Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO UNO

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CAPÍTULO UNO

Es mejor estar sola que infeliz con alguien.

MARILYN MONROE

Invierno

Lu

Como siempre que tenía una cita con Miguel, él llegaba tarde. Habíamos quedado para comer por el centro, en algún lugar donde no tuviéramos que oír los mismos villancicos una y otra vez. Tanto a él como a mí no nos gustaba el ambiente navideño y elegimos una pequeña pizzería del barrio del Carmen para ponernos al día sobre el último libro que habíamos leído. Una vez a la semana quedábamos para hablar de nuestras cosas, y entre ellas estaba la literatura. Aunque él consideraba que aún no estaba preparada para leer Rayuela, de Julio Cortázar, yo la había leído dos veces, una siguiendo el orden que proponía el autor y otra de principio a fin. Desde luego no fue una lectura fácil, pero soy de las que asumen retos.

También había un pequeño detalle que no quería contarle a Miguel de por qué quería que leyésemos esta novela juntos. Mamá era una apasionada de la literatura hispanoamericana, sobre todo de Gabriel García Márquez, de Mario Vargas Llosa, y cómo no, de Julio Cortázar. Alguna vez me había comentado que André y ella se enamoraron en París leyendo Rayuela, mientras recorrían las calles de la novela.

Me parecía tan romántico que alguien se enamorara al tiempo que lee una novela que hubiera dado cualquier cosa para que esto mismo me sucediera a mí con Miguel. ¡Cómo me gustaría que me llevara a París y se me declarara de una vez por todas! Llevaba enamorada de él desde que tenía diez años y Miguel dieciséis. No cambiaría por nada del mundo la complicidad que compartíamos. Éramos perfectos. Yo solo quería ser su Maga.

El camarero vino por segunda vez a la mesa para tomar nota después de que hubiera estado más de media hora sentada bebiendo solo un vaso de agua. Me miraba con pena, como si mi cita me hubiera dado plantón, aunque yo sabía que Miguel aparecería de un momento a otro. Al final me pedí una Fanta de naranja y una bolsa de patatas fritas porque tenía bastante hambre. Eran casi las tres de la tarde y no había tomado nada desde que me había levantado.

Miré varias veces el móvil por si no me funcionaba bien el tono de llamada y comprobé que no tenía ningún mensaje. Hasta saqué mi libreta para apuntar todo lo que pensaba de él para que no se me olvidara cuando lo tuviera delante. Estaba segura de que una vez que apareciera no recordaría nada y me quedaría escuchando todos los proyectos que tenía en mente. No sé cómo lo hacía, pero su voz poseía un efecto hipnotizador sobre mí. Podía pasarme horas y horas escuchándolo sin cansarme.

Apunté que era un desconsiderado, y hasta escribí un pequeño discurso que tendría que oír sí o sí.

Si era sincera, tenía que dar la imagen de ser una pringada total, porque después de casi una hora esperando ya no sabía qué hacer ni qué cara ponerle al camarero cada vez que miraba en mi dirección.

Así que cuando lo vi aparecer por la puerta pegué un bote en la silla. Creo que el camarero advirtió que mi cita había llegado al fin. Solo me faltó aplaudir y que un cartel de neón pusiera: BIENVENIDO.

Cientos de mariposas revolotearon en mi estómago. Lucía una sonrisa de medio lado y dejaba entrever sus dientes perfectos. Guardé la libreta en el bolso y dejé para otro momento más oportuno la reprimenda. Me hubiera gustado levantarme y acercarme al camarero para decirle: «Toma, chúpate esa, no me han dejado plantada. No soy una pringada». Sin embargo, me quedé sentada y esperé a que Miguel se acercara a darme dos besos. Rocé con mis labios la comisura de los suyos. Nunca me había atrevido a llegar tan lejos con él, aunque después de una hora de plantón me lo merecía. Él me agarró de una mano para que me levantara, me dio un abrazo fuerte y me susurró al oído:

—Siento llegar tan tarde, pero te aseguro que hoy es por un buen motivo. Tengo algo que contarte.

Cerré los ojos y olí su aroma. En ese momento creía que el corazón se me iba a salir por la boca. No había nada como estar perdida entre sus brazos. No obstante, me hice la ofendida y me aparté pegándole un empujón suave. Aún no me había dicho nada de mi nuevo look. Me había teñido el pelo de rubio, tal y como le gustaban a él las chicas, y me había puesto el camafeo que me regaló el día de mi cumpleaños. Lo había pegado a una cinta negra de terciopelo y le había cosido una puntilla de color rosa. Me encantaba hacer ese tipo de joyas.

—Espero que hoy no te haya secuestrado un extraterrestre. No, ¡ya sé! —exclamé poniéndome melodramática—. Te has encontrado con Scarlett Johansson por la calle y te ha invitado a tomar unas tapas y por eso me has dejado tirada una hora. —Era su actriz favorita, aunque yo creo que no era precisamente por sus dotes interpretativas, más bien le gustaba por sus dos buenas razones delanteras—. ¿Verdad que es eso? Porque si no es eso, ya no cuela.

—Venga, no te enfades. Cuando te cuente lo que he decidido vas a flipar tú también. —Me guiñó un ojo.

El camarero nos trajo la carta para que fuésemos pidiendo. Yo le indiqué que quería una lasaña vegetal y otra Fanta de naranja, y Miguel pidió una jarra de cerveza bien grande y una pizza puttanesca.

—Estoy esperando que me cuentes qué has decidido.

Miguel me cogió de las manos y se tomó unos segundos para soltarme su gran noticia. Solo deseaba que él no notara cómo me temblaban.

—Me voy a vivir a Madrid.

Abrí los ojos como platos. Creo que mi sonrisa se quedó congelada. Esperé a que siguiera contándome. ¿Esa era la decisión con la que tenía que flipar? Sí, desde luego había flipado, pero no como se suponía que tenía que hacerlo.

—Mi primera exposición ha tenido tanto éxito que ya estoy preparando la segunda.

Tragué saliva. No entendía por qué quería irse a Madrid si siempre había trabajado en el taller que tenía su madre en Benicalap. Intuí que había algo más que no me estaba contando, aunque no sabía de qué se trataba.

—¿No dices nada? —me preguntó mostrándome una gran sonrisa.

—Supongo que es una buena noticia.

Era una respuesta de lo más estúpida, y lo sabía, aunque no se me ocurría nada mejor que decirle. Yo era de las que pensaban en frases ingeniosas pasados unos minutos, pero no podía rebobinar y decir algo ocurrente al cabo de un rato. Quizá con el tiempo consiguiera ser algo más graciosa.

—Esto es lo que siempre he deseado. —Sus ojos tenían un brillo especial—. Muy pronto mis fotografías serán expuestas en Nueva York, París, Londres y Berlín. He conocido a una artista muy bien relacionada con el centro Pompidou.

Pegué un grito tan exagerado que la pareja que estaba tomando el postre a nuestro lado se me quedó mirando.

—¡Eso es maravilloso! Vas a exponer en París.

—Sabía que te ibas a alegrar.

—¡Vas a exponer en París! —exclamé de nuevo.

Me hubiera gustado decirle entonces que me llevara con él a París, que allí viviríamos nuestra historia de amor, como en Rayuela. Era como un sueño hecho realidad.

—Sí, Laura dice que le encanta mi estilo y cómo mezclo dos artes tan diferentes como la pintura y la fotografía.

—¿Y Laura es esa artista que está tan relacionada con el centro Pompidou?

Él asintió y me besó las manos. Yo me quedé prendada de su mirada. Se lo veía tan contento que tuve el impulso de levantarme y volver a abrazarlo. Sin embargo, el camarero trajo en ese momento las bebidas y la comida e interrumpió nuestro momento mágico. Miguel me soltó las manos y cogió la jarra para beber un gran trago de cerveza.

—Estoy deseando que os conozcáis. Le he hablado a Laura tanto de ti que ella dice que ya eres como esa hermana que nunca tuvo. Al principio estaba un poco celosa porque pensaba que éramos algo más que amigos. ¡Ya ves qué disparate! No sé por qué creía que éramos novios.

El corazón, de repente, dejó de latirme y sentí que la sangre se me había helado en las venas. Se me quedó seca la boca.

—Sí, menuda tontería —me obligué a decir.

Bajé la vista al plato humeante y metí el tenedor en la lasaña.

—Nos vamos a vivir juntos.

De pronto se me quitaron las ganas de comer.

¿De qué diablos estaba hablando ahora? Y lo peor de todo, ¿quién era esa Laura? ¿Por qué no me había hablado hasta ahora de ella? Se suponía que nos lo contábamos todo. Además, habíamos quedado para hablar de Rayuela, de nosotros. No entendía nada de lo que me decía.

—¿Cómo que os vais a vivir juntos?

—Sí, nos vamos a vivir a Madrid.

—Pero ¿vivir juntos de vivir juntos?

—Sí, como una pareja.

—¡Estás de coña, ¿verdad?! Pero si apenas la conoces.

Miguel le dio otro trago a la cerveza. Yo no dejaba de mirarlo. De pronto me sentía traicionada por él. Siempre nos lo habíamos contado todo y de un tiempo a esta parte parecía que tenía una vida en la que no había cabida para mí.

—Sé que ahora Laura es lo que necesito. No sé, aporta tranquilidad a mi vida.

—¿Y qué dicen tu madre y Eva de todo esto?

—Aún no se lo hemos dicho. De hecho, solo la han visto una vez porque ella vive en Madrid. —Volvió a cogerme de las manos—. Y esto no va a cambiar nada entre tú y yo. Vendré todas las semanas, o siempre que me sea posible. Te prometo que encontraremos unas horas para nosotros.

Miguel siguió hablando y yo fui asintiendo con la cabeza como si estuviera escuchándolo. Jugué con la comida del plato, aunque tenía el estómago tan cerrado que no me entraba nada.

—Lu, ¿qué me dices?

Levanté la cabeza y sonreí.

—Sí, claro que está muy buena, pero esta mañana me he levantado con el estómago un poco revuelto. Creo que le voy a pedir al camarero que me lo ponga para llevar a casa y esta noche la tomaré para cenar. Ya sabes que André es un inepto en la cocina.

—No has escuchado nada de lo último que te he dicho, ¿verdad?

Le di un trago a la Fanta antes de responderle. Definitivamente estaba quedando como una idiota.

—¿No me habías preguntado si me gustaba la lasaña?

—Lo sabía, no has escuchado nada de lo último que te he dicho. —Me mostró su mejor sonrisa—. Te comentaba si te apetecería participar en mi nueva exposición. Quiero que seas el eje central y que todo gire en torno a ti.

—¡Eeeh… sí, ya sabes que puedes contar conmigo! —Me bebí lo que quedaba en el vaso—. Si no te importa, me voy a ir a casa. Ya quedaremos otro día y me lo comentas con más calma.

—¿Estás bien?

—Sí, de verdad. Solo es una indigestión por todo el turrón que he comido estos días. Ya sabes lo golosa que soy. Anoche me comí una caja de bombones antes de acostarme.

—Si quieres te llevo en coche y anulo mi cita con Laura. Había quedado con ella dentro de media hora para que me ayudara a empaquetar mis cosas.

—No hace falta. No te preocupes por mí. —Me levanté y me colgué el bolso del hombro.

Lo único que necesitaba en ese momento era salir del restaurante y respirar algo de aire fresco. Miguel no dejó que pagara mi comida y me despedí de él con dos besos fríos en las mejillas, tan helados como aquella tarde de invierno.

Mientras caminaba hacia la parada del bus pensaba en que nada había salido como yo creía. Me había dado cuenta una vez más de que las personas a las que quería no siempre iban a estar a mi lado. Primero se fue mamá para no volver nunca más. Y ahora él echaba a volar junto a una novia de la que nunca me había hablado. ¡Menuda tontería pensar en que Miguel y yo teníamos futuro como pareja! ¡Qué pava era! Acababa de cumplir los dieciséis y ya creía que sabía lo suficiente de la vida como para pensar que Miguel se quedaría conmigo para siempre.

Mamá era de las que decían que todo en esta vida pasaba por algo, que cuando una persona se iba otras llegaban. Pero ahora no podía pensar en alguien mejor que Miguel. Yo siempre creí que él sería mi destino. No cabía otra posibilidad. Y la vida se empeñaba todos los días en sorprenderme con algo nuevo.

Miré al cielo, quizá con la esperanza de encontrar un letrero luminoso que me dijera: «No te preocupes, enseguida vas a encontrar a alguien». Sin embargo, yo no quería encontrar a ese alguien, yo quería que ese alguien fuera Miguel.

Al menos de todo aquello saqué una cosa en claro. Me juré que jamás, nunca más en la vida, volvería a cometer la estupidez de teñirme el pelo o hacer cualquier otra tontería para gustarle a un chico. En cuanto llegara a casa mi pelo volvería a ser negro. Ante todo iba a ser fiel a mí misma.

Tan pronto como el autobús llegó me senté al lado de la ventana. Saqué de mi bolso Rayuela para releer una y otra vez el capítulo que me emocionaba tanto. Se titulaba «El beso» y resumía todo lo que me había imaginado hacer con los labios de Miguel.

En la siguiente parada, un chico que llevaba una boina se sentó a mi lado. Lo miré disimuladamente. Sujetaba con una mano una novela y estaba enfrascado en la lectura tanto como yo. Me di cuenta de que era El mago de Oz, y por la cubierta pensé que tenía que ser una versión muy antigua.

Sentí de pronto que estaba hambrienta, apenas había comido, y recordé que llevaba un paquete de galletas en el bolso. De repente noté que una mano cogía dos galletas. Lo miré de reojo. Él seguía atento a su lectura. ¡No me lo podía creer! ¡Tenía un morro que se lo pisaba! ¡Ni siquiera me había pedido permiso! Y no sé por qué, pero no me apetecía discutir con él. Ya había tenido suficiente con Miguel. Aquello se convirtió en un juego por ver quién comía más galletas que el otro. El autobús hizo tres paradas más antes de que el chico se levantara y guardara la novela en su bandolera.

—Bonito camafeo —dijo.

—Gracias. —No pretendía ser seca al dar una respuesta tan escueta, pero en ese instante solo quería que el mundo se olvidara de mí.

Entonces me ofreció lo que quedaba del paquete:

—¿Las quieres?

—Por supuesto. —Y se las quité de la mano sin mirarlo a la cara.

No obstante, él me pegó un buen repaso antes de que la puerta se abriera.

—¡Qué caradura! —exclamé.

Una vez que se bajó me di cuenta de que mi paquete de galletas seguía sin abrir y que me había comido todas las suyas. Ya era una casualidad que le gustaran las mismas que a mí. Lo peor de todo era que durante unos minutos habíamos estado tan cerca, incluso nos habíamos rozado con el hombro, pero no tenía ni idea de qué aspecto tenía. Ni siquiera me había atrevido a mirarlo a la cara.

Ya en la calle se aproximó a una chica que no dejaba de mirar hacia donde yo estaba. Él seguía de espaldas y se acercó a darle un beso en los labios. No podía verle la cara a la chica porque llevaba un sombrero. Ella le hizo «la cobra» y parecía estar bastante enfadada. Golpeé el cristal para disculparme, incluso me levanté de mi asiento para que me hiciera caso. Quería que supiera que no tenía intención de comerme sus galletas, que yo tenía las mías, pero el autobús arrancó y quedé por segunda vez en un día como la mayor imbécil del mundo. Solo esperaba que mi estupidez, como otras muchas cosas, se curara con el paso del tiempo.

Sé que has quedado con una zorra, lo sé. ¿Por qué me haces esto? ¿Por qué? Yo no dejo de pensar que estás con ella en vez de conmigo. Luego dirás que son imaginaciones mías, pero no es cierto. Hueles siempre a colonia de zorra. A mí no me puedes engañar. Crees que soy tonta, y no, yo no soy tonta. Voy a demostrarte que tengo razón y que no puedes tratarme como si fuera idiota. Yo tengo sentimientos. ¿Sabes lo que es sentirse como yo me siento? No lo sabes, no, porque tú no me quieres como yo te quiero a ti. Pero yo voy a demostrarte cuánto te quiero.

Marcos

No entendí muy bien por qué la chica que estaba sentada a mi lado se había mosqueado tanto cuando le ofrecí el paquete de galletas. Había intentado ser amable con ella, incluso estuve a punto de preguntarle dónde había comprado el camafeo que llevaba para regalarle uno igual a Sandra, y si no le dije nada cuando empezó a comerse mis galletas fue porque vi una expresión afligida en su rostro. No quería darle mayor importancia, ni tampoco quería enfadarme por una chorrada como esa. Gente idiota la había a patadas, y justamente a mí me había tocado estar al lado de una chiflada. ¡Quién lo iba a decir de una rubia tan guapa como ella!

A pesar de este pequeño contratiempo, estaba decidido a pasar una tarde perfecta con Sandra. Desde el día de Nochebuena no la veía y tenía ganas de darle mi regalo de Navidad. Iríamos a la chocolatería que tanto le gustaba y nos tomaríamos un buen chocolate caliente con unos cruasanes untados con mantequilla.

Me extrañó que Sandra me estuviera esperando en la parada del autobús y no en la chocolatería en la que habíamos quedado. Su cara era todo un poema e intuía que volveríamos a tener otra bronca. Nuestras discusiones se habían convertido en rutina. Ya ni me acordaba de lo que era tener una buena tarde de risas con mi novia.

Antes de que ella dijera alguna cosa saqué de mi bandolera una cajita con mi regalo. Deseaba que le gustaran los pendientes de plata que le había comprado. Elena me había ayudado a escogerlos. Mi hermana tenía bastante mejor gusto que yo a la hora de elegir regalos. Lo bueno de tener a Elena es que siempre estaba ahí cuando la necesitaba.

—Muy considerado de tu parte —me espetó Sandra.

Se apartó cuando le fui a dar un beso en los labios. Cerré los ojos. Habían pasado unos cuantos meses desde que me prometí que no volvería a sentirme como un miserable cada vez que a Sandra le entraban sus ataques de celos. Pero por más que ella me juraba que nunca más se volverían a repetir, siempre había una siguiente vez. Día sí y día también discutíamos por tonterías. Y ahora me preguntaba cómo sería tener una novia con la que compartir otra cosa que no fueran reproches. Mi corazón estaba tan maltrecho que, por muchas tiritas que le pusiera, apenas conseguía darles sentido a mis sueños. Necesitaba encontrar con urgencia una tienda donde repusieran corazones. Deseaba que nuestras manos volvieran a tocar una estrella, la segunda a la derecha, y que pidiésemos el mismo deseo. Quería volar al país de Nunca Jamás y perdernos allí por unas horas para reír como niños. Pero ella se empeñaba en ser como Wendy como cuando se había hecho mayor y se olvidó de volar.

Y yo quería seguir creyendo en el amor, así que posé el dedo sobre su nariz respingona para que se le destensara el ceño.

—Estás muy seria.

—Lo sabía, sabía que me estabas engañando. ¿Quién era esa? —me preguntó apartándome de un manotazo el dedo.

—¿Quién era quién, Sandra?

Suspiré con calma, tratando de no perder los nervios. Ya no sabía si quería estar exactamente donde estaba, si no me estaba volviendo loco por extrañar algo que había dejado de existir hacía muchísimo tiempo. Y lo peor de todo era que en nuestras miradas ya no había magia.

—Esa del autobús.

—¡Y yo qué sé, Sandra! No conozco a todas las chicas de Valencia. Me he sentado a su lado y ya está. Era el único sitio que había vacío en el autobús.

—No me mientas, Marcos. He visto cómo le dabas algo. ¿Por eso no has quedado conmigo estos días, porque estabas con ella? ¿Porque la prefieres a ella antes que a mí?

—¿De qué estás hablando?

—Y ahora me dirás que estoy loca y que me lo estoy inventando todo. Que todo son imaginaciones mías.

Suspiré. Aquello me estaba superando.

—¿En qué momento te he dicho que estás loca? Ni siquiera lo he insinuado.

—Pero he visto cómo la mirabas a ella.

No sé cómo había empezado esta conversación, pero de pronto sentí que mi corazón se iba comprimiendo por momentos. Necesitaba uno de repuesto. Esto era ya una emergencia.

—¿Me creerías si te dijera la verdad? Dime, ¿me creerías si te dijera que esa chica que estaba sentada a mi lado se ha comido todas mis galletas? No sé cómo ha ocurrido, pero eso es lo que ha pasado.

Sandra se mordió el labio inferior. Sus ojos estaban vidriosos.

—No te das cuenta, Marcos, pero por mucho que me digas que confíe en ti siempre terminas engañándome.

—No entiendo a qué viene esto otra vez. ¿Por qué no olvidamos que nos hemos encontrado en la parada del autobús y nos tomamos un chocolate bien caliente?

Yo solo quería olvidar este malentendido. Sandra negó con la cabeza.

—Sabes que aunque quieras no puedes engañarme. Siempre me has dicho que yo sería la única, que no habría ninguna más. Yo soy la primera y la última, y cuando me doy la vuelta me encuentro que no es así.

Sandra giró sobre sus talones y comenzó a caminar hacia la plaza de la Reina. La seguí, me mantuve a su lado sin hablar y esperé a que ella se calmara.

—Me has hecho daño, Marcos. Yo no soy como tú, que puedes enrollarte con todas las que te encuentras por el camino. No, yo necesito a alguien que me sea fiel, no un novio que continuamente me engañe.

—Sandra, por favor, no sé de dónde sacas que te he engañado.

—Pero ¿cómo puedes tener la desvergüenza de negarme que entre esa chica y tú no hay un rollito? Dime, ¿cuándo la has conocido? ¿Desde cuándo salís juntos? ¿Primero quedas con ella y luego sales conmigo?

Sentí de repente cómo se abría una brecha tan grande entre nosotros que las palabras caían en lo más profundo del abismo. Ya no había posibilidad de rescatar nada. Habíamos perdido lo que fuera que tuviésemos en el pasado. Conocía el sabor de mis lágrimas, que me escocían en los ojos y que no podía derramar, ese dolor profundo que se me había instalado en el pecho porque ya no sabía dónde se alojaba la felicidad. Ya no nos teníamos. Por mucho que lo intentásemos, era un querer y no poder.

—Será mejor que me vaya, Sandra. Si me quedo es posible que diga cosas de las que más tarde me arrepienta.

—Has quedado con ella, ¿verdad?

—¿Con quién, Sandra? —exploté. Ya no podía más. Había tocado fondo—. No he quedado con nadie más que contigo.

Intentar razonar con ella era imposible. Era como si ella hablara en mandarín y yo en tagalo.

—¿Sabes?, yo no soy como esas tías con las que sé que sales.

A mí no me puedes usar y después tirar como si fuera una basura.

Me cubrí un instante la cara con las manos. Tragué saliva y entonces le dije lo que llevaba tiempo negándome:

—Se acabó, Sandra. —La miré a los ojos—. Hemos terminado. No puedo seguir con lo nuestro. Me agotas. ¿Es esto lo que querías? Pues ya lo tienes.

Ella se quedó parada y con la boca abierta. Negó varias veces con la cabeza. Se lanzó a mi cuello y colocó las manos en mis mejillas. Estaban frías. Rozó sus labios con los míos. Cerré los ojos. Necesitaba sentir esa suavidad de la que una vez me había enamorado, y sin embargo, nuestros besos eran desapasionados. Ya no me embargaba ninguna emoción cuando nos besábamos. Ella se apretó mucho más a mí, buscando unas caricias que yo ya no podía darle. Me mordió en un labio y sentí el sabor metálico de la sangre en mi boca.

—No, no hemos terminado. Sé que podemos arreglarlo. —Las lágrimas corrían por sus mejillas—. No sé qué me ha pasado. Te juro que no volverá a ocurrir. Por favor, Marcos, tienes que creerme. Volvamos a empezar.

Había oído tantas veces esas mismas palabras que ya no tenían sentido. Sabía que volvería a pasar otra vez. Cuatro besos y dos caricias no podían compensar todo el daño que me había hecho, todo el dolor que llevaba arrastrando.

—¿Por dónde quieres que empecemos? Ya no hay nada entre nosotros, ¿es que no lo entiendes?

Sandra me empujó con rabia.

—Eres igual que todos los tíos, un mentiroso. Te has aprovechado de mí. ¿Qué he sido yo para ti, un pasatiempo? Me prometiste que estaríamos siempre juntos.

—¿Promesas? ¿Qué son las promesas, Sandra? Si te digo la verdad, las promesas están para romperlas cuando uno de los dos no cumple su parte del trato. Y eso es lo que quiero hacer ahora, quiero terminar de una vez por todas con esta pesadilla.

¡Dios, cómo había deseado decir estas palabras en voz alta! ¿Durante cuánto tiempo me había dicho que lo nuestro no podía terminar?

—Estabas deseando terminar conmigo, ¿verdad? Pues vete a la mierda y lárgate con esa rubia. Al final te darás cuenta de que nadie te querrá como yo. Porque tú me quieres sí o sí.

La miré. Casi sentí lástima por ella.

—Eso pensaba yo, pero no, te equivocas. Ya no siento nada por ti.

Aquellas malditas palabras que le había dicho casi me hicieron más daño que cuando ella me golpeó con los puños en el pecho. No era del todo cierto, pero no podía seguir con ella si no quería terminar en un pozo sin fondo.

—Siempre has sido una mierda de novio. Nunca me has querido.

La miré por última vez antes de darme la vuelta.

—Adiós, Sandra.

Ya no tenía nada más que decirle.

—Marcos… Marcos… —gimió varias veces más.

Cuando dejé de oír su voz sentí cierto alivio. Me perdí entre el barullo de la gente que caminaba por la calle San Vicente. Entonces, en cuanto estuve lo bastante lejos de ella, me paré un momento y reflexioné sobre lo que había pasado. Habíamos terminado y no había vuelta atrás. Sin saber por qué, solté una risa histérica que liberó toda la frustración que llevaba dentro. Tenía una herida en el pecho que no dejaba de sangrar. ¡Cómo me dolía! Pero solo me quedaba seguir hacia adelante y no mirar atrás.

Definitivamente el amor no era como me habían hecho creer, ese maravilloso estado en el que la vida era de color de rosa, ni tampoco era como ese eslogan que leí una vez en un gran almacén: «El verdadero amor supone siempre la renuncia a la propia comodidad personal». Aquella cita era de Tolstoi. Y no, ya no me creía que tenía que renunciar a ser yo para que ella me anulara a la menor oportunidad. De un tiempo a esta parte mi vida era muy oscura.

¡A la mierda con el amor! Iban a pasar muchos años antes de que volviera a enamorarme. No quería que nadie me humillara como lo había hecho Sandra.

Me metí las manos en los bolsillos y anduve sin rumbo fijo. Sonreí con tristeza al darme cuenta de que seguía llevando el regalo de Sandra. No dudé en dárselo a una chica que estaba sentada en un banco. Me senté a su lado y dejé la cajita allí.

—Perdona, se te ha caído esto del bolsillo.

—No, no se me ha caído. Son unos pendientes de plata. Son un regalo.

—Pero si no nos conocemos de nada.

—¿Y qué más da?

Ella me miró como si estuviera loco, pero en aquel momento me daba igual lo que la gente pensara de mí. Seguí caminando, perdiéndome entre la gente y sintiendo que la soledad hacía mucho tiempo que se había apoderado de mí y yo ni siquiera me había dado cuenta.

Entonces me dije suspirando:

—¡Bienvenido a la bendita soltería!

Esto no puede haber acabado así. Yo tenía razón. Me estabas engañando con una zorra. Pero te has equivocado conmigo. Yo te lo he dado todo, he apostado por esta relación y tú no puedes decirme cuándo se acaba esta historia. Teníamos planes de futuro. Yo estaba organizándolo todo. Éramos la pareja perfecta. ¿Por qué te empeñas en hacerme daño? Esto no se acabará nunca. Lo juro por lo más sagrado. Haré que vuelvas a mí o será lo último que haga en esta vida. Solo eres para mí. Esta vez te has pasado y va a ser difícil que te perdone lo que me has hecho, Por favor, perdóname. Voy a cambiar, te lo juro, pero tú no salgas con más zorras. Mañana será otro día y verás las cosas de otro color. Entiende que no me puedes hacer lo que me haces. Te quiero mucho, de verdad que te quiero, y tú también me quieres, ¿verdad?

Polvo de estrellas en la casita de Lu

A veces me gustaría ser como La Bella Durmiente, dormir durante cien años y esperar a que venga a despertarme mi alma gemela. Porque, ¿se puede vivir sin amor? ¿Se puede simplemente vivir y ver la vida pasar? ¿Cuándo llega ese momento en el que dos personas saben que se aman? Yo quiero un: Aquí empieza nuestra historia.

Firmado: Lu

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