Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO TRECE

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Después de cambiarme de camiseta estuve dando vueltas por la habitación y recogiendo la ropa del suelo. No quería salir enseguida. De repente me sentía bien doblando mis camisetas para colocarlas después en el armario que estaba prácticamente vacío. Colgué también mis vestidos y guardé la maleta debajo de la cama. Estaba poniendo orden en mi vida, y esto implicaba mi decisión de quedarme definitivamente con André. No me dio tiempo a recoger la habitación por completo pero sí a que no estuviera en un caos tan absoluto.

Antes de mi primera cita con Marcos busqué en una de las pilas de libros El mago de Oz. Recordaba a la perfección que él leía ese libro el día en el que me comí casi todas sus galletas. A veces solía fijarme antes en las lecturas de la gente que en las propias personas. Soy de la opinión de que una novela dice mucho de la persona que la lee.

Repasé rápidamente algunos fragmentos de la obra, así que entre recoger mi ropa y leer un momento creo que estuve como casi media hora antes de salir de mi habitación. El tiempo se me había pasado volando y no me di cuenta de que había dejado solo a Marcos con André.

Cuando llegué al comedor, Marcos estaba sentado en un sillón hablando con André y con Gemma. Menos mal que André no lo estaba sometiendo a un tercer grado, como habría hecho cualquier otro padre que hubiera pillado a su hija en su habitación a punto de besarse con un chico. Quizá el hecho de que estuviera también Gemma ayudaba a que mi padre no se hubiera puesto hecho una furia.

—¿Las pizzas aún no han llegado? —pregunté.

—Aún no —me respondió Gemma.

La novia de papá se levantó y yo me acerqué a ella para darle dos besos. Me dio un abrazo que casi me dejó sin aliento. Desde que nos conocimos siempre se había mostrado muy cariñosa conmigo. Y lo más importante, hacía feliz a André de una manera que una hija no puede hacerlo.

—Qué bien que te quedes a cenar —murmuré en su oído para que solo lo oyera ella—. Así tengo excusa con André para enseñarle el faro a Marcos.

—¿Eso significa una cena romántica? —me preguntó Gemma.

Asentí con la cabeza.

—Hoy estás muy guapa —me dijo al oído—. Hacía tiempo que no te veía tan radiante.

Solté una carcajada y ambas miramos a Marcos. Creo que si en este momento el suelo se hubiera abierto bajo sus pies, él lo habría agradecido.

No me extrañaba que André se hubiese enamorado de Gemma. No solo por ser una mujer hermosa en todos los sentidos, sino también por lo tierna que era. En muchos aspectos se parecía a mamá, y eso me gustaba mucho. Físicamente era un poco más alta que yo, tenía una melena rubia y rizada y unos ojos azules que dulcificaban su mirada. También le gustaba la poesía y era una apasionada de la radio. Era perfecta para André.

En ese momento alguien llamó al timbre. Gemma se apresuró a recoger las pizzas mientras André me pidió con la mirada que lo acompañara a la cocina para poner la mesa. Marcos, por su parte, comentó que también podría ayudar.

—No te preocupes —le contestó André mientras salíamos del comedor—. Hoy eres nuestro invitado. Ponte cómodo.

André iba delante de mí, y cuando llegó a la cocina se volvió con una sonrisa burlona en los labios. Después soltó una carcajada.

—¿De qué te ríes?

Mucho me temía que André iba a estar dándome la lata durante toda la noche, pero yo tenía otros planes al respecto. Por eso pensaba llevar a Marcos a cenar al faro, más que nada para evitar este tipo de miradas y de sonrisas por parte de mi padre y de Gemma.

—Has dejado a tu amigo un poco solo. Espero que esta noche no le tengamos que dar conversación dos viejos como nosotros. Gemma y yo tenemos nuestros planes.

Me encogí de hombros.

—Necesitaba ordenar un poco mi habitación… Acabo de guardar la maleta debajo de la cama para que no esté tirada allí en medio.

André abrió los ojos como platos.

—O ese chico besa estupendamente o Benedetti obra milagros. ¿Dónde está la Lu de hace tres días que me decía que no creía en el amor?

Solté un bufido. Tener que hablar de estos temas con un padre no era lo más ideal para una hija, por muy modernos que fuésemos. Pero parecía que no quería entenderlo. Ni siquiera con mamá me hubiera resultado fácil hablarlo.

—Quizá Marcos sea uno de esos tres chicos a los que les gusta la literatura.

—Como te dije, era mucho más fácil que encontrar una aguja en un pajar.

—Bueno, no tanto.

André me pasó unas servilletas de papel y un paquete de patatas fritas, al tiempo que él cogía unas latas de cerveza de la nevera. Sacó también un mantel de tela de cuadros rojos y blancos de un cajón.

—¿Sabes qué le gusta a Marcos? ¿Cerveza, cola, agua? Antes le he ofrecido un refresco pero no ha querido tomar nada.

—A él le va más la cerveza rubia —dije cogiendo dos latas.

Antes de salir de la cocina, André me comentó:

—¿Sabes una cosa? Si alguien encontrara una vacuna para el virus del amor, yo huiría de ella como de la peste. Me gusta esta enfermedad, me gusta estar enfermo de amor.

Nos sonreímos y yo asentí con la cabeza. Reflexioné sobre esto último que me había dicho. Él consideraba que el amor era un virus, una enfermedad extrañamente asombrosa, desde luego.

Al llegar al comedor, Marcos se había levantado del sillón y miraba por la ventana. Me acerqué a él.

—He pensado que te apetecería cerveza, pero si quieres otra cosa, solo tienes que pedírmelo.

—No, una cerveza está bien.

—Si no te importa, coges tú las pizzas y yo llevo las latas, las servilletas y la bolsa de patatas.

—¿No cenamos con tu padre?

—No. Ellos ya tienen sus planes. A André le gusta hacer picnics en el jardín con Gemma. Yo te voy a llevar al mejor restaurante del mundo.

Marcos me siguió hasta la puerta de la calle, y desde ahí lo llevé al faro. Encendí la luz.

—¿Estás preparado para buscar una estrella conmigo? —le pregunté.

Marcos se limitó a asentir. Me miraba de una manera un tanto extraña, entre fascinado y aturdido.

Empezamos a subir. Solo se oía el sonido de nuestros pasos. Al llegar arriba me di la vuelta para indicarle que estaba a punto de conocer nuestros estudios.

No pude reprimir una carcajada. Marcos, como me había prometido, se había colocado una nariz de payaso y su mirada era de lo más tierna. Estuve tentada de lanzarme a sus brazos y darle un beso.

—Empezamos bien la noche. Te he hecho reír.

—Sí, y me encanta.

¡Oh, Dios mío! ¿Yo había dicho eso? No me reconocía. Marcos siguió mirándome de aquella manera que hacía que un agradable calor me recorriera el estómago.

—Al fin vas a conocer nuestro estudio. Aquí es donde las palabras se hacen grandes y donde todo adquiere otro sentido.

—¿Es aquí donde vamos a cenar?

—No, vamos a subir un poco más arriba.

Dejé que Marcos pasara en primer lugar. Él observó el estudio, ahora vacío, con admiración. Lo dirigí a una pequeña puerta que nos llevaba aún más cerca de las estrellas.

—Espectacular —dijo Marcos cuando salió al exterior.

—Sabía que te gustaría. Son las mejores vistas de toda Valencia.

Apenas teníamos luz, pero no nos importaba porque esto nos permitía estar más cerca el uno del otro. Sin duda era la cena más íntima que había tenido nunca.

Mientras cenábamos, estuvimos tonteando, diciendo chorradas y riéndonos sin parar. ¡Cómo deseaba que se detuviera en ese momento el tiempo y que Marcos siguiera haciéndome reír!

Creo que ambos estábamos nerviosos porque sabíamos muy bien qué pasaría cuando termináramos de cenar. Y a pesar de intuirlo, estuvimos alargando el momento.

Me tomé el último trago de cerveza y apoyé la espalda en la pared. Miré al cielo, que estaba despejado de nubes. Podían apreciarse algunas estrellas.

—Aún no me has dicho cuál es tu estrella —le recordé.

Marcos se colocó aún más cerca de mí. Me temblaron las piernas cuando cogió mi mano y señaló hacia el grupo que conformaba la Osa Menor.

—La mía es la estrella polar. Cuando pierdo el rumbo miro al cielo y ella me indica qué camino he de seguir. —Iba señalando con un dedo—. Y entre la Osa Mayor y la Osa Menor se puede encontrar la constelación Draco.

Volví la cara hacia él. Sus ojos brillaban. Para qué mirar al cielo si ya tenía a mi lado las dos estrellas que yo más deseaba. Me apartó un mechón de cabello y lo colocó detrás de la oreja. Yo suspiré y volví a sentir un cosquilleo en el bajo vientre. Tocó con el índice de su mano derecha el borde de mi boca, recorrió el contorno y yo entreabrí los labios cuando noté su aliento muy cerca de mí. Cerré los ojos. Podía sentir el roce de su piel, su aroma me estaba volviendo loca. Entonces nuestras bocas se encontraron. Fue un beso cálido, largo, profundo, sin prisas. Jugamos a mordernos los labios, a saborearnos con tranquilidad.

Una mano se hundió en mi pelo y con la otra me atrajo más hacia él. Yo me senté a horcajadas sobre sus rodillas. Le acaricié el pecho, y lo que había empezado como un beso plácido se convirtió de repente en una necesidad. Parábamos, nos mirábamos a los ojos y volvíamos a besarnos temblando de placer. Yo deseaba la eternidad de cada beso, de cada una de nuestras caricias.

Cuando nos quedamos sin aliento, Marcos se apartó un momento de mí.

—Espera, Lu. Prefiero parar ahora porque quiero hacer las cosas bien.

Tragué saliva. Yo lo deseaba, al igual que él.

—Ahora sería capaz de cometer una locura. Haces que pierda la cabeza.

—¿Y por qué te detienes?

—No me tientes. —Se mordió el labio—. De verdad, Lu, creo que es mejor parar aquí.

—¿Estás seguro?

Vaciló unos segundos. Finalmente me dijo:

—No, no estoy seguro, pero no me apetece que nuestra primera vez sea de cualquier manera. De lo único que estoy seguro es que me gustas mucho.

Sentí que el corazón se me iba a salir por la boca. Nadie me había dicho nunca algo tan bonito. Y ahora era yo quien estaba protagonizando mi propia historia de amor, no la estaba leyendo en ningún libro.

—Como supongo que no tendrás crucigramas para entretenernos, lo mejor será que me marche.

Solté una carcajada.

—¿Por qué dices lo del crucigrama?

—No sé si te acuerdas de la canción de Amo a Laura. La letra decía: Hagamos juntos este crucigrama, aplacemos lo otro para mañana, cantar contigo me llena de alegría… ¿Sigo cantando?

—¿Qué es lo otro? No me ha quedado muy claro. Seguro que es más divertido que hacer un crucigrama.

Esbozó una sonrisa socarrona.

—Te aseguro que sí.

—Si tú lo dices, tendré que creerte.

Marcos se levantó del suelo y me tendió una mano para que me incorporara. Volvió a besarme, pero esta vez fue un beso corto.

—Hasta has cantado, como me habías prometido.

—Menos mal que no te has aburrido y no he tenido que recurrir a mi monólogo. Solo me había preparado media hora.

—Yo también me alegro de que no hayas tenido que recurrir a tu monólogo. Debo decir que me encanta tu expresión oral.

Sentía que compartíamos casi el mismo aire ya que nuestros labios estaban a escasos centímetros de distancia.

—¿Sí? Mañana seguimos, si quieres, claro.

—¿Qué propones?

—Mañana te preparo la cena… —Se mordió el labio. Supongo que estaba pensando en el postre.

—Hecho. Mañana acepto tu invitación.

—Ha sido una noche estupenda —me dijo mientras íbamos bajando la escalera.

Cada pocos escalones nos parábamos y nos besábamos.

—Te juro que este es el último por hoy —me dijo.

—¿El último?

Suspiró. Ni él ni yo queríamos despedirnos.

—Por hoy sí. —Miró el reloj. Faltaba un minuto para las doce—. Mañana muchos más, todos los que quieras.

—Estoy deseando que llegue mañana.

A lo lejos oímos claramente la primera campanada que anunciaba las doce de la noche.

—Ya es mañana —dije yo—. Menos mal que no se ha hecho de rogar.

—¿Sabes que eres mala?

—Sí, lo sé. Pero estoy segura de que a ti también te gusta.

Volvimos a buscar nuestros labios mientras las últimas campanadas sonaban.

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