Fiat

Fiat


Tercer domingo de Adviento

Página 7 de 16

 

Tercer domingo de Adviento

Hacía muchísimo frío. Ahora no llovía, pero había diluviado toda la noche porque Vera había oído las gotas estrellarse contra su ventana continuamente y los truenos no la habían dejado dormir bien.

O a lo mejor no habían sido los truenos.

—¡Venga, chicas!

Llegaban tarde a misa, para variar.

No encontraban sitio para aparcar. Mamá hizo una de sus exclamaciones de contrariedad en voz alta. Era curioso que se sintiera frustrada cuando era evidente que el retraso había sido culpa suya. Tuvieron que dejar el coche a cierta distancia, porque entre la gente que venía a misa y la que acudía al centro comercial vecino a hacer sus compras de Navidad, la calle estaba abarrotada.

—¡Vamos, vamos, vamos! —gritó Vera a las niñas mientras desabrochaba el cinturón de seguridad del cojín elevador de Flavia—. Odio llegar tarde.

Y el tono seco en el que lo dijo se mezcló con el ruido del abrir y cerrar de puertas mientras la familia se apresuraba a bajar del coche.

Las niñas corrieron hacia la iglesia. Valentina iba en cabeza porque había salido la primera y era la más rápida. Olivia la seguía de cerca porque sus zancadas eran más grandes. Atravesaron la calle por el parterre porque, aunque era un barrizal, era más corto. Hacía muchísimo viento. Vera giró la cabeza para evitar que el pelo le tapara la cara y vio que Flavia venía rezagada.

Mamá y Papá venían mucho más atrás, distraídos. ¿En qué estarían pensando? ¿No se daban cuenta de que llegaban tarde? ¿Por qué Mamá no corría?

—¡Flavia, corre!

Le hizo un gesto con la mano para que se diera prisa. Apenas veía por donde iba porque tenía toda la melena en la cara. Maldito viento. Corrió un poco más, ya casi había llegado al parterre. Era un lodazal. Ojalá se hubiera puesto botas. Dudó un momento si esperar a su hermana o seguir corriendo. Flavia jamás iba a poder cruzar el parterre ella sola. ¡Qué demonios! Que la esperara su madre. Aceleró el paso con la intención de saltar la zona embarrada y pisar directamente al otro lado. Valentina y Olivia ya habían entrado en el templo. Sonó la campana. Maldita sea. Odiaba llegar con la misa empezada.

De repente, fue como si el tiempo se hubiera congelado y la vida continuara a cámara lenta: notó cómo la suela de su zapato resbalaba por la superficie escurridiza privándole del único apoyo que tenía para soportar el peso de su cuerpo impulsado por el salto; sintió cómo su tobillo se doblaba forzando los ligamentos hasta el límite; vio cómo sus brazos se agitaban desesperados buscando inútilmente un asidero; y aún tuvo tiempo de comprender que no podría hacer nada para evitarlo antes de caer de bruces al otro lado del parterre.

Para cuando la escena volvió a su velocidad normal, Papá ya estaba a su lado ayudándola a levantarse.

—¿Estás bien, Peque? ¿Te has hecho daño?

Vera se incorporó con la ayuda de Papá.

—¡Mi pie! —exclamó—. No puedo apoyarlo.

Se abrazó al cuello de Papá para incorporarse sobre una pierna. Él la sostuvo por la cintura. Intentó pisar con el pie herido pero un estallido de dolor le llegaba hasta la rodilla cada vez que ejercía presión sobre él. Se le estaba hinchando el tobillo.

—¿Qué ha pasado? ¿Estás bien, cariño?

Mamá y Flavia acababan de alcanzarles.

—Papá, ayúdame. Llegamos súper tarde.

No se había dado cuenta de que estaba llorando.

—Pero ¿estás bien? ¿Puedes pisar? —preguntó Mamá apartándole el pelo de la cara y acomodándoselo detrás de la oreja mientras le ofrecía el otro brazo como apoyo.

—¡Que no quiero llegar tarde!

Tampoco se había dado cuenta de que estaba gritando.

—Peque, mírame —intervino Papá—. ¿Por qué no te sientas? Podemos venir a misa esta tarde más tranquilos. Ahora es preferible que veamos qué tienes y te recuperes, ¿no te parece?

—Ve tú con las niñas, yo me quedo con ella —dijo Mamá haciendo un gesto con la cabeza para que Papá se llevara a Flavia.

—No —dijo Vera aferrándose al cuello de Papá—. Que se quede Papá.

Mamá y Papá cruzaron una mirada, como esperando a que el otro diera el primer paso.

—No te preocupes —dijo al fin Mamá. Le pediré a alguien que nos acerque. Llevaos el coche.

—¿Segura? —quiso confirmar Papá.

—Sí, sí. Vete tranquilo. De verdad. Vamos, mi vida —y tomando a Flavia de la mano, se dirigió hacia la puerta de la parroquia.

 

Vera estaba en la cama, con una bolsa de hielo y un antinflamatorio cuando Mamá y las niñas volvieron de misa. Papá la había subido a su cuarto y ayudado a acostarse. El tobillo se veía cada vez más hinchado.

Papá había llamado a un buen amigo traumatólogo que vino en apenas media hora. Revisó el tobillo de Vera, diagnosticó un esguince, aplicó un vendaje de compresión y recomendó una semana de reposo.

—¿Podré bailar dentro de una semana? —preguntó Vera ansiosa.

No se podía permitir perder un ensayo. No ahora que era la envidia de toda la escuela y el centro de las miradas de todos los cursos. No ahora, justo antes de París.

—Ya veremos —había contestado el doctor.

Acababa de irse cuando Mamá y las niñas llegaron.

—¿Qué tal estás? —preguntó Mamá asomándose a la puerta de su cuarto.

—Minusválida.

—¡Anda ya!

—Eso quisiera...

Mamá rio la salida y se sentó en el borde de la cama de su hija.

—¿Crees que estaré bien el martes que viene? Es el ensayo general.

—Oración, confianza y esperanza —recomendó Mamá.

—Moriré de aburrimiento si me tengo que quedar en casa una semana —protestó ella.

Al menos podría adelantar en la lectura del misterioso diario, aunque últimamente más que un diario le parecían una especie de memorias. O unas confesiones.

Por una parte, la intensidad de las revelaciones que se escondían en el texto la escandalizaba profundamente pero al mismo tiempo alimentaba su curiosidad y la empujaba a seguir leyendo con el irresistible magnetismo de lo prohibido. Sin embargo, lejos de aclarar sus primeras dudas, cada vez estaba más confusa sobre la naturaleza y origen de aquel texto: Vera tendría que pellizcarse dos veces si le decían que la narradora era su madre. No le hubiera concedido ningún crédito, pero el conmovedor relato de su conversión el otro día abría la puerta a la posibilidad de que hubiera una versión desconocida de Mamá anterior a la jmj. Con todo, era demasiado incluso para una versión caducada de Mamá. Era imposible que Mamá hubiera hecho eso. O aquello.

Con suerte, podría aprovechar los días de convalecencia para investigar el borroso pasado de Mamá, aunque tenía que ser especialmente cautelosa si quería tener la posibilidad de averiguar algo más sin levantar sospechas: Mamá la conocía demasiado bien como para no darse cuenta de que andaba tramando algo.

 

Vera no bajó a comer. Mamá le subió una bandeja con un poco de todo lo que había en la mesa y una selección de dulces de Navidad. Ni siquiera bajó al encendido de la corona. Olivia le retransmitió la ceremonia desde abajo por videollamada. Hoy era el turno de vela de Valentina. Desde la cama, oía a don José María entonar villancicos y a las niñas aporrear las panderetas intentando acompañarle.

Las pequeñas subieron a verla cuando los mayores empezaron a hablar y se aburrieron abajo.

—Hemos ofrecido el postre por tu pie —declaró Flavia acariciándole la pierna con mucho cuidado.

—Gracias —respondió la interesada.

—¿Te duele mucho? —preguntó Valentina.

—Sí. Aunque a la hora del postre he notado que me dolía un poco menos —contestó Vera.

Las niñas se quedaron mirándola, impresionadas.

—¿Te aburres? —preguntó Valentina con preocupación.

—Un poco.

—¿Quieres que nos vengamos aquí contigo?

Vera aceptó la oferta y las pequeñas se instalaron en el suelo de su habitación con juguetes y deberes.

—¿Me ayudas con un trabajo para catequesis? —aprovechó Valentina.

El móvil de Vera emitió una vibración. Lo consultó rápidamente antes de volver a dejarlo a su lado en la cama.

—Sí, claro. ¿Qué tienes que hacer?

—Elegir un pasaje de la Navidad y hacer un tablero de arte que exprese lo más importante.

Un tablero de arte era una actividad típica infantil en la que, a través de una aplicación que convertía la pantalla de las tabletas en un tablero de corcho digital —de ahí su nombre—, los niños podían hacer murales agregando libremente texto, fotos, música, video y demás animaciones sobre una temática dada. Según Mamá, antes los niños hacían eso en cartulinas.

—¿Y cuál has elegido tú? —preguntó Vera.

—La Anunciación —respondió Valentina.

—Qué bonito —aprobó su hermana mayor—. ¿A ver? Enséñame lo que tienes.

Valentina encendió su tableta de estudios y le mostró el boceto de su tablero. Un montón de representaciones famosas de la Anunciación desfilaron por la pantalla. No estaba mal, aunque no quedaba muy claro qué quería transmitir. Vera intentó que la artista se lo aclarara pero no parecía haber seguido ningún criterio específico.

—¿Y por qué no intentamos definir primero el mensaje? —propuso.

Valentina asintió.

—¿Tú qué crees que es lo más importante?

La pequeña se encogió de hombros y contestó:

—Pues que el Ángel le dice a la Virgen que va a ser la mamá de Jesús, ¿no?

—Y si el Ángel Gabriel no se hubiera aparecido, ¿crees que ella se habría dado cuenta de que esperaba un bebé?

—Pues cuando le creciera la barriga, sí.

—Entonces... No parece lo más importante, ¿no?

Quería hacerla pensar.

—¿Y entonces, qué es lo importante? —preguntó la pequeña confundida.

—¿Dios puso al bebé en el vientre de la Virgen sin más o le pidió permiso?

—Le pidió permiso.

—¿Y ella qué dijo?

—Que sí.

—¿Y si hubiera contestado que no?

—Pues no habría nacido Jesús.

—Entonces, ¿fue más importante la pregunta o la respuesta? —retó Vera.

—La respuesta —afirmó Valentina comprendiendo el razonamiento.

—Eso es —confirmó la hermana mayor—. Gracias al sí de la Virgen pudo nacer Jesús y salvarnos. Por eso la queremos tanto. A Dios hay que decirle siempre que sí, aunque lo que nos pida parezca imposible, como hizo la Virgen.

—¿Por qué era imposible? —preguntó Flavia desde su peluquería de muñecas instalada en el suelo.

—Porque una mujer no puede tener un hijo sola, es imposible. Hacen falta un papá y una mamá para que haya un bebé —explicó Vera.

—Pero el papá era Dios —replicó la niña.

—Pero ella no lo sabía. Ella pensaba que el Mesías iba a nacer de un papá y una mamá de la tierra. Por eso cuando el Ángel se lo dijo, ella no entendía cómo iba a ser, porque era virgen.

—¿Qué significa virgen? —preguntó una de las niñas.

Vera tragó saliva y trató de pensar una versión apta para todos los públicos.

—Que no tiene marido —resolvió.

—¿Es lo mismo que soltera?

—No exactamente. Todas las vírgenes son solteras pero no todas las solteras son vírgenes —contestó Vera temiendo la siguiente pregunta.

—¿Nosotras somos vírgenes?

Sus dos hermanas pequeñas la miraban expectantes deseando estar en el grupo de las elegidas.

—Nosotras, sí —contestó Vera sonriendo para sus adentros.

—¡Toma! ¡Bien!

Las niñas se abrazaron. Vera se aguantó la risa.

—Vale, pero... chicas. Es una especie de secreto, ¿vale? No se va contando por ahí —les advirtió.

—Vale —convinieron las niñas.

En ese momento se abrió la puerta y Mencía asomó la cabeza.

—¿Cómo está la paralítica? —se mofó entrando en la habitación.

Vera forzó una mueca de asco como respuesta.

—Chicas, ¿por qué no lo termináis en vuestro cuarto y luego me lo enseñáis? —dijo Vera invitando a salir a las pequeñas.

—Vale —accedieron.

—Mencía, ¿tú también eres virgen? —espetó Flavia.

La interpelada estalló en una carcajada. Vera se escandalizó.

—¡Dios mío! Flavia, pero ¿qué hemos dicho? ¡Es un secreto! Ni se cuenta ni se pregunta. Venga, largaos... Ay, Dios.

Vera se llevó las manos a la cabeza y se tapó la cara con las manos para ocultar su vergüenza mientras Mencía se tronchaba de risa y las niñas salían de la habitación.

—Lo siento, tía —se disculpó Vera sonrojada.

—Anda ya, tía, ¡ha sido graciosísimo! ¿Se puede saber de qué estabais hablando?

—De la Anunciación, tía... Qué te crees.

Mencía se seguía riendo.

—Hablando de virginidad... Adivina quién va a perderla en fin de año.

Vera se incorporó de golpe en la cama.

—Tía, no me des disgustos que estoy convaleciente. ¿Habéis hablado de eso?

—Sí, tía. Va a ser una noche inolvidable.

—Ay, Dios, M... Ni siquiera voy a estar si pasa algo.

—¿Qué va a pasar? Cuidará de mí: le importo de verdad.

—Pero tía, ¿no te gustaría que tu primera vez fuera con alguien que te quisiera de verdad? —alegó Vera intentando disuadirla.

—Jaime me quiere. Me lo ha dicho. Lo que pasa es que no es de decirlo mucho, ya sabes, es un chico. Me muero porque mi primera vez sea con él, tía: es el amor de mi vida.

—¿Y no piensas que puede que esté diciendo lo que tú quieres oír para conseguir lo que quiere él? —objetó Vera.

—Pero bueno, ¿a ti qué te pasa? ¿Se te ha ido la cabeza con el golpe o qué? ¿Cómo me va a mentir en algo así? Si me dice que me quiere, me quiere —sentenció Mencía.

—Está bien —cedió Vera— es solo que... no sé... no quiero que te precipites.

—V: llevo enamorada de él desde los doce años. Es el hombre de mi vida: lo sé. Y quiero que mi primera vez sea con él. Fin de la historia.

—Ok —convino Vera.

—Hablando de primera vez... —dijo Mencía. Y cogiéndole la mano, añadió expectante—: ¡Cuéntame lo del beso!

Una sonrisa de plenitud transformó repentinamente el rostro de Vera mientras su mente recreaba vívidamente el episodio sugerido. Se le erizaba el vello de los brazos y la nuca solo de recordarlo.

 

Todo había empezado el lunes pasado, después de la fiesta de las Malditas Bastardas, aunque, de hecho, había empezado en la fiesta de las Malditas Bastardas. Al parecer, Lucas Estrada había contactado con Bea para conseguir el número de Vera. Esta, que no sabía lo que era decir que no a un chico, se lo dio sin vacilar y Vera recibió un mensaje de Lucas esa misma tarde. Al principio, le molestó que Bea se hubiera tomado la libertad de darle su número a un chico sin ni siquiera pedirle permiso, pero el chico era tan interesante y tan simpático que pronto se le pasó. Tampoco había nada de malo en escribirse con un chico majo. Aunque fuera mayor e increíblemente sexy.

Hablaron de tonterías sin especial sentido hasta que Lucas la invitó a salir. Habían estado bromeando sobre lo mucho que a los dos les gustaba el dulce y quería llevarla a una pastelería deliciosa que conocía.

—No sé si estoy preparada para que salgas con chicos —había dicho Mamá cuando se lo contó, consciente de que el momento había llegado.

—¡Venga ya! Es solo una merienda —había dicho Vera restándole importancia.

—No sé si tu ingenuidad me tranquiliza o me preocupa más.

—No soy ingenua —protestó Vera—. Pero sí tengo las cosas bastantes claras así que no tienes de qué preocuparte.

La respuesta pareció tranquilizarla. Sonrió mientras le cogía la cara con las manos, la besó en la frente y añadió solemnemente:

—Pienso cotillear.

—Mamá, por favor...

Y bromearon sobre cómo una madre podía arruinar la primera cita de su hija.

Un par de días después, cuando Vera acabó las clases de la tarde, Lucas la esperaba. Habían quedado estratégicamente un par de calles más arriba para evitar el tráfico de padres recogiendo a sus hijas y las miradas curiosas de madres entrometidas, especialmente la suya. Lucas estaba de pie apoyado en un mini azul marino con el techo y las rayas beige y la bandera de Reino Unido en los retrovisores. Se incorporó cuando vio a Vera acercarse y le sonrió desde lejos.

—Vaya, no había considerado que vendrías de uniforme —bromeó mientras le daba dos besos cuando por fin llegó a su altura.

Vera arrugó la nariz.

—Puedo ir a cambiarme, si quieres, vivo aquí al lado.

Él hizo un gesto como para quitarle importancia.

—No hace falta. Vamos.

El mini sobre el que estaba apoyado resultó ser suyo. Subieron al coche y sortearon el tráfico hasta el centro de Madrid, donde se deleitaron con la mejor tarta de chocolate que Vera había probado en su vida.

Lucas era muy agradable. Era divertido sin hacerse el gracioso, se mostraba seguro de sí mismo pero no llegaba a ser arrogante y se expresaba con corrección sin resultar pedante. Parecía inteligente, culto y maduro. Pero sobre todo, era irresistiblemente guapo. Vera era muy consciente de que la verdadera belleza está en el interior, pero era difícil pensar en ninguna otra cosa cuando iluminaba la escena aquella sonrisa de dientes blancos y perfectos y se enfocaban en ella aquellos ojos azules. Lucas parecía un dios griego, con el cabello rubio y abundante, las facciones perfectamente esculpidas y músculos bien definidos que se adivinaban por debajo de la ropa. Iba cuidadosamente desaliñado pero su aspecto era impecable. Tenía una educación exquisita y un porte muy varonil.

—¿Tenía razón o no? —dijo él.

—¿Qué?

Vera salió de su ensoñación helénica y volvió a encontrarse de nuevo frente a la encantadora sonrisa de Lucas Estrada.

—La tarta, ¿es la mejor de Madrid o no? —repitió él.

—Es la mejor del mundo —contestó Vera chupando los restos de chocolate de la cuchara—. En serio: está increíble.

Acabada la merienda —a la que por supuesto, Lucas invitó—, salieron a la calle Alcalá. Ya era de noche. Subieron paseando hasta la plaza de la Independencia. Vera se abrochó el abrigo hasta abajo. Así casi no se le veía la falda del uniforme, solo las medias y los zapatos.

—¿Te incomoda lo del uniforme? —le preguntó.

—¡No! No hace tanto que yo tenía uno igual. Bueno, sin la falda, ya sabes —bromeó.

Diría que se estaba poniendo un poco nervioso.

—El año que viene tú también te habrás librado de él para ruina de tu madre sevillista: apuesto a que tienes más ropa que días para ponértela.

Vera rio la observación.

—Es verdad, pero por suerte para ella no será el año que viene.

Lucas la miró extrañado.

—¿Qué quieres decir?

Vera se encogió de hombros y, como si fuera lo más evidente, declaró:

—Tengo quince años, aún me quedan dos cursos para la universidad.

Lucas se detuvo y la miró como si acabara de descubrirla. Sacudió la cabeza y dijo enfatizando cada palabra:

—¿Tienes quince años? Pareces mayor.

—Ya. Todo el mundo me lo dice. Es por la altura. O al menos espero que sea por eso y no porque parezco una vieja —contestó Vera arrugando la nariz.

Lucas le rio la gracia.

—No pareces una vieja —dijo—. Cuando te vi en la fiesta pensé que tenías mi edad y cuando dijiste que estabas en el colegio, no sé... pensé que serías de último año. Calculé mal —añadió encogiéndose de hombros.

—¿Tú cuantos tienes?

—Diecinueve.

—Guau. Pareces menor.

—Ya. Es porque no tengo casi barba —justificó él acariciándose la mejilla—. O al menos espero que sea por eso y no porque soy un inmaduro —añadió guiñándole un ojo.

Regresaron al coche y Lucas se ofreció a llevarla a casa.

—Puedo volver en metro, si quieres. No tienes por qué volver hasta allí solo para llevarme.

—Anda, sube.

Llegaron en apenas veinte minutos porque no había casi tráfico de salida a esa hora.

—Me lo he pasado genial —dijo Lucas poniendo los cuatro intermitentes frente a la casa de Vera—. Me encantaría verte otro día.

Vera se sonrojó y agachó instintivamente la mirada.

—A mí también —contestó.

—¿Te puedo invitar a cenar el sábado? —propuso Lucas—. Sin uniforme.

A Vera se le escapó una risita nerviosa.

—Sin uniforme —convino.

—¿Te dejan ir a cenar, no? —preguntó él con sorna.

—Sí, aunque igual me acompaña la canguro por si me pierdo en la piscina de bolas del burger, ya sabes —devolvió ella.

Él se rio de la salida y levantó las manos, excusándose.

—El sábado, entonces.

La atmósfera del coche se volvió tensa. Vera intentaba resistirse a la tremenda atracción que sentía hacia él en ese momento, que venía acompañada de una repentina oleada de vergüenza y timidez. Lucas la observaba con mirada pícara y sonrisa burlona pero tampoco parecía saber muy bien qué hacer.

—Bueno... —dijo ella sin encontrar las palabras justas para provocar una despedida decente.

Él se acercó para darle dos besos.

Cuando sus mejillas se rozaron, sintió su olor y la temperatura de su cuerpo y tuvo la sensación de que la sangre se le subía a la cabeza, el pulso desbocado. Le dio el primer beso y, justo cuando sus rostros se cruzaron para intercambiar el sentido del saludo, se le quedó mirando de frente, en un instante que le pareció eterno y a la vez brevísimo. En ese preciso momento, los faros de otro coche la deslumbraron y ella se alejó de golpe, avergonzada.

—Me tengo que ir —acertó a decir mientras recogía su bolso y su tableta del suelo del asiento del copiloto y se bajaba apresuradamente.

—Gracias por la tarta. Estaba increíble —dijo desde fuera asomándose por el hueco de la puerta para despedirse.

—Te veo el sábado —contestó él.

—El sábado —confirmó ella.

—Sin uniforme —añadió él como repitiendo los términos del acuerdo.

—Sin uniforme.

Vera le devolvió la sonrisa y se alejó del coche sintiéndose la escolar más atractiva del mundo mientras caminaba hacia casa, sabiendo que los ojos de Lucas estaban ahora mismo fijos en sus largas piernas de bailarina.

Vera entró en casa y buscó ansiosamente a Mamá.

La encontró bajando la escalera, Papá la esperaba con el abrigo puesto para ir a algún sitio. Vera le hizo un gesto para que retrocediera y las dos se dirigieron a su cuarto.

—¿Qué? —pregunto Mamá nada más cerrar la puerta.

Vera se tiró en la cama.

—¡Ay, Mamá, me encanta! No te imaginas lo perfecto que es.

—Pero bueno, ¿y qué tal? ¿Dónde habéis ido? ¿Qué habéis hecho? Cuéntame.

Vera le resumió la tarde.

—Me ha invitado a cenar el sábado —concluyó.

Mamá emitió un gritito ahogado y se tapó la boca con la mano.

Se oyó a Papá llamarla desde abajo. Ambas ignoraron la llamada.

—¡Ay, Mamá! ¿Crees que le gusto?

Mamá sonrió y le acaricio el pelo. Parecía emocionada.

—Cariño: es imposible que no le gustes.

Vera aplaudió nerviosa.

—¿Te ha acompañado a casa? —quiso saber.

—Me ha traído en coche.

—¿En coche?

Mamá emitió otro gritito.

—¿Y cómo os habéis despedido?

Cualquiera diría que Mamá había estado en el coche. O en otros coches.

Vera apretó los dientes y arrugó la naricilla. Mamá la miraba expectante.

—Nos hemos dado dos besos. Bueno uno...

Mamá se llevó otra vez la mano a la boca.

—¡No, pero no es lo que crees! —se apresuró a aclarar Vera.

Papá volvió a gritar el nombre de Mamá desde abajo. Esta vez ella contestó que bajaba enseguida.

—Mamá, espérate un momento. Si total siempre llegas tarde, un día más no pasa nada, ¿no ves que te necesito?

Vera prosiguió con la explicación.

—Nos estábamos dando dos besos y nos hemos quedado un momento así como... —hizo el gesto de proximidad con las manos —pero entonces han aparecido unos faros, que sería Papá o un vecino o ¡yo que sé! Me he puesto súper nerviosa y he salido corriendo.

Forzó un suspiro dramático. Mamá la abrazó. Estaba casi más histérica que Vera.

Papá llamó por tercera vez. Ahora sí sonaba exasperado.

—Me tengo que ir, mi vida. Pero mañana hablamos.

—Ok.

—La cena está en el microondas. Valentina tiene arroz blanco que tiene la tripa regular.

—Ok.

—Echa la llave.

—Que sí.

Mamá se la quedó mirando, como en una pausa dramática y teatralizó:

—Ay, Vera… ¡Que te va a salir novio!

—¡Anda ya! ¡Vete ya! —Dijo empujándola fuera de la habitación entre risas—. Ha sido culpa mía, Papi: no la regañes —gritó Vera por el hueco de la escalera guiñándole un ojo a Mamá mientras bajaba.

 

De repente, le pareció que hacía una eternidad de aquellas risas con Mamá.

—¿Y bien?

Mencía esperaba ansiosa los detalles de la cena del sábado sentada a los pies de la cama de su mejor amiga.

Vera le contó que Lucas la recogió en casa a eso de las nueve. Había elegido un conjunto informal pero con un toque sofisticado para parecer mayor aunque no demasiado arreglada y, sobre todo, que pegara con sus espectaculares botines nuevos de tacón alto. Había estado esperando una ocasión propicia para estrenarlos. Quería impresionar a Lucas y se sentía extraordinariamente femenina y segura de sí misma con aquel taconazo.

Lucas también estaba guapísimo. Tenía mucho estilo vistiendo, lo cual no hacía sino multiplicar puntos a ojos de las chicas. Fueron a una pizzería, que Vera describió generosamente con un poco más de lujo del que estrictamente le correspondía, y después cruzaron a un local de moda entre los universitarios a tomar un cocktail.

—Dieron por hecho que era mayor de edad, tía. ¡Ni siquiera me pidieron la huella dactilar! Lucas estaba alucinado —presumió Vera.

Vera se entretuvo en contarle a Mencía los pormenores de la conversación recreándose en los detalles. Le gustaba contar las cosas así. Su interlocutora, sin embargo, le urgía para que se saltara los prolegómenos y fuera directamente a los detalles escabrosos, que parecían interesarle más que el hecho de que congeniaban muy bien y tenían bastantes intereses en común.

Así, Vera omitió que le había parecido un chico muy popular porque conocía a mucha gente y que insistió en invitarla a una segunda ronda pese a que las bebidas eran carísimas en aquel sitio, y pasó directamente a contarle cómo, de regreso a casa, el ritmo de la conversación se había ido relajando y la atmósfera se había ido volviendo más íntima hasta que, cuando aparcaron frente a la puerta de casa, casi podía cortarse la tensión. Hacía meses que aquella farola no funcionaba y la calle estaba absolutamente a oscuras. Tampoco se veía luz en casa, aunque estaba segura de que al menos uno de sus padres la estaba esperando despierto. Lucas tomó la iniciativa. No sabía si por la hora, las dos copas o la experiencia, pero se le veía mucho más suelto y confiado que el otro día. Vera experimentó una extraña sensación de vulnerabilidad e indefensión en ese momento, aunque decidió omitir ese pequeño detalle en el relato. Lucas le preguntó si se lo había pasado bien, aunque parecía conocer la respuesta porque se permitió acariciarle el pelo mientras lo hacía. Ella asintió, incapaz de articular palabra, presa de aquella repentina timidez. Él debió de notarlo y se aproximó, consciente de que no podría mantener la mirada en el salpicadero eternamente. Le dijo que había disfrutado mucho de su compañía y que se sentía irremediablemente atraído por ella. Pero no lo dijo así, hablando como estaban haciendo ellas, sino en un susurro a cinco centímetros de la oreja de Vera, que empezó a derretirse con el calor de su aliento en el cuello. Se hizo la fuerte manteniendo la cabeza gacha y la vista en el salpicadero. Se preguntó cuánto podría acelerarse el pulso realmente antes de que verdaderamente le diera un ataque al corazón.

—¿No me piensas mirar? —dijo Lucas.

Ella sonrió nerviosa. Se mordió el labio. La sangre palpitaba en lugares inesperados.

—¿Tienes miedo de que si me miras te bese o qué?

Ella rompió a reír sin estridencias y, seducida por la honestidad de la pregunta, lo miró y confesó:

—La verdad es que sí.

Él se la quedó mirando y le brindó la sonrisa más sexy del universo conocido antes de decir:

—Haces bien. Porque es exactamente lo que pienso hacer.

Y dicho esto, la atrajo hacía sí en un gesto irresistiblemente masculino y la besó en los labios. Vera perdió el dominio de sí misma en cuanto sus labios notaron el calor húmedo de los de él. Su propia boca la sorprendió mostrándose más solícita de lo que imaginaba, abriéndose ante aquella presión suave y desconocida sin la menor resistencia. Sus labios recibieron prestos la calidez del visitante y respondieron suave y gustosamente, devolviendo la visita. Siempre se había imaginado ese momento petrificada por los nervios, pero de repente una ráfaga de sangre se le subió a la cabeza, se le erizó el vello de la nuca y de los antebrazos y una energía absolutamente desconocida brotó de lo más profundo de su ser y se hizo con el control de su cuerpo. Sin dejar de besarle, rodeó el cuello del chico con su brazo derecho, corrigiendo la postura para acercarse todo lo que el espacio permitía. Él devolvió el gesto rodeándola con el brazo izquierdo y apretándola hacia sí al tiempo que hacía lo propio con la mano que mantenía en su nuca y que jugueteaba distraídamente con sus cabellos. Vera sintió que le faltaba el aire pero, en lugar de respirar, deseó fundirse con él y se abandonó de nuevo al beso. Evidentemente, no se lo refirió con tanto detalle a Mencía, que escuchaba atentamente el relato de la velada.

Todo lo demás lo recordaba como envuelto en una extraña nebulosa. En algún momento se despidieron y Vera cruzó el umbral de su casa con una sonrisa boba tatuada en el rostro, la mirada perdida y una extraña sensación de irrealidad.

Mamá estaba previsiblemente despierta esperándola en la mesa de la cocina. Salió a recibirla en cuanto la oyó entrar.

—¿Qué? —preguntó con una sonrisa en cuanto cerró la puerta.

—Fenomenal —contestó Vera.

—¿Qué habéis hecho?

—Hemos ido a cenar y a tomar algo. Ha estado muy bien.

—Pero bueno, ¿y qué más? Cuéntame.

Vera se encogió de hombros.

—No sé qué más contarte —cortó.

Notó una cierta desilusión en la mirada de Mamá, que seguía frente a ella expectante y emocionada, ansiosa por que compartiera con ella las novedades. Le dio un poco de pena, pero no quiso ceder.

—Estoy un poco cansada —dijo, no obstante, para suavizar su primera respuesta.

A Mamá pareció convencerle este argumento. Le deseó buenas noches y se retiró.

Vera se acostó recreando en su mente los minutos anteriores como si hubieran sido parte de un sueño a punto de olvidarse. A él le debió pasar algo parecido porque a la mañana siguiente la despertó con este mensaje:

 

Lucas: He soñado que la chica más preciosa de Madrid me besaba. ¿Estoy loco?

 

Ella contestó:

 

Vera: Dímelo tú. Yo he soñado que la chica era yo.

 

Él volvió a escribir:

 

Lucas: ¿Cuándo podemos seguir soñando?

 

—Tía, está colado por ti —sentenció Mencía—. Qué fuerte me parece que el primer tío con el que te enrollas sea Lucas Estrada. ¡Y en la primera cita!

—Ya... yo también me asusté un poco. Pero tiene algo... No sé.

—Tiene que está buenísimo, no te jode. Y demasiada experiencia.

—No digas eso.

—¿Que vas a hacer ahora? —dijo señalando el pie con la cabeza—. Vaya momento para quedarte inválida.

Vera se encogió de hombros.

—Rezar, confiar y esperar —dijo finalmente.

 

Valentina llamó a la puerta en cuanto Mencía se fue. Traía su tableta de estudios y una sonrisa victoriosa.

—¿Te lo enseño? —preguntó ilusionada.

—¡Claro que sí! Ven aquí.

Vera dio un par de golpecitos en la cama y se hizo a un lado para dejar sitio a su hermana, que se acomodó en la cama con ella.

—Veamos qué hay por aquí —dijo besando a su hermana y sonriendo mientras le daba al play.

Vera se quedó sin palabras cuando acabó la reproducción. Estaba muy, pero que muy bien.

—¿Te gusta? La idea ha sido mía pero Mamá me ha ayudado un poco —confesó la pequeña.

Había empezado sonando el Angelus cantado y en latín. En los bordes del tablero estaba escrita la frase «hágase en mí según tu palabra» en hebreo, griego, latín y castellano con diferentes tipografías y colores. En el centro, se abría un cuadro de video en el que aparecían mujeres de diferentes razas y nacionalidades diciendo «Sí» en diferentes lenguas: yes, oui, ja, ken, tak... Al final, la pantalla se fundía en negro y aparecía una imagen de la escultura de la Bella Pastora[5] con la frase superpuesta: «Gracias por tu sí, María».

La composición era preciosa.

—Está fenomenal, Valentina, en serio. Enhorabuena.

Valentina señaló el texto en hebreo.

—Esto es lo que dijo la virgen de verdad, ¿sabes?

Y señalando el texto en latín, añadió:

—Y esto es lo que decimos los cristianos cuando queremos decir sí a la voluntad de Dios: Fiat. Como nuestro coche.

Vera sonrió.

—Sí. Está increíble, de verdad. Hoy te puedes ir a dormir muy contenta.

 

Vera pasó los dos días siguientes en absoluto reposo. Apenas salió de la cama más que para ir al baño. Al tercer día, se levantó con la ayuda de unas muletas que había traído Papá la noche anterior. No podía más. El dolor había disminuido considerablemente pero el aburrimiento y la curiosidad la estaban consumiendo. No había nadie en casa así que salió de su cuarto y se impulsó por el pasillo hasta el dormitorio de sus padres. Nadie podía eliminar su pasado sin dejar rastro: si aquel diario era realmente de Mamá, tenía que haber trazas de su protagonista en el presente.

La habitación de Papá y Mamá era territorio prohibido para las niñas. Habían aprendido desde pequeñas que no podían entrar si ellos no estaban e incluso cuando sí estaban, tenían la costumbre de no hacerlo. De hecho, solo entraban en ocasiones especiales como el día del Padre, Reyes o los cumpleaños de alguno de los dos. Era como su lugar privado. De pequeña, Vera creía que escondían algo dentro e imaginaba qué podía ser: un cofre lleno de oro, otra hermanita o un armario mágico como el de Las Crónicas de Narnia. Ya de mayor, había estado varias veces en aquella habitación, sobre todo con Mamá, pero nunca había estado allí sola.

Era romántica y elegante, con muebles afrancesados en madera decapada y, aunque estaba normalmente muy ordenada, siempre había rastro de Mamá por algún sitio. No lo podía evitar. Por eso, Vera sospechaba que, si buscaba a conciencia, encontraría alguna pista que le ayudara a esclarecer si la primera persona de aquel misterioso relato podía realmente tratarse de su madre o si aquellas barbaridades no eran más que un proyecto de ficción que, consciente de su atrocidad, ella misma había censurado. Si aquel escandaloso pasado había pertenecido de verdad a Mamá, tenía que haber alguna prueba. Pese a que no había nadie en casa, entró con sumo sigilo y cerró la puerta cuidadosamente tras de sí. Sintió que estaba cruzando una línea sin retorno. Notó la adrenalina hormigueándole en el estómago y, para su sorpresa, descubrió cierto placer en ello. Quién sabe cuántas emociones se había perdido hasta entonces por haber sido tan obediente.

Rodeó la cama y se acercó a la mesilla de noche del lado izquierdo. Sabía que ese era el lado de Mamá. No había nada sospechoso a simple vista. Un despertador vintage, crema de manos, el pequeño y gastado ejemplar de Camino, algún libro que nunca acababa de leer... Abrió el pequeño y único cajoncito de la mesilla. Más de lo mismo: la férula dental, un rosario de cuentas de colores, un pastillero, la etiqueta de la última prenda que estrenó, una lima de uñas... Volvió a cerrar el cajón y miró la repisa inferior de la mesilla. Tenía todos los sentidos alerta. Era curioso porque, aunque estaba expresamente invadiendo la intimidad de Mamá, la embargaba la extraña sensación de estar violando una parcela privada y secreta de la vida de Papá.

No había nada anormal tampoco en la repisa. Ni encima de la cómoda. Ni en el tocador, ni en ninguno de los cajones del tocador.

Al cerrar el último cajón, la superficie del tocador vibró e hizo tambalearse el marco con la foto de todos en Nueva York. Vera se fijó en ella. Las cuatro niñas con sus padres posaban bronceados y sonrientes en una de las terrazas del Top of the Rock. Detrás de ellos, se extendía la gran masa verde de Central Park y la cuadrícula casi perfecta de edificios del Upper East Side. Recordaba perfectamente aquel día.

 

Papá y Mamá adoraban Nueva York. Aunque ambos habían estado allí antes de conocerse —Papá incluso había estudiado allí su último curso de carrera—, hicieron una pequeña escala en Manhattan en su viaje de novios, camino de Australia. Habían vuelto en su quinto aniversario de bodas y, cinco años después, cuando celebraron diez años de matrimonio. Siempre habían querido volver con sus hijas, para enseñarles lo que tanto les fascinaba y contagiarles su pasión por aquella ciudad, así que, cuando Vera cumplió los quince, la familia empezó a preparar el viaje.

Todos los domingos, después de misa, se sentaban en la mesa grande del salón a organizar el viaje: sitios que querían visitar, distancias que podrían recorrer cada día contando con el paso de Flavia, actividades que podían realizar una vez allí... Las niñas disfrutaron muchísimo de aquellos preparativos que fueron tomados ya como parte del viaje y a Mamá y Papá se les veía tan emocionados que, a ratos, no se sabía muy bien quiénes eran los adultos y quiénes los niños.

Solían proyectar fotos de viajes anteriores de Papá y Mamá en la pantalla grande y las niñas elegían los sitios que querían ver. Por si no daba tiempo a todo en los diez días que iban a estar, cada niña había elegido una cosa-que-no-se-podía-perder-por-nada-del-mundo. Flavia había elegido el estanque de botes teledirigidos de Central Park; Valentina, el puente de Brooklyn; Olivia, Times Square y Vera, el Empire State Building. Era seguro que les iba a dar tiempo a ver eso así que cada domingo, después de la sesión de fotos, se iban incorporando rincones, cada vez más recónditos, a la lista de cosas-que-no-se-podían-perder-por-nada-del-mundo: Wall Street, Top of the Rock, Grand Central Station, las escaleras del met, la fuente de Bethesda, la escultura de Alicia en el País de las Maravillas, Lombardi’s Pizza, Magnolia Bakery, Henri Bendel, Tiffany’s, fao Swarchz... De repente, diez días no parecían tanto.

Pero sí que fue suficiente para ver todo lo que querían y hacer todas las cosas que habían planeado. A las niñas les encantó la ciudad tanto como a sus padres y cada noche, en la suite del hotel que compartían todos, jugaban a elegir lo que más les había gustado del día. Y cada día lo iban complicando, teniendo que elegir entre la suma de los días anteriores, aunque parecía haber unanimidad en que lo más fascinante de todo había sido el paseo en helicóptero.

Cuando llevaban tres días en la ciudad, Mamá llevó a las pequeñas al zoo de Central Park: Papá y Vera tenían un plan especial.

Aunque hubieran ido todos, el viaje seguía siendo el regalo de cumpleaños de Vera así que, después del desayuno buffet, salieron a dar un paseo por la Quinta Avenida. Papá le enseñó a Vera el estudio en el que había trabajado el año que pasó en Nueva York, el piso en el que vivió y algunos de los lugares que frecuentaba en aquella época.

Llegaron a la altura del 757. Papá se detuvo delante de la puerta giratoria.

Venían hablando sobre hacerse mayor y las responsabilidades de un adolescente. Papá le explicó que quince años era una edad importante. La vida iba a empezar a ponerse interesante: Vera sería cada vez más independiente, reivindicaría sus ideas y querría tomar sus propias decisiones. También iba a encontrar ante ella cada vez más opciones. La adolescencia era una etapa de conflicto para cualquiera, pero para los jóvenes cristianos, igual un poco más. Había llegado la hora de ser valiente.

—Papá... —interrumpió Vera adivinando las intenciones de su padre. —Solo dime que no me has traído aquí para darme una charla sobre sexo.

A Papá se le escapó una carcajada.

—Te he traído aquí para comprarte un regalo —se defendió.

—¿Aquí?

Vera señaló perpleja el edificio que se alzaba tras su padre, cuyo portero uniformado los miraba con curiosidad.

—Sí. Pero quiero explicarte una cosa primero.

—Y ahora es cuando me das la charla sobre sexo... Vamos, Papá, te estás rascando detrás de la oreja. Siempre te rascas detrás de la oreja cuando la conversación te incomoda.

—Vaya —exclamó—, voy a tener que espabilar. Vivo rodeado de mujeres inteligentes.

—Ya he hablado de esto con Mamá —dijo Vera sonriendo con ternura—. De hecho, llegas como dos años tarde.

—Genial. Lo tengo fácil, entonces.

Papá comprobó que Mamá había hecho bien sus deberes de madre porque su hija tenía todo perfectamente claro. Fue un poco más allá.

—Es fácil mantenerse firme cuando somos pequeños y vivimos protegidos de todo lo que nos hace daño, pero no siempre va ser tan fácil —dijo Papá muy serio mirándola fijamente—. Pronto empezarás a salir con chicos y puede que te encuentres en situaciones comprometidas, incluso si son buenos chicos.

Ir a la siguiente página

Report Page