Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO DIECINUEVE

Página 56 de 62

CAPÍTULO DIECINUEVE

Si guardo una ramita en mi corazón,

el pájaro cantor vendrá hacia mí.

PROVERBIO CHINO

Lu

Hasta aquella noche nunca me había asustado la oscuridad. Siempre que había algún apagón en casa o nos quedábamos a oscuras por algún otro motivo, mi madre estaba allí para darme la mano. Incluso, de pequeña, hasta que cumplí los cuatro años, todas las noches dormía en la cama de mis padres y me sentía a salvo junto a ellos.

Ahora estaba sola, sin más compañía que mis jadeos. La máscara que llevaba en la cabeza, aunque fuera de tela, me agobiaba y no me dejaba respirar muy bien. Era de arpillera. Si bien podía intuir el aroma de Sandra, también podía apreciar que estaba sucia y tenía bastante polvo. Hubiera jurado que Sandra la había cortado de un saco de patatas podridas por el pestazo que desprendía. Y cada vez que respiraba, la tela se me quedaba pegada a la boca y a la nariz. Tenía que controlar mis jadeos para que la máscara no se me adhiriera a la cara como una segunda piel. No sé qué tipo de nudo le había hecho Sandra, pero por más que lo intenté, no conseguí quitármela. Solo logré hacerle un pequeño agujero en la boca para poder respirar algo mejor. Sin embargo, dentro de aquel armario olía también bastante mal.

Además de la oscuridad, hacía bastante calor en aquel espacio tan pequeño. La sensación de agobio se fue incrementando a medida que pasaban los minutos. Unas gotas de sudor me resbalaban por la nuca y por las mejillas, mezclándose con la sangre reseca y con las lágrimas que no podía dejar de derramar.

Por más que busqué una explicación lógica a lo que me estaba pasando, no entendía por qué mis huesos habían acabado dentro de un armario. De que a Sandra le faltaban dos tornillos ya no me quedaba ninguna duda. A saber qué sería de mí en las próximas horas.

Aun así, a pesar de lo desesperada que me encontraba, dejé de llorar cuando me di cuenta de que las lágrimas no me iban a sacar del lío en el que estaba metida, ni tampoco me curarían la herida que tenía en la cabeza. Además del dolor de la sien también me dolían las muñecas. Las bridas se me clavaban en la carne si hacía cualquier movimiento, por pequeño que fuera. Intenté aflojar la presa con los dientes, aunque sin resultado. La máscara me lo dificultaba todo. Lo único que conseguí fue que las bridas me produjeran algunos cortes; uno de ellos tenía que ser profundo porque un reguero de sangre comenzó a escurrirse por mis manos. Solté un gemido cuando el dolor se intensificó. Se me ocurrió entonces llevar las muñecas a mi estómago para que dejaran de sangrar. En algún lugar había leído que una herida seca se curaba antes que una que estuviera húmeda. Lo cierto es que noté cómo la camiseta se me fue humedeciendo.

Me mantuve quieta para reflexionar qué hacer a continuación. Tras unos minutos, pensé que igual podía salir de aquel encierro. Logré ponerme de rodillas y palpé como pude las puertas del armario. Parecían de madera fuerte, como se hacían en tiempos de mi abuela, y tenían solo una cerradura. Apenas me podía mover en aquel espacio tan pequeño.

Fui toqueteando todo lo que había allí dentro. Encontré que estaba sentada sobre lo que parecía una sábana de algodón, por lo grande que era y por el tacto que tenía. Olía a humedad y a naftalina. Me hubiera gustado poder rasgar la sábana con los dientes, pero mis manos y la máscara me lo impedían. Solo se me ocurrió seguir inspeccionando. No sabía muy bien qué pretendía encontrar, pero cualquier cosa antes que quedarme quieta.

En otro lado del armario hallé una muñeca de trapo. Le faltaba un brazo y una pierna y había perdido parte del relleno. Sufrí un escalofrío al pensar que en breve esa muñeca podría ser yo. Me aferré a ella como si fuera mi única tabla de salvación y le pedí que me ayudara a salir de allí.

Se me pasó por la cabeza un pensamiento fugaz, que podía ser estúpido aunque tal vez funcionara; pegué la espalda a la pared trasera del armario y flexioné las rodillas para hacer fuerza contra las puertas. Tenía poco espacio de maniobra, aunque debía intentarlo. No quería darme por vencida tan pronto. Empujé con todas mis fuerzas, apreté los dientes, chillé y jadeé, pero parecían no querer abrirse.

—¡Mierda, mierda, mierda! ¿Por qué no os abrís?

Busqué la muñeca, la agarré con las dos manos y descargué sobre ella toda la rabia que sentía en aquellos instantes.

No sé en qué momento de la noche o del día me quedé dormida. Desperté con un nudo amargo en la garganta que no me dejaba respirar bien y una desazón que me oprimía el pecho. Con lentitud empecé a recordar dónde estaba. El olor a humedad, a naftalina y a sudor me devolvieron al presente.

Había perdido la noción del tiempo y ya no sabía cuántas horas había estado en aquel armario. Lo que sí era cierto es que las horas pasaban muy despacio y que yo me encontraba muy desorientada, además de atrapada. Me pareció que había permanecido en una posición incómoda lo que podría haber sido una eternidad. El sabor de la sangre que percibí en la boca, mezclado con la humedad del armario y la máscara, me provocaron una arcada. Afortunadamente logré controlar la sensación de angustia.

Podía sentir los latidos golpeando con furia en mis sienes. Me dolía la cabeza y estaba muy cansada. No pude reprimir soltar unas lágrimas sobre mis acaloradas mejillas. Estaba a punto de perder otra vez la calma, de dejarme llevar de nuevo por la desazón.

De pronto, mis sentidos captaron un sonido lejano. Unos pasos pesados estaban subiendo por la escalera. Mi corazón empezó a latir con ansiedad. Comencé a respirar de forma entrecortada. No sabía muy bien si deseaba ver a Sandra de nuevo, pero sí sabía que deseaba ver la luz. Aun así, mucho me temía que mi pesadilla no había hecho más que empezar.

Los pasos se iban acercando a la habitación en la que estaba encerrada. Oí perfectamente cómo introducía la llave en la cerradura y cómo la puerta se abría tras un chasquido. Estaba tan aterrorizada y mi cuerpo temblaba tanto que no pude reprimir las ganas de mear. El estómago se me encogió. Solo pude levantarme la falda y notar cómo se me escapaba un líquido caliente. A pesar de todo, sentí cierto alivio. Me medio incorporé como pude y aparté la sábana mojada que tenía debajo de mí.

De un momento a otro Sandra abriría la puerta del armario y volvería a estar en sus manos. Sin embargo, de modo inexplicable, tal como se abrió la puerta volvió a cerrarse, y los pasos se fueron alejando por la escalera.

—¡No, no, no, Sandra, por favor, no me dejes aquí! —Aporreé con los puños las puertas de aquel armario—. ¿Por qué me dejas aquí? ¡Joder, joder, joder!

En uno de aquellos golpes me clavé una astilla en el dorso de la mano. Grité de dolor de nuevo, pero más me dolía la desesperación que sentía en esos momentos. Noté cómo la herida sangraba y me ardía. Me llevé las manos al pequeño hueco que había conseguido hacer en la tela de la máscara, pero no logré alcanzar la herida.

No sé si pasaron horas o minutos, pero al rato sentí que alguien volvía a acercarse por el pasillo. Estaba a la expectativa. Me parecieron los mismos pasos pesados que había oído la vez anterior. Volvió a meter la llave en la cerradura, me coloqué de rodillas y esperé a que abriera la puerta. No obstante, esta vez ni siquiera se molestó en abrirla.

Este juego macabro que se traía Sandra conmigo lo hizo como cuatro o cinco veces más antes de decidirse a abrir la puerta del todo, entrar en la habitación y sacarme del armario. La máscara me hacía de filtro de la luz que entraba por alguna de las ventanas que debía de haber en aquel lugar.

—¿Cómo has dormido? ¿Has tenido tiempo de pensar?

Asentí con la cabeza. Tenía los músculos agarrotados y me costaba mantenerme en pie.

—Te he preguntado cómo has dormido —dijo tirando con violencia de la máscara de tela hacia abajo hasta que mis rodillas golpearon el suelo—. Y cuando te pregunte me respondes, ¿entiendes?

—Sí, lo entiendo. —Reprimí un grito de dolor, aunque no pude contener las lágrimas que me corrían como ríos por las mejillas—. He dormido bien. Gracias.

—Me alegro de que hayas dormido bien. No sabes lo preocupada que me has tenido esta noche. Me gusta que mis invitados estén a gusto.

Con unas tijeras cortó el nudo que sujetaba la máscara y me la quitó sin ningún miramiento. Volvía a encontrarme desorientada. Los rayos de sol me golpearon en los ojos. Traté de acomodar mis pupilas a la luz dorada que se colaba por las dos ventanas que había en aquella buhardilla. Me llevé las manos instintivamente a la cara. Palpé mis mejillas, los labios agrietados, la sangre reseca, pero sobre todo suspiré aliviada cuando aspiré el aire de aquel espacio abierto. No era, desde luego, aire puro, pero era mejor que oler la máscara apestosa que había llevado puesta durante no sé cuántas horas.

Observé que Sandra aún llevaba mi vestido y que tenía el cabello revuelto. Dos manchas oscuras cercaban su mirada y sus labios estaban resecos. Y si ella tenía ese aspecto, no quería ni imaginarme cómo sería el mío.

Entonces reparé, en un primer vistazo, que las paredes de la buhardilla estaban empapeladas con fotos de Marcos y de ella. Me pareció ver también alguna foto mía, aunque había recortado mi cara y en su lugar había puesto la suya. Junto a una de las paredes había una mesa con un montón de papeles y fotografías. Había algunas telas y varios ramos de novia marchitos.

—Si quieres hacer tus necesidades, te he traído un orinal —dijo poniéndomelo entre las dos manos.

Tras sopesar mis posibilidades, rechacé la idea de enfrentarme a ella porque no se separaba de las tijeras.

Eché una ojeada al orinal de plástico que tenía en las manos. Aunque era bastante viejo, al menos estaba limpio.

—Eres una maleducada. Podrías darme las gracias. Aunque las zorras como tú no saben apreciar este tipo de detalles. Pero vas a aprender a dar las gracias.

—Gracias, gracias, Sandra —respondí inmediatamente—. Perdóname. Eres muy amable.

—Mucho mejor. ¿Ves? No es tan difícil.

Sandra se me quedó mirando.

—Bueno, ¿qué? ¿Vas a utilizarlo o me lo llevo?

Sus ojos azules se movían de modo errático. Iban de un lado a otro sobre sus hinchadas ojeras. Su boca se torcía en una mueca de impaciencia.

—¿Podrías darte la vuelta, por favor? —le pedí tartamudeando y bajando la vista al suelo.

—Pero ¿tú estás tonta o qué te pasa? Las amigas hacemos estas cosas juntas. —Se alejó hasta una ventana que aún permanecía cerrada para abrirla—. No pienses que tengo ganas de ver ese asqueroso chirri que tienes ahí. —Se acercó a mí y después chasqueó la lengua—. Solo tienes cinco minutos para mear. No voy a estar aquí toda la mañana esperando a que decidas qué quieres hacer.

Ya que ella no se daba la vuelta, fui yo la que buscó un poco de intimidad. Me volví un poco y traté de aliviar la sensación urgente que tenía de mear. Sandra me pasó una hoja de periódico y me ordenó que me limpiara con ella.

—Gracias —le dije.

Tras este pequeño paréntesis, Sandra me cogió del brazo y me llevó al rincón donde estaba la mesa. En una pared había una foto grande mía. Como yo había supuesto, me había seguido hasta La Casa del Libro y allí me la hizo sin que yo me diera cuenta. Sufrí un escalofrío cuando observé cómo Sandra se había ensañado con ella. Estaba prácticamente destrozada y mi cara estaba cubierta de manchas rojas, no sé si de su sangre o de pintura.

—Siéntate a mi lado —me pidió—. Necesito tu ayuda.

—Por supuesto —respondí con temor.

No tenía claro qué me esperaba ahora.

—¿Sabes? Aunque pienses lo contrario, Marcos y yo vamos a casarnos. Aún no me lo ha pedido. Hay chicos que se hacen de rogar, y parece que Marcos está un poco gilipollas a este respecto. ¿No crees?

—Sí.

—No te hagas la mosquita muerta, tú tienes la culpa de que Marcos no me lo haya pedido aún. —Se levantó y me dio una bofetada—. ¡Cállate de una vez! Me duele la cabeza.

—Perdona —contesté desde el suelo. Tenía que tener la mejilla colorada porque el golpe me tiró de espaldas.

Sandra se sentó a mi lado y me enseñó varios tarjetones de boda.

—¿Cuál te gusta más?

Elegí el que me parecía menos vulgar. No me gustaban las bodas, y mucho menos me gustaban todas las horteradas que la gente preparaba, pero esta opinión me la guardé para mí. Yo nunca había pensado en estas cosas, quizá porque mis padres no se habían casado.

—No sé qué habrá visto Marcos en ti, pero tienes muy mal gusto. A nosotros nos gusta mucho más esta. —Me señaló la que me parecía más fea.

Después de enseñarme varios modelos de ramos de novia en un álbum de fotos, me indicó que le dijera qué modelo de meseras me gustaba más. Aquella situación me pareció tan absurda como surrealista. Ya no solo porque estaba hablando de los preparativos de boda con la ex de Marcos, sino porque todo lo que decía me sonaba a chino. ¿A quién se le ocurría poner el nombre de «meseras» a la lista de invitados que había en cada mesa? ¿Tan importante era elegir el modelo cuando solo servía para ver en qué mesa te tocaba sentarte? Por experiencia, este tipo de detalles terminaban en la basura. A nadie, salvo a la novia, parecía importarle estas cosas. Consideraba que era un gasto de dinero inútil. Pero esto jamás se lo reconocería a mi carcelera.

Y Sandra hablaba y hablaba y yo solo asentía con la cabeza, respondía con un escueto sí y señalaba las diferentes muestras que me iba enseñando. No me quedaba otra que seguirle la corriente. No sé cuánto tiempo estuvo hablándome de la maldita boda que llevaba tiempo preparando. Se me hizo insufrible. Estaba hambrienta, pero sobre todo me moría por beber agua.

Después de un rato sin parar de hablar, se levantó con una sonrisa de oreja a oreja y tiró de mi brazo para que me levantara.

—No has sido de gran ayuda. Lo siento, Lu. Te he estado dando oportunidades para que seas mi amiga, pero tú te empeñas en joderlo todo. —Me pegó un empujón y mi cara se estrelló contra la puerta del armario—. Te vas a quedar otra vez aquí, pensando en el daño que me haces con tus estúpidas respuestas.

—No, Sandra, por favor, lo siento. Está claro que por eso Marcos te prefiere a ti antes que a mí.

—Ni se te ocurra nombrarlo otra vez. —Me arrojó de nuevo al interior del armario—. ¿Me oyes, zorra?

Un pie se me quedó fuera, pero fui lo suficientemente rápida como para meterlo dentro antes de que cerrara de nuevo la puerta. La oscuridad volvió, aunque esta vez me había librado de la máscara. Y entonces, aunque no quería llorar, llegó un llanto callado.

Marcos

Primero sentí que los músculos de mis piernas se iban despertando, después fueron los de mis brazos, y por último, cuando mis sentidos se despejaron, me pareció oír el Canon de Pachelbel. ¿Dónde demonios estaba y de dónde venía aquella condenada música? Si estaba en el cielo, maldita la gracia que alguien la hubiera puesto. ¡Ya se lo podrían haber currado algo más! De preferir, hubiera preferido sin lugar a dudas Highway To Hell, de AC CD.

—Mierda de música —dije cuando abrí los ojos.

Elena soltó un gemido quedo.

—Marcos, ¿estás despierto?

—¿A ti qué te parece, enana? —Estaba tumbado en la cama de un hospital con un gotero—. Ya empezaba a creer que estaba en el cielo, o a donde sea que vamos una vez que nos morimos.

—¡Qué gracioso eres! No sabes lo que te he echado de menos. —Me abrazó con fuerza y después me besuqueó por toda la cara.

—Pues yo a ti no. —Miré otra vez el brazo en el que llevaba el gotero. Aparte de este detalle, no estaba conectado a ninguna máquina extraña. Eso me hacía sospechar que no tenía que estar muy mal. De hecho, solo sentía un ligero dolor de cabeza. El chute de analgésicos tenía que haber sido potente—. Y deja ya de manosearme.

Empecé a recordar por qué estaba en el hospital y también que Lu estaba en peligro. Tragué saliva porque una inquietud me corroía por dentro.

—Desde luego has hecho méritos para no estar allí arriba. Eres cualquier cosa menos simpático.

—Lo sé, es parte de mi encanto. Pero ¿sabes? Eres la mejor hermana que tengo.

—Porque soy la única.

Estaba cansado, aunque me encontraba bien. Tenía que buscar una manera de salir de la habitación, y necesitaba la ayuda de mi hermana.

—¿Estamos solos tú y yo?

—Sí, mamá acaba de salir un momento con la abuela.

—¿Me han hecho ya alguna prueba?

—Sí. La doctora que ha pasado esta mañana dice que estás estupendamente.

—Que estoy estupendamente no me sorprende.

—¿Quieres dejar de bromear?

Sí, podía dejar de bromear, aunque prefería esa opción a derrumbarme delante de Elena. Estaba muerto de miedo por lo que le podía haber pasado a Lu.

—¿Sabéis algo de Lu?

—No, pero nuestro abogado ha averiguado que Sandra fue la que le dio las pastillas a Susana. También sabemos que Sandra le pagó al chico de la comida a domicilio.

Reflexioné unos instantes. Cada vez tenía más claro que debía salir del hospital cuanto antes. Para mí era vital.

—¿Cuántas horas llevo aquí?

—Son casi las dos.

Solté un bufido de impaciencia.

—¿Y aún no saben nada de Lu?

Me incorporé y sufrí un ligero vahído. Cerré los ojos y respiré hondo. Me sujeté al borde de la cama, y cuando la habitación dejó de dar vueltas me quité el gotero, que prácticamente estaba vacío.

—Tengo que salir de aquí y necesito tu ayuda.

Elena quiso detenerme y llevarme de nuevo a la cama.

—No puedes hacer eso. Aún no te han dado el alta. Por favor, no me hagas esto.

—Elena, estoy bien, algo cansado pero bien. Me voy a ir contigo o sin ti, aunque preferiría que vinieras conmigo.

—Voy a llamar a la enfermera.

—Ni se te ocurra —le dije cerrando la puerta de la habitación.

Mi hermana negó con la cabeza cuando abrí el armario y encontré mi ropa colgada de una percha. Por suerte, tenía una muda limpia. Me quité el pijama que llevaba puesto y me puse la camiseta con cuidado.

—La policía la está buscando.

—Nosotros la buscaremos también. Y para eso necesito tu ayuda.

—No me puedes pedir que te ayude a cometer una locura.

Me coloqué las zapatillas de deporte antes de contarle mi plan. Si la policía no la había encontrado en su casa, ni en la de su abuelo materno, eso quería decir que solo podía estar en un sitio. Al menos pensé que tal vez podría estar allí. Sandra tenía unos tíos con una casa por la zona de Náquera, a la que me llevó una vez. Era una casa bastante vieja, aunque estaba bien conservada. Fue al principio de nuestra relación, por lo que hacía ya más de dos años que no iba allí. Acababa de sacarme el carnet y queríamos algo de intimidad. Pasamos un fin de semana maravilloso, y aun así, a pesar de algunos recuerdos bonitos que conservaba de esa época, los malos momentos superaban a los buenos. Aquella casa era especial porque estuvimos haciendo planes para el futuro. Nos iríamos los dos a estudiar a Barcelona, al Institut del Teatre, aunque quizá también fue el inicio de toda la pesadilla que vino después.

Busqué mi móvil y la cartera, pero mi madre tenía que haberlos dejado en casa.

—Solo necesito que me ayudes a salir de aquí. Una vez que me vaya, puedes volver corriendo a la habitación y decir que te he dejado encerrada en el baño. O te inventas cualquier otra excusa, no sé. Se te da muy bien este tipo de cosas.

—Marcos, tengo miedo.

La miré a los ojos. Tenía que comprender que yo también estaba desesperado.

—No te voy a pedir que me acompañes, solo te estoy diciendo que me ayudes.

—Lo lógico sería que avisásemos a la policía. Ahora no me vengas en plan Chuck Norris. Aún no estás bien.

—Haz lo que quieras. —Antes de marcharme fui un momento al lavabo. Necesitaba lavarme la cara—. Creo saber dónde está, y aunque recuerdo de forma vaga cómo se llegaba a aquella casa, no te puedo decir exactamente cómo se llama el lugar. Lo único que se me ocurre es llegar hasta allí y pasarte la dirección por whatsapp. Después necesito que le des esa dirección a la policía. Yo voy a salir del hospital —dije abriendo la puerta y mirando a ambos lados del pasillo.

Dos auxiliares estaban recogiendo las bandejas vacías de la comida en las habitaciones. Aproveché que mi madre y mi abuela aún no habían llegado para huir por la escalera.

—¡Joder, Marcos! ¿Por qué todo lo tienes que hacer tan difícil? —dijo Elena resollando detrás de mí.

Me volví hacia ella.

—Eres la mejor. —Le guiñé un ojo—. Gracias.

Llegamos hasta la planta baja y desde allí salimos a la calle. Seguía lloviendo. Estábamos en el hospital Nou d’Octubre, o sea, en la otra punta de Valencia.

—¿Llevas dinero? —le pregunté.

Me cubrí la cabeza con parte de mi camiseta. Elena abrió el paraguas que llevaba en la mano.

—Sí, claro. ¿Por qué?

—Voy a pillar un taxi y después iré allí en coche. Dame las llaves de casa. Tengo que coger mi cartera, las llaves y el móvil.

—Estás loco, ¿lo sabes?

—Sí, algo sabía, pero me da igual. No me puedo quedar de brazos cruzados.

—Te acompaño.

—No quiero que te metas en un lío por mi culpa.

—Lo sé, pero no es la primera vez que nos metemos en un lío —dijo mi hermana colgándose de mi brazo.

Igual lo encontraba emocionante, pero lo que era yo, estaba de los nervios.

—Gracias.

Fuimos directos al primer taxi que había en la acera del hospital. Una vez que nos subimos, le indiqué al taxista la dirección.

El móvil de mi hermana empezó a sonar. Se quedó lívida al ver que era nuestra madre quien la llamaba.

—¿Qué hago? —me preguntó con la voz temblorosa.

—Contéstale y dile que no sabes dónde estoy. —Fui improvisando sobre la marcha—. Que has ido un momento al baño y que cuando has salido yo ya no estaba en la habitación. Y si te pregunta dónde estás tú, le explicas que me estás buscando por el hospital.

—¿Tú crees que colará?

—Supongo que no, pero no se me ocurre otra excusa.

Mi hermana deslizó el dedo por la pantalla de su smartphone y contestó la llamada.

—¿Mamá? ¿Has encontrado a Marcos?

—¡¿Dónde demonios estáis?! —oí cómo gritaba mi madre. Tenía que estar hecha una furia.

—Mamá, no sé dónde está Marcos. Yo he ido un momento al lavabo y cuando he salido ya no estaba en la habitación. Ahora mismo acabo de salir a la calle a ver si lo veo.

—No me cuentes milongas, Elena, y dile a Marcos que se ponga.

Elena me miró y se mordió el labio inferior. Le supliqué con la mirada que siguiera con el juego.

—¿Mamá…? ¿Mamá…? Te oigo fatal. ¿Sigues ahí?

—Elena, ni se te ocurra colgarme.

Le cogí el móvil a mi hermana y lo apagué. Al menos durante un rato no tendríamos que escuchar sus llamadas.

—Sabes que esto va a traer consecuencias, ¿verdad?

—Me da igual. Lo único que quiero es encontrar a Lu.

—Mamá está muy enfadada.

—Lo sé —murmuré—. Aún me retumban los oídos.

El taxista nos observaba con cierta desconfianza por el espejo retrovisor. Si yo había podido oír los alaridos de mi madre, él también los tenía que haber oído. Supongo que la pinta que llevaba no ayudaba en nada. Por suerte, estábamos llegando a casa. El hombre, un señor de unos sesenta años, señaló la avenida en la que estábamos entrando.

—Vosotros diréis dónde es.

—Pare aquí mismo —le indiqué al taxista.

El hombre asintió con la cabeza e hizo lo que le decía. Mientras Elena le pagaba al taxista, yo salí corriendo hacia la puerta. Mi padre no estaba en su despacho, por lo que Elena tenía el camino libre para coger mis cosas.

—Date prisa —la insté cuando abrió la puerta de casa—. Tráeme una sudadera con capucha y una botella de agua. Tengo sed. Te espero aquí.

Me imaginé que mi madre venía hacia casa corriendo como una loca; la creía capaz de saltarse todos los semáforos en rojo que se fuera encontrando por el camino. Por otra parte, mi abuela estaría montando un pollo en dirección y poniendo verde al director porque nadie me había detenido.

Mi hermana no tardó ni cinco minutos en aparecer con las llaves del Mini, mi cartera y el móvil. Tenía la batería a medias, por lo que tendría que ponerlo a cargar en el coche. Me pasó la sudadera para que me la pusiera.

—Me voy contigo —dijo Elena.

—No, y esto no admite réplica.

Ir a la siguiente página

Report Page