Fidelity

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CAPÍTULO OCHO

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Se dirigió a una máquina expendedora y se quedó mirando una de esas hojas de publicidad en las que había papelitos cortados para que los cogieras. Arrancó uno y después esperó a que saliera el café de la máquina. Cuando llegó a mi lado me entregó el papelito.

—Toma, una sonrisa —dijo.

Me quedé sin saber qué decir. Por un instante el detalle me pareció precioso y hasta me dieron ganas de llorar. Tuve que parpadear para no dejar escapar unas lágrimas. Estaba intentando ser amable conmigo y yo no sabía qué hacer en una situación tan incómoda como aquella. Lo cierto es que me sentía una estúpida.

—Había un cartelito que ponía: «Si has tenido un mal día, coge una sonrisa».

—Muchas gracias. —Le sonreí.

El móvil de Susana zumbó dentro del bolso y lo saqué para contestar. Era su abuela, que había llegado al hospital y estaba hablando con la recepcionista. Marcos y yo nos acercamos al mostrador para darle el bolso y contarle qué había pasado.

—¿Cómo ha podido hacer esto mi Susana?

Entre Marcos y yo le explicamos qué se había tomado y que no era grave. La abuela pidió hablar con el médico que la había atendido mientras nos despedíamos de ella. Al parecer pasaría la noche en el hospital bajo observación. Nosotros ya no podíamos hacer nada más por ella.

Advertí que eran las diez y media de la noche y que, tal y como estaba, lo mejor era ir a casa y olvidarme de ese día tan raro. Tampoco iría a la fiesta de Miguel. No me encontraba con ánimos de nada.

—¿Te llevo a algún sitio?

—Si no te importa me gustaría que me acercaras a casa.

Por extraño que pudiera parecer, no quería que esto se acabara así, sin más, pero no sabía qué hacer para alargar este momento. Observé la sonrisa que me había regalado e imité el gesto.

Mientras yo le iba indicando el camino a casa, entre frase y frase que nos decíamos oía el sonido de los latidos de mi corazón. Parecía una despedida en toda regla. Deseaba saber qué pensaba, pero temía preguntarle. Quería decirle también que no me parecía un estúpido, más bien era yo la que me había comportado como una idiota.

Decidí no darle más vueltas. Supongo que cuando llegásemos a mi casa nos despediríamos y no volveríamos a vernos. Ni siquiera se extrañó de que viviera en un faro, ni tampoco hizo preguntas al respecto.

—Supongo que volveremos a vernos —me dijo cuando abrí la puerta del coche.

—Claro, ya nos llamaremos un día de estos.

Nos quedamos mirando. Sabíamos que no estábamos siendo muy sinceros. En cuanto cerré la puerta solté un bufido irritada. Ni él ni yo nos habíamos pasado nuestros números de teléfono y no habíamos hecho nada para solucionarlo. Vi cómo se alejaba y entonces decidí entrar en casa. Nefer salió a mi encuentro, la cogí entre mis brazos y la miré a los ojos.

—Dime que tú, al menos, no has tenido un día de mierda como yo.

La gata maulló y me acarició con la pata la mejilla.

—Menos mal que me quedas tú. ¿Me acompañas a tomar una infusión?

Nefer volvió a maullar. Lo bueno de estar a su lado es que podría contarle mis problemas y no me juzgaría.

—Venga, nos merecemos unas chucherías. De alguna manera hay que terminar bien el día, ¿no?

Y como comprendiendo mis intenciones, ambas entramos en casa y nos dispusimos a pasar una velada juntas en el balancín del jardín mirando las estrellas.

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