Fiat

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Segundo domingo de Adviento

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Pensar en tía Laura desempolvó un recuerdo enterrado hacía varios veranos. Vera no recordaba por qué ni cómo habían llegado a la casa que tía Laura tenía en Marbella. O puede que fuera en La Manga. Flavia todavía no había nacido. Los mayores habían cenado en la terraza y las niñas jugaban con los gatos. Se sirvieron unas copas. Se encendieron cigarrillos. Alguien se cambió de sitio para no respirar el humo ajeno. Tía Laura estaba sentada al lado de Mamá. Encendió otro cigarro y exhaló el humo. Mamá se abanicó con la mano para disipar el olor a tabaco.

—¡Ah, no! —exclamó de repente tía Laura—. ¡A ti sí que no te lo consiento!

Todo el mundo miró sin entender.

—Si este pobre se quiere cambiar para no asfixiarse, de acuerdo, pero tú… Tú, que has fumado como una chimenea, ahora me vas a venir a apartar el humo a mí. ¡No, tú no!

Los mayores estallaron en risas. La pequeña Vera se acercó a la mesa y se apretujó entre las piernas de tía Laura. Ella la abrazó y le acarició el pelo.

—Tía Laura, ¿Mamá fumaba? —le preguntó.

—¿Qué si fumaba? —repitió ella—. Tu madre era una chimenea, pequeña.

Vera arrugó la nariz y miró a Mamá con desconfianza.

—Si tú supieras, pequeña —agregó tía Laura—, yo sé cosas de tu madre que ni te imaginas.

—Laurita —advirtió Mamá.

—Tranquila, Mamá —se retractó tía Laura guiñándole un ojo y dedicándole una de sus maravillosas sonrisas—, mis labios están sellados.

Vera no recordaba más de aquella noche. Ni de aquel verano. Hacía mucho que no veía a tía Laura. Ni siquiera se hubiera acordado de ella si no hubiera aparecido en escena como una de las protagonistas de aquel extraño diario. Suponiendo que fuera un diario. Sintió la repentina necesidad de indagar en el presunto pasado oscuro de Mamá. Necesitaría una buena excusa si no quería que la perspicacia de su madre arruinara su carrera como Sherlock Holmes.

Por suerte, aquella tarde le proporcionó una oportunidad inesperada.

 

Las niñas estaban sentadas alrededor de la mesa de la cocina. En la clase de Valentina habían organizado el mes de las profesiones y hablaban de ello con Mamá mientras preparaba la cena.

—La semana pasada el padre de Mariola se conectó desde un país lejísimo y nos enseñó la cabina del avión por dentro. Y ¿sabes que el padre de Nora fue Campeón del Mundo? Nos puso un montón de fotos de cuando España ganó el Mundial.

—Pues, hija, yo no sé qué voy a contar. Mi vida no es tan emocionante —confesó Mamá.

—¿Por qué no se lo habrán pedido a Papá? —lanzó Vera.

—Pues porque resulta que Mamá es una escritora importante, ¿sabes? —recogió Olivia. Y cogiendo a Valentina por los hombros, le dijo muy seria—: Valentina, tienes que ser consciente de que tu madre es igual de importante o más que los demás padres de tu clase, ¿entiendes? No dejes que nadie te convenza de lo contrario. Total, ¿qué son un par de copas al lado de un puñado de libros? —dramatizó.

—Mamá, ¿y tú por qué escribes? —preguntó Valentina.

—Pues porque creo que es lo que el Señor quiere de mí.

—¿Que escribas? —inquirió Valentina con un gesto de extrañeza.

—Que le rinda los talentos.

—Aquí dice que inauguraste un género literario con tu primera obra —dijo Olivia que, de rodillas sobre uno de los taburetes de la cocina deslizaba sus dedos rápidamente por la pantalla de la encimera que solían utilizar para hacer la compra.

—«El fenómeno editorial que revolucionó la literatura cristiana» —recitó con tono de cuña publicitaria Papá, que justo cruzaba la puerta de la cocina en ese momento.

—¡Papá!

La cocina se revolucionó en un instante al tiempo que las niñas se abalanzaban sobre su padre abrazándolo y cubriéndolo de besos como si no lo hubieran visto en años. Vera contempló la escena pero se quedó en el taburete al lado de Mamá.

—¿Hablarás de eso mañana? —dijo sin levantar la cabeza en una especie de susurro casi inaudible entre el griterío de las niñas, que intentaban contarle a Papá los principales logros del día todas a la vez.

Mamá la miró extrañada, como preguntándose si se dirigía a ella.

—Supongo que sí. En principio la charla es sobre mi profesión pero es difícil hablar sobre ser escritor sin hablar de vocación.

—¿Puedo ir?

—Pues, es en horario escolar pero ya sabes que todas las clases de primaria se retransmiten en la web para los padres que quieran verlas. Pediré a secretaría que te hagan llegar unas claves y podrás verla en diferido desde tu tableta escolar, ¿te parece?

—¿Qué hay que ver? —Papá había conseguido zafarse de las niñas y atravesar la cocina. Besó a Mamá en la mejilla y le rodeó la cintura con un brazo mientras estiraba el otro para enganchar entre los dedos la nariz de su primogénita.

—Vera quiere asistir a mi charla para la clase de Valentina mañana —dijo Mamá encogiéndose de hombros.

Papá miró a su hija mayor y fue a decir algo, pero no lo hizo porque antes de que le diera tiempo a articular palabra la chica ya se había marchado. En su defecto, Papá y Mamá intercambiaron una mirada con signo de interrogación.

—¡Equipo minúscula, a poner la mesa! —zanjó Mamá antes de que las hermanas percibieran el asombro de los padres.

Vera regresó para la cena y actuó con naturalidad. Participó en la conversación familiar como de costumbre y, aunque podía notar cómo Papá y Mamá cruzaban miradas furtivas sobre ella, ninguno de los dos dijo nada y la velada discurrió con total normalidad.

Las mayores tenían permiso para permanecer en el salón un rato más. Cuando las pequeñas se retiraron, Mamá se excusó y se fue a su despacho a preparar la intervención del día siguiente y a terminar su columna de Vogue que, como era habitual, había dejado para última hora.

Olivia y Vera jugaban con sus smartphones en red a no se sabe qué pasatiempo que hacía que no pudieran aguantar la risa, alternativamente, cada una desde un extremo del sofá.

Papá se sentó en el centro y puso una mano sobre la rodilla de Vera, como para llamar su atención. Esta, sin poder reprimir la risa, apartó el móvil, como si no quisiera mirarlo más para no seguir riendo, y miró a su padre. Él se la quedó mirando, con su sonrisa grande dibujada en la cara, como si participara de la diversión aun sin saber a qué se debía esta.

—Peque...

—Papá, por favor, no me puedes seguir llamando así. Un día se te va a escapar en público —interrumpió Vera afectando la voz.

Papá tendía a poner motes cariñosos a todo el mundo. Así, Vera siempre había sido Peque, aunque fuera la mayor, y las demás, Pitu, Nana y Babi, sucesivamente. Mamá era la única que no tenía apodo, pero él siempre la llamaba por la versión de su nombre en francés.

—Se me ha ocurrido que mañana, si quieres, podemos ver la actuación estelar de Mamá juntos, con mis claves de televigilancia.

Fue como si se hubiera roto el encantamiento. Vera deshizo la sonrisa tan de golpe, que apretó instintivamente la mandíbula a falta de otro gesto con el que sustituirla. Se irguió ligeramente tensando los músculos del cuello. Tal y como se había ido, la ternura volvió a su rostro.

—Es que por la tarde va a venir Mencía a preparar un trabajo.

—Creía que querías asistir a la charla.

—Sí, pero como es en horario de clase... No sé. La veré en la tableta en la hora de estudio.

Papá no parecía muy convencido.

—Si no, da igual, vamos, que lo he dicho por decir, por apoyarla, ya sabes, son niñas de nueve años, es un público difícil.

Hizo un estudiado mohín, como intentando conquistar la credibilidad de su padre que, finalmente, claudicó al tiempo que su hermana reclamaba de nuevo su atención para el juego.

—Vale. No importa. Yo la veré entonces en directo desde mi despacho, que para eso soy el jefe. —Y dando una palmada con las dos manos sobre el sofá se levantó y se dirigió a la puerta. Casi en el quicio, se volvió, como por impulso, y dijo—: De todos modos, si hay algún aspecto de la experiencia de Mamá sobre el que tienes especial curiosidad o alguna duda, sabes que le puedes pedir a ella que te lo explique, ¿verdad?

Vera le sostuvo la mirada durante un par de segundos antes de contestar:

—Sí. Lo sé.

Y volvió a concentrarse en el juego mientras Papá salía de la habitación.

 

Al día siguiente, en la hora de estudio, Vera se escabulló de sus amigas y se metió en un aula vacía. Ya habían acabado los exámenes y, en cualquier caso, el plan tampoco era estudiar sino organizar la operativa de fin de año ahora que todos los padres habían dado su consentimiento a la fiesta. Ya la pondrían al tanto el día después. Total, iban a acabar dándole vueltas a lo mismo y ella estaba ahora mismo tan confundida que prefería evitar el tema por completo. Algo en el fondo de su conciencia le sugería que hablar de esto con sus amigas no era una buena idea. Intuía que debía mantener su hallazgo en secreto pero al mismo tiempo la atormentaban las dudas y la curiosidad la estaba asfixiando. Era imposible dar un paso más sin levantar alguna sospecha.

Sacó de la funda su tableta escolar. Un globo de la mensajería instantánea del colegio en la pantalla de inicio custodiaba las claves con las que podría acceder a la cámara web de la clase de Valentina. Hacía unos diez años que los sistemas de televigilancia web se habían regularizado y eran obligatorios en todos los cursos de primaria. Los padres podían ver a sus hijos en el interior del aula en tiempo real o en diferido. Esto era así desde la última reforma educativa, en la que la responsabilidad absoluta sobre el comportamiento de los niños en el centro recaía en los padres y la televigilancia permitía a estos corregir a sus hijos incluso de manera preventiva o recurrir al arbitraje en caso de desacuerdo con una sanción.

Vera seleccionó en el menú del colegio la clase de su hermana y tecleó en la pantalla el código de acceso. La pantalla se fundió en negro e inmediatamente apareció ante ella el escenario familiar de una clase de primaria, con la gran pizarra digital en lugar de las pantallas individuales que tenían en secundaria y con las mesas unidas en filas de cinco separadas en dos columnas en lugar de colocadas de dos en dos.

Reconoció a Valentina, con su pelo rubio, tan largo y tan liso. El nombre de Mamá apareció en la pizarra digital. Debajo, figuraba el subtítulo: escritora. Su hermana se revolvía en la silla, puro nervio. Mamá apareció en el plano, tal y como Vera la había visto salir de casa esa mañana. Se sentó en el taburete que le habían preparado y que dejaba su cara prácticamente a la altura de la cámara. Miró directamente al objetivo. Vera se sobresaltó, como quien es sorprendido haciendo algo que no debía. Instintivamente, miró a su alrededor. No había nadie más.

Mamá empezó a hablar:

—La verdad es que cuando doña Mercedes me pidió que viniera a contaros cómo es la vida del escritor, pensé que iba a ser muy aburrido porque un escritor pasa muchísimo tiempo solo. Escribe, lee, borra, vuelve a escribir, vuelve a borrar... ¡Es un rollo! Pero ayer, hablando con mis hijas, recordé algo en lo que hacía mucho tiempo que no pensaba así que voy a hacer lo que hacen los escritores: contar historias. Y os voy a contar la historia de cómo llegué a ser escritora.

Mamá hizo una pausa dramática antes de comenzar el relato y un gesto que no hizo sino aumentar la expectación de las pequeñas.

—Antes de que todas vosotras nacierais, en agosto de 2011, el Papa Benedicto XVI vino a Madrid a la Jornada Mundial de la Juventud. ¿Sabéis lo que es la jmj?

La mayoría de las cabecitas asintieron.

—El acto central era una vigilia en el aeródromo de Cuatro Vientos. Yo trabajaba de voluntaria así que tenía entradas de primera fila y recuerdo que, aunque el Papa no llegaba hasta las ocho, tuvimos que llegar con muchísima antelación porque a las seis se cerraban las puertas y ya no dejaban pasar más. Recuerdo que hacía tanto calor que un camión de bomberos recorría los pasillos refrescando a la gente con el agua de las mangueras. Y recuerdo que, cuando por fin encontramos nuestros asientos, me subí a la silla y divisé una masa de cabezas de todos los colores que ondeaba banderas de todos los países y que continuaba mucho más allá de lo que mi vista podía alcanzar. Las pantallas gigantes proyectaban imágenes aéreas y era tan impresionante que hasta me asusté, porque me dan mucho miedo las aglomeraciones. Recuerdo voces con todos los acentos imaginables coreando el nombre del Santo Padre, gritando vivas al Papa o la célebre «esta es la juventud del Papa». Nunca había visto tanta gente.

»Recuerdo que las pantallas iban proyectando el recorrido del Papamóvil desde la Nunciatura hasta Cuatro Vientos y que la expectación iba creciendo con cada parada del camino. ¡Y por fin llegó el Papa! Recuerdo que no dejaba de sonreír y saludar con la mano a los jóvenes que estábamos allí por él pese a que los guardaespaldas no le dejaban casi. Recuerdo haber sentido una alegría inmensa al verle, por fin, como si hubiera visto a quien llevaba esperando toda la vida. Recuerdo que me extrañó porque hasta entonces ni siquiera le tenía especial afecto, pero tampoco le di mayor importancia. Recuerdo haber querido llorar de la emoción y no haberlo hecho por vergüenza a lo que pensarían mis amigas. No se me ocurrió pensar que a ellas les pasaba lo mismo.

»Recuerdo oír a la masa gritar himnos y vivas y querer romper a gritar yo también, contagiada de júbilo, pero morirme de vergüenza al oír mi propia voz desgañitarse. Recuerdo que el Santo Padre casi no podía empezar a hablar porque la juventud no paraba de corear su nombre y que por la megafonía pedían silencio. Y recuerdo su voz, como la de un abuelo, con ese acento extranjero tan entrañable. Y sé que hubo entonces algunos movimientos en el escenario: la cruz de los jóvenes, unas preguntas, unas ofrendas, pero no recuerdo muy bien qué ni cómo fue aquello. Pero lo que sí recuerdo es que el cielo se fue encapotando y que, pese a que ya era de noche, se veía blanco por el reflejo de los focos. Y empezó a levantarse viento y a chispear. Siguieron tímidamente las lecturas y para cuando llegó el Evangelio, el viento se había convertido en huracán, la lluvia en tormenta recia y había relámpagos y truenos. Recuerdo la voz del sacerdote lector, gritando por encima del ulular del viento en los micrófonos y la imagen del Papa, sereno, fija en las pantallas. Y recuerdo un instante, el instante, en el que al grito de las palabras del Evangelio “permaneced en mi amor”, el huracán arrancó de la cabeza del Santo Padre el solideo, ese casquete de seda que cubre siempre su cabeza y que solo se quita ante Dios.

Mamá se llevó la mano a la coronilla para apoyar la explicación con el gesto y prolongó la pausa, como si saboreara las palabras que estaba a punto de decir antes de pronunciarlas.

—Y ese instante lo cambió todo —continuó— aunque yo todavía no lo sabía. De aquel momento, solo recuerdo la certeza efímera de que había llegado el fin de los tiempos y de que el juicio final me había pillado como un examen sorpresa para el que no había estudiado nada. Y recuerdo que pensé: «Y ahora, cuando me encuentre a Dios cara a cara, ¿qué le voy a decir que he hecho con mi vida?».

»Pero, como decía, aquello solo duró un instante. El mundo no se acabó. Ni siquiera la celebración de la Vigilia se detuvo más que por unos momentos. La gente continuó gritando “no pasa nada, estamos con el Papa” y tras unos minutos de incertidumbre en los que parecía que lo iban a hacer desaparecer detrás de los paraguas, como en un macabro espectáculo de ilusionismo, el Papa reapareció revestido de oro, con la capa pluvial, la mitra y el báculo. Entonces, se abrió el suelo y apareció la custodia de Arfe de Toledo en toda su majestuosidad. Instantáneamente, se hizo un silencio impensable entre ochocientos mil jóvenes y casi un millón de almas se postraron de rodillas ante Jesús Eucaristía. Una inmensa quietud se apoderó del aeródromo y ya no hubo más tormenta ni más lluvia ni más viento.

»Pasó la noche, pasó la mañana. La jmj se acabó, nuestros cuerpos disfrutaron de un merecido descanso, Madrid fue poco a poco volviendo a su normalidad y mi vida recuperó inevitablemente su forma habitual.

»Pero cuando el Papa se fue, yo sentí un vacío inmenso por dentro. Intenté llenar ese hueco con las cosas que solían gustarme —comprar, salir, bailar— pero era como si de repente ya ninguna de ellas me interesara lo más mínimo. Sin embargo, algo muy dentro de mí, como un impulso, me hacía ir cada vez más a menudo a la parroquia. Y resultó que ese impulso era Dios que me llamaba.

»Yo le pedí perdón por haberme hecho la sorda tanto tiempo, Él me perdonó —porque siempre nos perdona— y me pidió que le hablara de Él a mucha gente, ¡a toda la gente que pudiera! Y así es como llegué a ser escritora.

»A Dios hay que decirle siempre que sí.

»Y como al Señor le gustan los finales felices, pues en la jmj conocí al Papá de Valentina, nos casamos y tuvimos cuatro niñas.

Mamá sonrió y le guiñó un ojo a Valentina.

—¿Quién sabe dónde va a ser la próxima jmj? —preguntó entonces.

Algunas niñas levantaron la mano y otras gritaron directamente la respuesta.

—¿Y estáis rezando por ella?

Hubo un silencio general con algunas cabecitas que asintieron tímidamente no muy convencidas.

—Pues tenéis que rezar mucho porque fijaos qué frutos tan bonitos pueden llegar a dar —dijo señalando a Valentina—. Hay que dar muchas gracias a Dios, ¿verdad?

Las pequeñas afirmaron al unísono.

—Y a vosotras también por haber escuchado tan atentas y haberos portado tan bien. Muchas gracias.

Cuando Mamá acabó de hablar, Vera se quedó mirando la pantalla de su tableta escolar durante quince minutos. Ni siquiera se dio cuenta de que la hora de estudio había acabado y hacía ya cinco minutos que llegaba tarde a clase.

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