Fiat

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Cuarto domingo de Adviento

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Cuarto domingo de Adviento

Había una extraña contradicción entre el cálido ambiente prenavideño que se respiraba ya en todas partes y la gélida capa de escarcha que empañaba el corazón de Vera. Y las ventanas. Nunca había sido tan fría la víspera de Nochebuena.

Fiat era la única novela de Mamá que solo se había editado en papel. No estaba disponible en ninguna plataforma de descarga y aunque se lo habían solicitado varias veces, ella siempre había rehusado reeditarla o digitalizarla, como si quisiera que muriera en el olvido. Vera nunca se había preguntado por qué hasta ahora.

Recorrió con la vista todos los volúmenes que Mamá conservaba en su biblioteca. Casi todos eran más o menos antiguos y hasta guardaba una buena colección que había heredado de los abuelos y que era incluso más vieja que Mamá.

Localizó los escritos por ella en una de las repisas de la abigarrada estantería ordenados cronológicamente. Había solo seis o siete porque sus últimas obras ya se habían publicado solo digitalmente. Ya nadie editaba libros en papel. Y allí estaba Fiat, la primera por la izquierda. Extrajo el ejemplar y lo hojeó. Tenía un olor familiar que no consiguió identificar pero le trajo recuerdos de infancia. Le dio la vuelta para leer la pequeña sinopsis que antes solían incluir los libros en la contraportada. Era más o menos lo que recordaba. Lo abrió por el principio, pasó la dedicatoria, la cita de S. Agustín y los agradecimientos y leyó el primer párrafo de la primera página:

«Dicen que el primer amor nunca se olvida pero es mentira: el Amor no pasa nunca. Es el desamor lo que no se olvida e incluso, a veces, deja marcas que solo la misericordia de Dios puede borrar».

Vera sintió un escalofrío. Se quedó mirando la página, inmóvil, como si el tiempo se hubiera detenido. La vocecita de Flavia llegó a sus oídos con el tiempo justo para volver a dejar el libro donde estaba antes de que la puerta se abriera y Mamá apareciera con su hermana pequeña.

—¿Qué haces aquí? —preguntó Mamá extrañada.

—Busco algo para leer —mintió relativamente Vera.

—¿Entre mis libros? —se asombró Mamá. Había un matiz de desconfianza en el tono que utilizó al hacer la pregunta.

Vera se encogió de hombros.

—¿Por qué no? —dijo.

Mamá dirigió la mirada instintivamente al estante que su hija había estado inspeccionando unos momentos antes pero no dijo nada. Vera intuyó que su repentino interés por el papel no la había convencido en absoluto y buscó una salida rápida:

—Me voy a arreglar —dijo y, justo cuando se cruzó con Mamá, que seguía junto a la puerta, añadió con desdén—: No hay nada tuyo que me interese.

Y se marchó antes de que su madre tuviera tiempo de replicar.

Ni siquiera la visita de Olabarri la puso de mejor humor. Las inevitables preguntas sobre los planes para estas fiestas eran un constante recordatorio de cómo se había torcido mucho más que su tobillo en aquella estúpida carrera. Le deprimía tener que explicarlo una y otra vez.

—A lo mejor te dejan ir el año que viene como compensación —dijo Olabarri una vez informado de los pormenores durante el almuerzo.

Era curioso cómo distintas personas proponían idénticas sandeces en un intento desesperado de ofrecer algún consuelo. Debió de notar la insatisfacción en la expresión de Vera porque le cogió la mano y le dijo:

—No pasa nada por estar de bajón. Has perdido algo por lo que llevabas mucho tiempo luchando. Serías inhumana si no estuvieras decepcionada, pero ten por seguro que algo bueno saldrá de todo esto. Ten confianza.

—La verdad es que ha sido el colmo de la mala suerte —añadió Mamá.

¿Suerte? El inoportuno comentario fue la gota que colmó el vaso.

—¡Ha sido culpa tuya! —estalló Vera.

Mamá la miró, perpleja.

Si no era normal que Vera levantara la voz a sus padres, que acusara a su madre así era algo absolutamente nuevo. Ante el silencio de esta, Vera volvió a la carga.

—Por tu culpa llegábamos tarde, por tu culpa tuve que correr, por tu culpa me hice el esguince y por tu culpa no iré a París. ¡Es todo culpa tuya! ¡Todo!

Papá se levantó, tenso como un arco.

—Retira eso —dijo.

Vera agachó la mirada y guardó silencio.

—Estoy esperando —insistió su padre.

Vera tragó saliva. Levantó la vista al tiempo que las lágrimas empezaban a correr por sus mejillas y se disculpó entre sollozos.

Todavía olía a fósforo cuando Vera desapareció del salón. Encontró la excusa perfecta haciéndole compañía a su hermana Olivia, que se había retirado inmediatamente después de comer aquejada de un fuerte dolor de tripa, pero la realidad era que no podía soportar un minuto más haciéndose la tonta y fingiendo entusiasmo. Qué hipocresía. Necesitaba salir de allí urgentemente.

Olivia dormitaba mientras Vera se distraía con el móvil. Se abrió la puerta y Mamá entró sigilosamente en la habitación. Traía un vaso de agua y medicinas que dejó sobre la mesilla mientras se sentaba en el borde de la cama de su hija. Olivia se espabiló.

—¿Te encuentras mejor? —dijo Mamá besándola en la frente.

—Me pregunto por qué tendremos que pasar las chicas por este calvario todos los meses —dijo ella arrugando la nariz—. ¿Y si luego no puedo tener hijos?

—Ofrécelo por todos los bebés que no son concebidos porque sus madres lo impiden artificialmente. Así al menos tu dolor habrá merecido la pena.

Olivia se tomó la medicina e hizo una mueca de asco.

—¿Qué crees que hace Dios con todos los bebés que no nacen? —preguntó entonces.

Mamá se la quedó mirando.

—Creo que los usa como ángeles de la guarda de los bebés que sí nacen —contestó.

Olivia esbozó un gesto a caballo entre sonrisa y mueca de dolor. Mamá la arropó y le acarició el pelo antes de levantarse y dirigirse otra vez hacia la puerta.

—¿Y con sus madres? ¿Qué crees que hace?

La voz de Vera sonó afilada como una espada. Hubo un silencio denso antes de que Mamá contestara:

—Las perdona, cariño. Las perdona.

Y Mamá salió de la habitación cerrando la puerta tras de sí.

 

Un par de horas después, Vera bajó con la intención de despedirse de Olabarri antes de irse. Le hubiera gustado hablar más con él y haber aprovechado para preguntarle cosas, pero Mamá lo había monopolizado, como de costumbre. Desde la escalera los oyó hablar. Mamá le contaba entusiasmada el encuentro del Papa con escritores católicos al que la habían invitado hacía unos meses a razón de una foto del evento que había en el salón.

—Todavía me acuerdo del primer borrador de Fiat. Creo que hasta yo quedé escandalizado —comentó Olabarri.

Escuchó a Mamá reírse.

—¿Te imaginas que lo hubiera publicado? ¿Dónde estaría hoy? —oyó decir a Mamá.

—Desde luego, aquí, no.

Vera supuso que se refería a la foto del encuentro.

—Había que confesarse solo por leerlo —añadió Carlos.

Mamá se reía otra vez. No era fácil deducir qué le hacía tanta gracia.

—Todavía lo guardo, ¿sabes? —dijo entonces Mamá.

—¿En serio? —preguntó su interlocutor retóricamente.

—Apareció este verano en la limpieza del trastero. Estuve a punto de tirarlo pero, no sé, me pareció simbólico conservarlo. Es como si todo hubiera sido en otra vida.

—Es que fue en otra vida —contestó Carlos. Y añadió—: Aunque a lo mejor, sí que deberías haberlo tirado. Pasado, pisado.

—Tranquilo. Está a buen recaudo.

Hubo un breve periodo de silencio antes de que volviera a oír a Mamá decir:

—¿Qué habría sido de mí si no hubiera estado en aquella tormenta?

Adivinó la sonrisa de Olabarri en el silencio de su respuesta.

Vera seguía agazapada al final de la escalera. No se atrevía a moverse por miedo a revelar su presencia e interrumpir la conversación.

—Tus hijas tienen mucha suerte —dijo él al fin.

—Creo que ellas no piensan lo mismo —contestó Mamá.

—Venga ya. Solo está frustrada por lo de París y se está desahogando contigo. Se le pasará. Sabes que te adora.

—Lo sé. Pero no soporto verla sufrir y no sé cómo ayudarla. No me deja ni acercarme.

—Eres un buen ejemplo. Esa es la mejor ayuda.

—¿Qué dices? Ellas son mucho mejores que yo. Si se parecieran a mí, no me lo perdonaría.

—Se parecen más de lo que crees.

Papá apareció con el café y la atmósfera de confidencia se esfumó súbitamente. Enseguida cambiaron de tema. Vera esperó unos segundos y aprovechó la interrupción para bajar y despedirse antes de salir de casa para reunirse con su mejor amiga.

 

Era la primera vez que salía desde que se hiciera el esguince. Todavía llevaba el vendaje pero ya no cojeaba y ni le dolía.

—Al menos estarás en mi fiesta —dijo Mencía intentando consolarla cuando acabó de contarle todo el drama del fin de semana.

Eso era verdad. No era poco consuelo que ya que no podía ir a París al menos hubiera planificada una fiesta que le aseguraba un fin de año inolvidable. Secretamente, siempre había lamentado perdérsela porque sabía que a la vuelta la gente no hablaría de otra cosa en el colegio.

—Además, estarás con Lucas.

Y también estaba eso.

Hasta ahora había sido más o menos fácil mantener las distancias porque siempre se veían en sitios públicos, a plena luz o a cien metros de casa, pero, en contra de lo que pudieran pensar Bea y estas, no era ninguna mojigata.

Era perfectamente consciente de las intenciones de Lucas. Él era el único que no la veía como una niña. La hacía sentir madura y femenina y, de alguna manera, la evidente experiencia de él, lejos de acobardarla, le daba seguridad y confianza. Era fácil abandonarse a los designios de sus caricias y dejar que él dictara el ritmo cuando estaban a solas porque cuando se besaban, todo lo que antes era bueno o malo se mezclaba en su cabeza y el límite entre lo agradable y lo prohibido de repente ya no estaba tan claro. También era perfectamente consciente de que lo que estaba haciendo estaba muy cerca de lo que no quería hacer. Eso la preocupaba un poco más. Había esquivado elegantemente la cuestión poniendo como excusa la hora de irse o la proximidad de su casa, pero nunca le había dicho a Lucas que no estaba dispuesta a llegar ahí. Ni siquiera cuando le había sido evidente que era exactamente donde él quería llevarla.

—Porque vendrás con Lucas, ¿no? —dijo Mencía no muy segura de cómo interpretar el silencio de su mejor amiga.

—Sí, sí —se apresuró a aclarar Vera.

—Va a ser apoteósico. Ni te acordarás de París, ya lo verás —sentenció Mencía.

Y la abrazó cariñosamente.

—Te he guardado la habitación de mis padres.

—¿Qué?

—Entiende que has sido una incorporación de última hora —se justificó—, es la única que quedaba libre.

—Un momento, un momento, rebobina —dijo Vera confundida—. ¿Qué quieres decir con que es la única que quedaba libre?

Mencía le explicó que había repartido las habitaciones con puerta entre ciertas personas que le habían pedido un espacio privado para disfrutar de cierta intimidad con su pareja.

—¿Vas a convertir la fiesta en una orgía? —se escandalizó Vera.

—¡No! Tía, ¿qué dices? La lista va por ochenta personas, más los que se cuelen. Hay ocho habitaciones, haz el cálculo: habrá más gente bebiendo que... ya sabes.

Vera le levantó la ceja.

—Gracias. Pero no pienso necesitar una habitación —declinó Vera.

—Adivina quién se ha pedido una: Patricia Suárez. Al parecer lleva meses acostándose con un chico mayor.

Eso sí que era escandaloso. Patricia iba a la clase de Olivia: apenas tenía trece años. Más escandaloso fue cuando Mencía le contó quién decía que era el chico.

—Es un farol —desconfió Vera.

—¿Por qué me iba a mentir? —objetó Mencía.

—¡Por lo que mienten todas! Para hacerse la guay, para que las Malditas Bastardas la acepten, para sentirse superior, yo qué sé... Es enfermizo.

Mencía se encogió de hombros.

—Supongo que... lo descubriremos en la fiesta —dijo.

Y así siguieron cotilleando sobre unas y otros durante el resto de la tarde hasta que terminaron hablando de Jaime y de los detalles escabrosos de su prometedora noche de fin de año. Mencía pretendía conseguir preservativos, pero desde la entrada en vigor de la última Ley de Protección del Menor, la farmacia enviaría una alerta automática a los padres apenas preguntaran por ellos.

—¿De dónde los vas a sacar? —preguntó Vera.

Mencía se la quedó mirando sin decir nada.

—No, tía, ni de coña —dijo Vera adivinando sus intenciones.

—Es mi única posibilidad —argumentó Mencía.

Vera pareció considerarlo durante unos instantes en los que el silencio se apoderó de la habitación y finalmente dijo:

—No.

 

La Virgen y San José ya estaban buscando posada en el belén cuando Vera llegó a casa.

Mamá pasó por su cuarto, como de costumbre, antes de acostarse. Escondió el iPad entre las sábanas en cuanto oyó sus pasos en el pasillo.

—¿Has hecho el examen? —le preguntó desde la puerta.

—Sí. ¿Y tú? —replicó Vera, cortante.

—No. Voy a hacerlo ahora —respondió Mamá, extrañada.

—Pues... Buena suerte.

Aunque ya no la estaba mirando, notó perfectamente cómo Mamá levantaba las cejas, encajando el golpe.

—Gracias —respondió con toda paz—. Buenas noches, mi vida —añadió mientras cerraba la puerta detrás de ella.

 

Vera pasó la mañana del día veinticuatro encerrada en su cuarto, tratando de evitar a Mamá.

Por la tarde había quedado con Lucas para dar una vuelta. Pasarían Nochebuena y Navidad con sus respectivas familias así que apenas se verían ya hasta fin de año.

Se iban contando tradiciones navideñas familiares en el camino de vuelta a casa.

—¿Y vais todos los años? —preguntó Vera con curiosidad.

—Si alguno de mis primos falta a la Misa del Gallo mi abuela lo deja sin regalos en Reyes —explicó Lucas.

—¿En serio?

—En realidad, no lo sé. Nadie se ha arriesgado a comprobarlo.

Le guiñó un ojo y ambos rieron.

—¿Y tú? ¿Cuál es tu momento preferido? —quiso saber Lucas.

—Cuando es casi medianoche, apagamos las luces y nos ponemos todos de pie alrededor del belén, solo con las luces del nacimiento. A las doce en punto, mi padre saca el Niño Jesús, lo coloca en el pesebre y rezamos todos juntos. Nunca sabemos dónde lo tiene escondido hasta que llega la hora y de repente aparece en su mano como por arte de magia. Me encanta ese momento. Me recuerda a cuando era pequeña.

Aparcaron a un par de calles de casa. Permanecieron con el motor encendido para seguir disfrutando de calefacción. El termómetro del coche indicaba riesgo de hielo en el exterior.

—Siento lo de París, pero egoístamente me alegro de que al final te quedes en fin de año —dijo Lucas volviéndose hacia ella.

Amparada por la seguridad que daba el reloj que marcaba la hora de irse, Vera se había ido dejando llevar sin preocuparse demasiado por dónde fijaba los límites. Había encontrado el escudo perfecto en el hecho de que no pasaría fin de año en Madrid —lo que retrasaba convenientemente cualquier posibilidad de pasar la noche juntos— pero ahora que París se había esfumado, se encontraba teniendo que abordar de frente las consecuencias de su temeridad. Ojalá no hubiera sido tan imprudente.

—¿Has pensado en lo que te dije? —inquirió Lucas.

Claro que sí. No pensaba en otra cosa. Quería decirle que había sido educada como católica y que, en consecuencia, pensaba mantenerse virgen hasta el matrimonio. Que el sexo era algo maravilloso si ordenado al amor y a la vida. Que aunque para la sociedad actual el sexo hubiera dejado de ser la expresión máxima de entrega y amor para ser banalizado y utilizado como un mero instrumento, como un juego o una diversión, vivir la pureza resultaba imprescindible para vivir el amor, porque el amor es entrega y una persona que no vive la pureza no puede darse, porque no se posee. Quería decirle todo lo que siempre le habían enseñado en casa pero, de repente, todos sus argumentos parecían un ridículo cuento para niños que ningún adulto practicaba realmente. Una sarta de mentiras piadosas para evitar que los niños se hicieran mayores antes de tiempo; una triquiñuela de padres y profesores para impedir que los adolescentes se distrajeran de sus obligaciones cuando sus cuerpos —inequívocamente preparados— empezaban a despertar.

Así que no dijo nada.

Lucas retomó la palabra toda vez que la chica permanecía en silencio.

—¿No serás...? —no llegó a pronunciar la palabra porque de la expresión de Vera concluyó una respuesta afirmativa.

Le pasó el brazo por los hombros y apartándole el pelo de la cara le susurró:

—No pasa nada. Está bien.

Y tras un instante de silencio, añadió:

—Si sirve de algo, me haría muy feliz ser tu primera vez.

—No sé si estoy preparada —dijo ella al fin.

—¿De qué tienes miedo? —preguntó Lucas.

De qué no tenía miedo. De decepcionarle. De que la probara y no le gustara. De arrepentirse después y no poder volver atrás. De decepcionar a sus padres. De que la descubrieran y la castigaran de por vida. De ofender a Dios. De decepcionar a su confesor. De que doliera. O de que le gustara. De cambiar para siempre sin remedio. De parecer una niñata. De hacerlo y condenarse. Y de no hacerlo y perderle para siempre. Mencía y las Malditas Bastardas la envenenaban diciéndole que si no cedía, la acabaría dejando, y Vera no quería que Lucas se acabara. Nunca.

Por primera vez, se sentía atrapada en una encrucijada en la que en cualquiera de las opciones tenía algo importante que perder. Ojalá pudiera contar con Mamá en estos momentos. Pero a Mamá también la había perdido. Al menos, a la Mamá que ella conocía, admiraba y respetaba. Esa a la que siempre le había confiado sus tribulaciones y a la que había acudido desde pequeña en busca de dirección y consejo. Esa Mamá que nunca existió. Esa Mamá que no era más que una cortina de humo para esconder a su verdadera madre, maestra del engaño, reina de los hipócritas, señora de la traición. Una cortina que, al esfumarse, había dejado al descubierto al monstruo que había escondido durante años y que ahora se ocultaba tras una macabra caricatura de Mamá. De la Mamá que había perdido para siempre.

—De todo y de nada —se sinceró.

—Si es por lo físico, prometo tener cuidado.

—No es por eso —dijo ella negando con la cabeza.

—¿Es por lo... religioso? —dijo él haciendo una pausa como si quisiera encontrar una palabra mejor.

Vera asintió lentamente sin levantar la cabeza.

—No te preocupes. Lo entiendo. Yo también soy católico.

—¿Y entonces? —retó ella.

—No comparto la postura de la Iglesia con respecto a las relaciones sexuales. Tarde o temprano tendrá que modernizarse. Hoy en día, esa prohibición no tiene ningún sentido. Con las debidas precauciones, el sexo no tiene nada de malo. No se hace mal a nadie.

Vera discrepó pero no quiso iniciar un debate.

—Además, tampoco es que seamos dos extraños. Tú me importas —añadió Lucas.

—Pero no es cuestión de importarse. Ni siquiera de quererse —alegó ella.

—Entonces, ¿de qué es cuestión? —desafió él.

—De estar o no casados.

A él se le escapó la risa y le dijo con cierta ternura:

—Venga ya, no seas ingenua. ¿De verdad crees que tus padres no se acostaron juntos antes de casarse?

Las palabras de Lucas dieron justo donde más dolía. Vera notó cómo los cimientos de su ideario se resquebrajaban bajo las bases de sus antiguos principios.

—Tengo que irme —dijo abriendo la puerta y saliendo del coche.

—Espera, eh, ven, no te vayas, por favor.

Lucas salió del coche como una exhalación y la alcanzó cuando apenas acababa de cerrar la puerta. La abrazó.

—Perdóname —dijo— a veces se me olvida que solo tienes quince años.

Vera se sintió morir de vergüenza. Él se apoyó en el vehículo y le puso las manos en la cintura.

—Escucha: es normal que estés nerviosa y que tengas miedo. Pero, ¿no te das cuenta de que lo que pasa es que lo quiero todo contigo?

Hizo una pequeña pausa que aprovechó para clavar aquellos ojos azules en los de Vera antes de continuar.

—Me encantas. Y llámame loco pero no, ya no me valen solo los besos. Quiero más. Quiero todo de ti. Quiero fundirme contigo, estar dentro de ti y sentir que no nos vamos a separar jamás. Quiero hacerte sentir como no te ha hecho sentir nadie jamás. Y no me digas que no lo deseas tanto como yo porque veo tu cara cuando te beso, escucho tus suspiros cuando te toco y noto cómo te estremeces cuando me sientes a mí. ¿O no?

Y en una fracción de segundo, metió las manos en los bolsillos de atrás de los vaqueros de Vera y la atrajo hacia sí trabándola con los pies para impedir que se alejara. Sabía exactamente a qué se refería porque notó la presión a través de la ropa. Sintió que le subía la temperatura pese al frío de la noche.

Sin dejar de apretarla, acercó sus labios casi hasta rozar los suyos y entonces los deslizó perversamente por el cuello hasta su oreja y le susurró al oído:

—Vamos. Di que no me deseas.

Vera vio todos sus años de formación cristiana pasar por delante de sus ojos en una fracción de segundo, cuerpo y conciencia librando una batalla sin precedentes. Manteniendo la posición, le besó el cuello, acariciándole la piel suavemente con los dientes, como sabía que le gustaba, y le susurró:

—Claro que te deseo.

Y poniéndole la mano en el pecho, a la altura del corazón, se impulsó lentamente hacia atrás deshaciendo el abrazo, lo miró fijamente y con toda la delicadeza que pudo reunir en aquellas circunstancias, le dijo:

—Pero, por suerte, no soy una esclava de mi cuerpo. Lo pensaré. Pero no te prometo nada.

Él destrabó los pies y retiró las manos lentamente hasta esconderlas en sus propios bolsillos. Se la quedó mirando en silencio y finalmente dijo:

—Para tener quince años, los tienes bien puestos.

La acompañó a casa, como de costumbre, aunque esta vez fueron casi todo el camino en silencio, cada uno enfrascado en sus pensamientos. Vera estaba convencida de que la iba a dejar al llegar a casa. Él... Quién sabe qué estaría pensando.

Cuando llegaron a la esquina donde solían despedirse, él la cogió de la mano y, sin levantar la mirada, le dijo:

—No te enfades, por favor. No podría soportarlo.

—No estoy enfadada. ¿Y tú?

Negó con la cabeza, la mirada perdida en algún punto de la acera. Hubo un instante de silencio. Vera no estaba muy segura de cómo continuar la conversación pero él tampoco parecía decidirse.

—Me vas a dejar, ¿verdad? —dijo ella al fin.

Él levantó la vista de inmediato y respondió instintivamente:

—¿Yo? No.

La espontaneidad de la respuesta consiguió automáticamente la credibilidad de Vera. Entonces, Lucas sujetó a su chica suavemente por la cintura, la miró a los ojos y le dijo:

—Todo lo que he dicho antes sobre lo que siento por ti es cierto.

—Vale. Pero tienes que entender que es un gran paso. Lo tengo que pensar —argumentó ella.

—Lo entiendo —contestó él—. Tómate tu tiempo.

La besó en la frente y añadió:

—Solo ten en cuenta que quién sabe cuándo volveremos a tener otra oportunidad como esta para estar juntos.

—Lo haré —aseguró ella.

—Feliz Navidad.

—Feliz Navidad.

La casa olía ya a un montón de cosas ricas cuando Vera entró dejando el frio y el silencio de la noche al otro lado de la puerta, que cerró sin volver la vista atrás.

 

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