Fidelity

Fidelity


CAPÍTULO DIEZ

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CAPÍTULO DIEZ

Llora. Grita. Siente. Pide al mundo

la verdadera historia que te mereces…

DANI OJEDA

Lu

«Por favor, que alguien apague la luz del sol y me deje morir en paz», pensé. Me desperté con un terrible dolor de cabeza y con la boca más seca que un estropajo. Todo me pesaba y me daba vueltas. Los párpados eran como dos losas que no podía despegar de mis ojos. Iba a necesitar un martillo eléctrico para poder abrirlos. ¿Cuántas copas habría bebido? Un olor a agrio me trajo a la realidad. El pelo me olía a vómito. Genial, todo había salido al revés de como lo había planificado. ¡Ay!, me lamenté; por una vez que decidía bañarme y utilizar una bomba maravillosa, no había servido para nada.

¡Cómo me dolía todo! Solo podía pensar en ello. El dolor ocupaba mis pensamientos.

«A Dios pongo por testigo de que nunca volveré a beber cava, ni siquiera en la noche de fin de año.»

El cava estaba desterrado de mi vida. Lo juraba por todos los dioses del universo y hasta por los ángeles y los demonios si hacía falta, pero no quería volver a enfrentarme a algo así en mi vida. Para colmo, Nefer debía de estar repantingada en mi almohada, porque yo me encontraba en el borde de la cama y me había dejado el mínimo espacio.

Abrí los ojos y enseguida los entrecerré porque el sol me estaba matando lentamente. Miré la hora en el móvil llevándome una mano a la frente. No eran ni las nueve y media de la mañana. Maldije entre dientes. El sol no debería salir antes de mediodía.

Me esperaba un día de agonía por delante.

Necesitaba una buena taza de café y una aspirina para poder funcionar. Aunque antes me lo iba a tomar con calma. Primero sacaría una pierna, luego la otra, me arrastraría hasta el baño y volvería a llenar la bañera, pondría sales de baño y nada perturbaría mi paz. Y que le dieran por saco a mi parte más ecologista. Siempre existían excepciones, y este momento era una de ellas.

Entonces algo me hizo abrir los ojos como platos. Oí con toda claridad una respiración fuerte en el otro lado de la cama, un sonido que me alarmó. Lo peor de todo es que intuía que no era mi gata la que resoplaba. La busqué con la mirada y la hallé tumbada en mi mecedora. No me quitaba ojo de encima. Parecía decirme: «Bonita, la has cagado pero bien. Menuda nochecita me has dado».

—Dime que no, Nefer —murmuré—. Dime que no ha pasado lo que creo que ha pasado.

Mi gata maulló, aunque no supe si aquello era un sí o un no. Después de haber vomitado no me acordaba de nada de lo que ocurrió a continuación. Una sensación de angustia me inundó toda la boca.

«Traidora —silabeé a Nefer—, ¿has dejado que sucediera?» Sin embargo, ella dejó caer la cabeza sobre el cojín y pasó de oír mis desgracias. «Apáñate cómo puedas… Anoche me dejaste colgada», parecía decirme.

Me volví poco a poco, temiéndome lo peor. Miguel estaba roncando a mi lado y dormía como un bendito.

«Mierda, mierda, ¿por qué me tienen que pasar estas cosas a mí?»

Me tapé la cara con mi cojín de Jack Skellington y respiré profundamente antes de pensar qué hacer a continuación. No podía ser, no podía haber tenido una noche loca de sexo con Miguel. Tenía que tratarse de un malentendido. Yo no le di pie a acostarse conmigo, ¿o sí? Siempre habíamos bailado juntos y nunca había pasado nada.

Y si él se había quedado en casa a dormir eso significaba que André todavía disfrutaba de su encuentro con Gemma. Por una vez el destino me había escuchado manteniendo a mi padre fuera de casa.

¿Por qué me daba la impresión de que Miguel y yo no habíamos bebido lo mismo? Él tenía una pinta estupenda, y por cómo me dolía la cabeza, yo tendría unas ojeras que me llegaban hasta los pies. Odiaba no dar esa visión idílica que había visto tantas veces en el cine. Mi cara, mi cuerpo, mis ojos, mi pelo tenían que presentar un estado ruinoso. Ni con dos capas de pintura podría arreglar una noche loca de cava. La resaca que tenía en ese instante era la peor que recordaba. Bueno, en realidad era la primera. Nunca antes me había emborrachado.

Miguel se volvió en la cama hacia mí y me abrazó. Solo llevaba puestos unos calzoncillos. Había que reconocer que estaba muy bien. ¡Qué digo bien, estaba muy bueno! Era alto, musculoso, sin llegar a ser como Hulk, y tenía una sonrisa cautivadora que yo recordaba como la más maravillosa. Cuando era pequeña lo veía como a un príncipe azul. ¿Qué había cambiado desde entonces? También era vanidoso, y yo tenía el convencimiento de que se pasaba horas y horas delante del espejo examinando su mejor pose. Sin embargo, era parte de su encanto.

Me quedé quieta, sin saber qué hacer. Gimió algo que no supe descifrar. Su mano se metió por debajo de mi camiseta y acarició mi vientre, me hizo cosquillas y empezó a subir hacia mi pecho. Si no lo detenía volvería a ocurrir lo que no quería que sucediera. No me lo pensé dos veces, le aticé con mi cojín para que se despertara y después le pegué un empujón tan fuerte que lo tiré de la cama.

—Pero ¿qué haces? —gruñó desde el suelo.

Lo miré furiosa.

—¿Que qué hago? ¿Me preguntas tú que qué hago? ¿Qué haces tú?

—¡Pensé que te apetecería! —exclamó.

—Pues no, no me apetece. ¿Qué te hace pensar que me apetece? Y no me grites —le pedí—. Me duele muchísimo la cabeza.

—No soy yo quien está gritando.

En realidad tenía razón, quien gritaba era yo y no él. Miguel estaba en el suelo, se apoyaba sobre los codos y me miraba con esa sonrisa que ahora mismo odiaba con toda mi alma. ¿Cómo demonios lo hacía para despertarse como una rosa?

—¿Qué pasó anoche? —mascullé.

—¿No lo recuerdas? —Esbozó una sonrisa de medio lado que me descolocó.

Cerré los ojos y me mordí los labios para no gritar.

—Si te lo pregunto es porque no lo recuerdo.

Miguel suspiró.

—Pasó lo que tenía que pasar.

Respiré varias veces porque notaba cómo los ojos me ardían. Negué con la cabeza.

—Yo no quería que pasara nada de esto —respondí.

—Perdona, anoche estabas más que dispuesta.

—Anoche estaba borracha.

—Sí, pero te gustó el beso y dijiste mi nombre.

¿Dije realmente su nombre? Lo miré porque no terminaba de creerme lo que me estaba contando, pero la expresión de su cara parecía no mentirme. No me acordaba de qué había dicho. Solo sé que me acordaba de Marcos mientras bailábamos la música de los ochenta. Maldita resaca que no me dejaba pensar.

—Yo pensé…

—Pues pensaste mal —lo corregí—. Esto no puede estar pasando. Y además, aunque nos hayamos besado y me hayas metido la lengua hasta la campanilla no nos compromete a nada.

—Pues yo me alegro de que haya pasado —respondió él.

—No lo dices en serio, ¿verdad?

—Completamente en serio. —Se levantó poco a poco del suelo para sentarse a mi lado—. Llevo tiempo pensando en ti. Todo el mundo daba por hecho que tú y yo…

—Me importa tres pepinos lo que dé por hecho la gente.

Coloqué las manos sobre su pecho para que hubiera una distancia entre nosotros. No quería que se acercara mucho más.

—Te has aprovechado de mí —le dije.

—Yo pensé que lo deseabas tanto como yo.

—Miguel, por favor, ¿de qué estás hablando?

—Estoy hablando de ti y de mí, de que nos gustamos desde hace años…

—Y tú llevas años ignorándome. Para ti no era más que tu hermana pequeña. ¿Cuántas veces me lo has dicho? Hace un año y medio me dejaste colgada por Laura. Me dijiste que ella era lo tú necesitabas.

—Pues anoche todo cambió.

—¡Joder, Miguel! —grité—. ¿Es que no te das cuenta de que esto no tendría que haber pasado?

—Es por él, ¿verdad?

—¿Por quién?

—Por el hermano de Elena. Ahora no recuerdo cómo se llama.

—No, no es por él, es por mí. ¡A ver si te enteras!

—No me lo creo. ¿Qué tiene él que no tenga yo?

—Entre Marcos y yo no hay nada, ni creo que lo haya.

¿Cómo se le ocurría pensar que Marcos y yo podríamos estar enrollados? ¡Qué disparate más grande! A él no le interesaba una chica como yo, y yo pasaba de tipos como él. Era un engreído. Si salía con él, me utilizaría como a Susana.

—Solo te pido una oportunidad —suplicó.

Aun con dolor de cabeza había algo que no me cuadraba y no sabía muy bien de qué se trataba. Eché un vistazo rápido a la habitación. Me di cuenta de lo desordenada que estaba y de las muchas veces que me había prometido que la ordenaría. Tenía que reconocer que era un desastre y que hacía dos años, desde que me trasladé de casa de mi abuela, que las maletas seguían en el suelo. Siempre dudé de si encajaría en la vida de André, y la idea de quedarme a vivir con él me daba mucho miedo.

—Vete, Miguel. Me duele mucho la cabeza y no puedo pensar con claridad.

—Deja que me quede, por favor.

En aquellos momentos no tenía ganas de hablar con nadie.

—No, vete.

—No te puedo dejar así.

—¿Así cómo? Te has aprovechado de mí, de que estaba borracha y no sabía muy bien lo que hacía.

—Siento que pienses eso de mí.

—Más siento yo que hayas traspasado los límites y te hayas pasado por el forro de tus calzoncillos nuestra confianza. No esperaba esto de ti.

—Deja que te explique…

—¡No! —le grité—. Ya me lo has explicado todo.

—Esta tarde te llamo —me dijo recogiendo su camiseta del suelo.

—No, no quiero que me llames, no quiero que te acerques a mí, no quiero… —Me cubrí la cara con las manos.

—Si pudiera hacer algo…

—Sí, te he pedido que te marches. Creo que ha quedado bien claro.

Miguel se puso la camiseta y después se agachó para coger los pantalones. Bajé la mirada a mis pies cuando él se volvió hacia mí.

—Cualquier cosa que necesites ya sabes dónde estoy.

—Adiós —repuse.

Me tumbé de nuevo en la cama. Estaba abatida, furiosa y me sentía engañada por mi mejor amigo. ¿Dónde estaba el botón de «pause» de mi vida para hacer un paréntesis? Me hallaba perdida; era como una marioneta que tenía los hilos enredados, aunque tenía que enfrentarme a lo que había ocurrido y pensar en cómo sería mi relación con Miguel a partir de ahora. No deseaba que fuésemos pareja, ni tampoco alejarlo de mi vida. Sin embargo, no quería verlo por un tiempo.

Me hice el propósito de levantarme. Fui a la cocina para hacerme primero un tazón de café y acompañarlo con unas tostadas. Con el estómago lleno reflexionaría mucho mejor.

Puse una cafetera al fuego y me senté en la encimera a esperar a que saliera. Me encantaba oler el aroma del café y escuchar cómo subía. Desde muy pequeña me fascinaba ese sonido. En este aspecto era bastante tradicional. No me gustaban las cafeteras de cápsulas porque el café te salía a precio de oro, y a fin de cuentas a mí me gustaba seguir un ritual. Cuando hubo salido el agua apagué el fuego y bajé de la encimera. Nefer se acercó por detrás. Maulló y después se enroscó en mi pierna. Me agaché y me senté en el suelo para acariciarle la cabeza.

—No sabes cómo te envidio.

Me quedé un rato acariciándola y ella se dejó hacer. Desde luego era la gata más estupenda que podría tener. Siempre me permitía estar a su lado cuando más lo necesitaba. Tras un rato calladas, saqué una lata de su comida favorita y se la puse en un bol. Se merecía un buen desayuno.

Me preparé un par de tostadas y salí a desayunar al jardín. Desde el balancín tenía la mejor vista que podía desear. El mar era como un lienzo en el que yo me imaginaba multitud de escenas. Me lo tomé con calma. No tenía prisa por terminar las tostadas.

El sol empezaba a picar cuando decidí levantarme y darme un baño. Aún no me había mirado al espejo, aunque creo que podía imaginarme mi aspecto. Cogí varios libros de una estantería, El principito y Alicia en el país de las maravillas, y me dispuse a darme un buen baño. Busqué la última bomba que me quedaba, una Tisty Toty, de Lush, y dejé que la bañera se llenara. Nada ni nadie me lo chafaría. Y ya podía venir el mismísimo David Tennant, el mejor Doctor Who de la historia, a frotarme la espalda, que no me levantaría a abrir la puerta. Esta vez no. Necesitaba silencio para poner en orden mis cosas.

Marcos

Era cierto que me había ido con una sonrisa a la cama, pero también era verdad que cuando apoyé la cabeza sobre la almohada no dejé de darle vueltas al tema de Susana y de Lu. Tras estar despierto durante varias horas y leer algún libro, llegué a la conclusión de que tenía que agobiarme menos y vivir mucho más. No podía cambiar el hecho de que la había cagado y tenía que apechugar con las consecuencias. Supongo que aquella idea me tranquilizó antes de dormirme, o directamente el cansancio me venció en algún momento de la noche.

Sobre las once de la mañana oí los gritos de mi hermana desde su habitación.

—¡Te he dicho que no le voy a llevar el desayuno a mi hermano!

—No grites, nena —exclamó mi abuela—. Marcos está durmiendo.

Estaba seguro de que mi abuela habría despertado a mi hermana, como venía haciendo de un tiempo a esta parte, para que me subiera el desayuno.

—Y yo también estaba durmiendo. ¿Por qué no lo despiertas a él para que me lo traiga a mí?

—Porque él es un chico.

—Abuela, por favor, no seas antigua. Eso ya no se estila ahora. Dile al cura que ese discurso que os suelta a tus amigas y a ti tiene que cambiarlo.

Me tuve que reír porque este era el tema estrella de las vacaciones. Mi abuela se levantaba temprano, le daba órdenes a Carmen, la mujer que limpiaba la casa, y después, cuando mis padres se marchaban a trabajar, entraba en la habitación de mi hermana, le subía la persiana y le decía: «Nena, ya estás despierta, ¿verdad? Venga, que tienes que prepararle el desayuno a tu hermano». Mi hermana se negaba día tras día, aunque mi abuela no cejaba en su empeño de molestarla.

—Las palabras de don Mariano son acertadas y muy sabias. La mujer es el pilar fundamental de la familia y su trabajo es cuidar de los suyos.

—Vale, está bien, cuando tenga hijos lo recordaré, pero ahora, por favor, abuela, déjame dormir.

Supuse que mi hermana se estaría mordiendo la lengua para no echarla de su habitación y para no ser una maleducada con ella. Lo gracioso es que mi abuela no era muy antigua, cosa que Elena no sabía, pero supongo que se aburría bastante desde que murió el abuelo. Prefería despertar a Elena e incordiarla antes de venir a mi habitación para hablar conmigo. Yo le recordaba mucho al abuelo y eso la hacía pensar que estaba más cerca de él. Además, le gustaba que yo me tomase el segundo café del día junto a ella. Y con respecto a don Mariano, Elena tampoco sabía que era el dueño de la cafetería a la que acudía todas las mañanas a almorzar junto a sus amigas.

—Nena, venga, si lo hago por tu bien. —Aunque mi abuela tratara de ponerse melosa, el tono de su voz llevaba implícita una orden.

—Te he dicho que no lo voy a hacer. Y no vuelvas a insistir más sobre el tema. Si mañana me vuelves a despertar, se lo diré a mamá.

Antes de que la sangre llegara al río me levanté y fui hasta la habitación de Elena. Mi abuela esbozó una sonrisa inocente. Antes de soltar una carcajada, le guiñé un ojo para que me siguiera el juego.

—Déjalo, abuela. —Negué con la cabeza y añadí para chinchar a Elena—: Ya sabes que Elena es una mala hermana y no vamos a poder hacer de ella una muchacha de bien.

Elena se incorporó de la cama, cogió un cojín y me lo arrojó a la cara.

—Vete a la mierda.

El sentido del humor de mi abuela era muy particular, por lo que enseguida replicó a mi comentario.

—¡Elena, esa boca! Yo me levantaba todos los días antes que el abuelo para que tuviera la mesa lista…

—Abuela —le di un beso en la mejilla—, Elena es un caso perdido.

Mi abuela agitó la cabeza.

—Voy a la cocina —dije antes de salir de su cuarto—. ¿Te preparo algo, Elena?

—No, solo quiero que me dejéis dormir.

—Deja que te lo prepare yo —se ofreció mi abuela.

—Puedo hacerlo yo —repliqué.

—Quita, quita, ¿cómo te vas a hacer tú el desayuno?

Elevé los ojos al cielo. Con ella era una batalla perdida.

Mientras me daba una ducha, mi abuela bajó a la cocina a poner una cafetera en el fuego. Además, me pareció oler a tarta de manzana, mi favorita. Estaría recién hecha y, como siempre, exquisita.

Me di prisa en ducharme y bajé a la cocina cuando terminé de arreglar mi habitación. Encima de la mesa había dos tazones y varios trozos de tarta de manzana sobre un plato. El punto fuerte de mi abuela era la cocina, cosa que en mi familia agradecíamos.

—Si sabe igual que huele, cuando se levante Elena no le van quedar ni las migas.

—¡Pues que se hubiera levantado antes, caramba!

Sin embargo, en el horno se estaba haciendo una segunda tarta. Mi abuela no era capaz de «castigar» de esa manera a mi hermana. Se hacía la dura, aunque en el fondo tenía un gran corazón.

Estuvimos hablando de cosas, de cuando el abuelo vivía y de que viajaban tres veces al año, aunque yo sabía que estaba dando un rodeo para pedirme algo. Siempre hacía lo mismo.

—Estaba pensando en que hace tiempo que no vamos a ver al abuelo —dijo al fin.

Aunque ella sabía conducir, prefería que fuera yo quien la llevara al cementerio. No era una idea que me sedujera, aunque tampoco tenía otro plan.

—Está bien.

En ocasiones me quedaba en el coche porque me dolía no poder tener ya una de aquellas charlas con él, pero esa mañana acompañaría a mi abuela hasta el panteón familiar. Y como cada vez que iba al cementerio, se arreglaba con el convencimiento de que él la escuchaba.

Se colgó de mi brazo y salimos de casa sin decir nada. Conduje hasta la otra parte de la ciudad, pasamos por delante del local de karaoke en el que habíamos estado mi hermana y yo, y recordé las risas que nos echamos la noche anterior. Me hizo parar en una floristería para comprar margaritas, las flores preferidas de mis abuelos. Traspasamos la puerta principal y mi abuela se dirigió hacia el panteón familiar. Un ángel lo custodiaba desde el tejado.

Dejé que mi abuela entrara en primer lugar y hablara con él. Le pondría flores, limpiaría la lápida y después se quedaría un rato para hablar de sus cosas. Me senté en un banco a la sombra a esperarla, y me dejé llevar por el silencio y la paz que reinaban allí. Al cabo de un rato mi abuela me llamó para que me despidiera de mi abuelo. Dentro del panteón hacía fresco y olía un poco a humedad y a cera. Lo primero que hice fue leer su epitafio. Era una frase de El principito que le gustaba a mi abuelo: «Me pregunto si las estrellas están encendidas a fin de que uno pueda encontrar la suya algún día».

—Abuelo, dile a tu mujer que deje de darle la tabarra a Elena. Todas las mañanas la despierta para que me haga el desayuno.

Me pareció oír la risotada de mi abuelo desde la tumba al tiempo que mi abuela me pegaba un pescozón. Me acordé de la conversación con mi abuelo aquella vez que fuimos a recoger setas y en el coche hablaba de la vida: «La vida no espera a que seas feliz o desgraciado, sigue su curso. Es una carrera de fondo en la que irás a veces acompañado en el camino y otras te encontrarás solo. Así que lo único que nos queda a nosotros es aprovechar el tiempo que se nos concede. Porque a diferencia de lo que decía Calderón de la Barca, la vida no es sueño. Y yo te digo que el destino no es lo que ha de sucederte sino lo que tú quieres que te suceda. Lucha por lo que quieres».

Suspiré. ¡Qué grande era mi abuelo!

—Por cierto, abuelo, gracias por recomendarme Orgullo y prejuicio. —Miré a mi abuela de reojo, porque era su novela preferida—. No es tan cursi como pensaba. También he releído los poemas de ese poeta americano que tanto te gustaba.

—Walt Whitman —replicó mi abuela—. Y no es un poeta cualquiera, es El Poeta.

Tras hablar un poco de literatura, mi abuela me metió prisa para que la llevara a casa. Tenía la comida a medio hacer y mis padres llegarían sobre las dos. Y ese día mi abuela había preparado sus famosas albóndigas. A mi madre nunca le salían tan buenas.

Al entrar en el coche mi abuela me preguntó:

—¿Verdad que viene bien hablar con el abuelo de vez en cuando?

—Sí, me ha aclarado muchas cosas.

—Ya sabes que siempre tenía la frase perfecta en los labios.

—¡Cómo lo echo de menos!

Ambos nos quedamos un momento en silencio.

—Y yo… y yo… —suspiró mi abuela.

No sé cuál fue el motivo exacto por el que puse la radio cuando terminé de comer. Después de lo sucedido el día anterior seguía enganchado a sus palabras. No tenía remedio. Eran las tres menos cinco de la tarde y Lu iba a empezar su programa. Busqué el dial de Radio Faro y esperé a que ella comenzara. Sonaron los primeros acordes de una música que no supe identificar y después Lu empezó a hablar:

—«Decía el principito en la novela de Antoine de Saint-Exupéry: “Me pregunto si las estrellas están encendidas a fin de que uno pueda encontrar la suya algún día…”».

Me incorporé y le hice una pregunta retórica a la radio:

—¿Qué has dicho?

Sin embargo, Lu siguió hablando y presentándonos su programa.

—«… es tiempo de soñar. Elige tu propia estrella y déjate seducir, porque mis palabras “son más divertidas que la visita de un rey” y porque, a diferencia del farero, el oficio de buscar palabras te hará sonreír.

Bienvenidos a “Polvo de estrellas en la casita de Lu”, un programa para luciérnagas perdidas en la luminosidad de la mañana. ¿Te atreves a volar conmigo? Porque hoy, como cualquier día, el sol ha vuelto a salir. Esboza una sonrisa y acomódate. Te espero en la segunda estrella a la derecha y todo recto hasta el amanecer.»

Polvo de estrellas en la casita de Lu

Echo la vista atrás, al pasado, mientras cierro los ojos por un segundo. Todo ha cambiado, aunque no sé si para bien o para mal. Lo cierto es que ya nada es igual y yo tampoco soy la misma que ayer. Ahora solo necesito que la vida me cante otra letra diferente.

Firmado: Lu

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