Fidelity

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CAPÍTULO CUATRO

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CAPÍTULO CUATRO

Nadie huye de un lugar, huye de algo.

SLAWOMIR MROZEK

Lu

Miré la hora. El autobús a Los Cabos estaba llegando. Esperé a que todo el mundo subiera y se acomodara. Le di el importe justo al conductor, que me saludó como todos los días que coincidíamos.

—Buenos días, Lu. Hace un día precioso, ¿verdad?

—Sí.

Fui a sentarme en la parte de atrás cuando las puertas se cerraron del todo. El trayecto duraba media hora, un tiempo que aprovechaba para leer la novela que llevara entre manos en esos momentos.

El autobús hizo dos paradas antes de llegar al final del trayecto, muy cerca del faro donde vivíamos André y yo.

—¿Hoy con qué vas a sorprendernos? —me preguntó el conductor antes de abrirme la puerta para salir—. Cada día lo haces mejor.

Me encogí de hombros y se lo agradecí con una sonrisa.

—El programa de hoy se lo voy a dedicar a Cortázar y a una mujer que tiene una voz estupenda. Espero que te guste lo que he preparado.

—Hasta el momento no tengo queja —comentó abriendo la puerta delantera del autobús.

—Hasta mañana. Recuerda, si te gusta «Polvo de estrellas en la casita de Lu», recomiéndaselo a tus amigos —repliqué a modo de broma.

—Mi mujer se baja todos los podcasts de Radio Faro.

—Lo sé. —Le guiñé un ojo mientras bajaba del autobús.

Una brisa me azotó la cara cuando posé un pie en la acera. Una mujer mayor se me quedó mirando. A pesar de llevar casi toda mi vida viviendo en Los Cabos, había quien se sorprendía todavía por cómo iba vestida. Quizá esperaba que de un momento a otro sacara mi escoba y saliera volando. Aun así la saludé y le mostré mi mejor sonrisa.

—Buenos días, señora.

Su sorpresa fue mayúscula y me devolvió el saludo con un gesto tímido de la mano.

—Buenos días… bonita. Dale recuerdos a André.

—Se los daré de su parte.

Cuando llegué a casa, André estaba en el porche tomando un aperitivo con el vecino, un viejo pescador del pueblo.

—Hola, ¿qué tal, Carlos?

—Aquí vamos, tirando —respondió—. Rosa ha hecho esas patatas rellenas que tanto te gustan.

Me gustaba que su mujer se acordara de que André y yo éramos vegetarianos. Rosa, su mujer, era una cordobesa que siempre hacía algo de comida de más para nosotros.

—Dale las gracias.

Nefer acudió a mi encuentro, algo extraño en ella ya que no solía salir de casa a mediodía. Solo reclamaba mi atención cuando tenía hambre, así que se restregó por una pierna para que la acompañara hasta la cocina.

Como sospechaba, tenía su plato vacío y esperaba que le pusiera algo de comida. Maulló varias veces cuando saqué un saquito de pienso. Estaba claro que Nefer no se iba a contentar con un puñado de bolas secas.

—Eres una interesada —la recriminé—. Solo me buscas para que te ponga comida.

Nefer se restregó otra vez contra mi pierna y comenzó a maullar. Saltó a mis brazos para lamerme la cara.

—Yo también te quiero. ¿Me acompañas al estudio? Hoy puede que te interese el tema. Voy a hablar del amor.

Por su gesto entendí que prefería hacer su vida y que pasaba de mi proposición.

—Tú te lo pierdes —le dije mientras saltaba de mis brazos.

Aún quedaba media hora para que empezara el programa. Saqué un refresco de cola de la nevera y el plato de patatas rellenas que había traído Carlos.

Tras ponerle la lata de comida a Nefer me marché al estudio.

—Que aproveche. —Le acaricié las orejas.

Se había convertido en una costumbre contar mentalmente los escalones que había desde la puerta hasta arriba. Ciento cincuenta y cinco peldaños me separaban de la planta baja.

Le pasé la lista de canciones a Roberto y la escaleta de todo lo que iba a hablar. La hora se acercaba. Aunque tuviera un esquema de lo que iba a decir, no dejaba de estar nerviosa.

Tras unas cuñas de publicidad, Roberto me dio paso. La música del inicio estaba preparada. Sonaron los primeros acordes de la sintonía del programa: Sense el ressò del dring, de Pascal Comelade.

A continuación dejé que sonara Fidelity, de Regina Spektor. Una vez que terminó la música comencé a hablar:

—Decía Julio Cortázar en su novela Rayuela: «Andábamos sin buscarnos pero sabiendo que andábamos para encontrarnos…». No somos nosotros quienes nos elegimos, es el destino el que decide que nos encontremos. Si te da igual el lugar adonde quieres llegar, como le pasaba a la protagonista en Alicia a través del espejo, te dará igual qué camino coger. Todos los caminos llevan a algún lugar. Bienvenidos a «Polvo de estrellas en la casita de Lu», un programa para luciérnagas perdidas en la luminosidad de la mañana. ¿Te atreves a volar conmigo? Porque hoy, como cualquier otro, es el día perfecto para que nos encontremos, y por qué no, para enamorarnos. Creo en las historias con finales felices…

Marcos

La mañana con Susana había mejorado notablemente desde el mismo momento en que nos metimos en el jacuzzi. Hizo que me olvidara del gatillazo que sufrí en La Casa del Libro y, por qué no decirlo, también de la mirada airada de su amiga. Solo esperaba no encontrármela en mucho tiempo. Me temía que ella era de ese tipo de chicas que podían traerme problemas. ¿Para qué complicarme la vida si tenía a Susana, que no me exigía más de lo que yo estaba dispuesto a darle? Ella ya tenía su novio y yo era un pasatiempo. En unos días él regresaría de Brasil y ella volvería a sus brazos como si no hubiera pasado nada.

Susana estaba sentada en mi regazo cuando Daisy, la criada, llamó a la puerta del gimnasio.

—La señorita tiene la comida en la mesa —dijo desde el otro lado de la puerta—. Yo me tengo que marchar ya.

—¿Ya son casi las tres de la tarde? —exclamó Susana—. ¡Cómo se me ha pasado la mañana!

Me abrazó con fuerza, como si tuviera miedo de que me marchara. Besé su cuello y subí hasta el lóbulo de la oreja para susurrarle:

—Cuando quieras repetimos.

Ambos soltamos una carcajada al tiempo que yo atrapaba sus labios con los míos. Nos besamos sin darnos tiempo para coger aire. Tenía que reconocer que Susana sabía cómo hacer que perdiera la cabeza.

—Bueno, señorita, me voy, que mi marido está en el coche esperándome.

—Hasta mañana.

—Bueno, Daisy, ha sido un placer conocerte —dije yo mientras ella se marchaba.

—¡Pero qué confianzas te tomas con el servicio! —Susana me pegó un manotazo.

—Sabes que ahora, en estos momentos, solo me interesa tu boca y lo que puedas hacer con ella.

—Me encanta que me digas esas cosas.

Me levanté y la cogí de la mano.

—Habría que ir pensando en comer.

—Yo estaba pensando en otra cosa —sugirió ella.

—Podríamos dejarlo para el postre.

—También. —Me guiñó un ojo—. Te puedo enseñar una receta que hago con chocolate. Pero tienes que estar así de desnudo. ¿Estás dispuesto a que la probemos?

—Por supuesto. Creo que me va a gustar esa receta.

Le pasé a Susana la camiseta que estaba tirada junto a mis pantalones para que se vistiera. Me acerqué a ella para tomarla por la cintura. Posé mis labios en su hombro desnudo y fui besando su piel hasta alcanzar la boca.

—¿Te apetece que ponga la tele? —me preguntó ella—. Me gusta comer viendo algún programa de los que echan en Divinity.

Por apetecerme, me apetecía escuchar otra cosa que no fuera algún programa de Divinity. Faltaban cinco minutos para que dieran las tres de la tarde e iba a empezar el programa de radio que tanto me gustaba.

—¿Tienes radio? Me gusta escuchar un programa que se titula «Polvo de estrellas en la casita de Lu». Podríamos escucharlo juntos.

—Ese es el programa de Lu.

—¿Lu, qué Lu?

—Lu, mi amiga. Le he prometido como cien veces que la escucharía, pero tiene que ser un poco aburrido si habla solo de libros.

—¡¿Tu amiga tiene un programa de radio?!

De repente noté cómo la boca se me quedaba seca. No podía ser que la Lu que tanto me gustaba escuchar en la radio fuera la misma que le daba clases a Susana. Ahora todo iba cobrando sentido. Lo que me llamaba la atención de Lu no era precisamente su mirada cargada de rabia, era su voz. ¿Cómo no la había reconocido antes?

—Por favor, Marcos, ya sé que es un poco pedestre…

Parpadeé varias veces sin entender qué quería decirme.

—¿Pedestre?

—Sí, que es una marisabidilla.

—Vale, quieres decir que es una pedante.

—Da igual cómo se diga. Tú ya me entiendes. Y si la escuchamos juntos siempre podemos comentar su programa. Así cuando me vea mañana con ella no quedaré como una idiota que no se ha enterado de nada.

—Está bien. —Intenté tragar saliva.

—Y después, como te he prometido, tendrás tu postre. Vamos a escuchar de qué habla mi amiga.

No le contesté.

Susana me llevó hasta la cocina. El delicioso olor de la carne inundaba la estancia. Daisy nos había dejado encima de la mesa dos platos vacíos mientras que la olla estaba en la encimera. Antes de servir la comida Susana puso la radio y buscó en el dial el programa de Lu. Aún no eran las tres de la tarde y la voz de un chico se despedía con una canción muy comercial a la que no presté atención.

Pasaron unos minutos de anuncios antes de que comenzara a hablar Lu. Me gustó que empezara con Fidelity, de Regina Spektor, una artista que mi madre adoraba.

—Oye, Marcos, ¿tú crees en la fidelidad?

No me atreví a mirarla a los ojos.

—¿Por qué me haces esta pregunta?

—No sé, porque tú y yo…

—Tú y yo estamos bien como estamos. Y sí, creo en la fidelidad, pero también me gusta que mi libertad tenga alas.

—Ya, pero me gustaría que lo nuestro fuera más en serio.

—¿Cómo de serio? Creí que estábamos bien así.

—No sé…, supongo que me gustaría celebrar un cumplemés, tener un aniversario y esas cosas que hacen los novios.

Tragué saliva de nuevo. Seguí comiendo. No sabía qué responderle. Ella ya tenía novio, y desde luego no era yo.

Entonces, como decía la canción, me perdí en el sonido de las palabras de Lu, era como una música armoniosa que se filtraba en mis pensamientos y no me dejaba pensar con claridad. A través de las ondas su voz parecía diferente. Era dulce, cálida, hasta diría que casi infantil, tal y como la recordaba. Nada que ver con la Lu que me había encontrado en el Starbucks. Lo que no esperaba es que empezara con Cortázar.

—Creo que te mereces a alguien mejor que yo —dije al cabo de un rato—. Soy un mal novio.

—A mí me gustas como eres.

—Eso es porque no me conoces.

—Te conozco lo suficiente para saber que me gustas.

Bajé la mirada al plato. Ya había tenido este tipo de conversación con otras chicas y sabía dónde desembocaría todo esto. No sé si me apetecía seguir hablando de ello. Además, no estaba preparado para empezar algo serio con Susana. Ella quería invitarme a un tipo de fiesta muy distinta a la que yo quería ir.

Lu siguió hablando sin darme tregua a que protegiera mi corazón:

—«¿Cómo sería el beso perfecto? Hay muchas clases de besos, pero para Julio Cortázar esta era una manera como otra de besar. Desde luego él sabía cómo convertir algo tan cotidiano en algo extraordinario…».

Esa misma mañana le había contestado en Twitter que si deseaba un beso de esos que la hicieran soñar que era importante para alguien, que viniera a por él. Y era el tipo de beso que nunca podría darle a Susana.

Me imaginé el párrafo que elegiría de Cortázar para continuar con el programa. No podía ser otro que un fragmento de Rayuela:

—«Toco tu boca, con un dedo toco el borde de tu boca, voy dibujándola como si saliera de mi mano, como si por primera vez tu boca se entreabriera, y me basta cerrar los ojos para deshacerlo todo y recomenzar; hago nacer cada vez la boca que deseo, la boca que mi mano elige y te dibuja en la cara…».

No podía dejar de escucharla. Y lo peor de todo es que cada vez lo tenía más claro. No podía seguir engañándome ni tampoco creando falsas expectativas en Susana. Yo no me imaginaba volando con ella al país de Nunca Jamás ni dibujando el contorno de su boca.

—Marcos, ¿me escuchas?

La miré y asentí, más como un hábito que había aprendido para esquivar ciertas situaciones incómodas.

—¿Tú entiendes algo de lo que está hablando?

—Sí.

—Es que yo pienso que solo dice tonterías. ¿De verdad eso de lo que habla tuvo éxito?

—Sí.

Quería que Susana se callara de una puñetera vez y me dejara escucharla. Jamás imaginé que podría llegar a ser tan irritante. De haber tenido una bola de adivinación no habría ido con Susana a su casa.

Me levanté de la silla. Necesitaba aire fresco y salir de la cocina cuanto antes. Hice el esfuerzo de alejarme de ese programa de radio que me estaba machacando. Aquellas palabras estaban sacando a la luz recuerdos que creía olvidados.

—¿No te vas a quedar para el postre?

—No, lo siento.

Susana se mordió un labio. En sus ojos afloraban unas lágrimas.

—Por favor, no me dejes. Podemos seguir como hasta ahora.

Esa era una mentira a medias, y ambos lo sabíamos. Susana tenía unas necesidades muy distintas a las mías.

—No es por ti, princesa. Es por mí. No puedo darte lo que me pides.

Parecía una de esas frases sacadas de una mala película de las que hacían todos los sábados en alguna de esas cadenas que tanto le gustaban a mi abuela.

—No quiero que te vayas… La he cagado, ¿verdad?

—No, tú no has hecho nada. Todo esto es por mí. Además, tú tienes novio. Yo no sé dónde encajo en tu vida.

—Él no es importante para mí.

—Siento que tu novio no sea importante para ti. Deberías ser más honesta con él. Yo nunca te he engañado.

—¿Esto es una despedida?

Nos miramos a los ojos. Había un tiempo y un lugar para todo, y lo nuestro era mejor dejarlo aquí. Nunca fue como Susana se imaginó. No era su voz, ni su rostro, ni nada de ella lo que estaba buscando.

—Me temo que sí… Lo siento, de verdad que lo siento.

—Tenía razón esa tía que me llamó el otro día. Al final te has aprovechado de mí.

—¿De qué tía hablas?

No entendía de qué me estaba hablando.

—De una amiga tuya. Soy una tonta por haber confiado en ti. Sabía que lo bueno no podía durar. Ella ya me lo advirtió. Me dijo que me dejarías, porque es lo que siempre haces.

—Sabías que lo nuestro tenía fecha de caducidad porque tú no querías compromisos. Pronto me habrás olvidado. Y además tienes novio. Me lo dejaste muy claro desde el principio. Ambos lo sabíamos.

—Por favor, Marcos, no te vayas…

No me volví para mirarla.

Y Lu seguía hablando:

—«Escucha la llamada del amor. ¿Estás preparado?».

Lu parecía estar llamando a alguien, y yo solo deseaba ser parte de esa llamada. Nuestro segundo encuentro había sido más desafortunado que el primero. Tenía que reconocer que habíamos empezado con mal pie, pero esto siempre podía cambiar.

—«Y hasta aquí ha llegado este vuelo en ”Polvo de estrellas en la casita de Lu”. Espero que hayáis disfrutado de este viaje tanto como yo. No necesitas decir adiós porque todo esté cambiando. Digamos hola cuando nos encontremos.»

Polvo de estrellas en la casita de Lu

Tengo miedo de mirarte, de perderme en el paraíso que me prometen tus ojos y no poder regresar a mi libertad. Intuyo que podríamos volar más allá del infinito, al país de Nunca Jamás. Ansío encontrarme contigo y guardar tu mirada en mis pensamientos.

Firmado: Lu

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