Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO NUEVE

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CAPÍTULO NUEVE

Cada uno es responsable de su propia infelicidad.

FRANCESC MIRALLES

Lu

Estuve sentada junto a Nefer en el balancín del jardín durante al menos dos horas. Me dio tiempo a terminar el libro que me había prestado una amiga, una lectura que me gustó más de lo que esperaba porque sabía cómo conectar con el público adolescente. Desde luego, no era nada fácil. Se trataba de Buenos días, princesa, de un autor que firmaba como Blue Jeans.

Después de cerrar la novela, fui al congelador para pillar algo dulce. Tras comerme una tarrina de helado de chocolate de un litro y haber saciado mi glotonería, tan solo deseaba darme una ducha y meterme en la cama. Ni siquiera pensaba dedicar un segundo más a Marcos y a Susana; estaba demasiado cansada para reflexionar sobre lo que había sucedido ese día. Quería olvidar lo que había ocurrido y centrarme en mi nuevo programa de radio. No tenía muy claro si el próximo lo dedicaría a El principito o a El mago de Oz. Quería que fuera especial.

No obstante, a pesar de mis propósitos, me seguía faltando algo que no acertaba a concretar. Entonces me di cuenta de que estaba pensando en Marcos y en que posiblemente escuchara el programa. De alguna manera, aunque me fastidiara reconocerlo, quería sorprenderlo con un tema que tenía la certeza de que a él le iba a gustar.

Nefer me seguía por la casa y de vez en cuando me lanzaba maullidos. Sabía que no tenía hambre, por lo tanto estaba segura de que quería que le hablara, que soltara de una maldita vez todo lo que llevaba callando desde que había llegado a casa.

—¿Qué más quieres que te diga? Soy un desastre, pero eso ya lo sabes, ¿verdad?

Nefer pareció entender mis palabras y, como si estuviera en desacuerdo conmigo, me acarició la pierna con la pata.

—Bueno, pero esta vez yo no he tenido la culpa…

Me lanzó una mirada de esas que tan poco me gustaban y que yo interpretaba como: «Eso no te lo crees ni tú, bonita. A mí no me la das con queso». Nefer, mi gata romana de cuatro años, parecía estar disfrutando de la situación. Solo le faltaba ponerse a reír a mandíbula batiente, como el gato de Cheshire.

—Vale, también la he cagado. ¿Eso es lo que querías oír?

Entonces maulló, se enroscó entre mis piernas y se dirigió a mi cuarto. Le abrí la puerta y se tumbó a los pies de mi cama.

—Necesito darme una ducha… Ahora vengo.

Sin embargo, mientras me desvestía en el cuarto de baño cambié de idea y me dispuse a llenar la bañera para darme un baño de esos antológicos. No tenía la costumbre de hacerlo por no malgastar mucha agua, aunque esa noche lo necesitaba. Encendí unas velitas de olor a frambuesa y eché una bomba de baño Regalo Sorpresa que Eva me había comprado en Lush. Enseguida el agua se tiñó de azul noche, y la sorpresa que prometía la bomba se refería a unas estrellas doradas que se esparcieron por la bañera.

A partir de ahora nada podría salir mal. Me daría un baño relajante, mi piel olería estupendamente, me acostaría y al día siguiente ya sería otro día. El plan perfecto. Nada perturbaría mi paz.

No llevaba ni diez minutos metida en el agua cuando llamaron a la puerta. Maldije entre dientes. André se había vuelto a dejar las llaves en casa. Por una vez que se me ocurría darme un baño y pasarme más de una hora metida en la bañera, mi padre venía a interrumpir mi paz. ¡Qué difícil me resultaba estar pendiente de un padre de cuarenta y cinco años! Lo salvaba que yo era igual que él. En más de una ocasión lo había hecho levantar de madrugada.

Aunque desde luego lo pagaría bien caro.

Me enfundé en mi albornoz, me enrollé una toalla en la cabeza y salí del cuarto de baño dispuesta a comerme a André. Abrí la puerta con rabia. Ni siquiera me molesté en preguntar quién era.

—¿Otra vez te has olvidado las llaves?

Sin embargo, al otro lado no se encontraba André, como yo pensaba; quien estaba en el umbral era Miguel, con una botella de cava en una mano y dos copas en la otra. Estaba apoyado en el marco de la puerta y sus labios esbozaban esa sonrisa de pirata que lo caracterizaba.

—¿Me invitas a pasar o hacemos el picnic en el jardín? —Llevaba una caja de bombones y una bandeja de fresas debajo del brazo—. Hace una noche estupenda.

—Pensé que eras André. Entra. ¿Cómo sabías que estaba sola?

Se me abrió el albornoz dejando un pecho casi al aire. Miguel posó los ojos en él. Aunque me había visto desnuda para las sesiones de fotos, nunca había percibido deseo en su mirada. Me ruboricé y me tapé de nuevo. Estaba descubriendo una nueva faceta en él, diferente a la que conocía.

—Ya sabes que el tema de la adivinación viene de familia —dijo apartando la mirada, y tras unos segundos en los que permanecimos callados siguió hablando—: En esto he sacado los genes de Eva.

—Déjate de chorradas. No te puedes parecer a Eva porque ella no es tu madre biológica. —Le pegué un pequeño empujón—. Dame cinco minutos y me visto.

Fui al cuarto de baño, apagué las velitas y vacié la bañera. «Adiós a mi noche de relax», pensé mientras el agua se colaba por el desagüe. Me sequé un poco el pelo con la toalla, me pasé el peine y después me puse una camiseta vieja de Jim Morrison y unos shorts.

Miguel estaba sentado en el sofá y había abierto la botella de cava.

—¿Brindamos? —me preguntó.

—¿Por qué?

—Porque la exposición es un éxito gracias a ti. —Me ofreció una copa y metió una fresa dentro—. Eres una modelo única. Aún no he encontrado a nadie que te supere.

Bajé la cabeza. Al menos la luz tenue del comedor disimulaba el rubor de mis mejillas.

—Ya sabes que prefiero la cerveza negra, pero no te voy a negar una copa. Quizá sea lo que necesite.

—¿Ves? Tengo dotes de adivinación, sabía que te vendría bien una copa. Estoy perfeccionando mi técnica.

Solté una carcajada.

—¿Serías capaz de quitarle el puesto a Eva? La matarías de un disgusto.

Elevó una ceja y chasqueó la lengua.

—¡No! —exclamé—. No me puedo creer que seas capaz de hacerle eso a Eva.

Miguel asintió con la cabeza.

—Sabes que no, que es una broma. Esto lo hago solo contigo.

Brindamos con nuestras copas y nos la bebimos en dos tragos. Para ser sincera, no me importaba nada lo que pudiera suceder después. Solo quería olvidar y Miguel me estaba ofreciendo la receta ideal. No obstante, había un problema. Deseaba que André no apareciera en toda la noche y se quedara a dormir en casa de Gemma, como hacía muchos días.

—Te aseguro que tengo muchas dotes para leer la mano, además de otras virtudes ocultas.

Me agarró la palma de la mano derecha y fue resiguiendo las líneas con el dedo índice. Un escalofrío me recorrió la espalda.

—Esta línea de aquí me dice…

—¿Que haré un viaje a París antes de que acabe el verano? —pregunté como si de pronto me hubiera venido una revelación—. Si es eso, siento decirte que Eva ya me lo ha dicho, así que te tendrás que esmerar algo más. ¡Quiero vivir una aventura!

—No, esto es mucho más interesante.

—¿Más interesante que ir a París? No creo.

Se me acercó un poco más. Olí su perfume. ¡Cómo me gustaba y que estuviera a mi lado! Aproveché para apoyar la cabeza sobre su hombro y beberme la copa. A Miguel le faltó tiempo para rellenármela de nuevo.

—¿Y si yo te dijera que te vas a enamorar de un chico irresistible? Esa será tu gran aventura.

—¿Tú crees? Pienso que te equivocas.

—No, ese chico está más cerca de lo que imaginas.

Sin saber por qué me acordé de Marcos. No había pasado nada extraordinario entre nosotros como para pensar en él. ¿O sí? Volví a llenarme la copa hasta arriba y le pegué dos tragos largos. No quería deprimirme recordando a un imbécil como él. No se lo merecía. No, no y no. Definitivamente tenía que ser más fuerte y pasar del tema cuanto antes. Debería estar triste, pero no, en este momento tenía otras prioridades, como disfrutar de la compañía de Miguel.

—¿Y qué pasa con Elena? ¿Te gusta? —dije para cambiar de tema.

—No lo sé. Es guapa, pero no es mi tipo.

—Pues a ella parece que la atraes. No deberías jugar con Elena si no te gusta.

Volví a llenarme la copa y saqué un bombón de la caja que había encima de la mesa.

—Ahora no quiero pensar en ella —replicó.

—Toma. —Le metí el bombón en la boca. Miguel se sorprendió por mi gesto abriendo los ojos como platos—. El chocolate es un buen sustituto del sexo. Menudo plan nos hemos buscado. Los dos nos hemos quedado colgados.

—¡No vuelvas a hacer esto! —exclamó. Se había quedado pálido.

Solté una carcajada.

—¿El qué? ¿Meterte un bombón en la boca?

—Por ejemplo. La próxima vez no respondo de mí.

Me hizo cosquillas y yo lo aparté de un empujón.

—Hasta ahora nunca te has quejado. Siempre te ha gustado que te los dé yo. No sé qué ha cambiado ahora.

Miguel se quedó callado y me miró con intensidad.

—Está bien. Dejaré de chincharte. —Le di un beso en la mejilla.

Después cogí otro y me lo metí en la boca, me recosté en el sofá y cerré los ojos. Dejé que el cacao se deshiciera lentamente en mi lengua. Miguel conocía muy bien mis gustos y sabía que solo me gustaban los bombones de chocolate negro.

—Se ha acabado el cava —dijo.

—En la nevera creo que hay otra botella. ¿Vas tú? Venga, por favor.

Aunque hubiese querido, no habría podido ir. Las burbujas me estaban haciendo efecto y me encontraba en una nube. Una sensación de felicidad me embargaba. Tenía la impresión de que de un momento a otro saldría flotando hacia la segunda estrella a la derecha y volaría hasta que amaneciera, rumbo al país de Nunca Jamás.

—Está bien. —Me besó en la frente—. ¿Quieres algo más?

—Sí, quiero… Cuando vengas te lo digo al oído. —Noté cómo la lengua me pesaba.

No sé cuánto tiempo pasó desde que Miguel se levantó, fue a la cocina y regresó con otra botella de cava, pero me sobresalté cuando el tapón saltó por los aires.

—Ponme una copa. Estoy en el cielo.

—Lo que creo es que estás borracha.

—¿Y qué más da? Hoy no quiero pensar en nada.

Miguel se resistía a darme un poco más de cava, y en vista de que él no me iba a llenar de nuevo la copa, le quité la botella de la mano y bebí a morro. Me levanté y puse un poco de música. Sonó entonces la banda sonora de La historia interminable. André era un nostálgico que se había quedado colgado en la música de los años ochenta y de vez en cuando escuchaba bandas de cine para preparar sus programas de radio.

—Venga, es hora de dormir. Deja que te lleve a la cama.

—No, no quiero. —Me colgué de su cuello—. Vamos a bailar un rato.

—Como quieras.

Pegamos saltos por el comedor, seguimos bebiendo y no paramos de reír. Cuando sonó Memorias de África me colgué de nuevo de su cuello. En realidad todo me daba vueltas y necesitaba un punto de apoyo para no caerme al suelo.

—¡Qué bien hueles! —soltó él. Sus labios se habían posado en el hueco de mi hombro.

—Sí, es una bomba que me regaló Eva. Y que sepas que me haces cosquillas en el hombro.

Miguel recorrió con los labios mi cuello y me mordió la oreja con suavidad. El corazón empezó a latirme con fuerza. Siempre había deseado que me besara y dejé que siguiera. Fue cubriendo mi mejilla de besos y sus manos se detuvieron en mis caderas para atraerme hacia su cuerpo. Sin embargo, aunque siempre había deseado tener algo más con él, no dejaba de pensar en Marcos. Estaba hecha un lío. Marcos, el chico que no podía quitarme de la cabeza, y por otra parte Miguel, el amor de mi adolescencia. ¿Qué me impedía seguir el juego de Miguel? ¿Por qué no podía rebobinar y volver a unos cuantos meses atrás, antes de que se marchara a vivir a Madrid?

—Me gustas mucho… —dijo él.

Sus labios rozaron los míos. Me besó con urgencia, como si se nos acabara el tiempo.

—Oh, Marcos… —«Oh, Dios mío», me dije mentalmente, y abrí los ojos. Mi subconsciente me había traicionado. ¿Por qué había dicho «Marcos» y no «Miguel»? No podía ser que me hubiese enamorado así como así de Marcos. Era ilógico, además de imposible. ¿Quizá es que me gustaba complicarme la vida?

—¿Qué has dicho? —preguntó Miguel.

—He dicho «Miguel»…

Entonces noté cómo un fluido caliente me subía desde el estómago hasta la garganta.

—Aparta —dije vomitándole a los pies.

El proyecto de noche romántica se había ido a la mierda. Y ya era la segunda vez en el mismo día.

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Marcos

Llevaba horas tocando la guitarra, rasgando las cuerdas hasta no sentir los dedos, ya que era la única cosa que podía calmar la desazón que me quemaba por dentro. A mi abuela no le importaba porque nunca le molestaba nada de lo que yo hiciera y mis padres no habían llegado aún a casa, por lo que podía tocar sin incordiar a nadie.

Hacía años que mi abuelo me había enseñado a tocarla. Me regaló mi primera guitarra cuando todos mis amigos hicieron la primera comunión, y desde entonces era una compañera que nunca me fallaba. Sin embargo, esa noche no podía sacarme de la cabeza a Lu. No es que fuera la chica más guapa que conocía, pero tenía algo que me gustaba: su inteligencia. Con ella podía mantener una conversación sobre libros, podía tomarme una cerveza y parecía que huía de los temas que apasionaban a mi hermana, como la moda, contar calorías y estar siempre perfecta. Además, ¡qué leches!, estaba muy buena. Sus fotografías habían dejado muy patente que tenía una belleza especial. ¿Cuánto tiempo hacía que no me interesaba por una chica después de lo de Sandra? Lo llamativo en Lu no es que fuera una gothic Lolita, lo que me llamaba la atención de ella es que tenía una sensualidad en su manera de hablar y de mirar que me desconcertaban.

Fantaseé con la idea de besarla, de descubrir a qué sabían sus besos, de acariciarla y de llegar todo lo lejos que ella me permitiera, aunque cada vez tenía más claro que aquello no sucedería. Me echó en cara la primera vez que nos vimos y que yo había olvidado. Del segundo encuentro no le había dicho nada, porque no tenía muy claro si aquello iba a liar mucho más lo que pudiera haber entre nosotros, la posibilidad de llegar a vernos otra vez.

Entonces, alguien interrumpió mis fantasías llamando a la puerta. Ni siquiera me molesté en responder. No tenía ganas de ver a nadie. Era imposible que fuera mi madre, y mucho menos que mi abuela dejara una lectura para interesarse por las penas de su único nieto. Solo podía ser la pesada de mi hermana. Hacía media hora que me había enviado un whatsapp para que la fuera a recoger, aunque como no me apetecía salir de casa le comenté que si la podía acercar Miguel, mucho mejor.

Elena entró en mi habitación.

—He llamado varias veces pero no me has respondido.

—Ya sabes que cuando toco la guitarra no me entero de nada. —«Mentira», estuve a punto de soltarle, «sólo has llamado una vez», pero no quería admitir que la había oído.

—Eres un idiota. Sí que me has oído.

—Vale, lo que tú digas. No quiero discutir.

Elena se sentó a mi lado con ganas de hablar, que era justo lo que menos me apetecía hacer a mí. Con lo lista que era para algunas cosas no sé cómo no se daba cuenta de que no me apetecía estar con nadie. O tal vez sí que se había dado cuenta y hacía como que no se enteraba. En cualquier caso, ni a mí ni a mi hermana nos crecía la nariz cuando soltábamos una mentira.

—¿Qué tal la noche? —me preguntó.

—Mejor no te cuento. O directamente te la resumo: ha sido una mierda.

—Se veía maja.

—Sí, el problema no ha sido ella, ha sido Susana, que ha aparecido en la performance y nos ha montado el numerito. Ha mezclado unas pastillas y alcohol, y la hemos tenido que llevar al hospital cagando leches.

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