdimos de vista. Poco después llegó de la plaza de toros una gran gritería continuada, y al fin, la detonación de un cohete que indicaba que los toros habían pasado a través de la gente que estaba en el ruedo y habían entrado en los corrales. Volví a la habitación y me metí en la cama. Había permanecido descalzo sobre la piedra del balcón. Sabía que seguramente todos los demás del grupo habían salido y habían estado en la plaza de toros. Al meterme de nuevo en la cama, me dormí.

Cohn me despertó al llegar. Empezó a desnudarse y se acercó a cerrar la ventana, porque la gente que estaba al balcón de la casa de enfrente estaba mirando.

—¿Has visto el espectáculo? —le pregunté.

—Sí, estábamos todos allí.

—¿No hubo ningún herido?

—En el ruedo uno de los toros se metió por entre la multitud y sacudió a seis u ocho personas.

—¿Cómo se lo tomó Brett?

—Fue todo tan rápido que a la gente no le quedó tiempo para preocuparse.

—Me hubiese gustado estar levantado.

—No sabíamos dónde estabas. Fuimos a tu habitación, pero estaba cerrada con llave.

—¿Dónde pasasteis el tiempo?

—Estuvimos bailando en un night-club.

—Me caía de sueño —dije.

—¡Dios mío! —dijo Cohn—. Yo me estoy cayendo de sueño ahora. ¿Este cuento no para nunca?

—Durante una semana, no.

Bill abrió la puerta y asomó la cabeza.

—¿Dónde te metiste, Jake?

—Los vi pasar desde el balcón. ¿Qué tal la cosa?

—Fabuloso.

—¿Adónde vas?

—A dormir.

Hasta mediodía, nadie se levantó. Comimos en mesas colocadas afuera, bajo los pórticos. La ciudad estaba llena de gente y tuvimos que esperar para conseguir una mesa. Después de comer fuimos al Iruña. Estaba completamente lleno, y a medida que se acercaba la hora de la corrida se llenaba más y más, y la gente tenía que apretarse más alrededor de las mesas. La multitud apiñada segregaba un rumor que se repetía cada día, antes de la corrida, y que el café no producía en ninguna otra ocasión, por abarrotado que estuviera. Era un zumbido continuado, dentro del cual, y formando parte de él, nos hallábamos nosotros.

Había cogido seis asientos para cada una de las corridas. Tres de ellos eran barreras, es decir, de la primera fila, inmediata al ruedo; los otros tres eran sobrepuertas: asientos con respaldo de madera situados hacia la mitad del tendido. Mike pensó que, siendo la primera vez, sería mejor que Brett se sentara arriba, a distancia, y Cohn quiso sentarse con ellos. Bill y yo nos sentaríamos en las barreras. Di la entrada que sobraba a un camarero para que la vendiera. Bill explicó a Cohn lo que tenía que hacer para que no le impresionara lo que les ocurría a los caballos. Bill había visto una serie de corridas.

—No estoy preocupado por si podré resistirlo o no. De lo único que tengo miedo es de aburrirme —dijo Cohn.

—¿De veras?

—No mires a los caballos después que el toro los haya golpeado —le dije a Brett—. Fíjate en cómo el toro ataca y el picador trata de mantenerlo a distancia, pero luego, si el caballo recibe cornadas, no vuelvas a mirar hasta que haya muerto.

—Estoy un poco nerviosa —dijo ella—. Me preocupa saber si seré capaz de soportarlo bien.

—Lo soportarás perfectamente. Lo único que puede serte desagradable es la parte de los caballos, y están sólo unos cuantos minutos en el ruedo, con cada toro. Cuando las cosas vayan mal no mires, eso es todo.

—Todo irá bien —dijo Mike—. Yo velaré por ella.

—No creo que te aburras —decía Bill a Cohn.

—Voy a ir al hotel a buscar los prismáticos y el pellejo de vino —dije—. Hasta luego. No os volváis bizcos.

—Te acompaño —dijo Bill. Brett nos sonrió.

Dimos la vuelta a los pórticos para evitar el calor de la plaza.

—Ese Cohn me tiene frito —dijo Bill—. Tiene el sentimiento de superioridad de los judíos tan desarrollado que cree que la única sensación que puede sacar de la corrida es la del aburrimiento.

—Lo vigilaremos con los prismáticos —dije.

—¡Que se vaya al infierno!

—Se pasa en él la mayor parte del tiempo.

—Me gustaría que se quedara para siempre.

En la escalera del hotel encontramos a Montoya.

—Vengan —nos dijo—. ¿Quieren conocer a Pedro Romero?

—Estupendo —contestó Bill—. Vamos a verlo.

Siguiendo a Montoya, subimos un tramo de escalera y recorrimos el pasillo.

—Está en la habitación número ocho —explicó Montoya—. Se está vistiendo para la corrida.

Montoya llamó con los nudillos a la puerta y la abrió. Era una habitación oscura; por la ventana que daba a la callejuela entraba muy poca luz. Había dos camas, separadas por un tabique monástico. La luz eléctrica estaba encendida. El muchacho estaba de pie, muy erguido y serio en su traje de luces. La chaquetilla estaba colgada del respaldo de una silla. En aquel momento estaban acabando de enrollarle la faja. Bajo la luz, su pelo negro brillaba. Llevaba una camisa blanca de lino. El mozo de estoques terminó con la faja, se levantó y se hizo a un lado. Pedro Romero saludó con una inclinación de cabeza y nos estrechó la mano; parecía muy distante y lleno de dignidad. Montoya le dijo que éramos unos grandes aficionados y que queríamos desearle suerte. Romero escuchaba con gran seriedad. Luego se volvió hacia mí. Era el muchacho más guapo que jamás hubiera visto.

—¿Van ustedes a ir a la corrida? —preguntó en inglés.

—¿Sabe usted inglés? —dije con la sensación de ser un imbécil.

—No —contestó sonriendo.

Uno de los tres hombres que habían permanecido sentados en las camas se acercó y nos preguntó si hablábamos francés:

—¿Quieren que les sirva de intérprete? ¿Hay algo que deseen preguntar a Pedro Romero?

Le dimos las gracias. ¿Qué íbamos a preguntarle? El chico tenía diecinueve años y estaba solo, si se exceptúa a su mozo de estoques y a aquellos tres parásitos, y la corrida iba a empezar dentro de veinte minutos. Le deseamos mucha suerte, le estrechamos la mano y salimos. Mientras cerrábamos la puerta lo vimos allí de pie, erguido y hermoso, totalmente ensimismado, solo en la habitación, a pesar de los parásitos.

—Es un gran chico, ¿no les parece? —dijo Montoya.

—Es muy buen mozo —dije.

—Tiene todo el tipo de un torero —dijo Montoya.

—Es un chico muy agradable.

—Ya veremos cómo se porta en el ruedo —dijo Montoya.

Encontramos la gran bota de vino apoyada en la pared de mi habitación; la cogimos, cogimos además los prismáticos, cerramos la puerta con llave y bajamos.

Fue una buena corrida. Bill y yo estábamos llenos de curiosidad por ver a Pedro Romero. Montoya estaba sentado a unos diez sitios de distancia. Cuando Romero hubo matado su primer toro, mi mirada y la de Montoya se encontraron y él hizo con la cabeza un ademán afirmativo. ¡Éste sí que era un auténtico torero! No había habido un auténtico torero desde hacía mucho tiempo. De los dos restantes matadores, uno era muy bueno y el otro podía pasar. Pero no se podían comparar con Romero, a pesar de que ninguno de los toros que le tocaron era gran cosa.

Durante la corrida miré repetidas veces a Mike, Brett y Cohn con los gemelos. Parecía que estaban bien, y a Brett no se la notaba alterada. Los tres estaban inclinados hacia delante, apoyados en la barandilla que tenían frente a ellos.

—Déjame los gemelos —dijo Bill.

—¿Tiene Cohn aspecto de aburrirse? —pregunté.

—¡Ese judío!

Al salir de la plaza, terminada la corrida, la muchedumbre era tal que uno no podía moverse. Nos fue imposible abrirnos paso y tuvimos que volver a la ciudad avanzando a la par que toda la masa, que se movía con lentitud de glaciar. Sentíamos la alteración emocional que aparece siempre después de una corrida, y la exaltación gozosa que queda cuando es buena. La fiesta continuaba. Los tambores redoblaban, los caramillos dejaban oír sus sones agudos; la marea aparecía rota por todas partes por grupos de gente que bailaba. Como los bailarines se hallaban en medio de la multitud, no se veía el intricado juego de sus pies; lo único visible eran las cabezas y hombros que subían y bajaban en movimiento incesante. Al final, pudimos salir de aquella muchedumbre y nos encaminamos al café. El camarero reservó sillas para los otros y nosotros pedimos una absenta cada uno, dedicándonos a contemplar al gentío que llenaba la plaza y a los que bailaban.

—¿Qué crees que es ese baile? —preguntó Bill.

—Es una especie de jota.

—No es siempre lo mismo —dijo Bill—. Bailan de forma distinta a cada nueva melodía.

—Es un baile extraordinario.

Frente a nosotros, en un trozo de calle despejado, un grupo de mozos bailaba. Los pasos eran muy complicados y sus caras tenían una expresión atenta y concentrada. Todos miraban al suelo mientras bailaban. Las suelas de cáñamo de sus alpargatas golpeaban suavemente el pavimento. Lo tocaban con las puntas. Lo tocaban con los talones. Lo tocaban con la planta de los pies. Luego la música rompió en un ritmo salvaje; se terminaron los pasos de danza y se fueron todos sin dejar de bailar calle arriba.

—Ahí llega la aristocracia —dijo Bill.

Estaban cruzando la calle.

—¡Hola, gente! —dije yo.

—¡Hola, señores! —dijo Brett—. ¿Nos habéis guardado sitio? ¡Qué amables!

—Oye —dijo Mike—, ese tal Romero no sé qué más es alguien. ¿Me equivoco?

—¿Verdad que es encantador? —dijo Brett—. ¡Y aquellos pantalones verdes!

—Brett no les quitó los ojos de encima en todo el rato.

—Oye, mañana tienes que prestarme tus gemelos.

—¿Cómo lo habéis pasado?

—Maravillosamente. Fue sencillamente perfecto. ¡Caramba! ¡Es todo un espectáculo!

—¿Y los caballos, qué?

—No pude por menos de mirarlos.

—No podía apartar los ojos de ellos —dijo Mike—. Es una mujercita extraordinaria.

—Realmente, lo que les ocurre es horrible —dijo Brett—; sin embargo, no pude apartar la vista de ellos.

—¿Y no te sentiste mal?

—No, en absoluto.

—En cambio Robert Cohn sí —dijo Mike metiendo baza—. Estabas completamente verde, Robert.

—El primer caballo me impresionó realmente —dijo Cohn.

—De modo que no te aburriste, ¿eh? —preguntó Bill.

Cohn rió.

—No. No me aburrí. Desearía que me perdonaras eso.

—No tiene importancia, desde el momento en que no te aburriste —dijo Bill.

—No tenía cara de aburrirse —dijo Mike—. Creí que iba a marearse.

—No llegué a sentirme tan mal. Fue sólo un minuto.

—Pues yo creí que ibas a marearte. No te aburriste, ¿eh, Robert?

—Basta de eso, Mike. Ya he dicho que lo sentía.

—Os digo que estaba verdaderamente verde.

—¡Acaba de una vez, Michael!

—Uno no debe aburrirse nunca en su primera corrida, Robert —dijo Mike—. Eso podría ocasionar un buen follón.

—¡Acaba de una vez, Michael! —repitió Brett.

—Dijo que Brett era una sádica —continuó Mike—. Brett no es una sádica. Es sólo una mujercita adorable y sana.

—¿Eres una sádica, Brett? —pregunté yo.

—Espero que no.

—Dijo que era una sádica sólo porque tiene un estómago que funciona perfectamente.

—No será por mucho tiempo.

Bill logró que Mike cambiara de conversación y dejara en paz a Cohn. El camarero trajo los vasos de absenta.

—¿Te gustó realmente eso? —preguntó Bill a Cohn.

—No, no puedo decir que me gustara. Pero creo que es un espectáculo maravilloso.

—¡Dios mío, eso sí! ¡Qué espectáculo! —dijo Brett.

—Desearía que le quitaran la parte de los caballos —dijo Cohn.

—No son lo más importante —dijo Bill—. Después de un rato uno ya no experimenta ninguna sensación de repugnancia.

—Sólo al empezar se hace un poco duro —dijo Brett—. El momento terrible para mí es aquel en que el toro arremete contra el caballo.

—Los toros estaban bien —dijo Cohn.

—Eran muy buenos —dijo Mike.

—La próxima vez quiero sentarme abajo —dijo Brett, bebiendo un sorbo de absenta.

—Quiere ver de cerca a los toreros —dijo Mike.

—¡Qué tipos tan interesantes! —dijo Brett—. Ese chico, Romero, no es más que un chiquillo.

—Es un chico condenadamente guapo —dije—. Estuvimos arriba, en su habitación, y me di cuenta de que jamás había visto un muchacho más bien plantado.

—¿Qué edad crees que tiene?

—Diecinueve o veinte años.

—¡Caramba!

La corrida del segundo día fue mucho mejor que la del primero. Brett se sentó abajo, entre Mike y yo, y Bill y Cohn subieron arriba. Todo el espectáculo estuvo dominado por Romero. No creo que Brett se fijara en ningún otro torero. Ni creo que nadie más lo hiciera, a no ser los técnicos sin sentimientos. Romero lo era todo. Había dos matadores más, pero no contaban. Sentado al lado de Brett, se lo fui explicando todo. Le dije que, cuando el toro arremetía contra el picador, se fijara en el toro y no en el caballo, y le hice observar la técnica de la colocación de la pica, para que, al notar todos los detalles, comprendiera que cada operación se realizaba con un fin determinado, y que no se trataba de un espectáculo lleno de horrores sin sentido. Le hice fijarse en cómo Romero apartaba con la capa al toro de un caballo que había caído, y en cómo lo mantenía atraído con ella, haciéndolo girar suavemente, halagándolo, sin gastarlo nunca. Vio que Romero evitaba cualquier movimiento brusco y reservaba a sus toros para el final; no los quería deshechos y sin resuello, sino sólo ligeramente cansados. Vio que Romero trabajaba al toro siempre de muy cerca, y le señalé los trucos que empleaban los otros toreros para dar la impresión de que también ellos lo hacían así. Comprendió por qué le gustaba la faena de capa de Romero y no la de los otros.

Romero no hacía jamás contorsiones; estaba siempre erguido, su silueta era pura y natural. Los otros se retorcían como sacacorchos, levantaban los codos y se inclinaban sobre los flancos del toro cuando sus cuernos habían ya pasado, para dar una falsa impresión de peligro. Después, todo lo que era falso se volvía malo y daba una sensación desagradable. La forma de torear de Romero producía una emoción auténtica, porque sus movimientos guardaban una absoluta pureza de líneas y dejaba que cada vez los cuernos del toro casi le rozaran, conservando siempre la calma y la serenidad. No tenía necesidad de recalcar su proximidad. Brett vio que hay cosas que resultaban hermosas cuando uno las hace pegado al toro y que, en cambio, resultan ridículas hechas a un poco de distancia. Le conté que, desde la muerte de Joselito, todos los toreros habían desarrollado una técnica que simulaba este peligro sólo aparente para producir una falsa emoción, mientras ellos estaban perfectamente seguros. Romero volvía a tener aquella antigua característica: la conservación de la pureza de líneas combinada con una exposición al máximo; dominaba mientras tanto al toro haciéndole creer que era inasequible, y lo iba preparando para el momento de matarlo.

—No le he visto hacer jamás un gesto torpe —dijo Brett.

—Ni se lo verás hacer, a no ser que coja miedo —dije yo.

—Nunca va a tener miedo —dijo Mike—. Conoce demasiado bien su oficio.

—Ya lo sabía todo cuando empezó. Los otros no son capaces de aprender nunca lo que en él fue un don de nacimiento.

—¡Y qué facha, Dios mío! —dijo Brett.

—¿Sabéis que creo que se está enamorando de ese torero? —dijo Mike.

—No me sorprendería.

—Sé buen chico, Jake. No le cuentes nada más de él. Dile de qué forma pegan a sus ancianas madres.

—Cuéntame cómo son cuando están borrachos.

—¡Oh, son terribles! —dijo Mike—. Están borrachos todo el día y se lo pasan pegando a sus ancianas madres, las pobres.

—Tiene todo el aspecto de ser un tipo así —dijo Brett.

—¿Verdad que sí? —dije yo.

Habían amarrado las mulas al toro muerto; los látigos restallaron, los hombres corrieron y las mulas, después de hacer fuerza hacia delante empujando con las patas, iniciaron el galope, mientras el toro, con un cuerno al aire y la cabeza a un lado, barría suavemente la arena dibujando una especie de guadaña, y desaparecía por el portillo rojo.

—El siguiente es el último.

—¡No es posible! —dijo Brett.

Se inclinó hacia delante apoyándose en la barrera. Romero señaló a sus picadores sus puestos correspondientes y se quedó erguido, con la capa sobre el pecho, mirando hacia el otro lado del ruedo, al sitio por donde saldría el toro.

Cuando todo hubo terminado, salimos y fuimos estrujados por la multitud que nos rodeaba.

—Estas corridas de toros son infernales para la salud —dijo Brett—. Estoy hecha un guiñapo.

—Lo que has de hacer es tomarte un trago —dijo Mike.

El siguiente día Pedro Romero no toreaba. Los toros eran miuras y la corrida fue muy mala. El otro día no había corrida programada. Pero la fiesta continuaba día y noche.

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