Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO VEINTE

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CAPÍTULO VEINTE

La vida es tan incierta,

que la felicidad debe aprovecharse

en el momento en que se presenta.

ALEJANDRO DUMAS

Lu

Durante mucho rato estuve pendiente de los ruidos que me llegaban. Sentía cómo caía la lluvia sobre el tejado de la buhardilla y oí ladrar a un perro a lo lejos. En ningún momento me pareció que Sandra cogiera de nuevo el coche, por lo que aún tenía que estar en casa. No sé si estaba planeando algo especial para mí, pero en cualquier caso, si volvía a sacarme del armario, haría todo cuanto estuviera en mi mano para no quedarme quieta.

Al parecer había decidido pasar de mí. No sé cuántas horas llevaba sin beber ni comer nada. La espera, y sobre todo la incertidumbre, me estaban matando. Me pregunté si alguien me estaría buscando, si Marcos estaba bien y si tenían alguna pista de lo ocurrido anoche en casa de sus abuelos.

Y como si Sandra hubiera estado escuchando mis súplicas, oí de nuevo cómo subía la escalera. No tenía muy claro si acentuaba a propósito el ruido de sus pisadas, pero desde luego conseguía ponerme la piel de gallina. Esta vez no jugó a hacer como que abría y cerraba la puerta; solo se limitó a entrar en la buhardilla y dar un portazo.

—¿Cómo estás, zorra? —me preguntó desde donde fuera que estuviera—. ¿Has tenido tiempo de pensar? Estoy decepcionada. Te has portado muy mal conmigo.

Se paseaba por la habitación y sus tacones retumbaban contra las baldosas. Parecía nerviosa. Tras unos minutos, decidió abrir por fin la puerta del armario. Parpadeé varias veces para acostumbrar mis pupilas a la luz. Me sorprendió verla vestida de novia. Era un modelo que parecía estar hecho a medida, porque le quedaba como un guante. Pero si hubo algo que me desconcertó, fue que incluso llevaba velo.

Me sacó tirando de mi camiseta y caí de bruces al suelo.

—Levántate.

Apoyé como pude las manos y me levanté con dificultad. Mis piernas estaban entumecidas, además de doloridas.

Una vez que estuve frente a ella, la miré a los ojos, aunque enseguida dejé de hacerlo porque su mirada era de puro odio. Si antes me parecía que le faltaban un par de tornillos, ahora tenía la certeza de que Sandra no estaba bien en absoluto. A pesar de lo guapa que era, se había maquillado de tal manera que parecía una caricatura de sí misma.

—Vas a hacer mi ramo de novia. Sé que Marcos va a venir y quiero que me vea preparada. —Me recorrió un escalofrío cuando Sandra dijo esto último. ¿Y si me había secuestrado para ponerle una trampa a Marcos? ¿Y si venía al final como ella decía y lo estaba esperando con la escopeta? ¿Qué pasaría si Marcos no cedía a su voluntad? Todos estos pensamientos se sucedieron en cuestión de segundos—. Y si te portas bien, te dejaré que seas nuestra dama de honor. Aunque no estás siendo muy encantadora, que digamos.

Sandra señaló la mesa y las margaritas casi marchitas que había en un jarrón.

—Está bien. Haré el mejor ramo de novia para ti.

Prácticamente me arrastró hasta la mesa cuando le contesté. No sé qué tipo de ramo quería que hiciera, pero después de echar un vistazo a todas las telas que estaban esparcidas por la buhardilla intenté hacer algo con un trozo de seda salvaje de color rojo que había en el suelo y dos cintas doradas que encontré en una silla. No era espectacular, desde luego, porque en el jarrón solo había diez margaritas y algunas estaban perdiendo las hojas.

—¿Qué mierda de ramo me has hecho?

—Podría hacerte algo mejor si tuvieras algunas flores más —titubeé.

—¿Tú piensas que soy tonta? Sé que tienes mano para estas cosas y ahora me vienes con esta birria de ramo.

No sabía qué contestarle. Lo había hecho lo mejor que había podido con diez flores marchitas. No podía hacer milagros.

—Estoy muy cansada. Al final aprenderás a hacer lo que yo te pido.

Sandra me pegó un tirón de pelo y después me empujó contra la pared.

—Si tienes alguna flor más puedo hacerte un ramo más bonito.

—No sé por qué he confiado en ti. ¿Qué has hecho con mis flores y por qué ahora las margaritas están así de mustias?

—Sandra, estaban así de marchitas cuando me has dicho que te hiciera el ramo —murmuré estrujando el borde de mi falda.

—¡Eres una mentirosa! ¡No me digas que estaban así porque yo sé que no es cierto! Las he cogido esta mañana del jardín… —Dudó unos momentos, bajó la vista al suelo y esbozó una sonrisa retorcida—. No, fue ayer, y no las puse en agua. Eso es. Por eso están así de asquerosas. ¿Por qué no me dijiste que las pusiera en agua?

—Porque no lo sabía, Sandra.

Volvió a bajar la vista al suelo. No sé si estaba pensando o qué, pero en ese momento tenía la guardia baja, y yo aproveché para golpearla con todas mis fuerzas en la cabeza. Cuando cayó al suelo, le pegué varias patadas y salí corriendo hacia la escalera. No sé de dónde sacó las fuerzas, pero enseguida, cuando ya estaba a punto de llegar a la otra escalera, me alcanzó. El empujón que me dio fue tan fuerte que caí rodando hasta el piso de abajo.

Negué con la cabeza por mi mala suerte y, por qué no decirlo, por ser tan imbécil. Tendría que haber cogido la llave y después haber cerrado la puerta. No tenía fuerzas ni para levantarme. Rompí a llorar, no solo porque me dolía todo el cuerpo, sino además porque sabía que Sandra descargaría sobre mí una furia inconcebible. La había cagado y ahora no tendría ninguna posibilidad de escapar de sus garras. Solo deseaba que todo se acabara de una vez por todas. ¿Por qué no me dejaba en paz?

—Vuelve a levantarte. —Su vestido estaba desgarrado por un lateral y manchado de sangre—. Todo el día tirada en el suelo y abierta de piernas. ¡Pero qué se puede esperar de alguien tan ruin como tú!

Mientras me incorporaba, Sandra cogió la escopeta que había dejado encima de una mesa; después me ordenó que subiera otra vez. Llegamos a la buhardilla.

—Trae la silla aquí y siéntate.

—Sí. —Ahogué un gemido y tragué saliva.

De algún lugar había sacado una cuerda de algodón.

—No me has dejado otra opción. —Su cara estaba pegada a la mía y prácticamente me estaba escupiendo las palabras que decía entre dientes—. Ya no puedo confiar en ti. Me has defraudado.

Una vez que me senté, entendí para qué quería la cuerda. Me ató con ella a la silla. Salió un momento de la buhardilla. Bajó al primer piso y enseguida volvió a subir. Conforme se iba acercando, el estómago se me fue contrayendo.

Sandra entró con una cuchilla en la mano.

—¿Qué vas a hacer? —pregunté con un hilo de voz.

Si hubiera podido encogerme en aquella silla hasta desaparecer lo habría hecho sin lugar a dudas. Ella me gritó algo que no entendí muy bien. Después estrelló el jarrón contra la pared. Ella hablaba y hablaba, pero todo lo que murmuraba eran cosas sin sentido, o quizá yo estaba tan aturdida que no la entendía. La cabeza me daba vueltas, la adrenalina no me dejaba pensar, y sentí que en algún momento el corazón se me saldría por la boca. Sandra se colocó detrás de mí y me agarró del lóbulo de mi oreja derecha.

—Por favor, Sandra, somos amigas…

Después cogió las tijeras que había encima de la mesa.

—Por favor, Sandra, no me cortes el pelo —dije cuando un mechón de mi cabello cayó por delante de mis narices.

—Eres una idiota. ¿No entiendes que todo lo hago por tu bien? Te voy a dejar muy guapa.

Después se colocó delante de mí con un rotulador rojo de punta gorda y marcó dos líneas desde las comisuras de los labios hasta llegar a casi el borde de las orejas.

—¡Ríete!

A partir de aquel momento todo sucedió como si yo no fuera la protagonista de aquella pesadilla. No sé exactamente qué era lo que quería hacer, pero antes de llevarlo a cabo, Sandra me puso un trozo de precinto en la boca. Me esperaba cualquier cosa de ella.

Después agarró con fuerza el lóbulo de mi oreja y tiró de ella.

—Espero que a partir de ahora me hagas caso.

Mi grito quedó ahogado cuando ella me cortó un pedazo del lóbulo.

Si dijo algo después, no me enteré. El dolor fue tan intenso que perdí la conciencia.

Me pegó un golpe en la sien, cerca de la herida que me había hecho en casa de los abuelos de Marcos.

No sé si pasaron minutos, segundos u horas, pero el calvario era tan intenso que me trajo de vuelta a aquel mal sueño. Lo malo de caer en la inconsciencia era volver a abrir los ojos y encontrar que la pesadilla aún no había terminado. Mi regreso a la realidad se produjo de la forma más brutal que podía imaginar. Sandra me estaba cortando el pelo y dejaba los mechones sobre mi regazo.

Y lo peor de regresar a la realidad es que estaba sola, dolorida, y tenía mucho más miedo del que había experimentado jamás. Por más que tratara de convencerme de que saldría con vida de aquella casa, ya no lo tenía tan claro. Solo quedaba que Sandra me asestara el golpe de gracia. En sus manos era como la muñeca que yo había encontrado en un rincón del armario.

Ya no era nada.

La vida se había fundido en negro.

Marcos

Me mantuve fuera durante al menos veinte minutos esperando a que llegara la policía. No dejaba de mirar el reloj. De pronto, un trueno rompió el silencio de aquel lugar, y tras el trueno, llegó la tormenta. Oí a Sandra gritar:

—¡Cállate, zorra!

También oí perfectamente cómo se rompía un cristal o un espejo. No podría saberlo si no entraba, como tampoco podía quedarme de brazos cruzados y esperar a que todo ocurriera sin más. No podía seguir esperando una ayuda que quizá tardara en llegar.

Había decidido que iba a entrar en la casa, pero antes de hacerlo avisé a Elena de lo que iba a hacer. Enseguida me llegó la contestación de mi hermana.

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No contesté al último mensaje, lo dejé en modo silencio y me lo guardé en el bolsillo. Decidí saltar la verja antes que abrirla. Parecía bastante oxidada y el chirrido podría alertar a Sandra.

La casa tenía dos puertas, una que daba a un porche con una parra y otra trasera, en la cocina, que daba a un pequeño huerto. Después de rodear la casa me encontré con que ambas puertas estaban cerradas. Sin embargo, una pequeña ventana seguía abierta en la primera planta. Sopesé las posibilidades. No había ninguna escalera, pero esto no me detendría. Ya había cometido mi primera locura al venir a esta casa con mi hermana y estaba a punto de cometer la segunda; así que no me lo pensé dos veces. Me encaramé a la verja de la ventana que daba a la cocina y desde ahí traté de alcanzar la que estaba abierta en el piso superior.

Volví a oír otro grito, pero esta vez era de Lu.

—Por favor, Sandra, somos amigas…

Mi pie derecho resbaló a causa de la lluvia y me quedé colgando del alféizar de la ventana del primer piso. Tenía el corazón en la garganta. El sudor me corría por la espalda y la lluvia caía sobre mí sin piedad. Respiré profundamente y miré hacia abajo. Solo tenía que colocar el pie encima de la reja. Noté que una mano se me iba escurriendo y que con la otra me fallaban las fuerzas. Me estaba pasando factura el golpe en la cabeza. Apreté la mandíbula y saqué fuerzas de donde pensaba que no las tenía. Logré meter de nuevo el pie en la reja y pude volver a aferrarme otra vez a la ventana.

Estaba agotado. Respiraba de manera irregular. Para colmo, no dejaba de oír los gemidos de Lu y los insultos de Sandra. Tenía que relajarme y no dejar que me afectara el llanto de Lu si quería entrar en la casa.

Haciendo un último esfuerzo, trepé por la ventana y conseguí colarme en un pequeño cuarto de baño. Me apoyé en la cisterna del váter para colarme dentro poco a poco sin hacer demasiado ruido.

Los gritos venían de la parte de arriba. Busqué la escalera que llevaba a la buhardilla. Miré la hora en mi móvil. Llevaba más de media hora en aquella casa y todavía no había llegado la policía. Tenía varios mensajes de mi hermana y un montón de llamadas perdidas de mi madre. Le comuniqué a Elena que había entrado y después volví a guardarme el móvil en el bolsillo.

Estaba empapado. Si salía iba a dejar huellas y un rastro de gotas que me delatarían. No podía arriesgarme. Busqué en un pequeño armario alguna toalla con la que secarme, sobre todo las zapatillas. Después de unos minutos, conseguí secar las suelas de las zapatillas y que mi ropa no goteara. Guardé de nuevo la toalla en el armario. Abrí la puerta. Antes de subir el último tramo de escalera bajé a la cocina y cogí el cuchillo más grande que vi. No era gran cosa, pero al menos me hacía sentir más seguro. Volví a subir a la primera planta.

—¡Cállate de una puta vez!

Ahora solo oía los gemidos ahogados de Lu, por lo que pensé que tal vez Sandra la había amordazado.

Recorrí parte del pasillo, pero de repente la puerta de la buhardilla se abrió. Tragué saliva. Alguien estaba bajando y yo no sabía dónde meterme. Corrí hacia la única puerta que había abierta y me escondí detrás. Me pareció que quienquiera que fuese seguía bajando la escalera. Me mantuve alerta y esperé unos segundos antes de tomar una decisión.

Decidí salir cuando estuve seguro de que había bajado al piso de abajo. Revolvió cosas, tirando algunas al suelo y gritando palabras que no lograba entender. Corrí a la buhardilla y vi a Lu atada a una silla, con una mordaza y las manos unidas por unas bridas. Sangraba por una oreja, y observé con horror que Sandra le había cortado un pedazo, además de que llevaba el pelo a trasquilones. Lu alzó la barbilla cuando sintió que alguien entraba en la buhardilla. Sus ojos se abrieron desmesuradamente y pegó un salto en la silla. Entonces vi que llevaba unos labios pintados encima de la cinta. Sandra le había prolongado la sonrisa convirtiéndola en una mueca siniestra.

—Cálmate, Lu —susurré, y giré sobre mis talones para comprobar que todas las paredes estaban empapeladas con fotos mías y de Sandra. Después me volví hacia Lu—. Te juro que te voy a sacar de este lugar, pero Sandra no tiene que saber que estoy aquí. La policía está de camino. Tienen que estar al llegar…

Sandra volvía a subir.

—Hay que ver el trabajo que das, bonita. Pero cuando te arregle esa cara, no te va a reconocer ni tu padre. —Soltó una carcajada.

Lu y yo nos miramos a los ojos. En su mirada había una súplica para que cortara las bridas que le apresaban las muñecas. Negué con la cabeza. Si lo hacía, también tendría que cortar la cuerda que la unía a la silla. Insistió nuevamente.

Cuando pensaba que Sandra subiría el último trecho de escalera, se entretuvo en buscar algo en el primer piso. Se estaba tomando con calma regresar a la buhardilla. Me acerqué a la silla y corté las bridas, la cuerda y por último le quité la cinta que la amordazaba.

Lu se aferró a mi cuello y soltó un llanto silencioso.

—Es una trampa. Ella sabe que vas a venir —dijo al fin con la voz quebrada.

—Me da igual si es una trampa, pero no podía quedarme ahí fuera como si no pasara nada.

—¿Cómo vamos a salir de aquí? —me preguntó.

—No lo sé. Pero vamos a hacerlo.

El ruido de sus pasos nos puso sobre aviso de que esta vez iba a subir. Se podía oír el chasquido de unas tijeras que se abrían y se cerraban. Lu se abrazó a mí.

—Por favor, Marcos, no dejes que me haga nada, por favor… —susurró mientras la llevaba al lado de la puerta—. No dejes que se acerque a mí, por favor…

—Vamos a salir de aquí.

Esperamos a que entrara. Yo tenía el cuchillo en la mano, que pensaba utilizar en cuanto Sandra apareciera. Sin embargo, sin que yo pudiera hacer nada por impedirlo, Lu se me adelantó y se abalanzó sobre ella. Le pegó una patada en los riñones. Sandra cayó al suelo de bruces y Lu se sentó sobre su espalda.

—¡Eres una zorra asquerosa! —Quiso volverse, pero Lu se lo impidió agarrándola del cabello y pegándole un golpe seco contra el suelo.

—¡Estás loca, estás muy loca…!

Sandra estaba aturdida y daba muestras de haber perdido la conciencia. Agarré a Lu por las axilas para apartarla.

—Déjala, la policía está llegando. Vámonos de aquí cagando leches. Mi hermana nos está esperando en el coche…

No sé cómo ocurrió, pero en menos de un segundo Sandra se volvió hacia mí y me clavó las tijeras en el empeine.

—¡Suelta a mi novio, zorra! —exclamó.

Caí de rodillas y conseguí atraparle la mano antes de que sacara las tijeras. Por fortuna no fue un corte profundo, ya que las zapatillas que llevaba impidieron que la punta de las tijeras se hundiera mucho más.

Un hilo de sangre le corría a Sandra por la frente, bajaba por su nariz y llegaba a los labios. Tenía el vestido de novia manchado de sangre. Se la veía confusa y le costaba respirar. Lu consiguió colocarse encima de ella, la inmovilizó y le ató las manos con una cuerda que encontró en el suelo mientras yo la sujetaba por las muñecas.

Con el alboroto de la pelea no oímos que varias personas subían por la escalera.

—Creo que ha llegado la policía —le comenté reprimiendo una mueca de dolor.

—Aquí arriba, estamos arriba… —dijo Lu con un hilo de voz.

Buscó mi mano y la atraje hacia mí. Nos unimos en un abrazo profundo.

—Ya está, ya ha acabado todo. —La besé en la frente.

—¡Has venido a por mí!

—Claro, el viaje a la Ciudad Esmeralda no tendría sentido sin ti.

Y abrazados fue como nos encontraron.

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