Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO DOS

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CAPÍTULO DOS

Teniendo en cuenta la posibilidad de elegir entre la

experiencia del dolor y la nada, elegiría el dolor.

WILLIAM FAULKNER

Dos años más tarde

Lu

Después de darle la clase de análisis de textos a Susana, me quedé un rato en el Starbucks pensando en por qué ella no avanzaba con las cinco lecturas que tenía que prepararse para entrar en la Escuela Superior de Arte Dramático. Ella y yo queríamos ser actrices. Además de hacer un análisis de texto en la primera fase, teníamos que realizar una prueba de canto, de voz, de movimiento y de ritmo. Y si no aprobábamos esta primera fase no podíamos pasar a la segunda.

Le había facilitado varios textos para que los analizara, aunque desde que habíamos empezado ella no quería entender lo que yo le explicaba. Siempre parecía estar más pendiente de los whatsapps que le enviaba ese rollito de verano, del que decía estar completamente enamorada, que de lo que yo trataba de explicarle. ¿Tan bueno estaba ese tal Marcos del que no dejaba de hablarme? Susana decía que era su profesor particular porque ya estaba en tercer curso de la ESAD. Aunque sospechaba que Marcos hacía otras prácticas con ella, y no precisamente de teatro. ¿Tan bien besaba y tan estupendo era? Incluso ahora apenas me hablaba de su novio, que se había ido a Brasil con sus padres. Casi me picaba la curiosidad y tenía ganas de conocerlo. ¡A saber cómo era ese tal Marcos! Igual era uno de esos niños pijos que tanto le gustaban a ella. De esos chicos que vestían con polo y llevaban la raya a un lado, montaban a caballo, jugaban al golf y tenían un Mercedes descapotable último modelo. Vamos, un novio más rico que el anterior. Aun así, me extrañaba que un chico tan pijo quisiera ser actor.

En fin, yo hacía todo lo que estaba en mi mano para que entrara en la escuela.

Me tomé lo que quedaba de mi frapuccino de vainilla y pagué con el dinero que me había dejado Susana.

Al salir a la calle, tuve que entrecerrar los ojos, el sol brillaba con tanta intensidad que hice visera con la mano y saqué las gafas de sol. A pesar del calor que hacía en Valencia, me apetecía pasear con tranquilidad y preparar el programa de radio. Desde hacía un tiempo anotaba ideas en una libreta de color azul a la que le había puesto el mismo título que el diario en el que mi madre escribía todos los días: «Polvo de estrellas en la casita de Lu». Era una manera de seguir teniéndola conmigo.

Como profesora de lengua, me obligó a leer desde muy pequeña libros que ella consideraba imprescindibles para mi cultura general. Era de la opinión de que tenía que leer de todo, y cuanto antes empezara, mucho mejor.

Durante un buen rato estuve sentada en los escalones que había en la entrada lateral de la catedral, la que daba a la plaza de la Virgen. Era uno de los lugares que más me gustaban de Valencia. Me recordaba a cuando todavía éramos una familia feliz y mis padres solían traerme para correr detrás de las palomas.

Una vez que tuve claro con qué poema empezaría el programa, bajé hacia la plaza de la Reina, le compré un vaso de horchata a una vendedora que tenía un puesto ambulante y me metí por Corregería. Estuve callejeando hasta llegar al Mercado Central. Adoraba pasear por esta antigua construcción de corte modernista y perderme entre sus puestos de verduras. Como siempre que iba, había un montón de turistas comprando algo de cerámica o haciendo cola para tomar un refrescante zumo natural. Fui al puesto en el que siempre había verdura y fruta y luego me marché a la parada del autobús para ir a Los Cabos.

Al llegar a casa, André estaba limpiando la cocina. Menos mal que él era mucho más organizado que yo. De lo único que no se ocupaba era de hacer la colada, cosa que odiaba, así que esta tarea me tocaba a mí. Y a pesar de todo el tiempo que llevábamos viviendo juntos, él aún no había conseguido que mi habitación estuviera ordenada.

—¡No te vas a creer lo que he encontrado hoy rebuscando en un baúl que me traje de casa de tu abuela! —exclamó André.

Guardé la verdura y la fruta en la nevera. Como siempre que Nefer advertía que yo llegaba a casa, salió a darme la bienvenida y se enroscó entre mis piernas.

—Seguro que es algo interesante. Ella lo guardaba todo. Tratándose de mamá, es posible que hayas encontrado la entrada de la primera vez que fuisteis al cine.

—En eso te equivocas.

André sacó de su cartera un pequeño cartón de color azul para mostrármelo. Era una entrada muy vieja, del año 1989, donde aún se podían leer las letras de la película: Cuando Harry encontró a Sally.

—No, ella no la guardó. En este caso no pude deshacerme de nuestra primera cita en Valencia.

Suspiré.

André se había enamorado de mamá en París cuando ella estudiaba en La Sorbonne. Después, una vez que ella acabó sus estudios, decidieron regresar a España juntos y empezar una nueva vida en Valencia.

—Nunca hubiera imaginado que fueras de esa clase de románticos que conservan una entrada de cine.

—Pues ya ves que sí. Tu padre es un romántico empedernido. A mi edad es imposible que cambie.

—Ya veo. A ti el amor te sienta bien.

Desde que salía con Gemma, su nueva novia, había rejuvenecido más de diez años.

—¿Y a quién no le gusta estar enamorado? —me preguntó.

—Prefiero pasar del tema. Mejor olvidar mi experiencia con los chicos. Por ahora no quiero volver a enamorarme. —El último novio que tuve salía conmigo a la vez que lo hacía con mi mejor amiga. Al final la prefirió a ella. En fin, que mi vida amorosa era un desastre—. Mejor hablamos de otra cosa.

—Eso es porque aún no has encontrado a la persona indicada. Te podría decir que solo hace falta un instante, un parpadeo, para que te enamores.

—Ni ganas —contesté reprimiendo un escalofrío—. Y ni se te ocurra presentarme a ningún hijo de algún amigo que tenga mi misma edad. Aún no estoy preparada para el amor.

—Eres muy joven para pensar así. Deberías dejarte llevar. El que a tu madre y a mí se nos acabara el amor no significa que a ti te vaya a pasar lo mismo.

—No sé si está muy bien que un padre y una hija terminen hablando de los chicos con los que salgo. Se supone que a ti estas cosas no te tienen que molar nada. —Me sentía un poco incómoda al hablar de estos temas con mi padre. Creo que no sería lo mismo si en vez de hacerlo con él hubiera sido con mi madre—. ¿Y por qué tengo que pensar en el amor?

—Porque es el sentimiento que nos hace estar vivos.

—Pues ahora mismo paso de ese tipo de chorradas. Y no quiero hablar más del tema, por favor.

André se me quedó mirando.

—No deberías prometer algo que no puedes cumplir. ¿De verdad no crees en el amor?

Fruncí los labios y me encogí de hombros.

—Creo que nunca te lo he dicho, pero cada vez te pareces más a tu madre, sobre todo cuando tuerces la boca —dijo él.

—Yo no tuerzo la boca.

—Algún día te pillaré desprevenida y te haré una foto para que veas la cara que pones cuando algo te incomoda. Y luego la colgaré en la página de Facebook de la radio.

—No serás capaz.

André arqueó una ceja y terminó soltando una carcajada.

—Entonces no niegues que tuerces la boca. Además, estás muy guapa.

Me encogí de hombros.

—Eso no cuenta. No vale que tú me digas que soy guapa, porque eres mi padre.

—Solo te digo la verdad. En este caso soy muy objetivo.

—Ya.

Se acercó a la mesa de la cocina para entregarme un ejemplar de una antología poética de Mario Benedetti.

—Durante años eché de menos este libro. Ya pensaba que lo había perdido. —Me mostró con orgullo la firma del autor—. A tu madre le encantaba este poeta. Fuimos juntos a un recital cuando vino a Valencia. Tú aún no habías nacido.

—No me suena de nada este escritor.

—Estoy seguro de que te gustará.

—¿Habla del amor?

—Déjate sorprender.

—Está bien. Pero lo hago porque tú tienes tan buen gusto como tenía mamá.

—Algo tuvo que encontrar en mí para que se enamorara.

—Sí, desde luego. Creo que yo también me enamoraría de un chico al que le gustara la literatura, pero me temo que esos se pueden contar con los dedos de una mano. Y tú no cuentas, así que solo me quedan tres.

—¿Quién es ese cuarto? —quiso saber sacando una lata de la nevera.

—¡A ti te lo voy a decir! —exclamé. Estaba pensando en Miguel, pero él tampoco me servía—. Quizá es que soy muy exigente, pero no quiero a uno de esos chicos que se las dan de poetas y luego son unos gilipollas integrales. Ni tampoco me gusta ese rollito hipster que llevan ahora casi todos los chicos que conozco. Y ni mucho menos me veo con un hippy que va por la vida con una camiseta de John Lennon y que cada dos por tres te suelta lo de: «Paz y amor, hermana».

—Entonces solo tienes que estar atenta a uno de esos tres que quedan. Mucho más difícil es encontrar una aguja en un pajar —dijo André saliendo de la cocina con una cerveza en la mano.

Abrí la nevera para ponerme una taza de salmorejo que nos había hecho nuestra vecina cordobesa, que era como si fuera mi segunda abuela, y me marché a mi habitación para echarle una ojeada al libro. Nefer me siguió y se tumbó en la cama junto a mí. A ella le gustaba que la acariciara mientras leía.

Finalmente terminé suspirando con cada página que pasaba y derramando lágrimas. Porque aunque no lo quisiera reconocer, yo deseaba estar enamorada y sentirme correspondida. Quizá André tuviera razón y no debería cerrar las puertas al amor. Pero a saber dónde podía encontrar a uno de esos tres chicos a los que les gustara la literatura.

Dejé el libro encima de la mesilla y copié uno de los poemas que más me gustaron. Decidí darle otro enfoque al programa y hablar de aprovechar el momento.

Antes de subir vi el correo electrónico de mi programa de radio desde el ordenador. Desde hacía como un mes y medio recibía todos los días un e-mail de un misterioso oyente al que le encantaba mi programa. Esperaba con ansia sus impresiones sobre los poemas que yo leía. Me hacía sentir cosquillas en el estómago, pero sobre todo me hacía sentir que le importaba a alguien. Me alegré cuando vi que había vuelto a recibir un correo electrónico suyo. Solo esperaba que no fuera uno de esos chiflados, al cual terminaría odiando por ser un fan cargante. Lo que aún no tenía muy claro es si era chico o chica.

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