Fiat

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Fin de Año

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Fin de Año

Dicen que no se puede esperar nada bueno de un año que empieza mal. Vera miró al cielo y deseó con todas sus fuerzas que fuera mentira, porque 2030 no había podido empezar peor. Respiró hondo y tocó el timbre exterior de la casa de Mencía. La música se oía desde la calle.

En el interior, la fiesta superaba cualquier expectativa. El inmenso salón del chalet estaba abarrotado de chicas y chicos bien arreglados que sujetaban copas, reían escandalosamente y se contoneaban al ritmo que dictaba el DJ, instalado en la pequeña barra americana que separaba el área de estar de lo que solía ser la zona de comedor, ahora habilitada como barra libre y buffet de canapés. Había más botellas que hígados.

Las luces exteriores iluminaban al grupo de fumadores congregado al otro lado de la enorme cristalera que daba a la piscina, de tal manera que parecía que también estuvieran dentro. Algunas parejas más o menos acarameladas salpicaban el tresillo mientras que abrazos multitudinarios y poses antinaturales surgían espontáneamente en cualquier rincón de la casa seguidas puntualmente por el destello de algún flash. Todo el mundo parecía divertirse.

Distinguió a Mencía en uno de los grupitos que fumaba fuera. Estaba radiante. No recordaba la última vez que la había visto tan feliz. Incluso puede que esta fuera la primera. También estaba increíblemente favorecida con el minivestido negro por el que finalmente se había decantado. Le hacía las piernas más largas.

—¿Dónde estabas? —interrogó Mencía después de darle un abrazo y los dos besos de rigor.

Disimular la falta de sueño de los últimos días le había llevado más tiempo y corrector de lo esperado.

—Se me ha hecho tarde —resumió, restándole importancia con un gesto.

No hubiera sabido por dónde empezar. La noche había empezado a torcerse ya desde el año pasado: Mamá se había indispuesto justo después de la cena. No quiso beber champán y ni siquiera se tomó las uvas. Insistió en que la celebración continuara sin ella como si nada. A nadie le pareció bien pero Mamá podía llegar a ser muy persuasiva, incluso con sus capacidades mermadas. Jacobo había decidido ir a la fiesta de Clara Torres a última hora. La acompañó hasta la puerta porque se lo había prometido a su tío pero no quiso ni pasar a tomarse una copa. Las cosas estaban bastante tensas entre los dos.

—Te he llamado mil veces —exageró la anfitriona—. Me tenías preocupada.

En efecto, tenía más de diez llamadas perdidas pero no se había atrevido a consultar el detalle por miedo a que alguna fuera de Lucas. O a que no fuera.

—¡Pues ya estoy aquí! —zanjó Vera brindándole su mejor sonrisa.

Inmediatamente se distrajeron comentando los detalles de su estilismo y felicitándose por el éxito de convocatoria. Jaime estaba bastante guapo y se deshacía en atenciones hacia su chica. Vera sintió un poco de envidia. Las Malditas Bastardas aparecieron enseguida, como atraídas por el nuevo ajetreo, y empezaron a presentarle gente. Vera se dejó llevar y fue integrándose poco a poco en la dinámica de la noche. Todo el mundo bebía. Todo el mundo sonreía. Todo el mundo aseguraba que ese iba a ser su año.

Fingir que tenía tantas ganas de estar allí como los demás resultó bastante más difícil en vivo que en sus ensayos frente al espejo. ¿Cómo podía haberse estropeado todo tanto?

Miró el reloj. 3:10. Ahora mismo debería estar en el baño de su habitación del lujoso Hotel Intercontinental Paris Le Grand quitándose el fabuloso maquillaje de ojos que le habría hecho Lucía Quiroga a juego con su vestido largo de gala, mientras comentaban cada detalle del espectáculo antes de acostarse para soñar, a buen seguro, con el día en que sus puntas se deslizaran por aquellas tablas. En cambio, allí estaba, en la fiesta de la que todo el mundo hablaría mañana y deseando estar en cualquier otro lugar, incluida su cama; escondida en el baño de servicio retocándose el corrector para disimular las ojeras, intentando emborracharse con tal de no pensar y escabulléndose de sus supuestas nuevas amigas a las que no era capaz de enfrentarse desde el último giro de los acontecimientos. Volvió a mirar la hora. 3:15. Resopló. Contempló su reflejo. Era consciente de que lucía espectacular con aquel vestido, aquel maquillaje y aquel peinado que le sentaban tan bien, y sin embargo veía su rostro en el espejo desprovisto de cualquier belleza, con la mirada —tantas veces incandescente— apagada, mate, fría. Parecía como si no hubiese nadie al otro lado de sus ojos. Alguien aporreó la puerta desde fuera. Hora de salir. 3:30. De todos modos, no podía seguir retrasando lo inevitable. Bea iba a estar totalmente decepcionada. A lo mejor ni siquiera le volvían a dirigir la palabra después de esto, pero en algún momento tendría que afrontar la realidad y decírselo. No conseguiría evitarlas toda la noche y se acabarían enterando igual. No tenía sentido seguir aparentando.

Se disculpó con los que estaban esperando en la puerta y volvió a integrarse en la fiesta. Era curioso como daba la impresión de que cada vez había más gente. Localizó a Bea Casas añadiendo un par de cubitos a su copa y zampándose a hurtadillas un par de nubes del Candy Bar. Se abrió paso entre la gente hasta llegar a ella. Dos desconocidos intentaron interceptarla por el camino y una chica con tres copas de más la empujó en un intento de bailar y balbuceó una disculpa que olía más a whisky que Escocia. Definitivamente, no era una impresión: el salón estaba cada vez más lleno.

—¡La más buscada de la noche! ¿Dónde te metes? —dijo Bea cuando Vera al fin la alcanzó.

—La cola del baño, tía —se excusó poniendo los ojos en blanco y forzando un gesto de exasperación.

Cruzaron un par de comentarios de cortesía mientras Vera hacía acopio de valor para abordar la conversación.

—Esto... —empezó intercalando involuntariamente una risita nerviosa— es sobre Lucas.

—Lo sé: te vas a estrenar esta noche. Me lo ha contado M.

Le puso las dos manos sobre los hombros y en un tono extrañamente maternal añadió:

—Tranquila: sabe lo que se hace.

Y le guiñó un ojo con picardía. La imagen gratuita de Bea y Lucas juntos le provocó un pellizco en el estómago.

—Ya... Sobre eso... Sé que querías que trajera a sus amigos, pero...

—Te has lucido —cortó Bea acabando la frase por ella.

—¿Qué? —replicó Vera confundida.

—Que te has superado, nena: están tremendos. Es lo que venías a decirme, ¿no? —ahora era Bea la que miraba confundida.

—Eh... no. No es eso. Es que... No sé si van a venir.

Vera necesitó todo su valor para decirlo en voz alta. Ya está. Ya lo había dicho. Apretó los dientes y esperó el chaparrón. Bea frunció el ceño y la miró con los ojos entornados, haciendo una mueca de desconfianza con la boca, como si se encontrara ante el bicho más raro del mundo. Lentamente, le quitó a Vera la copa de las manos y dejó el vaso en la mesa. Volvió a ponerle las dos manos en los hombros y, con gesto de preocupación, le dijo:

—Bonita, no sé qué estás tomando, pero déjalo... —Y girándola sobre sus hombros, le susurró por la espalda—: Acaban de llegar.

A Vera le costó un poco procesarlo. Al volverse, se encontró frente a un grupo de chicos de muy buena planta y bien parecidos que chocaban manos y repartían besos acaparando repentinamente la atención de todo el salón. La alegría del reencuentro con algunos invitados se tradujo en histéricos gritos y sonoras palmadas en la espalda. Eran muy populares. Incluso había una cola de chicas esperando ser presentadas. De repente, alguien apagó la luz sin querer y provocó un estallido de euforia en la sala. Se oyeron vítores y todo el mundo levantó los brazos bailando al ritmo electrónico de la música y coreando la canción. El salón de Mencía no tenía nada que envidiar a la mejor discoteca de Madrid.

Cuando la luz volvió, unos segundos después, Lucas estaba justo en el centro del salón, rodeado por un grupo de chicas que cuchicheaban entre sí y se empujaban unas a otras para saludarle, como si se tratara de una celebridad. Un colega le alargó una copa y él aprovechó para zafarse. Escudriñó el grupo de gente que ocupaba la zona del salón reconvertida en pista de baile pero no pareció reconocer a nadie. Otro amigo le susurró algo al oído y ambos rompieron a reír. Toda la fiesta pareció desvanecerse a su alrededor entonces y solo permanecieron enfocados su pelo rubio, sus ojos azules, la línea perfecta de su mandíbula y su sonrisa. Aquella sonrisa. Vera sintió que se le paraba el corazón.

Volvió a coger su vaso, apuró la copa de un trago y se escabulló del salón antes de que el chico pudiera verla.

Sus mejillas arrebatadas agradecieron el frío de la noche.

Le llegaban el eco de la música que sonaba en la planta de abajo y retazos de conversaciones de los grupúsculos de fumadores que se agolpaban junto a la piscina, justo debajo de donde ella se encontraba ahora. Por suerte, conocía la casa de Mencía como la palma de su mano. Había un viejo columpio de jardín en una azotea a la que solo se accedía desde el planchero. De pequeñas, habían pasado horas haciéndose confidencias en aquel columpio. A Vera le encantaba porque desde la esquina de la azotea, forzando un poco la vista, se divisaba su casa. Un poco mayores, la habían utilizado como solárium alternativo porque la privacidad resultaba de lo más conveniente para broncearse sin marcas. Era un refugio secreto. Nadie la buscaría allí.

Lo impulsó con un pie y dejó que el monótono balanceo del columpio la arrullara mientras se perdía en sus pensamientos. ¿Qué hacía Lucas allí? Estaba convencida de que no vendría después de lo que había pasado por la tarde. ¿Habría venido a burlarse de ella? ¿A pavonearse en público con otras chicas? A juzgar por la sensación que tenía en el estómago, todavía le gustaba. Claro que le gustaba: no podía cambiar sus sentimientos de una noche para otra. Ni aunque fuera de un año para otro. Tal vez él sí podía. Tal vez había venido a buscar a alguien con quien sustituirla. No parecía muy difícil: había multitud de chicas bonitas y bien dispuestas allí. A decir verdad, todo el mundo parecía especialmente dispuesto aquella noche.

Menos ella.

Su memoria no paraba de reproducir una y otra vez su discurso, como en un bucle.

«Te dije que sí porque me importas y no quería perderte. Y precisamente porque me importas, te digo ahora que no. Voy a esperar, pero no por miedo, por edad o por falta de ganas. Voy a esperar porque soy coherente con lo que creo, con lo que espero y con lo que amo. Y me da igual que todo el colegio se ría de mí porque ahora sé que estoy en lo cierto. Y para tu información, no: mis padres no solo no se acostaron antes de casarse sino que han sufrido un infierno para convertirse en las personas que me han enseñado esto. Y no voy a destruir todo eso por un calentón. Ni tuyo ni mío. Si lo que sentimos es de verdad, esperará. Si no, puede que te pierda y llore pero al menos no habré perdido mi integridad por una caricatura del amor, lo que —créeme— me haría llorar mucho más. Y tú, si algún día quieres encontrar el amor, deberías hacer lo mismo».

Ojalá hubiera salido de su boca tan ordenado, rotundo y sensato como sonaba ahora en su cabeza, pero era consciente de que en la versión real, las lágrimas, el hipo y el balbuceo nervioso que habían acompañado todo el discurso le habían restado bastante solemnidad.

Con todo, se estremeció al recordar cómo se le había clavado en el corazón la mirada de Lucas —azul, fría como el hielo— mientras lo acribillaba a verdades, apenas unas horas antes. Cómo se le había ido oscureciendo el rostro al perder la luz de su sonrisa, como si se le hubiera roto algo por dentro. Y cómo el silencio de las palabras que él no dijo taladraba sus tímpanos mientras le sostenía la mirada por última vez antes de salir corriendo, segura de que nunca volvería a oír su voz. Aquella voz.

Empezó a sentir un poco de frío.

—Debes de estar congelada.

Aquella voz sonó allí mismo. Aquella voz.

Frenó el columpio en seco y se volvió sobresaltada.

—Perdona, te he asustado.

Lucas estaba allí, en cuerpo y alma, iluminado solo por la luz de la luna y el destello intermitente de las luces de Navidad de las casas vecinas. Sostenía una manta de sofá de lana blanca. La mostró, encogiendo los hombros en son de paz.

—He robado esto del planchero. Pensé que la necesitarías si todavía no habías muerto de hipotermia —dijo acercándose al columpio lentamente mientras hablaba.

—¿Cómo me has encontrado? —preguntó Vera.

—He sonsacado a Mencía.

Vera arqueó la ceja como toda respuesta.

—Está muy borracha: ha sido pan comido —agregó él.

Lucas llegó a la altura del columpio y se sentó, haciendo que volviera a balancearse. Vera permaneció en silencio. Era agradable estar así. Debió de parecérselo a él también porque dejó pasar unos segundos antes de preguntar respetuosamente:

—¿Quieres que me vaya?

Vera negó con la cabeza.

Él extendió la manta sobre el asiento del columpio y la arropó. Puso cuidado en no tocarla. A ella le enterneció ese detalle pero lo disimuló.

Se estuvieron balanceando en silencio en la oscuridad durante un rato antes de que uno de los dos se atreviera a hablar.

—¿Sabes lo que me gustaba de ti? —preguntó retóricamente Lucas—. Que eras especial. No eras como el resto de las chicas. No sé... Eras distinta. En todo.

Hizo una pequeña pausa antes de añadir:

—Lo supe desde que te descubrí con GolTv en el móvil.

Vera se sonrió y él la imitó.

—Y yo, como un idiota, intentando quitarte justo eso que te hacía especial para convertirte en una cualquiera.

Vera lo tomó como un cumplido aunque no estaba muy segura de lo que Lucas quería decir con eso. Lo que pasó a continuación, nadie en su sano juicio podría haberlo presagiado.

Y mucho menos, Vera.

Lucas le pidió perdón. Pero no fue una disculpa vacía, hecha con una fórmula convencional, de estas que se hacen más por complacer al ofendido que por verdadero arrepentimiento. No fue así. Le pidió perdón de corazón. Arrepentido y humillado, doliéndose sinceramente por el agravio.

—Déjame contarte algo.

Lucas se acomodó en el columpio y extendió el brazo sobre el respaldo del asiento. Ahora estaba girado hacia Vera, que seguía sentada de frente con la mirada perdida en la oscuridad.

Al parecer, hubo un tiempo en el que pensaba como ella. Después, en algún momento, se perdió. Le contó que, de pequeño, era bastante gordo. En el colegio le consideraban un pardillo y se burlaban de él. Nunca le aceptaron en ningún grupo ni le invitaron a las fiestas de cumpleaños de las que luego todo el mundo hablaba.

Un par de años antes de acabar el bachillerato, su familia se mudó a un barrio más acomodado y sus padres lo cambiaron de colegio. Tenía tantas ganas de poder empezar de cero en otro sitio que se pasó el verano haciendo dieta y practicando deporte.

Cuando llegó al nuevo colegio con su nueva imagen —más alto, más delgado, más fuerte, bronceado y con el pelo más largo y más rubio, después de todo el verano en la playa— no le costó hacer amigos. Incluso fue seleccionado para el equipo de hockey.

Uno de los primeros días de entrenamiento, en el vestuario, un compañero alardeaba de haber estado con chicas. Observó la forma en que el resto de los chicos lo miraba mientras contaba los pormenores de su conquista. Entonces comprendió que, a los dieciséis años, las reglas del juego habían cambiado y que, entre sus nuevos amigos, el código para ascender rápidamente en el escalafón social ya no era el aspecto físico, sino que había una fórmula mucho más eficaz para convertirse en alguien aceptado, respetado e incluso admirado por los demás. Por aquel entonces, él apenas se había dado un par de besos tontos con una chica de la playa, pero, por alguna razón inexplicable, cuando sus nuevos compañeros le preguntaron si se había acostado ya con alguna chica, contestó que sí. Rápidamente captó la atención de todo el mundo. Vio respeto y admiración en sus miradas y le gustó esa sensación, así que se inventó una historia con una supuesta novia de la playa. Evidentemente, querían detalles, así que hizo un esfuerzo por recordar todas las escenas románticas de las películas que sus hermanas le habían hecho tragarse ese verano y las combinó en una primera vez idílica, con la chica perfecta, en las condiciones ideales. Por desgracia, la chica era americana por lo que el romance acabó cuando tuvo que volver con sus padres a Estados Unidos. Así, sin más. Se lo inventó.

Y debió hacerlo bien porque a partir de aquel día, se convirtió en el personaje más popular del colegio. Los chicos lo trataban como una celebridad y las chicas lo miraban con otros ojos. O simplemente, lo miraban. La voz se corrió por todo el colegio y la gente empezó a acudir a él para resolver las dudas propias de su iniciación. Incluso tuvo que empezar a leer las revistas adolescentes de sus hermanas para que sus comentarios sonaran experimentados y mantener la credibilidad. Se sentía tan poderoso con toda aquella información...

Y así, con una reputación construida sobre una fantasía, acabó el bachillerato. Estaba dispuesto a empezar de cero otra vez pero varios compañeros de colegio eligieron la misma carrera que él y cayeron en su clase, lo que le obligó a mantener la mentira también en la universidad.

Una noche, en una fiesta universitaria coincidió con la típica chica que tenía fama de acostarse con todos. Estuvo insinuándose y tonteando con él toda la noche. Cuando cerró el garito, ella estaba muy borracha. Él también, pero accedió a acompañarla a casa. Acabaron tirados en el rellano del último tramo de la escalera, justo antes de la azotea. Y aquella fue su verdadera primera vez. Patética, humillante y lamentable. En el rellano de una escalera, con una tía a la que se había tirado todo el mundo, borracha y a la que no conocía de absolutamente nada. Al día siguiente, se sintió fatal, pero como tenía engañado a todo el mundo, no pudo contárselo a nadie. Ni siquiera la chica supo nunca que había sido la primera.

—Es fácil fingir tu primera vez siendo chico, supongo —dijo intentando contener unas lágrimas que se asomaban a sus preciosos ojos azules.

Después de aquello, tuvo un par de novias serias. A la primera, la dejó cuando se dio cuenta de que en realidad no estaba enamorado de ella y la segunda le rompió el corazón aunque, en realidad, rompió mucho más. Se sentía tan dolido que, sin darse cuenta, separó completamente el amor del sexo. Empezó a acostarse con chicas solo por diversión, buscándose a sí mismo, e hizo suyos todos los argumentos de la visión materialista, egoísta y funcional que predicaban los medios que había estado utilizando como documentación.

—Ya sabes eso que dicen de que el que no vive como piensa, acaba pensando como vive. Es verdad.

En algún momento no identificado, su fe católica se redujo a una serie de tradiciones que practicaba —cuando le apetecía— por costumbre, pero cuyos preceptos no respetaba porque no los compartía, bien por considerarlos obsoletos, absurdos o una forma perversa de manipulación masiva. Dijo esto con cierto sarcasmo.

—Nunca le había contado esto a nadie —reconoció—. Y ya es la segunda vez que lo cuento hoy.

Vera levantó la vista y lo miró confundida. Había estado escuchando toda la declaración en absoluto silencio, permaneciendo impasible y con la mirada fija en algún punto invisible de la noche.

—Cuando te has ido esta tarde —explicó Lucas en respuesta a su mirada interrogante— he sentido un vacío enorme. No sé por qué pero... he acabado en tu parroquia.

La expresión de Vera mutó de la curiosidad al asombro. No pudo evitar que se le abriera la boca por la sorpresa. Y aún se le abrió más cuando Lucas continuó y le contó cómo, nada más entrar en el Beato, sintió que se derrumbaba, vio el piloto de un confesionario encendido en verde y, sin pensarlo más, entró y se confesó. De todo.

—Al entrar allí, de repente, comprendí todo lo que dijiste y ya no podía seguir con esto dentro.

Hizo un gesto como para indicar que él también estaba sorprendido.

—Tu madre sevillista tenía razón, después de todo. A la larga, vivir así solo hace daño —añadió—. De verdad va a ser año nuevo, vida nueva.

Vera lo miró perpleja, dando gloria a Dios para sus adentros. Estaba muy impresionada, pero, ahora, sonreía. Él extendió la mano y le acarició con ternura una mejilla. Tenía una temperatura agradable pese al frío que hacía.

—Eres la única chica a la que le he importado lo suficiente como para decirme que no. Conocerte solo me ha traído cosas buenas.

Contuvo el aliento antes de añadir:

—¿Querrás seguir saliendo conmigo ahora que sabes que soy despreciable?

—No digas eso —replicó ella.

—Es la verdad: me odio a mí mismo —agregó él.

Vera se inclinó hacia él y le cogió la cara entre las manos.

—Pues no te odies. Dios ya te ha perdonado: ahora perdónate tú.

Y lo besó.

—¿De verdad tienes quince años?

Y sus risas se perdieron entre los ecos de la música y el frío de la noche.

Permanecieron así por tiempo indefinido. Arropados con la manta, ella con la cabeza apoyada en su pecho y él rodeándola con el brazo y acariciándole el pelo al ritmo del suave balanceo del columpio. Se oían gritos de desfase, alcohol y quién sabe qué más procedentes de abajo.

De repente, Lucas se levantó y le tendió la mano.

—Ven, salgamos de esta estúpida fiesta. Conozco un sitio mejor.

Alboreaba el día cuando acabaron de dar buena cuenta del clásico chocolate con churros.

—Es lo único que merece la pena de fin de año. ¿Entiendes por qué estaba gordo de pequeño? —bromeó Lucas mientras acompañaba a Vera a casa.

Cuando llegaron a la puerta, Lucas la cogió de las dos manos y se la quedó mirando como si estuviera contemplando la criatura más bella que hubiera visto nunca.

—Tú también me importas —dijo—. Vamos a hacer esto bien.

Se dieron un abrazo y se despidieron.

—Feliz año nuevo —le deseó él.

Ella le dedicó una preciosa sonrisa y abrazándolo otra vez, le susurró al oído:

—Feliz vida nueva.

Dicen que no se puede esperar nada bueno de un año que empieza mal. Vera miró al cielo y comprendió que Dios era más grande que cualquier superstición. Respiró hondo y entró en casa.

 

Vera se despertó a las tres de la tarde, como si hubiera dormido sobre una nube.

Se sentía descansada y feliz. El corazón le revoloteaba alegremente dentro del pecho, liberado ya de los lastres que lo habían estado afirmando últimamente.

Se dio una ducha rápida y se vistió para bajar al salón. No podía esperar a contar a sus padres lo ocurrido la noche anterior. Les había dejado una nota antes de acostarse que esperaba hubieran aceptado como una oferta de paz.

Cuando bajó, su familia estaba terminando de recoger la mesa. La recibieron como a una noticia muy esperada, con vítores y aplausos. Ella saludó a todos con el cariño que acostumbraba. Rápidamente Mamá le preparó algo para comer y se lo sirvió en la mesa de la cocina. Despachó a las niñas arriba y sus padres se sentaron a la mesa para acompañarla mientras comía.

Empezó a contarles la fiesta con total naturalidad, como hacía siempre. Sus padres la escuchaban entusiasmados, también como hacían siempre. Pese a la penosa actitud que había mostrado estos días, no había matices de censura ni rencor en sus miradas. Al contrario, se diría que estaban aliviados.

Cuando llegó a la parte de la historia referente a Lucas, tuvo que remontarse a la tarde anterior, cuando salió de casa para decirle que había cambiado de opinión y volvió pensando que no lo volvería a ver jamás. En ese preciso instante, Mamá y Papá intercambiaron una mirada. Es curioso cómo algo tan fugaz puede abarcar tanto contenido. Vera percibió todo lo que sus padres se dijeron con los ojos con la misma claridad que si lo hubieran expresado con palabras y comprendió que los había tenido verdaderamente preocupados.

Era consciente de que aún tenía que resolver muchas cosas, sobre todo con Mamá, y de que la gravedad de los acontecimientos de los últimos días no desaparecería sin una acción reparadora por su parte, pero en ese momento, allí, sentados en la mesa de la cocina como tantas veces, agradeció poder disfrutar de ese ratito con sus padres y por primera vez sintió que, en algún momento, todo volvería a ser como antes. Como siempre.

 

Como toda la familia había ido ya por la mañana, Vera llamó a Mencía para ver si quería acompañarla a misa por la tarde. Se moría por saber cómo había acabado ella la noche. Papá se ofreció a llevarla al Beato pero prefirió ir a La Moraleja, que se podía llegar andando. Quedó con Menci en el Diversia a media tarde. Esta llegó con una resaca monumental.

—¿Dónde te metiste anoche, zorrón? —le espetó Mencía nada más verla—. Nadie te vio un pelo desde que apareció Lucas.

Vera la puso al día con todo lujo de detalles.

—No me lo estás contando en serio —dijo Mencía, incrédula, cuando Vera terminó de contarle su inesperadamente maravillosa noche.

Vera asintió, feliz. Su amiga se la quedó mirando con un brillo extraño en los ojos que Vera no supo interpretar. Hubiera dicho que era envidia de no ser por lo emocionada que la vio cuando, acto seguido, le llegó el turno de relatar su propia irrepetible, insuperable e intensa noche.

Mencía sí lo había hecho. Utilizó un tono de confidencia para describirle los detalles románticos de la velada y cómo Jaime se había preocupado de que ella estuviera cómoda y tranquila en todo momento. Se hizo un poco la interesante antes de contarle los aspectos más morbosos del episodio y adoptó un tono de falsa madurez para confesarle que había sido la mejor noche de su vida y que se sentía totalmente transformada por la experiencia.

—No lo entiendes hasta que no lo haces —alardeó Mencía.

—¿Te dolió? —quiso saber Vera.

—Un poco.

—Tía y ¿no te dio vergüenza? Ya sabes... Todo —dijo refiriéndose a las consecuencias físicas sobre las que tantas veces habían especulado.

—Que va, tía. Es todo muy natural.

Vera estuvo a punto de contestar que no por ser natural tenía que ser necesariamente menos vergonzoso, pero se reprimió. No quería arruinarle sus quince minutos de gloria. La dejó alardear un poco más antes de atreverse a preguntar:

—¿Te arrepientes?

—No.

—¿No te da miedo que... —Vera eligió las palabras con cuidado— algún día se estropee la relación?

—Al contrario —respondió Mencía categóricamente— ahora estoy más segura que nunca de que me quiere.

Se encogió de hombros y, como si fuera la única que sabe de lo que habla, añadió:

—El sexo es lo más íntimo que pueden compartir dos personas: une para siempre.

—Ya, si... —Vera se encogió de hombros también y añadió resueltamente— eso es lo único en lo que estamos de acuerdo.

Vera notó que su amiga no comprendía la profundidad del comentario pero lo dejó correr. No quería iniciar un debate. A cambio, rezó para sus adentros una jaculatoria para que su amiga estuviera en lo cierto sobre los sentimientos del chico.

Mencía continuó su relato dando parte de las últimas horas de la fiesta. Ya en clave de cotilleo, le contó que Bea se había acostado con uno de los amigos de Lucas y que otra de las Malditas Bastardas aseguraba haber visto a Patricia Suárez marcharse en un coche con otro de ellos, pero todavía nadie había podido confirmarlo.

Eran las nueve menos diez cuando Vera dijo:

—Vienes a misa, ¿no? Vamos ya, por si te quieres confesar.

Mencía hizo una mueca.

—Creo que paso —dijo.

—¡Anda ya, tía! Ya que estás aquí... —insistió su amiga.

—Que no, tía. Estoy agotada, me voy a dormir —zanjó.

A Vera le dio pena, pero no quiso importunarla.

—¿Cuándo vuelven tus padres? —preguntó por cambiar de tema mientras caminaban hacia la parroquia.

—Pasado mañana.

—¿Te quieres venir mañana a comer con nosotros? Vamos a un restaurante nuevo —invitó Vera.

Mencía aceptó encantada.

—Última oportunidad —intentó Vera señalando el templo con la cabeza.

Mencía volvió a rehusar la invitación y se despidieron en la puerta de la iglesia hasta el día siguiente.

 

El restaurante era un italiano de ambiente familiar, decorado con buen gusto, que se había puesto de moda y que Mamá había descubierto en una de sus comidas de trabajo. A las niñas les encantaba la cocina italiana por lo que la sugerencia había encajado a la primera para acoger la comida de Año Nuevo. La habían trasladado al día dos porque nadie apostaba por que Vera se levantara a tiempo después de pasar la noche de fiesta.

No era la primera vez que Mencía los acompañaba a comer fuera.

—¿Cuánta gente había en la fiesta? Mi hermana dice que cien, pero no me lo creo —dijo Olivia, que se había sentado al lado de la invitada especial.

Le encantaba la novedad.

—Pues más o menos —contestó la interpelada.

—Mencía, ¿tú tienes perro? —preguntó Valentina.

—¿Qué le vas a pedir a los Reyes? —quiso saber Flavia sin darle tiempo a contestar.

—Chicas, chicas —intervino Papá chasqueando los dedos para captar la atención de las dos pequeñas—. Mencía no está acostumbrada a tener hermanas preguntonas y a este paso no va a querer venir más. No la atosiguéis.

—Que va, si me encanta —terció la invitada. Y con cierta nostalgia, añadió—: Vuestro hogar es tan... luminoso y alegre.

Papá sonrió con ternura y le guiñó un ojo:

—Cuando quieras.

Entre las pizzas y el postre, las dos amigas adujeron alguna excusa absurda y salieron a fumar.

—Pero si mi madre ya sabe que fumas, tía —dijo Vera abrochándose el abrigo. Hacía frío fuera—. Te huele el pelo —añadió.

Mencía puso cara de haber metido la pata.

—¿Me odia? —preguntó.

—¡Cómo te va a odiar! Mi padre también fuma.

—Pero es un adulto, tía.

—Ah, o sea que para fumar si te ves pequeña pero para...

Y se empezó a reír.

—Ay, tía, no empieces...

Y las dos se rieron.

—Tía, ¿y cómo de mono ha sido tu padre cuando me ha guiñado el ojo?

Vera le puso los ojos en blanco. Mencía estaba enamorada platónicamente de Papá desde los ocho años.

—Es tan sexy —dijo por hacerla rabiar.

—Es tan... mi padre —contestó Vera mientras le pegaba de broma, sin hacer fuerza.

Les dio la risa floja.

De repente, Vera se detuvo en seco. Algo en el parking llamó su atención. Aguzó la vista. No estaba segura de lo que creía estar viendo.

—Oye, ¿ese no es...? Ay, Dios...

Ahora sí estaba segura: Jaime estaba a pocos metros de ellas, con el casco en la mano, besando a una chica. Mencía se volvió instintivamente a ver qué miraba su amiga y entonces lo vio también. Se quedó petrificada. Estupefacta. No reaccionaba.

—Vámonos de aquí —dijo Vera.

Le quitó el cigarro de la mano, aplastó la colilla y empujó a Mencía de vuelta al restaurante.

Ya en casa, en el cuarto de Vera, estalló el drama. Mencía lloraba desconsolada, los sollozos casi no la dejaban hablar.

—¡Te mentí! —acertó a decir—. No fue nada romántico.

Vera la miró atónita y expectante. Mencía sorbió y emitió un gemido.

—¡Estaba tan borracha que ni siquiera me acuerdo bien! —reconoció.

Le costó encontrar las fuerzas para seguir:

—Ni siquiera recuerdo cuando se fue... Solo sé que me desperté por la mañana desnuda, sola y con un dolor horrible ahí… —gimió—. ¡Me sentí tan humillada!

Vera no daba crédito. Sintió que le empezaba a temblar el labio inferior.

—¿Y por qué me mentiste? —dijo.

Mencía se tapó la cara con las manos y sollozó.

—No quería que tuvieras razón. Pensé que se me pasaría cuando hablara con él, que me pediría perdón o... —lloró amargamente antes de añadir—: Dios, V… ¡Le he entregado mi virginidad a un tío que se acostó conmigo sin mí y que está besando a otra apenas veinticuatro horas después!

Las palabras desesperadas de su mejor amiga golpearon el corazón de Vera como martillos sobre cristal. Rompió a llorar también y las dos se abrazaron.

Se pasaron toda la tarde llorando.

 

Vera se levantó a la mañana siguiente con una sensación agridulce que le revolvía el estómago. Por un lado, la desagradable situación de su mejor amiga le partía el corazón. Nunca la había visto sufrir así: estaba destrozada. Odiaba que Mencía tuviera que pasar por eso y odiaba aún más que fuera un hecho irreversible pero, al mismo tiempo, era muy consciente de que la que lloraba sin remedio había estado a punto de ser ella y no podía evitar sentirse profundamente agradecida. A Dios, por supuesto, pero también a Mamá. De algún modo, si su testimonio no la hubiera impactado tanto; si sus caídas no la hubieran arrastrado tan al fondo; si el sufrimiento que se escondía en aquellas cicatrices no la hubiera desgarrado de aquella manera y la hubiera hecho reaccionar, ahora podría ser ella la que estuviera necesitada de consuelo buscando desesperadamente una fórmula imposible de volver atrás en el tiempo y deshacer lo hecho. Y Lucas... Sabe Dios cómo hubiera acabado.

Había que ser muy valiente y muy cobarde para intentar quitarse la vida. Pero había que ser solo muy valiente para reconocer la propia debilidad y asumir nuestra miseria ante aquellos cuya opinión tenemos en más estima. No debía de haber sido fácil para Mamá confesarle todo aquello a una hija altiva e impertinente que no ofrecía ninguna garantía de que la fuera a perdonar. Pero aun así lo hizo. Y su testimonio —y la gracia de Dios— había hecho a Vera cambiar de opinión y a Lucas cambiar de vida, como había hecho antes con tantos jóvenes en sus charlas.

Vera lamentó sinceramente haber sido tan dura con ella.

—Papá...

—Dime cariño.

—¿Me puedes llevar al Beato?

—¿Ahora?

Vera empezó a llorar y asintió. Papá la abrazó y, sin hacer preguntas, agarró las llaves del coche al vuelo y la llevó.

El seminarista informó a Vera de que don José María estaba en el despacho pero que había otro de los sacerdotes disponible. Vera negó con la cabeza y pidió permiso para ir a buscarlo. Tenía que ser él. Era evidente que le tenía que pedir perdón a Dios, pero también quería disculparse por cómo le había hablado al sacerdote el otro día. Ni siquiera le había felicitado el año.

El párroco se alegró de verla no sin cierta sorpresa.

—¿Me puedes confesar? —solicitó ella.

A él se le iluminó la cara con una sonrisa de plenitud y contestó con ternura.

—Claro que sí.

Cogió la estola y la siguió hasta el confesionario.

Vera se derrumbó justo después del «Ave María purísima». Le contó todo, desde que intuyó que no debía leer aquel manuscrito encontrado y aun así lo hizo hasta la última mirada de desprecio que había dirigido a su madre, e incluso el pequeño regocijo que había sentido al saberse librada del mal que ahora atormentaba a su mejor amiga. Lloró de remordimiento y de pena. De amargura y de vergüenza.

Don José María la escuchó en silencio hasta el final. Nunca decía nada hasta que ella acababa totalmente de hablar. Cuando lo hizo, dijo en tono triunfal:

—Muy bien, Vera —siempre empezaba así su charla—: Me acuerdo de que hace años, cuando confesé a tu madre por primera vez, le dije esto mismo: que los pecados no son pecados porque a la Iglesia le dé la gana. Son pecados porque nos destruyen —e hizo una pausa antes de añadir—: Creo que ahora tú también te has dado cuenta de que es verdad, ¿no?

La niña asintió al otro lado de la celosía mientras se secaba las lágrimas con un pañuelo de papel que había sacado de su bolso. Esta vez había venido preparada.

—El Señor nos perdona siempre, Vera, por horribles que hayan sido nuestras faltas. Pero la herida que deja el pecado en el alma, no se borra. Hay que aprender a vivir con ella. Y yo creo que Mamá lo ha hecho bastante bien, ¿no te parece? Tienes que dar muchas gracias a Dios.

Después de recibir la absolución, Vera abrió la puerta y salió del confesionario. Don José María salió al mismo tiempo y una vez fuera, le dijo:

—Ven.

Vera lo siguió con curiosidad. Subieron por una escalera cuya existencia desconocía hasta ese momento, atravesaron una puerta que jamás había visto y salieron al campanario. Vera alucinó. Ni siquiera sabía que se pudiera subir hasta allí. Don José María señaló una de las campanas y dijo:

—Mira.

Esculpido en el bronce de la campana mayor, podía leerse: Fiat.

—Tu madre donó las campanas con el beneficio de su primera novela —declaró orgulloso.

Vera las contempló boquiabierta.

—No tenía ni idea —dijo.

—No era una historia que debieras conocer todavía —contesto él.

Permanecieron un rato en silencio mirando las majestuosas campanas. Finalmente, el sacerdote dijo:

—Mamá ha hecho mucho bien, Vera. Tienes que quererla mucho.

Ella asintió y fue meditando estas palabras mientras bajaban del campanario.

Papá la esperaba rezando en la capilla del Santísimo. Vera rezó la penitencia, hizo la visita y ambos salieron.

—He visto las campanas —declaró victoriosa mientras caminaban por el aparcamiento.

Papá le rodeó los hombros con el brazo, la estrechó contra sí y le besó la frente. Fue tan elocuente como si le hubiera dicho con palabras lo contento que estaba por haber recuperado a la hija pródiga.

—Lo siento, Papá —se disculpó ella ya en el coche.— Por todo.

Papá soltó una mano del volante y le apretó la rodilla cariñosamente.

—Ojalá todo lo que tengamos que perdonarte en la vida sean ataques de cólera contra nosotros.

Vera no estaba segura de haberlo entendido bien.

—Sería muy injusto —dijo de todos modos.

—Sobreviviríamos —replicó Papá haciendo un gesto como de quitarle importancia al asunto.

Le revolvió el pelo como castigo y ella se defendió entre risas para evitar que la despeinara. Papá se percató entonces de que volvía a llevar puesto el anillo.

Volvió a concentrarse en la conducción y, después de unos instantes en silencio, se rascó detrás de la oreja y, con toda naturalidad, dijo:

—Ese chico ha tenido mucha suerte.

Vera sonrió tímidamente. Le hacía gracia cada vez que Papá intentaba hablar de chicos. No sabía si se refería a la suerte de haberla encontrado a ella o, más bien, de haber encontrado a Dios por el camino. Era un buen chico, aunque hubiera hecho las cosas mal. Lo importante era que se había dado cuenta y había puesto los medios para corregirse. Estaba dispuesto a cambiar por amor a Dios. Seguro que Dios tenía eso muy en cuenta y lo colmaba de gracias. Como había oído repetir a don José María en tantas ocasiones, «no es santo el que nunca cae, sino el que siempre se levanta». Pensó entonces en Mamá. Había sido capaz de las peores atrocidades en el pasado pero también había dedicado el resto de su vida a dar gloria a Dios sirviendo con fidelidad y rectitud.

—A lo mejor, después de todo, soy yo la que ha tenido suerte.

Papá la miró impresionado y sonrió orgulloso, aunque Vera no estaba segura de si había interpretado todo lo que encerraba el comentario.

Sin darse cuenta, habían llegado a casa. Entraron por la puerta del garaje y subieron al salón.

—¿Has visto lo que ha pasado hoy en el belén? —dijo Papá cuando terminaron la escalera y se encontraron de frente al nacimiento.

La Sagrada Familia regresaba en burro de Jerusalén. San José ya no llevaba la jaula —hecha con alfileres— que contenía las dos tórtolas —hechas con miga de pan— que había llevado como ofrenda al templo, como mandaba la tradición. Mañana por la tarde, a buen seguro, aparecería en el extremo de Oriente el primer paje que hacía de avanzadilla al cortejo real.

Vera miro a Papá, que le sonreía con gesto infantil, y notó que se le nublaba la vista. Se lanzó a sus brazos y lo apretó con todas sus fuerzas.

—Te quiero muchísimo, Papá —declaró.

—Y yo a ti, Pequeña.

 

Olivia les informo de que Mamá estaba en su cuarto. No se encontraba muy bien.

—Será de los disgustos —dijo con retintín mirando a su hermana mayor.

Vera le respondió con una mueca. Papá chasqueó la lengua como signo de desaprobación y Olivia le hizo ojitos con cara de beatitud para ganar su indulgencia.

Sabía que su hermana lo había dicho con el único propósito de fastidiarla, pero no pudo menos que tomarlo en consideración. Mamá no solía enfermar, y la había visto indispuesta más veces desde que empezaron sus desplantes que en toda su vida. Llamó a la puerta.

Mamá estaba sentada en la butaca de su dormitorio haciendo su ratito de lectura espiritual. Se la veía un poco pálida. Vera se acercó y se sentó en el escabel, a los pies de su madre. Ella le dedicó una sonrisa preciosa, pero no se atrevió a decir nada.

—Tenías razón —concedió Vera.

Mamá la miró, esperando que añadiera algo que le aclarara a qué se refería.

Vera le contó el drama de Mencía, aunque omitió los detalles que resultaban más humillantes en un intento de preservar la malograda honra de su amiga. Mamá cerró un instante los ojos. Cuando los volvió a abrir, dijo:

—Lo siento mucho.

A Vera la pilló un poco desprevenida. Se había preparado para una serie de «lo sabía» y «te lo dije», pero no esperaba sus condolencias. Había sinceridad y tristeza en su mirada. Se dio cuenta de que Mamá no se había enfrentado a ella por el afán de tener razón, sino porque de verdad estaba convencida de que solo había un camino correcto. Le pesó haber dudado de ella.

—¿Crees que Menci estará bien? —preguntó Vera en busca de algún consuelo.

Mamá asintió con ternura.

—Con la ayuda de Dios. Y la de su mejor amiga.

Estiró la mano y le acarició la mejilla.

—Me siento responsable de esta tragedia —declaró la hija con cierto dramatismo.

—No ha sido culpa tuya —consoló la madre.

—Ya, pero se supone que yo era la más centrada de las dos. Si hubiera sido más firme...

Dejó el resto de la frase en el aire. Mamá se encogió de hombros como indicando que nadie sabía cuales hubieran sido las consecuencias de tal hipótesis. Guardaron un instante de silencio.

—Lo he estropeado todo —se lamentó Vera.

—No ha sido culpa tuya —insistió Mamá.

—¡Anda que no! ¡Hasta te he hecho enfermar! —se culpó.

Al decir esto último, se le escaparon unas lagrimillas. A Mamá, en cambio, se le escapó una risita. Vera escondió la cara entre sus rodillas y sollozó.

Mamá le cogió la cara con las dos manos y se inclinó hacia ella:

—No, mi vida, mírame, mírame: no estoy así por ti.

—No, qué va —lloriqueó ella.

Mamá se rio otra vez.

—De verdad —insistió.

Vera la miró entre confundida y preocupada.

—¿Y entonces?

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