Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO DOCE

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De pronto me di cuenta de que sentía algo mucho más profundo por Marcos. Creo que me había enamorado. ¿Me había enamorado? Esto no era como cuando me gustaba Miguel, era algo más serio. Yo era de las que pensaban que el amor iba surgiendo poco a poco, y sin embargo, había sucedido sin darme cuenta. Todo había sucedido muy rápido, pero no podía evitar sentir miles de mariposas en el estómago cuando pensaba en él.

—Es que yo sé que él no te va a hacer feliz. No es tu tipo.

—¿Y tú cómo sabes qué clase de chicos me gustan a mí? No me digas que ahora vienes en plan macho alfa a mearte en mi casa como si yo fuera tuya. Perdona, pero ese papel no te va. O es que quizá hasta ahora no me había dado cuenta de que eres un capullo.

—No me entiendes. Yo solo quiero lo mejor para ti. —Pensó unos segundos antes de seguir hablando—. Tú siempre has deseado visitar París. ¿Qué te parece si empezamos allí nuestra historia? En septiembre, cuando acabes con tus programas, nos vamos. Sé que lo deseas tanto como yo.

Cerré los ojos. Aquella propuesta venía muy tarde.

—No. El que no me entiende eres tú…

—Pero ¿tú de qué vas? —No me dejó terminar—. ¿No ves que te estoy ofreciendo la luna?

—¡Y una mierda, Miguel! —le grité—. Ya no quiero tu luna, no quiero nada contigo. Ahora ya es tarde. No hay ese nosotros que tú quieres. ¿Es que no lo entiendes?

Miguel se acercó y posó una mano sobre mi cintura para atraerme hacia él.

Me besó con rabia y por sorpresa. Yo lo aparté de un empujón cuando dejó de besarme.

—Pero ¿qué coño haces?

—¡Dime que no has sentido nada!

—¿Quieres saber lo que he sentido? Nada, eso es lo que he sentido. Así que ya te puedes marchar.

Miguel negó con la cabeza.

—Te lo voy a preguntar por última vez. Voy a olvidar todo lo que nos hemos dicho. ¿Quieres que me vaya? ¿Es eso lo que quieres?

—Sí, quiero que te vayas.

Recorrí los pasos que me separaban de la puerta de la calle para abrírsela. Él me miró con incredulidad porque no terminaba de creerse que estuviera hablando en serio.

—Lu, yo no quería que esto sucediera así. De verdad, lo siento.

—Yo tampoco, pero ha pasado. Adiós, Miguel —murmuré.

En cuanto salió, no dejé que me dijera nada más. Cerré de un portazo. Me metí en mi habitación, me cambié de ropa y me tumbé en la cama a escuchar música de los ochenta. Era, desde luego, mi mejor plan para esa noche.

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Marcos

Como Lu no me había contestado a los dos últimos correos que le había enviado, decidí presentarme en su casa y preguntarle adónde le apetecía que la llevara a cenar, en el caso de que quisiera cenar conmigo, claro. En el último correo me había dejado caer que podía ir a su casa. Llevaba, además de un trozo de tarta de manzana que mi abuela acababa de sacar del horno, una sorpresa que esperaba que le gustara. Se la había envuelto en papel de celofán rojo.

Llegué hasta el faro y aparqué en la verja. Había varias luces encendidas en la casa, por lo que era posible que Lu estuviera allí. Tras pensármelo unos minutos, decidí entrar y hablar con ella.

Fue su padre quien me abrió la puerta. No me hizo muchas preguntas y me indicó con el dedo la habitación de Lu. Tragué saliva. No sé por qué, pero estaba un poco nervioso. Tenía miedo de que me rechazara una vez que había llegado tan lejos.

La música de Cindy Lauper me llevó hasta la última puerta del pasillo. No sé por qué no me extrañó que ella estuviera escuchando esa canción. Le pegaba escuchar música de los ochenta.

Llamé varias veces a la puerta, aunque ella parecía no oírme.

Abrí poco a poco y murmuré su nombre. Lu estaba dando saltos encima de la cama con las sábanas revueltas y cantaba, si es que a pegar gritos se le podía llamar cantar. En una mano llevaba un cepillo que hacía las veces de micrófono.

Vestía unos shorts y una camiseta de tirantes que dejaba a la vista media espalda. Estuve observándola hasta que terminó la canción. Aún no se había percatado de que estaba en su habitación. Eché un vistazo a su cuarto. Lu era un desastre total. Tenía varios vestidos amontonados en una silla y por el suelo había algunas camisetas tiradas de cualquier manera. Se veía una maleta muy grande abierta con otra pila de ropa encima. Los libros estaban amontonados en varias pilas, además de tener todas las estanterías repletas.

En cuanto se volvió y advirtió mi presencia hizo un quiebro, perdió el equilibrio y cayó sobre la cama.

—Joder, Marcos, ¡qué susto me has dado! ¿Cuánto tiempo llevas aquí?

Me acerqué a ella por si se había hecho daño y me senté en el borde de la cama.

—El suficiente para saber que bailas muy bien pero cantas fatal.

Ella me sonrió y se masajeó el tobillo. Agarró un MP4 conectado a unos pequeños altavoces que tenía encima de la mesilla y bajó la música.

—No ha sido nada.

—Menos mal que no ha sido nada. Ya me veía llevándote a cenar tumbada entre mis brazos.

Lu soltó una carcajada, a la que yo también me uní.

—Por cierto, ¿por dónde has entrado?

—Por la ventana…

—¿En serio? —No terminaba de creérselo.

Lu torció la boca, y me pareció un gesto muy sexi.

—¡Vaya, y yo que pretendía ser original! A Edward Cullen le funcionaba en Crepúsculo.

—Vale, pero ni tú eres Edward Cullen ni esto es una novela. Además, si esto fuera una novela, miles y miles de chicas fruncirían ahora el ceño ligeramente ofendidas porque te has metido con Edward. En este mismo momento le caerías mal a un montón de tías y te marcarían con una cruz.

Elevé los ojos al techo.

—En ese caso tendría que hacer algo extraordinario con la protagonista, o sea, tendría que hacerlo contigo. Además, a quien quiero sorprender es a ti. Las demás no me importan.

Lu se mojó los labios.

—¿Y cómo crees que se podría llamar esta historia? —le pregunté.

Ella pensó unos instantes antes de responder.

—Difícil elección.

—Entonces dejemos que sea el destino quien ponga título a nuestra historia. ¿No te parece?

Lu asintió con la cabeza.

—Sí, que sea el destino quien escriba el título.

Me fui acercando a ella.

—¿De verdad un chico como tú lee este tipo de cosas? —me preguntó cambiando de tema.

—No, pero tengo una hermana muy pesada que me obligaba a que la acompañara al cine. Creía que te había quedado claro qué me gustaba leer.

—A mí me gustaron las novelas en su día.

—¿Ah, sí? ¿Por qué? No lo entiendo. Yo no dejaría pasar cuatro novelas para acostarme con una chica.

Nos quedamos mirándonos sin saber qué decir. Estábamos tan cerca que podía saborear su aliento. Al final me aventuré a hablar, porque si seguía mirándola terminaría besándola.

—Te he traído un trozo de tarta de manzana de mi abuela.

—Eso es todo un detalle.

Le ofrecí el pedazo que llevaba envuelto en papel de aluminio. Ella lo abrió para olerlo un instante.

—¡Qué buena pinta tiene!

—También te he traído algo que sé que te gusta.

Saqué de la bandolera el paquete que llevaba envuelto. Ella lo miró con perplejidad. Después levantó el mentón para mirarme a los ojos.

—¿Qué es?

—Tú ábrelo.

Lu quitó el papel que envolvía el paquete. Volvió a mirarme desconcertada.

—¿Cómo sabes que me encantan estas galletas?

Quería sorprenderla con las galletas de crema de limón que habíamos estado compartiendo un año y medio antes.

—¿De verdad quieres saberlo?

—Sí, claro. No creo que tengas poderes adivinatorios.

Esbocé una sonrisa.

—Hace un año y medio, el segundo día de Navidad, en un autobús una chica rubia que se parecía a ti se comió mi paquete de galletas.

Ella negó con la cabeza.

—No… ¡no me digas que eras tú!

—Sí, ese chico era yo.

Lu se tapó la cara con las manos.

—¡Dios santo! Pero qué idiota te debí de parecer aquel día. Te juro que fue un malentendido. Yo llevaba mis propias galletas y pensé que te estabas comiendo las mías —suspiró—. Aquel fue un día de mierda.

—Lo mismo podría decir yo. Aquel día… —me quedé pensando un momento mientras buscaba una palabra que definiera cómo me sentí en aquellos momentos, pero fui al grano—… terminé con Sandra, mi ex.

Lu se quedó callada y contuvo el aliento.

—Lo siento.

—Yo no. Yo no siento haber terminado con ella. Fue la mejor decisión que he tomado en mi vida. —Tomé aliento antes de seguir hablando—: Pero no quiero hablar de eso.

Torció de nuevo la boca.

—Quise pedirte disculpas, incluso golpeé el cristal para que te volvieras, pero está claro que soy especialista, por no decir idiota, en meter la pata.

—Yo creo que también he cubierto mi cupo de estupideces.

—Y sabiendo que fui una desconsiderada ¿aún quieres ir conmigo a la Ciudad Esmeralda?

—¿Por qué no? Ya te he dicho que me encantaba tu plan.

Lu sonrió.

—Ahora tendríamos que sorprender a nuestros lectores —le dije—. Estarán esperando algo especial. ¿No crees?

—¿Eso quiere decir que tengo que darte un beso por haber traído la tarta de manzana de tu abuela y un paquete de galletas?

Sus labios estaban tan cerca de los míos que tuve el impulso de besarla. Llevaba días preguntándome a qué sabrían sus besos.

—Eso lo dejo a tu elección. A mi abuela le encantan. Dice que soy un experto.

—¿De verdad? No sé si creérmelo.

—Solo hay una manera de salir de dudas.

Estábamos a punto de besarnos cuando su padre entró en la habitación.

—Chicos, voy a pedir una pizza para cenar. ¿Os apuntáis?

Pegué un respingo.

—¡André! ¿Ya has venido?

Ella se echó hacia atrás y yo maldije entre dientes. Creo que todos los padres del mundo desarrollan un sexto sentido para percibir siempre los momentos mágicos y joderlos.

—Sí, hace media hora que he llegado —respondió el padre de Lu.

—¿Te quedas a cenar? —me preguntó ella.

—Me encantaría.

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