Fiat

Fiat


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Cuando por fin se levantó del banco, se dirigió al tocador con paso decidido. Abrió la antigua cajita de música que ya no sonaba y utilizaba ahora como joyero y contempló la estática bailarina que permanecía en un eterno arabesque desde su más tierna infancia. Vaciló un instante.

Se miró en el espejo del tocador, pero la que le devolvió la mirada ya no era la niña inocente que solía reflejarse allí. También ella había desaparecido para siempre. Y entonces, con premeditación y alevosía, se arrancó la sortija de Tiffany’s del dedo anular de la mano derecha, la arrojó al interior de la caja y la cerró de golpe. Presa del mismo impulso, cogió el móvil, envió un mensaje instantáneo y lo arrojó lejos de sí para evitar retractarse.

Para su sorpresa, no solo no se arrepintió, sino que sintió una extraña liberación que le resultó de lo más placentera en medio de aquel sufrimiento.

Se acostó pensando en cómo se iluminaría el rostro de Lucas cuando leyera el mensaje.

A la mañana siguiente, se cruzó con Olivia en el pasillo cuando salió a ducharse.

—No sé qué has hecho pero... —adoptó una expresión de gravedad antes de añadir—: Mamá no habló ayer en toda la cena.

Vera se encogió de hombros.

—Ella sabrá —dijo con desdén.

Y se encerró en el cuarto de baño.

No era la primera vez que se miraba en el espejo, pero nunca lo había hecho con aquellos ojos. Trató de adivinar cómo la miraría él. Si la descubriría como algo bello y la recorrería, como quien acaricia una escultura, o si por el contrario le parecería algo repugnante que quedaba mejor oculto bajo la ropa. Se apresuró a vestirse. Nunca antes verse desnuda había resultado tan vergonzoso.

Cuando bajó, Mamá estaba en la cocina acompañando a Flavia mientras desayunaba. Vera saludó a su hermana con especial efusividad, colmándola de besos y abrazos, mientras dirigía a su madre una mirada provocadora.

Se sirvió un zumo y cogió una magdalena de la cesta.

Mamá se apoyó en la encimera y observó la escena con los brazos cruzados y gesto pensativo.

—En algún momento tendremos que hablar —dijo al fin.

Vera apuró el zumo, se encogió de hombros y contestó descaradamente:

—O no.

Cogió un par de galletas del plato de Flavia y se marchó.

Jacobo estaba desayunando con sus padres en el Diversia cuando su prima favorita le escribió. La invitó a unirse a ellos. Vera aceptó porque salir con sus tíos le pareció un buen salvoconducto en caso de que intentaran castigarla sin salir. Y además, se había quedado con hambre.

Los dos primos se quedaron charlando en la terraza de la cafetería mientras los tíos hacían unos recados por la zona. Por fin hacía un día de sol. Vera decidió no andarse con rodeos. No sabía de cuánto tiempo disponían antes de que volvieran los tíos.

—¿Qué? Ni de coña. No sabes lo que estás diciendo. Vas a acabar mal —se escandalizó Jacobo cuando Vera le pidió el favor.

—Todas mis amigas lo hacen —argumentó ella.

—¿Tus amigas? —Jacobo forzó una risa sarcásti-ca—. ¿Quiénes? ¿Bea y sus secuaces? Son unas zorras. Por favor, ni siquiera sé qué haces juntándote con ellas. No te pega nada.

—¿Ah, no? ¿Y a ti sí te pega? Bea me contó que cuando estabas con ella la hacías tomar la píldora porque no te gusta usar condón.

—Joder, baja la voz...

Jacobo se llevó las manos a la cabeza. Estaba furioso.

—¿Qué pasa contigo? —dijo quitándose las gafas de sol e inclinándose hacia delante para poder mirarla fijamente.

Vera le respondió quitándose a su vez las gafas de sol.

—Nada. ¿Lo vas a hacer?

—No. Y tú no te vas a acostar con ningún capullo mayor que tú.

—¡Ja! ¿Y tú lo dices? ¿Cómo puedes ser tan hipócrita? Ni te imaginas las cosas que he oído por ahí sobre ti.

—Bueno, pero eso soy yo. Tú eres una chica y además eres menor.

—¿Ah, sí? ¿Tan menor como Patricia Suárez? Para tu información, es un curso menor que yo. No tiene ni catorce años.

Jacobo resopló.

—¿Quién te lo ha contado?

Vera puso los ojos en blanco.

—¿Lo harás?

—No.

Vera lo miró desafiante. Tragó saliva, meditó unos segundos y finalmente dijo:

—¿Saben tus padres que te acuestas con niñas?

Jacobo la miró perplejo.

—¿Me estás amenazando?

—¿Lo vas a hacer?

—No. El sexo cambia a las personas. Especialmente a las chicas —hizo una pausa antes de añadir— aunque creo que tú ya has cambiado.

Vera golpeó la mesa con las dos manos, se levantó y dijo:

—Genial. Gracias por nada: los conseguiré por ahí.

Y se alejó andando.

—¡Vera! —escuchó que la llamaba su primo mientras se acercaba corriendo como en una escena de película americana.

—Está bien, lo haré. Pero no me dejes fuera. —Y al ver la cara de satisfacción que ponía ella, añadió—: Lo que estás a punto de hacer no es un juego, ni una peliculita de chicas: vas a cruzar una línea importante. No quiero que estés sola.

Vera le levantó la ceja y replicó con desdén:

—¡Oh! No estoy sola. Al parecer, todo el mundo está ya al otro lado de esa línea. Y mientras le daba la espalda y empezaba de nuevo a caminar, añadió—: Despídeme de tus padres.

Y se marchó.

Cuando llegó a casa, Papá estaba jugando con las niñas en el jardín. Ella se quedó paralizada en la puerta. Él la miró sorprendido y consultó el reloj.

—¿De dónde vienes tú? —preguntó extrañado.

—He ido a desayunar con el tío Juan y la tía Ana. He... —vaciló un instante— charlado un rato con Jacobo.

—¿Y no me das un beso? —dijo Papá contra todo pronóstico.

—Claro.

Vera se acercó a él y lo abrazó por la cintura. Él le pasó el brazo por los hombros y la besó repetidamente en la cabeza y en la frente. Ella se apretó contra él.

—¿Me odias? —le dijo levantando la cara para mirarle.

Parecía más triste que enfadado. Él le acarició el pelo, acomodándoselo detrás de la oreja.

—Claro que no. Pero estoy muy preocupado por ti —dijo sujetándole la cara con las dos manos, como se hace con los niños pequeños—: Los dos lo estamos.

Vera resopló ante la mención de Mamá.

Papá apretó los labios, como buscando la palabra adecuada. Le acarició la mejilla con el dorso de la mano y dijo:

—Todo se va a arreglar, ya lo verás.

La besó de nuevo en la frente y como si necesitara convencerse a sí mismo, repitió:

—Todo se va a arreglar.

 

Vera entró en casa. Mamá no estaba a la vista. Subió a su cuarto. Oyó movimiento en el dormitorio principal y se acercó sigilosamente a la puerta cerrada de la habitación de sus padres. Aguzó el oído. Primero escuchó como un quejido suave pero continuo. Luego le pareció reconocer un sonido entrecortado y luego otro. Y otro. Y otro. Era un sonido inconfundible que, por desgracia, últimamente le resultaba demasiado familiar.

No había duda de que Mamá estaba llorando.

Se encerró en su cuarto y puso la música lo bastante alta como para no escuchar lo que pasaba al otro lado de la pared. Pasó la mañana probándose posibles conjuntos para lucir en Nochevieja. A la hora de comer todavía no había conseguido decantarse por ninguno, aunque había preseleccionado cuatro candidatos. Escribió a Mencía: iría a probárselos a su casa y lo decidirían juntas, como solían hacer en las ocasiones importantes.

—Ayúdame con la comida, por favor —pidió Papá cuando Vera bajó a cotillear qué había de comer.

—¿Y Mamá?

—Mamá no se encuentra bien. No va a bajar a comer.

Vera procesó la respuesta.

—¿Es por mi culpa? —quiso saber.

Odiaba haberle dado una razón para hacerse la víctima.

—No.

—Pues ayer estaba bien.

—No te preocupes, seguro que enseguida se recupera. Corta el pan, porfa —dijo acercándole la barra y señalando con la barbilla el cuchillo del pan.

Vera lo hizo.

—¿Por qué después de comer no subes a verla? —propuso Papá—. Seguro que se alegra mucho.

—Seguro —respondió escuetamente Vera.

Mamá estaba recostada en la cama, pálida como la cera y con la mirada perdida cuando Vera entró en la habitación. Parecía estar mal de verdad.

—¿Estás así por mí? —dijo acercando la butaca y sentándose junto a la cama.

—No, mi vida, no te preocupes —contestó Mamá con ternura.

—¿Entonces?

—Estoy un poco revuelta. Eso es todo. Ya se me pasará.

Hubo un silencio tenso. Vera se apresuró a buscar algo con lo que romperlo:

—La tía Ana me ha dicho que traerá un postre nuevo para Nochevieja.

—Qué bien. Siempre trae cosas ricas.

El silencio amenazaba con volver.

—Vera...

—No quiero hablar, Mamá —cortó Vera adivinando sus intenciones al tiempo que le empezaban a brotar otra vez las lágrimas—. No puedo.

Y enjugándose las lágrimas con el dorso de la mano, se levantó y salió corriendo de la habitación.

 

El armario de Mencía siempre estaba más lleno y más desordenado que el de Vera. Tenía un montón de prendas sin estrenar porque su nueva madre le compraba ropa continuamente aunque no siempre acertaba con el estilo.

—Tía, estos son una pasada —exclamó Vera mientras se probaba unos tacones preciosos que encontró en una caja—. Quedarían perfectos con mi vestido.

—Son nuevos. Póntelos si quieres —ofreció su amiga mientras se probaba el quinto minivestido negro—. ¿Qué tal este?

—Muy sexy. Seguro que ligas.

—Qué graciosa —se burló Mencía tirándole a la cara otro de los vestidos. Se sentó entonces en la cama junto a Vera—. ¿Y tú, qué? ¿Qué vas a hacer?

Vera se encogió de hombros y se hizo la misteriosa.

—A lo mejor sí que necesito la habitación, después de todo.

Mencía chilló tapándose la boca con las manos.

—Sssh... Calla, tía —instó Vera entre risas.

—¡Qué más da! No hay nadie en casa. ¿Y eso? ¿Qué ha pasado con tus teorías de la virginidad eterna?

Vera respiró hondo antes de contestar.

—Creo que al final tenías razón: son solo teorías que nadie cumple.

Mencía volvió a chillar y la abrazó emocionada.

—¿Te das cuenta? —dijo Mencía sujetándola por los hombros—. Las dos el mismo día.

Y se volvieron a abrazar.

—Tía, qué contenta estoy —dijo Mencía—. Es la mejor noticia que me podías dar. Estoy emocionada.

—Pues todavía no te he dicho lo mejor —agregó Vera.

Mencía la miró expectante.

—Hablé con Jacobo —resolvió Vera.

—¿Lo hará? —urgió Mencía.

Vera asintió desplegando una sonrisa triunfal, lo que provocó otra tanda de gritos y abrazos de su amiga. Vera le contó los detalles de la negociación con su primo.

—Nos va a costar cincuenta euros, la broma. Creo que lo ha dicho para disuadirnos.

Mencía alabó su actuación y añadió:

—¿De dónde vamos a sacar el dinero? Mis padres no están.

Vera frunció el ceño. Evidentemente, no había pensado en eso. Tendría que encontrar una solución de emergencia.

—¿Te vas a poner esos zapatos en fin de año? —dijo de repente señalando los tacones que se había probado hacía un rato.

—No, los negros. ¿Por? —contestó Mencía, confundida.

Vera la miró con picardía y declaró:

—Tengo una idea.

 

Cuando Vera regresó de casa de Mencía, Papá estaba revisando unos planos en el despacho. Vera entró a saludarlo y sacó un par de vestidos de la bolsa que traía y había dejado en el suelo del estudio.

—A ver, Papá, necesito una opinión masculina. ¿Cuál te gusta más? —le preguntó colocándose por encima primero uno de los vestidos y luego el otro.

Papá los observó con un gesto de extrañeza.

—Son para fin de año —aclaró Vera.

—Ah —dijo él como si la nueva información le fuera a facilitar acaso la decisión—. ¿Te digo la verdad?

Vera le animó a hacerlo con un gesto.

—Creo que el primero es muy corto y el segundo demasiado negro para tu edad —dijo.

—Vale, eso dice mi padre, ¿puedes contestar ahora como un chico?

Papá hizo una mueca divertida antes de contestar:

—Con el primero solo te miraría las piernas y con el segundo me parecerías una vieja.

—Lo sabía —dijo dejando los vestidos sobre la silla vacía del escritorio de Mamá y rebuscando en la bolsa hasta sacar otro—. ¿Te gusta más este?

—Mucho más.

—Sí, a mí también —dijo Vera adoptando una expresión de contrariedad—, lástima que para este no tenga zapatos...

A Papá se le escapó una risita.

—¿Y cuánto me costarían los zapatos? —dijo llevándose la mano al bolsillo.

—Cincuenta euros —contestó ella poniéndole ojitos.

Papá sacó el billete de la cartera y se lo mostró haciéndole un gesto para que le besara a cambio. Ella lo abrazó y le besó.

—Anda, toma, pequeña manipuladora.

—Eres el mejor, Papá.

—Ya.

Ella le dio las gracias y volvió a meter la ropa en la bolsa.

—Oye, Peque —llamó Papá cuando casi iba a salir—. A lo mejor a Mamá le gustaría elegirlos contigo.

Vera le torció el gesto.

—¿Quién es el manipulador ahora? —le dijo poniendo los brazos en jarras.

Papá levantó las manos, encogiéndose de hombros y, adoptando una expresión de fingida resignación, contestó:

—El que paga, manda.

—Ya veremos —zanjó ella guiñándole un ojo.

Y subió a su cuarto para sacar los vestidos de la bolsa antes de que se arrugaran más de la cuenta. No estaba la cosa para pedirle a Mamá que los planchara.

 

Mamá tampoco bajó a cenar. Las pequeñas fueron a leerle un cuento a la cama después de la cena. Vera se retiró a su cuarto. Al cabo de un rato, Papá vino a darle las buenas noches y se sentó en la cama, a su lado, como cuando era niña. Vera se dio cuenta en ese momento de cuánto lo echaba de menos.

—¿Qué es eso tan grave que tienes contra Mamá? —preguntó con expresión triste.

—Como si no lo supieras...

—Prefiero que me lo cuentes tú.

—Encontré sin querer un documento antiguo de Mamá y no me gustó lo que descubrí. ¿Tú sabías todo eso?

—Cómo no lo iba a saber —respondió Papá encogiéndose de hombros.

—Ni siquiera puedo mirarla a la cara, Papá. No sé cómo puedes... ¡Ag!

Acompañó el comentario con una mueca de asco.

—Porque al contrario que tú, yo veo a la auténtica Mamá.

—No. La auténtica Mamá es la que escribió esas escenas repugnantes que han resultado ser verdad.

—Bien. Me alegra que lo veas así.

—¿Te... alegra? —replicó confundida.

—Sí. Porque entonces supongo que no tengo que preocuparme por el hecho de que ya no llevas tu anillo.

Vera escondió la mano, como por instinto.

—Tenemos un trato —recordó él.

—¿Un trato? Papá: Mamá rompió ese trato de todas las formas imaginables y te casaste con ella. Ahora mismo vuestro discurso sobre castidad y virginidad me parece un chiste.

—Pues no tiene ninguna gracia. Pregúntale si no vivir la pureza le hizo algún bien.

—No le impidió encontrar el amor.

—¿Y crees que fue fácil para ella? ¿Crees que le resultó agradable hablarme de su pasado cuando éramos novios? ¿Que no sufrió por si la rechazaba? ¿Crees que no le ha dado vueltas al día en que tuviera que contarles esa verdad a sus hijas?

A Papá se le habían saltado las lágrimas.

—¿Por qué crees que no quería tener niñas? —añadió Papá.

Vera estaba muda. Nunca había visto a su padre tan emocionado.

Papá hizo una pausa y se serenó antes de retomar la palabra.

—¿Sabes que eso que has leído iba a ser la primera novela de Mamá?

—¿Y qué pasó?

—Dios pasó.

Vera lo miró confundida.

—Dios la llamó en la jmj, ella dijo sí, y ese sí lo cambió todo. Cambió su vida por completo.

—Una persona no pasa de un extremo a otro así, de la noche a la mañana. Puede disimular, pero en el fondo, sigue siendo quien es.

—Una persona sola, no. Pero Dios, sí. Dios puede irrumpir en tu vida con la fuerza de un huracán y tirarte del caballo, transformarte y devolverte la dignidad de hijo suyo en un solo instante.

—¿Y eso es lo que le pasó a Mamá?

—Sí. Y desde entonces le ha sido fiel. Con sus caídas, como todo el mundo, pero muy fiel.

—Pero fueron treinta años, Papá...

Ahora era Vera a quien le asomaban las lágrimas.

—O cien. Es Dios quien elige cuando llama a cada uno. Y ella ha dedicado toda su carrera a redimirse. ¿Por qué crees que escribe esas novelas? Toda su obra es un desagravio.

Vera sorbió. Papá se levantó y le acercó un pañuelo de papel. Mientras su hija se sonaba, dijo:

—¿Sabes por qué tiene tanto éxito?

Hizo una pausa antes de continuar:

—Porque sabe de lo que habla y siente cada palabra que dice porque sabe que es verdad. O sea, que hay que dar gracias a Dios incluso por esa versión oscura de Mamá, porque sin ella, Mamá no sería Mamá.

—Pero es que yo no quiero que esa versión exista, Papá. ¡No quiero! Me repugna, y no puedo quererla, ¿entiendes? ¡No puedo!

Papá debió sospechar que su hija estaba dando ya rienda suelta al drama y decidió cortar.

—La Mamá que tú conoces es Mamá. Lo que has leído se quedó en Cuatro Vientos. No hay más.

La arropó, la besó y le hizo la señal de la cruz en la frente, como cuando era pequeña.

—Intenta descansar —dijo desde la puerta.

Apagó la luz, cerró la puerta y se marchó.

 

Mamá aseguró estar completamente recuperada al día siguiente, a tiempo para ultimar los preparativos de la cena de fin de año. Apenas quedaban un par de días de 2029.

Los tíos y algunos de los primos aparecieron el domingo en el Beato. Las madres —capitaneadas por Mamá, que ejercía de anfitriona— habían quedado para organizar el tradicional quién lleva qué a la multitudinaria cena de Nochevieja. Los hermanos charlaban al tímido sol de invierno y los primos se entretenían con otros niños de la parroquia.

Jacobo y Vera se apartaron del grupo.

—¿Estás segura? —preguntó el primo.

—Completamente.

Jacobo suspiró.

—Espero que sepas lo que haces —dijo mientras sacaba algo pequeño del bolsillo interior de su abrigo y se lo pasaba discretamente a Vera, que lo guardó en su bolso sin ni siquiera mirarlo.

—Deja de preocuparte tanto: ya no soy una niña —respondió ella entregándole el billete de cincuenta euros como si fuera también mercancía de contrabando.

—Tú ten cuidado —insistió él—. Ese tío es un prenda.

—Eso le dirán sus primos a tus novias —replicó ella.

Jacobo hizo un gesto de contrariedad y negó con la cabeza, exasperado.

De la expresión de su rostro se deducía que lo decía sinceramente. Con o sin razón, era evidente que no tenía a Lucas en alta estima. Vera notó que aquello la inquietaba un poco. Solía considerar a su primo como una persona con un criterio bien formado y siempre atendía sus consejos, aunque eso era antes de descubrir que no era más que otro hipócrita con doble moral, como todo el mundo últimamente. Con todo, le daba un poco de miedo que Jacobo estuviera en lo cierto, pero no quería darle el gusto de reconocerlo.

Él se atusó el cabello, consultó el móvil y, al tiempo que empezaba a caminar hacia el grupo de los mayores, añadió:

—Luego no digas que no te lo advertí.

 

Vera había quedado con Mencía para pasar la tarde del domingo en el Diversia, como de costumbre. Llegaba un poco tarde porque Valentina le había derramado sin querer un vaso de agua y había tenido que cambiarse a última hora. Ya que estaba, se puso algo un poco más mono y sustituyó las bailarinas de la mañana por unas botas altas. Cambió el bolso y el abrigo y salió al encuentro de sus amigas. Cuando llegó, Mencía estaba sentada con las Malditas Bastardas en la terraza del Starbucks.

—Vera, ¡por fin! —dijo Blanca señalando una silla vacía invitándola a sentarse—. Te necesitamos.

—¿Dónde estabas? Llevo media hora llamándote —reprochó Mencía.

—¿A mí? Qué va —se extrañó Vera mientras se sentaba y buscaba el móvil para comprobarlo—. Mierda, me he dejado el móvil. Se me ha debido olvidar al cambiar de bolso. En fin, ¿qué pasa?

Querían que Vera mediara para que Lucas trajera a sus amigos de la facultad a la fiesta de Mencía. Al parecer, una tal Clara Torres daba una fiesta paralela y empezaban a circular rumores sobre a cuál acudiría la gente guapa.

—Ellas tienen a Luis Astolfi y nosotras tenemos a Lucas Estrada. Vera, no nos puedes fallar.

Era curioso como en apenas un mes, habían pasado de temblarle las rodillas si alguna de las Bastardas se dignaba a dirigirle la palabra, a que el éxito de la fiesta dependiera de la capacidad de Vera para convencer a su novio de que arrastrara a sus amigos a los brazos de la mismísima Bea Casas. Su novio: le encantaba como sonaba eso.

Era consciente de que salir con Lucas la había catapultado a las primeras posiciones del ranking de popularidad del colegio y se sorprendió a sí misma disfrutando de ello. Su novio, además de guapo, era un valor social en alza. Su novio, su novio, su novio. ¡Sonaba tan perfecto!

Vera accedió a mediar, aunque no prometió nada, más por hacerse la interesante que porque dudara de sus posibilidades de éxito. Todas se lo agradecieron entusiasmadas y pasaron el resto de la tarde haciendo cábalas sobre quiénes vendrían y cómo podrían repartirse el botín entre las solteras disponibles.

Los constantes altibajos en la relación con sus padres de los últimos días impidieron a Vera darse cuenta de que Papá estaba más serio de lo normal cuando lo saludó al llegar a casa. Tampoco le extrañó que a aquellas horas sus hermanas permanecieran confinadas en la sala de proyecciones de abajo en lugar de pulular alrededor de la cocina anticipando la cena. De hecho, lo único que le llamó la atención fue ver desde el pasillo la luz de su cuarto encendida. Cuando se asomó, encontró a Mamá sentada en el banco de la ventana. Tenía algo en las manos, aunque no reparó en ese detalle hasta después porque estaba demasiado ocupada indignándose por el repentino allanamiento.

—¿Qué haces aquí? —dijo sorprendida.

—Cierra la puerta, por favor —contestó seriamente Mamá.

No había rastro del sutil aroma de víctima que la había acompañado estos días. Tampoco había ya tristeza en sus ojos.

Vera hizo lo que le dijo, sintiéndose confundida cuando todavía no había salido del asombro. Mamá la miró fijamente y reveló el contenido de sus manos.

—¿Qué es esto? —dijo en tono acusador.

Vera supo lo que era más por instinto que porque reconociera el envase.

—¿Has tocado mis cosas? —gritó escandalizada.

Aquel ultraje no tenía precedentes.

—No paraba de sonarte el móvil —alegó Mamá.

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