Fiat

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Fin de Año

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Mamá se puso misteriosa de repente, miró a ambos lados como para cerciorarse de que no rondaba nadie por allí, dirigió a su hija una mirada de complicidad y, como la que planea una gran travesura, ordenó:

—Cierra la puerta.

 

Por la tarde, Mamá ya se encontraba mucho mejor. Llevaron a las niñas al cine. Vera los acompañó hasta el centro de ocio pero no quiso entrar a la peli.

—He quedado con Jacobo —explicó—.

Creo que también le debo una disculpa.

—¿Es tu novio? —preguntó Flavia.

—¡No, loca! Es tu primo —le respondió haciéndole cosquillas.

—¿Cómo se llama tu novio? —siguió la pequeña.

Vera se rio, entre divertida y avergonzada. Miró a sus padres, como buscando un gesto de aprobación. Los dos la miraban con expresión divertida, esperando ver cómo salía del apuro. Ella se mordió el labio inferior para reprimir una risita nerviosa y finalmente contestó:

—Se llama Lucas.

—¿Y cuándo va a venir?

Vera se dispuso a zanjar el asunto con una broma cuando oyó a su padre decir:

—Eso, Peque, ¿cuándo va a venir?

Esa no la había visto venir. Miró a su padre ruborizada, con la boca abierta, forzando una expresión de «de ti no me lo esperaba».

—Sí, ¡que venga! ¡Que venga!

Valentina y Flavia saltaban ahora en el hall de la sala de cine gritando como groupies en un concierto. Olivia se desternillaba de la risa apoyándose en Mamá, que también se reía.

Vera intentó hacerlas callar sin éxito. Cuando recurrió a su padre en busca de apoyo, este puso cara de fingida inocencia, consultó su reloj y dijo:

—La peli dura dos horas —y encogiéndose de hombros, añadió—: Madrid no es tan grande.

Cuando la sesión acabó, Vera y Lucas estaban sentados en las gradas del Diversia. Jacobo se había marchado en cuanto este llegó, aunque se habían saludado con cortesía. Vera le había puesto al día y había consentido en darle un voto de confianza, aunque aquello no impidió que le lanzara una mirada desafiante mientras se despedía con un «tened cuidado», que sonó más a amenaza velada que a recomendación paternal.

Lucas no se lo tomó a mal, al contrario:

—Si fueran mis hermanas, yo habría hecho lo mismo —lo justificó cuando Vera intentó disculparle.

Tampoco se tomó mal la repentina encerrona familiar. No se sintió violento ni estaba nervioso. Vera sí. Le sudaban las manos pese al frío que hacía e intentaba prevenir a Lucas sobre cuál de sus hermanas metería la pata. Él la contemplaba divertido por la evidente incomodidad que le generaba el encuentro.

Pero cuando la familia se reunió al fin, todo fluyó con la más absoluta normalidad: se produjeron las presentaciones, se intercambiaron comentarios sobre la película y el tiempo, se cursaron invitaciones a comer que fueron educadamente aceptadas e incluso se diría que hubo química entre Lucas y Flavia cuando este le hizo un cumplido sobre sus orejeras de corazones.

Vera se admiró de la madurez con la que su novio se desenvolvía ante su familia y de la seguridad y firmeza con la que estrechó la mano de su padre, mirándole a los ojos y desplegando aquella sonrisa verdaderamente encantadora. Ojalá Papá no hubiera orquestado el encuentro para ahuyentar al chico, porque lo único que había conseguido era que su hija se enamorara todavía más de él.

Se despidieron en la entrada del parking y Vera volvió a casa con su familia, que se pasó toda la cena chinchándola con el asunto del novio. ¿Qué iban a hacer? No estaban acostumbrados. Pero, bromas aparte, a todos —especialmente a Flavia— les había encantado.

 

La vida parecía haber vuelto a la normalidad para el viernes cuatro de enero. Excepto en los colegios católicos, que disfrutaban de vacaciones hasta después de Reyes, se reanudó la jornada laboral y las calles poco a poco recuperaron el ritmo habitual de tráfico y ruido.

Vera pasó la mañana con sus hermanas y, por la tarde, se incorporó de nuevo a ballet. Su regreso fue como un jarro de agua fría. Sus compañeras no volvían de París hasta el domingo y tuvo que acoplarse sola en la clase de las mayores. No conocía a nadie. Al principio, le parecieron todas unas imbéciles estiradas, pero luego comprendió que su desfachatez se debía, seguramente, a los nervios: hoy tenía lugar la audición para el curso de verano en el American Ballet. Los nervios eran más que comprensibles. El curso de verano en Nueva York era el sueño de cualquier bailarina de la escuela. Solo había tres becas completas que irían a parar a las mejores zapatillas de entre las sesenta alumnas de último curso. Conseguir una era prácticamente la única manera de asegurarse un futuro profesional en el mundo del ballet.

Una de las secretarias de la escuela vino a decirle que si quería podía practicar sola en una de las aulas vacías, pero pidió permiso para mirar y se lo concedieron.

El representante del American Ballet encargado de la selección llegó flanqueado por la directora de la escuela y la jefa de estudios de último curso. Se acomodaron en una mesa que había sido dispuesta a tal efecto y dieron comienzo a la prueba. La verdad es que no era sencillo elegir: había bailarinas francamente buenas en ese curso. Vera desconfió de su propio criterio porque la selección de diez finalistas del responsable no coincidía con la que ella hubiera hecho más que en dos. Vio a varias de las chicas llorando fuera al otro lado del cristal insonorizado de la clase. Empezó la segunda vuelta y Vera se sorprendió a sí misma conteniendo el aliento durante la actuación de su favorita. La había tratado fatal hacía menos de una hora, pero su técnica superaba con creces la de las demás y dominaba los movimientos con una maestría indiscutible.

Acabó la segunda ronda. El americano tomó unas notas, se levantó y paseó por la sala dubitativo. Reparó entonces en Vera que estaba sentada en el banquillo, vestida para la práctica y con su bolsa estampada de Degas comprada en el met[7] a los pies. Se acercó a ella señalando la bolsa y le preguntó en inglés si le gustaba Nueva York. Ella le sonrió instintivamente y asintió. Le contestó en perfecto inglés que había estado el verano pasado con su familia. Él le preguntó qué era lo que más le había gustado. Ella le dijo que de lo que tenía un recuerdo más bonito era del Empire State Building, pero que lo que más le impresionó fue el Lincoln Center.

—Cuando vi el escenario, sentí un escalofrío.

El hombre le preguntó por qué no participaba en la prueba. Ella contestó que era dos cursos más pequeña, que solo tenía quince años. Él le preguntó que cuántos tendría el próximo verano.

—Dieciséis —contestó ella en inglés.

—¿Te sabes la pieza? —preguntó él señalando la pista con la cabeza.

—De memoria —replicó ella con una sonrisa.

—Déjame verte.

Vera sintió que su inglés la traicionaba y que no había entendido bien esto último, pero el representante tomó asiento y por las caras desencajadas del personal de la escuela, comprendió que lo había entendido perfectamente.

Se ajustó las zapatillas, se levantó y se dirigió con paso grácil al centro de la sala tal y como había visto hacer a las sesenta mayores durante la última hora y media. Se colocó en posición. No estaba nada nerviosa. Había una extraña sensación de soledad en aquel aula tan grande y tan vacía. Escuchó el inicio de la melodía, rezó una jaculatoria para ponerse en manos de Dios, y bailó.

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